Elena - Nuria Robles - E-Book

Elena E-Book

Nuria Robles

0,0
3,99 €

oder
-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

"Aunque hoy no esté preparado para estar con ese alguien, espero que cuando lo esté, no sea tarde. No prometo nada, quizás nunca ocurra". Esa era la frase que Damon siempre le repetía a Elena. Después de su encuentro fortuito diez años antes, los dos vuelven a verse en el despacho de él. Una entrevista de trabajo que comienza como el favor de un amigo desencadena una serie de encuentros y sucesos que los llevan por caminos inimaginables, capaces de sobrepasarlos. ¿Cuánto tiempo puede esperar alguien que lo tiene tan claro? ¿Cuánto está dispuesta a soportar Elena? Al final, será ella quien elija…

Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:

EPUB
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



© Nuria Robles

© Elena

ISBN papel: 978-84-685-1852-7

Impreso en España

Editado por Bubok Publishing S.L.

Reservados todos los derechos. Salvo excepción prevista por la ley, no se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio (electrónico, mecánico, fotocopia, grabación u otros) sin autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. La infracción de dichos derechos conlleva sanciones legales y puede constituir un delito contra la propiedad intelectual.

Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

El amor no necesita ser entendido,

Capítulo 1 Cita a ciegas

«La báscula no debe de andar muy bien —pensé—, marca dos kilos más —observé tocando aquel indeseable michelín. Se alojó impidiendo que mis vaqueros pudieran abrocharse. Tras varios intentos, el dichoso botón del tejano hizo que sudara a mares; estaba obstinada en lograr que pasara por el ojal—. ¡Míralo! —exclamé viendo mi reflejo en el espejo—. Si incluso se ha acomodado sobre mi cadera como si fuera su lugar definitivo. La culpa de todo la tienen mis amigas.»

«No puedo respirar», pensé una vez que abroché el tejano.

—Una hace planes, luego llegan la pereza y el calor y lo joroban todo. Buscaba tener un verano tranquilo después de la carrera pero no, me dejé llevar por las fiestas a las que andaban arrastrándome siempre y ahora esto —dije tocándome aquellos kilos de más.

—¿Cómo te voy a llamar? —pregunté a la incipiente barriga—. Parece que estoy de cuatro meses. —Miré rechazando aquel peso de más—. Parece que vas a pasar un tiempo conmigo hasta que te haga desaparecer así que… ¡ya sé! Te llamaré inoportuna.

—¿¡Las 8:30!? ¡Hostias! —chillé incrédula—. ¿Cómo puede ser?

Tendría que correr para no llegar tarde a la cita. Hacía mucho que no tenía citas de ningún tipo, ni vivido la experiencia de un novio formal.

Me voy pitando.

«Veintiséis años y continúo siendo impuntual», cavilé bajando a toda prisa las escaleras.

Monto en mi Citroën Saxo de color blanco oxidado y salgo de allí ¡echando humo!, literalmente. Paro en un semáforo mirando las medias nuevas que he comprado. Espero que por lo que han costado duren más que las anteriores. Hoy por hoy, las únicas que tengo.

Agito los dedos contra el volante, desbloqueo el móvil y miro la hora.

—¡Llego tarde! —protesto dentro del coche, como si al gritarlo pudiera arreglar algo. Arranco y de nuevo, ¡y otra parada más!

El semáforo está en rojo. Lo miro con odio como si fuera el causante de esos pequeños segundos que me roba y que, oficialmente, me harán llegar tardísimo.

Pongo la radio. Me he quedado con el botón en la mano. No veo mi cara, pero seguro que tengo aspecto de gilipollas. Este coche necesita jubilarse. Lo heredé después de que pasara por las manos de todos mis hermanos. Es lo que tiene ser la pequeña.

Busco aparcamiento hasta que decido estacionar en un parking de tiempo limitado.

«Cuidado, Elena», advertí para mí. Limitado.

Ando a paso ligero, los tacones me están matando; no acostumbro a llevarlos. Esquivar a un crío casi me cuesta una torcedura. A lo lejos, leo y encuentro el restaurante que estaba buscando. Concluyo que es de lo más pijo al ver su entrada, además de su decoración para las mesas.

Precisamente hoy llevo un vestido del mercadillo. En el McDonald’s habríamos cenado sin hacer temblar los ahorros. No le conozco y no hace falta que pretenda impresionarme tan pronto. «¿Será pijo?», medité.

No me animaré a salir con gente que escojan mis amigas. Su buena fe la pueden dedicar a otras personas, porque no dan con nadie que me haga sentir nada de nada.

Sigo en la entrada del restaurante esperando a ser atendida cuando de repente, un camarero viene a mi rescate. Saluda y me acompaña hasta dentro dejando un sinfín de mesas con velitas. «¿No es demasiado romántico para una primera cita?», pensé un poco molesta por el lugar que había elegido. Iba a ser incómodo.

El local es de estilo medieval y de lujo. Me ha ubicado cerca de un muñeco gordinflón que sostiene una jarra de cerveza sonriendo. En el techo hay unas lámparas nada convencionales reutilizadas con botellas de cristal.

El mantel es de tela, hay velas por aquí y por allá además de camareros uniformados. A mí esto no me va para una primera cita, estoy por levantarme e irme.

¿Apostamos?

Mi cita debía de estar volviéndose loco por estacionar especialmente aquí, en el centro de Londres. Alzo mi mano para llamar al camarero cuando de repente, el tiempo se detiene. Acaba de activarse mi radar para hombres. Este lo es con mayúsculas, ponle negrita, subrayado y lo que se te ocurra. Me quedo sin aire. Es muy guapo y con un gran magnetismo. No puedo parar de observarlo. Es perfecto hasta el punto de no parecer real.

Reparo en la anchura de sus hombros, su traje, boca, pelo… ¡es altísimo! No recuerdo bajar el brazo hasta que el camarero se aproxima e interrumpe mi preciosa vista. Le pido un agua con gas deshaciéndome de él para seguir ojeando con curiosidad y deseo al enigmático hombre.

Intento no mantener durante muchos segundos el examen completo que le hago. Le miro de arriba abajo escaneándole sin poder parar. Es como si necesitara grabar lo que veo en él, hasta el más pequeño de los detalles.

Me siento un poco adolescente. Si no viene mi cita, ¡a tomar por culo! Solo con estos minutos viendo lo que veo, compensaría el desplante.

Mis retinas siguen grabando. Cojo la carta y trato de camuflarme examinándolo. Imagino cómo sería besarle, agarrarle del pelo… ¿por qué nunca me entra al trapo un tío así?, ¿por qué?, a ver, ¿por qué?

Pruebo a distraerme mientras espero con el móvil. El WhatsApp solo me avisa de los mensajitos insistentes de un tío que conocí en un pub; no fue hace mucho. Se hace pesado, solo sabe hablar de deporte, fiestas y tonterías. Le voy dando largas pero ahí sigue insistiendo. Cuando insisten tanto es por sexo. No falla.

Decido poner en práctica un libro que leí gracias a Evy, amiga de toda la vida. Decía que teníamos que atraer las cosas buenas, pensar en positivo y creérnoslas. ¡Casi nada! Lo llaman la ley de la atracción. Cerré los ojos un instante y me dije interiormente. «Quiero que este hombre se fije en mí», reí. Seguro que la ley de atracción tenía en ese momento las líneas ocupadas.

Alzo la vista del móvil. Le veo venir en mi dirección. ¡Está muy cerca!, ¡qué mirada más intensa!, ¡¿viene hacia mí?! Joder, ¡qué rápido es esto de la ley de atracción! ¡No sé qué decir!, ¡qué poder tan grande!

«Quiero un millón de euros. Un millón de euros», afirmé mentalmente mientras el desconocido se apoyaba en un mueble donde había diarios y revistas.

Babeo como un cachorrillo.

«Tírame un hueso, tírame un hueso», me faltó decirle.

Sonríe y tras coger lo que le pareció interesante, volvió a su mesa. Escogió una revista muy conocida de esas que tocan temas de ciencia, lógica… quizá esta le dijera cómo observar su entorno y más, las mujeres solitarias como yo que se encuentran en el mismo restaurante que él.

El inoportuno camarero para a preguntarme si quiero algún aperitivo mientras espero. Le contesto rápido, me yergo y me coloco el pelo. Se va y me quedo por fin delante de ese hombre que me provoca tanto interés.

Pasan cinco largos minutos que aprovecho para ver cómo se toma su copa de cava. Me encanta la fuerza con la que pasa la páginas, parece impaciente.

Tengo la boca seca. Me pregunto qué tal sería besarle. Nunca me ha llamado tanto la atención nadie. ¿Quién sabe cuándo volveré a ver a un hombre de estas características?

«¡Atención!», gritó mi cerebro. Se levanta. ¡Viene a por mí! Es decir… ¿viene aquí? Uy, ¿qué hago?

—Disculpe, ¿Es suyo este pendiente? —preguntó tras recogerlo del suelo. No miré el hallazgo que atrajo a ese hombre hasta mi mesa; seguí observándole como si no supiera hablar—. Se le ha debido caer al suelo —añadió con galantería y con una voz que te convertía en gelatina Royal.

Sus rayos X le han dejado ver, justo antes de soltar la revista, mi baratija. «Hoy los astros me dan garantías», pensé feliz del resultado. Estoy por lanzar el pendiente al viento, decir que se olvide y se siente conmigo; pero no sale palabra alguna y al final, acabo diciendo un simple «gracias». Él, perfecto hombre, no suelta el pendiente sino que lo acerca a mi lóbulo.

—Permítame, por favor —dijo. Estoy por decirle que espere un momento que me derrito.

Noto el calor que desprenden sus dedos. ¡No lleva alianza! ¡Ahora sí que me fundo en la silla! Se ha fijado en que he buscado algún signo de soltería. No me atrevo a moverme. Tarda más de lo políticamente correcto en fijar el cierre del pendiente. Me da un escalofrío y a él no le pasa inadvertido, sonríe sin piedad.

Cuando acaba, le miro como si jamás hubiera visto un hombre y vuelvo a darle las gracias. Me obsequia con una sonrisa perfectamente blanca. Continúa de pie sin moverse. Quiero hablar pero mis funciones están anuladas.

Se queda mirándome como si dudara en decir algo. Le miro y rezo como nunca para que haga lo que sea. Entonces, como siempre la gracia del destino hace que me sienta estúpida y ridícula cuando veo que me quita la etiqueta del mercadillo de un tironazo. Asomaba por mi espalda, a la altura del cuello.

Noto cómo asciende el rojo a mis mejillas. Le quito de las manos la etiqueta y la escondo bajo mi pierna. ¡Qué humillante!

No solo se rompió el encanto, sino que llegó mi cita disculpándose por los codos. Mis amigas le enviaron una foto además de pronunciar mi nombre en alto.

Mi «Superman» se retira a su mesa. Quedo inerte en la silla escuchando cacarear al gallo del corral cuando de verdad quiero al héroe que regresa a su mesa.

Empecé el postre sin ni siquiera tener hambre. ¿Debería tentar a la suerte y pedir algo más a la ley de atracción? Aún espero mi preciado millón de euros.

Mi cita me puso al día con la cartelera de cine, rebajas y tecnología. He de reconocer que lo he acabado pasando bien pero no quiero más citas a ciegas. No encuentro a nadie que me interese como pareja, además de no encontrar similitudes que conviertan una cita sin amor en una posible amistad.

Era hora de irse. No salí de allí sin antes mirar al hombre que me había causado tanto revuelo en el cuerpo; lamentablemente una melena rubia se había interpuesto entre nosotros. «¿Su cita? ¿Su novia?», cuestioné. Tal y como me había acariciado el lóbulo y un poco el cuello con su dedo, habría jurado que era un hombre libre.

Me quedo unos segundos disimulando por allí cerca para ver si hay alguna mirada que me diga que están juntos, pero nada. Mi cita regresó del baño y me alejé sin poder averiguar más. Digo mi cita porque no recuerdo su nombre.

¿Mi cita seguía hablando? ¡Qué facilidad tengo para desconectar! Con los años, pensé que eso dejaría de ocurrir; como el tópico que dice que con la edad eso cambia, a mí sigue pasándome. Soy la excepción que confirma la regla.

Terminó pidiéndome salir otro día, pero descarté la idea. «Ya nos llamaremos», le dije.

Me alejo pensando en la entrevista que tengo dentro de quince días. No puedo creer que mi padre haya escogido la empresa de prácticas. Habría sido mejor que no le conocieran. Él posee tres grandes empresas en Londres, en Múnich y en Berna, Suiza.

Jamás he trabajado para otros más que para la familia. Justo este verano he sido libre de verdad. Gracias a que desde pequeña he vivido en Londres, domino el inglés como una segunda lengua. Mi madre era española y tanto mis hermanos como yo nos sentimos más españoles que ingleses.

Días después, comienzo mi rutina diaria de gimnasio. Me apunté a pilates. Creo que no me ayudó en nada, pero asistí porque en el folleto leí que hacía las mil maravillas, desde tonificar el cuerpo hasta evitar molestias de espalda.

Pues vale.

He perdido casi un kilo, así que me pondré los tejanos que me pongo cuando quiero animarme y sentirme guapa. Son viejos y desgastados pero les tengo un cariño único.

Mi amiga era una crack, se apuntó conmigo al gimnasio. Veníamos juntas pero a la hora de irnos se iba invariablemente con el sexo opuesto. Mucho ejercicio no hacía, pero la lengua la ejercitaba que daba gusto. Cada día una cita y yo, comiéndome los mocos. Soy muy tímida. ¡Ya me lo dicen!

Aquí estoy machacándome en el gimnasio unos abdominales inexistentes mientras mi amiga se pasea de aquí para allá. Pide ayuda para todo. Para las pesas, para cómo funciona la maquina… Bla, bla, bla.

«¡Miradla! ¡Si es que está en su salsa!», me digo mientras finalizo las repeticiones recomendadas por el entrenador.

Decido cambiarme de máquina y paso a la que me han dicho que obrará el milagro en mí. Tengo buen tipo pero entre que soy tímida y no me valoro lo suficiente, dicen los que me conocen que he dejado pasar muchos trenes. Y yo me pregunto: «¿No me podían avisar cuando estaba pasando? ¿Lo han de decir años más tarde?»

«¡Gracias, chicas!», pensé. Ahí va una sonrisa falsa.

Cuando me miro veo un cuerpo bastante bonito y proporcionado pero es como si el espejo no me devolviera la misma confianza que esa silueta debería de darme. ¿Me explico?

Aparto esos pensamientos de mi cabeza y veo a mi amiga riéndose con Don Limpio. Ese tío debe de medir casi dos metros. La rapada que luce reluce más que el suelo que piso. Me bajo de la máquina para subirme a otra.

Esta de aquí va hacer que mejore el ritmo cardiovascular, ayudará a eliminar calorías y evitará en un futuro la celulitis. Lo que conocemos como la poderosa cinta de correr. ¡A ver cuándo noto algo! No estoy nada en forma.

Llevo veinte minutos y mi mp3 me está rayando con tanta música tecno.

—¡¡Au!! —exclamé dolorosamente, consiguiendo que medio gimnasio mirase en mi dirección.

Oigo un ruido ensordecedor en mis oídos y no es por la música. La hostia que me he pegado ha sido grande. ¡Vaya batacazo me he dado! La cinta de correr me ha jugado una mala pasada. Me largo de allí casi cojeando lo más deprisa que puedo. Me había dado en toda la cara con el borde de la máquina.

Espero no tener para la entrevista un moratón en toda la jeta.

Capítulo 2 La entrevista

Tuve que aparcar mi Citroën Saxo donde Jesús perdió la zapatilla. Me llamaron horas antes para confirmar si podía presentarme tres horas antes a la entrevista.

Es la primera a la que voy y ni siquiera me he informado de poco más de a lo que se dedica. Sé que llevan diez años en el negocio y más o menos me hago una idea.

«No encuentro la calle», protesté mientras daba vueltas a pie sin ver el edificio.

Entré por la puerta giratoria, miré las placas de entrada, localicé el piso y subí por el ascensor. Saqué aire, por fin había llegado y justito a la hora.

Enseguida escucho la música que suena en el ascensor. Me embargó una sensación de paz increíble. Sonaba el vals de Tchaikovski; fue la primera música clásica que solfeé en el cole; esta me relajó un poco los nervios previos a la entrevista.

Cuando salí del ascensor esperé a me que atendiera la recepcionista, que entonces estaba atendiendo una llamada. Imaginé a todos los presentes, entre el alboroto de teléfonos, bailar la canción Hold the line. Tengo mucha imaginación, lo sé. Por eso escribo libros, que no publico y que a casi nadie enseño.

La primera impresión que me llevo de dicho lugar es de ser una empresa organizada y limpia. Cuenta con un personal agradable y atento. Cada trabajador que pasó por mi lado mientras esperé tuvo el detalle de saludar. Es una costumbre que se ha perdido. Apenas me acomodo en un asiento de ante negro cuando oigo cómo suena el teléfono. Supe que había llegado la hora de conocer al señor Ressler. He tenido la decencia de averiguar el apellido de mi jefe.

En el primer instante pensé de todo. Sus ojos mostraron sorpresa y también me desnudaron de arriba abajo. Su traje azul marino captó tanto la atención de mi retina que me olvidé de parpadear y de respirar hasta que una sensación cálida estrechó mi mano. Mis sentidos sensoriales parecían activos.

—Puede respirar cuando quiera, señorita —susurró en mi oído.

—Señorita Valdés —susurré mientras continué paralizada por su atractivo aguijón. Es el tío del restaurante. El humano que me robó el aire ahora iba a ser mi jefe. Voy a optar por recobrar mi compostura y sacar la sonrisa falsa que uso para las situaciones incómodas.

¡Allá vamos!

Doy un pasito hacia delante y cierra la puerta. Con su mano, que coloca en mi espalda, ayuda a que me adentre en su despacho. Es enorme. Tiene unos grandes ventanales y unos cuadros abstractos que no sabes si están derechos o boca abajo. Me recordó a las obras de arte rusas del pintor Kandinsky.

Bajo estos cuadros tamaño XXL, hay un sofá enorme de color gris y una mesita de cristal. Detrás de mí, hemos dejado una puerta que une su despacho con una sala de reuniones y un pequeño despachito dividido con el suyo por una cristalera glaseada en verde. Me quedé cerca de esta salita y esperé. Tenía una panorámica perfecta de la funcionalidad de su gran despacho.

Repasé mentalmente mi vida laboral y académica. Me repetí a mí misma, como si se tratase de un mantra, que la entrevista sería breve y perfecta; sobre todo porque no tenía ni la mitad de experiencia que exigían para estos sitios.

Si he llegado a que me quieran entrevistar es gracias a mi padre; en su día, tuvo algún negocio con ellos. Mucho tiempo antes de su jubilación. Movió algunos hilos para que su hija pequeña empezara su vida laboral fuera del nido familiar pese a que mis hermanos no estaban de acuerdo.

«Gracias pero podía haberlo hecho sola.»

Soy la pequeña. Tengo tres hermanos. Todos ellos trabajan en la empresa de mi padre. Se dedican a viajes de empresa, particulares, como también parte de hostelería, fomentada por mi madre. Ahora no hablaré de ella.

Resido en el mismo apartamento donde han transcurrido mis años de carrera junto a mis amigas de universidad. Soy la única española/inglesa. Domino ambos idiomas a la perfección pero a veces, sobre todo los días que estoy muy saturada, aniquilo el español y el inglés en la mismas frase. Sé francés básico y alguna chorrada en chino.

Soy buena estudiante aunque la concentración es un reto con mis compañeras de piso. Cada fin de semana fornican con sus novios o ligues y no hay quien se centre. Soy la única virgen y me lo recuerdan cada vez que salimos de fiesta. Otra vez, «gracias, chicas».

El señor Ressler, que se tuvo que ausentar nada mas entré, regresó enseguida a su despacho disculpándose educadamente. Sin mirarme, se desabrocha con una mano los botones de su americana y mira el que creo que es mi currículum. Ni siquiera es elaboración mía. Mi padre lo redactó y envió. Espero que no lo haya engrandecido.

Se lo que pensáis, se lo hacen todo, pues no, solo es que mi padre se adelanta y yo me canso se repetirle que puedo hacer las cosas solita. Mis hermanos están deseando que me incorpore formalmente a la empresa y siga con el negocio junto a ellos. Mi padre quiere que pruebe antes de quedarme fija en su empresa para estar seguro de que es elección mía y no por el sentido del deber.

«No te fijes en cómo se arremanga la camisa, ni en los fuertes brazos que asoman», me digo. La sangre parece atropellarse en las válvulas de mi corazón y mi boca está tan seca como el desierto del Sahara.

Me mira para luego volver a mirar el currículum haciendo que este silencio me erice el vello de la cabeza.

Me agarro fuerte al reposabrazos como si fuera a despegar.

—¿Qué edad tienes? —preguntó.

Me hizo varias preguntas personales y luego paró a contestar al teléfono. Se nota que es un hombre que acostumbra a estar ocupado. Parece manejar situaciones difíciles ya que convierte una llamada urgente en un simple inconveniente. He observado que no hay un solo reloj en su despacho, de hecho no hay casi nada. Es muy minimalista.

Todo en él es sexual, desde la forma en que se sienta hasta la manera en que te mira. La forma de su barbilla tiene una dureza que tienta a tocarle con las manos. Quiero explorar su rostro y seguir continuando por todo él como si tuviera que averiguar algo que me impulsa a descubrirle.

Si ahora me dijera que trabaja como modelo, le creería. Como no dejo de mirarle mientras conversa por teléfono, sus ojos me sorprenden derritiéndome con su mirada furtiva, intensa y diría que sugerente aunque, a tenor de los hechos, diría que le gusto tanto como le disgusto.

—¿Te gustaría beber o tomar algo? —preguntó al finalizar la llamada. Justo entonces, la recepcionista entraba acercándole un café. Cuando negué, esta marchó enseguida sin hacer ruido.

—No, gracias. —¿Le hablo de tú o me tiene que dar permiso? ¿Cómo funciona esto?

Sonríe.

«Qué guapooo.»

—¿Cuánto tiempo llevas aquí?

—¿En Londres? —pregunto y asiente con la cabeza—. Desde pequeña.

Voy contestando a sus preguntas no sé ni cómo. No puedo evitar verle como algo que me impresiona y me enloquece por descubrir. Se acomoda en su asiento mientras me explica cosas sobre su empresa y, más en concreto, su departamento.

Cuando soy consciente de que estoy en medio de mi ensoñación, me arrepiento al instante, he dejado de escuchar lo que podría hacerme falta saber luego. Tengo que dejar de leer novelas románticas, afectan demasiado a mi córtex cerebral.

Sintió curiosidad sobre el porqué de mi interés en trabajar con ellos.

Varias veces se ha quedado en silencio mirándome. Es como si hiciera un examen de mi persona, poniéndome a prueba para conocer más sobre quién soy. Creo que busca saber qué persona hay detrás de esas valoraciones académicas y quién soy de puertas afuera.

Continuamos hablando, haciendo una nueva incursión a su empresa.

Su empresa tiene como objetivos la fidelidad de clientes, como el acuerdo de confidencialidad en todos sus ámbitos. Cuando pregunta y contesto, deja siempre un silencio tras mi respuesta. Procuro no ser escueta al contestar; tampoco divago.

Resulta un hombre extraño con un gran poder persuasivo. Ahora mismo me hace sentir desnuda y estudiada. Siento a través de sus ojos el examen continuo al que me tiene sin ser siempre el profesional. ¿Es curioso que para la experiencia que tiene la gente que me rodea, nunca les oyera hablar sobre este tipo de sensaciones?

Puesto que ha prolongado tanto el silencio, sin querer he vuelto a proyectar cosas que no se deberían pensar de tu jefe. Me ha preguntado algo y no sé el qué.

—Perdón, no he oído bien —me excuso mientras cambio de postura.

—La estaba diciendo si estaría disponible para empezar mañana mismo.

Su mirada es tan dura que contraría su dictamen.

—Sin ningún problema —alardeé de mi inexistente seguridad personal.

—¿Está segura? ¿Se ve preparada? —preguntó arrugando el ceño. Me habla de usted, ¿mira de confundirme o es que jugamos al despiste?

—Confío en mis cualidades, tengo actitud además de no importarme los retos —afirmé sin dubitar—, soy trabajadora y quien me recomendó no le habrá dicho lo contrario.

—Hábleme de cómo emplea su tiempo libre, sus expectativas, cualidades personales, algún deporte que practique… —nombró aquello a la vez que su postura corpórea fue relajándose. Ahora, es como si fuera a evadirse mientras le contestara a todo ello. Puede que él soñara conmigo como yo lo hiciera mientras habló.

—En fin, soy ordenada —mentira—, puntual —otra mentira, ¡que Dios me perdone!—. Meticulosa —eso es verdad… Acabé recolocándome como si las mentiras no pudieran caber más sobre el asiento.

La puerta se abrió despacio.

—Espere un momento por favor —se disculpó nuevamente.

Alguien que no alcancé a ver, interrumpió nuestra charla. Tiempo que tuve para asimilar la atracción que ambos conteníamos. Este mantenía una formalidad conmigo como si aquello le ayudara a someter su impulso a jugar.

Cuanto más hablamos más se fractura para ambos esa fuerza de voluntad y de contención.

A su regreso, me habló del vuelo.

—¿Vuelo? —repetí en voz alta. ¡¿No tengo ni puñetera idea de lo que habla?! Río con miedo como si la verdad fuera a pegarme un gran manotazo en toda la cara. Y ¿ahora qué hago?

A su regreso dijo:

—He reservado un vuelo más para mañana —me dijo como si supiera de lo que hablaba. Gracias a que luego añadiera más datos, pude recopilar la información necesaria para saber a qué había accedido.

—Sí —contesté como una autómata. ¿Qué podía decir? ¿A dónde me habrá dicho que volamos y para qué?

Voy a viajar con él y no sé a dónde. Sé otras muchas cosas que nada me sirven para el puesto que ocuparé. ¡Estoy emocionada! Asustada y de nuevo, emocionada. Un cóctel un poco raro.

Vamos a ver, entonces ¿qué hay de esa rubia? Y qué pasa, ¿no se acuerda de que soy la chica a la que puso el pendiente? ¿Juega al póquer y no sé cómo pillarle o tan solo soy una ilusa que fantasea con alguien como él?

Se levantó de la silla y tras abrir un cajón, me extendió una carpeta diciendo que se ausentaría para anular una cita por teléfono, que aprovechara para mirar dicho documento. A su vuelta, hablaríamos de ello.

Miré el documento. Había cosas que no entendí, así que saqué el móvil y Google resolvió mis dudas sobre algún que otro tecnicismo. Seguí con el resto de páginas.

«Mi capacidad de concentración es todo un reto con este hombre andando por aquí», pensé al observar la puerta por donde había salido. Entiendo cómo gestiona las licitaciones como también la importancia de la presentación que se hace a inversores y demás. Se asemeja al estilo que mi padre emplea. «Ojalá no fuera mi jefe», deseé. Jamás había tenido la cabeza tan dispersa como cuando entré por esa puerta.

Entra de nuevo al despacho del mismo modo que Superman aparecía en las escenas de rescate; súbitamente para decir:

—Angie ha preparado los vuelos y la reserva de hotel. Mañana estaremos en el Hilton de Nueva York. Tendrás que estar aquí o en algún otro punto de encuentro que nos pueda ir bien para salir a las seis de la mañana. Deberías saber al dedillo todas las inversiones que hemos tenido con ellos y mirar de estar preparada para asistir a reuniones de esa magnitud. Tendrás que ir elegante a los eventos a los que seremos invitados. Estas son un buen momento tanto para la captación clientes como para el cierre de tratos. Esta noche me quedaré para ayudarte tanto como pueda, para que sepas de ellos tanto como yo. ¿Cómo lo ves? —preguntó tranquilo.

«¿Qué cómo lo veo? ¡Guapísimo!», pensé.

Ahora mismo no sé si me cuelga la mandíbula. «Esta noche me quedaré a ayudarte», repitió mi cerebro como si una adolescente estuviera grafiteando en mis neuronas su nombre rodeado por corazoncitos. «Pero ¿qué me pasa?, y ¿cómo narices se cierra un trato?», reflexioné ahora mucho más puesta y centrada. Estudié márquetin publicitario y algún curso más completo sobre organización empresarial y diseño.

—¿Cómo se cierra un trato? —pregunté.

—Es algo que aprenderás más tarde —dijo apoyando su trasero en la mesa, quedándose frente a mí. Sus ojos tenían el brillo que ofrece un depredador cuando quiere atacar a su presa.

—Vale —contesté medio hipnotizada.

Se levantó y explicó qué contrato laboral me haría, siempre y cuando esta escapada a Nueva York supiera manejarla un mínimo.

—¿Viajaremos siempre o solo en alguna ocasión? —quise informarme.

—¿Tendría algún impedimento en viajar a menudo? Necesito que tenga disponibilidad para ello.

«Contigo a donde sea.»

—Para nada, disculpe si le ha parecido lo contrario. Es mera curiosidad.

—Entonces todo correcto —contestó metiendo sus manos en el bolsillo del pantalón—. Viajo de una a tres veces por mes. En alguna ocasión lo haré solo por motivos personales.

Mi jefe no detalló su motivo personal; aquel tema le dejó el semblante muy embebido. Aproveché la ocasión para observar su complexión y la caída de su pelo hacia delante haciendo que unas sombras en su cara le hicieran más temible y misterioso, o esos dedos dando giros a un Staedtler.

Este volvió en sí, con un semblante más sumido en lo que estábamos organizando. En breve, la gente recogería sus cosas y se iría a casa, me fijé al ver la hora en su Rolex.

—Quisiera recordarle que para entrar aquí pedimos muchas aptitudes y hay gente por delante de usted mucho más capacitada. Si la escojo es porque debo un favor a su amigo. Si me falla, no habrá amistad que le devuelva el trabajo. ¿Comprende?

Damon no sabía qué relación unía esa mujer de belleza exótica con el hombre que le había dado la oportunidad de levantar su imperio. Su hermano y él habían trabajado duro para que su empresa creciera y fuera reconocida como una de las mejores en donde invertir, reconstruir…

«¿Cómo cuánto le habrá contado mi padre?», pensé.

—No le decepcionaré —le aseguré.

—El departamento laboral se encargará de enviarle a la dirección que me consta en su currículum —dijo mirándolo entre sus manos— la copia de su contrato. En el avión repasaremos las dudas que tenga sobre él.

—¿Puedo hacer antes una llamada, por favor? Necesito zanjar unos asuntos antes de marchar y más sabiendo que estaremos un mes fuera.

—Adelante —contestó amablemente volviendo a su sillón.

Salí de allí y llamé a Judith. Es una de mis dos compañeras de piso y, como siempre, tuve que volver a llamarla porque nunca tiene el teléfono a mano. Siempre lo tiene por ahí tirado y sin apenas batería. Mientras llamo una y otra vez, recuerdo la vez que me encontré su móvil en el revistero del baño, cuando lo vi se lo devolví y confesó que había creído perderlo estando con un albino el fin de semana. Mis dos amigas son algo petardillas y yo soy la monja de clausura. «Ave María purísima.»

Los tonos siguen sonando. No coge el teléfono. Me estoy poniendo nerviosa. Voy de un lado para otro de la sala… tonos y más tonos. ¡Contesta ya!

—¡Al fin! —grito de emoción cuando la oigo contestar—. ¡Ya era hora! —añadí con efusividad—. Escúchame, necesito que hables con el casero para que no facture ni cargue el mes de septiembre en mi cuenta. Estaré un mes fuera por trabajo, ¿vale?

—¿Qué?

—No me esperéis esta noche —repetí—. Empiezo a trabajar —repetí por si acaso—. No sé si buscarme un hotel cerca del aeropuerto para descansar unas horas antes de salir. Me pasaré por allí a última hora para recoger la maleta.

—¿Qué dices que te pasa?

—¡Judith! —exclamé agotando mi paciencia—. ¡Límpiate la cera de los oídos y cámbiate de compañía! Tu cobertura es una mierda —protesté viendo que me tocaría repetírselo todo—. ¿Me podrías ir preparando ropa formal y algo de pijama para un mes de estancia? —pregunté de nuevo, todo de carrerilla.

—¿Qué has dicho al casero sobre el aeropuerto? —preguntó interrogativa—. No entiendo nada —aseguró.

—¡¡Judith!! —exclamé exasperada—. Joder. Te lo repetiré todo pero déjate ya de porros, cambia la compañía de tu teléfono y por favor, cuida tu sordera o yo me vuelvo majara un día de estos.

—Perdona. Es que estaba con la música y entre que está bajo de batería y la cobertura me va y me viene, no entiendo nada de lo que me pides.

—Tengo la impresión de que si mi vida dependiera de ti un día, moriría. Entre lo olvidadiza que eres y el desorden al que llamas vida, creo ni intentaría llamarte; directamente me autoestrangularía.

—Entonces no te metas en líos y no dependerás de mí —soltó.

—¡Mira! —exclamé consiguiendo lo que quería—. ¡Ya te has despertado del petardo que te habías fumado! Ahora que te tengo en la tierra, escucha. Hazme una maleta con todo lo necesario; es decir, ropa, pijama, cepillo de dientes, ropa íntima…

—Qué dices, ¿que coja algo íntimo? —habló como si me oyera entrecortada. Me eché las manos a la cabeza. Si supiera que mi otra compañera de piso no estuviera de vacaciones, la llamaría.

—Sabes, te escribiré un wasap. Será más fácil.

De repente, el señor Ressler aparece indicándome con su dedo índice que pase a su despacho. Asiento con la cabeza y me despido de ella. Mi jefe espera de pie.

Es sexy.

Verle apoyado sobre su mesa, oírle hablar o que me mire como si fuera hierro que fundir hace que se volatilice mi voluntad. Si supierais cómo anda y vierais, como yo en él, la similitud que tiene con las especies depredadoras, entenderíais por qué él, como el jaguar, es un hombre en peligro de extinción.

Cuando estuve a su altura, dejó caer sobre la mesa cinco expedientes. Me va a dar mucho trabajo, su lenguaje corporal no deja lugar a duda. No me senté, sino que alargué mi brazo sin dejar de mirarle, los agarré y los sostuve.

Su cuerpo está inclinado hacia atrás, relajado; emana poder y control. Yo irradio seguridad. Utiliza su mirada de forma calculada para demostrar determinación. Sonríe; consigo que sonría. Quizá sea porque intuye mi aparente inflexibilidad sin titubeo alguno. No quiero sentarme, quiero seguir diciendo con mi cuerpo que me gusta su juego y que no por ello me siento indefensa.

Su mirada intensa y prolongada hace que le retire la vista, al cabo de unos segundos vence haciéndome desear y pensar cosas que me gustaría conocer y probar. Sabe que mi coeficiente intelectual llega para comprender que no es casualidad que soltara las carpetas cerca de sí.

Asimismo, le contesto con esa química innegable entre ambos. Aprecio sus dudas sobre si podré con este trabajo. Intento hablar con los ojos, puesto que parece ser un hombre bastante proxémico.

—¿No tendré que hacer de niñera contigo, verdad? —preguntó como si quisiera provocarme, molestarme o puede que averiguar si el verano había amainado algunas facultades.

—Hace tiempo que no uso pañales —contesté—, pero gracias por su preocupación—. Al fin, me senté.

«¿Pero qué he hecho? ¿Acabo de insinuarle mi predisposición y mi interés? ¿Estoy loca?», censuré. «¡Por favor, que no tengo diecinueve años! ¿Qué haces?», me dije no comprendiendo cómo las feromonas de un hombre así habían conseguido volverme incauta y precipitada. ¿En qué momento se me ha ido tanto la pinza que le he mirado como si fuera una onza de chocolate que me tuviera que llevar a la boca?

Mi jefe me mira como si aceptara esa gran verdad a la vez que responde con la suya. Si me hubiera quedado en pie se me habrían caído las bragas. Sus ojos me acechan y me comen y soy incapaz de no permitírselo porque me gusta lo que obtiene sin tocarme. Me asombra y por culpa de eso mi curiosidad está creciendo. De todas maneras voy a lanzarle un pulso.

—Ya que parece ser esto el turno de las dudas —le dije sentada con las piernas cruzadas—, aprovecharé a preguntar las mías.

Él asintió.

—¿No tendré que sortear cuchillos ni tacones que lancen a mi espalda, verdad? Lo digo por esas mujeres que le acechan y que se sienten atacadas por mujeres intelectuales como yo. ¿Podría decirles que soy su empleada y no su sustituta?

Ressler me miró divertido y diría que agradecido de que no le bailara el agua. Aunque me muriera por él, jamás le concedería la oportunidad de relevar el puesto de mujeres con las que se acostara una vez. Puedo ver que es el tipo de hombre que vive así sus encuentros y líos. Un lobo con piel de cordero pero gracias a los cuentos, fabulas y epopeyas… sé muy bien que siempre van disfrazados en forma de santos o animales…

—A partir de ahora, nos tutearemos —declaró—. Necesitaré ver cómo este currículum cobra vida en tu día a día.

Damon Ressler acortó las distancias, restando el poco espacio que nos separaba. Debo olvidar al hombre que me hechizó en el restaurante y ver aquí y ahora solo a mi jefe.

Impresiona su aspecto, lo mires por donde lo mires; aunque debo dejarle bien claro que no veremos jamás salir la luz del día juntos.

Capítulo 3 Repasando la lección

Pongo en marcha mi plan de abstención total a este hombre. Se hace tarde pero me siento fresca como para continuar trabajando. No le miro a los ojos y cuando nos encontramos, miro a otro punto de su cara para evitar que me influya su atractivo.

Pronto acabamos de repasar los últimos expedientes. Explica bien. Se centró en lo de mayor importancia y apenas me surgieron dudas que preguntar. Ha hecho algún apunte que otro sobre una serie de empresas patrocinadoras. Me gusta su disciplina, lo organizado que es y cuánto disfruta de su trabajo; es algo que te transmite y te contagia.

Conoce su trabajo, se desenvuelve con rapidez, es práctico, tiene visión para los negocios y su plantilla de trabajo parece conforme con él.

Mi padre estuvo haciendo perdidas al móvil y en vista de que no hubo respuesta, actuó como padre llamando al despacho del señor Ressler. Puesto que estamos solos con las señoras de limpieza, ha saltado la llamada a su despacho. Observo que a menudo deriva las llamadas, parecen ser bastantes las noches que se queda hasta bien tarde.

Le ha tratado con familiaridad y eso me ha chocado muchísimo. A mi padre solo le conozco tres amigos de trabajo y señor Ressler es un nombre que jamás ha sido pronunciado; ¿por qué me parece haberme perdido algún minuto de la trama? ¿Se conocen tanto como para tutearse y reírse los chistes fáciles? ¿Me ha presentado como su hija o como una trabajadora que recomienda?

Evito pensar en esa llamada. Cada vez que nos detenemos trabajando porque le llaman o requieren fuera, asoma esa química contenida ante lo profesional. Como hace un momento cuando charlaba con mi padre.

Habría jurado que me echaba un polvo mentalmente. «Puede que acabe con este hombre tendida sobre algún sofá de su empresa, dando gracias al universo por el origen que ha hecho que coincidamos en la misma habitación y trabajo», pensé al volver a sentir tantas veces como quiso lo que había entre los dos. Soy incapaz de escapar de su venéreo y profundo imán.

Me desconcierta, me excita, me enloquece y eso me enfurece. No me gusta no controlar lo que quiero o no, sentir por nadie. Siento como si atacaran mis defensas y no supiera luchar contra estos «enemigos desconocidos» de los que no prevés ni intuyes ataques. Creo que va haciendo avanzadas hasta que me coma terreno suficiente como para saber que me rendiré sin oposición.

Nos centramos con el programa que utilizan. En un principio parece complejo pero enseguida voy cogiéndole el tranquillo.

A estas alturas, ya sé el funcionamiento de su archivo, horarios, LinkedIn y, muy importante, el contenido de su web, ya que me sirve para conocer cuáles son sus principios y qué hacen exactamente.

He aquí otro momento de esos en los que no debo sucumbir. Llevo blusa sin mucho escote. Le he visto ojear esa zona y ahora esta me arde como si me hubieran tirado una cerilla.

Mi imaginación toma el mando de la situación y fantaseo cómo nos tumbamos sobre la mesa, nos arrancamos la ropa y nos besamos.

Vuelvo a la tierra.

Me toca con la mano y señala un gráfico al que quiere que preste atención. Tengo el corazón acelerado. No retira su mano, por momentos la mantiene sobre la mía mientras explica las variaciones de no sé qué cosa. Abajo, mi entrepierna empieza a humedecerse y no parece pis. «Al final voy a acabar necesitando pañales», pensé. Algo se acumula abajo por momentos.

«Tierra, trágame.»

La mesa es de un cristal oscuro. Vacilo comprobar si la «masa acuosa» ha traspasado la tela de la falda. Mi mano derecha oscila entre mi muslo y mi entrepierna. ¿Me atrevo? ¿O me jodo y rezo para no dejar «humedecida» la falda?

Bajo la mano con disimulo hacia el interior vigilando no ser observada. El corazón me bombea tan fuerte que siento que me ahoga. Estoy cerca y me lo vuelvo a pensar. Mis dedos parecen impacientes pero los mantengo en posición hasta nuevo aviso. Le miro, le veo atento a lo que explica y me decido sin más. Mis temores se confirman.

Muevo el dedo en círculos y noto sobre mi braga la humedad que temo que empiece a calar por la falda. «Dios mío», me asusté pasando del calor al frío. Me está mirando. Procuro disimular y retiro los dedos de la braguita lentamente cuando de repente se agacha debajo de la mesa.

«¡Hostias!»

¿¡Pero por qué se agacha!? ¿No puede haber visto qué hacía porque la mesa es cristal negro, no? Nunca he tenido tanto miedo como ahora. Ni siquiera cuando era pequeña y mis hermanos me apagaban la luz y se iban corriendo.

Los oídos me retumban por el aumento de sangre que pasa por ellos. Es como si hubiera una fiesta en mi tímpano. No veo qué hace ahí debajo, pero me tiemblan las piernas. Este silencio incómodo me tiene petrificada. Me muerdo las uñas; las estoy desgraciando con los nervios. ¡No sé si he estado a tiempo retirando los dedos! «¿Joder, por qué lo he hecho? ¡Es tu jefe!», me reproché solita.

Se supone que ahora debería estar escandalizada y preguntarle qué hace ahí debajo, pero la vergüenza me puede.

Tengo la boca seca. Mi mano derecha tiembla sobre mi pierna. Quiero limpiar la humedad que me ha quedado en los dedos. De buena gana echaría a correr pero es como si tuviera el culo grapado a la silla. ¿En qué momento se me ha ocurrido hacer tal cosa? ¿Seré gilipollas?

Se levanta y se recompone en su silla. Me mira y desajusta la corbata. No sé qué decir. Inesperadamente, me agarra de la mano que tengo bajo la mesa acercándola a su nariz. ¡Joder!! Intento retirar la mano pero la sujeta sin dejar que retroceda. Inhala lentamente como si quisiera profundizar en aquel gesto. ¡Joder, nooo!

Trago saliva como si fuera una bola de cemento.

Las gotas de sudor emanan por mi piel. Mi cuerpo delatará pronto si es que ya el propio olor no lo ha hecho.

—¿Te has tocado? —reprendió. Sus ojos me miraban fijamente. El corazón bien se me podía salir por la boca. Es tan atractivo… y me gusta tanto el calor que desprende su mano en la mía…

Apenas contesto con un hilo de voz. El corazón me va a mil. ¿Qué hago? ¿Qué hago?

Su mano desciende unos centímetros junto a la mía hasta que deja mis dedos a la altura de su boca. «¿No va hacer lo que pienso que va hacer, verdad?», me pregunté alarmada por el acto en sí.

Su lengua comienza a paladear mis dedos y a saborearlos. Me derrito lenta y agónicamente. Mi triángulo de las bermudas estaba acumulando una tensión que bloqueaba mi mente y sacudía mi cuerpo. La sensación de calor en mis dedos dentro de su boca me deshace cual helado en verano.

Necesito descargarme.

Me contengo por abrir y cerrar piernas para calmar la excitación. Me siento embriagada por cómo saborea mis dedos, como si estos fueran puro manjar. Creo tener la mandíbula descolgando.

Ahora pasa su lengua entre mis dedos. «¡Osado!», exclamó interiormente todo mi cuerpo. Sus ojos me miran mientras me degusta. Espero no estar soñando. Me encanta ver lo que me está haciendo mientras mi cuerpo disfruta de las sensaciones.

Se detiene un segundo.

—¿Te gustaría correrte? —Su voz erizó el vello de mis brazos, helándome el resto de extremidades. ¿Cómo sé que no estoy en una de mis fantasías?

—Separa las piernas —ordenó con voz suave pero inflexible. Pestañeo como si calibrara la situación y el contexto.

—¿Cómo? —logro preguntar medio atontada.

—Separa las piernas —repitió con firmeza.

Poco a poco recobro el control y me abro como una flor sin tan siquiera sopesarlo, protestar o negarme. Estoy abierta a su saber y a lo que siento cuando me toca. Ningún hombre ha conseguido cinco minutos de mi atención, y sin embargo él hace que le desee, que fantasee, y además disfrutar de lo culto que es. Me está cautivando y solo llevo unas horas con él.

Se levantó de la silla.

Se inclinó hacia mí, mirándome como si rebelara que sería un placer devorarme; entonces, se agarró del reposabrazos de la silla elevándome en el aire. Mis piernas colgaban. Tengo todo su cuerpo pegado al mío pero no hace amago de besarme. Se aleja unos metros de donde estábamos cuando clava la silla en el suelo.

Estaba sorprendida y boquiabierta. Ningún hombre hasta la fecha ha hecho que se me parase o acelerase tantas veces el corazón. Estaba excitada por el momento, por quién era y representaba y por lo que sabía que haríamos. Nunca he imaginado cómo sería la primera vez que estuviera con un hombre, o como serían estos preliminares.

Me mira y respondo del mismo modo. Sus ojos piden permiso para hacerme lo que quiera que tenga en mente.

Ahora en cuclillas me miraba desde abajo. Sus manos se quedaron reposando en mis rodillas y sin quitarme los ojos de encima, me abrió en seco las piernas. Escapó un gemido de mi boca. ¡Diooos! ¡Me va…! ¡Me va…!

Desliza sin pudor mi falda hasta arriba e inconscientemente le ayudo. ¡Qué fuerte! Se interna entre mis muslos. Oigo como aspira profundamente. ¡Me cago en la perra al pensar que eso pueda oler a rayos!

Se asoma y continua con ese silencio que tanto me angustia. Precede el silencio. Damon mientras me observa esconde su mano entre mis piernas e inicia un masaje sin dejar de mirarme como lo hace ahora. Es intenso, desafiante, provocador… Voy perdiendo el control. Sus círculos van retorciéndome por dentro. Me agarro con una mano a su hombro y con la otra al culo de la silla. Detengo un gemido antes de que escape de mi boca. En décimas de segundo me he corrido bajo sus manos. Soy incapaz de mirarle. Apenas he aguantado. La escena me excita tanto que no logro comprender qué ha visto en mí. Me siento atropellada por un montón de sensaciones que me acaloran. Ahora medio en pie, medio sentada, me coge en volandas y me sienta de nuevo retomando la situación por donde la dejamos. Aún estoy recuperando el aliento.

Ha disfrutado con ello, su aspecto refleja satisfacción personal. No obstante no se comporta de manera altiva ni me hace nada que me haga sentir avergonzada. Me asombra que ni siquiera esté perturbado por lo que acaba de ocurrir. Juraría que es muy hábil en estos juegos. Debe de practicarlos con asiduidad.

Enseguida retoma sus explicaciones. Deja claro con ello que no hay tiempo que perder.

Me preguntó diferentes situaciones en las que me podría encontrar. Viaja por todo el mundo y le interesa que domine cuantos más idiomas, mejor. Habló en francés ya que sabe que el inglés es para mí una segunda lengua, también como yo habla español, pero además habla alemán y un poco de italiano.

Me gusta comprobar que puedo aprender mucho a su lado. No solo seré su secretaria sino que también realizaré las funciones propias de mis estudios. Me halaga que me enseñe mundo para que aprenda desde dentro cómo surgen las ideas, qué busca la gente, su filosofía, costumbres, cómo se desenvuelven… para así poder dar con el objetivo que nos marquemos.

—No todo está en los libros —me dijo después de hacerme erupcionar como el monte Edna.

—¿Qué haría usted? —preguntó volviendo al pronombre más frío.

—Prepararía el terreno comentándole las ventajas, los recursos de los que disponemos, recordándole también los logros que nos preceden como un apoyo a la venta —contesté.

Sus ojos se han clavado en mis labios. ¡Como esto siga así, saldré pitando! Me vuelve loca y me descontrolo. No estoy habituada a que el cuerpo tome iniciativa sino mi raciocinio. ¿No veo como quiere que esté por la labor si no hace más que transmitir que me desea? ¿Por qué se queda callado? ¿Espera que añada algo?

—Repítelo —exigió.

—Prepararía…

—Para —señaló.

Os juro que en ese momento tuve un miedo excitante. Jamás había sentido el tiempo sostenerse de aquel modo tan intenso.

—Sé más convincente —habló con voz tensa como si en realidad sus palabras quisieran ser otras, que ese consejo que me daba; como por ejemplo, «Podría hacértelo aquí mismo»—. Fíjate en sus gestos, su postura, en si te escucha o te corta hablando, en los gustos que tiene, para encarar directamente la venta en ello. Han de creer en ti y en lo que logras para que inviertan —añadió retomando el hilo de la conversación laboral.

—Vale. —De repente me encontraba queriendo su total aprobación. Quería gustarle e interesarle en todos los sentidos—. Es lo que se espera de nosotros. Formar mediante los cursos y construir para vender —recordó—. Has de saber disuadir, cotejar la información, ofrecerle siempre algo novedoso que nadie haya planteado, como también encontrar métodos para economizar gastos y, sobre todo, hacerle ver que sin ti eso no es posible.

Asentí.

—¿Sabrías enumerarme algún eslogan publicitario? —preguntó—. Es importante que tengamos una base firme. Has de controlar los demás sectores, saber cuándo lanzarán su campaña, calcular cuánto riesgo asumen y con qué medio lo darán a conocer, durante cuánto tiempo, en que franja horaria… Mera previsión.

—Estudie márquetin, puedo decirte muchos eslóganes…

—Veamos…

—Pues por ejemplo, tú que tienes pinta de hacer deporte, la marca Nike que lanzó su eslogan diciendo Just do it.

—Es bueno que prestes atención, como ahora conmigo, que has observado qué eslogan se ajustaría a mi persona. Nombra alguno más —pidió apoyándose de lado en el respaldo de la silla, sin dejar de alternar la vista entre mi escote y mis labios. No hizo aquello de un modo obsceno o vulgar, sino como reflejo al deseo controlado y medido.

—El eslogan de Tráfico que siempre nos recuerda que Si bebes no conduzcas o la marca L’Oreal Porque yo lo valgo.

—¿Tú lo vales? —preguntó.

—Eso es algo que tendrás que averiguar tú mismo —respondí.

Decírselo con voz suave y aterciopelada ha hecho que esté en alerta. Era una misiva inocente preparada para sugestionar. Puede que de ahora en adelante use algún mensaje subliminal.

Parece que este juego va subiendo de nivel. Me siento retada a usar mis propias tácticas para que asimile que en este juego tiene un digno rival. Me gustan las pausas que se toma entre frases para cerciorarse de si presto atención mientras huele el perfume que llevo. Averigüé no hace mucho que le gusta.

«No es el único que maneja aquí la situación», me digo reforzando mi yo. Sé que está intentando aumentar el deseo de que acabemos besándonos, pero resisto. Es inteligente y lo reconozco. Me persuade sin acercarse demasiado, sin hacerse pesado mirando interesadamente, tampoco abusa de la cercanía; sabe muy bien cómo se juega. Lo que no sabe es que le voy a hacer esperar mucho ese beso. Debo igualar el marcador.

—No me hables tanto con tus ojitos o te follaré aquí mismo —advirtió como si ya no hubiera que guardarlo en silencio. Pronto, cuando vea que esto se nos escapa de las manos, veremos si gestiona la situación tan hábilmente como en los negocios.

Se ha declarado jugador del juego.

«I’m lovin’ it.»

Estaba excitada hasta las trancas.

—Estás nerviosa. Es tu primera entrevista, lo he comprendido y por ello te he ayudado a relajarte. —Hizo una pausa que me concedió tiempo para asimilar—. Si pasas el rato mirándome como si lanzaras plegarias harás que me replantee tu trabajo. ¿Ahora lo entiendes?

Se deja caer en el respaldo de su asiento. Se le ve excitado pero molesto.

—Por otro lado —dije sintiendo que mi genio salía a flote—, tú podrías no arremangarte las mangas, tocar mis manos, devorarme con los ojos, olerme, hacerme correr… ¿Ahora lo entiendes? —solté en plan sarcástico.

Este es mi carácter cuando se le amenaza o condiciona. Me aflora sin previo aviso.

—Déjame decirte —continué— que eres muy competitivo pero aprendo rápido. Soy madura como para tener que recibir clases particulares de saber estar y de control sexual de un extraño que, como mucho será… ¿cinco años mayor que yo?

Sigue mirándome. Se levanta. Hago lo mismo como reacción al verle. Posteriormente, me rodea la cintura con sus brazos.

«Me gusta.»

—¿En qué momento piensas que puedes hablar así? —preguntó mientras me tuvo sujeta por los brazos—. Te recuerdo que soy tu jefe —tan pronto lo dijo, me apretó contra él con firmeza. Costaba respirar y no porque me oprimiera. Mi corazón se ha acelerado igual de rápido que el suyo. Siento su bombeo y por increíble que sea el cuerpo humano, no deja de sorprenderme cómo mi corazón a empezado a seguirle el ritmo, igualándose con las mismas pulsaciones. Describir este presente sería como coger un folio en blanco y dibujarnos en el medio de una burbuja, observándonos como si nuestra comunicación fuera esa misma.

Mi carácter me baja un poco de esa nube, salgo rápidamente de esa magia, o como sea que se llame esto que me envuelve con él, para decir:

—¿Me lo pregunta la persona que está rodeando la cintura a su nueva empleada? —expuse con acopio.

En consecuencia, ese picor en mi nalga. Aquel cachete retumbó en la paz de su despacho. «¡Me ha dado un cachete!», repitió mi cerebro como una onda periódica.

Mis labios dibujan una o, los suyos parecen divertidos por mi respuesta. Voy a decir algo cuando de repente me llena con un beso. Si hubiera tenido algo en mi mano habría caído rodando por el suelo. Me desconcierta pero me gusta. ¡Dios! ¡Lo ha conseguido! ¡Me ha robado un beso! Y no soy capaz de quejarme o apartarme.

Sus labios carnosos cubren por completo los míos. Me nubla el conocimiento. Cuando quiero adueñarme de mi sentido común, me veo sentada en su escritorio jadeando; como en mi sueño. Parece haberse dado cuenta de a dónde hemos llegado y se detiene.

Voy a decir algo pero me lo impide.

—Shsss. —Silencia mis labios con su dedo—. A juzgar por el humedecimiento que tiene aquí —mencionó tocándome el pubis—, debería tomarla in situ. Estamos fuera de horario laboral, por ello puedo ofrecerle una alternativa poco formal. Siempre hay una primera vez para todo, ¿no cree, señorita Valdés?

«Hablando de primeras veces, soy virgen», pensé mirándole tan cerca como lo tenía, pero es algo de lo que aún no le informo. Pasó por mi cabeza como si debiera decírselo pero no lo hice. Sigo tumbada bajo él. Me recompongo hasta que quedo sentada. Es tan alto que mi frente solo alcanza su barbilla.

—¿Qué alternativa? —pregunté con curiosidad.

—Mientras estés en Nueva York podríamos hacer un paréntesis jefe/empleada y ser mi compañera de cama. Puedes decir que no, porque de eso no depende que trabajes aquí, quiero dejarlo claro. Nuestras relaciones sexuales serán solo en el tiempo libre y siempre que los dos queramos y nos apetezca. No es una obligación ni una condición, como he dicho antes, una alternativa al trabajo.

—Eres directo.

—Tampoco tú te cortas —achacó. A continuación, acarició mis mofletes.

—Te comería ahora mismo. ¿Necesitas que lo repita o aún estás cavilando? —Dicho esto, me recorre el cuello dejando un reguero de besos.

—Yo…

—¿Sales con alguien? —ronroneó bajito al oído. Mis pezones se despiertan como si fueran antenas parabólicas. Tras ver que no contesto—: No tengo toda la noche —dijo despertándome de sus atenciones extralaborables—. ¿Qué decides? —preguntó mientras siguió con mi cuello.

—No sé… —Se acerca a mi lóbulo y lo mordisquea. Su cálido aliento hace que se me erice el vello del cuerpo. Me giro lo suficiente para darle pequeños besos que, fugaces, pasan por sus labios. Necesito seguir probando a lo que sabe, olerle, apreciar su fuerza, su altura… en sí, todo él.

Mordisqueo muy suavemente su labio inferior hasta que con mi dedo tiro su mandíbula hacia abajo para hundirle mi lengua. Nuestra boca se retuerce. Todo se ha vuelto a desatar. Las manos vuelan de mi cuello a mi cintura. Se separa un instante de mí para decir:

—¿El beso implica que aceptas?

—No —contesto. En respuesta, mi cuerpo se enfada. Mi clítoris quiere recordarme lo necesitado que está. Noto la hinchazón.

—¿No? —miró interrogativo.

—No acepto la alternativa, hay una clara desventaja y es que tú siempre serás el jefe.

Acto seguido, me bajo del escritorio. «¡Qué atractivo es!», pensé sabiendo lo que acababa de rechazar. «¿En serio que no quiero?»

«Tengo veintiséis años… pero es que no lo conozco», dudo.

—De acuerdo —aceptó caballerosamente—. Cambiarás de opinión —respondió muy seguro de ello—. Recoge —dijo mirando lo tarde que era—, te acerco a tu casa. En el vuelo puedo disipar toda duda laboral que tengas y siempre dejaré la oferta extralaboral en pie por si un día te decides.

No está molesto. Nuestra expedición corporal ha concluido. Me miro y veo que llevo todo puesto. Observo esa mesa de cristal oscuro y aparto la vista para no recordarme lo excitada que aún sigo. ¡Menos mal que no hemos ido a más! Necesito ropa interior nueva y con urgencia por si llego a cambiar de parecer tal y como él augura.

Cerró su despacho. Bajamos por el ascensor directos al parquin. No hablamos.

—Deja aquí las llaves de tu coche, así cuando vuelvas lo tendrás aquí —pidió extendiéndome su mano para guardar mis llaves en un armario destinado a empleados con contraseña.

¡¿Aquí?!

Ya os podéis figurar la cara que se me quedó, cuando me percaté de que mi Citroën Saxo no iba a estar allí porque no tenía ni idea de que tuvieran parquin privado. Un favor más que pedir a Hannah o Judith.

—¿Dónde está tu coche? ¿Primera o segunda planta? Siempre hay sitio de sobra —informó.

Me mira esperando una respuesta lógica. «Hum… ¿qué hay también segunda planta?», pensé.

—No te preocupes, ya vendrán a buscar mi coche —contesté. En cierta manera no le había mentido.

Durante el trayecto a mi casa le fui indicando y pasamos por el carril en el que había aparcado. Vislumbré una hoja de papel pequeñita; una multa. «¡Bien por mí!», me dije.

Aparcó su coche y me abrió la puerta. Esperaba subir sola pero Damon insistió en subir conmigo al apartamento. ¡¿Mi apartamento?! ¡Donde viven también mis dos amigas! ¡A saber cómo me encontraría la casa!