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Un libro sobre crecimiento personal que habla de la búsqueda de un espacio vital propio. Muchas crisis de pareja tienen origen en la ausencia de este espacio. Todo el mundo necesita su jardín secreto emocional y creativo. Un lugar donde crecer como personas, donde refugiarse para crear, donde reinventarse. Este jardín secreto es ideal para los autocuidados y para poder, así, tener estabilidad y cualidad en las relaciones interpersonales.
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Seitenzahl: 141
Veröffentlichungsjahr: 2022
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Josep Lopez
Nuevas claves para unas relaciones sanas y duraderas Georges Escribano.
Saga
Los jardines secretos
Copyright © 2010, 2022 Josep Lopez and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788728044780
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.
www.sagaegmont.com
Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com
Cuando una pareja se separa o se divorcia, se suele escuchar a alguno de los protagonistas (o a los dos) decir cosas como: “¡Es que me faltaba el aire!”. O bien: “¡Necesitaba mi propio espacio!”. O incluso cosas más concretas del tipo: “¡No me dejaba ni escuchar la música que quería!”. O: “Se enfadaba si salía una noche con mis amigas”.
En estos casos, como en la inmensa mayoría de separaciones, sean de mutuo consentimiento o tras ver volar los platos por encima de las cabezas de los respectivos, la realidad es que uno de los dos abandona el hogar común y trata de construir uno nuevo, buscando ahí el espacio y el aire que al parecer le faltaban. Lo cual, como es fácil de suponer, lleva asociadas toda una serie de consecuencias, por supuesto emocionales (las más difíciles de digerir y gestionar, máxime si hay hijos de por medio), pero también sociales y económicas.
Muchas veces la añoranza o la inexistencia de ese “espacio propio” es esgrimida como un argumento de peso, como una razón que al parecer justifica la separación. O bien, sin llegar a la separación, esa falta de espacio aparece indirectamente en forma de agresividad o tristeza, e incluso de enfermedad, según las diferentes estructuras de personalidad. O, dicho de forma más sencilla, según la forma de ser de cada uno. La enfermedad, por ejemplo, se da con frecuencia en parejas que no desean llegar al extremo siempre doloroso de la separación, pero que de alguna forma, muchas veces inconscientemente, perciben que algo no funciona bien en la relación. Ese algo casi siempre tiene que ver con la falta de un ámbito de desarrollo personal, o con la estrechez de éste.
Lo que nos proponemos exponer en este libro es que ese espacio, al que nosotros hemos llamado eljardín secreto (ya se verá porqué), es no sólo algo bueno para el desarrollo de la persona, sino incluso imprescindible para que sus relaciones, especialmente las de pareja pero también las familiares, las laborales y las sociales en general, sean adultas, sanas y constructivas.
Vaya por delante que si usted no tiene problemas de pareja, o de relación en general, no debe preocuparse: es muy probable que ya tenga su jardín secreto, o que considere que eres feliz sin él (aunque esto último tal vez esconda un autoengaño, una estrategia adaptativa). Este libro está indicado para los que sí tienen o han tenido problemas. O para los que quieren prevenirlos, porque ya se sabe que solemos acordarnos de Santa Bárbara cuando ya truena y relampaguea, más aún, cuando ha diluviado y tenemos el agua al cuello.
La mayor novedad que aspiramos a aportar es la constatación empírica y la explicación científica de la necesidad de ese espacio propio en todas las personas. Y la descripción, a partir de casos reales, de cómo se puede lograr una mejor relación de pareja (independientemente del origen, el nivel social o la orientación sexual), lo que extrapolado puede servir incluso para las relaciones entre países o culturas.
Las neurociencias, junto con la Psicología en sus diferentes variantes, han aportado datos y experiencias suficientes en los últimos años sobre el ser humano y sobre el funcionamiento de nuestro cerebro como para poder afirmar, con una sólida base de conocimiento (es decir, más allá de lo que nos dicta el frecuentemente engañoso sentido común, teñido de cargas culturales ancestrales), que los seres humanos necesitamos, para serlo de verdad y de forma adulta, construir nuestro propio jardín secreto, físico y/o psíquico. Dicho de otra forma, el jardín secreto es una necesidad humana, y su existencia, cuidado y respeto permite relaciones sanas y equilibradas en las parejas. Es más, la creación de ese lugar es indisociable de la evolución del individuo hacia la madurez y un síntoma de buena salud mental.
Alguien podrá decir que este es un invento más de la sociedad egótica (centrada en el ego) del siglo XXI, una creación intelectual al servicio de unos impulsos poco o nada intelectuales. Dicho de otra manera: la justificación de algunas personas para no tener que comprometerse, o para “hacer su vida” sin tener que dar explicaciones a la pareja. Nada más lejos de la realidad, que se encarga pertinazmente de demostrar, tanto dentro como fuera de la consulta del psicólogo/a, que el respeto absoluto hacia el espacio íntimo del otro o la otra no sólo es compatible con el amor, el altruismo y la compasión, sino que es una condición sine qua non para que una pareja funcione verdaderamente como tal. Y es así porque la persona que conoce su propia intimidad y la valora es capaz de construir desde esa intimidad, mientras que la que no la posee (porque la ignora o porque renuncia a ella), poco o nada puede aportar a la intimidad de la pareja.
Todo lo cual, como se verá, no parte de una simple teoría, sino que es el producto de años de práctica profesional en el campo de la psicoterapia y del psicoanálisis, así como de una observación y análisis de las relaciones sociales. Esta doble observación, la psicológica y la social, da como resultado un hecho: que en aquellas parejas en que existen jardines secretos por ambas partes la relación es más satisfactoria y duradera.
En francés, la expresión jardin secret (jardín secreto) ya evoca un lugar íntimo propiedad de cada uno y que no se suele compartir con nadie o casi nadie. También existe una película, The Secret Garden (1993, dirigida por Agnieszka Holland y producida por Francis Ford Coppola, basada en un libro de Frances Hodgson Burnett muy anterior, de 1910), titulada así porque de forma alegórica se refiere a un espacio cerrado a los demás, un espacio secreto en el que los protagonistas, un grupo de niños, encuentran un lugar para su crecimiento personal. En otros idiomas tal vez hablaríamos de intimidad, en el sentido de “conjunto de sentimientos y pensamientos que cada persona guarda en su interior” (Diccionario de uso del español, María Moliner), aunque a esta definición eventualmente le faltaría, junto a los sentimientos y los pensamientos, las acciones privadas, incluyendo entre ellas la creación y cuidado de espacios propios.
En cualquier caso e idioma, la expresión suele limitarse al ámbito del individuo, olvidando que los seres humanos somos también en relación a los demás, es decir, somos parte de una sociedad. Como ya dijo Platón, somos “animales sociales”. Por eso hemos querido pluralizar el jardin secret y titular este libro Los jardines secretos, pues creemos que para que las relaciones funcionen bien, ya sea en el ámbito de la pareja o en otros todavía más complejos, incluyendo las relaciones entre países, cada parte debe tener su propio espacio, su propio territorio. Es decir, debe haber más de un jardín. Sólo así se pueden crear relaciones entre iguales. Es decir, relaciones saludables y potencialmente duraderas.
“Creo que una de las razones por las que mi matrimonio ha funcionado es porque ambos somos extranjeros, ambos sabemos que el otro sueña en un idioma que no conocemos”.
Nancy Huston, lingüista y novelista.
Como seres humanos somos una curiosa mezcla de mente y cuerpo (y tal vez de alma, pero ese es un tema que no tocaremos aquí). Somos, además, individuos, es decir, seres autónomos, pues cada uno de nosotros dispone de una mente y de un cuerpo que, al menos a priori, son distintos del resto de mentes y cuerpos, que sumados conforman nuestra especie. Eso es lo que nos dice la observación, la experiencia y el sentido común. Ahora bien, no somos individuos sin más, sino individuos “relacionales”, es decir, esencialmente gregarios. Y eso lo complica todo.
Resulta que nos necesitamos unos a otros, otras a unas, y eso nos lleva a actuar a veces de formas poco razonables, alejadas de la sabia Naturaleza y de lo que sería una simple y clara relación entre animales (cosa que también somos, no lo olvidemos). La tela de araña que confeccionamos con nuestras relaciones, especialmente a través de las diferentes formas en que nos comunicamos, es tan enrevesada que a veces perdemos de vista estas afirmaciones tan elementales, es decir, que somos seres individuales y que nuestra mente y nuestro cuerpo son de uso privado, a menos que decidamos libremente otra cosa.
Pasemos un momento al escenario de lo práctico para ver cómo a veces olvidamos esto. Imaginemos, por ejemplo, el siguiente diálogo entre una pareja al borde de una (evitable) separación:
“- Pero, ¡¿cómo has podido serme infiel?!
- Fue sólo una relación de una noche, algo intrascendente. No significa nada, te lo prometo.
- ¿Cómo que no significa nada? ¡Eso será para ti! ¡Para mí es una traición con todas las letras!
- Es que fue un impulso, no pude evitarlo.
- Si me quisieras lo habrías evitado.
- ¡Claro que te quiero! Lo de la otra noche fue una tontería, no tiene nada que ver con el amor. Yo te quiero a ti, ya lo sabes.
- ¿Y cómo te voy a creer ahora, después de lo que has hecho? Nunca más podré confiar en ti. Debemos separarnos.
- ¡¿Separarnos?! Pero eso es una locura. Te lo repito, yo te quiero. Además, están los niños, la casa…
- Sí, ya veo que te importa todo menos yo. No sé por qué te casaste conmigo entonces. Cuando uno se casa deja de ser uno, es parte de una familia. Y tú no pareces haberte enterado.
- Pero casarse no quiere decir anularse.
- Tú nunca te anularías. Antes prefieres anularme a mí, ¿verdad?
- Estás haciendo demagogia. Tú sabes que estas cosas pasan en las parejas cada día y no por eso tienen que separarse. De hecho, si no hubieras hurgado en mi móvil ni siquiera estaríamos hablando de esto ahora. Eso ha sido una gran falta de respeto…
- Sí, claro, y yo iría por ahí paseando con unos cuernos de dos palmos y sin saberlo. ¿Te parece bonito? Si fuera al revés no te haría ninguna gracia, ¿verdad?
- No, claro. Por eso yo prefiero no enterarme de lo que haces o dejas de hacer.
- Sí, tú siempre igual: ojos que no ven, corazón que no siente... Lo que pasa es que ya no te importo y por eso te da igual lo que haga. Si te importara no me habrías hecho esto.
- No, no es eso. Le estás dando al tema una importancia que no tiene.
- ¡¿Que no la tiene?! Ahora verás tú si lo tiene. Me voy a hacer las maletas.
- Pero, cariño…
- Y no me vuelvas a llamar cariño.
- Pero…
- Ni pero ni nada. Me voy. Ya tendrás noticias de mi abogado”.
Y así podríamos seguir hasta el portazo final, o hasta más tarde, cuando se ven ante el juez o ante el notario o en el mostrador de una inmobiliaria tratando de buscar un piso de alquiler o de vender la casa común. O, peor aún, rodeados de abogados y negociando a cuatro bandas la custodia de los hijos, hablando de horarios rocambolescos y de gastos que nadie puede o quiere asumir.
Por cierto, un pequeño inciso: cuando ha leído usted el diálogo anterior, ¿ha identificado inmediatamente al infiel como hombre y a la traicionada como mujer? Si es así, fíjese en que en ningún momento se especifica el sexo de los dos miembros de la pareja que habla: podrían ser dos hombres, dos mujeres, una pareja heterosexual en que él ha tenido una relación extramarital o bien esa misma pareja pero siendo ella la infiel. Con esto nos gustaría advertirle sobre los prejuicios que todos tenemos y que, en la medida de lo posible, sería bueno aparcar para sacar provecho de este texto, en el que hemos procurado no usar clichés sino situaciones concretas, para hacer evidente así que las circunstancias pueden ser infinitamente variadas y todas ellas igual de válidas.
Volviendo al ejemplo, seguro que quien más quien menos ha vivido una situación similar a la representada, bien sea en carne propia o en la de algún amigo/a o familiar, y por eso todos sabemos que este tipo de dramas cotidianos están a la orden del día y traen enormes complicaciones, tanto a los protagonistas directos como a los que reciben las consecuencias vía carambola.
Pero rebobinemos un momento y analicemos el diálogo anterior desde el punto de vista del respeto a la individualidad. ¿Qué vemos? En primer lugar, parece claro que tenemos a dos individuos que en un determinado momento decidieron formar una pareja y que no establecieron claramente dónde acababa cada uno de ellos y dónde empezaba la pareja. Es decir, los límites. Uno de los dos, además, da por supuesto que al casarse se diluyen los límites de lo individual para pasar a formar parte de un ente llamado “familia”, obviando el hecho objetivo de que esto no tiene por qué ser así a menos que uno decida arrancar de cuajo su propia individualidad y lanzarla al contenedor de los residuos orgánicos (suponiendo que la individualidad sea orgánica).
Por tanto, tenemos un primer problema detectado: no establecer los límites entre individuos y pareja. Es esto y no otra cosa lo que lleva a uno de ellos a considerar que la aventura es una “traición”, consideración falsa, pues sólo puede haber traición si antes se ha establecido un contrato en el que figure claramente qué dará uno al otro (y que no). Ni siquiera el famoso “prometo serte fiel en las alegrías y en las penas, en la salud y en la enfermedad” del matrimonio cristiano habla, al menos de forma explícita, de la prohibición a los contrayentes de tener relaciones extramaritales.
Por otra parte, en el transcurso de la discusión entre la pareja aparece otro elemento importante: uno de ellos ha tenido una “aventura” y se justifica ante el otro, asegurándole que no tiene la menor trascendencia, que se trató sólo de “un impulso”. Está claro que podía haber reprimido el impulso, y está claro también que si nos dejáramos llevar siempre por nuestros impulsos todavía viviríamos en un estado selvático (los que sobrevivieran, que serían pocos). Ahora bien, ¿tenía que reprimirse? ¿Esa represión formaba parte del contrato establecido para formar la pareja? Y yendo aún más lejos, ¿hubiera sido sano reprimir el impulso? Como seguramente adivinará el/la lector/a, la respuesta a esta última pregunta es no: no es sano reprimir un instinto a menos que busquemos una forma satisfactoria de canalizarlo. Esto tiene una explicación llena de sentido que, si nos lo permite, le daremos un poco más adelante para no entretenernos con explicaciones científicas farragosas.
Ahora vamos con el tercer aspecto destacado de la discusión de esos futuros separados: ¿Cómo se sabe que uno de ellos ha tenido un affaire? Pues porque el otro/a ha “hurgado” en su móvil, descubriendo probablemente allí algún SMS del tipo: “Estuvo muy bien lo de la otra noche, cuando quieras repetimos”. Obviando el posible debate entre si es lícito o no que un miembro de la pareja mire los SMS o los e-mails del otro (por supuesto nosotros creemos que no lo es), lo destacado del asunto es que hoy en día muchas parejas no establecen pautas claras sobre su espacio propio dentro de la relación, u olvidan incluir en él los ámbitos de comunicación privada que nos proporcionan las nuevas tecnologías. Dicho de otra forma, el móvil, el correo electrónico y cualquier otro aparato que sirva para la comunicación de un individuo con otros individuos forma parte de su jardín secreto, de un espacio propio que debe ser respetado. Nadie debe ofenderse si su pareja protege con un pin el móvil o si no le revela las claves de acceso a su correo electrónico. Es más, nadie en su sano juicio puede pretender que su pareja sea transparente y abierta como una copa de cristal: todos tenemos un lado opaco, y en contra de lo que algunos creen eso no es una falta de respeto o de consideración hacia la pareja, sino una necesidad vital (literalmente hablando, como vamos a ver).
¿Por qué entonces, si todos parecemos entender y aceptar esto, se dan situaciones como la descrita anteriormente? ¿Por qué se dan faltas de respeto en el ámbito de la pareja que a veces acaban en violencia psicológica o incluso física? ¿Qué hay en el fondo de todos estos dramas cotidianos (y perfectamente evitables) que jalonan nuestra vida y a veces la trastocan irremisiblemente? He aquí la respuesta: nuestras necesidades como seres humanos, la necesidad de protección y de amor, pero también de libertad y experimentación. Lo veremos en seguida bajo la lupa de la Antropología y de la Psicología. Pero antes de hablar de lo que nos mueve, nos detendremos un momento en nuestro objeto de estudio, es decir, en la definición de lo que es (y lo que no) un jardín secreto.