El tesoro perdido - Candace Camp - E-Book
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El tesoro perdido E-Book

Candace Camp

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Beschreibung

Según la leyenda, "La dote española" era un tesoro repleto de joyas y monedas de oro. A finales del siglo XVI, Maggie Verrere contrajo nupcias con Sir Edric Neville en un intento de sus padres por unir a ambas familias. Pero ella se fugó a Estados Unidos con otro hombre, y la dote desapareció. Los Verrere y los Neville se habían peleado y odiado desde entonces. Ahora, ciento cincuenta años después, otra mujer de la familia Verrere pretendía encontrar la dote. Descubrirla era la única esperanza de Cassandra Verrere de proporcionarles un futuro a sus hermanos pequeños… y a sí misma. Por desgracia, necesitaba la ayuda de un Neville. Pero confiar en uno de ellos era algo inconcebible.

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 1998 Candace Camp. Todos los derechos reservados.

EL TESORO PERDIDO, Nº 2 - junio 2011

Título original: Impetuous

Publicada originalmente por Mira Books, Ontario, Canadá.

Publicado en español en 2000

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-9000-617-7

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Inhalt

Prólogo

Uno

Dos

Tres

Cuatro

Cinco

Seis

Siete

Ocho

Nueve

Diez

Once

Doce

Trece

Catorce

Quince

Dieciséis

Diecisiete

Dieciocho

Diecinueve

Veinte

Veintiuno

Epílogo

Promoción

PRÓLOGO

La puerta de la habitación se abrió con suavidad y entró un hombre. Llevaba una vela que apenas penetraba la oscuridad. Se acercó sigilosamente hasta la cama, pero la mujer que yacía sobre ella no pareció advertir su presencia. Se detuvo, algo desconcertado. Había imaginado que la encontraría despierta y que se giraría hacia él para darle la bienvenida con la misma efusividad que había mostrado horas atrás.

Arrimó la vela a la cama y la llama iluminó su cabello, suelto y extendido sobre las sábanas y la almohada. Era ese cabello dorado lo que había llamado su atención por la tarde, más que la perfección de sus facciones.

Dejó la vela, la apagó de un soplido, se descalzó y gateó sobre la cama hacia la mujer. Que no dijo nada. Resultaba extraño que su hubiera ido a dormir sin más después de haberlo citado para medianoche. Se le ocurrió que estaba simulando dormir, quizá porque pensara que él lo encontraría excitante. Debía reconocer que tumbarse junto a su cálido cuerpo, indefenso, dócil e inconsciente, tenía algo bastante interesante.

Hundió la cabeza en el fragante cabello de la mujer y la rodeó con un brazo delicadamente. Luego le retiró el cabello y posó los labios sobre su nuca con ternura.

La mujer exhaló un suspiro trémulo, y él sonrió contra su piel. Recorrió su cuello beso a beso hasta encontrar una oreja. Le mordisqueó el lóbulo mientras introducía una mano bajo las sábanas. Las apartó y descubrió que llevaba puesto un camisón de algodón. Una prenda recatada que le pareció, sin embargo, mucho más excitante que otras mucho más provocativas.

Le entraron ganas de reír. No había supuesto que la joven fuese tan sabia y experimentada. Quizá lo pasara mucho mejor de lo que había pensado en un principio.

Conquistó su cuerpo con las manos mientras seguía lamiéndole la oreja. Le acarició los pechos y las caderas por encima del camisón. Dejó que sus dedos jugaran sobre sus muslos, su estómago. Comenzó entonces a besarle el cuello, le desabrochó los primeros botones del camisón, y, al mirar un segundo sus turgentes senos, sintió una excitación abrumadora. Inclinó la cabeza y le besó los hombros.

La respiración se le aceleró, apretó el cuerpo contra el de ella y frotó de arriba abajo su redondeado trasero. Deslizó una mano por su abdomen y luego bajó hasta el vértice de sus piernas. Ella gimió, separó los muslos, entregada. Había algo tremendamente excitante en esa aceptación silenciosa, en el modo en que la respiración se le iba entrecortando. Movió los dedos rítmicamente, apretando y soltando, recorriendo sus labios menores sobre la tela, y obtuvo la recompensa de un segundo gemido, que pareció nacer de lo más profundo de ella.

Cerró los ojos y avanzó a besos por su piel hasta llegar a una de sus mejillas. La mujer se giró hacia él, levantó los brazos, le rodeó el cuello mientras el hombre la besaba, azotado por el deseo.

Le subió la falda del camisón por encima de los muslos, la acarició con delicadeza, fue subiendo hasta sentirla húmeda y mojarse los dedos con el rocío perlado de su feminidad. La mujer se estremeció cuando notó que tocaban su región más íntima, pero luego se movió, instándolo a que siguiera rozándola, celebrando las maniobras de aquellos dedos tan sabios.

La necesidad latía en sus ingles. Quería saborearla y tocarla por todas partes. No había imaginado algo así al aceptar la invitación de Joanna, la hija de la señora Moulton. Le había parecido una descarada y, en un principio, había pensado que no acudiría a la cita.

Al final, una vaga inquietud lo había hecho salir de su habitación para entrar en la de Joanna. Y ahora...

Ahora, al tocarla y aspirar su aroma, no estaba encontrando la pasión vulgar y premeditada que había esperado.

El calor de su cuerpo, el modo en que ella lo besaba y gemía y suspiraba, hablaban de una falta de experiencia más excitante que... No recordaba haber sentido algo tan intenso entre los brazos de una mujer nunca.

Abandonó su boca y descendió hasta los pechos temblorosos.

La mujer se arqueó para pegarse a él, que empezó a chuparle los pezones.

Gimió, movió las caderas agitada y, de pronto, notó una sacudida.

Gritó.

Abrió los ojos de par en par y él la miró a la cara, sonriente y lleno de orgullo. Entonces vio el desconcierto de la mujer, el horror que asomaba a sus ojos... y descubrió que la mujer que yacía debajo de él no era Joanna Moulton.

CAPÍTULO UNO

Cassandra estaba embriagada de placer. Nunca había experimentado algo así. Había tenido sueños agradables desde el momento en que se había quedado dormida. Andaba por su casa, la vieja mansión de Chesilworth, y no por la de su tía, en mejor estado pero menos hogareña. Su padre seguía vivo y estaba leyendo en la biblioteca. Ella entraba en un dormitorio iluminado por velas, pero, de pronto, estaba fuera, frente a una parra verde y fresca. Una brisa soplaba y el sol brillaba y le calentaba los hombros.

El placer la inundaba mientras el viento jugaba con su cuello y sus mejillas. Era consciente de que no llevaba ninguna prenda encima, pero, sorprendentemente, no parecía importarle. Ahora estaba junto a un hombre, que la acariciaba y la besaba una y otra vez. Notaba sus labios sobre la boca, una cálida humedad entre las piernas, las cuales apretaba, como intentando atrapar el placer que allí sentía.

Se aferraba a él, sentía sus manos por todo el cuerpo, gemía y movía las caderas instintivamente, buscando algo sin saber el qué. Entonces, un placer intenso estallaba en su interior...

Cassandra se estremeció y abrió los ojos de par en par. Estaba despierta. Y un hombre al que jamás había visto estaba tumbado encima de ella, mirándola a la cara.

Por un momento, se quedó contemplándolo con una estupefacción sólo comparable a la que veía reflejada en el rostro atónito del hombre. Cuando el cerebro empezó a funcionarle, sintió pánico, tomó aire para gritar... pero el hombre le tapó la boca con una mano y la empujó hacia el colchón con firmeza.

Era más fuerte que Cassandra, pero ella no era de las que se rendía, y contaba con la ventaja de que él tenía una mano ocupada tapándole la boca. Empezó a darle puñetazos en los hombros y en la espalda, hasta que el hombre logró agarrarle las dos muñecas con una sola mano.

Cassandra estaba asustada, no entendía por qué estaba asaltándola un señor tan rico y poderoso como sir Philip Neville.

–¡No grite! –susurró él–. Le aseguro que no quiero hacerle daño. La soltaré si me promete que no gritará.

Cassandra lo miró y asintió con la cabeza. Philip vaciló un par de segundos y luego fue apartando la mano con la que le cubría la boca poco a poco.

–¡Maldita sea!, ¡vaya lío! –dijo Philip mientras se apartaba de Cassandra–. No es usted la que me estaba esperando.

–Se lo puedo asegurar –replicó ella, al tiempo que se incorporaba–. ¿Y en qué habitación pretendía colarse? –añadió con sarcasmo.

–No me iba a colar en ningún sitio –repuso Philip con orgullo–. Estaba aceptando una invitación.

–Por supuesto. Debería habérmelo imaginado –dijo Cassandra con sequedad–. Estoy segura de que sir Philip Neville estará acostumbrado a recibir invitaciones para entrar en el dormitorio de muchas mujeres.

–Es usted una mujer muy rara –comentó Neville.

–Eso dicen.

–Debería sentirse más... violenta en una situación así –agregó él.

–¿Lo preferiría? –contestó Cassandra–. No acierto a ver de qué me serviría ponerme histérica.

–No he dicho que fuera a servir de algo. Sólo que me parece más... normal.

–Será que no soy una mujer normal. Es lo que siempre me dice mi tía. Y que por eso no cazo ningún marido. Aunque yo creo que eso tiene más que ver con el precario estado de nuestras finanzas.

Sir Philip la miró fascinado. Nunca había conocido a una mujer que hablara con la franqueza de Cassandra. De hecho, le costaba mucho conversar con una mujer sin que ésta tratase de coquetear con él de inmediato. Había descubierto que tener unos ingresos superiores a ciento cincuenta millones anuales era un afrodisiaco potentísimo.

–Volviendo a la cuestión inicial –prosiguió Cassandra–, ¿se puede saber por qué está en mi habitación?

–Debo de haberme equivocado al venir –lamentó Neville. Luego encendió la vela que había dejado a los pies de la cama y sacó una nota del bolsillo para releerla–. Aunque es bastante claro: la quinta puerta a la derecha a partir de las escaleras. ¿No es esta la quinta puerta?

–Sí –contestó Cassandra. Se puso de rodillas y miró la nota por encima del hombro de él. Se quedó asombrada al reconocer la descuidada caligrafía de su prima–. ¡Dios!, ¡es la letra de Joanna!

–Sea discreta, por favor. Arruinaría la reputación de esa mujer si esto llegara a saberse –le pidió Sir Philip.

–Creo que es mi reputación la que está en juego, dado que ha acabado usted en mi habitación.

–Estoy seguro de que es lo suficientemente inteligente como para no hablar de esto con nadie, y dado que yo no tengo intención de revelarlo, está claro que su reputación está a salvo.

–Por supuesto que voy a callarme –respondió Cassandra. Extendió entonces la mano y le arrebató la nota que Joanna le había escrito a sir Philip–. Ahora lo entiendo: no decía la quinta puerta, sino la cuarta. Siempre ha tenido una letra horrible... En fin, no se preocupe por la reputación de... la chica. No voy a mancillar a mi familia, contándole a todo el mundo que Joanna se cita con hombres clandestinamente. Es mi prima, por si no lo sabe.

–¿Su prima? –Neville estudió el rostro de Cassandra–. ¡Qué raro! No recuerdo haberla visto con ella.

–Suele ocurrir –contestó Cassandra con naturalidad. Después de todo, estaba acostumbrada a que su bella y coqueta prima le hiciese sombra siempre.

A los veintisiete años, Cassandra sabía que se le había pasado la edad de casarse y que nunca había tenido éxito con los hombres. Por una parte, porque no se le daba bien coquetear y no tenía el menor interés en aprender a hacerlo. Por otra, porque sus facciones carecían de la perfección de una auténtica belleza. Sus pómulos eran demasiado prominentes, el mentón demasiado firme, y tenía una boca más ancha de lo normal. Incluso sus ojos, que era lo que más le gustaba de sí misma, eran de un gris sereno, menos apreciados que otros colores.

Así que, pasado un año de su presentación en sociedad, había terminado desistiendo, sin que el hecho de no lograr casarse la hubiese disgustado apenas. En realidad, sólo se había esforzado para complacer a su familia. Como siempre, necesitaba dinero desesperadamente, y habría accedido a decir sí, contra su voluntad, si se hubiese presentado un candidato adecuado. Pero no había encontrado a ningún hombre durante el año de su presentación y si era sincera, se alegraba de haber regresado al seno de la familia, en Chesilworth, soltera y sin apenas probabilidades de casarse nunca. Disfrutaba criando a sus hermanos pequeños y con la conversación de su padre, y si algo faltaba en su vida, aparte de dinero, no lo había llegado a sentir. En las reuniones, se sentaba junto a las madres que vigilaban las travesuras de sus hijos, y en los últimos dos años, hasta se había habituado a cubrirse el pelo con un pañuelo, como asumiendo su condición de solterona.

Con todo, debía reconocer que le había dolido un poco que sir Philip ni siquiera se hubiera fijado en ella y sí en Joanna.

–Estaba usted ocupado mirando a otra persona –prosiguió Cassandra finalmente.

–Ya veo –dijo Neville. Bajó la mirada hacia el camisón de Cassandra, aún sin abrochar, y se preguntó cómo era posible que no hubiese reparado en ella.

Cassandra descubrió su desnudez, se ruborizó rabiosamente y comenzó a abrocharse el camisón. Era lo peor que le había ocurrido nunca. ¿Cómo podría volver a mirarlo a la cara? Ningún hombre se había asomado más allá de su escote y, de pronto, ese desconocido la había visto con la intimidad de un marido. ¿Qué hacía con la mitad de los botones desabrochados? Cassandra pensó en las salvajes emociones de su sueño, en el calor de su vientre. ¿Qué había ocurrido?, ¿había sido un sueño o la habían acariciado de verdad?

Lo miró con las mejillas encarnadas. Se sentía violenta, pero Cassandra Verrere no le tenía miedo a la verdad.

–¿Qué ha pasado? Aquí, esta noche –le preguntó–. He soñado... cosas extrañas. ¿Eran reales? ¿Qué es lo que he hecho?

–No ha hecho nada, tranquila –le aseguró sir Philip–. He entrado en su habitación, me he acercado pensando que era usted Joanna y... la he abrazado. Luego... la he besado. Y se ha despertado.

–¿Eso es todo?

–Por supuesto –Neville enarcó las cejas–. ¿Qué más podía haber pasado?

–Nada –contestó Cassandra con alivio–. ¡Qué extraño! Me siento como aletargada.

–Ha sido un día agotador.

–Sí –no había sido una jornada tan cansina físicamente, pero era cierto que hablar con todos los invitados de la fiesta que estaba ofreciendo lady Arrabeck desgastaba mucho–. Creo que es mejor que se marche.

–Sí, tiene razón –Neville salió de la cama y avanzó hacia la puerta, seguido por Cassandra.

–Espere, será mejor que mire yo antes, no vaya a ser que haya alguien en el pasillo –dijo ella.

–Bien pensado –concedió sir Philip. Cassandra abrió la puerta una rendija, miró... y volvió a cerrar de inmediato–. ¿Qué pasa?

–No salga –susurró ella–. ¡Está mi tía!

–¿Qué hace ahí?

–No tengo ni idea.

De pronto oyeron que llamaban a la puerta... pero no a la de Cassandra, sino a la de al lado.

–¡Joanna! –bramó tía Ardis–. ¡Abre la puerta! ¡Soy tu madre! ¡Te exijo que abras la puerta!

–¿Su tía acostumbra a despertar a todo el mundo en mitad de la noche de esta manera?

–No –Cassandra denegó con la cabeza, asombrada–. No se me ocurre a qué puede deberse esto. Suele estar dormida a las diez.

–¡Joanna!

Cassandra descorrió el cerrojo y abrió la puerta lo justo sólo para ver a su tía. Era una mujer grande, con un trasero enorme que sobresalía como la proa de un barco cuando se ponía faja. Como en esa ocasión, a pesar de que llevaba un camisón rojo y estaba en zapatillas. Cassandra notó que no se había deshecho el moño. ¿Por qué estaría tan enojada?

–¡Joanna! ¡Te digo que abras! ¿Quién está ahí dentro contigo! ¡He oído voces!

–¡Dios!, ¿crees que nos habrá oído? –susurró Cassandra.

En ese momento, la puerta de Joanna se abrió.

–¡Chiss!, ¡es muy pronto! –replicó esta–. ¡Todavía no está aquí!

Tía Ardis se quedó boquiabierta y miró horrorizada a su hija. Se estaban abriendo las puertas de todo el pasillo y sus respectivos inquilinos asomaban la cabeza adormilados, furiosos o intrigados.

–¿Se puede saber qué ocurre? –preguntó el coronel Rivington–. ¿A qué se debe este escándalo?

–Eh... –balbuceó tía Ardis.

–Lo siento mucho –dijo Joanna–. Por favor, perdone a mi madre. Sólo estaba...

–Preocupada –completó tía Ardis cuando recuperó la voz–. Oí que Joanna estaba llorando en sueños y...

–Tenía una pesadilla –aseguró ésta–. Una pesadilla horrible.

Cassandra cerró la puerta y se giró hacia sir Philip, frunciendo el ceño, atónita.

–¡Qué extraño! ¿Por qué estarán...? –detuvo la pregunta al ver la expresión disgustada de Neville–. ¿Qué pasa?

–Ahora lo entiendo –dijo él con acritud–. Me sorprendió mucho la actitud de la señorita Moulton esta tarde. Debería haberlo sospechado.

–No comprendo. ¿De qué está hablando?

–Del plan de su prima. Y de su tía. Me citó para que fuera a su habitación a medianoche. Y luego le dijo a su madre que armase un escándalo para despertar a todos con sus gritos.

–¿Quiere decir que lo sedujo para que su madre lo sorprendiera en una situación comprometedora con Joanna? –preguntó Cassandra–. ¿Por qué iba a querer arruinar la reputación de su propia hija?

Neville esbozó una sonrisa fugaz. El hecho de que no comprendiera la trampa de sus parientes hablaba a las claras en favor de la honestidad de Cassandra.

–Querida mía, dudo mucho que le preocupara su reputación... si a cambio de la deshonra obtenía mi dinero y mi apellido.

–¿Insinúa que... querían obligarlo a que se casara con Joanna? ¡No puedo creérmelo! –pero sí podía. Bastaba con pensar un segundo para comprenderlo. ¿Por qué había armado tanto ruido su tía sino con el propósito de conseguir testigos? ¿Por qué, si no, estaba despierta su tía a medianoche, con la faja todavía puesta y el pelo recogido?–. ¡Claro!, ¡por eso me sentía adormilada! Tía Ardis debe de haberme puesto algún somnífero esta noche. Debería haber imaginado que estaba tramando algo cuando ha entrado con un vaso de leche caliente. Quería que estuviera profundamente dormida, para que no pudiera oírlo entrar en la habitación de Joanna.

–Exacto. Por suerte, no he entendido la caligrafía de la señorita Moulton. De lo contrario, me habría visto obligado a convertirme en el marido de su prima.

–¡Qué vergüenza! Le pido disculpas por el comportamiento de mi familia, sir Philip. No puedo imaginarme qué las ha llevado a actuar así.

–Con el tiempo he descubierto que el brillo del dinero provoca comportamientos extravagantes.

–Pero eso no justifica... tamaña falta de principios. Lo siento, lo siento mucho –los ojos le brillaban con lágrimas de rabia y de vergüenza–. Debe pensar que somos horribles.

Neville sonrió, tomó una mano de Cassandra y le besó el dorso con suavidad.

–Querida mía, no creo en absoluto que usted sea horrible. De hecho, casi me ha devuelto mi fe en el hombre.

El roce de sus labios sobre la piel causó una excitación inusual en Cassandra, la cual recordó el estado febril y frenético en que había despertado. Tragó saliva y se apartó.

–Voy... a ver si todos han vuelto ya a sus dormitorios –abrió la puerta una rendija y, viendo que no había nadie, sacó la cabeza y miró a un lado y otro del pasillo–. Se han ido todos –le dijo a sir Philip.

–Entonces me despediré de usted –repuso él. Sonrió y le hizo una reverencia–. Gracias por una velada de lo más interesante, señorita Moulton.

–Yo... –Cassandra se detuvo. Pero no era ése el momento de explicar que no se apellidaba Moulton–. Sólo lamento lo que mi prima y mi tía han hecho.

–Y yo le pido disculpas por... lo poco caballeroso que ha sido mi comportamiento.

Cassandra notó que las mejillas volvían a encendérsele. Se giró, volvió a comprobar que no había nadie en el pasillo y se apartó para dejar salir a sir Philip.

Una vez a solas, se recostó sobre la puerta y suspiró. ¡Dios!, ¿por qué había ocurrido todo aquello?, ¿esa noche entre todas las noches y con sir Philip Neville?

Cassandra fue a la cama y se desplomó sobre ella. Le había costado mucho persuadir a su tía para que la llevara consigo, tras haberse enterado de que sir Philip acudiría a la fiesta. Y ahora se habían desbaratado todos sus esfuerzos. ¿Cómo podría volver a mirar a la cara a sir Philip, sabiendo lo que Joanna había intentado hacerle? Además, después de la situación en que se habían conocido.

Sintió una oleada de calor al recordar las cosas que había soñado: los besos profundos y apasionados, las sensuales caricias. ¿Habían sucedido de verdad?, ¿los había transformado en sueños su cerebro narcotizado? Sir Philip le había dicho que no había ocurrido nada, pero quizá sólo estaba siendo caballeroso...

No, sir Philip no había intentado protegerla al decir que no había pasado nada. Se había limitado a decir la verdad. Se había metido en su cama pensando que era la de Joanna y en seguida se había dado cuenta de que no era así. No la había estado besando y acariciando durante varios minutos antes de darse cuenta de que no la conocía.

Cassandra suspiró aliviada. Podría mirar a sir Philip a la cara sin avergonzarse. De hecho, le había dicho que apreciaba su integridad. Y lo cierto era que necesitaba hablar con él, pues el futuro de su familia dependía de que estuviese de acuerdo con su plan.

«Mañana mismo lo haré», decidió Cassandra con firmeza. Luego se tapó con las sábanas y apagó la vela de un soplido.

CAPÍTULO DOS

Sir Philip Neville paseaba por el jardín sin apenas advertir la fragancia de las rosas. Estaba pensando en la joven a la que había conocido la noche anterior en tan extrañas circunstancias. ¡Y pensar que era pariente de las otras dos Moulton!

Le costaba encontrarle el menor parecido con Joanna. Puede que los demás consideraran más guapa a ésta, pero la belleza de Cassandra era innegable. ¿Cómo no se había fijado en ella el día anterior?

No podía creer que la hermosura de Joanna lo hubiese cegado. Puede que las sonrisas y miradas descaradas que le había lanzado lo hubieran excitado, pero no lo habían obnubilado. Le aburría su conversación y, antes de aceptar su invitación, se había planteado muy en serio si merecería la pena aquella satisfacción física pasajera, si a cambio tenía que soportar el insustancial parloteo de aquella mujercita.

Pero se alegraba de haber ido, pues gracias a eso había conocido a Cassandra. Sir Philip recordó el sabor de sus labios, el roce de su tersa piel, el placer sincero que había experimentado ella.

No era la primera mujer que sonreía y gemía para él, pero Philip nunca estaba seguro de si el placer de sus amantes era auténtico o una mera interpretación, para complacerlo.

Había heredado una buena fortuna siendo pequeño, legada por su abuelo materno. Y tras la muerte de su padre, años más tarde, había adquirido las extensas propiedades de los Neville. Aunque él solo era barón, su familia contaba con uno de los linajes más nobles y antiguos de Inglaterra. De modo que su riqueza y su apellido lo habían convertido en objetivo prioritario de las mujeres depredadoras. Por suerte, había aprendido a cuestionar la atracción que despertaba en ellas antes de cumplir los veinte.

Pero la noche anterior no había habido engaños. La excitación de Cassandra había sido inconsciente, espontánea e indudable. El mero hecho de recordarlo hizo que volviese a excitarse otra vez.

Se detuvo y se giró para mirar hacia la casa, con la esperanza de ver a la señorita Moulton de nuevo. Justo mientras aguzaba la vista tratando de localizarla, oyó una pisada por detrás.

–Sir Philip, volvemos a encontrarnos –oyó decir a una mujer.

Era su voz. Se giró hacia ella. Era más alta que muchos hombres, esbelta, de pechos firmes, apetecibles, aunque escondía su cuerpo bajo un vestido marrón y ocultaba su cabello con un sombrero de paja, cuyas anchas alas le ensombrecían el rostro.

–¡Señorita Moulton!, ¡qué agradable sorpresa! Mis paseos matutinos suelen ser muy aburridos, pero estoy seguro de que usted me lo amenizará –sir Philip le ofreció un brazo–. ¿Me acompaña?

Cassandra aceptó, sonriente. Lo había visto unos minutos antes y había estado dando vueltas, haciendo acopio de valor para hablar con él. Cuando por fin lo había abordado, el corazón le había dado un extraño vuelco ante la sonrisa que sir Philip le había dedicado.

Procuró no hacer caso de cómo le latía el corazón mientras dejaban atrás un emparrado y salían a la parte trasera del jardín.

–Yo no me apellido Moulton –le comunicó Cassandra.

–Disculpe, lo había dado por supuesto. Como su tía se apellida Moulton...

–Por supuesto. Pero ella es la esposa del hermano de mi madre.

–Entiendo. ¿Cómo se llama entonces?

Se acobardó en el último segundo y se limitó a responder:

–Cassandra.

–Cassandra –repitió sir Philip, cuyos ojos marrón dorado destellaron al son de su sonrisa.

–Pero mis hermanos me llaman Cassie –añadió esta.

–¿Y cómo se llaman sus hermanos, si me permite la indiscreción? –quiso saber él.

–Mi hermana se llama Olivia. Y los gemelos, Crispin y Hart –respondió Cassandra. Se estaban aproximando al laberinto y apuntó hacia él con la barbilla–. ¿Entramos? Lo recorrí ayer y conseguí salir. Hay una fuente preciosa en el medio.

–Sí –respondió sir Philip con voz ronca, ante la perspectiva de pasear entre las altas y verdes paredes del laberinto, a solas con Cassandra–. Buena idea.

–Es bonito... aunque no muy difícil. El que teníamos en casa era complicadísimo. Era muy fácil perderse, hasta para nosotros. Una vez, cuando Hart y Crispin eran pequeños, entraron y nos costó horas dar con ellos. Papá amenazó con cerrarlo, pero lo convencí de que se limitara a bloquear la entrada hasta que fueran mayores.

Lo que no le contó a sir Philip fue que en los últimos años habían descuidado el laberinto, porque no tenían dinero para seguir pagando a un jardinero.

–¿Dónde está su casa?

–En el condado de Gloucester, cerca de Fairbourne. En realidad, vivimos con tía Ardis desde que papá murió. No está muy lejos de nuestra casa, pero la echamos de menos –Cassandra sonrió y añadió con convicción–. Aunque las cosas van a cambiar pronto. Y entonces podremos volver a nuestra casa.

Entraron en el laberinto y empezaron a doblar esquinas. Aislados por sus verdes paredes, parecía que estaban en un mundo aparte.

–No le he dicho mi apellido –dijo Cassandra después de pasear unos segundos en silencio.

–No, no lo ha hecho –repuso él, intrigado.

–Pues, como decía, no me apellido Moulton... sino Verrere.

–Una Verrere desleal –dijo sir Philip en broma.

–Un Neville despiadado –respondió ella con los brazos en jarras.

–¿Y qué quiere una Verrere de un Neville?

–Sé que hace años que nuestras familias están...

–¿Enfrentadas?

–Creo que es una palabra demasiado fuerte –repuso Cassandra–. Hace más de un siglo que los Verrere y los Neville enterramos el hacha de guerra.

–Un gran logro.

–Espero que no sea tan obtuso como para echarme en cara mi apellido –lo desafió Cassandra.

–De pequeño me decían que si era malo, los Verrere vendrían a por mí –sir Philip sonrió–. Sin embargo, confío en poder contenerme en esta ocasión.

–He venido a pedirle ayuda, no en busca de pelea.

–¿A pedirme ayuda?, ¿un Verrere pidiéndole ayuda a un Neville?

–¿Tiene intención de seguir jugando a esa tontería? He venido a esta fiesta exclusivamente a hablar con usted, pero ya veo que es incapaz de olvidarse de sus prejuicios.

–Disculpe, señorita Verrere –sir Philip borró la sonrisa de sus labios–. Me esforzaré por comportarme con seriedad. Aun así, me resulta muy extraño que me pida ayuda una Verrere, y dudo que vaya a estar dispuesto a ofrecérsela.

–Espero que sea razonable. Comprenderá que es beneficioso para los dos.

–¿Qué sería beneficioso?

–Eso es lo que estoy a punto de contarle. Ah, éste es el centro del laberinto. ¿Verdad que es un lugar tranquilo? ¿Por qué no nos sentamos en el banco mientras intento explicarme?

–Usted primero –dijo sir Philip, tras limpiar el banco con un pañuelo.

–Estoy buscando la dote española –anunció entonces Cassandra.

–¿Qué?

–Seguro que ha oído hablar de ella. Es la culpable de la rivalidad entre nuestras familias.

A finales del siglo diecisiete, los Neville y los Verrere habían acordado que sir Edric Neville se casaría con la hija de Richard Verrere, lord Chesilworth en aquel entonces. La hija se llamaba Margaret, la cual, en vez de casarse con sir Edric, terminó fugándose a Boston con el hombre al que realmente amaba, en la misma víspera de la boda. Había sido un escándalo enorme; entre otras razones, porque la cuantiosa dote que los Verrere habían ofrecido a los Neville también desapareció.

–¿Se refiere a la dote de Maggie la Pirata? –exclamó Philip.

–A la dote de Margaret Verrere –corrigió ella.

–Debe de estar bromeando –afirmó sir Philip–. Todo el mundo sabe que no existe ninguna dote. Se trata de una leyenda.

–¿Una leyenda? ¿Cómo va a ser una leyenda? La dote española es real. ¿Por qué, si no, la reclamaron sus antepasados tanto dentro como fuera de los juzgados?

–No niego que lord Chesilworth tuviera algunas joyas, pero la cantidad y su valor se han magnificado con los años. Además, ¿quién me dice a mí que de veras ofreció esa dote para la boda de su hija? Quizá todo fue una argucia para engañar a sir Edric.