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En Oleg y los chicos rubios, la historia se desarrolla en Aldea del Norte, un pintoresco lugar donde Sebastián, un padre soltero, decidió iniciar una nueva vida junto a su hijo adolescente Aurek. Conocidos localmente como "Los chicos rubios", la tranquilidad de sus vidas se verá alterada con la llegada de Olegario, el mejor amigo del "papá rubio". A medida que el nuevo integrante va entrando más en escena, un vendaval de eventos casuales irá desafiando la estabilidad emocional y la relación entre Sebastián y Olegario, forzándolos a explorar nuevos caminos y llevándolos a cuestionar sus vínculos personales. Es desde ese momento que ambos irán descubriendo que la verdadera fortaleza de su vínculo radica en su capacidad para adaptarse a los cambios repentinos, aunque esto signifique tomar decisiones difíciles y revelaciones que podrían alterar el rumbo de sus vidas para siempre. En medio de escenarios naturales serenos y una atmósfera cargada de sentimientos, esta novela no sólo explora la compleja dinámica entre un padre y su hijo, sino también la profunda amistad entre hombres, poniendo a prueba el amor y la lealtad, mostrando cómo enfrentar desafíos inesperados y transformarse a lo largo del camino.
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Seitenzahl: 499
Veröffentlichungsjahr: 2024
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Lisandro N. C. Urquiza
Oleg y los chicos rubios / Lisandro N. C. Urquiza. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Bärenhaus, 2024.
(Biblioteca de autor)
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-8449-65-4
1. Narrativa Argentina. I. Título.
CDD A863
© 2024, Lisandro N. C. Urquiza
Ilustraciones de interior y de cubierta: Natalia Cañás
Diseño de cubierta e interior: Departamento de arte de Editorial Bärenhaus S.R.L.
Todos los derechos reservados
© 2024, Editorial Bärenhaus S.R.L.
Publicado bajo el sello Bärenhaus
Quevedo 4014 (C1419BZL) C.A.B.A.
www.editorialbarenhaus.com
ISBN 978-987-8449-65-4
1º edición: septiembre de 2024
1º edición digital: agosto de 2024
Conversión a formato digital: Numerikes
No se permite la reproducción parcial o total, el almacenamiento, el alquiler, la transmisión o la transformación de este libro, en cualquier forma o por cualquier medio, sea electrónico o mecánico, mediante fotocopias, digitalización u otros métodos, sin el permiso previo y escrito del editor. Su infracción está penada por las leyes 11.723 y 25.446 de la República Argentina.
En Oleg y los chicos rubios, la historia se desarrolla en Aldea del Norte, un pintoresco lugar donde Sebastián, un padre soltero, decidió iniciar una nueva vida junto a su hijo adolescente Aurek. Conocidos localmente como “Los chicos rubios”, la tranquilidad de sus vidas se verá alterada con la llegada de Olegario, el mejor amigo del “papá rubio”. A medida que el nuevo integrante vaya entrando más en escena, un vendaval de eventos casuales irá desafiando la estabilidad emocional y la relación entre Sebastián y Olegario, forzándolos a explorar nuevos caminos y llevándolos a cuestionar sus vínculos personales.
Es desde ese momento que ambos irán descubriendo que la verdadera fortaleza de su vínculo radica en su capacidad para adaptarse a los cambios repentinos, aunque esto signifique tomar decisiones difíciles y revelaciones que podrían alterar el rumbo de sus vidas para siempre.
En medio de escenarios naturales serenos y una atmósfera cargada de sentimientos, esta novela no sólo explora la compleja dinámica entre un padre y su hijo, sino también la profunda amistad entre hombres, poniendo a prueba el amor y la lealtad, mostrando cómo enfrentar desafíos inesperados y transformarse a lo largo del camino.
Nació en Gualeguaychú, Entre Ríos. Siendo aún un niño, su familia se mudó a Buenos Aires.
Su educación secundaria fue comercial con orientación en Lengua y Literatura. Posteriormente, obtuvo su título de Licenciado en Administración en la Universidad Nacional de Luján.
Con el paso de los años comenzó a transitar en la literatura. Publicó en Bärenhaus: El viaje de Tomás y Mateo (2020), Los chicos rubios (2021) y Tomás y Mateo. Una nueva vida (2022), siendo esta última una historia independiente de las anteriores, pero con escenarios y personajes en común.
En 2020 se graduó en Teoría y Producción Literaria en la Sociedad Argentina de Escritores, consolidando así su trayectoria profesional como escritor.
Actualmente se encuentra trabajando en Nano, el tropillero, de próxima publicación. La saga continuará con: Dionisio y el Rey, Aurek y los aldeanos, Nano entre girasoles, Por siempre Tomás y Mateo y Los diarios de Max. También, entre sus proyectos de publicación, se encuentran el policial romántico Vicente Tömmey y Lando el sanador.
Instalarme a escribir este prólogo de la historia de Sebastián, Aurek y Olegario, es una proeza. Después de haber pasado por el vendaval emocional que significó la historia de “Tomás y Mateo”; ahora nos volvemos a meter, en otro torbellino igual de intenso.
Aquí estamos.
De nuevo al ruedo con los chicos de Aldea del Norte. Algo que me hace infinitamente feliz. Pero vamos por partes, porque lo que les voy a contar ahora, es un dato que quizás, les vaya a servir para los libros que se vienen (después no digan que no avisé).
Como ya la mayoría sabe a esta altura, la gente me conoce por mi seudónimo: Lisandro N. C. Urquiza o simplemente como “Lisan”. Lector y aprendiz de escritor, licenciado en administración, soñador y quizás hasta haya algunos que sepan que trabajo, curando árboles y haciendo saneamiento ambiental.
Soy todas esas cosas pero también soy mucho más.
Mi gente más cercana me suele decir Max, un apodo cariñoso que viene de Maximiliano, mi nombre en el mundo real. Además de ser lo que les mencioné antes, para ellos soy un hijo, un hermano, un tío, un amigo. Nunca intenté separar esas dos partes de mi vida, pues uno es el alter ego del otro: por momentos somos la misma persona y por momentos nos peleamos un poco; pero al final del día terminamos congeniando y convivimos en paz.
Mientras escribo estas últimas hojas del libro, me quedé observando mi pequeña biblioteca color chocolate. Una expresión que en Argentina solemos llamar: “me tildé”.
Sin darme cuenta, posé mis ojos sobre un ejemplar que ocupa el centro mismo de uno de los estantes principales: el cuento de Alicia, sí esa misma, la del país de las maravillas. Mientras miraba el lomo del libro, no pude evitar hilvanar las aventuras de la muchacha que se sumergió en la profundidad de un precipicio, seducida por el mágico conejo blanco de su iniciación.
Casi de la misma forma que le ocurrió a Sebastián.
Porque así fue el camino recorrido por este joven papá, quien junto a su hijo, un día llegaron a un barrio del norte de Buenos Aires, donde cariñosamente fueron bautizados como los chicos rubios.
El conejo blanco fue la señal, el mensajero de su valentía para sumergirse en el agujero que siempre nos espera si nos animamos a ser nosotros mismos. Tal vez asocio este famoso cuento de la joven que respetó lo que en ese mundo fantástico ocurría y se adaptó a lo imprevisible del destino, tal como Sebastián se entregó a ese nuevo mundo que le ofrecía el compartir su vida con Olegario, su mejor amigo quien finalmente se convirtió en su compañero de vida.
En esta segunda parte, los protagonistas continúan con la vida que iniciaron a finales del primer libro luego de sortear los obstáculos propios de dos hombres que se aman y deben defender ese amor frente al mundo y a quien se oponga a ello.
La novela transcurre mayormente, en el bucólico paisaje de Aldea del Norte, donde Oleg, Sebas y Auri llevan una vida pacífica y tranquila... hasta que un vendaval de la forma menos pensada, se lleve por delante todo lo que esté a su paso, incluyendo a los protagonistas de esta aventura.
Pero mejor no nos adelantemos.
Así como lo plasmé en el prólogo de “Los chicos rubios”, sigo sosteniendo que esta historia busca ser una inspiración a la liberación de los prejuicios, de los convencionalismos y las ilusiones superfluas. Esta es la historia de dos argentinos enamorados que continúan transitando el camino que el destino un día les puso por delante, tal como el conejo cuando se le apareció a la joven Alicia, desafiándola a una vida completamente libre... y algo loca.
Como lo es la mía, la tuya, la de todos nosotros.
Los invito a subir nuevamente a esta montaña rusa emocional que cariñosamente (y a pedido de Olegario en el primer libro), bauticé como “Oleg y los chicos rubios”.
Que disfruten de la lectura tanto como yo lo hice al escribir este loco y amoroso relato que algunos llaman “novela romántica”.
Dedicado a todos los que se animan a ser ellos mismos.
Lisandro N. C. Urquiza
Septiembre de 2024
Una sombrilla azul cubría dos reposeras, ubicadas a cada lado de una pequeña mesa de madera. Sobre esta, un teléfono celular hacía de D.J., animando la escena en una playa de arenas blanquecinas.
Olegario de Almeida bailaba como si estuviera en un sambódromo en pleno carnaval, sosteniendo en su mano un trago hecho con frutas que se veía por demás helado. Sin dejar de moverse, le dedicó el estribillo a su flamante esposo, quien lo observaba sonriendo y gritándole toda clase de cosas.
“¡Siento tu cuerpo vibrar, cerca de mí!... ¡Es tu palpitar...!”
Sin dejar de bailar y cantar, el muchacho parecía poseído por un espíritu danzante.
“¡Eso morocho! ¡Mueva, mueva!”, gritaba Sebastián, sentado en su reposera. El rubio sostenía un humeante mate en su diestra y el termo como fiel compañero en el brazo opuesto.
Olegario sonreía. Su expresión era la muestra del momento que vivía, disfrutando la luna de miel en una isla remota con su compañero de vida. Desde su llegada al lugar todo se había reducido a una sola palabra: amor.
—¡Cuando calienta el sol, oh oh, oh oh! —concluyó cantando. Volvió a su reposera en la que se sentó a descansar, previo beso como pico de pajarito, que le dio a Sebastián.
—¡Nunca imaginé que estaba casado con “Luismi”! —exclamó el rubio.
—¿Ah viste? Ese es uno de los tantos talentos que no conocías de mí... —Olegario le tomó la mano a Sebastián, mientras se calzaba unas gafas de sol espejadas.
—Bueno señor talento, tampoco te agrandés ahora... ¿querés un mate?
—No chico rubio, prefiero seguir con este jugo helado... —Olegario bajó apenas sus lentes y miró por sobre ellos a su esposo— ¿no te parece que hace calor para tomar mate?
—¿Desde cuándo te molesta eso? Sabés que siempre voy para todos lados con el termo y el mate... —Sebastián soltó un bufido, seguido de una sonrisa.
—Sí ya sé, sólo decía... —Olegario recolocó sus gafas, se acomodó en su reposera y se quedó mirando hacia el cielo.
Su esposo sin embargo tenía su pensamiento en otra cosa.
—Es un lugar maravilloso, nunca imaginé que sería así... —Sebastián se notaba algo distraído, tenía su mirada perdida en el horizonte.
—¿Estás acá rubio? Te noto algo ido...
—Sí Oleg, acá estoy —Sebastián se había quedado sumergido en un mar de recuerdos. Estos empezaban cuando él y su hijo Aurek llegaron a “Aldea del Norte”, luego como un flash recordó la noche en que conoció a Olegario, su querido amigo quien ahora se había convertido en su compañero de vida.
Se quedó un rato en una suerte de trance, y como las ráfagas que provenían del mar; los recuerdos fueron acariciándolo. Hasta que de golpe volvió al momento presente...
—¡Hey, qué hacés nene! —exclamó saltando de su asiento.
—¡Ah! ¡Veo que estás acá! —Olegario soltó una risotada al ver la cara empapada con agua de mar, que su esposo le había arrojado con un baldecito, prestado por un niño que se encontraba cerca de ellos.
Sebastián dejó el termo con el mate en la arena y tomó carrera hacia Olegario con expresión vengativa.
—¡Ahora vas a ver! —amenazó.
Como si fuera un chico comenzó a correr tras su esposo, quien a trote ligero se dirigió hacia el mar que parecía una extensión del cielo.
Se zambulló para escapar del alcance de Sebastián, quien no tardó mucho en alcanzarlo. Esperó que su modelo de pelo castaño emergiera del océano cual criatura del mar y lo sujetó fuertemente de la cintura. Olegario se sacudió el pelo, luego se refregó la cara para quitarse el agua salada y al abrir los ojos se encontró con el rostro de su “rubio”, quien le dedicaba una mirada tan pura y amorosa que lo desarmó. Sebastián lo ayudó a atusarse el pelo hacia atrás y le envolvió con sus manos el cuello, cruzando los dedos por detrás de la nuca.
—Oleg, estoy feliz de estar acá con vos... te amo como nunca amé a nadie en mi vida —Sebastián apoyó sus labios sobre los de Olegario y los besó con reverencia.
—Sebas... conocerte ha sido lo más maravilloso que me pasó, y tenerte aquí como mi compañero de vida es por lejos lo mejor que me ha pasado...
Imitando a su esposo, Olegario pasó sus manos por detrás del cuello de Sebastián y el beso inicial se convirtió en un apasionado baile de lenguas, labios y saliva que se mezclaba con el agua salada que los salpicaba. Se mantuvieron así en medio de expresiones y frases de amor que ambos se dedicaban, en particular aquellas que provenían de Olegario, quien al contacto con los labios de su amado perdía todo rastro de cordura.
—¡Apa! Qué romántico que estás... —exclamó Sebastián, cuando su compañero comenzó a acariciarlo cada vez más apasionadamente.
—Más romántico voy a estar cuando volvamos a nuestra habitación...
—¿Eso es una amenaza?
Olegario acercó su boca al oído de Sebastián.
—Te advierto que te voy a dar hasta que en la playa caiga nieve... —le susurró.
—¡Bueno, veo que hemos mejorado, al menos ya no hacemos referencia al tema gastronómico! —Sebastián rio y Olegario redobló la apuesta.
—Igual es mi muletilla: te voy a entrar como cuchillo a la manteca, como tenedor a los fideos, y puedo seguir...
—¡No, dejá que ya entendí lo que me quisiste decir! —Sebastián explotó en una carcajada.
Así eran las escenas que a diario protagonizaban estos dos argentinos desde el momento que se convirtieron en esposos. Al verlos juntos, era indiscutible que se amaban más que a sus propias vidas, las cuales experimentaban la misma calma que el mar les regalaba en ese momento.
Olegario regresaba hacia la calidez de la playa de arena blanca tomado de la mano de su esposo, con la música de Bob Marley que llegaba desde un chiringuito.
—¿Estás bien? ¿Ya pasó el período de despegarse del pichón y del nido?
—Sí, debo decirte que el primer día que llegamos extrañé a Auri, pero sabiendo que está bien con su mamá me quedo un poco más tranquilo... —suspiró Sebastián.
—Pero no dejás de extrañarlo...
—No, la verdad que no —La voz de Sebastián sonó estrangulada. Hizo un instante de silencio —Es que es mi hijo, Oleg; mi muchachito de pelo amarillo y es la primera vez que nos separamos, imagínate —tomó aire y lo soltó.
—Bueno, Auri ya es un chico grande, por no decir un hombre —Olegario sonrió y le contagió el gesto a su marido—. No me llegaste a contar bien como hiciste para llegar a un acuerdo con Alana. ¡Debiste haber sido muy convincente! —agregó.
—Sí y no...
Olegario y Sebastián ya se encontraban de regreso en la calidez de la arena. Se quedaron parados mientras se secaban con el viento marino y el sol caribeño al ritmo de una canción playera de los Pet Shop Boys.
—¿Cómo es eso, Sebas?
—Creo que todo cambió desde el momento en que ella se instaló en Buenos Aires...
—Sí, en la que era tu casa cuando nació el nene y entiendo que el hecho de que haya sido hace poco tiempo te debe tener algo aturdido... —Olegario le hizo una caricia a su esposo.
—Algo así—dijo Sebastián en tono serio—. Pero ese no es el tema.
—Es verdad, perdón no quise insinuar ni decir nada, seguí contándome.
—Ella quería pasar más tiempo con Aurek y me pidió si en las vacaciones no podría tenerlo unos días con ella, así que lo hablé con el nene y me dijo que no tenía problema.
—¿Así de una?
—No, la verdad que al principio dudó, pero debo decirte que en la medida que Auri va creciendo veo que se parece mucho a su madre en algunos aspectos, en especial a la música que es lo que más tienen en común. Además, me gustaría que estrechara también vínculos con Anton, que es un tipo por demás copado.
—Sí, Anton y Alana hacen buena pareja... pero ¿entonces? —Olegario no entendía hacia donde iba la charla.
—Entonces me dijo que si yo estaba de acuerdo, él se quedaría a pasar unos días en las vacaciones con su madre así disfrutábamos nosotros dos la Luna de Miel.
—¡Qué groso que es ese pibe, como lo quiero! —exclamó Olegario.
—Sí, es un groso el pendex —exclamó su padre. ¡Lo único que espero es que sobreviva estas dos semanas a Alana Wes!
—¿Por qué lo decís?
—Porque una cosa es tenerla un día de visita, y otra muy diferente es pasar dos semanas con ella...
—Y bueno, supongo que también tendrá que acostumbrarse.
—¿Por?
—Y si ella va a estar más tiempo en Buenos Aires, seguramente va a querer pasar más tiempo con él.
—En eso tenés razón. ¡Ah!... Algunas veces siento que el tiempo pasó tan rápido Oleg... —Sebastián suspiró con la mirada en el horizonte—. Pensar que el año que viene termina el colegio y quién sabe después que depare el destino.
—Bueno amor, no te pongás nostálgico.
—Es que todo ha pasado tan rápido, en particular este último año donde conocerte cambió mi mundo y la forma de ver las cosas... y yo... yo... —La voz de Sebastián sonó ahogada—, estoy tan feliz de tenerte y que formes parte de mi vida que me gustaría que nos quedáramos así eternamente...
Olegario se inclinó hacia su esposo y le besó la frente. Lo tomó por la cintura.
—Creo que deberías disfrutar lo más que puedas de Auri este último año, vas a pasar muchos momentos lindos como su viaje de egresados, su graduación, la Universidad...
—Es verdad, este año cumplirá la mayoría de edad y empezará su vida fuera del nido, así que te haré caso y lo disfrutaré...
—Y hablando de disfrutar, usted señor tiene una deuda conmigo... —Olegario lo miró con lascivia.
Sebastián giró hacia su esposo y lo abrazó, envolviéndolo por la cintura. Olegario le apoyó sus brazos por sobre el hombro.
—Morochazo, ¿querés saldar deudas en este momento?
—Exactamente, ya están corriendo los intereses punitorios también. Olegario se calzó una suerte de zapatillas para buceo que usaba para pisar en las playas de coral y no lastimarse los pies.
—¡Vicioso! —exclamó con una sonrisa Sebastián. Se calzó un par de ojotas, y se cubrió el torso con remera una musculosa rosa pálido, que se confundía con el color de su piel.
Olegario juntó el equipo de mate, lo guardó en el estuche de cuero que lo transportaba y se acercó sigilosamente a Sebastián.
—No te gastés poniéndote esa camiseta que en cinco minutos te la voy a arrancar con los dientes en la habitación —le susurró.
—¡Uffff! —respondió Sebastián. Se colocó su sombrero y Olegario tomó el celular, buscó en su playlist una canción que la puso a todo volumen y acercó el dispositivo a los oídos del rubio.
—Escuchá que tema te pongo para regresar al hotel...
—¿A ver? —dijo Sebastián arrimándose al aparato.
Los acordes de la percusión de “Please send me someone to love” fueron el telón musical que faltaba para hacer una escena de amor perfecta.
Sebastián explotó en una carcajada, y la expresión que siguió lo resumió todo:
—¡Guau, me mojo todo!
Olegario soltó una risotada, le tomó la mano a su esposo y comenzó a pisar con fuerza sobre la pesada arena blanca que reflejaba el sol como si fuera un espejo. Con la música como aliada, ambos salieron disparados hacia la habitación del hotel que los alojaba.
Y al cabo de cinco minutos exactos, tal como lo predijo Olegario, Sebastián quedó a su merced, y de la misma forma que las anaranjadas estrellas de mar que reposaban sobre las piedras en el lecho marino, el hombre de pelo como el café lo cubrió con su cuerpo para poseerlo, tal como le gustaba hacer de manera espontánea o programada.
Es ahora o nunca, sólo quiero vivir mientras estoy vivo. Mi corazón es una carretera abierta, se le oyó cantar a Bon Jovi en un recital... el día que Oleg y Sebas se dieron el primer beso.
El pueblo parecía distinto. No sabían por qué pero el hecho de estar alejados de ese lugar aunque sea por unos días los hacía ver el barrio de otra forma.
Al llegar al poblado, una canción los recibió desde la usina musical. “Raros Peinados Nuevos” se colaba por los parlantes, que vía bluetooth, musicalizaban la plaza y sus alrededores. El taxi que los traía de regreso desde el aeropuerto, se internó en el “barrio que NO es un pueblo”, y como un barquito que navega sobre un riacho, serpenteó por las calles de Aldea del Norte.
La gente que identificaba a los pasajeros del auto negro y amarillo, se detenía a saludarlos o les hacían seña para congraciarse con ellos. Era ya de tardecita, por lo que había menos movimiento, se podía decir que el “barrio” se había desinflado para esa hora y sus habitantes se encontraban haciendo cosas de tipo doméstico o de recreación. Ese era el caso de Elsa quien solía barrer la vereda de su peluquería a las seis de la tarde en punto. De esa forma, lograba enterarse de las noticias del barrio y luego las comentaba entre la clientela de su peluquería.
“¡Chicos, chicos!”, gritó eufórica al distinguir a los esposos dentro del taxi. Al pobre conductor del vehículo que no le quedó más remedio que detenerse frente a las señas de la mujer que parecía el penado catorce.
“¡Hola, Elsa! ¿Cómo estás?”, preguntaron los lunamieleros.
—¡Yo muy bien!, pero ¿y a ustedes como les fue? ¡Cuéntenme todo!
Olegario se adelantó a responder. Eso era algo extraño, ya que él era un hombre parco, de pocas palabras y con una particular actitud que lo hacía ver como una persona algo apática, sin embargo para sorpresa de su esposo, el muchacho de cabellera chocolate dijo con su acento francés:
—La verdad que muy bien. Te cuento que conocimos... —Y eso fue todo lo que el muchacho pudo pronunciar, pues la mujer lo interrumpió.
—Antes que nada, te aviso Sebastián que tu hijo se peleó con Marisa, para que estés informado —Elsa movía la cabeza de un lado a otro. Apoyada sobre su escoba, la pintoresca peluquera y esposa del presidente de la Sociedad de Fomento, les fue contando las novedades en voz muy baja. Como si estuviera diciendo algo terrible.
—¿Qué cosa? —Sebastián se sobresaltó.
—Lo que escuchaste, ¿no te dijo nada él?
—No que yo recuerde, cuando lo vea me contará seguramente qué pasó.
La mujer colocó sus manos en cruz sobre el extremo de la escoba, apoyó la barbilla sobre el dorso y continuó dando las noticias:
—Oleg, para tu información; una de las luces de la marquesina de tu Bistró no anda, estuvimos viendo con Cacho y nos percatamos de eso; así que hacela arreglar porque da mala imagen.
—Está bien Elsa —Olegario miró a Sebastián con una sonrisa irónica que lo dijo todo.
—Veamos qué otra cosa... —la mujer se rascó la cabeza—. ¡Ah sí! Oleg, tenés competencia en el pueblo...
Olegario ladeó la cabeza a la derecha.
—¿Por qué lo decís, pusieron algún restó nuevo?
—¡No hombre! —gritó Elsa sacudiendo la escoba—. Llegó hace unos días al barrio el nieto del gaucho Pampero para ayudar al pobre viejo en el campo... ¡y es relindo! —la mujer parecía estar en éxtasis, mirando al cielo como si fuera a bajar un ángel.
—¿El viejo Pampero es lindo? —preguntó Sebastián sin entender.
—¡No! ¡El nieto, Sebas, el nieto! —Elsa soltó un bufido y barrió algo invisible.
—Ah...
El conductor del taxi miró por el espejo retrovisor y fingió colgarse de un árbol. Los chicos comenzaron a reírse, y antes de terminar la conversación la mujer, una vez más, se les adelantó a decir:
—Bueno, chicos, se los ve bien tostaditos y muy felices me alegro que la hayan pasado bien, ahora los dejo.
Dicho esto la peluquera retomó el movimiento basculante con su escoba lo cual habilitó a que el caño de escape del taxi tosiera furibundo para continuar su marcha.
Avanzaron unos ciento cincuenta metros y su llegada al hogar se vio atrasada por otro de los pintorescos habitantes del lugar. Como si fuera el banderillero de una pista de aterrizaje, Mauricio, el dueño del gimnasio local, se puso frente al vehículo para detenerlo.
—¡Enfierrados! ¿Recién llegan? —El muchacho se acercó por demás agitado y apoyó su cuerpo de titán contra el parante del auto.
Sebastián bajó la ventanilla del vehículo y antes de poder emitir un sonido, su esposo se adelantó a rugir:
—¿Y a vos que te parece, Mauri?
Sebastián le tomó la mano a su compañero e intervino:
—¿Qué pasa, profe; que estás así?
—¡En unos días tenemos partido contra el club de la ciudad y nos faltan jugadores!
El dueño del gimnasio y entrenador del equipo de fútbol local se agarraba su enrulada cabellera dando la impresión que colapsaría en cualquier momento.
—¿Y nosotros que tenemos que ver?
—Sebas, necesitamos jugadores. ¿Entendés?
—La verdad que no...
—¡Quiero decir que podrían ser ustedes!
—¿Nosotros?
—¡Sí! Podemos poner a Auri de mediocampista, a Oleg como enganche y a vos mandarte al arco.
—¿Por qué al arco yo? ¡No soy tan malo jugando al fulbito! —Sebastián se cruzó de brazos.
El taxista escuchaba y observaba la escena riéndose en tanto Olegario bufaba y el reloj taxímetro continuaba facturando los minutos que pasaban. Sin darle más vueltas al asunto, interrumpió la conversación con el humor más ácido que su carácter.
—Para empezar, yo no juego a la pelota ni siquiera en la Play, así que conmigo ni cuentes. Tal vez el rubio y Auri se prendan pero ahora... ¡Dejanos llegar a casa y después hablamos! —la voz de Olegario sonó a un trueno.
—¡Qué carácter de mierda, che! Está bien ¡mala onda! —exclamó Mauricio con un resoplido.
—Coach, después hablamos —Sebastián soltó una carcajada en tanto Olegario le ordenaba al chofer que continuara la marcha.
El conductor obedeció y el auto se alejó, con Sebastián mirando hacia atrás por el vidrio de la luneta trasera a su amigo y socio de negocios quien continuaba agarrándose la cabeza en la vereda, tratando de conseguir los jugadores que le faltaban para el desafío deportivo que se aproximaba.
Habiendo pasado varios días desde la vuelta de la luna de miel, los esposos regresaron a sus actividades: Sebastián trabajando en el servicio de kinesiología del sanatorio de la ciudad. Allí comenzaba desde horas tempranas hasta pasado el mediodía, momento en que regresaba a la Aldea y en el camino solía detenerse a saludar a Olegario. Este, cuando no estaba modelando en algún desfile, por su profesión de top male model; generalmente se encontraba desde la mañana trabajando en lo que lo apasionaba: su restaurante, el “Olegario bistró”.
Sebastián también tenía una agenda no muy holgada, pues además de trabajar por la mañana en el sanatorio, los martes y jueves por la tarde solía atender a la gente del barrio, en el consultorio que tenía montado dentro del gimnasio de Mauricio, el ya conocido “Rincón del Enfierrado Gym”. Allí se encargaba de rehabilitar deportistas y muchas veces, atendía de forma gratuita a aquellos habitantes que no tenían acceso a los servicios de salud. Una vez que terminaba la tarea, solía quedarse un rato entrenando y luego salía a correr por el poblado, regresaba a su casa, se bañaba y comenzaba a hacer algunas tareas hasta que llegara su hijo Aurek.
Dado que el joven todavía estaba de vacaciones y continuaba pasando un tiempo más con su madre, Sebastián solía ir por las tardes un rato al bistró con su equipo de mate y a veces llevando algunas cosas “ricas” para comer, como tortas fritas, pasteles de dulce de membrillo o buñuelos de manzana que solía preparar cuando llovía o simplemente por hacerle un mimo a su esposo y equipo. Esto hacía que cuando el esposo de Olegario llegara al bistró, tanto él como los empleados del lugar sentían que Papá Noel había llegado.
De esta forma, los dos hombres solían compartir momentos en común, y aunque no siempre solía decir algo, Olegario valoraba ese apoyo de Sebastián como un tesoro, pues el rubio se había ganado no sólo su corazón, sino el de su equipo de trabajo que lo consideraban una especie de “gran papá”; que los mimaba en los momentos de más trabajo. Sebastián se movía de un lado a otro con el mate, sin interrumpir el trabajo de la gente. Y como solía pasar, luego de que el horario más atareado pasaba, los esposos partían raudamente a su casa; donde daban rienda suelta a sus sentidos... algo que casualmente ocurrió ese día.
Un cartel de madera regional, que rezaba el nombre “Casa de Olegario y los chicos rubios”, daba la bienvenida. La cabaña, era una especie de fuerte hecho de madera y vidrio, rodeada de árboles cuya sombra, proyectaba a esa hora de la tardecita una leve penumbra. El sonido de la brisa que chocaba contra los vidrios, le daba un ambiente exquisitamente lúdico, romántico y único y fue el escenario para Olegario y Sebastián desataran los duendes de la desinhibición no bien pusieron un pie dentro de su hogar.
En el reproductor de audio que normalmente tenían encendido, sonaba el tema “I’ll be there for you” interpretado por la banda favorita de Sebastián: Bon Jovi.
—¿Te acordás de esta canción? —preguntó Olegario.
—Cómo olvidarla, fue una de las últimas que cantó en el recital donde tuvimos nuestro primer beso... —Sebastián sintió que la voz le temblaba.
—¿Sabes algo? Cuando escuché esta canción te observaba y en ese momento di cuenta de que quería estar siempre con vos, que eras la persona que tanto había esperado...
—¿De verdad? —Sebastián se abrazó a su esposo y lo traspasó con su mirada de ojos citrinos.
—Sí, allí entendí que no podía más esconder lo que me pasaba con vos —Olegario sonrió y sus mejillas se ruborizaron. —Y ese día cambiaste mi vida, mi mundo.
Sebastián se había quedado observando a su esposo como si lo estuviera analizando. Le dedicó una mirada tierna y sincera y recibió como contrapartida un pedido de su enamorado:
—Sebas, prometeme por favor que siempre me vas a amar...
—Sí, te lo prometí el día que nos casamos... —Sebastián le tomó las manos— ¿Por qué me decís eso? ¿Qué te pasa Oleg? —su expresión era de preocupación.
—Es que, me siento tan feliz de tenerte a mi lado, de compartir tantas cosas lindas que nos están sucediendo que por momentos me da miedo de que algo te pase, que algo intente separarte de mí, no sé como decirlo... a veces tengo miedo de perderte en este mundo de mierda que no tiene contemplación de las personas... no sé, desde que volvimos del viaje he tenido un mal presentimiento... que algo va a pasarnos y no puedo dejar de pensar en ello...
—Tranquilizate —lo suavizó Sebastián—. Nada nos va a pasar y no tengas miedo que yo estoy acá para vos, para nosotros... y si algo nos pasara, saldremos adelante como siempre lo hicimos... —concluyó con una mirada que como si hubiese lanzado un sortilegio, tranquilizó a su compañero de vida.
—Sos el amor de mi vida —fue todo lo que pronunció Olegario cuando se calmó. Lo miró fijamente y hundió sus labios en los de Sebastián quien no dudó en responder:
—El mío también.
Con esta frase, el hombre de pelo dorado comenzó a sucumbir a los encantos de su esposo, quien lentamente lo fue llevando hacia un camino de besos y caricias, acompañados por la melodía de “El amor de mi vida”, que fusionó armoniosamente el encuentro entre los enamorados.
Aunque muy en su interior, algo inquietaba a Olegario.
Algo que ni él sabía pero que presentía.
Y eso también comenzó a inquietar a Sebastián.
Tal como lo había adelantado Mauricio, el día del encuentro deportivo finalmente llegó.
Era una tarde de sábado a sol pleno, con un mundo de gente que se congregaba en las gradas y en algunos sectores del campo; mayormente sentada en reposeras con sus equipos de mate, ansiosos de presenciar el partido de fútbol anual entre el equipo de “La ciudad” versus el del “Barrio que no es un pueblo”, que se disputaría en breve en el predio del club local. El “Aldea del Norte Fútbol Club” era una pequeña edificación de madera, muy similar a la Sociedad de Fomento que se distinguía por los colores con los que estaba pintada, que eran los mismos que identificaban las camisetas de los jugadores: celeste por donde se mire.
El predio deportivo era un terreno lindero al campo de don Pampero, que supo ser propiedad de este hombre, quien unos años antes lo había donado a la comunidad para tal fin social y deportivo. Como solía ocurrir en estos encuentros, la mayor parte de la hinchada era local. En el extremo opuesto, se encontraban los enardecidos hinchas visitantes, quienes si bien eran minoría, el grito de sus cánticos de cancha, bombos, papelitos de colores que flotaban en el aire y banderas que se desparramaban como si fueran una gran ola; los hacían ver como si fueran los dueños de casa.
En un pequeño recinto que hacía las veces de cabina de transmisión, el D.J. de la usina de la música se encontraba pasando música acorde al encuentro, además de ser la voz del estadio. A pesar de tratarse de un encuentro poco importante para el ambiente futbolístico, para los moradores de la zona el asunto era una cuestión de honor.
Poco a poco el lugar se fue poblando de la diversidad de personas que llegaban a presenciar el encuentro y tomaban sus lugares con ansiedad y algarabía. Pasados unos diez minutos, desde la cabina de transmisión comenzó a sonar el tema “We are the champions”, que fue el grito de guerra el que los jugadores ingresaron al campo de juego. Los primeros en aparecer fueron los jugadores de la ciudad, quienes una vez que pisaron el pasto de la cancha fueron recibidos por los simpatizantes de Aldea del Norte con un sonido ya conocido en el ámbito del fútbol:
“¡Uhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhh!”
Con este grito, que sonó como el aullido de un lobo feroz, fueron recibidos los jugadores de la ciudad, por los hinchas de la Aldea, en claro gesto de empezar a ponerle “picante” al encuentro, algo que solía suceder al revés cuando a “los aldeanos” les tocaba jugar de visitantes. Como contraposición, cuando los jugadores de la Aldea ingresaron al campo de juego la hinchada de la ciudad le devolvió las atenciones, cantando toda clase de cosas y gritándole cuanta frase se les ocurría, siendo la más repetida la de “¡Muertos, vuélvanse al cementerio!”, esas cosas lindas que suelen dedicarse entre adversarios fanáticos.
El equipo local estaba formado por: los miembros de la banda de Aurek: Rulos, el percusionista; Joel, el baterista; la tecladista Francesca y por supuesto el bajista hijo de Sebastián. Fueron los primeros en ingresar a la cancha seguidos de Patti, Melisa —una amiga de esta—, Pablo —esposo de Elisa—, las chicas reposteras y por último con su indumentaria de arquero Sebastián llevando la pelota bajo su brazo derecho. Andreé y dos chicos más estarían en el banco de suplentes, y como era previsible, Olegario se encargaba de llevar una gigantesca heladera de camping donde transportaba bebidas frías para los jugadores. Mauricio era el entrenador, quien escondido, bajo una gorra azul que con letras blancas decía: “coach” caminaba con su andar de querer pegarle a alguien, sosteniendo una carpeta y dando indicaciones.
En el extremo opuesto, el equipo de “la ciudad”, comenzaba a calentar, corriendo alrededor del campo de deportes y de paso exhibirse ante sus fanáticos que deliraban solamente con la presencia de jugadores quienes disputarían el torneo por el honor de la zona. Una dupla que imponía presencia en el estadio era sin dudas los gemelos “Raimmundo”, dos hermanos de poco más de veintitantos años quienes caminaban con un porte avasallador que rayaba la soberbia, y eran conocidos en el mundo del deporte por llevarse por delante a cuanto jugador tuviera la osadía de enfrentarlos, lo que se advertía en una mueca de enojo en sus rostros anchos y cuadrados donde una mirada intimidante era la protagonista. Los dos hombres parecían luchadores de catch y se diferenciaban entre sí por tener uno el cabello negro bien largo y enrulado, sostenido por una vincha hecha con un elástico de quien sabe que prenda vieja, mientras que el otro lo llevaba cortado bien al ras.
“¿Pero qué me dicen de esos mellizos?” fue el comentario obligado de un hincha en la tribuna local al reconocerlos.
“¡Son tan igualitos que en realidad nunca se supo bien quién era el mellizo!” fue otro de los comentarios, que como era costumbre poco a poco fueron corriendo de boca en boca.
Poco a poco los jugadores de ambos bandos comenzaron a patear un par de pelotas que los asistentes de campo les lanzaron para que entraran en calor, en tanto que el público seguía tomando su lugar en las tribunas.
Camisetas de color blanco y shorts de color rojo con el dibujo de un dragón eran el distintivo del equipo de la ciudad, mientras que camisetas de color celeste y shorts de color negro con el dibujo de un ciervo era la indumentaria que identificaba a “los aldeanos”.
Estos también practicaban haciéndose pases que iban de uno a otro jugador: iniciaba el juego Aurek, quien portaba orgullosamente la camiseta con el número 10 en la espalda, se la pasó a Patti, ella a Melisa (previo jueguito con ambas piernas) y la joven hizo lo propio para pasársela a una de las chicas reposteras que llevaba la camiseta número 7. La cabeceó junto con Sebastián, y el rubio se la pasó a Andreé, quien con su cuerpo que se asemejaba a un junco, comenzó a hacer saltar la pelota con las rodillas de izquierda a derecha, la hizo rebotar con la cabeza y le dio el pase a Pablo quien quiso pararla “de pechito”, y la pelota fue a parar a la tribuna, hecho que Elisa y las nenas festejaron con una risotada burlona.
Cerca de ellas, se encontraban sentados en las gradas los espectadores más prominentes del pueblo: Elsa, quien con su típico parloteo se había encargado de repartir gorras que decían “vote a Cacho para la reelección como presidente de la Sociedad de Fomento”. A su lado se hallaba sentada Madame Teresa, con su atuendo gitano y una de las gorras puesta por encima de su turbante. Seguían en orden de ubicación: el hombre con cara de pez, Elena con su esposo y entre ellos su perra Tippie. Le seguían Marisa, arengando con su pandereta, junto a un grupo de amigas quienes arrojaban besos a los jugadores, en particular a Aurek de quien irónicamente se burlaban por estar peleado con su amiga de pelo blanco.
Dos escalones más arriba se hallaba la señora que comía galletitas en las reuniones quien, junto a su esposo se debatía con un sándwich de milanesa que apenas llegaban a masticar dado el tamaño extragrande del “aperitivo”. Le seguían en orden de asientos algunos de los comerciantes del pueblo como Elías Rocamora —el librero—, al lado de este el dueño del mercado de vegetales orgánicos —a quien le incautaron a la entrada del estadio una canasta con tomates podridos que según él no tenía ningún fin violento— pero luego se supo que tenían como destino ser los proyectiles para el equipo visitante.
Y llegando a los peldaños que daban con el piso se hallaban las personas de más edad disfrutando del encuentro, siendo el dueño del campo contiguo el personaje que más llamó la atención, puesto que no era muy sociable y rara vez se lo veía mezclarse con la gente del pueblo: se trataba del anciano gaucho entrado en años —y en canas casi de color metalizado— quien con su mate en mano conversaba acerca del partido con un viejo vecino suyo, en tanto de vez en cuando lanzaba un sapucai dedicado a los jugadores:
—¿Qué anda haciendo por acá, don Pampero? —dijo Sebastián cuando sacó de entre las piernas del anciano la pelota.
—¡Eh! ¡Sebas! Acá estoy con mi vecino “el Artemio”, vinimos a ver como juegan al fobal, además tenemos una buena razón pa’ venir...
—¡No sabía que le gustaba tanto el deporte! —Olegario se aproximó al alambrado donde su esposo conversaba con el paisano.
Don Pampero se sacó un momento la boina negra que descansaba sobre sus canosos cabellos peinados a la gomina y con su acento litoraleño gritón presentó a su vecino:
—¡Gurises, este es mi vecino, don Artemio!
—¡Pa’ lo que guste mandar! —Don Artemio se puso de pie, se sacó la boina roja y la agitó en carácter de saludo—. ¡Un gusto ‘e conocerlos! —comenzó diciendo— ¿Y cómo es su gracia? —agregó dirigiéndose al mayor de los chicos rubios.
—¡Tirarme pedos en los velorios! —exclamó Sebastián con una risotada. Su esposo soltó un bufido y puso los ojos en blanco.
Los paisanos celebraron la ocurrencia, mientras Olegario le sacaba de las manos la pelota a Sebastián y se la tiraba a los jugadores para que continuaran calentando motores. Con su acento francés y expresión algo molesta, el chef dijo:
—Don Artemio, yo soy Olegario y este adolescente inmaduro a mi lado es mi esposo Sebastián.
—¡Pero qué hermosura! —exclamó el paisano.
—¿El qué, Artemio? —preguntó don Pampero cebando un mate que, por el humo que emanaba parecía hervir como la caldera de una locomotora.
—¿Quién iba a decir que íbamos a estar hablando que ahora los gurises se casan entre ellos? ¡Imagínese Pampero si usted y yo nos hubiéramos enamorauuuu! —Fue el grito que con una carcajada soltó el gaucho.
—¡Dios nos libre y nos guarde, nos cape y nos largue! —refunfuñó Pampero agarrándose la boina mientras que con la otra mano sostenía el mate.
De pronto el grito desesperado del coach los sacó de su conversación:
—¡Me falta un jugador! ¡Me falta un jugador!
Olegario miró con una sonrisa pícara a su esposo.
—Y recién se da cuenta...
—¡Unos cuantos diría yo... más bien le faltan todos los jugadores! —replicó Sebastián con una carcajada.
—Sos malo, rubio...
—¡Bue, mirá quién habla...!
Aurek y Patti se acercaron al entrenador.
“¿Quién te falta, Mauri?”, quisieron saber.
—¿Cómo quién? ¡Me falta el cuatro, el cuatro!
“¿Y quién es el cuatro?”, preguntaron los jugadores.
En medio de esa diatriba, don Pampero se puso de pie y comenzó a revolear el sombrero como si estuviera jineteando a un toro pampa. Dedicándole una risa burlona al entrenador gritó:
—¡Pero si serás abombau Mauricio! ¡Te falta el Nano! ¡Ni más ni menos, che!
—¡Nano, claro, me había olvidado! ¿Pero dónde está? ¿Por qué todavía no llegó? —el coach se sacó por un momento la gorra y miró a su alrededor.
—¡Porque es otro abombau igual que vos! —Pampero soltó un sapucai que por un momento hizo que todo el público se quedara callado.
—¡Pero m’ijo! ¿no sabe que el “gurí” estuvo hasta hace un rato trabajando en el campo de su abuelo? —acotó don Artemio.
—Pero le dije que tenía que venir un rato antes, ¿qué hago ahora, que hago? —Mauricio se derrumbó sobre el césped. Se sentó cruzando las piernas y apoyando sus papeles para diagramar una estrategia de emergencia, dando vuelta papeles y secándose, para variar, el sudor de la frente con su gorra.
Un grito con tonada parecida al de don Pampero se escuchó de pronto en el campo de juego.
“¡Desculpen la tardanza! ¡Me demoré ensillando unos tordillos en el campo y ni me di cuenta e’ la hora!”
—¡Enfierradito! ¡Llegaste! —Mauricio suspiró con voz de alivio, al ver que había llegado el jugador que faltaba: un hombre que tendría unos pocos años menos que Sebastián. Llevaba su torso desnudo e ingresó llevando en su mano la camiseta con el número 4.
Era un muchacho de estatura media, quien por su físico musculado daba la impresión de ser un atleta más que un gaucho. Al trotecito llegó hasta donde estaban los jugadores de su equipo, haciendo acrobacias para ponerse la camiseta. Patti, Melisa, y las chicas reposteras se miraron. Mientras el joven se vestía, observaron los brazos que con cada movimiento ensanchaban unas venas azules en los bíceps. La mirada de las chicas se dirigió luego al brillo sudoroso de los pectorales, donde un cúmulo de vellos castaños y mojados se curvaban sobre su pecho. La definición algo leve de los músculos del estómago y una línea de vello en el abdomen bajo, se realzaban con la línea de sudor que mojaba la cintura de su short deportivo. El nieto de Pampero se detuvo un momento para meter su camiseta dentro del pantalón y algo lo hizo girar hacia un lado, exhibiendo un juego de hoyuelos que se levantaban sobre su trasero. Las mandíbulas de las cuatro jugadoras cayeron hasta el césped, y al unísono soltaron una declaración de lo más evidente:
—¿Quién es ese chongazo? —balbuceó Patti.
—¿De dónde salió semejante bestia? —quiso saber Melisa.
Las mujeres contemplaban al muchacho como si fueran gatitos frente a un tazón de leche fresca.
—¡Nano! ¡Pensamos que te habías perdido, gurí! —El grito de don Pampero las sacó de su instante de observación.
—¿Cómo me voy a perder, abuelo? —exclamó el muchacho acercándose al alambrado que dividía la tribuna de la cancha.
Patti fue la primera en acercarse a reconocer al “cuatro”
—¿Vos sos... Nano? ¿El nieto de Pampero? —La joven trataba de reponerse del estado de shock en el que se encontraba.
—El mesmo —respondió el muchacho saludando con la mano a la joven.
—¡Cómo creciste! ¡Estás más ancho! —Patti le tocó los brazos al jugador estrella.
—¡No es pa’ tanto! —Nano intentaba sacarle los dedos pegajosos a la muchacha.
Las chicas reposteras y Melisa se tentaron de risa y se acercaron a saludar. Algo similar hicieron el resto de los jugadores, siendo los últimos en presentarse los chicos rubios:
—¡Hola! Un gusto de conocerte, yo soy Sebastián...
—Y yo Aurek, pero me dicen Auri.
—Un gusto e’ conocerlos, ustedes deben ser los chicos rubios —Nano le extendió la mano a Sebastián y luego a Aurek.
—Ah sí... veo que ya sabés de nosotros —Sebastián sonrió.
—El abuelo me contó todo de ustedes y del Oleg... —el muchacho miró al esposo de Sebastián, quien le dedicó una mirada de pocos amigos.
Le extendió la mano con cierta desconfianza. Algo en el joven no le había caído del todo bien, en particular por la forma en que los ojos del nieto del paisano comenzaron a brillar ante la presencia de Sebastián.
—A propósito, yo soy Olegario —se presentó.
—¡Un gusto e’ conocerte! —fue la sincera respuesta del gaucho que le apretó la mano de tal forma que Olegario creyó estar saludando a Superman.
Se hizo un silencio entre ambos. Fue un momento de tirantez que una de las admiradoras del recién llegado, se encargó de cortar.
—¿Y desde cuándo estás acá? No sabía que estabas en la Aldea y mucho menos que jugarías —Patti trataba de secarse con su camiseta un fino hilo de saliva que le escapaba por las comisuras de sus labios.
—¡Patti... calmate! —gritó una de las chicas reposteras.
—Sí, debo calmarme... —musitó por lo bajo a Melisa quien susurró—: ¡No me vas a decir que no está para entrarle como chancho a la batata!
Otra de las jugadoras del equipo local, cuyo nombre era Fernanda se arrimó al grupo de las babosas fanáticas de Nano, y asomando su cabeza por detrás de sus cuatro compañeras soltó casi como en una confesión:
—La verdad preferiría entrarle a la vaga aquella que lleva la camiseta con el 9 de los de la ciudad...
Las cuatro jóvenes sin siquiera darse vuelta preguntaron en voz alta:
—¿En serio lo decís, Fer?
—Ni hablar... esas curvas y esos ojos color negro son mortales...
—¡Uff! ¡Y creo que te está mirando! —exclamó Melisa como si fuera el grumete de un barco que gritaba tierra desde lo alto del mástil.
—¡Se re dio cuenta que hablamos de ella, mepa que me fui al carajo, ah re! —soltó Fernanda en tanto sus compañeras festejaban y la chica con la camiseta 9 del equipo contrario le dedicaba una sonrisa que se mezclaba con sus curvas, su largo pelo atado con una colita y su cautivante robustez.
Pasado el momento, el coach se acercó con su andar que mezclaba nervios y ansiedad, en tanto en la voz del estadio el tema “Girls like you” había comenzado a sonar, haciendo que el público comenzara a vitorear a sus equipos y las chicas del equipo a bailarlo en medio del campo de juego.
A continuación, el D.J. de la usina musical del pueblo, devenido en relator y en voz del estadio; anunció que se interpretarían las estrofas del Himno Nacional Argentino lo que hizo que todos los presentes se pusieran de pie. Al centro del campo de juego ingresó Marisa, la ahora exnovia de Aurek; portando un micrófono en su mano derecha y su pandereta en la izquierda. Se ubicó en el círculo central del campo de juego y esperando que llegaran las melodías del tema, se plantó delante de los dos equipos que se habían formado en una sola fila, parados con sus manos tocándose el pecho del lado del corazón. Bastó que los primeros acordes de la canción compuesta por Vicente López y Planes comenzaran a sonar para que las personas apostadas en las tribunas comenzaran a hacer el acompañamiento con sus voces al grito de:
“¡Oh, oh, oh, ohhhhhhhhhh! ¡Oh oh oh oh ohhhhhhhhh!”
Y con las voces unidas de locales y visitantes como instrumentos de aire y percusión, la exquisita y potente voz de Marisa comenzó a cantar el himno. Por momentos le dedicaba una mirada a Aurek, quien la contemplaba extasiado, y a pesar que se encontraban distanciados era evidente que el amor los unía. Pasados unos pocos minutos cuando el tema llegó a su fin, en medio de aplausos la vocalista se retiró dejando a los protagonistas del encuentro quienes se aprestaron como gladiadores en el Coliseo romano.
—¡A ver las enfierradas y los enfierrados, todos al centro acá conmigo! —exclamó el director técnico.
Los once más los jugadores suplentes se juntaron en un círculo alrededor de Mauricio y recibieron la arenga para salir a comerse al equipo contrario. Terminaron uniendo sus manos en el centro y levantándolas hacia el cielo, con lo cual ya la suerte estaba echada.
El sonido del silbato del árbitro del encuentro fue el aviso para concentrar a los jugadores en el círculo central de la cancha. Allí los “camisetas blancas y los camisetas celestes” fueron tomando sus lugares. Nano se colocó en su brazo la cinta de capitán y acto seguido intercambió banderines con el capitán del equipo adversario. Olegario les deseó buena suerte a los chicos rubios y al equipo y se quedó a un lado del banco de suplentes con la heladera dispuesto a asistir a los jugadores que necesitaran refrescarse.
Con una pitada del silbato luego de lanzar una moneda al aire, el referí dio por iniciado el encuentro. Nano le dio un puntapié a la pelota de cuero blanca con gajos negros que comenzó a deslizarse por el césped dando inicio al “partido del año”.
Habían pasado poco más de cuarenta minutos que el encuentro se desarrollaba en medio de cantos de las hinchadas, papelitos de colores que caían de las tribunas, algunos pedidos de “penal, córner, posición adelantada y otras variedades de faltas”, con personas que enardecidas vitoreaban a los jugadores.
En medio de ese tumulto, un pase de Nano a Aurek se convirtió en una jugada de gol: como si fuera una gacela, el pequeño clon de Sebastián brincaba y corría con la pelota a sus pies, hasta que tres jugadores defensores le salieron al cruce. Uno de ellos fue el feroz gemelo Raimmundo quien como si tuviera una guadaña en sus pies intentó cortar la marcha de Aurek, quien optó por pasarle la pelota a Pablo. Este, un tanto dubitativo continuó corriendo con el balón hacia el lado del arco cuando de pronto el grito de Nano lo alertó:
—¡Pasásela al Auri que está solo! ¡pasásela al Auri!
El esposo de Elisa pisó el balón, miró hacia ambos lados y le pegó de costado a la pelota que, como un misil lanzado desde un submarino, fue a parar directo a los ligeros pies de Aurek, quien saltó entre los tres defensores y se apoderó del esférico una vez más. La hinchada local se puso de pie y casi al borde del éxtasis comenzó a gritar el nombre del muchacho quien arremetió contra el arco, como un guerrero que llega a las puertas de un castillo con la intención de conquistarlo.
El arquero se colocó en posición de atajar un penal y esperó a Aurek como una araña espera a una mosca que llega hasta su tela. Sin embargo y para sorpresa de todos, incluido el arquero, el muchacho con “la 10” detuvo la pelota y la pisó. El acto duró poco más de un segundo que significó una eternidad para los presentes. Con sus ojos que iban de un lado a otro, Aurek hizo un amague de pegarle con la pierna derecha, provocando que el portero del equipo de la ciudad se arrojara hacia ese lado. Sin embargo, el pequeño rubio le pegó de zurda y la pelota terminó estrellándose contra la red del arco que flameó como una bandera al viento. La voz del estadio no se hizo esperar y estalló en un sólo sonido que después se replicó entre los presentes: ¡Gol, gol, ¡gol!
—¡Golazo! ¡Les reventó el arco a los agrandados de la ciudad! —Mauricio gritaba y revoleaba su gorra como don Pampero lo hacía con su boina.
—¡Vamos los pibes! —gritó Sebastián. Corrió a abrazarse con su hijo y los jugadores, que se habían arrojado al césped, formando una torre sobre el muchacho de melena enmarañada.
Pasado el festejo y con los hinchas más excitados que nunca, el encuentro continuó hasta completar los cuarenta y cinco minutos reglamentarios (más algunos extra) que marcaron el final del primer tiempo del juego.
Un receso de quince minutos para reponer energías e hidratarse era el tiempo de descanso que tendrían los jugadores. Desconcentrándose en un extremo de la cancha, los jugadores se refrescaron e intercambiaron tácticas y jugadas con el coach, quien con su carpeta daba indicaciones como si estuvieran disputando la Copa Libertadores o La Champions League.
Transcurridos los minutos reglamentarios, los jugadores regresaron a sus puestos teniendo Sebastián que ubicarse en el arco opuesto al que había ocupado en el primer tiempo. Algo que no se imaginó fue que tras ese arco se encontraba gran parte de la hinchada contraria, que como una forma de molestar al rubio le gritaban toda clase de cosas.
“¡Eh putito, a ver ahora si te atajás esta!”, gritó de pronto un hincha que estaba eufórico tras el alambrado. Sebastián se quedó inmóvil, nunca había vivido una situación así en el corto tiempo que llevaba su vida con Olegario. Algo que suele suceder cuando una persona se muestra tal como es y le toca vivir la discriminación por sus elecciones de vida.
Sin embargo, la primera reacción vino del lado de las chicas.
—¿Qué te pasa, forro? —Patti corrió hasta el arco al escuchar la frase devenida en insulto.
“¿Sí, qué te pasa? ¿Tan machito sos gritando boludeces con tus amigos?”, bramaron Melisa y las chicas reposteras, quienes se acercaron al trote hacia donde estaba el portero de melena rubia.
—¿Habían visto tantos trogloditas juntos? —exclamó el arquero riéndose, sin darle mayor importancia al asunto.
—¡Usté amigo rubio no les de pelota! —Nano se acercó al arco, haciéndole un gesto más que evidente con el dedo mayor a los impertinentes.
—Ya lo sé Nano, pero la verdad que me molesta que se metan conmigo o con Oleg, las personas con tal de herir a veces mezclan todo... —el rubio se mostraba frío con sus atacantes quienes le continuaban lanzando toda clase de improperios, siendo su condición marital la excusa perfecta para denigrarlo y hacerle pasar un mal momento.
—¡Por eso mesmo es que te digo que no le des pelota a estos desorejaus! —Nano repitió el gesto, levantando el dedo mayor de sus dos manos a los hinchas homofóbicos.
Sin embargo, no todas las personas oriundas de la ciudad eran iguales. Muchos hombres y mujeres que estaban con sus familias se pusieron de pie e invitaron a retirarse si seguían en esa posición a los impertinentes simpatizantes que optaron inteligentemente por quedarse en silencio. Algunos aplausos de parte de la hinchada de la Aldea fueron la aprobación a los vecinos de la ciudad y así las cosas se calmaron... al menos en las tribunas...
“¡Qué bueno saber que en la ciudad también hay gente copada!”, exclamaron las chicas con un aplauso que se sumó al de las tribunas.
Sebastián aplaudió con sus guantes y continuó la charla con su compañero de juego.