El umbral de la sombra - Nuccio Ordine - E-Book

El umbral de la sombra E-Book

Nuccio Ordine

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Beschreibung

PREMIO PRINCESA DE ASTURIAS DE COMUNICACIÓN Y HUMANIDADES 2023 «Una guía maravillosamente fiel y reveladora del mundo mágico de Giordano Bruno».  GEORGE STEINER Del Candelero (1582) a los Furores (1585), el cruce entre filosofía, literatura y pintura constituye uno de los núcleos del pensamiento de Giordano Bruno (1548-1600). La serie de las siete «obras italianas» se abre con una comedia cuyo protagonista es un pintor-filósofo y se cierra con un diálogo en donde un filósofo-pintor pinta y comenta imágenes. Filosofar (el mito de la caverna) y pintar (el mito de los orígenes de la pintura) son para el Nolano partir de la sombra en el desesperado intento de ir más allá del umbral. A la luz de este tema, documentado con un precioso elenco iconográfico, Nuccio Ordine analiza la génesis y el desarrollo de la obra italiana de Bruno, mostrando la profunda unidad que une la pieza de teatro parisina a los seis diálogos londinenses. Es una obra concebida dentro de un programa en el que el Candelero sirve de obertura para la presentación de una serie de temas que serán desarrollados en los movimientos sucesivos de la «nueva filosofía». En nombre de las infinitas relaciones del hombre con la naturaleza y el saber, Bruno funde cielo y tierra, forma y materia, religión y vida civil, diálogo y representación, lo serio y lo cómico. Y lo hace a sabiendas de que toda transgresión genera una nueva conciencia de sí mismo y del mundo.

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Índice

Cubierta

Portadilla

Prólogo

Nota sobre la traducción

El umbral de la sombra

Introducción

Ediciones de la obra de Giordano Bruno

1. Entre París y Londres: 1581-1585

2. La Filosofía en el Teatro y el Teatro en la Filosofía:

3. El drama de la ignorancia:

4. La cosmología y la filosofía de la naturaleza:

5. Filosofía moral y religión:

6. La filosofía contemplativa:

7. Del Candelero a los Furores: el Pintor, el Filósofo y la Sombra

8. Filosofía, pintura y poesía: cuestiones de poética

Apéndice I

Apéndice II

Notas

Créditos

Prólogo

Nuccio Ordine, conocido entre los lectores por sus excelentes trabajos sobre Giordano Bruno, es también uno de los mayores conocedores del ambiente social, artístico, literario y espiritual del Renacimiento y de los inicios de la Edad Moderna. En este libro nos propone un notable modelo metodológico de exégesis filosófica, reconstruyendo de manera extremadamente minuciosa el itinerario intelectual que siguió Bruno entre 1582 y 1585, y que coincide con la escritura del conjunto de las obras italianas, desde el Candelero hasta los Furores. Para realizar tal empresa, Ordine ha estudiado atentamente el ambiente y las circunstancias históricas que actuaron como marco de composición de las obras (la Francia de Enrique III y la Inglaterra de Isabel I), en particular las guerras de religión, pero también el género literario al que dichas obras se refieren y, finalmente, todo el universo espiritual, sumamente complejo, de Giordano Bruno, así como las relaciones entre su pensamiento y los temas más importantes tratados por teólogos, filósofos, artistas y escritores de su tiempo, franceses e italianos.

Al discutir con Nuccio Ordine sus trabajos sobre Bruno, comprendí rápidamente que algunos elementos de este último libro habían captado mi atención. Por ejemplo, cuando leí que el Nolano declaraba que su filosofía estaba inspirada por el deseo de retornar a la antigua y verdadera filosofía –una declaración que puede parecernos sorprendente en un personaje al que, por lo general, se ha considerado un anunciador del espíritu moderno–, me pregunté por el significado de la frase. En este caso mi respuesta no podrá ser más que la de un aficionado, dado que soy un neófito en el campo de los estudios sobre Giordano Bruno y, por ende, no me siento en condiciones de definir con certeza qué entendía Bruno por antiqua vera philosophia. Me limitaré entonces a expresar mis impresiones.

Si se quisiera circunscribir el análisis únicamente a las referencias a autores antiguos –que, además, Bruno hace tácitamente–, un examen de este tipo no bastaría para resolver el problema. Por ejemplo, en La cena de las cenizas Bruno encarga a Teófilo componer el elogio del Nolano, esto es, de sí mismo. Allí, muchas de las fórmulas empleadas se extraen casi literalmente del prólogo del libro III del De rerum natura, de Lucrecio, en el cual se presenta a Epicuro como salvador de la humanidad. Teófilo describe los beneficios que portará Bruno a los hombres en estos términos: «Aquel que ha [...] disipado las imaginarias murallas de las [...] esferas [...]. [Él tiene] desnuda la velada y encubierta naturaleza». Asimismo, Lucrecio, hablando de Epicuro decía: «Las murallas del mundo se quiebran [...]. Cierto divino placer y un escalofrío se apoderan de mí, porque por la fuerza de tu intelecto la naturaleza se abre a nosotros, descubierta en cada una de sus partes».

Es comprensible que Epicuro fuera un modelo para Bruno, ya que, como Bruno, había roto las imaginarias murallas de las esferas, abriéndole al hombre la posibilidad de una infinitud de mundos. Sin embargo, ello no significa que Bruno asuma a su vez y por completo la doctrina de Epicuro: Bruno no basaba su teoría del infinito en el atomismo clásico, sino en los recientes descubrimientos de Copérnico. El hecho de que la Tierra dejara de ser el centro del mundo y representara sólo una parte del sistema solar permitía a Bruno entrever la posibilidad de que el sistema solar estuviera dentro de otro sistema, y así hasta el infinito. El concepto de «centro» tiende a desaparecer. Según la célebre fórmula atribuida a Hermes, después retomada por Pascal, a propósito de los dos infinitos, «el universo es una esfera cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna».

Pero ni siquiera la visión copernicana del cosmos basta para explicar la posición espiritual de Bruno, que permite tan sólo concebir como posible una infinitud de mundos. Una causa infinita debe producir necesariamente un efecto infinito: ésta es la gran intuición del Nolano. De Dios, que es el Infinito, no puede emanar nada que no sea un universo infinito. Así es posible pensar tanto la existencia de una fuerza infinita capaz de producir la infinitud del universo como el hecho de que el infinito sea la manifestación de esa fuerza infinita o, mejor, que el infinito sea la misma fuerza hecha visible. El universo contraído está contenido en la fuerza infinita, al tiempo que la fuerza infinita expandida se hace presente en el universo. La fuerza divina entonces está en cada uno de los puntos del universo infinito: «Y sabemos que no hay que buscar la divinidad lejos de nosotros, puesto que la tenemos al lado, incluso dentro, más de lo que nosotros estamos dentro de nosotros mismos».

Dicho sea de paso, Bruno se había inspirado en san Agustín. Sin embargo, no se trata de la célebre afirmación agustiniana: «Tu autem eras interior intimo meo» («Vos estabais más dentro de mí que lo más interior que hay en mí mismo», Confesiones, III, 6. 11), que luego se hará eco en Claudel: «Alguien que sea en mí más yo mismo que yo». Aunque las expresiones estén emparentadas, el sentido difiere por completo. Tanto san Agustín como Claudel se referían a un Dios personal, presente en el lugar más recóndito del hombre; en cambio, para Bruno se trataba de una fuerza o, mejor, una Vida infinita. Por más que apelara a fórmulas de Lucrecio, san Agustín y Plotino, Bruno nunca adoptó por completo la doctrina de ninguno de ellos, sino que les cambiaba el sentido. Según Bruno, Epicuro y Plotino, cada uno a su modo, habían invitado al espíritu humano a extenderse hacia el infinito, como san Agustín había llamado al alma humana a contraerse para encontrar en su interior a Dios. No obstante, el Nolano creía que sólo su filosofía era capaz de conferir a tales afirmaciones un significado verdadero. El retorno a la filosofía antiqua consistía en dar a fórmulas antiguas un sentido nuevo. Este sentido nuevo es, en realidad, un contrasentido; un contrasentido creador.

Desde esta perspectiva me parece que el retorno a la antigua filosofía pretendía ser sobre todo un retorno a la relación que existía entre mundo clásico, hombre y naturaleza, más allá del cristianismo, que la había ocultado. Esto explicaría bien el papel dominante atribuido a la figura de Epicuro, heredera de los presocráticos. Al haber descubierto, gracias a la teoría atomística, la infinitud de la realidad y la pluralidad infinita de los mundos, Epicuro fue el salvador del género humano, porque había vencido a la falsa religión que aterrorizaba a los hombres, haciéndoles creer que los fenómenos físicos eran consecuencia de los caprichos de los dioses y de su poder sobre el mundo. Epicuro proponía una relación propiamente filosófica del hombre con los dioses, los cuales se convertían en modelos de sabiduría. Bruno pensaba que tenía una misión análoga. También él consideraba que debía liberar a los hombres de las cárceles que los tenían prisioneros: el universo cerrado de Aristóteles y de los cristianos. Y para ello buscaba recuperar el vínculo filosófico con la divinidad: el contacto inmediato con Dios, con un Dios inmanente a la naturaleza. Al hacer de Cristo el mediador entre Dios y los hombres, el cristianismo había terminado por separar al hombre de la naturaleza, desvalorizando la vida terrena.

Una postura semejante se encontrará dos siglos después, en 1788, en la poesía de Schiller Los dioses de Grecia. Probablemente, el poeta alemán no pensó en Bruno. Aunque, cuando Schiller se lamentaba tanto por el advenimiento del cristianismo –que había alejado a los hombres de los dioses, obligándolos a refugiarse en el Olimpo– como por los efectos del progreso científico –que habían reducido la naturaleza a un mecanismo muerto–, expresaba un sentimiento semejante: el desencanto del mundo producido por el cristianismo.

Para Bruno, en la infinitud de la naturaleza el hombre entra en contacto con la infinitud de Dios. El resultado es un modo de vida filosófico específico que Ordine describe muy bien en su libro. Hablando de los Furores, resume en estos términos la postura del Nolano: «El filósofo aspira a superar su individualidad [...] para dilatar su ser finito en el esplendor del infinito, para reencontrar la unión con la naturaleza infinita. [...] Pensar el infinito significa, en particular, pensarse como minúscula parte de un Todo, significa expresar con entusiasmo la certeza de que también la propia vida participa, en alguna medida, del movimiento incesante del Universo».

Encuentro en Bruno todo aquello que considero parte de la experiencia filosófica por excelencia: eliminar el punto de vista parcial y partisano del yo individual y descubrirse como parte consciente y agente del Todo, elevándose así a un nivel trascendente de universalidad y objetividad. Una postura de este tipo ya estaba implícita en la contemplación de Epicuro o Lucrecio, cuando recorrían la infinitud de los mundos, pero asimismo en Plotino –de quien Bruno extrae y calca algunas expresiones en los Furorescuando describe la forma en que el impulso del alma dejaba atrás todo para elevarse hacia el Bien. En más de una ocasión, las diferencias entre Plotino y Bruno son profundas. No obstante, como oportunamente sostiene Ordine, «dentro de una terminología impregnada de neoplatonismo, el Nolano asimila el mundo inteligible al universo infinito».

El infinito divino es inaccesible, pero su presencia puede ser percibida a través de la infinitud de la Naturaleza, que es como la sombra o reflejo del Infinito divino. No se puede mirar a los ojos a Apolo o al Sol, aunque sí a Diana, a la «luz que se encuentra en la opacidad de la materia y que resplandece en las tinieblas». También el Fausto de Goethe, al comienzo de la segunda parte, renunciará a tratar de mirar fijamente al sol, aunque dejará reposar su mirada en el arco iris que resplandece en la cascada: «sólo en los colores de su reflejo es posible poseer la vida». A propósito, destacamos el análisis profundo a través del cual Ordine desentraña todas las implicaciones –místicas, por así decir– de los mitos de Narciso y Acteón, el cazador del infinito que de algún modo se convierte en presa de lo que busca.

Contemplar la infinitud de la naturaleza invita a una búsqueda que es también infinita. Como dice Bruno en De immenso, «la investigación y la búsqueda no se apagarán con la obtención de una verdad limitada y un bien definido». Al respecto resulta muy atinado que Ordine coloque al inicio del libro un texto de Lessing que, dos siglos después, parece hacerse eco de las palabras de Bruno: «El valor del hombre no está en la verdad que cualquiera posee o presume poseer, sino en la sincera fatiga empleada para alcanzarla». Este ideal de progreso infinito podría situarse dentro de la tradición de representaciones antiguas –platónicas o estoicas– de la sabiduría como estado de perfección inaccesible y del filósofo como carente de sabiduría (y por ende como no-sabio), pero también como un enamorado de ella que se arroja a esta sabiduría en una búsqueda sin fin, que podría calificarse de asintótica.

¿No podría identificarse esta sabiduría, tanto en Bruno como años más tarde en Lessing, con el progreso infinito? Es muy significativo que, en las primeras páginas de La cena de las cenizas, Bruno oponga su propia aventura espiritual a la de los «mecánicos» o aventureros, que en su época anunciaban el advenimiento de un mundo moderno, dominado por la técnica y el dinero. Sin duda, aunque no se emplee la palabra «mecánico», la idea está implícita en la figura de Tifis, inventor de la navegación y piloto de los argonautas. El Nolano denuncia el cinismo de la «conquista» disfrazada de «descubrimiento» por los modernos Tifis o argonautas que han conquistado América, movidos no por el deseo de conocimiento, sino por la sed de riqueza. Ellos han perturbado la paz de otros, han confiscado a los hombres sus tierras y bienes, han destruido sus religiones y costumbres. Profetizando lo que se verificaría tiempo después, Bruno reprocha a los modernos Tifis el haber dado a los hombres instrumentos y medios para dominar y matar a sus semejantes. Su testimonio tiene el mérito de ser uno de los pocos que en este período se atrevieron a denunciar la piratería de los conquistadores.

La crítica de Bruno parte del ideal de conocimiento desinteresado que lo inspira. O, dicho con más precisión: de un modelo que regirá toda su existencia, el de la vida verdaderamente «filosófica», guiada exclusivamente por el amor a la verdad y la sabiduría. Al aludir al motivo clásico de la catástrofe de la Edad del Hierro (Hesíodo, Los trabajos y los días, 197), que había provocado el retorno al Olimpo del Pudor y la Justicia, Bruno escribe: «La sabiduría y la justicia comienzan a abandonar la Tierra justo cuando los sabios, organizados en sectas, empiezan a emplear sus enseñanzas con ánimo de lucro». Aquí encontramos el espíritu de los filósofos que había hallado expresión, por ejemplo, en Séneca: «En cambio, creo que no hay otros que se comporten peor con toda la humanidad que aquellos que han aprendido la filosofía como un arte venal, que viven de modo distinto a como enseñan que se debe vivir» (Epístolas morales a Lucilio, CVIII, 36). En estas líneas, Séneca expresaba perfectamente su crítica a la filosofía mercenaria: el filósofo vende sus palabras, sin que haya correspondencia entre lo que dice y su pensamiento o su vida.

El peligro mortal para la filosofía y también para la humanidad radica en que el discurso filosófico –que reviste una importancia fundamental para dar sentido a la vida humana– se convierta en mercancía y deje de expresar el pensamiento objetivo y la postura desinteresada del filósofo, para someterse a finalidades políticas o imperativos comerciales, sean éstos colectivos o individuales. En este sentido, Ordine advierte sobre una lamentable tendencia, muy presente en nuestra época, donde «el saber científico y humanístico siempre corren el riesgo de estar al servicio del mercado o al de un vano ejercicio de poder académico». Sin embargo, nos damos cuenta, a través del ejemplo de Séneca, de que este peligro ya era percibido en la Antigüedad clásica. Sería necesario escribir una historia de la reivindicación de la filosofía «libre» contra una filosofía «mercenaria», reivindicación que puede observarse, por ejemplo, a finales del Medioevo, pero también en Kant, Schopenhauer y hasta en Wittgenstein, de quien Jacques Bouveresse (Wittgenstein. La rime et la raison, París 1973, pág. 74) resume admirablemente el pensamiento de este último cuando sostiene que para Wittgenstein lo que importaba no era el «cúmulo de conocimientos teóricos» de los que disponía el filósofo, sino más bien el «precio personal que tuvo que pagar por lo que cree que puede pensar y decir». Solamente este precio da al filósofo el derecho a la palabra.

Bruno era consciente de haber pagado dicho precio. En la Oratio valedictoria, declaraba: «fatigándome aproveché, sufriendo hice experiencia, viviendo como exiliado aprendí». Y mientras escribía estas palabras todavía no sabía que, como Sócrates, también él habría de pagar un precio muy alto por el crimen de ser un filósofo libre. Nuccio Ordine tiene razón cuando insiste sobre la unidad filosófica que Bruno presenta entre discurso, pensamiento, vida y muerte: «No es casual que el filósofo encendido por el amor al conocimiento concluya su existencia, como la mariposa de los Furores, en las llamas de la hoguera».

Pierre Hadot

Nota sobre la traducción

La mayoría de las citas en lengua italiana de la obra de Giordano Bruno han sido extraídas de las traducciones existentes en lengua española que se detallan a continuación. Asimismo, se indica entre paréntesis las páginas correspondientes a la edición bilingüe de Les Belles Lettres. En cambio, las del Candelero y el resto de las citas latinas han sido directamente traducidas al español por nosotros. Con excepción de la obra bruniana en volgare, en esta traducción se han mantenido los títulos originales tal como aparecen en las indicaciones, citas y referencias bibliográficas realizadas por el autor.

Debido a la magnitud de los textos clásicos citados, se ha preferido indicar en cada nota la versión española utilizada. En general, se ha optado por las ediciones de Gredos y de la Biblioteca de Autores Cristianos. Los nombres de los traductores se han añadido al índice analítico.

A petición expresa del autor, se ha traducido enteramente el resto de las notas, aun cuando no fueran traducidas en la edición italiana original. Estas traducciones se han indicado con «(N. de la T.)». En las referencias bibliográficas, hemos agregado a las indicaciones del autor (siempre que ha sido posible) la existencia de traducciones españolas de los textos citados.

Traducciones españolas utilizadas de la obra de Giordano Bruno:

La cena de las cenizas. Traducción, introducción y notas de Miguel Ángel Granada, Editora Nacional, Madrid 1984.

Expulsión de la bestia triunfante. Traducción, introducción y notas de Miguel Ángel Granada, Alianza Editorial, Madrid 1989.

Cábala del caballo Pegaso. Traducción, introducción y notas de Miguel Ángel Granada, Alianza Editorial, Madrid 1990.

Del infinito: el universo y los mundos. Traducción, introducción y notas de Miguel Ángel Granada, Alianza Editorial, Madrid 1993.

De la causa, principio y uno. Traducción, prólogo y notas de Ángel Vasallo, Losada, Buenos Aires 1941.

Los heroicos furores. Introducción, traducción y notas de María Rosario González Prada, Editorial Tecnos, Madrid 1987.

También pueden consultarse:

Giordano Bruno, Mundo, magia y memoria, edición de Ignacio Gómez de Liaño, Taurus, Madrid 1973 (reed. en Biblioteca Nueva, Madrid 1997).

Giordano Bruno, Expulsión de la bestia triunfante/De los heroicos furores, edición de Ignacio Gómez de Liaño, Alfaguara, Madrid 1987.

Ignacio Gómez de Liaño, El idioma de la imaginación, Taurus, Madrid 1982 (reed. en Tecnos, Madrid 1992).

Aprovecho la oportunidad para expresar mi más profundo agradecimiento a Nuccio Ordine, autor de esta obra, por haberme confiado la traducción de un texto tan maravilloso, de cuya lectura disfruté enormemente, por la claridad, maestría y precisión con la que trata un tema tan complejo como la relación entre filosofía, pintura y literatura en la obra bruniana. Tampoco olvido su generosidad y sus sabios consejos, que me han ayudado a crecer tanto a nivel profesional como personal.

También quiero expresar un especial agradecimiento a Miguel Ángel Granada, que ha corregido con paciencia y minuciosidad los borradores de esta traducción. Me ha guiado en todo momento, como un Virgilio, en la resolución de muchas de las dificultades que presentaron algunos pasajes de la obra bruniana.

Silvina Paula Vidal

El umbral de la sombra

... no parece humano que yo haya descuidado todos mis asuntos y que, durante tantos años, soporte que mis bienes familiares estén abandonados, y, en cambio, es-té siempre ocupándome de lo vuestro, acercándome a cada uno [...] para convencerle de que se preocupe por la virtud.

Platón, Apología de Sócrates

A Gerardo Marotta,

quien ha sabido conjugar razón y pasión,

saber y vida civil

Introducción

La persecución y la caza son nuestra verdadera finalidad; no tenemos excusa si las realizamos mal y sin el debido cuidado. Fallar en el momento de capturar lapresa es otra cosa. Pues hemos nacido para perseguir la verdad; poseerla corresponde a un poder superior.

Michel de Montaigne, Ensayos (III, 8)

El valor del hombre no está en la verdad que cualquiera posee o presume poseer, sino en el sincero esfuerzo realizado para alcanzarla. Porque las fuerzas que, solas, aumentan la perfectibilidad humana no se acrecientan por la posesión, sino por labúsqueda de la verdad.

La posesión nos hace pasivos, indolentes, soberbios.

Si Dios tuviera en su mano derecha toda la verdad y en su izquierda el deseo siempre vivo de la verdad y me dijera: «¡Elige!», incluso a riesgo de equivocarmesiempre y eternamente, me inclinaría con humildad sobre su mano izquierda y lediría: «¡Padre, dámela! La verdad absoluta es únicamente para ti».

Gotthold Ephraim Lessing, Eine Duplik (1778)

Los resultados de este trabajo son fruto de una investigación que he llevado a cabo por cuenta de la Alexander von Humboldt Stiftung, de la Universidad de Eichstätt. Deseo agradecer al colega y amigo Winfried Wehle su afectuosa hospitalidad y al comité científico de la fundación Humboldt el haberme concedido el honor de acogerme entre sus profesores visitantes. Agradezco también al Centre d’Études Supérieures de la Renaissance –a su director, Gérald Chaix, y a sus colegas, entre los cuales quisiera recordar al inolvidable Michel Simonin– por haberme ofrecido, en colaboración con el CNRS (Centre National de la Recherche Scientifique), la oportunidad de profundizar, durante una provechosa estancia en Tours, muchos de los temas que discuto en esta obra.

Las cuatro semanas trascurridas en Londres –en calidad de profesor visitante en el Warburg Institute con la ayuda de una British Academy Professorship– me permitieron reelaborar y profundizar los capítulos dedicados a las relaciones entre pintura y filosofía a través de la noción de sombra, que había expuesto, en parte, en junio de 2001 en el Warburg Institute, con ocasión de los «Seminari bruniani», organizados por el Centro Internazionale di Studi Bruniani del Istituto Italiano per gli Studi Filosofici de Nápoles en colaboración con la institución londinense: a la British Academy, a los colegas y a la dirección del Warburg Institute (tanto al director anterior, Nicholas Mann, como al nuevo director, Charles Hope) va mi más sentido agradecimiento.

En esa oportunidad pude trabajar por última vez, codo a codo con Giovanni Aquilecchia: si la enfermedad que nos lo ha quitado lo hubiese permitido, él habría tenido que concluir el ciclo de clases. No obstante, aquella clase que nunca tuvimos quedará para siempre en el recuerdo de todos nosotros: el amor por la investigación y la filosofía, la generosidad con los jóvenes estudiantes y el profundo respeto por la deontología profesional serán puntos de referencia para quienes tuvieron la fortuna de entablar con Gianni relaciones de amistad y trabajo. Sin él, jamás habría existido la edición crítica de Opere italiane de Bruno –publicada en París, en edición bilingüe, con traducción al francés, por Les Belles Lettres, en siete volúmenes (1993-1999) y por Utet en Italia en dos volúmenes (2002)–, que ha permitido a muchos estudiosos de todas partes del mundo colaborar en la redacción de comentarios e introducciones. A partir de esta edición se han efectuado traducciones al japonés, al chino y al rumano, y se está preparando la traducción al alemán.

Los últimos diez años de trabajo –dedicados a la edición bilingüe de Opere italiane de Bruno– me permitieron estrechar relaciones de amistad y colaboración con muchos brunistas de Europa y el mundo: quisiera recordar en esta ocasión, al menos, a Werner Beierwaltes, Lars Berggren, Angelika Bönker-Vallon, Smaranda Bratu Elian, Amelia Buono Hodgart, Lea He Liang, Morimichi Kato, Nejime Ken’ichi, Dilwyn Knox, Jill Kraye, Thomas Leinkauf, Aurora Martin, Jean Seidengart. Con Miguel Ángel Granada pasamos numerosísimas veladas discutiendo sobre la filosofía nolana. A Nicola Badaloni, Giorgio Bárberi Squarotti y Eugenio Garin les agradezco su continuo aliento. Con Yves Hersant y Alain Segonds he compartido, día tras día, alegrías y preocupaciones: sin su entusiasmo y generosa amistad, la feliz empresa francesa jamás habría comenzado.

También querría expresar mi agradecimiento a Edoardo Pia, director editorial de Utet, que tan amablemente me ha autorizado para utilizar mi introducción a Opere italiane de Bruno: este libro reproduce, de hecho, ese mismo texto con el añadido de nuevos párrafos, muchas notas y un amplio dosier iconográfico.

Un afectuoso agradecimiento a mis alumnos de doctorado: Chiara Cassiani, Maria Cristina Figorilli (que, entre otras cosas, se tomó el trabajo de releer con cuidado mi ensayo en varias fases de su redacción), Christian Rivoletti y Zaira Sorrenti que me socorrieron con su preciosa ayuda e inteligentes sugerencias. Para algunas búsquedas en las bibliotecas londinenses me he servido de la competencia refinada de Donato Mansueto. A Nicola Merola y Amneris Roselli les debo la paciencia de haber leído el manuscrito con bisturí en mano. He extraído preciosas enseñanzas de las discusiones con Guido Baldassarri, Remo Bodei, Franco Brioschi, Luciano Canfora, Biagio de Giovanni, Dante Della Terza, Giulio Ferroni, Rino Gaion, Augusto Gentili, Fulvio Papi y Giorgio Stabile. George Steiner toleró con afectuosa amistad mis largos monólogos sobre Bruno. Permanecerán inolvidables las conversaciones con Ilya Prigogine sobre las relaciones entre ciencia y filosofía y con Pierre Hadot sobre Narciso, el neoplatonismo y la necesidad de hacer coincidir vida y filosofía. Será difícil que pueda pagar la deuda contraída con todos ellos.

Para reunir la documentación iconográfica ha sido valiosísima la colección fotográfica del Warburg Institute, así como la utilísima asistencia de Rembrandt Duits. Asimismo, sin el fondo de la extraordinaria Biblioteca de Glasgow no habría podido reproducir una serie de xilografías: gracias de todo corazón al director David Weston y a los amigos Alison Adams y Stephen Rawles. También Paola Zito, de la Biblioteca Nacional de Nápoles, me ayudó enormemente a encontrar imágenes que habría sido imposible obtener de otro modo.

Este libro está dedicado a Gerardo Marotta, presidente del Istituto Italiano per gli Studi Filosofici. Sin su pasión inteligente y su entusiasmo conmovedor, la edición crítica francesa de las obras completas de Giordano Bruno jamás habría levantado el vuelo ni tampoco los estudios brunianos habrían tenido el relanzamiento sin precedente que han experimentado en los últimos diez años. Trabajando juntos, y a través de su experiencia personal, por fin comprendí que no puede existir filosofía sin un amor desinteresado por ella.

Arcavacata, septiembre de 2002

Ediciones de la obra de Giordano Bruno

Obras italianas

Para las citas de Opere italiane de Bruno me he servido de la edición crítica a cargo de Giovanni Aquilecchia, publicada en la colección bilingüe «Les Œuvres complètes de Giordano Bruno (1993-1999)», dirigida por Yves Hersant y Nuccio Ordine y publicada por Les Belles Lettres con el patrocinio del Istituto Italiano per gli Studi Filosofici y el Centro Internazionale di Studi Bruniani. La referencia a las páginas de la edición de Les Belles Lettres permitirá al lector encontrar también las citas de la edición de Utet, en donde viene indicada la paginación que se corresponde con Les Belles Lettres.

I. Candelaio / Chandelier, Giovanni Aquilecchia (ed.), Yves Hersant (trad.), introducción filológica de Giovanni Aquilecchia, introducción y notas de Giorgio Bárberi Squarotti con un ensayo de Nuccio Ordine, segunda edición revisada y corregida, Les Belles Lettres, París 20032 (1993).

II. La cena de le Ceneri / Le souper des Cendres, Giovanni Aquilecchia (ed.), Yves Hersant (trad.), introducción de Adi Ophir, notas de Giovanni Aquilecchia, Les Belles Lettres, París 1994.

III. De la causa, principio et uno / De la cause, du principe et de l’un, Giovanni Aquilecchia (ed.), Yves Hersant (trad.), introducción de Michele Ciliberto, notas de Giovanni Aquilecchia, Les Belles Lettres, París 1996.

IV. De l’infinito, universo e mondi / De l’infini, de l’univers et des mondes, Giovanni Aquilecchia (ed.), Jean-Pierre Cavaillé (trad.), introducción de Miguel Ángel Granada, notas de Jean Seidengart, Les Belles Lettres, París 1995.

V. Spaccio de la bestia trionfante / Expulsion de la bête triomphante, Giovanni Aquilecchia (ed.), Jean Balsamo (trad.), introducción de Nuccio Ordine, notas de Maria Pia Ellero, Les Belles Lettres, París 1999.

VI. Cabala del cavallo pegaseo / Cabale du cheval pégaséen, Giovanni Aquilecchia (ed.), Tristan Dagron (trad.), introducción y notas de Nicola Badaloni, Les Belles Lettres, París 1994.

VII. Degli eroici furori / Des fureurs héroïques, Giovanni Aquilecchia (ed.), Paul-Henri Michel (trad.) (revisada por Yves Hersant), introducción y notas de Miguel Ángel Granada, Les Belles Lettres, París 1999.

Giordano Bruno, Opere italiane, edición crítica y anotaciones filológicas de Giovanni Aquilecchia, introducción y coordinación general de Nuccio Ordine, comentarios de Giovanni Aquilecchia, Nicola Badaloni, Giorgio Bárberi Squarotti, Maria Pia Ellero, Miguel Ángel Granada y Jean Seidengart. Apéndices de Lars Berggren, Donato Mansueto y Zaira Sorrenti, Utet, Turín 2002, 2 volúmenes.

Obras latinas

Giordano Bruno, Opera latine conscripta, publicis sumptibus edita, recensebat F. Fiorentino [F. Tocco, H. Vitelli, V. Imbriani, C. M. Tallarigo], apud Dom. Morano [Florentiae, typis successorum Le Monnier], Neapoli 1879-1891. En las notas se abreviará como Opera.

Giordano Bruno, De umbris idearum, a cargo de Rita Sturlese, prólogo de Eugenio Garin, Olschki, Florencia 1991.

1. Entre París y Londres: 1581-1585

Es necesario partir de las fechas para comprender el recorrido excepcional del Bruno italiano. En París, en 1582, se publica el Candelero, la primera obra en volgare que ha llegado hasta nosotros1. Posteriormente en Londres y sólo en el breve lapso de 1584 a 1585, Bruno publicaría los seis diálogos italianos. En pocos años se concretiza un itinerario filosófico extraordinario que testimonia, de manera ejemplar, los intereses enciclopédicos del Nolano.

No creemos que se trate, como una lectura superficial haría pensar, de un recorrido irregular, como si el paso de un texto a otro estuviera dictado sólo por situaciones contingentes, cambios repentinos o estrategias ligadas a sucesos imprevistos. En el fondo, la obra italiana es producto de un diseño filosófico coherente y testimonia un proyecto que parte de La cena de las cenizas –e incluso de forma más vaga del Candelero– para culminar en los Furores. La misma elección del volgare para los diálogos no es casual: si bien, por un lado, se explica por la voluntad de ilustrar la «nueva filosofía» con una lengua viva, alejada del latín pedantesco propio de las universidades, por otro, más allá del éxito que el uso de la lengua italiana tenía en ambas cortes2, su elección de la lengua italiana para debates filosóficos y científicos era una costumbre muy extendida en París, en el milieu cercano a Enrique III, mientras que en Londres era el entourage de la reina Isabel.

La corte de Enrique III:

lengua, filosofía moral, filosofía de la naturaleza

En Francia, por ejemplo, después de la publicación de La défence et illustration de la langue française (1549) de Du Bellay –en la cual es posible hallar pasajes sacados del Dialogo delle lingue, de Sperone Speroni3–, se sentía cada vez más la necesidad de emplear el volgare para el tratamiento de temas especializados. Pontus de Tyard se hacía eco de esta exigencia en su dedicatoria a Enrique III4. Para el Nolano, renunciar al latín para difundir la compleja arquitectura unitaria de su «nueva filosofía» significaba, además, hacer una elección ideológica, es decir, desplegar una estrategia comunicativa que lo pusiera en sintonía con los círculos que operaban en torno a los Valois y a los Tudor. En Londres, como bien explica Giovanni Aquilecchia, Bruno encontró un ambiente favorable en una aristocracia cortesana que, más allá de ver en el uso del volgare una elección polémica contra la cultura pedantesca de Oxford y Cambridge, aspiraba a promover la circulación del saber entre las nuevas clases emergentes5.

Bruno publica sus diálogos italianos en Londres, eligiendo la imprenta de John Charlewood. No obstante, imprimir una obra en determinado tiempo y lugar no significa haberla concebido en ese preciso instante. Las fechas hablan por sí solas: ¿cómo habría podido el Nolano llevar a término un proyecto filosófico tan ambicioso en sólo dos años? Es más lógico pensar que, probablemente, el plan de las seis obras ya había comenzado a plasmarse, al menos parcialmente, en París. En París, Bruno comenzó a esbozar un recorrido general que, partiendo de la filosofía de la naturaleza (con La cena, De la causa y Del infinito) y pasando por la filosofía moral (en la Expulsión y en la Cábala), culminaría en la filosofía contemplativa (los Furores). El recorrido bruniano coincide en gran medida con cuestiones que estaban en el centro del debate de las reuniones de la Academia de Palacio.

En efecto, entre 1576 y 1579, Enrique III se rodeó de poetas y filósofos para discutir6, entre otros temas, sobre las virtudes morales e intelectuales. A pesar de su importancia, tan sólo una parte de las discusiones del Louvre pudieron ser registradas por Édouard Fremy7 en el siglo XIX y luego ampliadas por Robert J. Sealy con el descubrimiento de nuevos documentos8. En el encendido debate sobre la superioridad de la acción o de la contemplación, la definición de las diversas tipologías del vicio y la virtud, y la necesidad de determinar el papel de la cólera y del honor, emergía un vivísimo interés tanto por las implicaciones de naturaleza política y social como por los efectos positivos y negativos que las pasiones podían desencadenar en los individuos y en la colectividad. Se trataba de problemáticas ligadas, directa o indirectamente, a la fuerte crisis que atravesaba Francia y buena parte de Europa a causa de las guerras de religión. El rey, junto con los intelectuales de las academias, se preocupaba por temas de gran actualidad, expresando un notorio interés por la filosofía (en especial por Platón y sus comentadores: Plotino, Porfirio, Yámblico y Proclo)9, la historia (sobre todo por Polibio y Tácito), e incluso por el tan discutido Maquiavelo, de quien se conocían los Discursos y el Príncipe gracias a la mediación de Bartolomeo del Bene10.

En la Academia de Palacio no se debatía sólo de filosofía moral (y bastaría este aspecto, como veremos más adelante, para comprender profundamente la génesis de la Expulsión de la bestia triunfante), sino que la filosofía natural pronto ocupó el primer plano. Diversos testimonios refieren el gran interés que mostraba Enrique III por la cosmología y en general por las ciencias naturales. Si Ronsard, en el Bocage royal («Él ha querido saber qué puede la Naturaleza»)11, y Jacques Amyot, en una carta dirigida a Pontus de Tyard12, hablaban de la curiosidad del rey por los secretos del cielo y de la tierra, Dale –el embajador inglés– informaba a la reina Isabel de que en la corte se discutía «sobre todo lo que se puede conocer»13.

Entre los miembros de las reuniones del Louvre no faltaba el interés por el desarrollo de las diferentes hipótesis cosmológicas, así como por la teoría de la infinitud de los mundos. En los diálogos de Guy de Brues, Ronsard y Antoine de Baïf –presentados como académicos–, conversaban con Platón, Ficino y demás filósofos antiguos y contemporáneos. Mientras el príncipe de la Pléiade expresaba sus reservas respecto a la existencia de otros mundos, Baïf parecía más abierto a la tesis de Copérnico sobre el movimiento de la Tierra14. Pero quien intervino más explícitamente en la discusión fue Pontus de Tyard, influyente animador de la Academia de Palacio y traductor de los Diálogos de amor, de León Hebreo15. Pontus retomaba la teoría copernicana en sus Deux discours de la nature du monde et de ses parties, dedicado a Enrique III debido a su «muy buena y acertada comprensión de la materia»16. En el marco de un antiaristotelismo persistente, Pontus refutaba la teoría de la incorruptibilidad de los cuerpos celestes al tiempo que acogía favorablemente la hipótesis de la existencia de vida en otros mundos17. Incluso Jacques Davy du Perron, importante académico y «profesor de Lenguas, Matemáticas y Filosofía», también parecía inclinarse por la tesis de Copérnico18 y por la obra de Tyard, como testimonia en su prólogo a Deux Discours19.

En este sentido no sorprende que, poco después de su llegada a París (entre el verano y el otoño de 1581), Bruno haya entrado en contacto con el ambiente ligado al rey Enrique III. Según las declaraciones del proceso, Bruno se embarcó de entrada en una serie de clases dedicadas a comentar los «treinta atributos divinos», extraídos de la primera parte de la Summa de santo Tomás, con el objetivo de «darme a conocer y mostrar mi capacidad»20. Las repercusiones no tardarían en hacerse sentir. Primero la oferta de «hacerse cargo de algún curso regular», que Bruno rechazó por no estar de acuerdo con la obligación de asistir a «misa y a otros oficios divinos»21. Después, la invitación a la corte, según el deseo personal del rey de Francia:

Y dando aquella lección extraordinaria, adquirí tal fama que el rey Enrique III me hizo llamar un día, preguntándome si la memoria que tenía y que profesaba era natural o se la debía al arte mágica, al cual di satisfacción. Y con lo que dije e hice comprobar al mismísimo rey, él supo que mi memoria no se debía a ningún arte mágica sino a la ciencia. Luego de este hecho, hice imprimir un libro acerca de la memoria titulado De umbrisidearum, el cual dediqué a Su Majestad; y él, a su vez, me hizo lector extraordinario y remunerado22.

El feliz encuentro con Enrique III se vio favorecido por el interés del rey en el arte de la memoria, compartido también por Du Perron23 y por el mismísimo Michel de Castelnau, embajador francés en Inglaterra24. No es casual que en 1582, poco después de haber dedicado el De umbris idearum a Enrique III25, Bruno obtuviera el prestigioso cargo de lecteur en el Colegio Real, antecesor del actual Collège de France. Fundada por Francisco I, la noble institución se ocupaba de ofrecer a los estudiantes disconformes aquella libertad que la Sorbona les negaba a causa de su rígido aristotelismo26.

En este ámbito favorable, Bruno trabajó con gran empeño. En un año publicó tres tratados mnemotécnicos en latín (De umbris idearum, Cantus circaeus y De compendiosa architectura) y el Candelero. Su presencia en París, más allá de los honores conseguidos con Enrique III, no pasaría desapercibida. Como el Nolano recordaría tiempo después en Wittenberg, en un pasaje del Acrotismus dirigido al rector Jean Filesac, varios colegas de la capital francesa no dudaron en considerarlo miembro del «alma máter» de las letras:

Ligándome a vosotros no sólo con una humanidad general, por la que estáis inclinados hacia todos, sino también con cierta razón no vulgar, cuando tanto en las lecciones públicas como en las privadas honrasteis la empresa de mi estudio con la continua asistencia de los hombres más sabios, hasta el punto de que ningún título pudo nunca presentarse a mi pensamiento menos apropiado para describirme que el de extranjero en esta universidad27.

No debe olvidarse que, a comienzos de los años ochenta, los académicos ligados al rey de Francia todavía se mantenían activos. Su interés por la filosofía natural, moral y contemplativa se traducía en el deseo de tener una visión global del saber. Basta releer la obra fundamental de Yates sobre las academias francesas, trabajo que hemos utilizado en diversos lugares, para seguir en detalle el nacimiento y evolución de los debates, con una atención especial a las implicaciones políticas y religiosas de las tesis discutidas. Aunque no contemos con documentos que atestigüen la participación de Bruno en los encuentros convocados por Enrique III, resulta difícil imaginar que el Nolano no haya entablado algún tipo de contacto con los miembros de las academias francesas. En el caso de la Expulsión, como veremos, emerge con claridad el conocimiento de temáticas debatidas ampliamente en la corte por personajes prestigiosos de la Academia de Palacio, entre los cuales destacamos a Ronsard por su lucha militante contra las guerras civiles y su concepción de la religión como aglutinador social.

La hipótesis de Yates, basada en un diálogo a distancia entre las tesis más importantes de la obra londinense y los debates que se desarrollaron en el Louvre, podría haber abierto toda una línea de investigación. Por desgracia, en Giordano Bruno y la tradición hermética y el Arte de la Memoria28, la estudiosa inglesa decidió abandonar por completo los esbozos prometedores que había trazado en sus valiosos ensayos sobre las academias francesas y las turbulencias político-religiosas de aquel decenio especial29, para abrazar en cambio una lectura de la «filosofía nolana» en clave exclusivamente hermética30.

La corte de Isabel I

y la disputa con los pedantes de Oxford

No se puede negar que Bruno, durante su estancia en Inglaterra, siguió manteniendo contactos con el ambiente parisino. Recordemos que cuando atravesó el canal de la Mancha, presumiblemente en abril de 1583, Bruno tenía bajo la manga una carta de recomendación de Enrique III, dirigida a su embajador, Michel de Castelnau. Aunque no es fácil saber las circunstancias específicas que obligaron al Nolano a abandonar París –en los documentos del proceso se dice que el viaje se debió al estallido de «tumultos que nacieron posteriormente»– es evidente que el filósofo fue recibido muy cordialmente en la embajada francesa en Londres, donde vivía como un «gentilhombre»31 y donde, desde una posición privilegiada, se mantenía informado sobre todo lo que acontecía en Francia.

La llegada de Bruno a las islas británicas tampoco pasó inadvertida. Poco antes de embarcar, Henry Cobham, el embajador inglés en París, enviaba (el 25 de marzo de 1583) un despacho a Francis Walsingham, secretario de la reina, en el que anunciaba la intención de Bruno de dirigirse a Inglaterra. Tras presentarlo como «profesor de filosofía», el diplomático no perdía oportunidad de agregar en tono de advertencia: «cuya religión no puedo recomendar»32.

A partir del importante testimonio de George Abbot, quien dejaría Oxford para ocupar el cargo de arzobispo de Canterbury, se sabe que el Nolano tenía un gran deseo de hacerse conocer «mediante alguna hazaña importante»33. Apenas llegado a Londres, Bruno decidió dar una prueba de sí mismo, es decir, exponer el valor de su pensamiento y su «nueva filosofía». La ocasión se le presentó en junio de 1583, cuando, al formar parte del séquito del conde polaco Alberto Laski34, Bruno se dirigió a Oxford. En esta ciudad, famosa por su tradición investigadora y sus preciosas bibliotecas, Bruno protagonizó una disputa pública con el teólogo John Underhill, nombrado al año siguiente vicecanciller de la universidad, y con otros ilustres académicos. Este episodio, señalado por Harvey35, no aparece ni en el testimonio de Abbot, en esa época miembro del Balliol College, ni en las crónicas sobre la visita del conde. No obstante, se puede encontrar confirmación en un pasaje de La cena, donde Frulla alude a una violenta discusión en presencia de Laski:

Y, si no me creéis, id a Oxford y haced que os cuenten lo que le pasó al Nolano cuando disputó en público con esos doctores en teología en presencia del príncipe polaco Alberto Laski y de otras personas de la nobleza inglesa. Que os digan cómo se supo responder a los argumentos, cómo quedó en quince ocasiones y por quince silogismos completamente mudo sin saber qué decir ese pobre doctor que en calidad de corifeo de la Academia enfrentaron al Nolano en esta importante ocasión. Que os digan con cuánta descortesía y mala educación se comportaba ese cerdo y con cuánta paciencia y humildad actuó el Nolano, mostrando ser realmente napolitano de nacimiento y educado bajo el cielo más benigno36.

Por otra parte, el testimonio de Abbot resulta precioso cuando menciona un curso que el Nolano dictó en Oxford, en el cual probablemente éste haya anticipado, en clave copernicana, algunos temas cosmológicos que desarrollaría más tarde en los diálogos londinenses. La estancia en Oxford estaba destinada a concluir trágicamente. El futuro arzobispo de Canterbury cuenta que un personaje influyente (probablemente Martin Culpepper, miembro del New College) se dio cuenta, pasada la primera lectura, de un plagio a Marsilio Ficino, a partir de pasajes idénticos extraídos sobre todo de De vita. Y así, de acuerdo con Tobie Matthew, decano de la Christ Church, este personaje decidió, para evitar el escándalo, informar en secreto al Nolano sobre su hallazgo e invitarlo a interrumpir las lecturas. Independientemente de la credibilidad de esta versión (que, como atinadamente recuerda Aquilecchia, fue publicada muchos años después de los ataques violentos de Bruno a los pedantes de Oxford)37, sigue siendo cierta la noticia del breve paso de Bruno por la docencia y la interrupción abrupta de sus clases, episodio recordado también en el ya mencionado pasaje de La cena («Informaos de cómo le han hecho terminar sus lecturas públicas, las de immortalitate animae y las de quintuplici sphera»)38.

El incidente de Oxford, como era de esperar, tuvo consecuencias negativas. El Nolano retornó a Londres, a la residencia del embajador Castelnau, con un fuerte resentimiento contra el milieu académico, contra un saber reducido a puro ejercicio gramatical y contra el predominio de la teología sobre la filosofía. En efecto, el Oxford conocido por Bruno era presa, desde hacía ya una década, de una profunda crisis de identidad. La penetración del protestantismo en las universidades inglesas había desencadenado una guerra sin precedentes contra la cultura medieval, considerada al servicio de la Iglesia de Roma. Según los datos de una encuesta, realizada hacia 1550, las bibliotecas oxonienses venían siendo saqueadas por fanáticos que se habían animado, incluso, a quemar libros en hogueras montadas en las plazas más importantes39. El mismo destino le tocaría a preciosos manuscritos, bajo la mirada aterrorizada de católicos y protestantes moderados.

En La cena y en De la causa, como veremos, Bruno atacó con firmeza la estupidez de los gramáticos de Oxford, de los pedantes incapaces de huir de los estrechos confines de un saber estéril y dogmático. Mientras en el primer diálogo Bruno hace de los personajes de Torquato y Nundinio una caricatura de los doctores oxonienses, en el segundo establece una sutil distinción entre el inútil culto de las palabras, ejercido por los imitadores de los clásicos, y la verdadera cultura de los Antiguos, que «poco cuidadosos de la elocuencia y del rigor gramatical, atendían exclusivamente a las especulaciones, que éstos [los doctores oxonienses] ahora califican de sofismas»40. Viendo a la universidad actual invadida por la ignorancia, el Nolano elogia al Oxford medieval, al considerar más fructífera la metafísica aristotélica («aunque fuera impura y maculada de algunas vanas conclusiones y teoremas que no son filosóficos ni teológicos») de aquellos monjes («aunque escribiesen en una lengua bárbara y fuesen clérigos de profesión») que el vano ejercicio de «éstos otros de la edad presente, con toda su elocuencia ciceroniana y su arte declamatorio»41.

Bruno percibe con claridad la fractura existente entre un Oxford, ligado al intolerante humanismo aristotélico, y el ambiente londinense, dispuesto a acoger nuevas hipótesis científicas y una concepción menos dogmática del saber. La corte de Isabel venía desempeñando un papel importante en el estímulo de nuevos horizontes culturales. Bajo la protección de personajes prestigiosos de la aristocracia londinense, autores y libros tuvieron un espacio que habría sido imposible ocupar en el circuito cerrado de la universidad. Ya en los años cincuenta es posible encontrar rastros de la teoría copernicana en el Castle of Knowledge, de Robert Recorde, y en la Ephemeris anni 1557 currentis iuxta Copernici et Reinholdi canones, de John Field, junto con un significativo prefacio de John Dee, punto de referencia ineludible para buena parte de la nobleza cortesana. Sin embargo, habría que esperar hasta 1576 para que Thomas Digges hiciera la primera traducción parcial de De revolutionibus, inserta en la reedición del texto de su padre, A Prognostication Everlasting, texto publicado por primera vez en 1553 con título diferente42.

Recapitulando, en Londres, Bruno encontraría un ambiente potencialmente favorable a la difusión de su «nueva filosofía». En poco tiempo y gracias a la mediación de Castelnau, Bruno fue bien recibido en la corte, donde además tuvo la oportunidad de relacionarse con la reina Isabel y los miembros más importantes de varios círculos filosóficos y literarios. Entabló así amistad con el poeta Philip Sidney (yerno de Francis Walsingham), William Cecil («gran tesorero del reino»43), con Robert Dudley (que incluía entre sus protegidos a Pietro Ubaldini y Tommaso Sassetto), con Fulke Greville y con Giovanni Florio. Todos ellos eran personajes influyentes que, de acuerdo con su posición en la corte, ocuparían un papel más o menos importante en los diálogos italianos.

Sin embargo, el idilio con una parte del ambiente londinense estaba destinado a durar poco. La publicación de La cena provocó las primeras fricciones, no sólo por los ataques a los teólogos de Oxford («muchos doctores de este país con los que he tenido ocasión de hablar de letras tenían en su modo de proceder más de patanes de lo que sería deseable»)44, sino también por los duros juicios respecto al salvajismo de la plebe británica:

Pero, de la forma más inoportuna, a despecho de todo el mundo, se nos pone delante una plebe que, como tal, no es inferior a ninguna otra plebe que alimente en su seno la, por desgracia, excesivamente pródiga tierra, porque de todas las plebes irreverentes, irrespetuosas, incultas y maleducadas que yo haya podido conocer hasta ahora, la plebe inglesa es verdaderamente una buena maestra. Cuando ven un extranjero, parecen (¡por Dios!) otros tantos lobos y otros tantos osos que con su torvo semblante le lanzan esa mirada que arrojaría un cerdo a quien viniera a quitarle la comida45.

Los elogios a la reina Isabel (no es casual que en la segunda redacción de La cena éstos se extiendan a «la hospitalidad y cortesía con que [la reina] acoge a toda clase de extranjeros»46) y a los caballeros de la corte lograron compensar sólo en parte los pasajes dedicados al desprecio de «artesanos y tenderos», descritos como seres bestiales, como «animales irritantes» capaces de ridiculizar y agredir a todos los extranjeros47. Las reacciones de protesta fueron inmediatas. Sobre Bruno se abatió una verdadera tempestad de la que encontramos huellas elocuentes en la dedicatoria de De la causa. Por fortuna, tras los muros de la embajada y gracias a la protección de Castelnau, Bruno escapó «a tan rápido torrente de imposturas criminales»48. Sin embargo, se tornaba imprescindible esclarecer la cuestión. El Nolano no dudó en disculparse alegando que en aquellas páginas jamás había buscado ofender a «todo un reino» («Dicen de vos, Teófilo, que en aquella vuestra Cena criticáis e injuriáis a una ciudad entera, a toda una provincia, a un reino entero»), sino censurar específicamente el comportamiento de una minoría grosera:

Jamás pensé ni hice, ni tuve intención de hacer eso. Y si lo hubiese pensado o hecho o hubiese abrigado intención de hacerlo, me tendría a mí mismo por lo peor y estaría dispuesto a mil retractaciones, a mil palinodias, mil veces me habría de desdecir. Y todo esto, no ya si hubiese injuriado a un noble y antiguo reino como es éste, sino a cualquier otro, así fuese bárbaro. Y lo mismo diría si hubiese injuriado, no ya a cualquier ciudad, tanto no civilizada, como de cualquier linaje, aunque fuera tenido por salvaje; a cualquier familia, aunque tuviese fama de inhospitalaria; pues no puede haber reino, ciudad, prole o casa entera que pueda ser o se la pueda suponer de una misma condición y donde no hayan de darse opuestas o contrarias costumbres, de suerte que no deba suponerse que lo que a uno le agrade no le desagrade al otro49.

A pesar de la significativa oferta de Filoteo, que se declaraba dispuesto a interrumpir la circulación de la obra, y la afirmación del noble inglés Armeso, presto a reconocer la buena fe del filósofo y a redefinir el conflicto como un enojoso malentendido, los «rumores» desencadenados con el primer diálogo terminaron por anular buena parte de las simpatías que Bruno se había granjeado desde su llegada a Londres. Además, como muestran las variantes en la redacción de La cena, el Nolano se encontró con que debía hacer una elección política y se decidió por el partido de Robert Dudley, después de que estallara repentinamente el conflicto con William Cecil, justo cuando el texto estaba en prensa en la imprenta de Charlewood50.

En París y Londres: analogías entre los dos milieux

Una vez reconstruido el ambiente en que Bruno se vio obligado a actuar entre 1581 y 1585, surgen con claridad algunas de las semejanzas que caracterizaron su estancia en París y en Inglaterra. Primero, su resuelta voluntad de conquistar rápidamente un lugar de relevancia desde el cual poder difundir su «nueva filosofía», objetivo que el Nolano quería conseguir apelando exclusivamente a la fuerza de su saber y pensamiento, sin plegarse a las prácticas habituales de una corte conformista y subalterna a los grupos de poder. Naturalmente, él sabía que sin el apoyo de la aristocracia más influyente y los favores del rey o de la reina sería difícil encontrar oyentes, enseñar, publicar, trabajar en paz y tener sus propios seguidores. No obstante, la necesidad de un compromiso –y esto es un rasgo que caracterizó toda la vida de Bruno hasta la terrible experiencia de la hoguera– no le llevó nunca a renunciar a los elementos fundamentales de su filosofía. En este sentido se entiende por qué en cada una de las etapas de su peregrinaje por Europa el Nolano estuvo siempre dispuesto a renunciar a todo privilegio y a emprender nuevos viajes, con la esperanza de encontrar un lugar donde poder filosofar en libertad.

En París y Londres, tanto Enrique III como Isabel I recibieron a Bruno cálida y cordialmente. Ambos círculos cortesanos estaban en posición antagónica con respecto al conformismo que imperaba en la universidad. Si en la capital francesa la Academia y el Colegio Real promovían saberes y protegían profesores que difícilmente habrían encontrado lugar en la Sorbona, en Londres la aristocracia cortesana favorecía el surgimiento de cenáculos científicos muy alejados, en cuanto a metodología empleada e intereses, de las aulas de Oxford y Cambridge. A partir de su experiencia personal, Bruno, comprobando la gravedad de la fractura, no vaciló, a uno y otro lado del canal, en hacer una elección política, proclamando su fidelidad al rey de Francia y a la reina de Inglaterra.

Aunque volveremos sobre este tema en las páginas dedicadas a la Expulsión, las dos monarquías –por más que partieran de realidades diferentes y tomaran posturas antagónicas en política exterior– se encontraban desarrollando en el frente interno una batalla que presentaba semejanzas significativas, a las cuales hizo alusión Bruno a través de los repetidos elogios a ambos monarcas en distintos pasajes de los diálogos londinenses. El Nolano entendía que era posible encontrar una serie de puntos comunes, sobre todo en el capítulo de la religión: tanto Enrique III como Isabel I consideraban que el culto debía estar al servicio del Estado y de la civile conversazione (la armonía social), buscando por todos los medios acabar con el fanatismo religioso. En suma, ambos aspiraban a la paz, a promover una política equidistante de los sectarismos católicos y protestantes y, en especial, manifestaban abiertamente su amor por la justicia y el saber.

Ciertamente, Francia atravesaba una situación muy difícil, envenenada por la ferocidad de la guerra civil. No obstante, Enrique III logró adaptar a las nuevas exigencias la política inaugurada por su madre, Catalina de Médici, después de la muerte de Enrique II. La reina madre, totalmente indiferente al culto religioso, había tratado de neutralizar las facciones opuestas, acordando concesiones y reconocimientos jurídicos de acuerdo con los intereses de la Corona. También Enrique III trató de mantener un equilibrio entre el extremismo católico de la Liga y el extremismo protestante de los hugonotes. Detrás de cada decisión tomada con el objetivo de debilitar los bloques antagónicos, se encuentra la decidida voluntad de conservar sano y salvo el Estado y el poder de los Valois.

Al otro lado del canal, en un contexto político complejo, pero mucho menos agitado que el francés, Isabel no dudó en promover una estrategia independiente frente a los fanáticos católicos y protestantes. También el anglicanismo reconocía a la religión la función de instrumentum regni, de vínculo social al servicio del Estado y del poder monárquico51. En defensa de estos valores, Isabel encabezó, tomando decisiones durísimas, campañas represivas contra las facciones rivales. Si en 1580 su puño de hierro se abatió sobre los jesuitas, en 1583 la elección de John Whitgift para el arzobispado de Canterbury dio paso a una feroz reacción contra el puritanismo52.

Como observador y testigo privilegiado, Bruno intuía la afinidad que podía unir a Enrique III e Isabel I, a Francia e Inglaterra. Más concretamente, comprendió toda la importancia de una alianza que, más allá de favorecer la paz, señalaba ante todo la primacía de la filosofía sobre la teología. Sin tener en cuenta este contexto, resulta difícil comprender tanto la génesis de la obra italiana como los interlocutores con los que el mismo Bruno trataba de dialogar. La experiencia parisiense y la inglesa no pueden escindirse y no deben considerarse como momentos separados. Si bien Bruno publicó en Londres con la mirada puesta en la situación inglesa, nunca dejó de preocuparse por lo que sucedía al otro lado del canal. Con su «nueva filosofía» el Nolano buscó granjearse la atención de los aristócratas eruditos que pensaban y operaban en torno a los círculos de los Valois y los Tudor.

2. La Filosofía en el Teatro y el Teatro en la Filosofía:

Lo cómico como forma de conocimiento

Entre París y Londres, Bruno publica en lengua italiana una comedia y seis diálogos. Se trata de una elección consciente, visto que por esos mismos años y en las dos capitales continuó publicando paralelamente tratados en latín1. ¿Es posible considerar entonces los siete textos como etapas sucesivas de un único diseño que, de La cena a los Furores, incluiría también al Candelero? Y, de ser así, ¿cuáles serían las características comunes, el hilo conductor que ligaría estas obras?

A primera vista se podría descartar la elección de la lengua. Exceptuando el latinorum de Mamfurio, sería difícil imaginar una comedia enteramente escrita en la lengua de un pedante o de Virgilio. Con todo, si nos aventuramos más allá de la oposición latín/volgare, los materiales lingüísticos del Candelero constituyen un terreno interesante para comprender el carácter experimental de la escritura dialógica bruniana.

La comedia y el diálogo

Naturalmente, el nexo más evidente remite a la estructura de los géneros literarios y a algunos temas fuertes que recorren las siete obras brunianas. Empecemos por el primer aspecto, por aquello que salta a la vista. Bruno inscribe su brevísima, aunque muy intensa, etapa del volgare en dos géneros de gran éxito en el Renacimiento: la comedia y el diálogo. Dos géneros que, dada su popularidad, no habían podido escapar a la locura clasificadora de los teóricos del siglo XVI. Basta releer la tratadística sobre el diálogo para percibir inmediatamente los puntos de contacto entre ambos géneros.

Carlo Sigonio en De dialogo liber (1562), Sperone Speroni en la Apologia (1574) y Torquato Tasso en el Arte del dialogo (1585) acordaban la existencia de tres tipos de diálogo: el «representativo» (que «se puede llevar a las tablas [...] porque en él se introducen personas que conversan [...] como suele hacerse en las comedias y tragedias»), el «narrativo» o «histórico» («que no se puede llevar a escena porque, a pesar de conservar el autor la primera persona, narra como historiador lo que dijo éste o aquél») y el «mixto» («cuando, a pesar de conservar el autor la primera persona y de narrar como historiador, [introduce luego] el modo de hablar dramatikòs»)2