El sonido de un caracol salvaje al comer - Elisabeth Tova Bailey - E-Book

El sonido de un caracol salvaje al comer E-Book

Elisabeth Tova Bailey

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Beschreibung

Mientras una enfermedad la mantiene postrada en la cama, Elisabeth Tova Bailey observa un caracol salvaje que se ha instalado en su mesita de noche. Como resultado, descubre el consuelo y la sensación de asombro que despierta esta misteriosa y magnífica criatura y llega a una mayor comprensión de su propio lugar en el mundo. Intrigada por la anatomía de molusco del caracol, las defensas crípticas, la clara toma de decisiones, la locomoción hidráulica y las actividades de cortejo, Bailey se convierte en una observadora astuta y divertida que ofrece una mirada sincera y cautivadora a la curiosa vida de este pequeño y subestimado animal. El sonido de un caracol salvaje al comer es un ensayo ligero y de una belleza honesta sobre la enfermedad, la recuperación y cómo a veces son las pequeñas cosas que ocurren en nuestras vidas las que nos hacen darnos cuenta de lo que realmente importa y de quiénes somos. Un extraordinario y profundamente conmovedor viaje de supervivencia y capacidad de recuperación, destinado a convertirse en un clásico, que nos muestra cómo una pequeña parte del mundo natural puede iluminar nuestra propia existencia humana, a la vez que proporciona una apreciación de lo que significa estar plenamente vivo.

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Seitenzahl: 168

Veröffentlichungsjahr: 2019

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Prólogo

«Los virus constituyen piezas fundamentales

del entramado de la vida».

LUIS P. VILLARREAL,

«The Living and Dead Chemical Called a Virus»

(La sustancia química viva y muerta llamada virus),

2005

Desde la ventana del hotel disfruto de una vista panorámica que se extiende sobre un lago profundo y glacial hasta las laderas de las colinas, con los Alpes al fondo. Con el crepúsculo, las colinas se desvanecen entre las montañas y luego todo desaparece en la oscuridad.

Después del desayuno, deambulo por las empedradas calles del pueblo. La escarcha ha desaparecido del suelo y las enormes matas de romero se desperezan aromáticamente al sol. Cojo una senda que serpentea subiendo las escarpadas y silvestres colinas y deja atrás a los rebaños de ovejas. En lo alto de un saliente almuerzo pan y queso. Al final de la tarde, junto a la orilla, encuentro fragmentos de cerámica antigua, con los bordes suavizados por las olas y el tiempo. Dicen que una gripe muy virulenta se está cebando con los habitantes del pueblo.

Pasan unos cuantos días y llega una noche delirante. Tengo un sueño inquieto con ferris que hacen travesías de ida y vuelta. Los pasajeros llaman en la oscuridad y me despierto sobresaltada. Cada vez que me vuelvo a dormir el sonido del agua en el lago parece tirar de mí. Algo le pasa a mi cuerpo. Nada está bien.

A la mañana siguiente me siento débil y soy incapaz de pensar. Algunos de mis músculos no responden. El tiempo es algo extraño. Me desoriento; las calles tienen demasiadas direcciones. Los días pasan mezclándose los unos con los otros. Hago mi maleta, pero, por alguna razón, me resulta imposible levantarla. Parece estar pegada al suelo. De algún modo consigo llegar al aeropuerto. En el vuelo transatlántico voy sentada junto a un cirujano que está enfermo: estornuda y tose constantemente. Las vacaciones que por fin me he tomado y que tanto necesitaba no han salido como estaba planeado. Estaré bien; solo quiero llegar a casa.

Tras una escala en Boston aterrizo en el pequeño aeropuerto de Nueva Inglaterra cerca de la medianoche. En el aparcamiento, al inclinarme para quitar la nieve que bloquea mi coche, la pala se convierte a ratos en la muleta que necesito para mantenerme erguida. No sé cómo llego hasta casa. A la mañana siguiente me desmayo nada más despertarme. Diez días de fiebre con un dolor que me martillea la cabeza. Urgencias. Análisis. Nunca he estado tan enferma. Ni la neumonía que pasé de niña ni la mononucleosis del instituto fueron nada en comparación con esto.

Unas semanas más tarde, mientras descanso en el sofá, empiezo a caer en una profunda oscuridad y sigo cayendo y cayendo hasta estar increíblemente lejos. No puedo volver; no puedo llegar hasta mi cuerpo. La lejana sirena de una ambulancia. Los lejanos sonidos de la conversación de los médicos. Los párpados me pesan como piedras. Intento abrirlos un poco, solo unos segundos, pero vuelven a cerrarse en contra de mi voluntad. Lo único que puedo hacer es respirar.

Los médicos sabrán qué hacer para curarme. Arreglarán esto. Sigo respirando. ¿Y si dejo de respirar? Necesito dormir, pero me da miedo hacerlo. Intento velar por mí. Si me duermo, puede que nunca despierte.

01

Violetas silvestres

«Está a mis pies

¿cuándo llegaste hasta aquí,

caracol?».

KOBAYASHI ISSA (1763-1828)

Al principio de la primavera, una amiga mía fue a dar un paseo por el bosque y, al fijarse en el sendero, a sus pies vio un caracol. Lo cogió, lo colocó con cuidado sobre la palma de la mano y volvió al estudio en el que yo estaba convaleciente. Vio que había unas violetas silvestres al borde del césped. Fue a por una pala de jardinería, sacó unas cuantas violetas con tierra, las trasplantó a una maceta de terracota y colocó al caracol debajo de las hojas. Entró al estudio con la maceta y la dejó junto a mi cama.

—Me he encontrado un caracol en el bosque. Lo he traído y está justo aquí, debajo de las violetas.

—¿Ah, sí? ¿Por qué lo has traído aquí?

—No sé. Pensé que te gustaría.

—¿Está vivo?

Mi amiga cogió la concha marrón del tamaño de una bellota y miró dentro.

—Creo que sí.

«¿Y por qué tendría que gustarme un caracol?», me pregunté en silencio. ¿Qué narices podía hacer con él? No podía levantarme de la cama para devolverlo al bosque. No era de mucho interés y, si realmente estaba vivo, la responsabilidad —especialmente la responsabilidad por un caracol, algo tan fuera de lugar— era aplastante.

Mi amiga me dio un abrazo, se despidió y se fue.

A la edad de treinta y cuatro años, durante un breve viaje a Europa, un misterioso patógeno vírico o bacteriano se había cebado conmigo, provocándome graves síntomas neurológicos. Yo creía que era indestructible. Pero no lo era. Pensaba que si me pasaba algo, la medicina moderna me curaría. Pero no lo hacía. Los especialistas de varias clínicas importantes no lograban diagnosticar al culpable de mi infección. Estuve entrando y saliendo del hospital durante meses y las complicaciones eran potencialmente fatales. Un fármaco experimental consiguió estabilizar mi estado, aunque tardé varios agotadores años en recuperarme parcialmente y volver a trabajar. Mis médicos decían que había superado la enfermedad y yo quería creerlos. Me sentía eufórica al ver que casi había recuperado mi vida.

Sin embargo, sin previo aviso sufrí una serie de insidiosas recaídas y volví a estar postrada en la cama. Unas nuevas pruebas, más sofisticadas, revelaron que la mitocondria de mis células no funcionaba correctamente y que se habían producido daños en mi sistema nervioso autónomo; todas las funciones que no se controlan conscientemente, como la frecuencia cardiaca, la presión arterial y la digestión, estaban descontroladas. El fármaco que antes me había ayudado, ahora me estaba provocando unos peligrosos efectos secundarios; lo retirarían pronto del mercado.

Cuando el cuerpo se vuelve inútil, la mente sigue corriendo como un sabueso a lo largo de unas ya trilladas pistas de neuronas, siguiendo el rastro de las preguntas que se repiten: la confusa familia de los porqués, los qués y los cuándos, y su extremadamente alejado familiar el cómo. La búsqueda es exhaustiva; las respuestas, esquivas. A veces la mente se me quedaba en blanco y apática; otras veces la inundaban tormentas de pensamientos, una tremenda tristeza y una sensación intolerable de pérdida.

Habida cuenta de la facilidad con la que la buena salud infunde sentido y propósito a la vida, es sorprendente la rapidez con la que la enfermedad nos roba esas certidumbres. Lo único que podía hacer para superar cada momento era reflexionar y cada momento me parecía una hora interminable, y pese a ello, los días pasaban inadvertidamente en silencio. El tiempo que no se utiliza y solo se soporta también desaparece, como si el propio tiempo estuviera muriéndose de hambre y se tragara cada día de un solo bocado, sin dejar migajas ni recuerdos ni ningún rastro de él.

Me habían trasladado a un pequeño estudio en el que podía recibir los cuidados que necesitaba. Mi casa, en el campo, a unos ochenta kilómetros de allí, estaba cerrada. No sabía cuándo volvería, ni si podría volver. En esos momentos, la única forma de volver era cerrar los ojos y recordar. Veía los primeros días de la primavera en mi casa de campo, las violetas silvestres de color morado —como las que tenía junto a la cama— que crecían exuberantes por todo el jardín. Y las pequeñas y aromáticas violetas de color rosa que había plantado en el bosque al norte de la casa —que también habrían florecido—. Aunque habitualmente no resistían el duro clima del norte, mis violetas habían conseguido sobrevivir. En mi mente podía oler su dulzor.

Antes de enfermar, mi perra Brandy y yo solíamos pasear por la zona del bosque que se extendía más allá de la casa hasta llegar a un arroyo escondido y alimentado por las aguas de las montañas. La canción sobre el tiempo y las estaciones que susurraba el arroyo nos acompañaba mientras lo cruzábamos una y otra vez pasando por encima de los cantos rodados parcialmente sumergidos. En el camino de vuelta a casa, en el punto más pantanoso de todos, encontré encaramadas sobre pequeñas islas de raíces y musgo unas diminutas violetas silvestres de color blanco con una suave línea morada en el centro de los pétalos.

Las violetas silvestres de la maceta junto a mi cama estaban frescas y llenas de vida, al contrario de lo que ocurría con el típico ramo de flores que me traían otros amigos. Esas flores solo duraban unos cuantos días y dejaban tras de sí un agua turbia y maloliente en el jarrón. Cuando era joven me ganaba la vida como jardinera, así que me alegraba tener este trocito de jardín junto a mi cama. Incluso podía regar las violetas con el vaso que usaba para beber.

Pero ¿qué hacer con este caracol? ¿Qué podía hacer con él? Por pequeño que fuera, estaba ocupado con sus cosas cuando lo cogieron del suelo. ¿Qué derecho teníamos mi amiga y yo a trastocar su vida? Aunque tampoco era capaz de imaginar el tipo de vida que tendría un caracol.

No recordaba haber visto ningún caracol durante mis incontables excursiones por el bosque. Quizá, pensé, mientras miraba la sosa criatura marrón, no recordaba haber visto ninguno precisamente porque pasan desapercibidos. Durante el resto del día el caracol se quedó dentro de su concha y yo estaba tan exhausta tras la visita de mi amiga que no volví a pensar en él.

02

Descubrimiento

«¡duermes y te levantas

siempre con tu concha!

¡oh, caracol!».

KOBAYASHI ISSA (1763-1828)

A la hora de la cena me sorprendió descubrir que el caracol estaba despierto. La parte visible de su cuerpo medía unos cinco centímetros de largo desde la cabeza a la cola y estaba húmeda. Tenía el resto del cuerpo escondido dentro de la concha marrón de dos centímetros y medio de alto que mantenía graciosamente sobre su espalda. Lo observé mientras bajaba lentamente por la pared de la maceta. Al tiempo que se deslizaba hacia abajo, mecía suavemente los tentáculos sobre la cabeza.

Durante las siguientes horas, el caracol exploró las paredes exteriores de la maceta y el platillo que había debajo. Su ritmo pausado resultaba hipnotizante. Pensé que quizá se iría durante la noche. Quizá no lo volviera a ver y así el problema del caracol simplemente desaparecería.

Pero cuando me desperté a la mañana siguiente, el caracol estaba de nuevo en la maceta, metido en su concha, dormido debajo de una hoja de violeta. La noche anterior había dejado un sobre con una carta apoyado contra la base de la lámpara y descubrí que había un misterioso agujero cuadrado justo debajo de la dirección del remitente. Era algo incomprensible. ¿Cómo era posible que de la noche a la mañana apareciera un agujero —concretamente un agujero cuadrado— en un sobre? Entonces me acordé del caracol y de sus actividades nocturnas. Debía tener dientes o algo parecido y no parecía que le diera vergüenza utilizarlos.

Mientras había disfrutado de buena salud, había tenido una vida muy activa, con amigos, familia y trabajo. Disfrutaba con la jardinería, con el senderismo y saliendo a navegar, y con la monotonía familiar de las rutinas diarias: preparar el desayuno, explorar el bosque, ir a trabajar, leer un libro, levantarme a coger algo. Ahora, el simple hecho de levantarme a coger algo, lo que fuera, sería todo un logro. Desde donde yo estaba tumbada, la vida entera quedaba fuera de alcance.

A medida que pasaban los meses, me costaba recordar por qué los interminables detalles de una vida saludable y un buen trabajo me habían parecido tan fundamentales. Me resultaba extraño ver a mis amigos agobiados con sus ocupadas vidas, teniendo en cuenta que podían hacer todo lo que yo no podía hacer sin pararse siquiera a pensar en ello.

Mientras que antes me había sentido atraída por el futuro, con sus muchas e intrigantes alternativas, ahora solo se ofrecía ante mí un camino imposible. De modo que mi mente viajaba hacia el pasado, con sus ricas capas sedimentarias. Un soplo de viento a través de una ventana abierta despertaba en mí el recuerdo de cuando crucé la bahía de Penobscot en el bauprés de una goleta. Con el simple deseo de cepillarme los dientes me venían imágenes del cuarto de baño de mi casa, con las vistas sobre los viejos manzanos y el jardín de amapolas desde la ventana. Recuerdo que me parecía divertido observar la ropa colgada sobre las amapolas. El amarillo, el naranja y el rojo de sus pétalos realzaban el azul de las sábanas y los colores de los camisones, que estiraban sus brazos hacia abajo como queriendo alcanzar las flores.

La segunda mañana de la estancia del caracol encontré otro agujero cuadrado, esta vez en una lista que había escrito en un trozo de papel. Con cada mañana llegaban más agujeros. Su forma cuadrada seguía desconcertándome. A mis amigos les sorprendía y les divertía ver en mis postales un dibujito de una flecha apuntando a un agujero y mi nota garabateada: «Comido por mi caracol».

Caí en la cuenta de que quizá el caracol necesitaba comida de verdad. Probablemente las cartas y los sobres no constituían su dieta habitual. Había unas cuantas flores marchitas desde hacía tiempo en un jarrón junto a mi cama. Una noche coloqué algunas flores mustias en el platillo que había debajo de la maceta de violetas. El caracol estaba despierto. Bajó por la parte exterior de la maceta, investigó la ofrenda con mucho interés y luego empezó a comerse una de las flores. Uno de los pétalos empezó a desaparecer a un ritmo apenas perceptible. Escuché atentamente. Podía oírlo comer. Era como el sonido de alguien minúsculo masticando apio sin descanso. Lo observé, paralizada, mientras —durante el curso de una hora— el caracol se comía meticulosamente un pétalo morado entero para cenar.

El minúsculo e íntimo sonido que hacía el caracol mientras comía me proporcionó una nítida sensación de compañía y espacio compartido. También me gustó poder reciclar las flores mustias que había junto a mi cama para dar sustento a una pequeña criatura necesitada. Puede que yo prefiriera comer la ensalada fresca, pero el caracol la prefería medio muerta, ya que no había dado ni un mordisquito a las plantas de violeta vivas que utilizaba como refugio para dormir. Hay que respetar las preferencias de las demás criaturas, independientemente de su tamaño, y lo hice gustosamente.

El estudio en el que estaba alojada tenía muchas ventanas y unas hermosas vistas sobre una marisma de agua salobre. Pero las ventanas estaban lejos de mi cama y no podía sentarme para mirar al exterior. Aunque las ventanas me regalaban su luz todos los días, el mundo que enmarcaban quedaba fuera de mi alcance. Al contrario que mi casa en el campo, llena de colores, las paredes y el techo de la habitación en la que me despertaba cada mañana eran enteramente blancos…, me sentía atrapada en una austera caja blanca.

Durante los primeros años de mi enfermedad había pasado innumerables horas tendida en un sofá cama en mi casa de campo de la década de 1830, mirando las vigas talladas a mano que había sobre mí. Sus ricos matices de color marrón dorado serenaban mi alma; los nudos contaban una historia de ramas y naturaleza antigua; los clavos de cabeza cuadrada que sobresalían en varios puntos habían tenido una finalidad concreta en su momento. Cada habitación de la casa tenía un ribete pasado de moda hecho con pintura de leche de un color diferente. En la habitación en la que yo estaba, el ribete era de color azul oscuro, y podía girar la cabeza y ver el rojo de la cocina, el verde del cuarto de baño y un tono gris tranquilo de la sala de estar.

El sofá cama de mi casa estaba justo al lado de una ventana, para que pudiera mirar hacia afuera sin tener que sentarme. En verano veía los jardines de plantas vivaces, que ya no cuidaba, pero que seguían creciendo bien. Veía llegar a mis amigos cuando venían a verme andando, en bici o en coche, cargados de historias que contar, y les decía adiós con la mano cuando se iban. Cuando me despertaba cada mañana al amanecer, había siempre varios gatos rondando por el prado. Oía el coche de mis vecinos cuando se iban a trabajar, uno tras otro. La luz del sol iba reduciendo lentamente su inclinación hacia el mediodía, y volvía a alargarla lentamente a medida que caía la tarde. Uno a uno, mis vecinos volvían a casa. La tarde se posaba sobre el prado, los gatos retomaban la caza entre la hierba alta y, finalmente, caía la noche.

Aunque estaba agradecida por los cuidados que recibía en esta habitación blanca, no estaba en mi casa. Ya resultaba bastante duro que mi cuerpo fuera un lugar extraño y desconcertante, y además echaba de menos mi hogar. Estaba lejos de las cosas que me encantaban, de los bosques silvestres que me servían de apoyo y de la red social que me enriquecía.

Con frecuencia la supervivencia depende de algo muy concreto: de una relación, de una creencia o de una esperanza que se mantiene al borde de la posibilidad. O de algo más efímero: de la manera en la que el sol pasa a través del duro y aparentemente impenetrable cristal de una ventana y calienta una manta, o de cómo el viento, invisible salvo por la estela que deja tras de sí, sopla haciendo tanto ruido que es posible oírlo a través de las paredes con aislamiento de una casa.

Durante varias semanas, el caracol vivió en la maceta a solo unos pocos centímetros de mi cama, durmiendo debajo de las hojas de violeta durante el día y explorando los alrededores por la noche. Cada mañana, mientras yo desayunaba, él volvía a subir a la maceta y se echaba a dormir en el pequeño hueco que había hecho en la tierra. Aunque habitualmente el caracol dormía durante todo el día, era reconfortante echar una mirada a las violetas y ver su pequeña forma circular oculta bajo una hoja.

Al final de la tarde, el caracol se despertaba y, con una asombrosa elegancia, avanzaba graciosamente hasta el borde de la maceta y se asomaba por encima para estudiar, una vez más, el extraño terreno que lo rodeaba. Ponderaba sus circunstancias con un aire regio, como encaramado en lo alto del torreón de un castillo, y agitaba sus tentáculos primero a un lado y después al otro, como contestando a una distante melodía.

Mientras yo me preparaba para acostarme, el caracol descendía pausadamente por la pared de la maceta hasta llegar al plato que había debajo. Encontraba las flores que yo había colocado en él y empezaba a degustar su desayuno.

03

Exploraciones

«A medida que se profundiza en la exploración,

esta cubrirá más elementos

cercanos al corazón y al espíritu humanos».

EDWARD O. WILSON, Biophilia (Biofilia),1984

Cuando me despertaba de madrugaba, escuchaba atentamente. A veces el silencio era absoluto, pero en otras ocasiones podía oír el reconfortante sonido de la minúscula masticación del caracol. Lo buscaba con la linterna hasta que el haz de luz daba con su pequeña forma. Si estaba comiendo, me asomaba para ver qué flores marchitas prefería. Solía quedarse a menos de un metro de distancia de la maceta, que estaba sobre una caja que había colocado junto a la cama haciendo las veces de mesita de noche.

Cada pocos días regaba las violetas con agua del vaso que utilizaba para beber y el agua sobrante se colaba hasta el platillo que había debajo de la maceta. Esto siempre despertaba al caracol, que