El secreto de París - Natasha Lester - E-Book

El secreto de París E-Book

Natasha Lester

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Beschreibung

Inglaterra, 1939: las hermanas Penrose no podrían ser más diferentes. Skye es una piloto atrevida y descarada y Liberty la desafía en todo momento. Incluso si a las mujeres no se les permite unirse en la Royal Air Force, Skye está decidida a luchar en esta guerra. Al volver de una misión, se reencuentra con su mejor amigo de la infancia, Nicholas, a quien no ha visto durante años. Ahora él está comprometido con una enigmática francesa llamada Margaux Jourdan. París, 1947: el diseñador Christian Dior presenta su elegante primera colección, el New Look, a un mundo cansado de la guerra y el dolor. Es Margaux la modelo principal que da inicio al desfile… En la actualidad: la historiadora de moda Kat Jourdan descubre una valiosa colección de vestidos Dior en la casa de su abuela. A medida que se adentra en el misterio de su origen, Kat comienza a dudar de todo lo que creía saber sobre su amada abuela.

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EL SECRETO DE PARÍS

NATASHA LESTER

Traducción: Graciela Rapaport

Título original: The Paris Secret

Edición original: En Australia y Nueva Zelanda por Hachette Australia y en Reino Unido por Sphere, un sello de Little, Brown Book Group.

© 2020 Natasha Lester

© 2020 Little, Brown Book Group Limited

© 2023 Trini Vergara Ediciones

www.trinivergaraediciones.com

© 2023 Vidis Histórica

www.vidishistorica.com

España · México · Argentina

ISBN: 978-84-18711-83-1

Índice de contenidos
Portadilla
Legales
Dedicatoria
Prólogo
PARTE 1 SKYE
Capítulo 1
Capítulo 2
PARTE 2 KAT
Capítulo 3
PARTE 3 Skye
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
PARTE 4 KAT
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
PARTE 5 SKYE
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
PARTE 6 KAT
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
PARTE 7 SKYE
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
PARTE 8 KAT
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
PARTE 9 MARGAUX
Capítulo 27
PARTE 10 SKYE
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
PARTE 11 KAT
Capítulo 31
PARTE 12 SKYE
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
PARTE 13 NICHOLAS
Capítulo 35
PARTE 14 KAT
Capítulo 36
PARTE 15 MARGAUX
Capítulo 37
PARTE 16 KAT
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Nota de la autora
Agradecimientos
Nuestras novelas históricas en Vidis
Natasha Lester
Manifiesto Vidis

Para Audrey, la heroína de cabello oscuro de mi vida. Eres infinita. Espero que lo creas siempre.

Prólogo

París, 12 de febrero de 1947

En una gran mansión de la avenida Montaigne 30, están vistiendo a Margaux Jourdan con una chaqueta de seda salvaje color marfil tipo péplum con hombreras y una falda plisada de tafetán. La falda llega, escandalosamente, hasta la mitad de la pantorrilla: tanto derroche de tela para un mundo que acaba de salir del racionamiento. Le ajustan un collar de perlas alrededor del cuello y, como toque final, le ponen un sombrero de ala ancha y guantes negros. Aun después de los ultrajes de la guerra, las manos femeninas son demasiado deslumbrantes y hay que vestirlas.

Madame Raymonde hace girar a Margaux como si fuera la bailarina de una cajita de música y mueve la cabeza en señal de satisfecha aprobación. Indica con el brazo que Margaux debe atravesar la puerta de la estancia y entrar en el salón.

Así, el legendario traje Bar de Dior se presenta, en el cuerpo de Margaux, ante un mundo desprevenido.

En el gran salón, una multitud de parisinos elegantes —Jean Cocteau, Michel de Brunhoff de Vogue y Marie-Louise Bousquet de Harper’s Bazaar— están sentados uno junto a otro, casi sin espacio para respirar. Muchos están de pie, apoyados en las paredes, otros se amontonan en la escalera, tanta ha sido la demanda de entradas para este evento; hasta ha habido especuladores que se las vendieron al público entusiasta más caras que la mantequilla en el mercado negro.

El salón luce su tenue paleta de gris perla y blanco con la sutileza de una cremallera invisible. Tanto las sillas Luis XVI como los marcos dorados de los cuadros, coronados con lazos, y los candelabros de la belle époque parecen declarar que el tiempo se detuvo y que mejor será prestar atención. El susurro de los abanicos desplegados parece un aplauso prematuro, y en el aire hay aroma a perfume, Gauloises y expectación. En todos los rincones se eriza la piel.

Mientras Margaux se desliza por el salón, escucha suspiros ahogados, ve cabezas que se inclinan hacia delante y manos que se crispan como si quisieran rozar las curvas de su traje. Completa la vuelta y atraviesa la cortina de satén gris, detrás de la que espera, de pie, Christian Dior, el hombre que cose con puntadas mágicas, el que diseña vestidos que trascienden la moda. Dentro de ochenta años, cuando alguien pregunte el nombre de un modisto, ese será el primero en ser pronunciado. Pero eso aún está por venir.

Christian le regala una sonrisa a Margaux. El desfile continúa. Nadie tiene que decir que es extraordinario; es algo sabido sin necesidad de pronunciar palabras.

El final es, naturalmente, un vestido de novia. Margaux se queda inmóvil mientras la visten. Después, vuelve a entrar en el salón y la inspiración colectiva es tan violenta que consume casi todo el oxígeno del lugar. Porque parece que Margaux lleva puesta una rosa blanca florecida, en plenitud, cortada en su momento de perfección más auténtica. O, al menos, esa es la ilusión que crea con la falda voluminosa: una abundancia —no, un derroche— de seda que se ensancha como el optimismo que la rodea, antes de ceñirse en la cintura de tan solo cincuenta centímetros, un requisito para cualquier modelo de Christian Dior.

Por supuesto, ninguno de los espectadores sabe que Margaux debe esa cintura a años de privaciones, que es un legado de la época en la que un vestido así hubiera sido tan impactante como ver el sol a medianoche. Pero no le hace bien a nadie recordar lo que no se puede deshacer, así que ella se concentra en sus pies y camina con tanta lentitud que el público comprende que lo que está viendo es extraordinario, pero también con tanta rapidez que se retira demasiado pronto, y deja una estela de anhelos detrás, como una sombra.

Casi no hay sitio entre todas esas personas para la falda magnífica del vestido y por eso roza uno de los ceniceros con forma de columna blanca y alta. Nadie, salvo Margaux, advierte la ceniza que se vuelca en el suelo. Nadie advierte tampoco que fuera hay diez grados bajo cero y que París ha atravesado tiritando un invierno de posguerra con racionamiento de electricidad y escasez de carbón. El vestido de Christian tiene el poder de borrar.

Cuando sale del salón, el aplauso es tan atronador que podría despertar a los muertos. Pero Margaux sabe que nada podrá, nunca, despertar a sus muertos.

Las modelos vuelven al salón y se disponen en línea. Christian —o Tian, como lo conocen Margaux y algunos pocos elegidos— se inclina y acepta sus felicitaciones.

Escoge a Margaux, que todavía lleva puesto el vestido, a pesar de que nunca será novia, acerca la mano de ella a sus labios y la besa.

—Magnifique —dice.

La hermana de Christian, Catherine Dior, besa a Margaux en las dos mejillas.

—Estuviste magnifique, chérie.

Carmel Snow, de la revista de moda estadounidense Harper’s Bazaar, se adelanta. Las puntas de sus dedos se deslizan extasiadas sobre la seda de la falda que lleva Margaux.

—Querido Christian —dice—, tus vestidos son el new look.

Y Margaux sabe, como si de pronto pudiera adivinar el futuro, que así se va a hablar de la colección de Christian a partir de ahora. Un nuevo look, para un nuevo mundo. Un mundo en el que, de ahora en adelante, la muerte y la pérdida y la angustia se convertirán en emociones silenciadas y ya no serán esa crudeza que desgarra la piel todo el tiempo. Ya no serán una manera de vivir, como lo habían sido durante estos últimos años de guerra. El New Look será el amnésico perfecto para una generación que ha sobrevivido a la guerra y no quiere recordar nada de ella.

Margaux es la única que recuerda. Skye y Liberty y Nicholas y O’Farrell ya no están, por algún u otro motivo. Nunca va a volver a pronunciar esos nombres delante de nadie. Nadie quiere oír los nombres de las víctimas. Así como nadie quiere entender que la cintura de Margaux es minúscula porque ella también es una víctima.

Catherine enlaza su brazo con el de Margaux.

—Vamos, chérie. Brindemos con una copa de champán por… —duda—. ¿El futuro?

Esa palabra va a estar siempre entre signos de interrogación. Así que Margaux no brinda por el futuro. En cambio, levanta su copa por todos ellos: por ella misma, por Catherine, Skye, Liberty, Nicholas y O’Farrell. Al hacerlo, siente que los espíritus se reúnen a su alrededor y dicen una plegaria con ella, como lo hacen todas las noches en sus sueños. Pero, así como no hubo nada que pudiera hacer la última vez que vio a cada uno de ellos, no hay nada que pueda hacer por ellos ahora. Salvo beber champán, sonreír y entrar, con su New Look, en ese terrible nuevo mundo que no llega a comprender.

PARTE 1SKYE

… en las vidas solitarias, hay momentos excepcionalesen los que otra alma se zambulle cerca de la nuestra,igual que las estrellas que, una vez al año, rozan la tierra.Él fue, para mí, una de esas constelaciones.

Madeline Miller, Circe

Capítulo 1

Cornualles, agosto 1928

—Se te ven las bragas.

Skye Penrose sabía que la respuesta esperable de una niña de diez años a un comentario como ese hubiera sido dejar de hacer volteretas por el muelle de Porthleven como una estrella saltarina y colocarse la falda en su sitio. En vez de eso, se detuvo para cambiar el rumbo e hizo dos volteretas perfectas en dirección al chico que acababa de hablar. Con el ímpetu de la trayectoria ascendente, se precipitó sobre él y le bajó el pantalón, que se desprendió de la cintura, y le arrancó al menos un botón en el proceso.

—Ahora se te ven a ti los calzoncillos —dijo riéndose.

Tenía toda la intención de salir corriendo inmediatamente para escapar del previsible enfado, pero el chico tenía tal cara de asombro —los ojos muy abiertos, los labios en forma de una “o” bien redonda, del tamaño justo como para arrojar un caramelo dentro si lo hubiera tenido— que, en vez de eso, sonrió y dijo:

—Me llamo Skye.

—Yo soy Nicholas Crawford. Encantado de conocerte —dijo el chico, tartamudeando, mientras se subía los pantalones.

Tenía una manera rara de hablar: las palabras le salían angulosas, no redondeadas, el énfasis recaía sobre vocales diferentes, de modo que lo conocido se volvía extraño.

—No me ha parecido justo, si vamos a ser amigos, que tú conozcas más cosas de mí que yo de ti —dijo Skye—. Así que yo también tenía que verte la ropa interior.

Nicholas Crawford asintió como si eso tuviera mucho sentido. Era más alto que Skye, tenía el pelo casi negro y unos increíbles ojos, de color azul grisáceo, como el mar en días inestables. Llevaba la ropa limpia y planchada, no mugrienta de tanto jugar, como la de Skye.

—Amigos —repitió él.

—Siempre y cuando puedas guardar mis secretos.

La curiosidad le brilló como aguamarina en los ojos.

—¿Qué tipo de secretos son esos?

—Los mejores. Ven, que te los enseño.

Ella le cogió de la mano y salió corriendo. Él no dudó, no se quejó de que tenía que avisar a su madre adónde iba, no dijo que no podía ser amigo de alguien que le había arrancado un botón o dos del pantalón. Corrió con ella, siguiéndole el paso, aunque, por su acento y su comportamiento, parecía venir de algún lugar lejos de Cornualles, un sitio donde, seguramente, no se corría con libertad. Juntos, giraron a la derecha justo frente al ayuntamiento y corrieron por la arena hasta que un muro de piedra, en apariencia impenetrable, bloqueó el camino.

—Por aquí —dijo Skye mostrándole un hueco del tamaño justo para pasar gateando.

Del otro lado del muro, él volvió a abrir la boca, y ella supo que estaba sorprendido, tal como había esperado.

—Eres la primera persona que traigo aquí —dijo.

—¿Por qué yo?

Ella pensó cómo decirlo: “Nunca he conocido a nadie con unos ojos tan grandes”. Pero eso no iba a sonar bien.

—Pensaba que te iba a gustar —dijo.

Ambos dieron una vuelta completa para admirar el mar festoneado de blanco que arremetía contra la pared del acantilado a su izquierda, la curva de la bahía donde las olas estallaban en el viento cargado de gotas, la gruta, detrás de ellos, escarpada y oscura y que prometía hazañas de gran heroísmo y valor.

—Es toda mía —dijo Skye, orgullosa—. Mira la casa de allí arriba. —Señaló la cima del acantilado, donde una casa de campo castigada por el clima hundía sus cimientos en el terreno sosteniéndose a duras penas—. Allí vivo con mi madre y mi hermana. La única manera de llegar a esta bahía es a través del hueco en el muro de piedra o por el camino que baja desde mi casa. Así que es mía. Y ahora, también tuya.

Nicholas arrugó la frente. Metió la mano en el bolsillo y sacó un reloj.

—Si vas a compartir tu bahía conmigo, entonces yo voy a compartir esto contigo. —Se lo dio—. Era de mi padre. Y antes, de su padre.

Skye deslizó un dedo por la tapa de oro grabada antes de abrirla. Dentro, encontró solemnes números romanos y una medialuna con una extraña deformación.

—¿Dónde está tu padre?

—Allí arriba. —Nicholas señaló el cielo.

—No tienes que compartirlo. —Le devolvió el reloj de bolsillo, porque entendió que era su posesión más valiosa.

—Quiero hacerlo. Puedes tenerlo un día por semana.

Lo dijo con tono firme. Ese chico bien vestido que, según parecía, nunca había puesto un pie en una playa de Cornualles, tenía fuerza de voluntad. Y sabía correr. Y le gustaba su bahía.

—Eso quiere decir que vas a tener que volver mañana a buscarlo —dijo ella.

Él dijo que sí con la cabeza.

—¿Quieres ver la gruta?

Volvió a decir que sí con la cabeza.

Desde la cima del acantilado, con el reloj de bolsillo de Nicholas a salvo, envuelto en un pañuelo, Skye vio a su nuevo amigo encogerse para pasar por el hueco entre las rocas y caminar trabajosamente por la arena. Justo antes de volver al pueblo, él se dio vuelta para saludarla con la mano. Skye hizo una serie rápida de volteretas porque pensó que, así, lo haría sonreír. Después entró a cenar.

Su hermana Liberty, que era un año menor, se abalanzó sobre ella en el instante en que entró en casa.

—¿Dónde estabas? —chilló.

—En la playa —dijo Skye.

Liberty hizo una mueca.

—Siempre estás en la playa.

—Entonces podrías haberme encontrado fácilmente.

—Tengo hambre.

Antes de que pudiera recordarle a su hermana que la comida estaba en la cocina, y que no la llevaba ella encima, vio, detrás de Liberty, el tablero del juego de serpientes y escaleras abierto sobre la mesa. Había serpientes verdes y doradas que se retorcían en dirección a unos dibujos de niños malos y Skye entendió —y sintió que el estómago se le retorcía igual que las serpientes— que ella debía de ser uno de los personajes de esos dibujos. Le había prometido a Liberty jugar una partida esa tarde, pero lo había olvidado por completo con la emoción de haber conocido a alguien a quien la bahía le gustaba tanto como a ella, no como a su hermana.

Liberty siguió la mirada de Skye hasta el tablero. Se lanzó sobre él y lo tiró. El dado quedó repiqueteando en el suelo y, por un momento, eclipsó el suave rumor de voces que venía de la habitación de al lado, donde su madre estaba ocupada con uno de sus clientes.

—Te voy a hacer un té —dijo Skye—. Y después podemos jugar.

Liberty no respondió y Skye pensó que se enfadaría y subiría a encerrarse en su cuarto, como de costumbre. Pero en cambio, asintió, y la paz se restableció por el momento. Tomaron el té mientras jugaban y Skye no dijo nada cuando Liberty, para subir una escalera, contó mal el número de casillas y así avanzó más de lo que le correspondía. Tampoco dijo nada cuando Liberty protestó porque Skye había contado mal y dijo que tenía que bajar por una serpiente. Ganó Liberty.

A la mañana siguiente, Skye se levantó al amanecer, se puso el bañador y esperó a Nicholas con impaciencia, con el reloj de bolsillo bien sujeto y seguro en la mano. Se sentó junto a la ventana del salón, mirando su querido mar, deseando que el chico ignorara las buenas costumbres y llegara en ese momento, aunque fuera demasiado temprano hasta para desayunar. Cuando Liberty bajó, una hora después, puso gesto de enfado al ver el bañador de Skye y lanzó una patada cargada de odio, que ella —que ya tenía mucha práctica— pudo esquivar. Después, llamaron a la puerta y Skye sonrió. Él también debía de preferir su bahía al desayuno.

—Ve a ver quién es, cariño —dijo su madre desde la cocina; de pie frente a la desconchada cocina de leña de color azul, revolvía un cazo con avena—. No espero a nadie hasta las diez.

Skye salió corriendo por el pasillo y abrió la puerta de par en par. Era Nicholas y junto a él, una mujer que lo sujetaba del hombro con actitud dominante. La sonrisa de Skye se desvaneció.

—¿Es esta la niña? —preguntó la mujer.

—Se llama Skye —respondió Nicholas.

—Quisiera ver a tu madre —dijo la mujer a Skye.

—Pase —dijo Skye con amabilidad. Mientras sostenía la puerta abierta de par en par, las lámparas de aceite con cristales coloreados —estaban demasiado lejos del pueblo para tener electricidad— parpadearon con el mal viento que la mujer trajo consigo.

En la cocina, donde, como siempre, había olor a humo de leña, cigarrillos franceses y café, Vanessa Penrose se giró para saludar a las visitas. Estaba resplandeciente con el largo y deslumbrante camisón de seda negra bordada, con fruncidos, mangas drapeadas y un escote pronunciado. La mujer que estaba junto a Nicholas se quedó mirándola como si la madre de Skye estuviera haciendo volteretas por toda la casa con las bragas a la vista.

—¿Han venido a desayunar? —dijo Vanessa, y la mujer desvió la vista del camisón—. Tú debes de ser Nicholas —continuó—. Skye me ha hablado de ti. Soy Vanessa, o la señora Penrose, como prefieras. ¿Quieres avena?

—Sí, gracias. —Nicholas sonrió al fin.

—No, no quiere —dijo la mujer.

—Sí que quiero y tengo hambre —dijo él con la misma firmeza apacible que Skye le había escuchado cuando dijo en la puerta: “Se llama Skye”.

—Skye tiene un agujero en el estómago —le dijo Vanessa a Nicholas—, y eso quiere decir que no puede hacer nada hasta que haya comido. Vas a tener que desayunar con nosotras, así de sencillo.

Skye se rio y Nicholas se sentó.

—Me llamo Finella Crawford, y su hija le debe una disculpa a mi sobrino. —La voz de la tía de Nicholas parecía un anzuelo de pesca: era afilada y estaba diseñada para hacer daño. Tenía el mismo acento que la del chico, pero en su boca sonaba corrosiva, no interesante—. Le ha roto unos pantalones nuevos y le ha robado un objeto muy valioso —continuó.

Skye estiró el brazo por debajo de la mesa y le puso el reloj a Nicholas en la mano, con la esperanza de que eso ayudara.

—Gracias —susurró él.

Vanessa cogió una naranja del frutero, la cortó por la mitad y la exprimió. Sirvió el zumo en un vaso y se lo pasó a Nicholas.

—Skye me ha contado lo de los pantalones. Yo puedo coser los botones. Pero Skye no roba.

—Se equivoca. Ella le robó el reloj a mi sobrino, reloj que le dejó su querido padre, mi hermano. —La mujer se pasó un pañuelo por los ojos, y Skye pensó que, en realidad, estaba disfrutando de la actuación.

—Tengo el reloj —dijo Nicholas mostrándolo en su mano.

—Misterio resuelto. —Rápidamente, Vanessa exprimió tres naranjas más antes de sentarse.

—Perdón por haberte arrancado un botón de los pantalones —dijo Skye a Nicholas, haciendo uso de sus mejores modales.

—Los botones y Skye se llevan como el aire marino y el pelo liso —dijo su madre mientras miraba el pelo revuelto por el viento de Finella.

La tía de Nicholas cambió de tema.

—Tengo entendido que usted predice el futuro.

—Así es —respondió Vanessa.

—A mi cuñada le gustaría que le hiciera una lectura. —Las palabras salieron con dificultad de la boca de Finella, como si la idea fuera tan repugnante como los excrementos de un animal—. Sufrió una gran pérdida, el padre de Nicholas. Ha viajado desde Nueva York a su país natal por indicación de mi médico, porque necesita aire y reposo. Por consideración a lo que ha sufrido, estoy dispuesta a concederle este capricho.

La madre de Skye le puso miel a la avena cocida de Nicholas. Los ojos de Liberty se agrandaron al ver la cantidad y abrió la boca para protestar, pero su hermana mayor meneó la cabeza enérgicamente. La miel era la muestra de una solidaridad de la que todavía no se podía hablar. Al igual que Nicholas, Skye y Liberty no tenían padre.

—Le haré una lectura a su cuñada, siempre y cuando usted permita que Nicholas siga jugando con Skye —dijo Vanessa—. Creo que va a ser bueno para los dos.

La tía de Nicholas asintió y se dirigió a la salida, olvidando a su sobrino, pero Skye resolvió ese problema diciendo:

—Nicholas llegará a casa a tiempo para cenar.

Durante un mes, Skye le fue mostrando su mundo a Nicholas, que era un año mayor que ella —tenía once, en lugar de diez— y venía de una ciudad lejana, con rascacielos. Le mostró el mundo de buscar cangrejos ermitaños y cangrejos peludos en piscinas de piedra y ver el de quién se enterraba más rápido cuando los dejaban en la arena. El mundo de despegar mejillones y lapas de las rocas, trabajando junto a los ostreros de pico rojo. De buscar conchas de cauri, esas alargadas y pequeñas color melocotón que pasan desapercibidas con tanta facilidad y que por eso eran tanto más valiosas, para sumarlas a la colección de Skye.

Al principio, Liberty los seguía cuando resbalaban por el camino que descendía a la bahía mientras negociaba con Skye:

—Te prometo que no te voy a dar patadas si te quedas en casa y juegas conmigo.

—Mejor ven a jugar aquí afuera —decía Skye; sabía que, de todos modos, casi siempre podía esquivar las patadas de su hermana y que el verano no era época para estar dentro.

Pero las piscinas de piedra y las conchas no estaban entre los gustos de Liberty. Se sentaba en la arena, de espaldas a su hermana, y miraba con furia a Nicholas cada vez que él intentaba darle el cangrejo más grande y más rápido para jugar a las carreras. Finalmente, Skye olvidaba que su hermana estaba allí y, horas más tarde, se daba cuenta de que Liberty había vuelto a casa para charlar con su colección de muñecas, que preferían tomar el té a las lapas.

Una mañana, Liberty estaba especialmente pesada de camino a la playa.

—No me dejes sola —lloriqueaba una y otra vez.

—Si vienes con nosotros, no te vas a quedar sola —razonó Skye.

Liberty los acompañó, pero una vez que llegaron a la arena, le metió un cangrejo por la espalda del bañador a Skye. El cangrejo, asustado, la pellizcó.

—¡Eres un monstruo! —gritó Skye a su hermana.

Liberty le tiró un puñado de arena en la cara y rompió a llorar.

Skye vio que Liberty salió corriendo a casa. La arena le ardía en los ojos como las palabras que le había gritado a su hermana le arañaban la conciencia. Se prometió que iba a jugar dos partidas de serpientes y escaleras con Liberty esa noche.

—Vayamos a la gruta —le dijo a Nicholas.

Él asintió y la siguió.

Se recostaron boca arriba en la parte más profunda y oscura, donde no se veía nada. Estuvieron en silencio solo un momento, antes de empezar a contar historias que no se podían contar con luz. La de Nicholas hablaba de su padre, que había muerto por “un exceso de emoción”, aunque no supiera qué significaba eso. Entonces, su madre había tenido un exceso de emoción de otro tipo, pero el de ella la había llevado a la cama primero y después de vuelta a Inglaterra, donde había vivido antes de casarse, y no al cielo para reunirse con su marido.

—Así que ahora me cuida mi tía. Mi madre no va a ningún lado, solamente a ver a la tuya para las consultas —terminó Nicholas, y Skye escuchó en su voz que él odiaba eso: la pérdida de su padre, la ausencia de su madre y estar sometido a la custodia de su tía.

La familia Penrose cuidaría de él, le prometió. Pero primero, tenía que contarle quiénes eran.

—Ninguno de los chicos del pueblo juega conmigo. Ni con Liberty —dijo—. Es porque mi madre adivina el futuro. —Una ráfaga de viento silbó dentro la gruta y arrancó más verdades de la boca de Skye—. Y porque Liberty y yo no tenemos padre. No de la misma forma que tú. Nosotras nunca tuvimos uno. Mi madre nunca se casó. Pero se supone que hay que estar casada si se tiene un bebé.

Durante toda su vida, hubo adultos que las despreciaron y chicos que se burlaron y les dijeron que era pecado perder a un padre de la manera en la que habían perdido al suyo. Morir era heroico; estar ausente era, lisa y llanamente, un sacrilegio.

—Me gusta que tu madre adivine el futuro. Me cae bien. Y tú eres mi amiga —dijo Nicholas.

Algún tiempo después, Skye pudo enseñarle a Nicholas lo mejor de todo. Temprano por la mañana, Vanessa los llevó a una pradera que funcionaba como aeródromo y señaló un avión deportivo Havilland Gipsy Moth.

—Es un día hermoso para volar —dijo Vanessa.

—Volar —repitió Nicholas, con los ojos fijos en el biplano que estaba frente a él.

—Puedes ir tú primero —le dijo Skye.

—No me dejéis sola —dijo Liberty enfurruñada.

Pero Skye no tenía ninguna intención de quedarse en el coche con una hermana que odiaba volar. En cambio, se lanzó a correr junto al aeroplano, que rebotó hasta que dio un salto al cielo. Nicholas, con casco y bufanda y una chaqueta para soportar el frío, la saludó con la mano desde el primer asiento de la cabina abierta; su madre estaba sentada frente a los mandos, en el asiento de atrás.

Después llegó el turno de Skye. Cuando el Moth ascendió, Skye tomó los mandos del avión; su madre había empezado a enseñarle hacía seis meses. Vanessa le daba instrucciones a través del tubo Gosport, que comunicaba al pasajero que iba adelante con el de atrás, aunque Skye ya casi no las necesitaba.

Asió el timón e hizo lo que le había visto hacer a su madre cientos de veces: voló contra el viento, aceleró el Moth al máximo, lo elevó hasta llegar a la vertical y empezó a inclinarlo hasta invertirlo y, entonces, sintió en el estómago la emoción de hacer el bucle.

—Avísame si te metes en problemas —oyó que decía Vanessa con tono perplejo.

Pero el Moth anticipaba cada movimiento de Skye. En el momento indicado, ella redujo la velocidad y ajustó los alerones para mantenerse en posición vertical. El avión trazó un arco hacia atrás como si fuera una delicada paloma para completar un círculo perfecto.

Skye quería hacer una voltereta con el viento a favor, y hacer un bucle sobre su propio bucle, pero ya había forzado demasiado la templanza de su madre. Dejó que Vanessa tomara los mandos para aterrizar.

En cuanto se detuvo el avión, su madre la bajó en brazos, diciendo:

—No sé si gritarte o reírme.

—Prefiero la risa —dijo Skye. Entonces, llamó a Nicholas—. ¿Me has visto?

—¿Eras tú? —dijo con admiración.

—Sin duda, esa era mi hija —dijo Vanessa—. Quería demostrarme que está más que lista para resolver un despegue y un aterrizaje. Tal vez, el año que viene también te ponga a ti a hacer bucles, Nicholas.

Él apoyó las dos manos en el ala de lona del aeroplano.

—¿De verdad cree que yo podría hacerlo? —preguntó.

—Te enseñaré —dijo la madre de Skye—. Creo que posees el temperamento necesario para volar. Tener la cabeza en su lugar es más importante que ser audaz, no importa lo que diga Skye. Estoy segura de que podrías enseñarle una o dos cosas.

—Creo que nadie puede enseñarle nada a Skye —dijo Nicholas, y al oírlo, Vanessa se rio, le revolvió el cabello y dijo:

—Por desgracia, creo que podrías tener razón.

El verano terminó demasiado pronto y el colegio se interpuso entre ellos y los días de playa y las clases de vuelo, pero hasta el colegio era tolerable ahora que Skye tenía a Nicholas de amigo. Esto se confirmó al terminar el primer día, cuando salían juntos del colegio y Skye oyó a un grupo de niños susurrando las burlas de siempre.

—¡Hija de bruja! ¡Diabla!

Skye atrajo hacia sí a su hermana cuando el niño más grande, el hijo del carnicero, sabiendo que Liberty era el eslabón más débil, buscó una piedra y se la tiró. Skye la desvió con el brazo y no hizo ni un gesto de dolor por el golpe y la sangre. Liberty empezó a llorar.

Skye no se sorprendió cuando Nicholas se separó de ellas y se acercó a los provocadores. Para ella, era previsible: una vez que él viera cómo la despreciaban, buscaría amigos nuevos, unos que no tuvieran vidas manchadas por la ilegitimidad y la brujería.

Nicholas se plantó frente al hijo del carnicero.

—La leyenda dice que cada vez que alguien pronuncia la palabra “diabla” delante de una, los dientes se le ponen grises y después se le caen —dijo con tono amable.

El hijo del carnicero se llevó la mano a la boca para tapar el hueco de un diente que le faltaba de un lado y uno que se le estaba poniendo gris del otro.

Después de eso, quedó claro que Skye y Nicholas eran amigos inseparables. Y como Nicholas era el chico más inteligente del colegio, nadie quiso arriesgarse a poner en duda lo que había dicho.

Por las tardes, caminaban juntos hasta casa de Skye y Nicholas se quedaba haciendo más deberes escolares en la cocina. La primera vez, Skye lo había cuestionado, diciéndole que ella nunca se había preocupado por repasar siquiera la gramática.

—¿Tú no quieres escapar? —preguntó él y enseguida sacudió la cabeza—. No lo necesitas. Pero yo necesito saber que voy a poder ir adonde quiera cuando tenga la edad.

Escapar. Skye se dejó caer en una silla. La revelación la golpeó con fuerza; había entendido cuánto odiaba Nicholas el hecho de estar atrapado con una tía que no le daba nada de amor a la espera de que su madre se recuperara. Después de eso, no solo se sentó junto a Nicholas a practicar gramática, también se puso a estudiar matemáticas.

Así, el año pasó veloz y llegó el verano otra vez. Los días volvieron a transcurrir en la bahía, en el aeródromo, en las clases con Vanessa y explorando los senderos y la pradera que estaban detrás de la casa. Cada cierto tiempo, la madre de Skye organizaba fiestas de fin de semana y había personas maravillosas que llegaban a Porthleven; algunas se alojaban en la casa, otras abarrotaban todas las habitaciones disponibles del pueblo. Skye no conocía a la mayoría, pero eso no importaba. Las fiestas eran espectaculares, como repentinas tormentas de verano: tenían electricidad, erizaban la piel, estaban vivas.

Vanessa convencía a la tía de Nicholas para que le permitiera quedarse el fin de semana, y Skye, Nicholas y Liberty acampaban en el jardín, porque cedían sus habitaciones a los invitados. Se daban un baño y se ponían la mejor ropa que tenían, y Skye se peinaba el enmarañado cabello castaño oscuro. Después, ella y Nicholas iban a sentarse en el sofá que estaba junto a la ventana, desde donde podían verlo todo.

Liberty, que adoraba las fiestas, daba vueltas por la sala observando la ropa de las mujeres, oyendo conversaciones, mirando a los invitados con ojos suplicantes hasta que alguien le hacía un gesto para que se acercara. Ella sonreía y conversaba —y nadie hubiera adivinado que tenía una tendencia a introducir cangrejos en la espalda de las personas— hasta que los adultos se aburrían de ella y volvían a sus conversaciones de mayores. Después de esas fiestas, Skye oía cómo su hermana revivía la noche con sus muñecas; la de pelo oscuro, llamada Liberty, siempre tenía el papel principal en el centro de la devota atención del resto.

En una de esas fiestas, un año después de que Skye y Nicholas se conocieran, Vanessa Penrose entró en la sala más tarde que la mayoría de los invitados; Skye casi no la reconoció: una mujer con pelo casi negro, rizado y brillante, y los labios del color más rojo posible. Llevaba un “vestido francés”, como lo llamaba ella: un corsé de seda color crema con un escote en uve muy pronunciado y una falda hecha completamente con plumas de avestruz teñidas de varios tonos de crema y oro. Un chal tenía la función de cubrir parte de la piel que dejaba expuesta el gran escote, pero Vanessa no se molestó en llevarlo. La combinación del pelo sedoso, los labios brillantes y las inesperadas plumas doradas tuvo como efecto que Vanessa Penrose bailara toda la noche sin parar.

Había un hombre que iba a todas las fiestas y al que Vanessa siempre le concedía más bailes que al resto. Esa noche, Skye vio que su madre le sonrió con una sonrisa distinta a la que tenía para sus hijas o para cualquier otro invitado. Bailaron con gran destreza, como estrellas de cine, y hasta Liberty se quedó sentada, quieta, extasiada con su espléndida madre.

El hombre susurró algo al oído de Vanessa. Skye no quiso ver más. Liberty había apoyado la cabeza contra la pared y se le cerraron los ojos, así que Skye le colocó una manta sobre las piernas. Después salió con Nicholas, suspirando.

—Cómo me gustaría bailar así —dijo Skye.

—Yo puedo enseñarte.

—¿Sabes bailar?

—Mis padres me hicieron aprender —dijo Nicholas, encogiéndose de hombros—. Decían que los caballeros tienen que saber bailar.

—Si eres un caballero, vas a necesitar una dama con quien bailar. Los dos sabemos que, para el pueblo de Porthleven, las mujeres Penrose no somos damas —se rio Skye.

—Yo sí creo que lo sois.

Hizo una reverencia grandilocuente y sonrió; eso la hizo sentir menos incómoda. Él no se burló de su torpeza, pero dirigió los movimientos en la noche de luna llena, para enseñarle qué hacer. Tenían compañía: las cintas plateadas de luz que también bailaban el vals debajo, en el mar.

—Vamos a tener que volver a hacer esto cuando seamos mayores —dijo Skye cuando ya había dominado los pasos básicos—. La cumbre del acantilado merece un vestido más hermoso. —Señaló su vestido blanco, que era simple y estaba limpio, pero que no tenía la elegancia de las plumas doradas de avestruz.

—¿Y si no fuéramos amigos para entonces? —preguntó Nicholas, y se calló abruptamente.

Skye trató de pisarle el pie, pero falló.

—¿Por qué no vamos a ser amigos? —Se puso junto a él, los dos de cara al mar.

—Mi tía dice que pronto vamos a volver a Nueva York. Tengo que ir a la escuela allí, a la misma que fue mi padre. Nos vamos a ir en cuanto mejore mi madre.

—¿Va a mejorar? —preguntó Skye. Solo veía a la madre de Nicholas cuando venía a su casa por las profecías de Vanessa y siempre parecía un espectro; una criatura que podría ir hacia las olas espumosas y desaparecer sin más.

—No lo sé —dijo él.

Esa era la primera vez que Skye lo veía dudar. Le cogió la mano y la apretó.

—Vas a quedarte aquí para siempre —dijo. Después de todo, ella tenía una madre que veía el futuro, así que podía atribuirse cierta autoridad en la materia.

—Eso espero.

Capítulo 2

El fin de semana siguiente, los dos fueron a explorar la pradera en vez de bajar a la ensenada, porque el viento se había convertido en tempestad y amenazaba con levantar a la menuda Skye y llevarla lejos. La pradera se extendía sin interrupción casi un kilómetro detrás de la casa de Skye, y ella y Nicholas caminaron más que de costumbre y descubrieron un muro derruido en el límite más alejado de las tierras de Vanessa Penrose.

Skye escaló el muro y, desde lo alto, recitó unos versos de Sueño de una noche de verano, una obra que había estudiado en el colegio. Mientras declamaba la angustia de Hermia por la supuesta traición de Lisandro —“¡Ah, tramposa, oruga roedora, ladrona / de amores! ¿Le has robado a mi Lisandro / el corazón al amparo de la noche?”—, y mientras se regodeaba con el sonido de “oruga roedora” y decidía usar ese insulto con Liberty la próxima vez que discutieran, cayó hacia el otro lado.

Por suerte, aterrizó sobre un matorral cubierto de vegetación, pero aun así quedó sin aliento.

Nicholas se asomó por encima del muro y empezó a reírse.

—Esta es la primera vez que te quedas sin palabras.

Ella consiguió esbozar una sonrisa y dijo con voz ronca:

—¿Vienes?

Él descendió y aterrizó junto a ella.

Al sentarse, Skye vio lo que había ante ellos: un jardín abandonado, un lugar que el tiempo y la maleza habían escondido del mundo. Si había una casa a la que pertenecía ese jardín, no estaba a la vista, lo que significaba que no había ninguna posibilidad de que los descubrieran.

La estatua gigante de una mujer yacía en el suelo frente a ellos, pero no había caído allí; la habían creado en reposo, tenía una mano apoyada en la cara dormida. Musgo y hojas vestían el cuerpo, y el pelo era una maraña de helechos. Era, posiblemente, lo más bello que Skye hubiera visto hasta ese momento.

—Se parece a ti cuando duermes —dijo Nicholas

Ella meneó la cabeza. Él la había visto dormida cuando compartían la tienda de campaña con Liberty las noches de fiesta, pero la desaliñada Skye no se parecía en nada a esta cautivante doncella de piedra perdida en un plácido sueño eterno.

Entonces, le llamó la atención algo que estaba detrás de la estatua: un lago, de dimensiones casi oceánicas, atravesado por un puente de cuerda. El agua estaba cubierta por un tapiz de ramas.

Skye salió corriendo y puso un pie en el puente. La cuerda chirrió; era obvio que no se usaba hacía tiempo.

—¿Qué crees que hay al otro lado? —dijo, evitando la pregunta obvia: “¿Es seguro?”.

—El otro lado del cielo —respondió Nicholas, y Skye sonrió.

Habían descubierto un mundo escondido superpuesto a su propio mundo; un mundo sin madres enfermas ni hermanas que daban patadas ni gente chismosa del pueblo ni escuela en Nueva York a la espera.

Habían recorrido la mitad del puente cuando ocurrió.

Skye oyó el sonido de algo que se rasgaba, giró velozmente y vio cómo se cortaba la cuerda bajo los pies de Nicholas. Al caer, pudo sujetarse a la cuerda. Skye hizo lo mismo cuando se desintegró toda la base del puente.

Por suerte, las barandillas quedaron intactas, lo que les dejó algo a lo que agarrarse. Tenían las piernas en el agua, el torso y la cabeza fuera.

—Vamos a tener que saltar —dijo Skye con tono trivial, como si el corazón no le estuviera galopando a más velocidad que la hélice del Moth cuando estaba a punto de despegar—. Fingiremos que es el mar y no barro.

Recorrió con la mirada la gruesa capa de fango verde que escondía quién sabe qué horrores debajo. Nicholas estaba pálido, los nudillos más blancos que el hueso. Y entonces lo dijo:

—No sé nadar.

Skye se hundió hasta el abdomen en el agua.

—Sí que sabes nadar. Yo te he visto.

En ese momento se dio cuenta de que no, de que nunca había visto nadar a Nicholas. Aunque pasaban mucho tiempo en la bahía, él se quedaba siempre ensimismado en las piscinas de piedra mientras ella se zambullía en las olas. Lo había visto con el agua hasta las rodillas, pero nunca más arriba.

—Me voy a caer —dijo él.

Skye oyó miedo en su voz por primera vez. Así que hizo lo único que se podía hacer. Se dejó caer al agua, con la boca bien cerrada.

—Puedes ir avanzando con una mano después de la otra, agarrado de las sogas de los lados hasta que hagas pie —dijo con firmeza, como si estuviera segura de que iba a funcionar —. Te vas a hacer daño y te van a salir ampollas, pero es la única forma. Yo iré nadando junto a ti.

No habló de los innegables peligros.

Nicholas empezó a avanzar como si estuviera desplazándose por la cuerda trepadora del patio del colegio. Se le daba bien, así que también se le daría bien esto, razonó Skye. Ella nadó junto a él, tal como le había prometido; fijó sus ojos en los de él, marrón enlazado con azul, para hacerle saber que podía lograrlo. La mirada de él le decía que confiaba en ella.

Todavía faltaba un trecho para llegar a la orilla cuando Nicholas empezó a hacer gestos de dolor; la soga le estaba arrancando la piel de las manos. Skye estiró una pierna hacia abajo, pero no sintió el fondo.

—Falta poco —dijo ella, y él siguió avanzando, primero una mano y después la otra, sin detenerse para recuperar el aliento, aunque debía de estar exhausto y retorciéndose del dolor.

De todas las personas que conocía Skye, Nicholas era el único capaz de hacerlo. Liberty seguro que no; y nadie del colegio tenía el estómago para hacerlo. Tal vez, ni siquiera Skye. Pero él se despertaba todos los días en una casa sin amor y, a pesar de eso, era el mejor amigo que había tenido. Si podía soportar el dolor, tal vez lograra alcanzar el agua menos profunda antes de llegar a su límite.

Enseguida Skye se dio cuenta de que el fondo arenoso estaba cerca de sus pies.

—Ya puedes soltarte —dijo con alivio—. Cuando caigas, empieza a rebotar como si estuvieras sobre un saltador, para mantener la boca fuera del agua.

Él se dejó caer en el mismo instante en que ella lo dijo. Al ser más alto, solo tuvo que rebotar algunas veces antes de poder caminar. Pronto salieron del lago y, ya fuera, cayeron, jadeantes, en la orilla.

—No sé por qué me he quedado sin aliento —dijo Skye por fin volviendo la cabeza en dirección a Nicholas—. ¿Cómo están tus manos? —Él se las mostró y ella hizo una mueca—. Nos vamos a meter en un buen lío.

Pero Nicholas sonrió.

—Al menos, ahora puedo pedirte algo que quiero hacer desde el verano pasado. ¿Puedes enseñarme a nadar?

—Las clases empiezan mañana —dijo ella con firmeza—. ¿Dónde se ha visto alguien que sepa bailar, pero que no sepa nadar?

—En Nueva York se baila —dijo él, impostando una voz refinada, y Skye se relajó y sonrió—. En Cornualles, nadamos. Me alegro de estar en Cornualles.

—Yo también —dijo ella. Y luego—: ¿Por qué no me lo habías dicho?

Él se inspeccionó las heridas de las manos.

—Creí que ibas a pensar que era un idiota.

—Un idiota se hubiera asustado tanto que se hubiera caído y se hubiera ahogado. No pensé en ningún momento que eso te pudiera pasar a ti.

Los labios de Nicholas se arquearon hacia arriba y Skye sintió que el corazón se le iluminaba con el sol de esa sonrisa única y excepcional. Se puso de pie.

—Mejor vayamos a pedirle a mi madre que te vende las manos. Mañana vamos a nadar.

Por suerte, se podía confiar en que Vanessa Penrose no iba a regañar a su hija siempre y cuando fuera honesta. Lo único que dijo fue:

—Tú no puedes enseñarle a nadar a Nicholas, Skye. Voy a llevarlo a la playa todas las mañanas durante media hora. Tú te vas a quedar en casa para cuidar a tu hermana. También le voy a decir a Finella que se hirió las manos cuando, como buen caballero, cortaba leña para mí, y no por tratar de salvarse de un lago en un lugar donde, seguramente, no deberíais haber estado. Sé que es inútil prohibiros que volváis a ir allí, pero sí os voy a pedir que no vayáis hasta que yo considere que Nicholas ya sabe nadar tanto como para hacerle frente al lago, por si en algún momento vuelve a entrar en él.

Pasaron el resto de esa tarde dentro, para que Nicholas dejara las manos en reposo, y oyendo, a través de la pared, a Vanessa con sus clientes.

La última clienta del día era la madre de Nicholas y, cuando llegó con su tía, él se puso de pie de un salto.

—Vayamos a dar un paseo —dijo.

—¿No quieres saber el futuro de tu madre? —preguntó Skye.

Él meneó la cabeza.

Ella puso un gesto de enfado. Si se quedaban a escuchar, tal vez se enterasen de todo lo referido a la recuperación de su madre. Por un lado, Skye tenía la esperanza de que nunca se recuperara porque, así, Nicholas no se iría a Nueva York. Por otro lado, tenía la esperanza de que la señora Crawford se recuperara ese mismo día, porque su madre era el único tema del que Nicholas no hablaba nunca. Skye sabía, a su manera infantil, que detrás de esa reticencia había una herida profunda.

Así que empezaron a caminar hacia la bahía hasta que Finella apareció en la cima del acantilado con las manos apoyadas en las caderas, mirando fijamente a Nicholas y a sus vendas.

—Yo no pedí ser tu niñera —dijo.

Skye vio cómo su amigo se iba con las dos mujeres; la madre, caminando junto a ellos sin decir nada, sin defender a su hijo de la lengua de su tía, solo iba sonriendo plácidamente como si estuviera bendecida.

—¿Vas a decirme mi futuro? ¿Y a Nicholas? —preguntó Skye a su madre cuando volvió a casa.

Vanessa se estremeció.

—Nunca, Skye. Así que no me lo vuelvas a pedir.

—Pero ¿por qué?

—Yo no puedo decirte nada que ya no lleves dentro. El futuro no es una promesa por cumplir. Es un acto a la espera de comenzar. Tal vez, ya haya empezado.

Skye también se estremeció. Nunca la había asustado ese don que, supuestamente, tenía su madre, de presagiar lo que todavía no había pasado y revelarlo a los que preguntaban, como la concha de un cauri del tamaño de una uña, con labios perlados que susurran sus secretos.

Pasó un año más. Skye cumplió los catorce y empezó a sangrar todos los meses. Se le estiraron las piernas, se le dibujaron las curvas del pecho y las caderas, y los únicos lugares donde se sentía como en casa eran el mar, nadando, y el cielo, volando.

Ahora nadaba con Nicholas todo el tiempo. Y empezó a volar sola en el Moth. Pronto también lo hizo Nicholas. Hubo más fiestas y la madre de Skye siguió bailando con el hombre que le susurraba al oído.

Las patadas de Liberty se volvieron más precisas y dejaban más moratones hasta que empezó a pasar menos tiempo con Skye y Nicholas y ya solo de vez en cuando le pedía a su hermana que no la dejara sola. Solamente iba con ellos cuando visitaban el jardín perdido. Pero, incluso allí, la mayor parte del tiempo los dejaba solos y prefería sentarse y contemplar, extasiada, la doncella de piedra, con los mismos ojos soñadores con los que miraba bailar a Vanessa.

Una vez, Skye le preguntó en qué pensaba.

—En la vida —dijo Liberty, encogiéndose de hombros, como si fuera una obviedad.

En vez de provocar el mal humor de su hermana diciendo lo que pensaba —“la vida está en el jardín y en la bahía, no en una estatua”—, Skye se encogió de hombros y fue a sentarse junto al lago, con Nicholas.

Para entonces, Nicholas tenía quince años y hacía cuatro que era amigo de Skye, pero ella sentía como si lo conociera desde siempre. No podía recordar un momento en que él no fuera lo más importante en su vida; su océano y su cielo.

—Siempre que pienso en ti, pienso en el color azul —dijo él con un tono de voz particular cuando volvían a casa después del último día de colegio, listos para otro largo verano—. Agua y aire.

Ella sonrió, lo aceptó como el mejor halago. Entonces, le vio la cara y se detuvo en seco.

—Me voy a Nueva York mañana —dijo él con tristeza—. Me lo ha dicho mi tía en el desayuno. Aunque son seis semanas, nada más. Tengo que hacer un examen para la escuela.

Seis semanas. Bien podría ser un año. Todo lo que ella había imaginado que harían juntos durante el verano se esfumó, como gaviotas que remontan vuelo para una larga migración.

Skye pateó el suelo y rayó sus zapatos negros. El sol desapareció, haciendo evidente la sombra oscura que ya anticipaba el día de mañana.

—Vuelve —dijo asustada.

—Lo prometo —dijo él.

Ella lo miró mientras se alejaba, como lo hizo el día que lo conoció; igual que ese día, él se volvió para saludarla con la mano antes de desaparecer de la vista. Aunque ya era demasiado mayor para eso, Skye hizo una voltereta, y fue como decir: esto no cambia nada.

Ella trató de ir a volar todos los días durante el mes siguiente; nunca había subido a un avión con Nicholas, así que no sentía tanto su ausencia en el cielo. Pero como su madre no podía llevarla todos los días al aeródromo, le compró una bicicleta, así que iba pedaleando hasta allí. Aunque volaba casi tan bien como su madre, ninguna de las dos podía estar segura de lo que dirían otros pilotos si descubrían que Vanessa la dejaba volar sola a los catorce años, aunque no hubiera reglas que lo prohibieran. Así que Skye, ahora tan alta como su madre, usaba el casco y las gafas de Vanessa y se hacía pasar por ella; y Vanessa, como siempre, confiaba en que Skye conociera sus límites.

Pero fue un verano húmedo y neblinoso, como si el cielo llorara por la amistad interrumpida temporalmente, así que Skye no podía volar cuando había mala visibilidad. Pasó varios días enroscada en el sofá, junto a la ventana, renegando por el clima.

Liberty quiso que Skye se sentara con ella en el suelo, la oreja pegada a la pared para escuchar el futuro de los clientes de su madre. Skye se negó. ¿Quién tenía derecho a un futuro cuando todo lo que tenía ella era este presente lluvioso y brumoso? Liberty, como era de esperar, quiso pellizcarla como venganza, pero entonces cambió de táctica y se quedó mirando a Skye sin pestañear, lo que era mucho más molesto que la violencia física.

—Liberty, ¿puedes llenar el canasto de la leña? —dijo Vanessa, después de atraparla in fraganti.

—¿Por qué tengo que hacerlo yo? —se quejó Liberty.

—Skye lo llenó ayer.

Liberty se fue a cumplir el encargo, Vanessa le preparó una taza de té con leche dulce a Skye.

—El padre de Nicholas era un hombre muy rico —dijo, mientras ponía las hojas de té en la tetera—. Nicholas va a heredar su empresa cuando sea mayor, y creo que pronto van a empezar a prepararlo para que se haga cargo.

—¿Qué? —dijo Skye alerta.

—Finalmente, se declaró que la enfermedad de su madre es incurable y su tía siente que es momento de concentrarse en Nicholas. Quiere que reciba una buena educación y volver a instalarse en Nueva York. Con la madre tan enferma, su tía se convierte, de hecho, en la madre de Nicholas. Él tiene que hacer lo que ella diga.

—¿Por qué no me lo has contado antes?

Su madre sonrió.

—Estaba tratando de retrasar el futuro. Pero, por supuesto, es el destino que Nicholas siempre ha llevado dentro. Ahora tiene quince años. Una edad en la que los derechos de nacimiento y la tradición son importantes.

Skye sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas. En ese momento, Liberty regresó con la leña. Se quedó mirando a Skye con la boca abierta y dejó caer el cesto al suelo.

—Nunca voy a volver a mirarte fijamente. Lo prometo —dijo.

Skye se secó los ojos.

—No estoy llorando por tu culpa.

Liberty corrió a sentarse con ella junto a la ventana y Skye sintió una oleada de cariño por su hermana que, a pesar de tener tempestades que podrían competir con las del invierno de Cornualles, de vez en cuando también podía ser así de dulce.

—Me aseguró que iba a volver —le dijo Skye a su madre.

—No sé si lo hará, Skye.

—Nicholas nunca miente.

Entonces, su madre se sentó a la mesa; una expresión irreconocible le alteró los rasgos familiares.

Skye tomó la mano de Liberty. Los dedos de su hermana se cerraron sobre los de ella.

Vanessa apretó los labios al ver las dos manos juntas.

—Había pensado en mandaros a Francia, para que vivieseis con vuestra tía unos seis meses —dijo, de pronto—. Podríais ir al colegio allí. Aprender todo lo que yo no puedo enseñaros y para lo que vuestra tía sería una excelente maestra. —Se inclinó y pasó los dedos por el pelo enmarañado de Skye—. Yo nunca me he preocupado por los peinados ni las familias ricas, pero mirándote la cara, me parece que ahora tengo que empezar a hacerlo.

—No quiero ir a Francia —dijo Skye.

Liberty se acurrucó un poco más.

Ellas habían visto a su “tía” dos veces solamente, cuando fueron a Francia de pequeñas. Pero como Vanessa nunca se había casado con el padre de Skye y Liberty, esa mujer de Francia no tenía un vínculo real con ellas. Skye negó con la cabeza.

—Y ya estoy cansada de ver el futuro de los demás y no hacer nada con el mío —continuó Vanessa—, uno de los pocos futuros que, como el de vosotras, nunca voy a predecir. Quiero hacer lo que hizo Amy Johnson y volar a Australia. Despegar e irme, solo eso. Quiero comprobar si tengo algo más para dar. ¿Entendéis?

—Yo voy contigo —dijo Skye.

—Quiero que cuides a Liberty por mí. Si te quedas aquí en Cornualles sin Nicholas, le vas a echar de menos más aún.

—Pero ¿por qué tienes que volar a Australia?

—Necesito saber que lo puedo hacer. Vi a Amy una vez. Yo era mejor piloto que ella. Pero ella acaba de ganar el récord a Moscú y a Ciudad del Cabo. ¿Qué he ganado yo?

En ese momento, Skye lo sintió: un dolor que nunca había conocido, el de entender que la vida de su madre en Cornualles, con las fiestas ocasionales y sus dos hijas, tenía su sombra… una inquietud, un vacío, un espacio sin llenar.

—Pero… —Skye no llegaba a articular lo que quería decir—. Yo creía que esto iba a ser así para siempre —logró expresar finalmente.

—No puedes estar recogiendo conchas de cauri toda la vida, Skye.

Un mes y medio después de la partida de su amigo, Skye se sorprendió al ver a un hombre que caminaba, pisando con mucho cuidado, hacia su ensenada. En cuanto llegó a la arena, se dio cuenta de que ese hombre era Nicholas.

¿Cómo podía ser que en seis semanas se hubiera producido semejante transformación? Estaba más alto, más ancho y la cara se le había endurecido, todos los rastros de la infancia habían desaparecido. Ella se quedó inmóvil; el agua le mojaba los tobillos y se cruzó de brazos.

—Vamos a sentarnos en la gruta —dijo ella cuando él estuvo tan cerca que pudo oírla.

Él asintió y la siguió a la cueva, donde ella se recostó en la oscuridad y él hizo lo mismo.

—La semana que viene voy a empezar a ir a la escuela en Nueva York —dijo él, con una voz más profunda, masculina—. Mi tía iba a encargarle a alguien que preparara la mudanza de la casa de aquí, pero me cogí un berrinche magnitud Liberty y la convencí de que volviéramos a buscar nuestras cosas.

—Bueno, si imitaste a Liberty, no me sorprende que lo hayas conseguido —dijo Skye con una sonrisa en la cara que se le escuchaba en la voz.

Los sonidos de la infancia compartida poblaban la gruta: el incesante ir del océano hacia la arena, el violento despliegue del agua, el impacto cuando se derramaba. El viento soplaba como un grito de protesta: esto no podía estar pasando. La sal goteaba silenciosamente por las mejillas de Skye, había tantas lágrimas que era un milagro que no se ahogara en ellas.

Durante un rato, ninguno de los dos habló. Se quedaron recostados, uno junto al otro, las manos tan próximas que ella sintió vibrar la electricidad del cuerpo de Nicholas desde la punta de sus dedos hasta los de ella.

Skye levantó la mano, hizo un círculo con el pulgar y el índice y cerró un ojo para poder mirar a través del anillo improvisado.

—Cuando hice esa voltereta en el muelle delante de ti, fue solo un momentito. Pero ahora… —Titubeó y abrió los brazos—. Este momento es demasiado grande. Es tan grande que no puedo verlo todo y tampoco quiero sentir nada de esto. Es demasiado grande —repitió.

Oyó un golpe suave, como si una niña se hubiera caído sobre la arena junto a ellos al hacer una voltereta. Las dos cabezas se giraron al unísono hacia el lugar de donde había venido el sonido, pero no había nada allí, solo un recuerdo.

—No quiero irme —dijo Nicholas sereno.

Skye se sentó, se inclinó y le dio un abrazo feroz, hasta doloroso. Él también la envolvió con sus brazos y ella sintió que las mejillas de él estaban húmedas, como las de ella. Entonces se puso de pie y salió corriendo; al salir, sintió que algo le arañaba el pecho; imaginó que, al no ver por tener los ojos cubiertos de lágrimas, debía de haberse raspado contra una de las paredes de la gruta.

Corrió veloz a su casa, los pies golpeaban la arena, y después, hacia la pradera que estaba detrás. Por fin, en la cima del acantilado, se detuvo y se dejó caer al suelo. Desde allí arriba, podía ver todo, pero no podía ver a Nicholas, y así serían las cosas a partir de ahora.

Se tocó el pecho, pero no encontró ningún rasguño de las rocas, sin embargo, le dolía más que cualquier herida.

La tía Sophie era tan vivaz como Vanessa, pero más efusiva: terminaba sus frases con besos y abrazos más que con puntos. Era la criatura más elegante que Skye hubiera visto jamás; siempre se vestía con ropa de Schiaparelli o Poiret. Liberty la miraba con ojos maravillados y hasta Skye, sentada en su habitación del apartamento de Passy —el distrito número dieciséis, cerca del Bois de Boulogne— pasaba el tiempo tratando de disciplinar su pelo para que se pareciera un poco al de su tía: castaño, brillante y con un peinado alto. Pero esa era una transformación mínima en comparación con todo lo que estaba pasando en París.

Liberty fue la primera que cambió. Se olvidó de dar patadas a Skye. Sonreía. Se despertaba por la mañana con ganas de ir al colegio. Antes que quedarse en casa todo el fin de semana, prefería ir a visitar a sus nuevas amigas, y comía helado con ellas mientras caminaban por el Jardin du Ranelagh. Se convirtió en una parisina mundana, elegante, igual que su tía Sophie.

Skye contemplaba atónita esa metamorfosis.

El segundo en cambiar fue Nicholas. Skye le escribía casi todos los días. Nunca respondió.

Ella se había equivocado cuando pensó, en la cima del acantilado el último día que lo vio, que no era posible sentir en el pecho un dolor más profundo que el que sentía en ese momento. Ese dolor había sido solo un pinchazo. Lo que sentía ahora, todos los días, cuando buscaba en la correspondencia y no encontraba nada, era una puñalada, profunda y cruel.

Ahora era Skye la que se quedaba en casa, sola.

Y entonces llegó una carta terrible dirigida a ella. La recibió el Día de Todos los Santos, cuando su tía las había llevado a ella y a Liberty en tren a Deauville, con la esperanza de que Skye se animara al estar cerca del mar.

En cuanto Skye puso un pie en la playa, las nubes devoraron el sol. El aire se amontonó en un viento tan salvaje que las olas crecieron como espectros y empezaron a desalojar a los que paseaban por allí, hasta que Skye fue la única que se quedó, mientras su tía y Liberty le insistían para que saliera de allí.

No sabía qué era, pero algo iba mal. La carta que estaba esperándolas en la mesita del recibidor cuando volvieron confirmó su premonición. Una nube, de esas que cubrían el cielo y tragaban aviones, se había llevado a Vanessa Penrose. Ya no iba a volver nunca más.