El viaje de Tomás y Mateo - Lisandro N. C. Urquiza - E-Book

El viaje de Tomás y Mateo E-Book

Lisandro N. C. Urquiza

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  • Herausgeber: Bärenhaus
  • Kategorie: Erotik
  • Sprache: Spanisch
  • Veröffentlichungsjahr: 2020
Beschreibung

Esta apasionante novela relata la historia de Tomás, un joven argentino que emprende un viaje de una semana a dos lugares referentes de Europa: París y Roma. En una de esas ciudades, y por la interacción del destino, conoce a Mateo, un compatriota que, al igual que él, llega a ese lugar huyendo de su pasado. Este encuentro casual iniciará una amistad que, inevitablemente, se irá convirtiendo en algo vertiginoso y trascendental para ambos.  Con una narrativa sencilla y atrapante, Lisandro N. C. Urquiza nos lleva de paseo por una historia llena de diversos escenarios, lugares comunes y sensaciones encontradas.  El viaje de Tomás y Mateo no es solo una ficción sobre una historia que pudo ser, es también una historia que busca visibilizar la diversidad e inspirar la liberación de los prejuicios.

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Urquiza, Lisandro N. C.

El viaje de Tomás y Mateo / Lisandro N. C. Urquiza. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Bärenhaus, 2020.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-4109-91-0

1. Narrativa Argentina. 2. Literatura Juvenil. 3. Novelas. I. Título.

CDD A863.9283

© 2020, Lisandro N. C. Urquiza

Ilustraciones de cubierta e interior: Natalia Cañás

Diseño de cubierta e interior: Departamento de arte de Editorial Bärenhaus S.R.L.

Todos los derechos reservados

© 2020, Editorial Bärenhaus S.R.L.

Publicado bajo el sello Bärenhaus

Quevedo 4014 (C1419BZL) C.A.B.A.

www.editorialbarenhaus.com

ISBN 978-987-4109-91-0

1º edición: diciembre de 2020

1º edición digital: noviembre de 2020

Conversión a formato digital: Libresque

No se permite la reproducción parcial o total, el almacenamiento, el alquiler, la transmisión o la transformación de este libro, en cualquier forma o por cualquier medio, sea electrónico o mecánico, mediante fotocopias, digitalización u otros métodos, sin el permiso previo y escrito del editor. Su infracción está penada por las leyes 11.723 y 25.446 de la República Argentina.

Sobre este libro

Esta apasionante novela relata la historia de Tomás, un joven argentino que emprende un viaje de una semana a dos lugares referentes de Europa: París y Roma. En una de esas ciudades, y por la interacción del destino, conoce a Mateo, un compatriota que, al igual que él, llega a ese lugar huyendo de su pasado. Este encuentro casual iniciará una amistad que, inevitablemente, se irá convirtiendo en algo vertiginoso y trascendental para ambos.

Con una narrativa sencilla y atrapante, Lisandro N. C. Urquiza nos lleva de paseo por una historia llena de diversos escenarios, lugares comunes y sensaciones encontradas.

El viaje de Tomás y Mateo no es solo una ficción sobre una historia que pudo ser, es también una historia que busca visibilizar la diversidad e inspirar la liberación de los prejuicios.

Sobre Lisandro N. C. Urquiza

Lisandro N. C. Urquiza nació en Gualeguaychú, Entre Ríos. Siendo aún un niño, su familia se mudó a Buenos Aires por razones laborales. Su educación secundaria fue comercial con orientación en Lengua y Literatura. Más tarde se graduó en la Universidad Nacional de Luján como Licenciado en Administración. Con el paso de los años, y trabajando tiempo completo en una empresa financiera, comenzó a transitar en la literatura. Publicó en 2018 su primera novela Los chicos rubios. En 2019, la continuación, Oleg y los chicos rubios.El viaje de Tomás y Mateo es su tercer libro. Una historia independiente de las anteriores, aunque con algunos escenarios en común. Actualmente se encuentra trabajando en Tomás y Mateo, una nueva vida, de próxima publicación. Y la saga continuará con: Aurek y los aldeanos, Dionisio y el Rey y Nano, el Tropillero.

Índice

CubiertaPortadaCréditosSobre este libroSobre Lisandro N. C. UrquizaCapítulo 1. De Buenos Aires a París - Una fotoCapítulo 2. Algo se aproxima - Jazz & Blues - Una mochila y un sentimientoCapítulo 3. Compatriotas - Amigos - Un libroCapítulo 4. Domesticando a Mateo - Tres cajas - OlegarioCapítulo 5. Paseos y revelaciones - Una cartaCapítulo 6. Mateo, el protector - Se sintió maravillado - Se sintió queridOCapítulo 7. Desayuno francés - Ruiseñores en mi ventanaCapítulo 8. Una remera roja - Esos ojos…Capítulo 9. Italia - Perdón por mi estupidez - ¿Quién es Tommy?Capítulo 10. Mateo y Elisa, los gemelos fantásticos - Te quiero muchoCapítulo 11. Herida - La familia italiana - La familia argentinaCapítulo 12. Una charla a corazón abierto - El viaje cambió su mundoCapítulo 13. Lo mejor de mi viaje, parte 2Capítulo 14. Roma - Todos a bailarCapítulo 15. El chico de la moto - Horquillas en el pelo - Un besoCapítulo 16. ¿En dónde está Mateo? ¿Quién es Fabrizio?Capítulo 17. Como una bolsa de basura - Una invitaciónCapítulo 18. Italia de día - La tienda de FrancescoCapítulo 19. Una bicicleta - Un moño negro - Alguien que me ame de esa formaCapítulo 20. Me gustás mucho - La batalla por TomásCapítulo 21. La gran noche de Mateo - Una flor blancaCapítulo 22. El matrimonio Salvatore - Tomás, héroe de la nocheCapítulo 23. El Príncipe - Un Vals - Cien hombresCapítulo 24. De naranjas y otros amoresCapítulo 25. Fuegos artificiales - La forma en que luces esta nocheCapítulo 26. Te entrego mi corazón - Sí a todoCapítulo 27. La primera noche - Amor verdaderoCapítulo 28. La visita al signore AntonioCapítulo 29. Bajo un pino - CompañerosCapítulo 30. Una respuestaCapítulo 31. Reencuentros - Te voy a extrañarCapítulo 32. La segunda nocheCapítulo 33. Los hermanos Prado - Entre dos mundosCapítulo 34. Un año atrás, una nota y un pianoCapítulo 35. Preparando las valijas - Un libroCapítulo 36. De abogados y otros menesteres - Las vueltas de la vidaCapítulo 37. Sebastián, chico rubio - Y mejor amigo de ElisaCapítulo 38. La banda de Mateo - Mariposas en los brazos - ¿Quién es ese chico?Capítulo 39. A la deriva - Dos vasos de café humeanteCapítulo 40. Mateo en el país de las maravillasCapítulo 41. Elena y el señor HitchcockCapítulo 42. El pasado de Tomás - Hora de cambiar algunas cosasCapítulo 43. Del cielo al infierno - LuchitoCapítulo 44. El Centro Comercial y el barrio que NO es un puebloCapítulo 45. “Olegario Bistró” - Dejá que hablenCapítulo 46. Un año y una camiseta para LucianoCapítulo 47. Una decisión - Demasiadas emocionesCapítulo 48. Sos todo para mí - Es lo que debe serCapítulo 49. EpílogoPlaylist del libroGlosario de argentinismos

CAPÍTULO 1 DE BUENOS AIRES A PARÍS UNA FOTO

Tomás se sentó un momento y esbozó una sonrisa tranquila. Por fin había llegado a su destino después de un viaje de varias horas en avión que lo trasladó desde Buenos Aires, en el cual solamente había tenido un momento de descanso —cuando se registró en el hotel— y, al cabo de media hora el transporte de la agencia de turismo ya lo llevaba rumbo a su primera excursión en la capital de Francia.

Se encontraba sentado en las escalinatas que lo invitaban a ingresar a una de las máximas referencias arquitectónicas de París: la Catedral de Notre Dame. Desde esa ubicación, observaba todo lo que sucedía a su alrededor. En un momento dado, se entretuvo escuchando el relato del comunicativo guía de un grupo de turistas españoles, quien, en un idioma mezcla de español con francés, predicaba con mucha seguridad: “En esta época, París renace, con las avenidas ribeteadas de verde claro y los árboles en flor. Los días se alargan y se nota un pequeño aire a vacaciones, y el perfume del algodón de azúcar invade las avenidas. Los paseantes vuelven a descubrir los jardines y las orillas del Sena, a pie, en bicicleta o con patines”.

—¡Lindo curro el del guía! —reaccionó Tomás verbalmente—. ¡Con las estupideces que les dice a los turistas, se debe estar llenando de plata!

—¿Qué dijo? —le preguntó un hombre de avanzada edad. Evidentemente, tenía su oído bastante afinado, a diferencia de sus extremidades que se movían en cámara lenta.

—¡Nada, nada, mi amigo! —se apuró a responder Tomás—. Solo era una reflexión.

Junto a su esposa, el jubilado español pasó cerca de Tomás a la misma velocidad que una tortuga y, con una sonrisa, festejó el dicho del joven haciendo una “V” con los dedos índice y anular.

Una vez que la pareja se alejó, el argentino de pelo amarillo se colocó los auriculares del teléfono, buscó en la playlist del aparato la canción “Freak of the week” y, luego de hacer esto, comenzó a revolver dentro de su mochila. Como si fuera la maleta mágica de Mary Poppins, sacó de esta un termo con agua caliente, un mate, una yerbera de latón y, para terminar de armar el “equipo matero”, una pequeña bombilla de alpaca. Volcó yerba mate en una pequeña calabaza hueca, la humedeció con un poco de agua caliente y, finalmente, enterró allí la bombilla.

Así, como si estuviera en cualquier plaza de Argentina, comenzó el rito del mate. Sentado con las piernas cruzadas, Tomás se dedicó a disfrutar del paisaje y de su infusión calentita al ritmo de la música, que lo aisló por varios minutos del hormiguero de turistas que lo rodeaba.

Algo le llamó la atención en medio de su observación y otra vez hurgó en la mochila. Sacó una pequeña bolsa de tela que originalmente había sido el envoltorio de una remera y que ahora se había convertido en estuche de una cámara de fotos. Dejó el termo y el mate en el peldaño sobre el que estaba sentado y tomó la cámara; esta no poseía otra tecnología más que la de tomar buenas imágenes para después poder bajarlas a una computadora. Hecho esto, comenzó a apuntar a diferentes objetivos y disparó a cuanta cosa lo sorprendía: paisajes, personas, situaciones, etc. Se detuvo un momento para cebar nuevamente un mate y rio al ver cómo dos turistas se peleaban por el lugar en la fila para ingresar. Riéndose por la cómica situación, se puso de pie y siguió tomando fotografías de todo lo que veía. ¡No era para menos: estaba visitando uno de los lugares más emblemáticos de París! Por supuesto, Tomás ignoraba que, con los años, ese lugar se convertiría en una sombra humeante y las imágenes que estaba capturando serían un tesoro de ese gótico y antiguo esplendor.

Debió sacar medio centenar de fotos de un solo golpe: la Galería de los Reyes en la fachada principal, las gárgolas, las campanas nuevas, el rosetón del ala sur, las puertas de la fachada oeste y los arbotantes, una suerte de arcos gigantes cuyo nombre se enteró por el guía de turismo de los españoles. Tomás no tardó mucho en iniciar con él una charla pues, si algo caracterizaba al muchacho argentino era que sabía cómo hacerse entender en cualquier lugar al que iba, aunque desconociera el idioma. Su principal característica consistía en saber llegar a las personas. Utilizaba el lenguaje correcto para cada situación; no tenía problema en conversar con quien se le cruzara, siempre con educación y de manera ubicada. Era un argentino ciento por ciento —cosa fácil de notar por su acento y por el mate que llevaba a todos lados—, aunque por fuera daba la apariencia de ser originario de algún país de Europa oriental.

Su mata de pelo, rubio claro tirando a cobrizo, no llegaba a ser una melena, pero enmarcaba perfectamente los rasgos de su rostro anguloso y blanco como un copo de nieve. Los pómulos, bien definidos, se fundían con una serie de pecas que descansaban sobre las mejillas y componían, junto a un par de ojos verdigrís, un rostro aniñado que le daba el aspecto de un joven de veintitantos aunque, en secreto, su reloj biológico contaba treinta y dos años. Tenía siempre actitud jovial, amable y simpática; era una de esas personas a las que uno se alegra de ver porque transmiten “buena energía”.

Su estatura era más bien media: poco más de un metro setenta, acorde con el resto de su cuerpo delgado pero fibroso. Su andar era un tanto gracioso, pues lo hacía como dando pequeños saltos con los que daba la sensación de que se caería para adelante. Era una persona que estaba continuamente en movimiento; solo se lo veía quieto o tranquilo cuando se sentaba un rato con su mate o a escribir notas en su cuaderno.

Vestía ropa acorde con la primavera boreal: un jean liviano, botitas “converse” blancas, una remera gris que combinaba con un sombrero estilo borsalino que, además de darle un toque de moda, lo protegía del sol y evitaba que su tan lacio cabello le cayera sobre la frente.

Todas estas características hacían que “Tommy” raramente pasara desapercibido en algún lugar que visitara.

Antes de ingresar a la Catedral, se dispuso a tomar la foto que seguramente ocuparía el lugar de “perfil” en alguna red social. Recurrió a la vieja y nunca pasada de moda costumbre de pedirle a alguien que lo retratara. Miró a su alrededor para ver si encontraba algún alma caritativa que hablara en español o que entendiera al menos con señas cuál era el servicio que requería. El grupo de jubilados españoles ya había entrado al edificio junto a su guía, así que tenía menos esperanzas de conseguir a alguien que hablara su mismo idioma. Fiel a su estilo, bajó por la escalinata hasta llegar a la vereda y, con el tono de un rematador o de un vendedor de diarios, preguntó:

—Oiga, usted, el de la gorra blanca, Can you take me a picture?

Silencio absoluto. La gente pasaba de largo como si nada y era obvio: con semejante mezcla de palabras de distintos idiomas que Tomás metía en cada frase, no se llegaba a entender en qué idioma hablaba (ya que su inglés era bastante básico).

—Hey, do you understand? Speak Spanish?

De vuelta el silencio… y la indiferencia. Al parecer, los turistas que allí pasaban no hablaban español o inglés y los que sí lo hacían no tenían intenciones de responderle, lo cual le sorprendió de un modo poco grato.

—¿Habla español, señora? ¿Przepraszam? —preguntó en polaco a algunas de las personas que caminaban frente a él.

Nadie le respondía. Turistas y residentes pasaban por su lado y le hacían señas como si no entendieran; así fue preguntándoles a varias personas de todo tipo que le decían cosas en diferentes idiomas.

—Vous parlez espagnol ? —preguntó a un señor vestido con una remera blanca y una boina negra.

Nada; el sujeto ni siquiera le respondió.

«Mierda, tampoco estoy pidiendo nada tan difícil —dijo para sí—, con el gesto que hago con la cámara debería ser más que suficiente para que se den cuenta». Parecía increíble que, siendo este idioma tan universal y encontrándose en un punto al que llegan personas de todas partes del mundo, justo diera con gente que no entendía lo que el muchacho argentino decía. Finalmente, sin poder contenerse e imitando la pose de Miranda Priestly —una de sus villanas de película favoritas—, exclamó:

—¿Tan difícil es que me quiera sacar una foto? ¿Acaso pido el cielo y las estrellas?

En voz altísima, la frase se escuchó como si fuera el megáfono de un guía hablándole a sus turistas, con tanta gracia que un muchacho que pasaba por allí se detuvo y, mientras sujetaba la tira azul de una mochila, le gritó:

—Calmate, flaco, yo te saco la foto.

Tomás escuchó esas palabras y comenzó a mirar hacia distintas partes para averiguar quién era su “salvador”. Cuando finalmente divisó al muchacho, respondió:

—¿En serio? ¡Qué copado, muchas gracias!

El accidental fotógrafo se acercó y, tomando la cámara, le dijo:

—No hay problema, man. Decime qué querés que salga de fondo.

Esto fue como un vaso de agua fresca en un día de calor, pues además de sentir alivio por haber encontrado a una persona que hablara su idioma, fue mayor aún por tratarse de un compatriota.

—Con que se vea al menos parte de la fachada, es más que suficiente. Saqué un montón de fotos del lugar y me doy cuenta ahora de que en casi ninguna aparezco.

—Sí, a mí me pasó algo parecido. Es lo que nos sucede a los que viajamos solos.

Mientras hacía poses —algunas originales, otras muy ridículas—, Tomás observaba al fotógrafo buscar el ángulo desde donde saldría mejor la toma. Por momentos se acercaba y por otros se alejaba, daba vuelta la cámara y la volvía a girar, lo que daba a entender que no le gustaba ninguna de las casi diez fotos que había sacado. Por otro lado, su cara le era familiar; le daba la sensación de conocerlo de algún lado, pero se dijo para sí: «Quizás lo crucé en el aeropuerto o me parece conocido porque es argentino».

La voz del hombre lo sacó de su ensimismamiento:

—A ver, Principito, fijate si te gustan estas —dijo mientras levantaba la mochila que había dejado en el suelo para tomar las fotografías.

Tomás agarró la cámara y su expresión era la de un nene que ve por primera vez a su héroe favorito. Mirando la pequeña pantalla de su cámara, exclamó:

—¡Uh, buenísimas! ¡Qué groso que sos!

El muchacho de pelo oscuro levantó su hombro derecho y con él le dio envión a su mochila, que se acomodó sobre la espalda. Soltó una risotada que dejó ver una hilera de dientes que iluminaron por un momento ese rincón parisino.

—¡Qué loco escuchar esa expresión en el centro de París! Me hace sentir nostalgia de Buenos Aires.

Tomás celebró el comentario y guardó la cámara en su bolsita verde oscuro. Miró al fotógrafo y le dijo:

—Me causó gracia lo que dijiste.

—¿Qué te causó gracia?

—Lo del Principito —aclaró Tomás—. De todos los apodos terribles que me han puesto en la vida, es el más tierno y respetable, por lejos.

El joven tomó la mochila como si estuviera alzando a un bebé, abrió delicadamente la cremallera superior y sacó un libro de tapas azules. Se lo mostró y con una sonrisa tierna replicó:

—Decime si no sos igual al del dibujo.

El rubio tomó el ejemplar, que tenía en la tapa el dibujo de un zorro, una rosa y un muchacho al que se asemejaba bastante. Esbozó una sonrisa y pronunció casi como en una confesión:

—“Lo esencial es invisible a los ojos…”.

—Sí, ese fue el regalo del zorro al Principito.

Tomás no supo nunca qué le pasó cuando esas palabras se colaron en sus oídos. Sin embargo, no pudo evitar responder:

—Me cae bien una persona que lee. Una vez escuché decir a alguien que si una persona que conociste te invita a su casa y no tiene libros, debías salir corriendo…, pero no sé porqué estoy diciendo eso, así que mejor cierro la boca.

Su compatriota lo miró frunciendo el entrecejo y ladeando su cara, como tratando de comprender de qué le hablaba Tomás, quien de pronto se sonrojó de su propia estupidez.

—Sí, eso sonó raro… En fin, este libro me lo prestó mi sobrina para que tenga algo con que entretenerme en el viaje —explicó el fotógrafo—. Y la verdad, cuando venía en el avión lo empecé a leer y me retrotrajo a cuando era chico, que fue cuando lo leí por primera vez.

—Sí, más allá de mi chiste boludo, es un clásico atemporal y tiene mensajes muy lindos —comentó Tomás devolviéndole el ejemplar.

El muchacho tomó el libro y lo guardó nuevamente en su mochila. Miró con detenimiento a Tomás y se pasó la mano por detrás de la nuca. Movió sus labios levemente hacia un lado y se sonrió.

—Eso es cierto… Creo que me he convertido en el zorro de esta historia, ¿no te parece?

—Supongo —dijo Tomás—. ¿Hace mucho que estás acá?

—Hace unos días. Vine por unos temas laborales que tengo que resolver, no acá sino en Roma, pero quise aprovechar el viaje y tomar unos días previos para descansar un poco la cabeza.

—Así que viniste a París —afirmó Tomás como si conociera al muchacho de toda la vida.

—Originalmente no, primero fui a Gales. Estuve en el partido de la final de la Champions y de ahí me vine para acá.

—Mirá vos, deduzco entonces que te gusta el fútbol…

—Así es, en realidad me gustan los deportes, pero debo decir que el fútbol es mi pasión.

—Si hubieras venido unos días antes, hubieras visto la despedida de Totti, que se despidió de la Roma —declaró Tomás como si fuera un periodista deportivo experimentado.

Su compatriota se entusiasmó.

—¡Ah, veo que sos futbolero!

—¡Para nada! —respondió Tomás—. Estoy informado, pero no más que eso. De todas formas, sí me gustan los deportes, aunque soy de madera practicándolos. —Era mejor cambiar de tema—. ¿Y cuánto tiempo vas a estar acá?

—Me quedo hasta el jueves, que parto rumbo a Italia.

Tomás observó a su compatriota como un perro que olfatea a alguien recién llegado a su casa. Era intuitivo —él lo desconocía—; sin embargo, algo no le cerraba del todo. Ese “algo” estaba presente en la actitud, en el aire, o lo que fuera.

Lo alertó.

No llegó a darse cuenta de que podía ser, aunque se detuvo en la mirada del joven. Su expresión era de cansancio, y algo en su hablar denotaba tristeza. De todas formas, no fue impedimento para que Tomás continuara con su interrogatorio.

—¿Y… de qué parte de Buenos Aires sos?

—De Capital —respondió el muchacho—. ¿Vos?

—Yo vivo en la zona norte de Buenos Aires, en un pequeño barrio que se llama “Aldea del Norte”, a unos cuarenta y tantos kilómetros de la Capital. ¿Conocés?

—Sí, conozco por ahí. Igual debo decir que tenés una tonada que no termino de sacar, pero no me das ni por cerca que sos porteño.

—¡Es que no lo soy! Vivo en Buenos Aires, pero soy del interior.

—Mmmm, a ver si adivino —dijo el muchacho—. ¿Del sur?

—No —respondió Tomás.

—¿Del centro?

—¡Menos! Solo te voy a decir que de ninguno de esos lugares.

—Está bien, me doy por vencido, pero vos sabés que te estoy mirando y tu cara me parece conocida de algún lado, quizás nos cruzamos en algún lugar hoy y por eso te asocio.

—Es probable, a mí me pasó algo parecido, así que supongo que en algún lugar nos debemos haber cruzado.

En ese momento, la charla se interrumpió por el grito de otro guía que, en un idioma que era mezcla de francés e inglés, proclamó con un megáfono: «¡Avancen!».

—Loco, un gusto conocerte, y espero disfrutes tu viaje.

—¡Gracias por las fotos, y que tengas vos también buen viaje!

De esta forma se despidió Tomás de su compatriota, quien, en un descuido del muchacho de melena dorada, desapareció en medio de la multitud. Miró hacia la entrada y, viendo que tardaría en ingresar, se colocó nuevamente los auriculares, buscó música en el teléfono y disfrutó de la espera escuchando el primer tema que apareció en su lista de canciones: “El alma al aire”, que le sacó una sonrisa, vaya a saber por qué.

CAPÍTULO 2 ALGO SE APROXIMA JAZZ & BLUES UNA MOCHILA Y UN SENTIMIENTO

Dicho esto, Tomás se zambulló en el tumulto de gente que seguía subiendo por las escalinatas, deteniéndose de vez en cuando para ver si divisaba a su fotógrafo y hacerle un saludo final con la mano, pero el muchacho ya se había disuelto entre la marejada de personas.

Avanzó hasta la entrada principal sacando nuevamente la cámara de su bolsita de tela y, una vez dentro, lo atrapó un sentimiento de ser muy chiquito en ese lugar tan avasallador. Se quedó maravillado de todo lo que veía y nuevamente comenzó a tomar fotos de lo que se permitía, esto debido a que no en todos los puntos turísticos estaba permitido tomar fotografías o hacer filmaciones. Trató de grabar todo en sus retinas; se asombró con un altar gigante, un órgano musical en escala, vitrales y elementos artísticos del estilo barroco —que luego supo—, fueron agregados a finales del siglo XVII. Hasta ese momento todo eran exclamaciones de asombro, personas que miraban hacia arriba extasiadas, y todo se resumía a un clima de sorpresa ante tanta majestuosidad.

De pronto, en medio del tumulto de aproximadamente un millar de turistas que se encontraban en el lugar, empezaron a ingresar policías y a vallar el lugar cerrando las puertas, dejando a los ocasionales visitantes literalmente encerrados y sin poder entender qué estaba sucediendo.

«Todo el mundo siéntese en los bancos de madera, con las manos por arriba de la cabeza, por favor», fueron las indicaciones que dio la policía. Obedientes, las personas se sentaron como si fueran a participar de una misa, solo que el fin no era precisamente ese.

Semblantes pálidos, algunas caras de desesperación, hombres que transpiraban nervios, mujeres que soltaban algún sollozo y niños que no se quedaban quietos eran algunas de las cosas que se podía observar. La excepción a esto era Tomás: se mantenía tranquilo, como si tuviera el control de lo que fuera que estuviera ocurriendo. Su serenidad era admirable, lo que no implicaba que el muchacho se quedara callado, algo que, al igual que el cruce de un cometa en el cielo, ocurría raramente. Se quitó los auriculares con disgusto, pues tenía que renunciar a escuchar el tema “Help” que le explotaba en los oídos, casi como lo hacían los gritos de los guardias del lugar.

—¿Alguien sabe qué está pasando? —preguntó a otras personas que estaban sentadas detrás—. ¡Hola! ¿Alguien entiende lo que estoy diciendo? —repitió.

—¡Sí, pero no nos importa! —se escuchó gritar a alguien.

—¡Gracias! —respondió sarcásticamente Tomás—. ¡Es usted un amor, sea quien sea!

Una voz que le resultó conocida dijo:

—Parece que un terrorista corrió a un policía con un martillo a la entrada y lo redujeron; por precaución nos encerraron acá.

Estas palabras le llegaron desde unos bancos más adelante, donde se encontraba sentado su “fotógrafo casual”, quien no mostraba un tono tan calmo y sereno como el que Tomás mantenía. Se lo veía algo agitado, y por momentos Tomás llegó a ver por el rabillo del ojo que su compatriota giraba su cabeza para mirarlo.

—¡Ah, bueno! ¿Con un martillo? ¡Seguramente le pareció caro el precio de la entrada! —replicó Tomás en tono gracioso. Inmediatamente después de hacer esta broma, se arrepintió porque hasta a él le sonó mal.

—No, esto no es joda —lo reprendió su paisano.

—Sí, perdón, a veces no me doy cuenta de las boludeces que digo. La verdad es que desde acá no escucho nada más que los murmullos de la gente que está cagada en las patas, pero bueno, se justifica.

—¿Vos no estás asustado? —le preguntó desde adelante su compatriota, a quien un policía hizo callar de inmediato.

—¿Qué ganaría? —le respondió mientras toda la gente que estaba a su alrededor se volteaba hacia él y lo miraba como diciendo: «¿No escuchás que están pidiendo silencio?»

Esta información le dio una perspectiva de lo que ocurría y, fiel a su estilo imaginativo, su cabeza comenzó a procesar y manejar distintas hipótesis: pensaba en un atentado con una bomba, o que alguien sacaría en cualquier momento un arma, y así una sucesión de hechos de todo tipo que se apoderaron de su mente. Sus pensamientos se detuvieron en el momento en que entró un prefecto de la policía de París a explicar lo sucedido —que coincidía con el relato del muchacho argentino—. Luego de pedir paciencia y colaboración, avisó que lentamente desalojarían del lugar a los aproximadamente novecientos turistas que se encontraban allí, lo que significaba que estarían bastante tiempo dentro del templo.

Tomás entendió que su destino era incierto y optó por hacer algo que lo distrajera, por lo que sacó su pequeño cuaderno de anotaciones que llevaba a todos lados. Mientras buscaba su lapicera en la mochila, se distrajo un momento. Del teléfono de algunos de sus “compañeros de banco”, comenzó a escuchar música.

Sí, música.

El refrán suele decir que calma a las fieras, y algo de cierto debió ser, puesto que muchos de quienes se veían alterados comenzaron a quedarse quietos en sus lugares, olvidándose por un momento de todo y disfrutando del sonido en jazz y blues de “Dream A Little Dream Of Me”, al que siguió “This Can’t Be Love” y “La Vie En Rose”, explotando en el sonido de la trompeta de Louis Armstrong.

Al cabo de poco más de una hora, cuando empezaron a salir en filas según estaban sentados, notó que su compatriota de pelo negro ya no estaba, lo que le pareció raro puesto que esa fila aún no había sido evacuada. En la medida que los rehenes iban dejando el lugar, Tomás seguía buscando a su compatriota con la mirada, como si algo lo empujara a hacerlo. Ya en la puerta y a punto de salir miró nuevamente a su alrededor, y no pudo localizarlo, por lo que se acercó a un guardia de seguridad que se encontraba apostado en la entrada y le preguntó si no lo había visto pasar:

—Por acá no lo he visto —le respondió cortésmente el agente—. Ha salido mucha gente, pero nadie con esa descripción —agregó en un español correctísimo, a pesar de que la tonada denotaba que era nativo del lugar.

—Me llama la atención que no esté por acá, él estaba solo y tengo miedo de que le haya sucedido algo —dijo Tomás.

—Acompáñeme, vamos a preguntarle al prefecto que está a cargo del operativo.

Caminaron unos metros hasta llegar adonde se encontraba el jefe del operativo de seguridad, a quien le decían monsieur le préfet, un agente que parecía un personaje salido de los cuentos de Edgar Allan Poe.

—¿Cómo es la persona? —preguntó en francés mezclado con mal español.

—Es alto, un metro ochenta, más o menos, morocho, algo ancho de espaldas y un poco delgado, con jeans, remera blanca y creo que también tenía zapatillas de ese color.

—¿Alguna seña en particular para identificarlo?

—Pardon me? —preguntó Tomás.

—Alguna señal particular, digo, si tiene una cicatriz, una marca, una pata de palo —dijo en tono sarcástico el agente.

—Qué gracioso, debería ser payaso en un circo o mimo en la plaza que está a la vuelta —respondió Tomás con el mismo sarcasmo.

—¿Cómo dijo?

Tomás miró hacia otro lado como desentendiéndose y solamente respondió:

—Nada, era solo una reflexión.

Hasta ese momento, la policía parisiense, a la que todos alababan por su forma de moverse y actuar, le hizo plantearse a Tomás si en realidad no era solamente astuta y nada más.

—Bueno, ¿me va a decir si su amigo tiene alguna seña particular o no?

—No lo sé. —Era cierto, no sabía—. Ya le dije antes que no lo conozco, en realidad solo hablé con él unas palabras. Me tomó unas fotografías y nada más.

—¿Entonces para qué se preocupa? —se le escuchó decir al inspector.

—No sé por qué, pero mi intuición me dice que algo pudo haberle pasado, no me malentienda, pero es un compatriota y me sentiría muy mal si algo le pasara y yo tuve oportunidad de ayudarlo y no lo hice.

—Mmm, entiendo. —No parecía entender—. Y, volviendo a la pregunta, ¿algo más para identificarlo?

—Sí, ahora que lo menciona, lleva una mochila de tela azul con una bandera argentina en el bolsillo del frente.

El prefecto tomó una pequeña radio inalámbrica que calzaba en el cinturón y comenzó a dar directivas en términos —y obviamente, en un idioma— que Tomás no llegó a entender. Mientras tanto, la gente continuaba saliendo y, conforme la Catedral fue quedando vacía, una sensación de frío comenzó a correrle por la espalda al viajero. En ese momento, se preocupó de que quizás hubieran tomado de rehén a su nuevo amigo, o de que este se hubiera descompuesto, o lo que fuera, y que él no pudiera hacer algo para ayudar a quien se había portado tan diligentemente unas horas antes.

Al final, la policía clausuró el lugar cerrando todos los accesos a las dependencias, y un oficial que estaba junto al prefecto le indicó que debía salir no sin antes ser llamado por el inspector, quien le pidió que le indicara en qué parte del salón había estado sentado el muchacho argentino perdido. Tomás miró hacia la fila central de bancos y notó, casi sin querer, que la mochila del joven aún permanecía allí, debajo del macizo asiento de roble que oficiaba, en situaciones normales, como elemento para arrodillarse y rezar.

El oficial, al ver la expresión de Tomás, posó sus ojos en el bolso abandonado y comenzó a gritar algo en francés al inspector, quien hizo que todo el mundo empezara a correr como si una plaga de langostas estuviera asolando la iglesia. «¡Evacúen el lugar, posible bomba!», fue lo que pudo entender Tomás. Sin embargo, algo le decía que eso no era correcto puesto que no asociaba el perfil del joven argentino con un terrorista.

Haciendo como si no entendiera lo que estaba ocurriendo, se soltó del brazo del oficial para volver sobre sus pasos y, en una actitud por demás vehemente, tomó la mochila. La abrió como buscando algo, mientras los policías se estorbaban tratando de evitar la audaz y por demás estúpida maniobra, pero era tarde: en una fracción de segundo, Tommy había extraído un libro de tapas azules, un buzo, un cuaderno de viaje, una botella de agua mineral, una remera con el escudo de la Champions, un pasaporte y una lapicera. Eso era todo lo que contenía el bolso. Los tres policías que habían saltado sobre él para detenerlo se quedaron atónitos, mirándose entre ellos y, seguramente, con ganas de pegarle por la irresponsabilidad del acto que acababa de cometer el rubio. Tomás volvió a guardar todo en su lugar, junto a un pedazo de papel garabateado que traía con él, y dejó a mano el pasaporte para saber al menos cómo se llamaba el joven a quien buscaban, con la certeza ahora de que algo le había pasado.

Luego de una serie de epítetos pronunciados por el prefecto inspector, entregó la mochila al oficial y se quedó mirando el pasaporte: “Santiago Mateo De la Cruz”, rezaba el documento. Argentino, cuarenta años, su información de ingreso al país coincidía con lo que le había contado cuando estaban en plena faena fotográfica. Luego de esto, le entregó también el documento al prefecto.

—¡Ea, ea, usted, venga pa’ca! —gritó uno de los tres policías, quien era español y trabajaba hacía unos años en la ciudad—. ¿Cómo dice que se llama?

—Tomás, Tomás Prado, soy un turista argentino.

—¿Está loco? ¿Cómo se le ocurre hacer semejante estupidez? —soltó el policía con expresión de furia—. ¿Mire si tenía una bomba ese bolso?

—¿En serio me dice eso? —Fue la expresión de Tomás—. ¿Cree que un terrorista va a llevar un ejemplar de El Principito en el bolso? ¡Hágame el favor, oficial, no sea ridículo!

El agente de la ley, sin saber cómo reaccionar, reflexionó un momento y se dio cuenta de que lo que Tomás decía era bastante coherente.

—¿Y de dónde conoce usted a este tipo?

—Ya le contesté al prefecto lo mismo —se fastidió Tomás—. No lo conozco, solo que me sacó unas fotos e intercambiamos unas palabras, pues resultó ser mi compatriota.

—Entiendo, aunque debo decir que es un poco raro tanta coincidencia.

—No lo creo, oficial —dijo Tomás.

—¡Inspector! —lo corrigió el agente con un grito.

—Inspector…, veo por su acento que es español.

—Así es, soy de Galicia —respondió con orgullo el hombre.

—Dígame, inspector, si usted conociera aquí a algún compatriota gallego y pasara por lo mismo, ¿no se preocuparía?

—No sabría qué decirle. Ustedes, los argentinos, son muy raros, salvo Messi, que es la excepción, el resto de ustedes es muy complejo —continuó el gallego con un tono de voz entre cómplice con la causa y autoritario.

Volviendo al tema en cuestión, se puso firme nuevamente y exclamó:

—¡No se preocupe! Si está por acá, lo encontraremos, ya va a ver.

Tomás le dedicó una mirada condescendiente y respondió:

—Muchas gracias.

—Bien, en vistas de que no hay nada peligroso, tenga el bolso de su amigo mientras espera afuera; nosotros nos quedaremos con el pasaporte.

—De acuerdo, pero le reitero que no es mi amigo —agregó Tomás.

El muchacho de melena amarilla caminó hacia la calle, pasó por debajo de un cordón de nylon amarillo con letras negras, y se ubicó detrás del vallado. Desde allí contempló cómo el prefecto y su equipo de oficiales —que parecían salidos de una película de ciencia ficción— continuaban con la tarea de acordonar la zona y evacuar el lugar, ya que se había convertido en una zona de guerra: las fuerzas de seguridad, equipadas con cascos futuristas, seguían apareciendo por todos lados; los periodistas y las cámaras de televisión se apostaban en lugares estratégicos; y un ejército de medios custodiaba lo que sucedía en la famosa catedral.

Pasaron unos diez minutos hasta que del edificio salió el policía español escoltando al tan buscado argentino, quien parecía un pollito mojado separado de su mamá gallina. Lo acompañó hasta donde estaba Tomás, lo hizo pasar por debajo del cordón y lo estaqueó —literalmente— como si fuera un granadero a su lado.

—¿Estás bien? —le preguntó Tomás con preocupación.

—Sí, sí, ahora lo estoy —respondió el joven.

La cara pálida, transpirada y lacrimosa ya no era la del hombre seguro que había conocido horas atrás en las escalinatas de la catedral.

—¿Qué te pasó?

El policía español se adelantó a contestar, usando un tono entre serio e irónico:

—El majo se quedó encerrado en el baño y, cuando la policía cerró el lugar, no tuvo forma de comunicarse.

Con evidente vergüenza, el joven bajó la cabeza. Pasó una milésima de segundo y volvió a erguirla. Con ojos inundados de lágrimas balbuceó al policía:

—Muchas gracias por buscarme.

—No me dé las gracias a mí, déselas a él, que nos insistió en buscarlo —respondió el oficial señalando a Tomás.

Instantáneamente, giró su cara hacia donde estaba el curioso rubio, lo miró fijo y, apenas moviendo los labios, pronunció: «Gracias por preocuparte».

En ese momento, y como pocas veces solía pasarle, Tomás no supo qué decir. No encontró las palabras apropiadas, como siempre lo hacía en esos casos, y solamente asintió en señal de agradecimiento. Algo lo había desacomodado, su intuición le dijo que estaba frente a una buena persona que estaba pasando un mal momento. La expresión del joven rescatado le generó vaya a saber qué sentimiento, y Tomás se emocionó a más no poder.

Tragó saliva y bajó su rostro hacia la mochila que tenía en custodia. Escondió el rostro bajo su arremolinado pelo, que lo mantuvo a salvo por unos segundos y, cuando se sintió repuesto, le entregó las pertenencias a su dueño.

Fue allí que se presentó formalmente:

—Me llamo Mateo —dijo mientras tomaba sus cosas y le extendía la mano en señal de saludo.

—Pensé que te llamabas Santiago…

—Sí, ese es mi primer nombre, pero todos me llaman Mateo. Esperá, ¿cómo sabés que me llamo así? —levantó la ceja izquierda y ladeó la cabeza.

Tomás miró hacia el cielo y soltó un silbido, acto que a su compatriota le causó gracia.

—Estem… digamos que revisé tus cosas, pero fue por una noble causa, un gusto conocerte, Mateo. Yo me llamo Tomás, pero prácticamente para todos los que me conocen y los que aún no, soy “Tommy”.

Mateo levantó la mochila como si cargara una bolsa de harina sobre su hombro, previa revisión del contenido de esta, y ya repuesto le devolvió las atenciones a su nuevo amigo.

—Un gustazo, Tommy.

Tomás se quedó mirando la expresión de Mateo y haciéndose el desentendido preguntó:

—¿Está todo?

—Sí, un poco revuelto, pero no falta nada.

—Eso es culpa mía —admitió Tomás—. Me tomé el atrevimiento de revisar la mochila con la policía cuando la encontré debajo de los bancos. Por cierto, en el cuaderno de viajes noté muchos errores de ortografía. ¡Por Dios, ni que fuera tan difícil saber que los diptongos monosilábicos no se acentúan! —exclamó de pronto con una sonrisa que denotaba que, como cada vez que se ponía nervioso, perdía el control de su lengua, algo en común con otro rubio que muchos habrán conocido en libros anteriores. La cara de sorpresa con que lo miró Mateo lo hizo darse cuenta de ello y se calló al instante.

—Sí, claro, pero me gustaría salir de acá si no te jode.

—Me parece genial —convino Tommy—. Vamos a preguntar a la policía si podemos irnos, ¡ah!, y a pedirles tu pasaporte.

Así entonces, fueron a hablar con los agentes y, con el visto bueno del policía español, se disculparon por las molestias ocasionadas y se despidieron deseándoles que terminara en paz el suceso. Cuando se alejaban del lugar, escuchó en una tonada españolísima la frase:

—¡Ea, ea, usted, el rubiecito, mantenga a su novio alejado de los museos!

Tomás se dio vuelta y sin dejar de caminar puso las manos como imitando un megáfono y en el mismo tono le gritó:

—¡Apenas lo conozco, gallego!

El paisano español se puso sus manos a la cintura y, quedando como si fuera una tetera, lanzó en tono de amenaza:

—Sí, sí. Como sea, ¡váyanse y no regresen!

Los chicos se miraron riéndose. Asintiendo, hicieron una suerte de genuflexión ensayada y se retiraron de allí.

CAPÍTULO 3 COMPATRIOTAS AMIGOS UN LIBRO

Sentados frente a unas mesitas muy sofisticadas en la vereda de un bistró parisino, los argentinos se ubicaron con la intención de tomar algo, refrescarse y bajar las revoluciones. Mateo se mantenía callado, como si sintiera vergüenza de decir algo. El garçon les había dejado una pintoresca carta de menú que el compañero de Tomás ni siquiera registró. Como una forma de cambiar de tema y romper el hielo, el rubio se quitó su borsalino, lo dejó colgado en el respaldo de su asiento y, acomodándose su lacia cabellera, tomó la carta. La empezó a hojear y, por momentos, miraba por encima de ella para observar a Mateo, quien continuaba en estado poco menos que catatónico.

—A ver… Qué tenemos acá… Voy a pedir un jugo de naranja y un croissant de jamón y queso, tengo poca hambre, pero quiero reponer las energías perdidas en el evento —declaró Tomás con una sonrisa.

Del otro lado, Mateo no reaccionaba; lo que dio lugar a que Tomás cambiara su discurso.

—Che, loco, ya pasó… ponele onda, como cuando me sacaste la foto, ¿dale?

Con un extraño tono entre festivo y relajado, Tomás le dedicó una mirada de súplica y, como si no hubiera sucedido nada quince minutos antes en la Catedral, Mateo respondió:

—¡Típico de argentino! —reaccionó a la vez que señalaba el menú elegido por su rubio amigo—. ¡Cómo no venden sándwiches, pedís eso!

Tomás sonrió y fue la señal con la que los chicos iniciaron un debate que ya no tenía nada que ver con lo vivido:

—Voy a lo seguro, y en particular con la comida, que es cara y si encima pedís algo que no sabés qué es y no te gusta, perdés doblemente: plata y te quedás con hambre.

—Tenés razón —aceptó Mateo—. Voy a pedir lo mismo, solo que, en lugar de jugo, me voy a pedir una cerveza. ¿Habrá cerveza en este lugar? Lo veo muy “natural”.

—Sí, debe haber —dijo Tomás en tono de broma—. Llamemos al garçon.

Mientras esperaban a que el camarero los atendiera, por las empedradas calles pasaron varios autos de la policía con su particular sonido de sirena que evidentemente se dirigían hacia la zona de guerra donde los chicos habían estado momentos antes.

—Qué locura cómo estamos viviendo —dijo Tomás—. Por lo visto, ya no hay ningún lugar seguro. Hace unos meses, lo que pasó en Manchester; ahora, esto. No se puede creer.

—Es verdad —la expresión de Mateo comenzaba a ensombrecerse.

Se quedaron en silencio un momento, hasta que los interrumpió el camarero que traía lo que habían ordenado: el jugo con el croissant y una crêpe salada, acompañada por una gaseosa de limón, puesto que cerveza no dispensaban, tal como se lo hizo saber de una manera algo desdeñosa, el mozo a Mateo. Esa forma de explicar las cosas, bastante seria y seca, se repetía en algunos lugares de comidas que trabajaban con turistas.

Antes de tomar su jugo, Tomás observó con rareza el vaso en el que le habían servido la bebida y no pudo menos que decir:

—¿Qué es esto?

—Parece un frasco con un asa…

—¿Y qué es esto de ponerle un ramito de menta? ¿Estamos todos crazies? —preguntó Tomás con una risa irónica.

—Pensé que esto solamente se daba en algunos bares de Palermo —expresó indignado Mateo—. ¿Viste que ahora la moda en Buenos Aires es que te sirvan una empanada en un frasco?

—Sí, este mundo se está yendo al carajo… En fin, ¿a ver cómo está esto? —dijo mientras le daba un sorbo a su jugo—. Está muy bueno. No sé qué tiene, pero está buenísimo.

Mateo observaba su bebida, ahora callado y con la sensación de que estaba en otro mundo, pensativo, contemplativo, como cuando alguien se queda tildado mirando un punto fijo. Evidentemente, algo le pasaba y Tomás, con su franqueza provinciana, notó ese silencio y no dudó en preguntarle:

—¿Qué te pasó ahí adentro que te quedaste encerrado?

—Ufff, directo al pecho —soltó Mateo.

—¿Mi pregunta?

—¡No, esta crêpe! Me mandé un bocado de una y es muy empalagoso. Bancame que lo bajo con un trago de gaseosa.

—Qué boludo —se le escuchó decir entre risas al rubio—. ¿Lo dije o lo pensé?

Una vez que Mateo digirió su bocado, empezó a relatar:

—¿Viste que estaba sentado un poco más adelante de vos?

—Sí, claro. De hecho, fuiste el que me dijo lo que estaba pasando.

—Cierto, el hecho es que con la gente que estaba a mi lado escuchamos algo como un estallido en el exterior.

—Yo no escuché nada.

—Es que estabas bastante más atrás —dijo Mateo—. Fue un poco antes de la una de la tarde, así que imaginate: todo ese tiempo que pasamos encerrados lo pasé para el culo. Estaba bastante nervioso y me había puesto mal; sentí que la presión me bajaba y necesitaba mojarme un poco la cara. Así que, no bien dijeron que podíamos salir, me escabullí entre la gente hasta los baños.

—Lo que no entiendo es cómo te quedaste atrapado adentro. Perdoname que te pregunte, pero me sorprende… —dijo Tomás sin darse cuenta de lo equivocado que estaba su juicio.

Mateo se sonrojó y bajó la cabeza; algo lo avergonzaba o eso parecía.

—Me quedé un rato mojándome la cara y las muñecas en un lavabo, y ni siquiera noté que la puerta se había cerrado de lo mal que estaba. Y por otro lado, si alguien avisó o dijo algo, seguramente por mi estado no llegué a escucharlo.

—Lamento no haber advertido la situación para ayudarte —se disculpó Tomás.

El diálogo se silenció. Mateo sintió que sus ojos se humedecían. Al cabo de un momento, solo pudo responder:

—No digas eso, bastante hiciste hoy por mí.

Tomás se sonrojó casi de la misma forma que Mateo momentos antes.

Cuando se percató de ello, sonriendo, retomó el diálogo.

—Bueno, ¿y entonces? Seguí contándome qué pasó.

—Y luego, por lo que me explicó el policía que me encontró, los guardias habían revisado los lugares de servicios y los habían cerrado, dando por sentado que todos estaban en el salón principal de la catedral.

—¿Y no se te dio por gritar o pegarle a la puerta? —gruñó Tomás.

—No, me sentía muy mal…, pero era por otras cosas que no vienen ahora al caso… Espero que sepas entenderme, no es algo de lo que pueda hablar ahora.

Como notaba que el tono de la voz de Mateo no era muy convincente con las respuestas y que comenzaba a entrecortarse, Tomás se disculpó.

—Soy bastante metido por naturaleza y no debí preguntarte de esa forma. Disculpame por ser tan forro.

Mateo soltó una sonrisa que, por primera vez, sonó a libertad.

Se puso de pie y le besó la dorada cabellera; luego volvió a su asiento y lo que salió de sus labios fue una expresión de agradecimiento.

—Todo bien, gracias a tu insistencia estoy ahora acá compartiendo todo.

Tomás notó que las palabras de Mateo sonaban a una disculpa acompañada de vergüenza y desasosiego. No quiso ahondar más en el tema, puesto que… ¿Quién era él para meterse en su vida, después de todo? Optó por levantar su intento de copa y hacer un brindis. Se puso de pie y exclamó:

—¡Por las experiencias de viaje!

—¡Por habernos conocido! —agregó Mateo.

Chocaron las copas y continuaron charlando, mientras caía la tarde; con pájaros que aún cantaban. Una luna creciente y la noche recién preñada empezaba a encender sus primeras luces, cobijándolos con una brisa que los envolvía como el tul de una novia entrando a la iglesia.

Ya se hacía la hora de despedirse y, antes de ello, decidieron pasarse los números de celular y agregarse mutuamente en sus redes sociales para seguir en contacto luego de que cada uno tomara su camino. Se miraron y, casi al unísono, dijeron:

—Bueno… Hora de irse.

—Supongo que sí —se le escuchó decir a Tomás casi como un lamento.

—Quizás nos crucemos en algún otro destino.

—¿Cuándo te vas de acá?

—Pasado mañana salgo para Italia; me voy en avión al mediodía y calculo estar unos días. Voy con pasaje abierto porque todo dependerá de cómo salgan los negocios allá. ¿Y vos?

—Yo voy a estar hasta el viernes en París, luego sigo a Roma. Estaré allí unos días y después ya vuelvo a Argentina. Es mi primer, y seguramente único, viaje a Europa. Verás, gasté los pocos ahorros que tenía y aproveché la promoción de la agencia de viajes de una amiga: pocos días, pero dos países, y no pudo llegar en mejor momento este viaje.

—Entiendo, o sea que… ¿armaste viaje escapándote de algo o de alguien?

—Alguien una vez dijo que los viajes no eran para escapar de la vida, sino para que la vida no se te escape —expresó Tomás—. Sucede que este año ha sido un punto de inflexión en mi vida y eso me trajo hasta acá.

—A ver, contame un poco más cómo es eso —dijo Mateo con evidente interés.

—Bueno, en realidad creo que algo de razón tenés, no en cuanto a escaparme, sino a buscar otra perspectiva de mi vida.

—Algo voy captando…

—Digamos que, hace casi un año, terminé con una pareja con la que tenía muchos años saliendo —soltó sin pudor Tomás.

—¿Vivían juntos?

—No, y ahí estaba el otro problema. Por el trabajo que tenía, estaba obligado a estar durante la semana viajando. Los lunes me iba para el interior y volvía los viernes a mi casa.

—¿Y dónde vivías esos días?

—En hoteles, posadas, donde fuera que cayera. Lo cual ya de por sí, sumado al viaje, era un desgaste.

—Supongo que por el hecho de tener que dejar tu casa —dijo Mateo.

—Algo así, cuando compré esa casa, que es donde vivo ahora, trabajé mucho para convertirla en un hogar, hice muchos sacrificios para después no poder disfrutarla.

—¿Qué actividad tenías?

—Trabajaba en las sucursales de una compañía de finanzas.

—Y la experiencia no fue la mejor…

—Así es —Tomás suspiró—. Te aclaro antes que no fue algo de un día para el otro, me llevó mucho tiempo madurar la decisión y el proceso que me llevó hasta ese lugar. Siempre he trabajado, digamos, en empresas que eran importantes…

—Pero… —interrumpió Mateo.

—Pero no me sentía a gusto. No me malentiendas, eran de las que llaman “empresas seguras”. Te pagan a fin de mes, te llenan de discursos sobre los valores, el buen clima y las buenas condiciones de trabajo y, por tener una dosis de poder debido a todo eso, se creen dueños de manejarte la vida.

—¿Tan jodidos eran?

—Para que te des una idea, tenía como pasatiempo escribir, me encanta la literatura. Esto, además, hacía que participara en eventos literarios, ferias, etc; lo cual fue motivo de disgusto para alguien de más arriba que yo.

Mateo ladeó la cabeza.

—Pero ¿qué tenía que ver si era parte de tu vida privada?

Tomás se quedó en silencio un momento, al cabo del cual sacó de su mochila un libro de tapas negras que se veía bastante voluminoso, y se lo entregó. El libro tenía algunas banderitas de colores pegadas que llegaban casi hasta la mitad, y por cómo se veían las hojas a simple vista, daban la impresión de que Tommy venía disfrutando de esa aventura.

—¿De qué se trata? —Mateo miraba la portada.

—Es una novela de fantasía que cuenta la historia de un flaco que se enamora de otro.

Mateo leyó la sinopsis en la contratapa y se quedó en silencio. Tomás lo observó.

—Es una novela romántica, de temática LGBT.

—¿LGBT?

—Es la sigla con la que se identifica a la comunidad gay, lesbiana, bisexual, trans, etcétera.

—¿Y qué tiene que ver con lo que me estás contando?

—Que las historias que escribo tienen esta temática, lo que les empezó a molestar a algunas personas.

Mateo dejó ver una pequeña sonrisa.

—Creo que voy entendiendo…, algún machirulo homófobico que se sentía molesto.

—Supongo —respondió Tomás con la voz quebrada—. Eso hizo que me persiguieran con toda clase de estupideces, a tal punto que un determinado día, mis superiores me informaron que debía tomar una decisión; debido a que no estaba bien visto lo que hacía y que me encontraba “mediáticamente expuesto” por el solo hecho de publicar historias que no tenían nada que ver con mi trabajo el cual, dicho sea de paso, hacía bien.

La mirada de Tomás se ensombreció. Su voz se había quebrado. Tomó un sorbo de su bebida y continuó diciendo:

—Fue en ese momento cuando di cuenta de que esa carrera que estaba corriendo en realidad era una lucha de nunca terminar, una batalla continua contra seres incapaces que, por tener un cargo y sentarse en una oficina sin tener idea de la realidad de las personas, pretendían manejarlas como si fueran títeres en un improvisado y mediocre teatro.

Tomás soltó un sonido ligeramente estrangulado.

—¡La puta que sos jodido, rubio! —Mateo le devolvió una risotada.

Tomás esbozó una sonrisa cómplice y le dio un nuevo sorbo a su bebida; dejó la copa sobre la mesa y continuó contando sus experiencias laborales.

—Cuando me saqué la venda de los ojos y corté los hilos de esos seres que me manejaban, pude darme cuenta de que yo no necesitaba de su abulia, su inutilidad, su incoherencia y su irracionalidad. No soporté seguir laburando en condiciones infrahumanas. Sentí que ya no tenía por qué obedecerlas: ese fue mi rechazo, a no poner mi mente al servicio de una fuerza bruta, intolerante, hipócrita —Tomás gruñó—. Espero que no me malentiendas; nunca me sentí culpable de mis cualidades, ni de mi mente, ni de ser humano, ni mucho menos, de que me hicieran sentir que era diferente. —Su voz se entrecortaba y disolvía las palabras en un llanto que pugnaba por atacarlo sin defensa. Se detuvo un momento, tomó aire y terminó su idea—: Desde chico supe cómo me llamaban a mis espaldas y lo sufrí cuando me decían las mismas cosas a la cara. Siendo adulto, tampoco fue la excepción.

Él dijo, “El límite fue mi vida”.

Él dijo: “Mis afectos, los sueños que quería cumplir”.

Él dijo, “Fui libre para comprender mi propio valor y me rebelé para no ser la comida de los caníbales, y además tener que cocinarla. Aún no soy ni un cuarto de la persona que quiero ser, por eso estoy trabajando en mí. Soy mi proyecto más importante”.

El estandarte que Tomás levantó en cuestión de segundos dejó sorprendido a Mateo. Nunca había conocido a alguien con tanta personalidad y eso se lo dejó de manifiesto.

—Hay que tener coraje para hacer algo así.

—¿Vos decís?

—¡Obvio!

Tomás se había quedado en silencio, mirando hacia un lugar como si se hubiera desvanecido. Era evidente que el muchacho había expresado una situación que le pesaba y Mateo se dio cuenta. Volvió a leer lo que le faltaba de la sinopsis del libro y, antes de devolvérselo, le dedicó una leve sonrisa, quiso desdramatizar el momento con otra pregunta.

—Che, Tommy, y respecto a tu pareja, ¿qué pasó?

El rubio volvió de repente al mundo y, emulando la sonrisa de Mateo, respondió:

—-Supongo que algo parecido, aunque duró mucho más de lo que hubiera imaginado. Los primeros años fueron muy buenos…

—Como la mayoría de las relaciones que empiezan —dijo Mateo sarcásticamente.

—Así es. Al principio nos fuimos adaptando porque cada uno tenía su casa y vivíamos en zonas diferentes. Esto también hacía que solamente nos viésemos los fines de semana.

—¿Y eso fue lo que desgastó la relación?

—En parte sí. Verás, cada uno tenía una forma distinta de ver la relación de pareja: teníamos muy poca diferencia de edad —él era dos años más grande que yo— y tenía una visión más light de cómo debía ser una pareja.

—¿Light? —Mateo lucía azorado.

—Sí, en el sentido de que teníamos distintas necesidades.

—¿Cómo, cómo? No entendí eso…

—Digamos que yo buscaba algún tipo de relación más estable, en la que pudiéramos estar juntos más tiempo que solo los fines de semana y compartir las cosas de la vida diaria, y eso él no lo quería.

—¿Por qué? ¿Qué es lo que él quería? —Mateo se acomodó en su silla y se mantuvo expectante.

Tomás perdió su mirada en un punto. Por primera vez, sintió que estaba metiéndose en un terreno de su vida que no estaba muy seguro de querer mostrar. Sin embargo, la mirada, la personalidad y la forma en que lo miraba a los ojos, le respondió:

—Él estaba habituado a vivir con sus padres, y conmigo tenía un noviazgo de fin de semana. Como te dije antes, al principio no lo cuestionaba, pero cuando pasaron varios años me empezó a molestar. Sentía que no me tomaba en serio o que era siempre la segunda opción.

—Es feo que te pase eso…. —Mateo sonó condescendiente.

—Sí, qué sé yo, siempre quise poder estar bien con alguien; y ni siquiera te hablo de formar una familia en un futuro, que sería mi más anhelado deseo. Siempre quise tener a mi lado a alguien que tirara a la par, que me quisiera y me lo demostrara.

—Pero no todo el mundo es demostrativo, Tommy…

—Sí, ya sé, y no pretendo que alguien me esté besando continuamente o que sea pegajoso. Me refiero a estar con una persona que al menos se acuerde de que existo, que cuando me vea al final del día me pregunte, “¿Cómo fue tu día?” y no “¿Qué hiciste de comer?”

Mateo estalló en una carcajada.

—Me hacés reír con la forma en que lo decís, pero te entiendo. ¿Y por qué estuviste tantos años esperando eso y no lo cortaste antes?

—Porque tenía esperanzas de que esa situación cambiara y, como te dije antes, porque amaba mucho a esa persona.

—¿Y en medio de todo eso fue que ocurrió lo que me decís, digo, en tu empleo?

—No precisamente, esta relación se terminó un poco antes de que yo dejara mi trabajo.

—Así que deduzco que fue uno de los detonantes para que tomaras una decisión tan tajante.

—Supongo, aunque también algunas cosas que fueron pasando en el medio, como la enfermedad de mis sobrinas, en que no pude estar con ellas como hubiese querido; también me mostraron que estaba lejos de “mi manada”. —Palabras alusivas al libro que Mateo sostenía en su regazo.

—Sonás como un personaje del libro… —reflexionó Mateo.

—Sí, supongo que me siento identificado con él, y con el concepto de proteger a quienes amo y lo que amo. Así que volví a mi hogar, permanecí cerca de mi familia, y superamos momentos muy duros. Actualmente, las cosas mejoraron, pero bueno, no te puedo negar los efectos colaterales y que las heridas de las batallas perdidas me siguen doliendo…

Algunas lágrimas se mezclaron con un sollozo que entrecortó su voz.

Mateo lo miró con una sonrisa que mezclaba compasión y ternura, le acercó su vaso para que se repusiera. Luego de darle un sorbo que le supo a oxígeno, el rubio continuó su relato.

—Y así, sin más, luego de unos meses de haber tomado la decisión de cambiar el rumbo de mi vida y mientras estoy comenzando una actividad por mi cuenta, me llegó la posibilidad de hacer este viaje por Francia e Italia. Y la verdad es que no lo pensé mucho: tenía el pasaporte vigente y unos euros ahorrados, así que, cuando me quise acordar, estaba subiéndome al avión en el aeropuerto de Ezeiza.

 

—Sos muy decidido, por lo visto, y creo que hiciste bien en venir.

—Sí, eso supongo…