El valor del samurái - Josep Lopez - E-Book

El valor del samurái E-Book

Josep Lopez

0,0

Beschreibung

¿Qué podrías llegar a hacer si no tuvieras miedo? El miedo es cada vez más frecuente en nuestra sociedad: nos paraliza, nos hace tomar malas decisiones, nos frena. En este libro el lector descubrirá una guía para viajar por su interior, redescubrirse y hacer que florezcan unos valores para combatir ese terror. A través de la historia de un samurái que tiene que recuperar su valor perdido, el lector podrá analizar sus propios miedos.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 182

Veröffentlichungsjahr: 2022

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Josep Lopez

El valor del samurái

Una historia sobre el miedo y sus antídotos

Saga

El valor del samurái

 

Copyright © 2008, 2022 Josep Lopez and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788728044803

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

“El amor ahuyenta el miedo y, recíprocamente, el miedo ahuyenta el amor. El miedo no sólo expulsa el amor, también la inteligencia, la bondad y todo pensamiento de belleza y verdad, de modo que al final sólo queda la desesperación muda. El miedo llega incluso a expulsar del hombre la humanidad misma.”

Aldous Huxley (1894-1963) Novelista, ensayista y poeta inglés.

Nota del autor

Como no podía ser de otra manera, esta historia está basada en hechos reales y la mayoría de sus personajes tienen trazos de personas que conozco o he conocido, pero se trata de un relato inventado.

He preferido no usar el ensayo o el libro de divulgación, géneros que difícilmente podían servirme para transmitir emociones y vivencias personales. Por otra parte, no soy científico, sino un observador de lo que sucede y me sucede, por lo que no estoy cualificado para establecer tesis, teorías o teoremas. Sólo aspiro a comunicar, de la forma más eficaz posible, una serie de pensamientos resultantes de experiencias propias, pensamientos que se pueden resumir en uno: es posible vencer los nuevos miedos que genera la sociedad moderna con nuevas formas de valor.

Así pues, a partir del próximo punto y aparte todo lo que leerás es ficción. El que habla en primera persona no soy yo, sino una especie de alter ego llamado Val. Espero que su historia te sea útil. Y espero también que el valor, el verdadero valor, te acompañe para siempre.

Primera parte

MIEDO

Primer encuentro

¿Se puede empezar una vida nueva con una armadura agujereada y una espada rota?

No lo sé. Yo sólo conozco mi historia, que es una entre millones. Una más, simplemente.

Pero si algo sé con certeza es que ahora estoy dispuesto a intentarlo. Estoy decidido a empezar a construir sobre la tierra devastada que era mi vida hasta hace apenas unas semanas, es decir, hasta que conocí la historia de Ky□ y su determinación para conquistar el valor perdido.

Tal vez sea pretencioso por mi parte creer que esta historia, que es tan sólo la mía, puede ayudar a otros hombres y mujeres. Pero sospecho que en el fondo no somos muy diferentes unos de otros, y si esto es así, una modesta y tenue luz puede llegar a ser para algunos un faro en medio de la más terrorífica oscuridad.

De hecho, pienso que todos somos extraordinariamente parecidos, pues nuestros miedos más elementales nos igualan.

Ése es el gran tema: el miedo.

No se puede vivir con miedo, por eso es tan vital el valor. Quizá te parezca una afirmación fatua o hecha a la ligera, pero no es así. En absoluto. Es literalmente cierta.

El miedo es un aliado cuando te avisa del peligro, pero deja de serlo cuando se instala en tu vida y la preside. El miedo es necesario cuando cumple su función de alerta, pero se transforma en un enemigo indeseable cuando se extralimita en sus funciones y acaba contaminando tu voluntad y tu ilusión.

Todo empezó, como se suele decir, una noche de hace tan sólo unas semanas, aunque en realidad había empezado antes, mucho antes. Esa noche llegué a mi apartamento cansado y tenso, algo que me sucedía a diario desde hacía meses. Lib, mi mujer, estaba de viaje por motivos de trabajo, de modo que el piso estaba a oscuras e inusualmente silencioso.

Dejé la americana y la bolsa con el portátil en la entrada y me encaminé directo a la nevera en busca de algo que llevarme a la boca. Eran más de las once y no había probado bocado desde la una del mediodía, el único momento de la jornada en que pude tomarme un breve descanso para ir hasta la máquina del office, sacar un bocadillo y volver a mi mesa a comérmelo sin apartar la vista de los monitores.

Mi trabajo en la agencia de bolsa Sunbrok me absorbía hasta tal punto que ni siquiera tenía tiempo para ir al supermercado. Me pasaba el día comprando y vendiendo acciones de grandes corporaciones, pero era incapaz de sacar unos minutos para comprar pan, leche y huevos. La situación, además, había empeorado en las últimas semanas, pues corría por la agencia el rumor de que se iban a producir nombramientos en el equipo directivo y yo estaba decidido a ser uno de los afortunados. Ascender suponía para mí no sólo un considerable aumento de sueldo, sino sobre todo la posibilidad de llegar a ser, un día no muy lejano, socio de Sunbrok. Y eso, en el mundo de arenas movedizas en que me muevo, es lo más parecido a un seguro de vida que se puede encontrar. De modo que si ya habitualmente solía dedicar más horas de las razonables al trabajo, aquellos días me encontré haciendo jornadas ininterrumpidas de trece y hasta catorce horas, casi sin pensar en otra cosa que no fueran los resultados y la satisfacción de mis superiores.

El interior de la nevera presentaba el desolador aspecto de una casa abandonada, con tan sólo media docena escasa de productos repartidos por los anaqueles: un yogur caducado aquí, una lechuga renegrida allá, el cadáver de una zanahoria a su lado y un poco más abajo un par de botes de cristal con restos de pâté enmohecido. La situación me habría parecido cómica de no ser por el cansancio y por cierto mal humor que me llevaba a verlo todo un par de tonos más oscuro de lo que en realidad era. Así que, lejos de sonreír, me quedé cabizbajo observando el interior del frigorífico, con la mente en blanco y el ánimo decaído, con una mano apoyada en la puerta y la otra colgando.

Y fue entonces cuando sucedió.

Ni siquiera pude advertirlo porque en realidad no sabía lo que era. Sólo noté que una extraña sensación se empezaba a apoderar de mí. Primero me asaltó un pensamiento extraño, negativo, que más o menos consistía en la idea de que aquella nevera abandonada era un espejo y que me estaba mostrando mi propio interior, tan vacío, frío y desolado como el suyo. Después sentí una emoción consistente en un pesar profundo e intenso, como un abatimiento repentino y radical.

Y justo después llegó el miedo. Un miedo impreciso y, a la vez, intensísimo. Un miedo que surgía de mi propia mente, pues no existía ningún factor externo que lo justificara. Quise evitar sus acometidas cerrando los ojos, pero cuanto más intentaba rehuirlo, más fuerte se tornaba. Era como si una parte de mí se volviera en mi contra e intentara anularme utilizando mis propias fuerzas.

Fue justamente al constatar este contrasentido cuando llegó el pánico. Una sensación física de ahogo, de dolor en el pecho, de falta de aire y de desvanecimiento. Una espiral de angustia que crecía y crecía y crecía. Y un miedo atroz a perder el control de mis actos y mis pensamientos, lo que equivalía a volverme loco.

En apenas unos segundos la confusión se había transformado en miedo, el miedo en pánico y el pánico en la única sensación posible. Sólo una idea me habitaba: de un momento a otro me iba a explotar el pecho o se me iba a ir la cabeza, es decir, me iba a morir, lo cual me provocaba un nuevo terror que alimentaba y engrandecía el miedo que ya sentía.

Y así durante unos instantes interminables, valga la paradoja, hasta que, cuando parecía que todo se iba a acabar para siempre, el miedo y su cortejo empezaron a alejarse hasta desaparecer, como un globo que se desinfla, como el dolor agudo que se desvanece después de hacerse prácticamente insoportable.

Me quedé allí plantado, sin atreverme siquiera a respirar, y mucho menos a gritar o a pedir ayuda. Estuve así un tiempo indefinido, quizás sólo unos minutos, pero sin duda los peores minutos de mi vida.

Por encima del cúmulo de sensaciones que acababa de experimentar predominaba una: el miedo. Un miedo nuevo, diferente a los que conocía hasta ese momento. Un miedo aterrador de origen desconocido. Un miedo que no venía de fuera, sino de mi propio interior, y que sin embargo no podía controlar. Un miedo endógeno y devastador, pues era capaz de anular todas mis defensas y apoderarse de mí.

Después de aquella noche he vuelto a sufrir algunas crisis de pánico, pero ninguna como aquélla, ninguna como la primera. Ahora ya he podido ponerle palabras a esa terrorífica sensación. Y ya se sabe que con las cosas que tienen nombre es posible dialogar.

Vuelta a la anormalidad

A cada momento que pasa estoy más convencido de que nada deviene por casualidad. O dicho de otro modo: casi todo sucede por causalidad. Sólo algunos accidentes, pocos, se abalanzan sobre nosotros sin previo aviso, a traición, como una puñalada por la espalda. El resto es previsible. Si fuéramos capaces de aguzar el oído lo suficiente, podríamos incluso escuchar la cadencia sigilosa que los anuncia, el suceder de notas concatenadas que conducen al desenlace trágico o cómico, pues esa música se produce realmente en nuestro interior.

Yo no sabía nada de eso hasta hace muy poco, como tampoco sabía que me iba a convertir en un reo de miedo o que alguien me explicaría la historia de un samurái llamado Ky□. Seguro que si hubiese prestado la suficiente atención habría escuchado la música a tiempo y nada de eso habría pasado. Pero estaba demasiado ocupado con mi vida para prestar atención a la vida.

Aquella noche de mi primer ataque de pánico pude reunir el mínimo ánimo necesario para llegar hasta el teléfono y llamar al servicio de emergencias médicas. Un par de enfermeros ataviados como policias antidisturbios llegaron al cabo de media hora y su sola presencia me tranquilizó. Me hicieron algunas preguntas poco sutiles dirigidas a averiguar si había consumido algún tipo de droga, pero como vieron que no era el caso y que me expresaba con claridad a pesar del desconcierto, se limitaron a suministrarme un tranquilizante y a recomendarme que acudiera al día siguiente a mi médico de cabecera. Yo asentí y me dejé hacer. Estaba tan asustado que apenas acerté a vocalizar lo suficiente para darles las gracias y decirles adiós.

Después de eso me quedé solo y me estiré en el sofá del comedor. Pensé en llamar a Lib, que a aquellas horas ya debía estar durmiendo en su hotel, pero no quise preocuparla. Pensé en llamar a mis padres, pero en seguida me di cuenta de que los alarmaría en exceso (mi madre se pone de los nervios incluso por un rasguño) y que tal vez aquello que me acababa de pasar no era tan importante. Pensé también en llamar a algún amigo, pero cuando repasé mentalmente la lista de los candidatos me di cuenta de que apenas me quedaba alguno. Y, sin tiempo para pensar más, el sedante hizo su efecto y me abandoné al sueño.

Dormí diez horas seguidas, y ni siquiera escuché la media docena de llamadas al móvil que me hizo a primera hora de la mañana siguiente la secretaria de mi departamento en Sunbrok, extrañada por mi ausencia sin previo aviso. Por suerte era viernes y no tuve que dar muchas explicaciones. Argumenté una súbita migraña y prometí solucionar los temas pendientes desde casa, conectándome a la red de Sunbrok vía internet.

Recordé el extraño episodio de la noche anterior. No sabía exactamente qué me había pasado ni si aquello era grave o no. Lo cierto es que hacía bastantes meses que experimentaba pequeños trastornos como insomnio, cansancios inexplicables, dolores de cabeza intensísimos, angustia, ideas obsesivas (sobre todo relacionadas con el trabajo, pero también con episodios de mi pasado), extrañas inseguridades... Yo lo atribuía todo al estrés: “¿Quién no está un poco estresado?”, pensaba. “Todos lo estamos. Pero alguien fuerte como yo puede resistirlo. Mejor dicho, sólo los fuertes como yo podemos resistirlo.”

Por supuesto, estaba equivocado. Lo razonable habría sido escuchar a mi cuerpo y hacer caso de su mensaje cifrado. Pero ya se sabe que no hay peor sordo que el que no quiere oír. Lo sensato, ahora lo sé, habría sido hablar en seguida con mi médico de cabecera, sobre todo teniendo en cuenta la excepcional circunstancia de que es la hermana mayor de Lib y puedo llamarla al móvil siempre que quiera. La propia Lib insistía una y otra vez en que lo hiciera, pero yo me negaba arguyendo que mis dolencias pasajeras no tenían ninguna importancia.

De modo que no llamé a Gem, ni antes ni después de aquel primer episodio de pánico. Y así sumé un error más a una larga lista de errores. Lo único que puedo decir en mi favor, si es que puedo decir algo, es que al día siguiente, cuando desperté, no había en mí ni asomo de las sensaciones de la noche anterior. Me levanté fresco y descansado, sin rastro de pánico ni de ninguna otra sensación extraña o desagradable. Los síntomas físicos, como la presión en el pecho y los ahogos, habían desaparecido. No sólo no me encontraba mal, sino que disfrutaba de una inusual clarividencia, como cuando el cerebro deja de atender un tema durante unos cuantos días y vuelve a él con una visión nueva.

Tan contento estaba que decidí no hablar del asunto con nadie. No le diría nada a Lib a su vuelta, ni tampoco a mis padres, a los que siempre procuraba mostrar mi mejor cara, es decir, la del hijo pródigo que triunfa en la vida a base de lucha y sacrificio. Ni se lo mencionaría, por supuesto, a mis compañeros de Sunbrok. Sin duda era mejor evitar el tema, especialmente en la agencia, donde el rumor de una enfermedad podía convertirse en mi pasaporte directo y definitivo al fracaso profesional. Había una especie de código no escrito que estipulaba que los fuertes no se ponen nunca enfermos y que los jefes siempre salen de entre los fuertes. Y yo había asumido ese código sin cuestionar su veracidad (y no digamos ya su bondad), así que estaba dispuesto a seguir pedaleando, costara lo que costara.

Después de conectarme un par de horas a la red de Sunbrok pasé el resto del día retomando lecturas pendientes (informes y memorándums, prensa económica: no había tiempo para la literatura). Tan sólo salí un rato a última hora de la mañana para comprar algo de comida. No quise coger el coche por una extraña reticencia, así que caminé unos doscientos metros hasta un colmado del barrio y allí compré lo suficiente para sobrevivir sin problemas unos cuantos días. Volví a casa rápido, pues aunque el invierno estaba en sus últimos días todavía hacía bastante frío.

El sábado me dediqué también a descansar. Noté algún pequeño amago de inseguridad, pero aun así salí un rato en bicicleta. Subí hasta la cima de una montaña de los alrededores de la ciudad y bajé por caminos estrechos a toda velocidad. A media bajada paré, ya que de pronto me asaltó, con inusual intensidad, la idea de que podía caerme, romperme la columna y quedarme paralítico para siempre. Era una bajada que ya había hecho otras veces y jamás se me había pasado esa idea por la cabeza, pero me detuve y decidí escoger un camino paralelo más ancho y plano.

Lib llegó a mediodía del sábado. Comimos unas pizzas mientras me explicaba entusiasmada algunos detalles de su viaje y luego me arrastró hasta la cama, de donde prácticamente no salimos durante el resto del fin de semana. Por supuesto, en ningún momento le dije nada sobre el episodio de la nevera y lo que vino después.

El lunes volví al trabajo. Tuve una extraña sensación al coger el ascensor y subir hasta la planta veintitrés, la de Sunbrok. Fue como si una parte de mí se resistiera a pulsar el botón y después a atravesar la puerta de cristal de la recepción. Pero, al igual que había sucedido con la excursión en bicicleta, decidí no darle mayor importancia.

Durante toda la semana siguiente trabajé más concentrado que nunca, sin perder un segundo en cuestiones superfluas, prestando atención sólo a mi trabajo y sin apenas relacionarme con los compañeros más allá de los saludos de cortesía. Ahora me doy cuenta, gracias a la distancia, de que aquello no era en realidad una vuelta a la normalidad, sino a la anormalidad.

Mi enorme esfuerzo, sin embargo, no tuvo el premio que esperaba. El viernes de esa semana convocaron una reunión de todos los cargos intermedios para anunciar los ascensos y mi nombre no estaba entre los elegidos. Puse cara de circunstancias y aplaudí a los nuevos directivos, como hicieron el resto de compañeros, pero en mi fuero interno me preguntaba qué había hecho mal. Me lo estuve preguntando, sin dejar de mostrar una falsa sonrisa, el resto de la jornada, y aun después, mientras cenaba con Lib en un restaurante de moda del centro. Y también cuando llegamos a casa e hicimos el amor apresuradamente, a medio desvertir, con más ansia que placer. E incluso cuando nos quedamos dormidos en el sofá, enredados y medio cubiertos por una manta.

Dormí poco y me desperté inquieto y aterido. Fui hasta el termostato para subir la temperatura de la calefacción y al volver al sofá pasé por delante del ventanal del comedor que daba a la calle. La luz era tenue y a lo lejos, por encima de los bloques de edificios del otro lado, se veía un resplandor rojizo que anunciaba el principio del día. Me quedé mirando esa luz sin saber por qué y en ese momento me asaltó un terrible desconsuelo. No sabía de dónde venía, pero lo notaba muy dentro y muy intenso, tanto que daba miedo. Entonces recordé la crisis anterior y, como si las hubiera convocado yo mismo, volvieron en cascada todas las sensaciones: la angustia desmedida, el ahogo, la presión en el pecho, la taquicardia, el vértigo, la locura... La falsa locura, claro, pero tan parecida a la idea de locura que yo tenía que no sabía distinguirla de la real. Y con ellas, al cabo de un instante, se presentó en el escenario agitado de mi cabeza el gran protagonista de la obra: el miedo. Miedo al descontrol, miedo a no poder, miedo a la desesperanza, miedo al futuro, miedo al miedo. Y temblor, un temblor que ya no era de frío, sino de puro terror.

Me dejé caer en el sofá y desperté de un codazo a Lib, que nada más abrir los ojos se dio cuenta de que algo anormal estaba sucediéndome.

Era una nueva crisis, sin duda, ligeramente diferente en intensidad a la primera gracias a que las sensaciones ya no eran del todo desconocidas y a que Lib estaba a mi lado. Su presencia me permitió mantener un mínimo de calma, pero cuando quise explicarle cómo me sentía apenas acerté a decirle, en voz susurrada:

-No estoy bien, Lib... No sé qué me pasa, pero no estoy bien...

Lib, preocupada pero serena, supo encontrar la respuesta adecuada:

-Sea lo que sea, Val, necesitas ayuda. Voy a llamar a mi hermana. Y esta vez no me digas que no.

A diferencia de las ocasiones anteriores, no le dije que no. En realidad, no dije nada. Tenía demasiado miedo. Miedo de no saber lo que me estaba pasando. Y miedo de saberlo.

Gem

-¿Eres feliz? –preguntó Gem mientras se quitaba el fonendoscopio.

Lib la había llamado y ella, a pesar de que era muy temprano y estaba durmiendo, apenas había tardado veinte minutos en llegar, los justos para vestirse, tomarse un café y recorrer la media docena de calles que separan su piso del nuestro. Nada más entrar se sentó a mi lado, escuchó con atención mis explicaciones, me auscultó y me lanzó, a bocajarro, aquella escueta e inesperada pregunta.

-Hombre, feliz, feliz... –dudé-. Así, de pronto, no sé qué decirte...

¿Por qué será que nos cuesta tanto responder una pregunta tan simple y tan concreta? ¿Será por qué no estamos acostumbrados a respondérnosla a nosotros mismos? ¿O tal vez porque tenemos miedo de una respuesta sincera?

-Me refiero –concretó Gem- a si estás satisfecho con la vida que llevas, si te sientes bien con las cosas que haces y con las personas que te rodean. Ese tipo de cosas.

-Pero ¿eso qué tiene que ver con lo que me pasa? – pregunté, en parte por saberlo y en parte por ganar tiempo.

-Mucho más de lo crees. Va, responde, ¿eres feliz?

En ese momento Lib se levantó del sofá disimuladamente y se encaminó hacia la cocina, supongo que por respeto a mi intimidad, aunque tal vez porque ya sabía la respuesta.

-Bueno, no llevo una mala vida –contesté dubitativo-. Tengo un buen piso, un buen coche, un buen empleo... Y a Lib, claro. Trabajo muchas horas, eso es cierto, pero no conozco a mucha gente entre los treinta y los cuarenta que no lo haga. Tú misma, fíjate, es sábado temprano y estás trabajando...

-No estamos hablando de mi vida, sino de la tuya.

-Sí, tienes razón –admití.

Gem me tomó entonces el pulso. El contacto cálido de sus dedos contribuyó a calmar un poco mi angustia, que esta vez se resistía a desaparecer del todo. Me animé a compartir con ella algo que me rondaba por la cabeza.