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Esta es una antología pensada, una selección de presentaciones, introducciones, prólogos, artículos y ensayos, con agudas reflexiones en y desde la génesis de nuestra historia nacional. Atrapa en su coherencia historiográfica de tres tomos. En este tercer tomo, Torres-Cuevas incita a identificarnos a profundidad con la Cuba pensada, en el concepto raigal de la cubanidad. Aborda, entre otros temas, la Virgen de la Asunción; la religiosidad del criollo; la Virgen de la Caridad; La Habana, 1762: ingleses, españoles y criollos; el conde de Aranda; apuntes del estudio del racismo en Cuba; rectificación de la fecha del nacimiento de Félix Varela; el pensamiento de Varela: electivo, liberador y creador; estudio lucista: José de la Luz y la Revolución de 1868; el reformismo conservador del 60; la masonería en el Diario perdido de Carlos Manuel de Céspedes; y cierra con "Sartre, lo que queda de él en mí".
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Seitenzahl: 718
Veröffentlichungsjahr: 2018
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Primera edición, 2016
Edición digital, 2018
Edición: Norma Suárez Suárez
Edición e-book: Suntyan Irigoyen Sánchez
Corrección: Aida Elena Rodríguez Reiner
Diseño de la colección: Xiomara Gálvez Rosabal
Reajuste de diseño interior y de cubierta: Javier Solis Méndez
Composición digitalizada: Irina Borrero Kindelán
Composición e-book: Oneida L. Hernández Guerra
©Eduardo Torres-Cuevas, 2016
© Sobre la presente edición:
Editorial de Ciencias Sociales, 2018
ISBN 978-959-06-2021-8
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Si el hombre piensa según las señales de su tiempo, este tomo III de En busca de la cubanidad, pretende palpitar junto al corazón de una época, que por vivirla nos es cotidiana y, al mismo tiempo, bajo la reflexión inmediata que no nos permite distanciarnos de lo vivido. No obstante, creo que nos ha tocado una época de excepción, tener el privilegio de constatar que la historia no siempre es predecible desde la superficie de los acontecimientos, sino que requiere de lecturas más profundas y de la búsqueda de un conocimiento que nos permita trascender del mundo de las palabras de ocasión, y sin diccionario, al mundo de los conceptos. Vendrán luego otros historiadores distanciados de estos tiempos; con su fría mirada y con métodos superiores a los que hoy tenemos y juzgarán hechos, procesos, personajes, escritores y escritos. Es por eso que en este tomo se reúnen trabajos inéditos y trabajos publicados, se unen ensayos, investigaciones, entrevistas y otros materiales en los cuales tratamos de presentar los estudios que nos permiten entender aspectos de la evolución cubana que no están, por lo común, en textos, libros, ensayos relativos a la evolución de componentes importantes del pueblo y la nación cubanos. Por estas características de la obra, hemos preferido respetar los textos tal y como fueron publicados. Solo, en algunos casos, donde era necesario profundizar o aclarar una idea, se ha ampliado. Esta peculiaridad lleva a que pueden estar citados o repetirse información o ideas en más de un trabajo. Pero en nuestra opinión, lo más importante era no alterar la lógica interna de lo escrito.
He creído necesario reunir un grupo de trabajos vinculados a la evolución de la Iglesia Católica en Cuba, a cuyo conocimiento he dedicado gran parte de mi vida, desde los tiempos liminares del bachillerato. He tratado de penetrar más que en los acontecimientos, los cuales rigurosamente estudio, en el espíritu que trasciende a siglos y mantiene permanencias que en la actualidad constituyen parte del debate interior de la sociedad cubana. De igual forma, he considerado necesario incluir los trabajos relacionados con la conformación del pueblo cubano, desde el ángulo de análisis de la multirracialidad cubana y de los conflictos internos y propios de la sociedad a la que pertenezco. Si estos dos elementos los he considerado imprescindibles para entendernos a nosotros mismos, no menos lo es la evolución de las ideas en Cuba. Los estudios acerca de fray Bartolomé de las Casas, Félix Varela, José de la Luz y Caballero, Carlos Manuel de Céspedes y José Martí son imprescindibles, no ya para marcar el pensamiento de una época, sino más aún, lo que transfiere, permuta, conserva y enriquece el tiempo, en la conformación de las generaciones que se suceden con su cuota de rechazos y amores.
Es imprescindible que un pueblo heredero de una rica tradición cultural la conozca sin vanidades de aldea, sino como un componente, el más cercano y, por tanto, el más querido, de la historia y del pensamiento universal. Es en esas raíces profundas, en este terreno fértil, donde se sembró el árbol que tan ricos frutos ha dado, pero que contiene también contradicciones que emanan de su propio origen y evolución. Recordando a Martí, hay que darle al desmemoriado las razones vitales que tiene la memoria. Como siempre, Cuba se está construyendo a sí misma. Sean estos estudios un aporte al “conócete a ti mismo” del cubano y a esa sophía cubana a la que tanto contribuyeron, los más humildes y los que pensaron a Cuba. Estos últimos, los verdaderos, fueron también vigorosa “brotación” de la siembra cubana.
1999
El americano oye constantemente la imperiosa voz de la naturaleza que le dice: Yo te he puesto en un suelo que te hostiga con sus riquezas y te asalta con sus frutos; un inmenso océano te separa de esa Europa donde la tiranía ultrajándome, holla mis dones y aflige a los pueblos; no la temas: sus esfuerzos son impotentes; recupera la libertad de que tú misma te has despojado por una sumisión hija más de la timidez que de la necesidad; vive libre e independiente; y prepara asilo a los libres de todos los países; ellos son tus hermanos.
Félix Varela (1824)
1. Y en el principio fue el verbo
Vendrán siglos de aquí a muchos años, en que el Océano aflojará las ataduras de las cosas, y aparecerán grandes tierras y Tifis [la navegación] descubrirá nuevos mundos…
Séneca
La historia de Cuba parece estar asociada con los límites de la aventura humana. Más que las trampas de la Fe, han sido las trampas de la Razón Impura las que han velado las pupilas osadas que desde la mentalidad moderna y externa a ella quisieron definir y precisar los contenidos y los contornos de su evolución y realidad de por sí e, incluso, para sí, borrosos y cegadores. Los límites de la Razón no fueron, precisamente, los límites del accionar cubano o sobre Cuba. La Isla nació —para el mundo europeo—, tanto de la racionalidad como de la locura y de la barbarie del Viejo Mundo. Atar, pues, esta historia a los conceptos modernos es subvertir su contenido desde la génesis hasta el apocalipsis. Y si Cuba estuvo siempre en los límites, estos no siempre fueron los mismos. Desde su entrada en la historia universal —esa mala novela europea rescrita, sin cambiar su esencia, cada cierto tiempo y siempre para complacer peticiones—, la Isla recibe los resultados compartidos de las racionalidades y de las locuras, de los sueños y realidades europeos.
Desde la Antigüedad, Europa asoció sus sueños con la insularidad; quizá, como consecuencia de sus propias experiencias. El continente es el terreno de lo ilimitado, de lo hostil dentro de sí, de lo complejo, agotador, oscuro... del “aislamiento compartido”; las islas, por el contrario, por sus límites precisos y sus contornos marítimos, son el terreno de lo posible y despejado que no deja espacio a lo confuso... de la “insularidad compartida”. Desde Homero y Platón, desde San Balandrán y Francis Bacon, hasta Daniel Defoe, los creadores de mitos y utopías o los incitadores de aventuras, han tomado las islas como el espacio preciso para la realización de sociedades ideales o de creatividad humana. Quizá, también, por eso Cuba no pocas veces ha sido vista como el terreno posible del ensayo de lo posible.
Homero y Platón, ¡qué dos formas de ver las islas! Para el primero son contexto adecuado para la fantasía y los seres extraordinarios, el ámbito de la aventura; el segundo, le deja al buscador de sueños su sociedad ideal: la Atlántida. La Edad Media europea asume a los profetas, los recrea, los transforma a su imagen y semejanza. Sobre la imaginación antigua levanta sus sueños y estos espolean las carnes y las mentes de reyes y comerciantes, de navegantes y cartógrafos, de poetas y religiosos, de nobles bandidos y de bandidos sin títulos. Las islas soñadas, que están en el más allá de este mundo, de su mundo, desatan la fantasía que la realidad les niega.
El misterio del entorno dio espacio al ámbito poético y vuelo a la imaginación. La palabra de los profetas prohijó el mito y desató la mística. La Edad Media recreó el verbo poético de los antiguos profetas e incubó el de los nuevos. Eran los heraldos de la disconformidad que desdibujaban los contornos de lo que es y de lo que no es (esa rígida exigencia de la Razón) para crear y recrear, casi a capricho, el mapa mundi, con sus islas inventadas, pero no para ellos menos reales, y los seres “diferentes” que habitan mares y tierras.
El profeta crea el mito y este a su soñador; ese hombre capaz de dar la vida a cambio de la profecía. Los Ulises y los Colón. No pocos los desdeñan porque son, simplemente, los aventureros. Esos personajes, a quienes la profecía les hace vencer la cotidianidad, la pereza y el miedo, y se lanzan a lo desconocido por la simple, fresca y poderosa exuberancia de la fantasía. El aventurero vive la ventura de descubrir lo desconocido; otros, la triste y desoladora desventura de la vida sin aventuras. En el primero está toda la vitalidad de la creación y del creador. Y estos hacedores de mitos lo violentan todo, el tiempo, el espacio; todo. Juegan con los ritmos de la vida y de la historia; viajan a los orígenes y se pasean en la frontera del tiempo futuro; rompen los límites de su pequeño espacio mundi.
Los eruditos de la Edad Media toman muy en serio la Atlántida de Platón, solo que, a diferencia de la modernidad, lo que el filósofo griego les dejó fue una lección de geografía. Les apasiona, discuten sobre esta, la dibujan y desdibujan a capricho, y hasta le desfiguran el nombre. Entonces aparece en los mapas la Antilia. Lo que en Platón fue una alegoría, para el medioevo es un mito y para la modernidad será una utopía. Pero, más que Platón, fue la exuberancia de la imaginación homérica la que cohabita e incuba en el sueño medieval. La cartografía, en sus arbitrarios diseños, inventa islas y plasma cualquier relato de aventureros, marinos o mercaderes. Islas de oro macizo, ciudades encantadas, pobladas de gigantes o enanos o de seres de las más diversas formas, mares con serpientes descomunales y atractivas y engañosas sirenas, señalaban e incitaban, en los mapas y en los libros, a buscar el mundo por “descubrir”. A la Atlántida, o Antilia, se unieron las islas de San Balandrán, la de las siete ciudades, las de Brasil, la de las Mujeres, las de Cipango, las de las especias, y otras muchas. Los mapas son una extraña mezcla de fantasía y realidad que, poco a poco, acerca los extremos.
El sueño insular europeo tuvo su hábitat en los puertos continentales, esos “mentideros del mundo”, como los llama el escritor mexicano Fernando Benítez. Allí convivían marinos y comerciantes, artesanos y buscavidas, nobles y ladrones, poetas y eruditos, aunque no eran pocos quienes tenían de todo un poco. Por sus tabernas, tugurios y buhardillas, deambulaba ese extraño ser que, pergaminos bajo el brazo, buscaba historias, dibuja mapas y vende, a reyes y aventureros, “los misterios” de los mares y de las tierras desconocidas. Del profeta al aventurero es el cartógrafo quien posee el “secreto” de la realización. Del mito a la posibilidad de lo posible es el puerto “la antesala de la aventura”. En la medida en que se buscan nuevos mundos se empieza a configurar el mundo. Es la recreación de la creación. El sueño, paradójicamente, mientras más profundo, más se aproxima al despertar.
2. El drama de los nombres y de los hombres
Enseñadme el testamento de Adán.
Francisco I
Los mitos acumulados durante siglos caen, como una pesadilla, sobre la desprevenida e inexperta América, que aún no tiene nombre. Toda la fantasía, el espíritu de una época, anida en la mente de un hombre: el primero por aventurero e irracional; el certero por saber hasta dónde podía saberse; el “descubridor” por ir más allá, allí donde los otros no van. Su nombre lo recogen las páginas de la historia: Cristóbal Colón. Mercader y aventurero, profeta y sumiso creyente, calculador y visionario, este intérprete muy personal de la Biblia, la mística de los puertos y de la geografía, es el primero en traerle a América toda la irracionalidad y la fantasía que Europa ha fraguado durante siglos. Aquí busca las islas soñadas, los seres diferentes, el oro y la seda, las especias y las pedrerías. Lo confunde todo. Las tierras recién descubiertas no son nuevas, es Asia; busca el reino del Gran Khan, piensa que está en las islas de las especias, cree haber descubierto el Ofir de Salomón, confunde el Orinoco con el Ganges, y busca desesperadamente la tierra donde nace el oro o la del paraíso terrenal; y en esa locura confunde a Cuba con Japón. Y la primera noticia que tiene Europa de su existencia es que se trata de Cipango, la primera visión equivocada, como si la equivocación fuese una profecía para Cuba.
En la grandeza del hallazgo se deshicieron los mitos. Porque América constituyó la realización mayor del sueño secular de Europa y, paradójicamente, su fin. Colón murió totalmente equivocado, pero tras el mundo que descubrió se lanzaron, en naves castellanas, los nuevos aventureros llenos de fantasía. Juan de la Cosa, Américo Vespuccio, Vicente Yáñez Pinzón, Juan Ponce de León, Vasco Núñez de Balboa, Pedro Arias Dávila,Pedrarias, escriben páginas inimaginables, solo sostenibles por la imaginación. Ponce de León es el más significativo. Detrás de la fuente de la eterna juventud va el aventurero y durante nueve años —¿qué sentido tiene el tiempo si alcanza la eterna juventud?— recorre América hasta morir como consecuencia de un flechazo, no precisamente de amor. Como él, otros buscaron El Dorado o las ciudades de Cíbola, que la realidad redujo a siete miserables aldeas, la tierra de las seductoras amazonas que se cortaban un seno para mejor tensar el arco con que disparar las flechas, la huella de las tribus perdidas de Israel y, ¿por qué no?, el paso de los apóstoles. Los sueños y aventuras del Amadís de Gaula, que habían atravesado el océano, trocáronse en los delirios y desventuras de Alonso Quijano.
Pero con la locura de los hombres también anduvo la de los nombres. El Nuevo Mundo fue, por un tiempo, Asia; después, la India; más tarde, las Indias Occidentales. Y, como todo tiene un nombre, los cartógrafos europeos, demasiado humanos, cometieron otra gran injusticia, causada por su ignorancia, como antes los dioses y los profetas. Con la idea languidecía que fuese Asia o la India, y había que darle nombre al ya reconocido mundo nuevo. Y cuál mejor que el de su descubridor; pero resultó que para ellos no fue Colón. Y, con más fuerza en los papeles que en los hechos, Américo Vespuccio tuvo el honor de darnos su nombre. No somos colombianos, somos americanos, sin que exista ninguna razón.
Por cierto que, más de una vez, en los últimos siglos, se ha tratado de rectificar el error; Bolívar, el Libertador, pensó llamar a la federación de Estados americanos la Gran Colombia; pero la tradición resulta más sólida que cualquier intento de rectificación. Por el contrario, la manía de las equivocaciones continúa hasta nuestros días. Ahora no son la fantasía y la ignorancia de los cartógrafos medievales las que juegan con nuestros nombres, sino el realismo y el simplismo de los medios de difusión masiva. De americanos —porque fue por las tierras “españolas” por las que se nos bautizó así, y así nos nombramos por más de cuatro siglos— hemos derivado en latinoamericanos, mientras que los ¿estadounidenses? son denominados los “americanos”, cuando, hasta hace menos de siglo y medio, eran, simplemente, los angloamericanos. El problema nominativo no es de los americanos, ahora denominados latinoamericanos, sino de los angloamericanos, ahora denominados americanos, porque, incluso, tampoco resultaría justo el término norteamericanos. ¿Dónde dejar a mexicanos y canadienses? Los Estados Unidos es un país sin nombre. Confieso que sigo utilizando el término latinoamericano para definir lo que Martí llamó Nuestra América y angloamericano para la otra, la que no es nuestra.
Y como después de la recreación de la creación por los hombres y no por los dioses —y vio el hombre que lo hecho no era bueno, pero era— tuvieron que darle nombre a lo nuevo. Y como ya existían viejas cosas se retomó su nombre. Ante la vista del Orinoco recordaron a Venecia y bautizaron esas tierras con el nombre de Venezuela; la isla de Quisqueya les recordó Castilla y la rebautizaron como La Española. Así surgieron la Nueva España, Nueva Granada, Cartagena de Indias, entre otras. El caso de Cuba no escapa al delirio de los nombres. Cipango primero (¡nosotros japoneses!), parte de las Antillas después (¿al fin la Atlántida?, de cuya deformación surgió el nombre de las Antillas), y, por último, Juana por la gracia de Colón y sus deseos de homenajear a la hija de los Reyes Católicos. Sin embargo, la Isla fue resistente en preservar su nombre. Los nombres seguían acompañando a la fantasía de los hombres.
Hizo falta que transcurrieran 30 años para que el mito medieval quedase deshecho en América. Después de los sueños vino el desengaño. América era una realidad diferente, con geografía, historia y mitología propias. No era el sueño europeo. La utopía quimérica del mito medieval estaba agotada. Siguió viviendo, como una pesadilla en el cerebro de los vivos refugiada en las mentalidades de ambos lados del Atlántico, y periódicamente retomará un espacio en la historia americana.
La realidad del Nuevo Mundo ofreció al Viejo los elementos para hacer surgir los nuevos sueños. La utopía moderna tendría un nuevo referente.
Hablar de la utopía moderna obliga necesariamente a pluralizar el término. Ahora es el resultado de una elaboración intelectual, le falta la base del inconsciente colectivo que la recree en la fantasía popular. Tienen nombres y apellidos sus autores: Tomás Moro, Francis Bacon y Saint-Simon. Pero, por elaboración intelectual, la visión de lo posible está asociada con lo que es y con lo que se quiere que no sea. Abandono toda idea de seguir el curso de la utopía europea, esa utopía sin topos. Asumo, entonces, el rumbo de mi pobre y querida utopía cubana. Y digo cubana para no tener la pretenciosa y osada aspiración de hablar en su conjunto de la no menos esperanzadora utopía americana. Sueño utópico, pensamiento onírico o ilusión heroica, la Isla se fraguó y forjó su sociedad en medio de un juego entre lo interno y lo externo, entre lo posible y lo imposible, entre la siempre incompletitud del discurso y la realidad que no se aprehende totalmente, entre el verbo y la subversión de los conceptos. Porque nuestra utopía también es el resultado de nuestro ser, marcado por los límites de una historia y de la evolución de un pensamiento; porque en el topos americano encontró la utopía el terreno de su recreación, la tierra que la cambia para generar el ambiente social y espiritual que une sueño y realidad, imaginación utópica y terrenalidad de lo exuberante, atractivo y retador.
3. De cuando cambiaron los hombres y los nombres
Es imprescindible llevar el caos dentro de sí para poder engendrar una estrella juguetona.
Nietzsche
A mediados del siglo xvi comienza a configurarse un tipo social en la isla de Cuba. Y, como no hay nombre en la literatura anterior para designarlo, hubo que inventar un nuevo concepto: criollo. El término, muy americano, designa al hijo de español, africano o asiático nacido en el país. Lo característico en él es que desdibuja la memoria histórica de sus padres y empieza a configurar su mentalidad a partir de su medio natural, social y espiritual. En el siglo xvii, los criollos aún se definen como españoles americanos, en el caso de quienes descienden de hispanos, modo de diferenciarse de los españoles peninsulares.
Dos siglos después, a principios del xix, eliminan el término unitario de españoles para dejar la diferencia entre americanos o criollos y peninsulares. Del criollo nace el criollismo; ese sentimiento de orgullo por la patria local, por su naturaleza, tradiciones, costumbres, etc. Un poeta de principios del último siglo xix lo expresaba de esta forma: “que no en vano entre Cuba y España / tiende inmensas sus olas el mar” (Heredia). La sociedad criolla, un poco, se concebía como la antítesis de la peninsular. Era la tierra donde “las órdenes del Rey se acatan pero no se cumplen”; la región de libérrimas costumbres y, por tanto, de cierta libertad compartida en una conjuramentación social que no siempre podía romper el mundo político. Fue tierra de piratas y contrabandistas, pero sobre todo de inmigrantes; de quienes huían de la peste, el hambre, la Inquisición, las cerradas estructuras sociales tradicionales, en pos tanto de un mundo como de una vida mejor.
El siglo xviii resultó decisivo en el proceso de formación de la sociedad y del pensamiento criollos. Para Europa fue el siglo de la Razón, de la Ilustración. El siglo de las Lumières francesas y de las candilejas españolas. Para Cuba, el siglo de la Ilustración Reformista Cubana y de la esclavitud intensiva del negro. Las Luces cubanas no son una simple traducción de las Lumières francesas, ni una simple imitación servil del proceso europeo. En primer lugar, la Razón es aquí “el aliado extranjero” para la creación autóctona. Sirve para fundamentar, para hacer racional el sentimiento indefinido del criollo; deviene instrumental teórico que se aplica, por selección y elección conscientes, a la comprensión Propia. En segundo lugar, la Razón, acogida entusiastamente, sirve para hacer más racional, a través del cálculo económico y la fría mentalidad del mercado, la explotación de enormes masas de esclavos, labriegos y artesanos. Fernando Ortiz escribía: “lo más negro de la esclavitud no fue el negro”. Las Luces, crean también la penumbra, dejaron una amplia franja oscura... intencional y conscientemente oscura.
A finales del siglo xviii surgía el primer movimiento intelectual cubano, que navegaba sobre la creciente ola de la economía esclavista y de la magnífica selección dentro de las Lumières que resultaba útil para encender las Luces, que se transformarán en los Soles de Bolívar. Fue la Ilustración Reformista Cubana, la cual, paralelamente a la fundamentación de la esclavitud y al impulso de una rígida estamentación racial y social, elaboró los primeros tratados de economía, filosofía, ciencias, educación y ética. Francisco de Arango y Parreño, José Agustín Caballero, Tomás Romay y Manuel Tiburcio de Zequeira y Arango, entre otros, conformaron este movimiento que ganó la Razón para la causa cubana. Tuvieron un sueño y se lanzaron, cuales Prometeos americanos, a la conquista del fuego. En menos de 40 años convierten a Cuba en la primera exportadora mundial de azúcar, en la tierra del “mejor tabaco del mundo”, exportaron maderas preciosas, melazas —para fabricar el famoso ron antillano, que no se hacía en las Antillas— y uno de los más competitivos cafés por su aroma, sabor y precio. Antes que las textileras catalanas —y los primeros en el mundo hispano—, instalaron por toda la Isla el gran símbolo de la Revolución Industrial: la máquina de vapor; con no menos orgullo introdujeron el ferrocarril, antes que su metrópoli y que el resto de América Latina, costeado con capital propio, que ocupó el sexto lugar entre los primeros países en tener este medio de transporte. Arango y Parreño no tuvo pudor en confesar que aspiraba a que Cuba fuese, en breve tiempo, la Inglaterra de América. Fue el sueño inicial de una burguesía que creyó conquistar el cielo por asalto.
Un siglo después, los descendientes de aquellos soñadores tendrían un amargo despertar. Rafael Montoro, a finales del siglo xix, se conformaba con que Cuba fuese, simplemente, el Canadá de las Antillas. Tal vez, uno de los espacios mayores en la bibliografía cubana del siglo xx lo tienen los innumerables libros y folletos que intentaron explicar la catástrofe. Una utopía bien pensada, racionalmente aventurera, con el rígido cálculo económico en las bases, y especialistas y tecnócratas contratados en el mundo entero, se había desplomado como un castillo de naipes. Lo cierto es que en las leyes del mercado internacional se encuentra una de las causas del desastre; otra, nada despreciable, en la ausencia de un interés nacional por el sector más poderoso de esa burguesía decimonónica. A Europa o a los Estados Unidos fueron a legitimar su sangre espuria antillana. Compraron títulos de nobleza y sus ganancias cubanas las invirtieron en lugares seguros, ya fuese en España, los Estados Unidos, Inglaterra o Francia —sintomáticamente nunca cruzaron el límite del Rhin.
Tomás Terry se estableció en Francia, compró el castillo de Chenonceaux —uno de los orgullos de la realeza gala—, disfrutó la corte de Napoleón III, el Pequeño, y fue uno de los inversionistas en el proyecto del canal de Suez. Una de sus nietas llegará a ser primera dama de Francia al ascender a la presidencia su esposo, Valéry Giscardd’Estaing. Y este es un simple ejemplo. En España, la influencia de esta oligarquía cubana resultó aún mucho mayor. El hombre que le entregó la Península a Napoleón I, el Grande, Gonzalo O’Farrill y Herrera, ministro de la Guerra, es un cubano; también el iniciador del levantamiento fascista contra la República Española, el general Emilio Mola. Y si se siguen los nexos familiares, también es revelador el papel de las cubanas. El incitador del levantamiento de 1868, y posterior regente del reino, general Francisco Serrano, era el esposo de una de las más ricas propietarias cubanas de la época, María Antonia Domínguez de Borrell.
Esta fue la segunda gran utopía; nacida en Cuba, pero no para Cuba. La primera, la de los llamados descubridores y conquistadores, vino de afuera; esta surgió de adentro, ganó su espacio y perdió la posibilidad: “del padre bodeguero, a hijo caballero, a nieto pordiosero”. Ambas dejaron sus huellas; pero ni la una ni la otra tuvieron nada que ver con el destino, los derechos y el respeto al hombre. El costo de la primera fueron 112 000 indios que perecieron; incalculable el número de africanos que perdieron la vida en la travesía atlántica o en las plantaciones cubanas; no menos desgarrador fue el destino de miles de culíes chinos que llegaron a la Isla bajo engañosos contratos; y faltaría esclarecer cuál fue el destino de miles de inmigrantes españoles.
El mito medieval y la utopía quimérica de descubridores y conquistadores dejaron paso a las utopías modernas. La utopía racional del desarrollo acelerado de Cuba, sobre la base de la esclavitud, devino modo particular de aceptar el pensamiento moderno: tuvo ese componente utópico, pero también el realismo pragmático del capitalismo moderno. Si bien Cuba no pudo alcanzar la plena modernidad —y quizá por eso mismo—, el pensamiento tuvo que plantearse las vías que tenía ante sí para lograr una sociedad en los límites de la modernidad, de su posible modernidad. Esta tercera modalidad de pensamiento, nacida en Cuba y para Cuba, se inscribe en estas páginas como la utopía cubana.
4. Pero el pensamiento empieza a ser de América
Cuando yo ocupaba la Cátedra de Filosofía del Colegio de San Carlos de La Habana pensaba como americano […] y yo espero descender al sepulcro pensando como americano.
Félix Varela
Ni de Rouseau ni de Washington viene nuestra América, sino de sí misma.
Ni el libro europeo ni el libro yanqui daban la clave del enigma hispanoamericano.
Las levitas todavía son de Francia, pero el pensamiento empieza a ser de América.
José Martí
En 1797, José Agustín Caballero escribió la primera obra filosófica, sensu estrictus, cubana. Su título resulta en extremo sugerente: Filosofía electiva. En cierto modo, se puede tomar como el inicio de la reflexión teórica en el país. Caballero fue autor de propuestas incompletas; tenía la osadía de su cultura y el temor de la religión. Fue —como lo definió Medardo Vitier— otro estudioso del pensamiento cubano, “un pensador fronterizo”; es decir, en la frontera entre la escolástica y la modernidad. Pero sentó un principio aún no desplegado en su obra. Menos de 20 años después, Félix Varela, parte de esa idea, y desarrolla todo un amplio sistema que servirá de base a la cultura filosófica del siglo xix cubano y a sus orientaciones. En sus libros y escritos está la primera propuesta coherente en el pensamiento cubano. Lecciones de filosofía, Miscelánea filosófica, entre otros, marcaron el inicio de una nueva reflexión. La concepción teórica vareliana parte del concepto de filosofía electiva de Caballero.
La concepción de la electividad se toma de la definición volteriana contenida en su Diccionario filosófico. La filosofía electiva será, en la concepción de Varela, “aquella que elige libremente sin atarse a pensador o sistema alguno”, “sin estar sujeto a autoridades”. Su obra se dedicó al esfuerzo extraordinario de liberar al pensamiento cubano, primero, de la prisión escolástica, dándoles rienda suelta “a la Razón y a la experiencia” y, en segundo lugar, a toda dependencia a sistemas foráneos. El concepto rector de la electividad es la libertad, “sin la cual no hay elección”. Esta precisión conceptual resulta imprescindible para darle un nuevo contenido a una vieja polémica en torno al sentido de la filosofía latinoamericana.
Se generalizó la idea de que la filosofía latinoamericana era una filosofía ecléctica. En realidad, la esencia de este problema es la creatividad o no de dicha filosofía. Al margen del amplio campo de debate que está abierto, se puede comprobar que el concepto ecléctico ha tenido diversas connotaciones en los últimos siglos. En lo fundamental, con la entrada de las ideas de Víctor Cousin en América Latina se adoptó una nueva forma de manejar el término que restaba creatividad al pensamiento, haciéndolo servil del pensamiento foráneo. Era una declaración explícita e implícita de supeditación y falta de creatividad, una creación servil. En tiempos de Varela, pese a la diferencia de origen griego y latino del término ecléctico y del electivo, se asumía lo ecléctico en el sentido de lo electivo, muy contrario al contenido cousiniano del término. Por eso he sostenido, en diversos trabajos, que la filosofía cubana nació y mantuvo este elemento esencial: nació como filosofía electiva y no ecléctica, pues su base y aspiración es la libertad de pensamiento y la elección inteligente, determinada por una realidad diferente. Y esa libertad solo resulta posible en el constante correlato entre la realidad autóctona, el discurso expresivo que descarga y recarga los conceptos a partir de las necesidades cognoscitivas del lenguaje con su referente (relación significado-significante), y del estrecho intercambio y entrecruzamiento entre las propuestas universales con esa realidad autóctona. Lo otro es estar preso de los esquemas y conceptos... de los esquemas y conceptos foráneos.
La filosofía electiva constituyó la base teórica y filosófica para la elaboración de los contenidos de la Filosofía de la Liberación Cubana. Por su amplitud y las problemáticas que abarcó, sobre todo en los campos metafilosóficos, fue, al mismo tiempo, la liberación del pensamiento y el pensamiento de la liberación. En esta concepción, Varela tomó la ideología francesa de Destutt de Tracy para elegir los elementos que le permitían una codificación teórica, mucho más que filosófica, para modificar su realidad a partir del conocimiento de esta. Ya en el Elenco de 1816 aparece el núcleo central de la concepción.
Roberto Agramonte, un estudioso de la evolución filosófica cubana del siglo xix, definió así el objetivo ideológico de Varela: “crear una sophía cubana que sea tan sophía como lo fue la griega para los griegos”. La ideología, como el estudio de la producción de las ideas, a partir de una realidad sensorial, conforma el estudio de los sistemas de pensamiento que permiten establecer una relación entre esa realidad y la creación de la conciencia. De ahí que Varela decida abandonar el camino de la metafísica (“los filósofos hablan de una substancia; ellos dicen más lo que piensan que lo que saben”) por la búsqueda y la creación de un método racional y experimental de conocimiento de la realidad. En el método está la ciencia y sobre la ciencia se levanta la conciencia. Pero, ¿qué conciencia? La de la realidad cubana, única posible de ser estudiada y comprendida. ¿Para qué? Primero para transformarla; segundo, para, desde un lugar seguro del conocimiento obtenible, aportar, modestamente, al conocimiento universal. En otro sentido, dejó establecida la no contradicción entre la Razón y la Fe: la Fe para las cosas de Dios; la Razón y la experiencia para el mundo natural y social.
Ciencia para entender a Cuba y conciencia para hacerla libre e independiente y para que su sociedad sea una sociedad justa de hombres iguales. Conceptos todos discutibles, pero ese es el paradigma: la sociedad del deber ser, las bases teóricas de la utopía cubana.
En esta dirección, en lo que los varelianos llamaron el Plan Ideológico, trabajaron y produjeron los más significativos científicos, filósofos, literatos y educadores cubanos de la primera mitad del siglo xix: José Antonio Saco, Felipe Poey, José de la Luz y Caballero, Domingo Delmonte, entre otros. La definición más completa y a la vez más sencilla de la utopía cubana es una frase de Luz en la cual el uso del verbo ser lo define todo: “todo es en mí fue, en mi patria será”.
Los tiempos de crisis afectan en especial a la esperanza, los sueños, la ilusión. La profunda crisis de la sociedad cubana, a finales de 1830 y comienzos de 1840, ocasionó la diáspora del movimiento intelectual cubano. Entonces se cuestionó profundamente toda la elaboración teórica conformada hasta allí. En la más sonada polémica filosófica de la época en América Latina, y en todo el siglo xix cubano, los impugnadores de las concepciones varelianas hicieron cruzar el Atlántico a otro filósofo francés: Víctor Cousin.
El espiritualismo y el eclecticismo cousinianos sirvieron de impugnación a la filosofía electiva, a la liberación del pensamiento y al pensamiento de la liberación. El neotomismo sentó plaza en universidades y seminarios, mientras que el pensamiento vareliano se refugió en las pequeñas escuelas públicas y privadas. La idea central que evolucionaba en la concepción ideológica, como pensamiento creador de la ciencia y de la conciencia, consistía en fundar la patria cubana. También Luz sintetizaba esta idea con otra frase lapidaria: “el filósofo como es tolerante es cosmopolita; pero debe ser, ante todo, patriota”. Aquí, creo necesario referir el sentido del concepto de patria en los cubanos, esencialmente diferente al modo francés de asumir el término.
No haré una larga exposición acerca de la evolución de este concepto en Cuba. Solo señalaré que fue un concepto aglutinador y sistematizador de las aspiraciones a la independencia y a la creación de una sociedad de plena igualdad social. Eso llega a ser en José Martí la expresión humanista y solidaria del sentimiento de la utopía cubana: “patria es humanidad, es aquella porción de la humanidad que vemos más de cerca, y en que nos tocó nacer; y ni se debe permitir que con el engaño del santo nombre se defienda a monarquías inútiles, religiones ventrudas o políticas descaradas y hambronas ni porque a estos pecados se dé a menudo el nombre de patria, ha de negarse el hombre a cumplir su deber de humanidad, en la porción de ella que tiene más de cerca”. Es el profundo sentido humanista, que tiene su fundamento en la propia composición de la sociedad cubana, multiétnica y multicolor, lo que le da esa calidad a la cubanidad.
Y amplía en su expresión intelectual el pensador cubano el concepto: “patria no es más que el conjunto de condiciones en que pueden vivir satisfechos el decoro y el bienestar de los hijos de un país. No es patria el amor irracional a un rincón de la tierra porque nacimos en él; ni el odio ciego a otro país, acaso tan infortunado como culpable. Patria es algo más que opresión, algo más que pedazos de terreno sin libertad y sin vida, algo más que derecho de posesión a la fuerza. Patria es comunidad de intereses, unidad de tradiciones, unidad de fines, fusión dulcísima y consoladora de amores y esperanzas”. La utopía cubana como sueño de lo posible brotó emanando un profundo contenido humanista, universal, de amores y esperanzas.
De Varela a Martí transita el siglo xix y con este las reflexiones, las crisis, las búsquedas, los tanteos. La utopía cubana va adquiriendo contornos más definidos. Hacia la década del 60 de ese siglo, los contenidos de la utopía se hacen más sociopolíticos. Tanto como el fin del régimen colonial se quiere el fin de la sociedad colonial; no solo se desea la abolición de la esclavitud, sino también la justicia social. La utopía no solo implica la negación de lo que es, sino también la aspiración de lo que debe ser. Y será José Martí quien concrete en sus ideas la máxima aspiración del sueño cubano. Contrariamente a lo que se cree, Martí no es un pensador del siglo xix; es el pensador subversivo del siglo xx. Leído, una y otra vez, por las generaciones nacidas en el siglo xx que termina, fue el padre intelectual de las revoluciones de ese siglo cubano, y, lo fue, porque sus ideas contenían las aspiraciones ancestralmente irrealizadas, colocadas, ahora y por él, en una realidad naciente y normativa del siglo xx.
Por esas aspiraciones se libraron tres guerras de independencia. Y la mayoría se mediatizaron por la imposición del régimen neocolonial norteamericano iniciado con el siglo xx que termina. Ser y deber ser serán, en esta centuria, o la sociedad neocolonial o el sueño irredento de José Martí.
5. La cubanidad: la pasión de lo posible
¿Quién juguetea con la alquimia?
Silvio Rodríguez
Tres ensayos de utopía fracasaron al iniciarse el siglo xx: la de los mitos medievales, externa e impuesta; la de la burguesía esclavista, interna y elitista, y la que sostuvo la aspiración popular en las guerras de independencia. No obstante, la apertura del siglo xx era un contradictorio e inesperado resultado. Por un lado, se logró la creación de la república laica y democrática y, en el transcurso de los primeros 40 años del siglo, se obtendrían conquistas sociales como en pocas partes del mundo. Las garantías de las libertades individuales, la enseñanza laica, pública y gratuita, la separación de la Iglesia y el Estado, la ley del divorcio, el voto de la mujer, la jornada de ocho horas y la plasmación en la Constitución de 1940 de la necesidad de una ley de reforma agraria, entre otras leyes, crearon un Estado clásico de democracia representativa bipartidista, con los inseparables partidos liberal y conservador. A la constitución cubana, que entró en vigor en 1902 con el nacimiento del nuevo Estado, se le impuso, por el Congreso de los Estados Unidos, una enmienda, con el nombre de Platt, que limitó la soberanía nacional del país y autorizó al gobierno norteamericano a intervenir en Cuba, para “la seguridad de sus ciudadanos y de sus bienes”.
La intervención directa de los Estados Unidos en la política cubana, para decidir en su favor el triunfo de candidatos y partidos, era la clara evidencia de la falta de independencia real del país. El asunto resultaba más de fondo. Desde 1886, y aún más después de 1899, el capital norteamericano comenzó a desplazar al criollo y al español de todas las esferas importantes de la economía cubana, proceso que se profundizaría a lo largo del siglo y convertiría a Cuba, hacia la década del 50, en el país “independiente” formalmente más norteamericanizado del mundo. Acaso, lo más representativo del carácter inacabado de las revoluciones cubanas es que en menos de un siglo (1868-1959) se realizaron cuatro revoluciones, dos de ellas en el siglo xx y, de estas, una triunfante, que a su vez se siente heredera de las anteriores al asumir el proceso como una sola revolución de doble contenido: de liberación nacional y de justicia social.
En este convulso panorama, la frustración republicana —una república de bandera, himno y escudo, pero con una constitución laica liberal avanzada, a la cual se le impuso un apéndice que no es más que una enmienda a una ley del Congreso norteamericano, la Enmienda Platt— se reinicia y retoma la utopía cubana del siglo xix de Varela a Martí. Al margen de las manipulaciones, el sueño de una Cuba “con todos y para el bien de todos” de José Martí deviene el paradigma de las generaciones del siglo xx.
De una a otra, transcurre una herencia de lo no logrado y, a la vez, la necesidad de la búsqueda de la realización del doble juego entre una sociedad libre entre hombres iguales, y una sociedad justa entre hombres libres. La vieja Europa poco tuvo que ofrecer en un proyecto de este tipo. El recorrido por la bibliografía acumulada por la modernidad pasaba por alto la necesaria evolución de una sociedad que, desde el principio, fue distinta, una sociedad cuyo pueblo era poliétnico y multicolor, desarrollado en el límite geográfico atlántico y en la periferia de la modernidad... y, fundamentalmente, que contaba con una larga tradición de pensamiento crítico y propio.
La relación realidad-discurso necesariamente lleva, en el caso de sociedades como esta, a la búsqueda de su contenido en los conceptos o de conceptos propios en sus realidades... Y el núcleo posible de análisis está en la conformación de esa realidad..., de esta realidad humana.
La realización posible de la sociedad cubana, a partir de lo que ella ha pensado, solo resulta posible en la medida en que se produce el encuentro con su autodefinición, con su autocomprensión. De aquí la aparente obsesión de los intelectuales del país durante más de un siglo por encontrar una precisión conceptual de lo cubano, de la cubanidad y de la cubanía. Esta se ha expresado de las más variadas formas: en la literatura, en el arte, en sus proyectos sociales, en las agudas polémicas políticas, en la creación del Estado nacional, pero ha sido tradicionalmente su música la que ha captado con más fuerza y permanencia los ritmos y la espiritualidad de la vida del cubano, al trasmitir una cubanía que se siente aunque no se piense.
Don Fernando Ortiz definía la cubanidad como la calidad de lo cubano y lo cubano como unajiaco. Independientemente del término culinario, dos aspectos quería hacer patentes: la inexistencia de un término en el lenguaje universal que permitiese recoger el contenido de un pueblo, de una cultura formada por múltiples componentes de todas partes del mundo. El aporte de estas culturas, en grados de intensidad diferentes, no era una simplemezclade elementos, sinounacombinaciónselectiva cuyo núcleo era la naturaleza física, social y humana del país. De esa combinación surgió una cualidad diferente. El otro elemento que subrayó Ortiz al escoger ese término, es que el resultado, la calidad nueva, no se define a partir de lo convencional, sino de lo específicamente nacional. Pero lo nacional no debe generar un nacionalismo estrecho porque es su contrario, esa combinación de elementos que componen algo nuevo en una relación indisoluble entre lo endógeno y lo exógeno.
No hay duda de que la cubanidad existe, la dificultad ha estado en la incapacidad, hasta hoy, de definirla conceptualmente. ¿Cómo captar un contenido variable en el tiempo, resistente al lenguaje y que hace estallar los sistemas teóricos impuestos? He aquí el reto al cual se han enfrentado, con poca fortuna, generaciones de cubanos. Modestamente, lo que siempre me salta a la vista, de Varela a Martí, de Martí a nuestros días, radica en que lo esencial nunca ha sido lo que se es, sino lo que se quiere ser. Por eso, he definido la cubanidad como la pasión de lo posible; como la inconformidad permanente con la sociedad presente, como la búsqueda inagotable de una sociedad ideal y del perfeccionamiento del ser humano que es, en sí, la búsqueda de lo cubano. Para cocer el ajiaco hace falta el fuego; la pasión de Prometeo. Aún más, la fuerza para romper las cadenas, liberar a la Isla y al encadenado. Las cadenas impuestas por las prisiones mentales, la desvalorización creada por un externo potente y la cercenación del desarrollo económico y espiritual por un sistema mundial que en la globalización ha creado sus áreas marginales.
Y esa búsqueda obliga a la más estricta actualidad en el conocimiento del pensamiento universal, porque la cualidad de lo cubano siempre fue la universalidad de sus raíces; universalidad porque en esta isla del Caribe convergieron las más diversas etnias y pueblos de todos los continentes; y universalidad también porque el nutriente fundamental del pensamiento no puede ser otro que la producción de ideas universales. ¿Cómo poner en formas específicas las fórmulas universales? He ahí el otro gran reto. Y en esas búsquedas está la cubanía del pensamiento. Más que seguros lugares comunes, lo que nos da sentido son las preguntas sin respuestas que espolean nuestra imaginación y nos hacen poner en acción la palabra. Hubiese querido desarrollar aquí lo que he llamado las trampas de la Razón Impura, demostrar cómo los conceptos no pocas veces resultan prisiones que impiden acceder al conocimiento. Libertad, Igualdad, Fraternidad, Pueblo, Sociedad, conceptos cargados a la europea que, si se quiere comprender la aspiración americana, en el caso que me ocupa específicamente cubana, tienen que ser descompuestos, recompuestos y compuestos.
Martí escribe: “en Europa la libertad es una rebelión del espíritu; en América, la libertad es una vigorosa brotación”; por eso hablándoles a los españoles que se presumían liberales y republicanos, les advertía entonces: “no sean liberticidas de Cuba los libertadores de España”. Porque esa lucha centenaria por la realización de la cubanidad siempre ha estado asociada con el conflicto vital de ser nuestro propio Ser o de no ser al ser absorbido por los Estados Unidos. Y si es, en lo más visible, un problema político, es mucho más, y en el fondo, un problema cultural, entendida la cultura no solo en su expresión intelectual, sino también en su sentido de semilla, de componente social sembrado en un territorio cuyos frutos constituyen una vigorosa “brotación” humana con sus rasgos característicos.
Cuba, como el sueño de lo posible —utopía heroica, pensamiento onírico, realidad de lo posible—, sigue siendo la pasión por llegar a ser. La ínsula acogedora, situada en los límites, en todos los límites; el espacio donde el pensamiento aún puede darles vuelo a la imaginación y la realidad, donde puede hacer posible lo posible. Donde la cubanidad tenga, al fin, un lugar seguro, libre, de paz y sosiego para el pueblo que soñó, simplemente, con su propia felicidad. Y también, la tierra no tanto prometida como verdadera que acoja a todos los hombres de buena voluntad.
(Tomado de Colectivo de autores: Utopía y experiencia en la idea americana. Coordinador de la obra; autor de la introducción y del artículo: “Cuba: el sueño de lo posible”, Eduardo Torres-Cuevas, Ediciones Imagen Contemporánea, La Habana, 1999. Una versión de la primera parte de este trabajo aparece en: Historia del pensamiento cubano, vol I, tomo 1, con el nombre de “Mito y Razón en la domesticación del pensamiento americano).
Inédito
La tierra era caos y confusión y oscuridad por encima del abismo y un viento de Dios aleteaba por encima de las aguas.
Génesis, Versículo 1
Al hacer referencia a la conquista y colonización de Cuba, a la entrada hispánica en nuestro archipiélago, al proceso de creación de las primeras villas en Cuba, al espíritu de la conquista y de los conquistadores, se han destacado más los aspectos militares, económicos, jurídicos y de organización inicial del sistema colonial. Poco se ha estudiado el importante componente religioso de los conquistadores. Más aún, a veces se ha reducido a una simplificación que hace difícil fijar los verdaderos contenidos y los precisos contornos del espíritu de la conquista que fue, también, la conquista del espíritu.
Fueron las naos castellanas las primeras cristianas que surcaron las aguas del Caribe. Cristóbal Colón tomaba posesión de las tierras, aún sin conquistar, a nombre de los reyes de Castilla y en representación de la fe cristiana, esto al margen de sus intereses mercantiles. Era Colón un ferviente lector de la Biblia y un creyente que unía su fe a los avances técnicos y científicos de su época. El aventurero, más que identificar sus hallazgos con el conocimiento que poseía y las técnicas que utilizaba, se lo atribuyó a su fe. Confundió los ríos americanos con los ríos sagrados y hasta creyó que había llegado a las tierras del paraíso bíblico o a las tribus perdidas de Israel. A su regreso a España motivó un deseo creciente de realización de hidalgos y sacerdotes, soñadores de las tres glorias posibles: la individual (el honor, expresión externa, y la honra, expresión interna); la fidelidad al rey, del cual surgen riquezas materiales, honores y prerrogativas; y la gloria a Dios, de la cual emana la salvación individual y espiritual.
En aquellos años iniciales de la hispanidad en América, cruzaron el mar Océano expediciones bajo nombres que se harían famosos por relacionar la fantasía con la realidad. Se buscó la tierra del oro (El Dorado), las tierras de las amazonas, la fuente de la eterna juventud, entre otros, hechuras de la mentalidad medieval europea. Todo combinado con el deseo de grandeza personal, riquezas, gloria y reconocimiento. Lo fundamental, a la hora de acercarnos a estos hombres, es reconocer el espíritu que los animaba a hacer hazañas extraordinarias aún hoy impresionantes. Un componente importante del espíritu de la conquista y colonización castellanas era su contenido religioso. Durante siglos, habían acompañado a los tercios españoles sacerdotes que unían la conquista territorial con la conversión de los herejes e “infieles” al catolicismo. Esa unión de hidalgos y sacerdotes formó los grupos conquistadores, los primeros, del espacio terrenal y los segundos del espacio espiritual más permanente y profundo que el primero. No obstante, pueden apreciarse notables diferencias en el modo de sentir, y en el espíritu de los conquistadores y sacerdotes, en cómo llevar a cabo la evangelización americana.
Las polémicas del dominico fray Bartolomé de las Casas con el primer obispo designado de Cuba, fray Bernardo de Mesa y con el franciscano fray Toribio de Motolinea, son expresiones de estas diferencias en el enfoque del modo de evangelizar, del modo de conquistar más que el cuerpo, el alma de los vencidos.1 Justamente en esos tiempos se estaba produciendo en España una profunda reforma eclesiástica. El cardenal Cisneros reformaba la Orden Franciscana, una de las primeras autorizadas a venir a América. Sería el siglo xvi en el que brillarían los teólogos españoles como Melchor Cano y Francisco de Vitoria.
1Es importante estudiar la obra de fray Toribio de Motolinea:Historia de los indios de la Nueva España,Clásicos Castalia, Madrid, 1985, para compararlos con los escritos de Las Casas.
Por Real Cédula dada en Segovia el 13 de septiembre de 1505, el rey Fernando le ordenó a su embajador en Roma, Francisco de Rojas, que le presentase al Papa sus exigencias concretas con respecto a las nuevas tierras americanas: a) reconocerle al Rey de Castilla y León de modo explícito el Patronato a perpetuidad de la Iglesia Católica en las tierras americanas; b) ordenar a los obispos que se nombraran para estas tierras que solo percibieran la parte de los diezmos que el rey le donara; c) que la creación de diócesis y los límites de las mismas solo serían autorizados y precisados por la Corona castellana. El 28 de julio de 1508 el papa Julio II emitía la Bula Universalis Ecclesiae Regiminio, en la cual le otorgaba a los reyes de Castilla y León, así como a sus sucesores, no solo el derecho de presentación en todas las catedrales que se erigieran en La Española, única tierra insular americana ocupada por los españoles, sino que extendía ese derecho a todas las tierras descubiertas o por descubrir, de modo que “nadie pueda, sin su expreso consentimiento, construir, edificar ni erigir iglesias grandes en las dichas islas y lugares del mar Océano adquiridas o por adquirir”.2
2 Balthasar de Tobar: Comprendio bulario Índico, Publicaciones de la Escuela de Estudios Hispanoamericanos, Sevilla, 1954 y Eduardo Torres-Cuevas y Edelberto Leiva Lajara: Historia de la Iglesia Católica en Cuba. La Iglesia en las patrias de los criollos (1516-1789), Ediciones Boloña, La Habana, 2008, p. 66.
Según este documento, el rey castellano leonés debe presentarle al Papa la persona que ha elegido para candidato de una sede religiosa en América en el año vacante. Es decir, los obispos serían elegidos por el rey, propuestos al Papa y, este, los nombraba. Este sistema duró en Cuba desde 1516 hasta 1899, en que tuvo fin el régimen colonial y, con él, el Real Patronato de los Reyes españoles. Por eso, la Iglesia en Cuba formaba parte de la Iglesia española y se rigió, durante ese tiempo, por los acuerdos o concordatos entre la Santa Sede y la Corona española quedando expuesta a los avatares políticos de la Península Ibérica. En 1512, las expediciones castellanas permitían entender que el mundo americano era mucho más amplio y extenso de lo que inicialmente se creyó. Ya no solo se pensaba en las islas caribeñas y su entorno, sino que se iniciaba la penetración del continente. Ese año promulgan los reyes las Leyes de Burgos, que constituyen el primer cuerpo jurídico hispano para América. En dichas leyes plasmó el Real Patronato de los Reyes de España sobre las tierras americanas y, en consecuencia, la creación de los primeros obispados en el Nuevo Mundo, supeditados al Arzobispado de Sevilla. Eso significó una nueva estrategia para estos territorios conquistados. Independientemente de las misiones evangélicas, según la tradición conquistadora hasta entonces —que actuaban en “tierra de infieles”—, se comenzaron a erigir las primeras diócesis de América, en los lugares en donde los españoles fundaban villas y ciudades, con el objetivo de hacer el oficio religioso de los cristianos y extender la fe católica a quienes no lo eran. Se trataba de una nueva concepción que implicaba la presencia permanente hispana en los territorios conquistados, conocida como colonización por poblamiento y la conversión forzosa de sus naturales al catolicismo. Sus rasgos esenciales eran: la creación de villas y ciudades, centros de irradiación del poblamiento; el sistema de “vecinos” o españoles que permanecerían en el territorio; otorgamiento a los avecinados detierras —solares dentro de la villa y sitios en sus entorno para el desarrollo decultivos—; reparto de indios según la categoría del vecino; creación del ayuntamiento —también llamado cabildo—; creación de la parroquia; y la colocación de la nueva población bajo la advocación de un santo o virgen protector como expresión de fe y de unidad espiritual por medio de la Iglesia Católica. El acto de fundación de una villa implicaba esos componentes: creación del cabildo local, declaración de los vecinos, deslinde de tierras, el reparto de indios, creación de la parroquia, y el acto de bendición de la nueva población en una misa en la que se le colocaba bajo la protección de una advocación religiosa.
Diego Velázquez de Cuellar fue uno de los hombres que más se destacaron en los momentos iniciales de la colonización española en América, en su etapa insular o antillana. Considerado por muchos como un conquistador atípico, e incluso como “una de las figuras más desabridas en los anales del Nuevo Mundo”,3 había hecho historia en la fundación de villas en la Isla de La Española y se consideraba uno de los hombres más ricos. Según sus Cartas de relación y algunas opiniones vertidas por contemporáneos como fray Bartolomé de las Casas, su carácter no era vengativo, sino que usaba “la benignidad” y era de un espíritu muy devoto pues tenía particular cuidado con los aspectos relacionados con la fe, la construcción de la iglesia cristiana en el Nuevo Mundo y la presencia de la devoción mariana allí donde él creaba villas y ciudades.
3 Leví Marrero: Cuba: economía y sociedad, t. I, Editorial Playor S. A., 1978, p. 119.
Después de ciertos diferendos con el gobernador Diego Colón, Velázquez fue designado para dirigir el proceso de conquista y ulterior colonización de Cuba. En 1510 sus naves llegan a la Isla de Cuba por la bahía de Palmas, en la de Guantánamo. En 1512 funda la primera villa en territorio de nuestra Isla. Para eso lleva a cabo todos los pasos que él conocía muy bien, por las que había fundado en La Española. Realiza la primera misa, marca el espacio de la iglesia y coloca la primera población española en Cuba bajo la advocación de Nuestra Señora de la Asunción. En sus Cartas de relación, el nombre de la villa es muy sencillo, Asunción. En documentos posteriores aparece como Nuestra Señora de la Asunción, a la que posteriormente se le añadió el nombre aborigen del lugar, Baracoa. El tiempo fue borrando los nombres originales de modo que el que sobrevivió fue el aborigen de Baracoa.
Un año después Velázquez solicitó al rey, y le fue concedido en 1514, que la Villa de la Asunción fuera elevada a ciudad y argumentó la necesidad de convertir la parroquia en catedral, sede del obispado, por crear, de la Isla de Cuba. En 1516, se le concedía a la villa de Nuestra Asunción de Baracoa la condición de ciudad y a su iglesia la de catedral de la Isla de Cuba, sede del Obispado. De igual forma se erigía la Virgen de la Asunción Patrona de Cuba que en lo civil, tendría un gobernador, y en lo eclesiástico, un obispo. Todo bajo la advocación de Nuestra Señora de la Asunción.
En el último año citado es en el que, por Bula del papa León X de fecha 10 de febrero, se crea el Obispado de Cuba bajo la advocación de la Virgen de la Asunción.4 Ese mismo año, el 26 de agosto, el rey Carlos I le concede el escudo a la ciudad de Baracoa y a su jurisdicción, entendida por tal, la Isla de Cuba, aun no colonizada. En el cuartel derecho del escudo de la Isla de Cuba aparece la Virgen de la Asunción, su patrona, en una de sus representaciones, rodeada de cuatro ángeles. Y, como un dato de suma importancia, como veremos más adelante, sobre una luna cuarto creciente (ver figura 1).
4 “Carta del rey Carlos I a su gobernador en la Isla de Cuba, Diego Velázquez de Cuellar”, en Papeles existentes en el Archivo General de Indias relativos a Cuba y muy especialmente a La Habana, t. I, p. 125. Para un conocimiento sobre el proceso de creación del Obispado de Cuba ver Eduardo Torres-Cuevas y Edelberto Leiva Lajara: ob. cit., p. 194.
FIGURA 1
Primer escudo de la Isla de Cuba concedido por el rey Carlos I mediante Real Cédula de 26 de agosto de 1516.