La ilusión - Josep Lopez - E-Book

La ilusión E-Book

Josep Lopez

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Beschreibung

Un libro para todos aquellos que hayan perdido la ilusión. El texto de Josep López ofrece al lector un análisis del pensamiento positivo y de como los valores principales que defienden pueden ayudar a afrontar la vida sin tanta negatividad. Con un estilo ligero y un ritmo bien llevado, el libro es una lectura agradable que ayudará al lector a superar sus miedos, sus prejuicios y los complejos que pueden afectar a su vitalidad y a su día a día.

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Seitenzahl: 118

Veröffentlichungsjahr: 2022

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Josep Lopez

La ilusión

¿Has perdido la ilusión y no sabes cómo ni por qué? Descubre la forma de recuperarla

Saga

La ilusión

 

Copyright © 2009, 2022 Josep Lopez and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788728044797

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

Presentación

Esta historia habla de la ilusión, necesaria para vivir y para emprender cualquier clase de proyecto. Habla, en concreto, de la sana ilusión, la que no niega el presente, sino que lo enriquece y lo proyecta hacia el futuro. Esa que cuando desaparece, por el motivo que sea, nos deja huérfanos de energía vital.

Es una clase de ilusión fácilmente identificable, pues es la que tú y yo hemos perdido en algún momento de nuestras vidas, tal vez hace poco, tal vez sin darnos cuenta, como se pierden unas llaves.

Puede que seas de los pocos o pocas que nunca ha perdido la ilusión (ni las llaves). Entonces es posible que este libro no te diga nada. Pero si estás entre el nutrido grupo de seres humanos que alguna vez hemos sufrido el sinsentido de la vida, la dolorosa ausencia de un proyecto vital, la incómoda sensación de estar en el lugar equivocado haciendo algo equivocado, entonces bienvenido.

Para entrar en esta historia sólo necesitas una cosa: estar abierto a la fantasía, abandonar los prejuicios y dejar salir al niño o la niña que una vez fuiste y que sigue habitando en ti. Porque los niños son los maestros del juego y, como dice uno de los personajes del relato, “sin juego no hay ilusión”.

La protagonista del libro es una mujer normal y corriente llamada Esperanza, que un buen día amanece con un terrible vacío en el pecho y la desapacible sensación de que ya no gobierna su vida. Pero podrías ser perfectamente tú, hombre o mujer, siempre y cuando estés decidido a buscar tu ilusión perdida.

A ella le presto mi voz a partir de la próxima página, porque al fin y al cabo yo soy ella y ella es yo. Y porque, más allá del género o la condición, todos somos seres humanos deseosos de vivir con ilusión.

 

EL AUTOR

1. Dónde están las llaves

Aquella mañana me desperté rara. Antes de abrir los ojos noté a la altura del pecho una especie de vacío, la sensación de que me faltaba algo o de que había perdido algo. Recuerdo que pensé, medio confundida aún en la irrealidad del sueño, que tal vez alguien me había robado el corazón durante la noche y en su lugar había dejado aquel hueco incómodo, o que yo misma lo había extraviado en algún despacho o bajo la mesa de algún restaurante tras una comida de trabajo. Esta idea me sobresaltó. Abrí los ojos, me llevé las manos al pecho y comprobé, aliviada, que el corazón seguía allí y latía con normalidad.

Cuando poco después quise salir de la cama sentí que el vacío se solidificaba y adquiría la consistencia de un lastre o de un ancla. Era paradójico, pero el vacío pesaba. No sólo eso: pesaba tanto que me impedía levantarme y acudir a la cocina, desde donde me llegaban las voces sosegadas de mi marido y mi hija, que hablaban en susurros para no despertarme.

Hacía semanas que me levantaba con dificultad, sin ánimos, y arrancaba los días con la única fuerza de la inercia. A esa falta de energía se sumaba ahora un nuevo peso, una losa de la que no podía desprenderme porque no estaba sobre mí, sino en mi interior.

Con un esfuerzo sobrehumano, alimentado por la posibilidad de ver unos minutos a Lucía antes de que Carlos se la llevara al colegio como cada mañana, conseguí tirar de mi cuerpo e incorporarme, y luego meter los brazos en la bata y arrastrar los pies por el pasillo hasta la cocina.

- Hola, mami, buenos días.

Allí estaba Lucía, ocho años sorprendente_ mente maduros, dando cuenta de una leche con cereales de chocolate hasta la bandera, como hacía siempre que yo no estaba para reprenderla por el exceso de cacao. Me senté a la mesa y recé en silencio para que un alma caritativa dejase caer desde el cielo una taza de café sin otro aditamento que un millón de átomos de cafeína en pie de guerra.

- ¡Vaya cara! –me lanzó Carlos mientras dejaba frente a mí la ansiada dosis de vitalizante matinal y depositaba un beso insulso en mi cabello revuelto-.

 

¿Te encuentras bien?

- Psé... No sé. Creo que todavía no me encuentro...

- Pues deberías buscarte lo antes posible. Te recuerdo que hoy es viernes y hay mucho que hacer. Vendrán Marcos y Ana a cenar, y quedamos en que comprarías algo de comida preparada en aquella tienda de delicatessen que tienes cerca de la librería. Ah, y un buen vino, que ya sabes que son muy sibaritas.

Puse cara de fastidio mientras levantaba la taza de café y me la llevaba a los labios con dificultad: hasta un esfuerzo tan nimio como aquel me resultaba costoso.

- Son amigos tuyos, Esperanza –me reprendió Carlos, al ver mi mohín-. Y hace mucho que no los ves. De hecho, hace mucho que no ves a nadie que no tenga algo que ver con la librería. Estás obsesionada con el negocio. Deberías hacer un esfuerzo y desconectar, ¿no crees? Además, ya sabes que yo no puedo encargarme de comprar. A las cinco recojo a Lucía y la llevo a música, y luego a natación. Hoy es viernes...

Era la segunda vez en un minuto que me lo decía. La verdad era que me daba igual que fuera viernes o cualquier otro día de la semana. En un pasado remoto del que apenas lograba acordarme, los viernes eran días de fiesta anticipada y preludio de aventuras excitantes. Ahora sólo deseaba que llegara la hora de cerrar la librería, fuera el día que fuera, para volver a casa, abandonarme en el sofá y entregarme al sueño que, dicen, todo lo cura.

Al pensar en esto volví a sentir intensamente el vacío en el pecho, justo a la altura del esternón. No me dolía, pero su presencia me resultaba incómoda, inquietante incluso. Quise compartirlo con Carlos:

- ¿Sabes qué me ha pasado hace un momento, cuando me he despertado?

- Tendrás que explicármelo luego, cariño, llegamos tarde al colegio. Vamos, Lucía, acábate la leche que nos vamos...

- ¡¿Luego?! –protesté, usando la escasa energía que acababa de insuflarme el café amargo-. ¿Cuándo es luego? Nunca tenemos un luego...

- Ya ves cómo voy, Esperanza. Yo también tengo mucho trabajo y muchos problemas. No es culpa mía que...

- ¡Pero si sólo te pido que me escuches un minuto!

Carlos se giró hacia mí mientras limpiaba la cara de Lucía con una servilleta y le colgaba la mochila en la espalda, todo en un solo y ágil movimiento. Su mirada me produjo una punzada de tristeza y sentí de golpe, más que pensé, que la vida con él se había convertido en un calendario de actividades programadas que había que ir cumpliendo y que no admitía improvisaciones. Seguro que a su manera me quería, pero últimamente yo tenía la sensación de que en lugar de tener una relación nos limitábamos a gestionarla.

- De acuerdo –concedió tras un momento de duda-. A ver, ¿qué te ha pasado?

- Pues que me he levantado con una sensación muy extraña aquí.

Me señalé el pecho con la palma de una mano.

- Te parecerá raro, pero es como si me faltara algo importante y no supiera qué es. Es angustioso.

- ¿No será que has vuelto a perder las llaves?

- Carlos, que te hablo en serio...

- Bueno, mujer, sólo era una idea. Como las pierdes tan a menudo...

En aquel momento Lucía se acercó, me dio un beso y cogió de la mano a su padre para llevárselo. Carlos se resistió teatralmente.

- Bueno, va, vete, ya hablaremos –concedí, aunque sabía perfectamente que no lo haríamos, que no habría ningún luego, que el día y la vida lo corroerían hasta convertirlo en un nunca.

Mientras los dos se alejaban por el pasillo, dejándome sola de nuevo con mi vacío, oí que Lucía iba cantando: “¡Dónde están las llaves, matarile-rilerile, dónde están las llaves, matarile-rile-ron, chimpón!”.

2. Las libreras tristes

Tuve que buscar las llaves a toda prisa cuando ya iba a salir. No estaban en el bolso del día anterior, sino abandonadas de cualquier manera en un sitio inusual, el mármol de la cocina. No recordaba haberlas dejado allí…

Mientras hacía el trasvase de un bolso a otro, ya en la puerta, pensé en aprovechar la operación para pasar revista a mis objetos cotidianos y asegurarme de que no faltaba ninguno. Por entonces todavía sospechaba que la pérdida de alguno de ellos –el móvil, las llaves de la librería, el mando de la puerta del aparcamiento, la pedeá- podía ser la causa de aquella especie de agujero negro que se había instalado en mi pecho y que se parecía mucho a la sensación de haber extraviado algo. Pero me sentía pesada y sin fuerzas, así que decidí dejar el inventario para más tarde y me limité a volcar el contenido de un bolso en el otro.

Cogí el metro, como cada mañana a la misma hora, y aproveché el trayecto para leer una docena de currículos que me habían enviado para cubrir una plaza de dependiente en la librería. No era la lectura que más me apetecía, por supuesto, pero tenía que hacerlo. En los últimos tiempos, especialmente desde que había ampliado el espacio de la librería con el alquiler de un local más grande, la actividad del negocio se había multiplicado y yo apenas tenía ya contacto con los libros. Ni siquiera podía leer en el metro, y mucho menos en el despacho o en casa, adonde llegaba derrengada después de doce o catorce horas de actividad incesante. Mi trabajo ya no se parecía al de un tiempo atrás, cuando tenía mi pequeña librería de barrio. Entonces mi labor consistía en escoger los libros que quería a vender y aconsejar a los clientes sobre qué títulos se adecuaban más a sus gustos o necesidades. Era un trabajo con el que disfrutaba, pues para aconsejar bien a mis clientes, en especial a los habituales, tenía que leer muchos libros. Y eso, lejos de ser un sacrificio, constituía para mí un verdadero placer.

Sin embargo, desde que el negocio había crecido mi trabajo se parecía demasiado a la gestoría de un gran almacén, a la organización de un espacio en el que había que hacer sitio como fuera a la avalancha de nuevos títulos que, como un tsunami desbocado, nos inundaba cada semana. Me sentía a disgusto con aquella situación, pero la aceptaba como un peaje que consideraba necesario, como un sacrificio inevitable para que las cosas fueran bien, para conseguir que la librería funcionara, pues en aquel momento creía que era lo más importante. Al fin y al cabo, pensaba, ¿quién no renuncia a cosas importantes en su vida? ¿Por qué voy a ser yo diferente? Y así, poco a poco y sin darme cuenta, me iba consumiendo.

A menudo, como sucedió también aquella mañana cuando salí de la boca de metro que me dejaba justo delante de la librería, me venían al pensamiento las palabras que alguien, ya no recordaba quien, había pronunciado un par de años atrás: “Tu negocio tiene que crecer, Esperanza, es la única manera de sobrevivir. O creces o mueres arrollada por los gigantes”. Eso había hecho, crecer, al menos aparentemente, pero no acababa de sentirme a gusto en aquella nueva circunstancia que me privaba de uno de mis placeres favoritos, la lectura, y que hacía cierto el famoso dicho de “en casa del herrero, cuchara de palo”.

Me pasé aquella mañana encerrada en mi pequeño despacho del altillo entrevistando candidatos para cubrir la vacante de dependiente. Entre una entrevista y otra, Marcos, mi mano derecha en la librería, entraba y me recordaba que teníamos una conversación pendiente desde el día anterior y que era importante no posponerla más. Estaba inquieto, lo cual era inhabitual en él. Por lo general, Marcos me proporcionaba el juicio y la tranquilidad que a mí a veces me faltan, pero aquella mañana su semblante mostraba la inquietud de alguien que tiene que comunicar una mala noticia y no acaba de encontrar la forma de hacerlo.

A última hora de la mañana, después de una docena de entrevistas, por fin pudimos hablar. Marcos entró en mi despacho como se entra en un funeral. Se sentó al otro lado del escritorio y me miró. Cuando vi la expresión de su cara supe que se ahorraría los preliminares:

- Esto no funciona, Esperanza. Vamos de mal en peor. Anoche me quedé hasta tarde revisando las cifras de ventas del último mes y hemos dado un bajón tremendo –me alargó una hoja de Excel que rebosaba números-. Ya íbamos mal, pero es que ahora nos salimos del cuadro... por abajo.

- Pues no lo entiendo –dije con fastidio-. Estamos haciendo lo mismo que hacen otras librerías grandes, ¿no? Tenemos las novedades y a la vez un buen fondo, aplicamos los mayores descuentos posibles, hacemos presentaciones de libros, abrimos a mediodía y los sábados, e incluso algunos domingos, editamos una revista electrónica, vendemos por internet... ¿Qué más tenemos que hacer?

Nos quedamos los dos rumiando. Marcos, que siempre se mostraba asertivo y contundente cuando hablábamos de la gestión de la librería, no sabía qué decir. Con una mano se rascaba la nuca por encima del cabello corto y con la otra agitaba en el aire un bolígrafo sin un ritmo aparente, como un director de orquesta desconcertado.

- ¿Qué crees que está pasando, Marcos? –le pregunté, en parte porque no lo sabía y en parte por romper aquel silencio incómodo.