El siglo de la máquina de escribir - Martyn Lyons - E-Book

El siglo de la máquina de escribir E-Book

Martyn Lyons

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Beschreibung

La máquina de escribir modificó las prácticas compositivas y dejó una marca profunda en la historia de la escritura. Eso es lo que demuestra Martyn Lyons en este libro, que capta la intensa relación entre los escritores y sus máquinas desde 1880, cuando el artefacto se comercializó por primera vez, hasta la década de 1980, cuando fue sustituido por los procesadores de textos.  El siglo de la máquina de escribir abarca tanto la ansiedad que experimentaban los escritores como el vínculo emocional que sentían al aproximarse al teclado, y además examina de qué manera figuras tan relevantes como Mark Twain, Henry James, Jack Kerouac, Agatha Christie, Georges Simenon y Erle Stanley Gardner usaron la nueva tecnología para combinarla con otros medios de escritura, incluidos el dictado y los borradores hechos a mano. Convertida hoy en pieza de colección, Lyons presenta un estudio fascinante que atraviesa la sociedad, el arte y la industria del libro, y demuestra hasta qué punto la máquina de escribir se constituyó como un agente de cambio fundamental en la historia de la cultura escrita.

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El siglo de la máquina de escribir

Scripta Manent

Colección dirigida por Antonio Castillo Gómez

El siglo de la máquina de escribir

Martyn Lyons

Traducción de Sofía Odello

Colección Scripta Manent

Buenos Aires

Índice de contenido
Portadilla
Legales
Lista de ilustraciones
Agradecimientos
1. Introducción: ¿la máquina de escribir como agente de cambio?
2. El nacimiento de la tipoesfera
3. La modernidad y la mecanógrafa
4. La máquina de escribir modernista
5. El efecto de distanciamiento: la mano, el ojo, la voz
6. La máquina de escribir romántica
7. Texto a mano y a máquina
8. Georges Simenon: el hombre en la jaula de cristal
9. Erle Stanley Gardner: la fábrica de ficción
10. La domesticación de la máquina de escribir
11. El fin del siglo de la máquina de escribir y la nostalgia postdigital
Bibliografía

Lyons, Martyn

El siglo de la máquina de escribir / Martyn Lyons. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Ampersand, 2023.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descargaTraducción de: Sofía Odello.ISBN 978-987-4161-98-7

1. Historia de la Cultura. 2. Sistemas de Escritura. I. Odello, Sofía, trad. II. Título.

CDD 681.61

Colección Scripta Manent Primera edición, Ampersand, 2023

Cavia 2985, piso 1. C1425CFF – Ciudad Autónoma de Buenos Aires. www.edicionesampersand.com

Título original: The Typewriter Century: A Cultural History of Writing Practices

This edition is published by arrangement with University of Toronto Press through International Editors’ Co.

© 2021 University of Toronto Press Original edition published by University of Toronto Press, Toronto, Canada. © 2021 Martyn Lyons © 2022 de la traducción, Sofía Odello © 2023 Esperluette SRL, para su sello editorial Ampersand

Edición al cuidado de Diego Erlan Traducción: Sofía Odello Corrección: Fernando Segal Diseño de colección y de tapa: Gustavo Wojciechowski Procesamiento de imágenes: Guadalupe de Zavalía Maquetación: Silvana Ferraro

Digitalización: Proyecto451

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante el alquiler o el préstamo públicos.

Inscripción ley 11.723 en trámite

ISBN edición digital (ePub): 978-987-4161-98-7

LISTA DE ILUSTRACIONES

1.1. Len Deighton y su procesador de texto IBM (Fuente: Archivo de Adrian Flowers)

2.1. Bola de escribir de Malling Hansen, circa 1874 (Fuente: Wikipedia Commons)

2.2. Máquina de escribir de Sholes y Glidden, 1874 (Fuente: Wikipedia Commons)

2.3. Máquina de escribir Caligraph (Fuente: Wikimedia Commons)

2.4. Teclado Dvorak (Fuente: Creative Commons)

2.5. Publicidad de Remington de los modelos 10 y 11, 1909 (Fuente: Wikimedia Commons)

4.1. Salut Monde, deGuillaume Apollinaire (Fuente: Creative Commons)

4.2. Lettre-Océan,deGuillaume Apolli­naire (Fuente: Creative Commons)

5.1. Luigi Pirandello se dicta a sí mismo (Fuente: agk images/Fo­to­teca Gilardi)

6.1. Versión en rollo de En el camino de Jack Kerouac (Fuente: Wikipedia Commons)

7.1. Anotaciones de Richmal Crompton en un sobre (Fuente: Colección Richmal Crompton, Universidad de Roehampton)

10.1. León Tolstói dicta en Yasnaya Polyana (Fuente: SPUTNIK/Alamy)

10.2. Agatha Christie mientras escribe a máquina en su casa, 1952 (Fuente: akg images/Picture Alliance)

AGRADECIMIENTOS

Fue en un museo donde nació la idea de escribir este libro. Durante una visita al Museo Powerhouse, que es fundamentalmente un museo de tecnología, me llevé una sorpresa desagradable. Divisé un artículo muy familiar expuesto dentro de una vitrina, con una etiqueta explicativa para quienes no estuvieran familiarizados. Se trataba de una máquina de escribir (una Olivetti portátil de un rojo brillante de la década de 1960), y me resultó conocida porque yo escribí mi propia tesis doctoral en ese mismo modelo. Me encontré con la realidad perturbadora de que un objeto que en el pasado había jugado un papel importante en mi vida se había convertido en una pieza de museo, en un extraño ejemplar sobreviviente de una especie ya extinta.

No fue sino hasta más tarde que me di cuenta de que el verdadero dinosaurio, en realidad, era yo. Estar frente a la imagen de la Olivetti detrás de un vidrio fue como verme a mí mismo como un artefacto histórico. Mis propias prácticas de escritura sin duda evolucionaron, pero a paso lento. Me sentí a mis anchas usando una MacBook para escribir el borrador de este libro y de otros anteriores, pero para fines tales como firmar cheques sigo usando una pluma estilográfica, artefacto que hoy en día constituye otra especie en peligro de extinción. Cuando hacía eso en tiendas departamentales, los empleados se quedaban con la boca abierta del asombro. Al igual que Paul Auster con su maciza máquina de escribir Olivetti, de fabricación alemana, “yo empecé a parecer un enemigo del progreso, el último pagano aferrado a costumbres antiguas en un mundo de conversos digitales”. Pero el punto de estos comentarios sobre mi pequeña crisis existencial es que las tecnologías de escritura, como las plumas y las máquinas de escribir, tienen una historia propia, y esa historia solo cobra vida si se la narra a través de los ojos de sus usuarios. Es necesario contar la historia de los materiales de escritura para que podamos apreciar de manera más cabal las prácticas de escritura de sociedades pasadas. Un encuentro fortuito con una Olivetti en el Museo Powerhouse me puso como nuevo objetivo la investigación de la historia cultural de la escritura.

Habiéndoles dado el debido mérito al Museo Powerhouse y a mi MacBook, me corresponde dedicar algunos agradecimientos sinceros a personas reales. Por su contribución durante las etapas iniciales de la preparación de este libro, me gustaría reconocer la impecable labor de dos asistentes de investigación de la Universidad de Nueva Gales del Sur: Jacinta Kelly, del Centro de Estudios Modernos, y Baylee Brits, de la Escuela de Artes y Medios de Comunicación.

Recibí ayuda valiosa por parte de archivistas y bibliotecarios de distintos depósitos documentales en varios países. Entre ellos, están el amable equipo del Centro Harry Ransom de la Universidad de Austin, en Texas, que es responsable por el enorme archivo de Erle Stanley Gardner; y el equipo de la Biblioteca Bodleiana, en Oxford, por asistirme con mis consultas del material de John Le Carré. Les agradezco especialmente a Josie Summer por hacer de mi visita al archivo de Enid Blyton, en Newcastle-upon-Tyne, un placer inesperado en circunstancias de un frío gélido, y a Laurent Demoulin por sus conocimientos y hospitalidad para con un colega en su calidad de conservateur del archivo de Georges Simenon en el castillo de Colonster, en Lieja. También me gustaría agradecer al personal a cargo de las Colecciones especiales de la Biblioteca Brotherton, en Leeds, por poner a mi disposición los textos de Barbara Taylor Bradford, y a Kornelia Cepok, por la ayuda y los consejos bien fundamentados que me brindó respecto de los textos de Richmal Crompton en la Universidad de Roehampton.

Véronique Rohrbach fue lo suficientemente generosa de enviar­­me un enlace a su tesis doctoral aún no publicada y de compartir conmigo cómo fue su experiencia para acceder al archivo relativamente remoto de Georges Simenon. Lisa Kuitert apoyó la pu­­blicación de una versión anterior de este estudio en Quaerendo, publicación de la que es editora. Gordon y Sue Lyons me permitieron usar un departamento en Pimlico que me resultó indispensable en dos viajes de investigación a Gran Bretaña. A la Universidad de Nueva Gales del Sur agradezco el apoyo económico de la Facultad de Artes y Estudios Sociales brindado en forma de dos becas de investigación para profesores eméritos.

Presenté parte de este trabajo en el Seminario Book History Groupde la Universidad de Lund en 2014, donde luego se desarrolló un debate que me resultó de suma utilidad. Asimismo, les extiendo mis agradecimientos a Alejandro Dujovne y a sus colegas por sus respuestas a mi presentación de 2018 en el 3.er Coloquio Argentino de Estudios sobre el Libro y la Edición de Buenos Aires. David Miller y Mina Roces, colegas míos en Sídney, leyeron borradores de capítulos e hicieron sugerencias útiles. Estoy profundamente agradecido por su tiempo y atención crucial.

Sídney, 2019.

CAPÍTULO 1

INTRODUCCIÓN. ¿LA MÁQUINA DE ESCRIBIR COMO AGENTE DE CAMBIO?

LAS PRÁCTICAS DE ESCRITURA Y EL CAMBIO TECNOLÓGICO

En 2006, cuando Larry McMurtry aceptó el Globo de Oro por el guion de Secreto en la montaña, le agradeció a su máquina de escribir (una Hermes 3000). En Colorado, Hunter S. Thompson, autor de Pánico y locura en Las Vegas (1972), llevó su máquina de escribir a la nieve y le disparó (y luego se disparó a sí mismo). (1) A todas luces, la máquina de escribir no era simplemente una máquina sin alma: tenía una personalidad que se podía querer, valorar, injuriar o asesinar. Muchos escritores trataban a sus máquinas de escribir como seres vivos; tal es el caso de Paul Auster, quien se refería a su Olympia como a un “ser frágil y sensible”. (2)

No era más que una herramienta que me permitía hacer mi trabajo, pero ahora que se había convertido en una especie en peligro de extinción, uno de los últimos artefactos que aún quedaban del homoscriptorus del siglo XX, empecé a sentir cierto afecto por ella. (3)

En el caso de Auster, la obsolescencia hizo que le tomara cariño. En palabras de Barbara Taylor Bradford: “Considero a mi máquina de escribir como mi psiquiatra personal. Allí vierto todos mis complejos, vacío mi cabeza”. (4) Lo que se desprende de su confesión es que más personas deberían escribir novelas a máquina en lugar de ir a terapia. Ian Fleming, por otro lado, convirtió a su máquina de escribir en un objeto de veneración. Después de escribir Casino Royale en 1952, le encargó una Royal Quiet Deluxe portátil personaliza­­da en color dorado a un representante en Nueva York y le pidió a un amigo que le llevara las partes de contrabando a Inglaterra en el Queen Elizabeth para evitar pagar tasas aduaneras. (5) El “hombre de la máquina de escribir dorada” había elevado su herramienta de trabajo al estatus de ídolo pagano en alabanza a Mammón.

Aunque hubiera una mecanógrafa de intermediaria, entre autor y máquina de escribir existía una relación sutil, y este libro está dedicado a explorarla. Catherine Breslin (Unholy Child, 1979) la llamó una “conspiración íntima”. (6) John Steinbeck tomó un instrumento afilado, quizás una llave, y grabó una inscripción tosca en la parte trasera de su Hermes portátil. Decía: “La bestia interior”. ¿Qué significaba eso para Steinbeck? Podemos especular, tal como lo hace el crítico Robert DeMott, que para él la máquina representaba la compulsión irresistible de escribir, el impulso interior que Steinbeck (como tantos otros autores) no era capaz de dominar del todo. (7) De hecho, Steinbeck prefería usar lápices, a los que meticulosamente sacaba punta como parte de su ritual previo a escribir, pero la máquina de escribir lo ayudaba a afinar las ideas. Para la mayoría de los escritores como Steinbeck, la máquina de escribir también representaba un paso importante que los acercaba a la publicación, a la finalización de un borrador antes de presentarlo a un editor. En ese momento de finalización, la máquina de escribir enviaba al escritor mensajes contradictorios. Es posible que el autor experimentara una fugaz sensación de euforia, pronto sustituida quizás por una sensación de desilusión al percatarse de que no había alcanzado realmente la perfección: encontrar el Santo Grial no dejaba de ser un logro esquivo. La máquina de escribir de Steinbeck, al igual que un libro viejo y ajado, tenía grabada su propia “nota al margen”, lo cual sugiere una relación ambigua con el dueño.

Para numerosos escritores, la máquina de escribir fue mucho más que una mera compañera fiel. Contribuyó de manera activa a moldear sus obras literarias. La máquina de escribir forzaba al escritor a ser preciso. Al sentarse frente al teclado, el escritor podía cristalizar sus pensamientos de un modo que el procesador de texto, con su infinita capacidad de hacer correcciones veloces, jamás podría lograr. Sin la comodidad de eliminar un error de forma manual y en el acto, y sin el lujo de la tecla para borrar, la máquina de escribir fomentaba la disciplina del autor e incluso la mezquindad con las palabras, puesto que la revisión solo sería posible una vez que el texto volviera a redactarse por completo. De este modo, la máquina de escribir colaboraba en el proceso creativo del escritor.

Sin embargo, a veces la máquina demostraba ser una compañera difícil y una fuente de frustración. En una ocasión, Ernest Hemingway se quejó de que su máquina era “dura como un whisky helado”. (8) “Sufro tanto después de teclear”, se lamentaba el autor australiano Miles Franklin en 1933. (9) En sus viajes, Patrick White tuvo que pagar a las aerolíneas montos por exceso de equipaje, entre el que se encontraba su máquina de escribir, y soportó el incordio de llevar su Olympia a cuestas por las laderas de las montañas de Grecia, en el camino a visitar monasterios lejanos. (10) En ocasiones, la máquina de escribir parecía una carga, pero se trataba de una carga indispensable. Su influencia era ineludible, pero a la vez impredecible.

Constituyen el objeto de este libro las muchas formas en que distintos escritores reaccionaron a la máquina de escribir y la incorporaron a sus rutinas de trabajo. Este estudio abarca tanto la ansiedad que experimentaban como el vínculo emocional que sentían al aproximarse al teclado. Examina cómo usaban la máquina y las relaciones que se desarrollaron entre la mecanografía y otros medios de escritura, incluidos el dictado y la escritura a mano de bo­­rradores. En la medida de lo posible, indago en las reflexiones de los escritores respecto de su propio trabajo en busca de pistas sobre cómo respondieron ante las nuevas tecnologías, cómo, dónde y cuándo usaban sus máquinas, y de qué modo ellas estructuraron o alteraron su creatividad. La máquina de escribir modificó las prácticas compositivas y dejó una marca profunda en la historia de la escritura. Ofreció a los escritores nuevas oportunidades en términos de velocidad, de distancia crítica o, impensadamente, de un resurgimiento de la oralidad. Al mismo tiempo, surgió una tensión nueva entre el impulso creativo del escritor y las limitaciones del instrumento; había una sospecha persistente de que la escritura mecánica no era realmente compatible con el trabajo literario de la mejor calidad. Unos pocos escritores resolvieron ese problema con un éxito espectacular. Hubo quienes se resistieron a la máquina de escribir y otros que la recibieron con los brazos abiertos.

La modernidad ofreció nuevas oportunidades, pero también presentó amenazas para las prácticas de escritura tradicionales. Los escritores enfrentaron el desafío de la transferencia tecnológica tanto con entusiasmo como con escepticismo. En los ejemplos que presentaré en este libro, intentaré dilucidar qué pensaban que la máquina podía ofrecerles y cómo imaginaban que modificaría su escritura. Estas preguntas no pueden hacerse, y mucho menos responderse, sin considerar el amplio abanico de tecnologías de escritura disponibles a principios del siglo XX y los vínculos entre ellas. El impacto que tuvo la máquina de escribir tiene que estar integrado como parte de un análisis que abarque el uso de notas manuscritas y de borradores escritos a mano y luego revisados también a mano. La explosión de la presencia de máquinas de escribir en las oficinas de comienzos del siglo XX generó un sistema de dictado y transcripción, sistema que aprovecharon algunos escritores. Marshall McLuhan detectó un regreso a la oralidad en esa nueva síntesis de la palabra hablada y mecanografiada, e implícitamente la recibió con agrado. (11) El dictado, en combinación con el uso de la escritura a mano y a máquina, completó el arsenal completo de recursos que tenían a disposición los escritores. En este libro, la atención está puesta en las relaciones internas entre esos recursos, los roles conectados de la voz, la escritura a mano y el texto mecanografiado, y la importancia relativa atribuida a cada uno, a medida que los escritores fueron migrando de un medio a otro.

Las tecnologías nuevas nunca suprimen por completo a las viejas, y la máquina de escribir no anuló las formas de escritura anteriores (como la pluma), del mismo modo que la invención de la imprenta no silenció irrevocablemente a la cultura manuscrita. Por el contrario, como diría Jacques Derrida respecto de las tecnologías desplazadas, se marca “el límite de una hegemonía estructural”. (12) En un famoso ensayo sobre las artes visuales, Walter Benjamin habló más poéticamente sobre el “declinar del aura” en la nueva era de la producción en masa. (13) Sin embargo, lo manuscrito seguía irradiando una suerte de “aura”, a pesar de la creciente mercantilización de las obras literarias. Para citar nuevamente a Derrida: “Hay, habrá pues, como siempre, coexistencia y supervivencia estructural de modelos pasados en el mismo momento en que la génesis de los nuevos haga surgir nuevas posibilidades”. (14) En ese proceso, las tecnologías viejas, desplazadas de su otrora posición dominante, a veces adquieren una condición privilegiada o, incluso, sagrada. Hasta cierto punto, ese fue el destino del libro tradicional en la época digital, a pesar de (o quizás debido a) las profecías que auguraban la desaparición del códice, profecías que aún no se han cumplido. Mientras tanto, los adeptos a las viejas tecnologías siguen denigrando los métodos innovadores y sus tendencias democratizadoras. Ese fue el destino de la máquina de escribir: a muchos escritores al principio les resultó muy difícil conciliar la creatividad genuina con una máquina tan ligada a las mundanas tareas burocráticas.

En retrospectiva, el destino que tuvo la pluma de ganso en el siglo XIX ilustra ese síndrome de manera vívida. Para la década de 1830, la invención de las plumas de acero destruyó el monopolio que había tenido por siglos la pluma de ganso. La nueva pluma ofrecía muchos beneficios: duraba mucho más que la otra y no había necesidad de endurecer la punta (a veces para ese fin era necesario hornear las plumas de ganso). Sin embargo, se la detestó porque parecía ser la generadora de obras mediocres y vulgares. En un ensayo de 1839, el crítico francés Sainte-Beuve condenó lo que llamó la “industrialización de la literatura” arguyendo que la producción masiva y la obsesión mercenaria con las ganancias jamás producirían arte de calidad. (15) En realidad, Sainte-Beuve no se refería específicamente a la pluma de acero, sino que respondía a una tendencia general a la cual pertenecía la pluma, es decir, a la moda de publicar ficción en fascículos en la prensa, moda que supieron aprovechar escritores “industriales” como Eugène Sue y Alexandre Dumas, quien, como veremos luego, fue un converso de la pluma de acero.

Los autores que se distinguían por evitar el proceso de “industrialización” literaria permanecieron muy apegados a sus tradicionales plumas de ganso. Victor Hugo conservó cuidadosamente las seis plumas con las que compuso Los miserables. (16) Por su parte, Gustave Flaubert aseguraba tener cientos de ellas y se llamaba a sí mismo “un hombre pluma”, con lo cual sugería que, como autor, tenía una profunda relación personal con sus instrumentos de escritura habituales. (17) Otro escritor francés, Jules Janin, concebía la pluma de acero como algo salvaje y sin gracia, poco idóneo para la sage lenteur (‘sabiduría parsimoniosa’) necesaria para lograr la perfección estilística. Jamás sería capaz de producir obras maestras porque era el instrumento prosaico de banqueros y contadores, solamente apto para escribir melodramas estúpidos y basura sensacionalista. (18) También la máquina de escribir tuvo una recepción gélida por parte de estetas y literatos. Truman Capote ofreció un paralelismo moderno al desdeñar el trabajo de Jack Kerouac por no considerarlo una obra de escritura, sino meramente mecanografía. (19) Pero hubo algunos escritores que, por el contrario, respondieron positivamente a las nuevas tecnologías. No solo adoptaron la máquina de escribir, sino también el estigma que le endilgaban algunos miembros de la elite literaria. Alexandre Dumas, quien escribió novelas a una escala proto-industrial, desafió a sus colegas adeptos a la pluma de ave y adoptó la pluma de acero en 1831. Como veremos luego, hay muchos paralelismos con el advenimiento de la máquina de escribir, que también cargó con sus propios estigmas y tuvo conversos entusiastas.

En las historias convencionales de industrialización, las innovaciones de mayor escala captan gran parte de la atención: las minas de carbón, las fábricas textiles, los ferrocarriles y los altos hornos que producían el acero para construirlos. Sin embargo, existe un lugar para aquellas tecnologías que son menos espectaculares pero que afectan de forma directa la vida de la gente común. La bicicleta, la máquina de coser y la máquina de escribir son ejemplos de esas “máquinas cotidianas”, tal como las llama David Arnold en su análisis de la contribución que hicieron para la modernidad de la India. (20) Al igual que esos otros inventos, la máquina de escribir tuvo un impacto en las labores diarias de millones de personas y, en consecuencia, adquirió diferentes significados culturales en diferentes contextos. Este libro trata sobre una “tecnología cotidiana” que se ha ganado un lugar en la historia de la modernización.

Sin embargo, lamentablemente el papel de la máquina de escribir se ha dado por sentado. Como sugirió Catherine Viollet en su trabajo pionero sobre la semiología de la máquina, sigue siendo un punto ciego en la historia de las prácticas de escritura. (21) No solo se la subestimó, sino que se la invisibilizó. Por un lado, los historiadores de técnicas de escritura dedicaron muchos libros al impacto de los tipos móviles y de la imprenta de Gutenberg en la cultura occidental y otras culturas; por otro lado, en tiempos más recientes, el galardonado libro de Matthew Kirschenbaum echó luz sobre las respuestas literarias ante el advenimiento del procesador de texto. (22) Entre la cultura de la imprenta y la época de la computación, el papel de la máquina de escribir quedó eclipsado. Parecería haberse escurrido silenciosamente entre las grietas. Pero si queremos comprender realmente las condiciones materiales de la producción de textos entre fines del siglo XIX y mediados del siglo XX, el impacto de la máquina de escribir exige que se le preste atención.

En cierto sentido, se podría pensar en la máquina de escribir “como un agente de cambio”, frase que nos remite al conocido trabajo de Elizabeth Eisenstein sobre la imprenta. (23) Para Eisenstein, la invención de la imprenta fue una revolución que transformó drásticamente la vida académica y ayudó a moldear importantes movimientos históricos como el Renacimiento europeo, la Reforma protestante y la Revolución científica. Sería precipitado atribuirle algo tan grandioso a la humilde máquina de escribir. Es importante evitar la falacia tecnológica en virtud de la cual los nuevos inventos son los únicos responsables de todo cambio histórico de relevancia. No es mi intención incitar acusaciones de determinismo tecnológico, algo que en ocasiones asedió la tesis de Eisenstein sobre la “Revolución de la imprenta”. Los escritores son individuos; de hecho, son parte de una profesión que probablemente puede atribuirse una buena cuota de excéntricos. Eso hace que sea imposible sostener generalizaciones estrictas sobre ellos. La máquina de escribir afectó a los escritores, pero de formas diferentes y, muchas veces, impredecibles. Su influencia no fue uniforme en absoluto. La máquina de escribir marcó una diferencia, pero puede haber sido una diferencia diferente según el escritor que se considere. Puesto que los escritores componen un grupo tan variopinto, inevitablemente este libro tendrá una mentalidad abierta, a veces presentará argumentos divergentes que parecerán apuntar en distintas direcciones. Eso sencillamente es reflejo de la individualidad excéntrica y poco convencional inherente a la república de las letras. En su estudio de la recepción que tuvo el procesador de texto, Matthew Kirschenbaum sostuvo la misma “no conclusión”, una que vale la pena citar. Con buen tino, sugiere:

Cualquier análisis que imagine un solo artefacto tecnológico en una posición de autoridad frente a algo tan complejo y multifacético como la producción de un texto literario desde mi punto de vista es sospechoso y refleja una comprensión pobre del oficio del escritor. (24)

La máquina de escribir modificó la producción literaria en el sentido de que hizo posible que se acelerara, lo cual permitió escribir a mayor velocidad. Al mismo tiempo, el trabajo manual podía delegarse fácilmente en dactilógrafos profesionales. Se desprende de ello que el volumen de la producción literaria también podía crecer exponencialmente. Por ejemplo, es difícil imaginar cómo podría haber sido posible la exuberante producción de narrativa pulp de los años dorados de las décadas de 1920 y 1930 sin la ayuda de la máquina de escribir. Es mucho más difícil argumentar que la máquina de escribir influenció el estilo literario mismo, aunque hay quienes están convencidos de que efectivamente mejoró la calidad de lo que escribían. “Cuanto mejor es la máquina de escribir, mejor es lo que se escribe”, arguye Gary Provost en el libro 100 Ways to Improve Your Writing, de 1985. (25)

Por otro lado, la escritora australiana Nettie Palmer sostiene que la máquina de escribir no cambió nada. Lo que realmente importaba era la genialidad del autor. En sus palabras:

Cuando leo una novela cuyo autor obviamente cree en sus personajes hasta el final, que divisa con claridad el esbozo de lo que será a grandes rasgos la última página mientras escribe la primera, siento que estoy leyendo algo que (salvo por casualidades del abandono) va a perdurar. Y ese libro podrá haber nacido de una escritura o reescritura con una pluma paciente, como resultado de mecanismos ensamblados y armarios con ficheros, o incluso de un dictáfono sensible a alarmas. No debería importar. Si el libro es suficientemente genial, ningún lector se dará cuenta. (26)

Los lectores, queda claro, podrán no percatarse inmediatamente de cómo, cuándo y dónde se escribió el libro que están disfrutando, y podrán no entender qué circunstancias o presiones económicas determinaron su creación, como tampoco qué combinación de tecnologías de escritura estuvieron presentes en su nacimiento, pero eso no quiere decir que dichos factores no sean importantes en el proceso que da forma al resultado final. Quizás Palmer suscribía a una idea que todavía perduraba sobre la autonomía del escritor creativo, cuya mente imaginativa no se vería comprometida por las circunstancias materiales. Eso va de la mano con la perspectiva convencional del genio romántico. Desde esa perspectiva, Descartes siempre sería Descartes y Shakespeare siempre sería Shakespeare, independientemente de los múltiples caminos que tomaran sus textos para llegar hasta los lectores e ignorando las diferentes formas en que sus obras se reencarnaron para diferentes públicos lectores con el paso de los siglos. Sin embargo, en este libro, mi postura discrepa con la de Nettie Palmer. Yo sostengo que sí necesitamos conocer las condiciones de producción desde el aspecto material si queremos entender cabalmente tanto los procesos creadores como la recepción de las obras literarias. La máquina de escribir influyó en la producción literaria como también en la producción de otras formas de escritura al facilitar una mayor velocidad, un enorme volumen de producción y, en algunos casos, al fomentar un estilo más conciso.

Sería apresurado afirmar que la máquina de escribir modificó el estilo literario y muy difícil de corroborar como hipótesis generalizada. Esa es una cuestión que sigue abierta. Pero ya sea que la máquina de escribir haya generado una prosa más despojada y menos florida o no, es significativo que algunos escritores pensaran que había cambiado su estilo de escritura. Es sabido que Friedrich Nietzsche afirmó: “Nuestros instrumentos de escritura también operan sobre nuestros pensamientos”, revelación a la que se acogió fervientemente el teórico de los medios Friedrich Kittler para respaldar la idea de que la máquina efectivamente cambió el estilo literario, tesis que mantuvo (y exageró) con una seguridad germánica. (27) Nietzsche no fue el único en percibir una transformación en su escritura y en atribuirla al uso de una máquina de escribir. T. S. Eliot descubrió que escribir a máquina lo llevó a acortar las oraciones y adoptar un estilo “breve, staccato, como el de la prosa francesa moderna”, si bien no queda claro qué escritores franceses tenía en mente y es incluso más incierto que esos escritores usaran máquinas de escribir. (28) Como veremos en mayor detalle en el capítulo ocho, Georges Simenon estaba absolutamente convencido del poder que tenía la máquina de escribir de moldear sus novelas. En 1955, un entrevistador en una radio francesa le preguntó si existía un vínculo entre su estilo y la escritura a máquina y, tras un breve intercambio, llegó a la siguiente conclusión: “¡O sea que no tendríamos al mismo Simenon sin la máquina de escribir!”. Simenon adhirió a esa postura con cierto énfasis: “Sin dudas”. (29) El respeto por la autonomía creadora del escritor individual no debería impedirnos evaluar el rol y la función de los instrumentos y los materiales con los que el escritor estaba conectado íntimamente.

La historia de la máquina de escribir nos obliga a considerar no solo el poder de la imaginación del autor, sino también la base material de su creatividad. Los autores no escriben libros, sino más bien textos; la forma en que esos textos se convierten en objetos físicos y los medios con los cuales adquieren un formato legible para el público son elementos fundamentales para la creación de significado. (30) De manera parecida, los historiadores de la cultura escrita enfatizan la importancia de los materiales y las tecnologías de escritura. El soporte y el medio con los que funciona la comunicación textual nos ayudan a entender su función e importancia. La presencia material del texto, junto con los instrumentos que lo componen, contribuyen al impacto que tiene y a su recepción. Tomemos un ejemplo histórico: es imposible concebir los antiguos textos cuneiformes sumerios sin reconocer su exclusiva dependencia de la arcilla como medio. Después del segundo milenio, la inscripción cuneiforme tuvo que competir con el alfabeto fenicio, que podía escribirse sobre materiales mucho más maleables y, gradualmente, se convirtió en un lenguaje cultural esotérico, como lo es el latín para Europa en la modernidad. (31) La supervivencia y las funciones cambiantes de la escritura cuneiforme sumeria estaban vinculadas directamente con la superficie sobre la que se inscribía. Las tecnologías de escritura y los soportes, ya sea seda, bambú, hojas de palma, pergamino o papel, podían tener repercusiones importantes en la naturaleza de la comunicación en las esferas de lo social, lo político y lo cultural. Ese es un motivo convincente para prestar atención a la materialidad física del proceso de escritura.

FRIEDRICH KITTLER Y LOS HISTORIADORES

Friedrich Kittler, mencionado anteriormente, sin dudas le prestó atención. La suya fue una de las pocas voces que reconocieron la importancia de la máquina de escribir, cuya historia identificó correctamente como una “laguna crítica” dentro de la historia de la tecnología. (32) Sus ideas ejercieron una influencia considerable sobre los expertos estudiosos de los medios de comunicación desde la aparición de su obra Aufschreibesysteme 1800/1900, publicada en 1985, seguida de Grammophon, Film, Typewriter, de 1986, pero no fue hasta catorce años después que dichas obras estuvieron a disposición en inglés. (33) Yo abordo a Kittler desde la perspectiva crítica de un historiador de las prácticas de escritura para destacar su contribución positiva, pero también para trazar los límites de su determinismo tecnológico.

Desde su punto de vista, los nuevos métodos para grabar sonido, imágenes y palabras que surgieron a comienzo del siglo XX alteraron profundamente las maneras en que el ser humano percibía el mundo. En su opinión, los mecanismos como el gramófono, las películas y la máquina de escribir no eran instrumentos pasivos, sino tecnologías que modificaban el significado de lo que transmitían y tenían la capacidad de “capturar” a su objeto. Para Kittler, los medios de comunicación controlan e influencian el discurso. En un postulado citado frecuentemente, afirma que “los medios determinan nuestra situación”. (34) Las máquinas transforman a los usuarios, no a la inversa.

Esa fórmula establecía la importancia del formato material de toda forma de comunicación, pero limitaba el alcance de la intervención humana. Los historiadores del libro sin dudas estarían de acuerdo con Kittler respecto de que el formato material en que está plasmado cualquier texto contribuye a su significado, de hecho, esa ha sido una de las premisas principales de esa disciplina. Sin embargo, los historiadores del libro también saben que el lector, al igual que el usuario de cualquier tecnología de comunicación, también genera significado. Incluso se podría decir que es solo gracias al acto de leer que cualquier texto escrito realmente cobra vida. La autonomía del lector, entonces, es otro punto de partida fundamental para los historiadores del libro. Aun así, el principal interés de Kittler no estaba puesto en cómo los usuarios individuales de la máquina de escribir entablaban una relación con ella y jamás “interrogó al público”, algo que Jonathan Rose insta a hacer a los historiadores del libro. (35) Por ejemplo, si bien Kittler sostiene que la máquina de escribir puso un fin al dominio masculino en el área de la producción de textos, no menciona a ninguna autora. Aquellos usuarios de máquinas de escribir, tanto hombres como mujeres, en un entorno literario o de oficina, otorgaban significado a la máquina de escribir al mismo tiempo que la máquina misma participaba en sus prácticas de composición.

Al poner tanto énfasis en el poder que tienen los medios de comunicación de determinar nuestras vidas, Kittler les prestó poca atención a las fuerzas socioeconómicas que convirtieron a la máquina de escribir en un producto comercial popular en un momento histórico específico. Él no era un historiador. Al igual que Michel Foucault en Las palabras y las cosas, pensaba en términos de cambios decisivos de paradigma en la consciencia humana, y la tarea de identificar los factores históricos que los ocasionaran para él no revestía de especial importancia. Cada ruptura trajo aparejada una nueva constelación, una nueva red discursiva. Por ende, junto con el gramófono y el cine, la máquina de escribir fue un componente de la nueva red discursiva que emergió cerca del 1900 y que representó el tacto, el sonido y la vista, pero que también transformó los reinos de lo simbólico (la máquina de escribir), lo real (el gramófono) y lo imaginario (el cine). Al igual que las estructuras epistemológicas que analiza Foucault, las redes discursivas de Kittler proporcionaron un marco para analizar las relaciones entre uno y otro medio de comunicación, pero no estaban basadas en ninguna tendencia histórica subyacente. Su llegada fue propiciada casi exclusivamente por las innovaciones tecnológicas.

Kittler pensó como historiador únicamente en un aspecto: atribuyó las principales causas del cambio tecnológico a las necesidades derivadas de la guerra. Su visión se concentró en el Segundo Reich, por ende, al poner la atención en una sociedad sumamente militarizada, sus ideas encontraron un asidero. Sin embargo, resulta difícil aceptar su perspectiva monolítica sobre los orígenes de los inventos tecnológicos: la imprenta de Gutenberg fue concebida únicamente con fines civiles, y la máquina de escribir, como bien sabía Kittler, inicialmente se desarrolló como dispositivo protético para los ciegos.

El estilo de escritura de Kittler es provocativo, errante y opaco. Era capaz de pasmar y contrariar tanto a lectores como a amigos. Un orador en su funeral se refirió a sus libros como “cócteles molotov”. (36) Un crítico académico describió su trabajo como “un pasticho superficial de fuentes secundarias, rumores, bibliografía y explicaciones técnicas anticuadas”. (37) Lamentablemente, rara vez Kittler reconoció la necesidad de sustentar sus reflexiones especulativas con evidencia empírica. Más que nada, cita y vuelve a sus ejemplos preferidos, Nietzsche y Kafka, que podrán ser suficientes para dar pie a hipótesis respecto de la naturaleza de los nuevos medios, pero no constituyen la base de pruebas sólidas que requiere una historia de las prácticas de escritura.

Si su estilo aliena y su determinismo tecnológico es exagerado, ¿por qué seguir refiriéndonos a Friedrich Kittler? En este caso, lo que se destaca es su lectura filosófica del efecto de distanciamien­­to que tuvo la escritura mecanizada. Se basó en las ideas de Martin Heidegger, quien quedó impresionado por el modo en que la escritura mecanizada relegaba la importancia de la mano del escritor y, de esa forma, solapaba la marca de su personalidad. Heidegger veía en la mano la esencia de la identidad humana; por ende, interrumpir la conexión natural entre el ser humano, su mano y su escritura alteraba su misma existencia. Según escribió, la máquina de escribir

vela la esencia del escribir y de la escritura. Ella sustrae del hombre el rango esencial de la mano, sin que él experimente debidamente esta sustracción, y reconozca que aquí acaece-propicia ya una transformación de la referencia del ser a la esencia del hombre. (38)

Para Heidegger, la máquina de escribir acarreó una desconexión entre la mano, el ojo y lo escrito, de modo que, en cierto sentido, la escritura dejó de ser la expresión de la voz individual del autor, del alma del artista, y se convirtió meramente en una serie de marcas sin personalidad plasmadas en una página. Los valores culturales y literarios tendrían que reconfigurarse en consecuencia.

Hay varias objeciones que pueden hacerse al respecto. Podría afirmarse que la escritura manuscrita misma nunca constituyó más que marcas sobre una página y que también la pluma fue una tecnología que intervino entre el escritor y el texto. Podría agregarse que la máquina de escribir en ningún momento convirtió las manos del autor en algo superfluo, de hecho, el trabajo manual se duplicó en intensidad puesto que era necesario utilizar ambas manos a la vez para operar la máquina. Pero sigue siendo cierto que se borra la personalidad individual en la uniformidad del texto mecanografiado. Podemos conservar la idea de Kittler de que la máquina de escribir provocó una dislocación que distanció al escritor de lo que escribía e impuso al texto una nueva impersonalidad que eliminó las características individuales de la escritura manuscrita. Es cierto que las máquinas de escribir individuales ocasionalmente tienen sus propios rasgos idiosincráticos y que, luego de algunos misterios detectivescos, efectivamente las características específicas de la máquina de escribir delatan la identidad del culpable, (39) pero esos casos son excepciones a la impersonalidad habitual del texto mecanografiado. Bien puede haber influido el efecto de distanciamiento en el estilo de escritura de algunos autores, incluidos T. S. Eliot, Kafka y Nietzsche (aunque este último solamente experimentó con una máquina de escribir durante unos pocos meses).

Esa es una idea valiosa y volverá a aparecer más adelante. Sin embargo, el efecto de distanciamiento solo define un posible escenario de mecanografía. Lo que Kittler no percibió es que había otros escenarios posibles, entre ellos, lo que yo denomino el apego “romántico” a la máquina, que no enajenaba al autor individual respecto de su esencia humana, sino que la completaba y concretaba. Si bien Nietzsche no fue uno de ellos, hubo escritores a los que la máquina de escribir liberó, escritores que la usaron como una extensión orgánica de sus propios cuerpos. Tal vez esa sea la razón más fundamental por la que un historiador de la escritura sea renuente a aceptar la perspectiva de Kittler. Su alcance fue demasiado estrecho para abarcar más que una variedad muy limitada de experiencias. Se basó en una cantidad reducida de ejemplos en lugar de un elenco considerable de usuarios de máquinas de escribir. Como resultado, solamente vio una única perspectiva posible: el efecto alienador de la escritura mecánica sobre el autor individual. Si bien se reconoce el valor de esa postura, en este libro se optó por interrogar a un grupo más numeroso de usuarios y retratar una gama de respuestas mucho más variada con respecto a la máquina.

EL SIGLO DE LA MÁQUINA DE ESCRIBIR

El siglo de la máquina de escribir abarca aproximadamente desde la década de 1880 hasta la década de 1980, es decir, desde que se pudo acceder a la máquina a nivel comercial hasta el surgimiento del procesador de texto como herramienta de escritura dominante en Occidente. Para ser precisos, 1984 fue el momento orwelliano en que Apple lanzó su primera computadora Macintosh. La Asocia­ción de Editores Estadounidenses calculó ese mismo año que entre el 40 y el 50% de los autores literarios de los Estados Unidos usaban un procesador de texto. (40) Hay dos sucesos y dos autores que le ponen el colofón al período que constituye el objeto principal de este análisis.

El siglo de la máquina de escribir comenzó cuando Mark Twain la adoptó a comienzos de la década de 1880. Al respecto, proclamó: “Soy la primera persona del mundo que aplicó la máquina de escribir a la literatura” y, efectivamente, se le suele adjudicar haber sido el primer escritor en usar una máquina de escribir. (41) Calculaba que Las aventuras deTom Sawyer (1876) había sido la primera novela escrita a máquina, pero le fallaba la memoria: en realidad fue La vida en el Mississippi (1883). La verdad es que Twain le dictaba a una taquígrafa, que como siempre permaneció invisibilizada, y jamás aprendió a escribir nada por su cuenta más que “the boy stood on the burning deck” (‘el chico estaba en la cubierta en llamas’). (42) Para Twain, la máquina de escribir fue una novedad costosa que usó para impresionar a quienes lo visitaban. No tardó mucho en querer deshacerse de ella y terminó por regalársela a su cochero.

El siglo de la máquina de escribir llegó a su fin, al menos simbólicamente, con la primera novela escrita en un procesador de texto. En 1968, el escritor británico de suspenso Len Deighton hizo que le entregaran un enorme procesador de texto IBM a través de la ventana de su departamento en un primer piso en South Bank, Londres, para escribir Bombardero, publicada en 1970 (fig. 1.1). La máquina pesaba casi 100 kilogramos y hubo que quitar una ventana para que pudiera instalarse en su departamento usando una grúa. Hay fotografías que muestran a Deighton en su espacio de trabajo, donde se lo ve prácticamente atrapado entre la pared y la máquina que lo rodea, guardando similitud con el mapa de Europa Central que estaba pegado contra la pared y que usó para planificar los bombardeos sobre la Alemania nazi que fueron el tema de su novela. (43) Sin embargo, las fotos no siempre revelan la presencia clave de su asistente, Ellenor Handley, quien fue quien efectivamente tuvo que aprender a usar la nueva máquina de escritura mecánica.

Fig. 1.1. Len Deighton y su procesador de texto IBM (Fuente: Archivo de Adrian Flowers).

Tal como explica Matthew Kirschenbaum, Deighton había alquilado una nueva MT/ST (máquina de escribir Selectric con cinta magnética) de IBM, conocida en Europa como la MT72. Por el momento, ese procesador de texto aún no contaba con pantalla, sino que grababa el texto sobre una cinta magnética y lo almacenaba en un estado de “escritura en suspenso”, y usaba la máquina de escribir Selectric de IBM como dispositivo de entrada y salida. En la modalidad de reproducción, se podía editar y manipular el texto antes de imprimirlo. (44) Se trataba de un híbrido que pronto sería reemplazado. Salvo que otro autor dé un paso adelante y lo contradiga, Deighton ostenta el título de pionero absoluto en lo que respecta a los escritores de ficción y los procesadores de texto. El camino que tomó en esa dirección marcó el fin de la hegemonía de la máquina de escribir.

Los ejemplos a los que me remito van desde autores de mediados del siglo XIX, como Mark Twain y Friedrich Nietzsche, hasta autores contemporáneos, como John Le Carré y J-M. G. Le Clézio. En el medio, mi elenco de personajes está poblado de novelistas de fines del siglo XIX, poetas modernistas, autores realistas del período de entreguerras, escritores de literatura pulp de mediados del siglo XX, la generación beat, y algunos poetas y escritores de fines del siglo XX. En su novedosa investigación, Catherine Viollet dio ejemplos del mundo francoparlante, pero es hora de extender la esfera geográfica de su trabajo y, por consiguiente, los ejemplos que aporto son de los Estados Unidos, Gran Bretaña y Australia, como también de Francia y Bélgica. Al mismo tiempo, intento ampliar su foco, puesto en profesionales contemporáneos, e incluyo también a escritores de ficción popular.

En determinados puntos de la discusión, echo mano de los hallazgos de especialistas en génesis textual que, con una inmensa habilidad académica, escudriñan las versiones supérstites de obras principalmente canónicas y reconstruyen la evolución de cualquier texto dado. Además de sus valiosos puntos de vista, tomo en consideración lo que los mismos autores dijeron o escribieron respecto de sus propios métodos de trabajo. Este abordaje trae aparejados ciertos riesgos. Los autores no son testigos infalibles, ni siquiera de sí mismos; a veces, surgen discrepancias entre la descripción que hacen de su propio trabajo y la realidad de los procesos creativos y de publicación. Como veremos en el capítulo seis, existen discrepancias en el conocido caso de Jack Kerouac, y luego, en el capítulo ocho, está expuesto el peligro que conlleva tomar al pie de la letra las palabras de Georges Simenon sobre sí mismo. No obstante, la descripción que hacen los autores de sus métodos de trabajo constituye un punto de partida importante para la investigación. Sus métodos fueron cambiando con el paso del tiempo: adoptaron técnicas nuevas, se vieron obligados a recurrir al dictado por una enfermedad o vista deficiente o, quizás, merced del éxito o mayores ingresos percibidos más adelante en la vida, pudieron contratar asistentes profesionales que antes no se podían permitir. La relación entre escribir a mano y a máquina podía cambiar varias veces a lo largo de la vida de un escritor.

Las opiniones subjetivas de los escritores resultan importantes porque me interesa indagar en cómo se percibía y conceptualizaba la máquina de escribir, y en cómo puede haber influido la máquina en el modo de trabajar de los escritores, canónicos o no. En cierta forma, mi objetivo es trazar una historia cultural de la máquina de escribir, y eso, ante todo, debe basarse en las reacciones que la máquina suscitó en los autores. En general, es más probable que sus opiniones pasen a la esfera pública si logran alcanzar un cierto nivel de fama. En esos casos, los medios de comunicación se interesan en su trabajo y sus métodos de producción, y se generan entrevistas con la prensa, biografías y, quizás, autobiografías. Las entrevistas de la publicación ParisReview, ejemplares anteriores de Writer’sDigest, publicidades de máquinas de escribir, y páginas web y blogs de escritores proporcionan otras perspectivas adicionales sobre modos de escritura y el lugar que ocupa en ellos la máquina de escribir. A partir de esas fuentes, es posible delinear el lugar que ocupó la máquina de escribir en el imaginario cultural del siglo XX.

A lo largo de este estudio, presto especial atención a escritores populares de géneros no canónicos (romance, policial, ficción infantil, etc.). En ese proceso, evito marcar una distinción rígida entre literatura y narrativa pulp, a veces denominada literatura barata, ni atribuir valor literario a ningún género en particular, autor individual ni obra literaria específica. No es esa mi tarea. En todo caso, la distinción entre escritores literarios y de género es difusa. Muchos escritores de policiales, como Georges Simenon, también se dedicaron a otros géneros y esperaban el debido reconocimiento. Pero generalmente, los escritores de narrativa pulp constituyen buenos estudios de caso porque son escritores profesionales muy prolíficos que desarrollan una rutina y alcanzan la fama. Además, no suelen rehuirle a la atención del público. Su fama, como ya mencioné, garantiza el interés público en sus métodos de trabajo, lo cual produce pruebas que quedan plasmadas en artículos y entrevistas, y eso conduce a la preservación de sus documentos en archivos. Erle Stanley Gardner y Georges Simenon son sujetos particularmente adecuados en este aspecto. Otros candidatos para el análisis son Henry James, Jack Kerouac, John Le Carré, Agatha Christie, Richmal Crompton, Enid Blyton, Barbara Taylor Bradford y el escritor australiano de ciencia ficción y westerns Gordon Clive Bleeck. Por ende, yo elegí a esos autores, ya sea porque nos legaron material de archivo que se puede estudiar o porque hablaron explícitamente sobre sus métodos con la prensa. Cada uno de ellos sugiere maneras diferentes en que la máquina de escribir afectó sus prácticas de composición y prácticas profesionales. En la próxima sección, haré algunos comentarios sobre el contexto en que trabajaba la mayor parte de esos escritores de ficción popular.

EL NUEVO MUNDO DEL ESCRITOR DE LITERATURA PULP

Los autores de ficción trabajaron en un entorno nuevo durante las primeras décadas del siglo XX, cuando el mercado de consumo masivo de ficción estaba en plena expansión y la cultura de la imprenta, si bien competía con la radio y el cine como actividad de ocio, todavía no había sido eclipsada por la televisión ni por los medios de comunicación electrónicos. Por el contrario, la radio, el cine y la televisión ofrecían a los autores exitosos nuevos canales y fuentes de ingreso. La competencia feroz entre editoriales multiplicó la producción de ficción popular barata y reimpresiones de clásicos a pesar de que la escasez de papel producto de dos guerras mundiales interrumpiera la producción. Para fines del siglo XIX, Francia se había constituido como pionera en la creación de una cultura de consumo masivo de literatura basada en la venta de obras de ficción barata, pero después de la Primera Guerra Mundial, Alemania y los Estados Unidos le sacaron ventaja. En 1929, Im Westen nichts Neues (Sin novedad en el frente), de Erich Maria Remarque, vendió más de 900.000 ejemplares el primer año y se convirtió en el primer verdadero best seller alemán. (45) La comercialización de la literatura se intensificó más que nunca. Nuevos puntos de venta al público como estaciones ferroviarias, tiendas departamentales y máquinas expendedoras de libros destronaron a los puntos de venta más “nobles”, como la tradicional librería parisina de Rive Gauche. Incluso se entregaban libros en formato miniatura para promocionar la venta de cigarrillos. (46) Las clases medias conservadoras se alarmaron ante la transformación del libro en un objeto cotidiano de consumo masivo. Poner la cultura literaria a precios económicos y a disposición de las masas supuestamente ingenuas y crédulas parecía un arma de doble filo. Como resultado, en 1926 Alemania dictó una ley para la protección de los jóvenes contra la vulgaridad y las obscenidades. Stephen Mogridge, quien tenía a su cargo una biblioteca en un pueblo tranquilo del sur de Inglaterra, se lamentaba del furor frenético que despertaban las novedades literarias. “Los tranquilos prados de la literatura –dijo– se ven pisoteados por pies impacientes”. (47) El “problema” del consumismo masivo de literatura se agravó con la revolución de los libros de tapa blanda, que comenzó en Alemania con la editorial Albatross antes de que la imitara Penguin en Gran Bretaña, Pocket Books en los Estados Unidos y, tardíamente, Hachette con sus livres de poche (‘libros de bolsillo’) en Francia.

Erle Stanley Gardner, Georges Simenon y Barbara Taylor Bradford son tres ejemplos de ese período, pero distan de ser los únicos. Los autores como Simenon estaban bajo el intenso escrutinio público y recibían cantidades impresionantes de correspondencia de admiradores. La fama y la atención de los medios los catapultó a una nueva relación con sus lectores. Como respuesta a las novelas de James Bond, los admiradores de Ian Fleming le escribían sin miramientos para corregir su conocimiento inexacto de los perfumes de mujer y sus errores con respecto al uso técnico de armas de fuego. Si le hacían una pregunta que Fleming no podía responder, les contestaba que le preguntaría a James Bond al respecto. Enid Blyton también mantuvo un diálogo epistolar con muchos de sus lectores infantiles y cultivó un público juvenil sólido, lo cual explica por qué afirmó que podía ignorar las críticas de los adultos dado que era el público joven el que le importaba. Para 1927, Blyton respondía unas cien cartas de lectores por semana y recibía muchas más durante la época de Navidad. (48) Pero para 1953 recibía aproximadamente mil cartas por día, y responder a todas ellas personalmente se había vuelto una tarea imposible. (49) En cartas y revistas a las que se dedicaba en paralelo a su producción literaria, les escribía a los niños y les contaba sobre su casa, su jardín y sus mascotas, y también sobre los mismos personajes de sus libros, con un estilo desarrollado atentamente para transmitir confidencialidad y que prefiguraba a los blogueros de la actualidad. Blyton organizó a sus admiradores en clubes, que recaudaban fondos para obras de caridad, promocionaban sus libros y también le brindaban a ella una investigación de mercado sin costo. El Busy Bees Club, fundado en 1933, contaba con más de 300.000 miembros para 1955. El Famous Five Club, creado en 1952, tenía más de 100.000 para 1959. (50) La autopromoción se había convertido en un arma poderosa en el arsenal de los autores famosos. Los escritores que estaban sometidos al escrutinio público debían elegir estratégicamente qué información divulgarían sobre sí mismos.

Dejando de lado a Blyton, el nuevo mundo de los escritores de ficción popular tomaba a los Estados Unidos como referencia en busca de modelos e inspiración. La carrera del escritor australiano Clive Gordon Bleeck ilustra claramente la progresiva americanización de la cultura literaria australiana. Bleeck nunca gozó de la atención de los medios, de hecho, sigue siendo prácticamente desconocido y ni siquiera escribía con su propio nombre: utilizó trece seudónimos diferentes con las editoriales que lo publicaron en revistas estadounidenses. Nunca dejó su trabajo en los ferrocarriles de Nueva Gales del Sur. En la década de 1950, cuando ya tenía más de cuarenta años, escribía sus cuentos a máquina después del trabajo en la habitación trasera de su casa, ubicada en los suburbios del este de Sídney. Escribió 250 novelas o novelas cortas, la mayoría de ellas westerns, pero también thrillers policiales, romances y “óperas espaciales” como Invasion of the Insectoids. Su mercado eran las revistas estadounidenses, y la importancia del género del western aseguró que le prestara mucha atención a los Estados Unidos. Sus cuadernos incluían recortes de prensa y términos técnicos de rancheros que estudiaba para aplicarlos en sus historias de western. Viajó una sola vez a los Estados Unidos y envió a su casa abundantes reseñas de sus experiencias. Cuando una aspirante a escritora (la Srta. Thompson) levantó el velo de anonimato que lo protegía y le pidió consejos para comenzar una carrera como escritora, Bleeck le recomendó a O. Henry como el mejor modelo para escribir cuentos cortos. Esa fue una elección algo inesperada (Edgar Allan Poe habría sido una opción más predecible, dados sus géneros predilectos), pero pone en evidencia el hecho de que su forma de pensar estaba orientada hacia los Estados Unidos. (51)

El escritor de ficción del siglo XX debía subir cuatro peldaños en la escalera profesional hacia la fama y la fortuna. El primero, el punto de partida básico, era la compra de una máquina de escribir. Cuando el Auckland Weekly News le aceptó por primera vez un cuento a la escritora australiana Jean Devanny (de origen neozelandés), un editor le escribió para aconsejarle invertir en una máquina de escribir si tenía la intención de continuar en esa actividad. (52) Según William Burroughs:

Sinclair Lewis dijo: “Si quieres ser escritor, aprende a escribir a máquina”. Ese consejo difícilmente es necesario ahora. Así que siéntate frente a tu máquina de escribir y escribe. (53)

Como dijera la escritora de libros infantiles estadounidense Jane Yolen, “Escribir a mano solamente me recuerda los días previos a convertirme en profesional”. (54) La máquina de escribir, ya sea alquilada, arrendada o directamente comprada, era la insignia de la profesión del escritor.

El segundo peldaño era deshacerse de los seudónimos primigenios de una fase tentativa de iniciación y asumir su verdadera identidad madura. Eso podía ser un proceso gradual; Agatha Christie comenzó usando seudónimos y pasó a usar su propio nombre una vez que firmó su primer contrato con el editor John Lane, quien la disuadió de adoptar un nombre masculino. (55) Sin embargo, igualmente escribió en paralelo una serie de novelas bajo el nombre de Mary Westmacott. Christie pasó un largo tiempo en el limbo, considerando su escritura como un interés de tiempo parcial antes de encarnar de lleno el papel de escritora profesional. En el caso de Simenon, el rito de iniciación fue inequívoco: cuando abandonó el nombre “Georges Sim” en 1930, dio por terminada su formación y consideró que podía comenzar su carrera profesional.

El tercer peldaño hacia la categoría profesional era contratar a un agente, pero ese era un lujo que solo podían permitirse los autores de mayor éxito. Christie mantuvo una larga y fructífera relación con Edmund Cork; Erle Stanley Gardner llegó a necesitar a más de un agente luego de que su trabajo en radio y televisión hiciera necesario a un especialista adicional. Simenon, por otro lado, directamente prescindió de contratar a agentes. En Francia, ese grado de comercialización todavía no era la regla, incluso para escritores orientados al mercado como Simenon. Se encargaba de sus propios acuerdos comerciales y elaboraba él mismo su perfil público, lo cual despertó dudas en el entorno literario francés de que lo artístico y lo comercial fueran compatibles.

La cuarta etapa en la carrera profesional del escritor la alcanzaban solamente quienes lograban un nivel estratosférico de fama: hacían de sí mismos una empresa. La principal finalidad de este peldaño era reducir la carga que representaba el impuesto a las ganancias y les autorizaba a pagar tasas impositivas de empresas y ya no de individuos. En 1954, habiendo quedado libre de sus enormes deudas impositivas en los Estados Unidos y en Gran Bretaña, y aconsejada por Edmund Cork, Agatha Christie se transformó en una empresa de responsabilidad limitada y se convirtió a sí misma en empleada asalariada de Agatha Christie Limited. (56) Por otro lado, Simenon supervisaba personalmente sus derechos de traducción, contratos, solicitudes de artículos y entrevistas, y reuniones con productores de cine y televisión. Roger Stéphane entrevistó a Simenon en 1963 en su casa en Epalinges, Suiza, adonde se había mudado no solo por el paisaje, sino también a modo de exilio impositivo. A Stéphane le impresionó lo que descubrió:

Georges Simenon demostró su capacidad extraordinaria de trabajar, su motor productivo. Exhibió su riqueza. No como un nouveau riche, sino como un fabricante literario. Producía y vendía. Me mostró contratos, traducciones y tiradas de impresión. (57)

Pudo dar un vistazo a las operaciones de lo que podríamos llamar “Simenon Sociedad Anónima”.

LA OFICINA Y EL ESCRITOR

En ese contexto tan amplio, esta historia de una máquina cotidiana privilegia las respuestas y prácticas culturales de los usuarios. Son aquellos usuarios y sus prácticas, más que una evaluación literaria de su trabajo, lo que constituye el tema principal de los capítulos que siguen. En consecuencia, este estudio ofrece más que una historia literaria, pero también menos. Es menos que una historia literaria en cuanto no aspira a realizar una crítica literaria exhaustiva de un autor o de una obra. En cambio, se trata de un ensayo de historia cultural cuyo fin es contribuir a la historia de las prácticas de escritura. Al mismo tiempo, es más que una historia literaria porque reconoce (principalmente en el capítulo dos) la importancia de la máquina de escribir en la transformación de las prácticas burocráticas y en la creación de la figura del dactilógrafo en general y del escritor moderno.

Parto de la convicción de que una historia del uso de la máquina de escribir no puede estar completa sin tomar en cuenta su incorporación en la oficina, lo cual influyó profundamente en la forma en que todos los usuarios construyeron el concepto que se tenía de la máquina. Su asociación con el trabajo irreflexivo y mecánico tuvo origen en los equipos de mecanógrafas. A pesar de las apariencias que indican lo contrario, los equipos de mecanógrafas no estaban muy alejados del mundo de los autores del siglo XX. La producción literaria dependía del mundo de los mecanógrafos profesionales (generalmente mujeres) y se veía influenciado por él. En este estudio abundan los ejemplos de autores que comenzaron su carrera como periodistas en diarios o como empleados en grandes oficinas corporativas donde se formaron en el uso de la máquina de escribir. Antes de convertirse en escritor de best sellers policiales, Erle Stanley Gardner trabajó como socio en un estudio jurídico y trasladó la experiencia que tuvo allí a la esfera literaria; incluso armó un pequeño equipo de secretarias en su rancho en California. En 1917, T. S. Eliot trabajaba en las oficinas de Lloyds Bank, en Londres, y pasaba ocho horas por día inmerso en la nueva cultura de oficina, de mecanógrafos y ficheros. Se convertiría en el poeta de los empleados, los mecanógrafos y los oficinistas, y de las vidas vacías que llevaban en departamentos desabridos. Mujeres como Agatha Christie se capacitaban como estenodactilógrafas antes de convertirse en escritoras por derecho propio. Había innumerables autores que dependían de los servicios profesionales de agencias de secretarias. Por lo tanto, hubo numerosos casos de personalidades de la literatura que tenían antecedentes relacionados con la oficina. El mejor ejemplo lo dejé para el final: la escritora de romances Barbara Taylor Bradford inició su carrera a la edad de 15 años como parte del equipo de mecanógrafas del Yorkshire Evening Post antes de ir escalando posiciones en el ámbito profesional hasta convertirse en la editora de moda de Woman’s Own. Por lo tanto, no se puede analizar a los escritores de literatura omitiendo el impacto que tuvo la máquina de escribir en la sociedad como conjunto; es necesario estudiar de manera más abarcadora el impacto que tuvo la máquina en la oficina. La figura de la mecanógrafa es importante para el análisis y no ocupa un lugar por fuera de él, representa la división del trabajo por género que luego se trasladó a la esfera de la literatura. Los escritores dependían de las mecanógrafas (profesionales, amantes, esposas) para convertir sus borradores en textos presentables, y dentro de esa dinámica, heredaron prácticas de trabajo ya consagradas en el mundo de las oficinas corporativas. (58)

EL PLAN