En el momento equivocado - Nikki Logan - E-Book
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En el momento equivocado E-Book

Nikki Logan

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Beschreibung

Héroe al rescate "Hola, me llamo Sam y hoy seré tu salvador". Con esas simples palabras, Sam apareció de repente en la vida de Aimee y lo cambió absolutamente todo. Tras el accidente de coche permaneció con ella durante las interminables horas de la noche, balanceándose peligrosamente sobre un acantilado. Entre ellos surgió un vínculo muy fuerte y… también prohibido, ya que Sam era un hombre casado y no podía darle a Aimee lo que quería. ¿Qué se podía hacer cuando se había encontrado al hombre ideal, pero pertenecía a otra mujer?

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2012 Nikki Logan. Todos los derechos reservados.

EN EL MOMENTO EQUIVOCADO, N.º 2473 - agosto 2012

Título original: Mr. Right at the Wrong Time

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2012

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Jazmín son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-0749-5

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

PRÓLOGO

EL ESTRIDENTE chirrido podía estar viniendo de las llantas acelerando en el aire, de la correa de ventilación o de los airbags desinflándose.

O quizá del fondo de la garganta de Aimee Leigh.

La presión del volante contra su pecho apenas le permitía emitir un gemido. Hacer ruido era una prioridad puesto que era la única manera de saber que seguía respirando. Y si todavía respiraba, entonces tenía algo que salvar, su vida, por patética que fuera.

Sintió una subida de adrenalina mientras movía los ojos desesperadamente a derecha e izquierda. Fuera estaba todo oscuro, excepto por un rayo de luna que se rompía en cientos al atravesar el parabrisas destrozado de su pequeño Honda. Largos mechones del pelo le caían por las mejillas, desafiando la gravedad. Se los apartó y quedaron colgando en el aire. Por fin tenía sentido la presión del volante contra su pecho: era ella la que caía sobre él.

Al pasarse la mano libre por el abdomen, descubrió que el cinturón de seguridad la mantenía sujeta al asiento, salvándole la vida. La fuerza con la que la sostenía le resultó insoportable. Con dedos temblorosos, buscó la cinta que la sujetaba de cadera a hombro y, dejando a un lado el pánico que sentía, subió el brazo libre por detrás de ella y encontró el sitio donde se enrollaba el cinturón de seguridad. Respiró todo lo hondo que pudo y tiró con fuerza.

Todo su cuerpo protestó al obligar a su torso a moverse bajo la sujeción del cinturón para colocarse de nuevo en el asiento del conductor. Al liberar su abdomen de la presión, la sangre empezó a correr por la mitad inferior de su cuerpo. Fue entonces cuando se dio cuenta de que no podía sentir nada en esa parte del cuerpo.

El dolor incesante la mantenía consciente. Mientras colgaba de la cintura y del pecho por el cinturón, comprobó sus extremidades para asegurarse de que respondían. Pero cuando intentó doblar el pie derecho, un intenso dolor le subió por la pierna.

Un pájaro cayó desde la copa de un árbol justo encima de su ventana resquebrajada. Mientras volvía a caer en estado de inconsciencia, el desesperado aleteo de sus alas hizo que la mente confusa de Aimee lo confundiera con el vuelo de un ángel.

Un alma celestial que había bajado a la tierra para actuar de intermediario entre la vida y la muerte.

CAPÍTULO 1

–¿HOLA?

La oscuridad era la misma con los ojos abiertos o cerrados, así que no se molestó.

La voz hueca que le llegaba le hizo preguntarse a Aimee si estaba muerta, y si ella, su coche y el árbol con el que se había chocado al salirse de la A-10 habían sido transportados juntos en un amasijo retorcido e inseparable al vacío.

Su corazón latía con fuerza bajo el cinturón que seguía reteniéndola en su asiento.

Privada de luz, su imaginación se había disparado. Había revivido el accidente en su mente una y otra vez, cada vez con más violencia. Había pasado de conducir tranquilamente a través de los eucaliptus que se extendían por los montes de Tasmania a derrapar y golpearse con un árbol.

–¿Hola?

Su cabeza apenas se movió ligeramente. ¿Sería que había llegado su turno en el cielo? Abrió los párpados hinchados y se quedó mirando la oscuridad que todavía reinaba.

No le parecía necesario responder. Seguramente en el mundo espiritual era suficiente con pensar la respuesta.

«Sí, estoy aquí».

A su pesar, se soltó del cinturón y extendió sus dedos temblorosos en la espesura que la rodeaba. Enseguida chocaron con algo macizo, y lo tanteó como si estuviera leyendo en Braille. Era una rama de árbol, llena de restos del cristal del parabrisas.

Palpó el techo del coche y encontró la luz interior. Imaginó por un instante lo que podía encontrarse, antes de apretar el plástico y parpadear varias veces al encenderse la luz.

El salpicadero se había deslizado un palmo y se había combado al ser empujado por algunas partes del motor. El techo se le había venido encima. Pero lo peor de todo era que una enorme rama de árbol había atravesado su pequeño coche, desde el parabrisas al asiento del copiloto, y estaba soportando gran parte del peso del coche. Aimee se quedó mirando aquel desastre. Si la rama hubiera pasado unos centímetros más cerca…

El pánico que tan bien había controlado durante horas, la invadió. El coche volvió a sumirse en la oscuridad, esta vez más densa que antes, y dejó que corrieran las lágrimas.

Se sentía bien llorando y le resultaba de ayuda. Además, no tenía a nadie cerca que la viera. Nunca en su vida había llorado ante otra persona, así que lo que hiciera en la intimidad de su coche no le interesaba a nadie.

–¿Puede oírme?

No acababa de comprender las palabras en su aturdida cabeza, pero la voz le sonaba angelical: profunda y preocupada. ¿No debía ser serena? ¿No era su trabajo tranquilizarla? Debía calmarla y guiarla hasta… ¿adónde iba a ir?

–Haga algún ruido si puede oírme.

Un haz de luz se movió desde algún sitio por encima de ella. Se movía demasiado rápido como para que su mente comprendiera lo que tenía a su alrededor.

–Equipo de búsqueda y rescate –gritó la voz, que sonaba cada vez más cerca–. Si puede oírme, haga algún ruido.

Para ser un ángel, era demasiado exigente.

Aimee intentó hablar, pero sus palabras no fueron más que un gorgojo, al que él no respondió. Subió a tientas la mano y buscó la bocina, confiando en que tuviera suficiente batería.

Apretó. El sonido que emitió después de las horas que llevaba en silencio la sobresaltó.

–Lo oigo –dijo la voz aliviada–. Enseguida llegaré a usted. Voy a asegurar el coche.

Entre un pequeño bandazo y un enorme estruendo apenas transcurrieron unos segundos, y a continuación sintió que el peso del coche cambiaba. La sacudida cambió la dinámica de las partes retorcidas de su asiento y modificó la presión que sentía su pierna herida. La sensación no fue agradable y volvió a tocar la bocina.

–¡Alto! –gritó la voz.

Por encima de ella oyó el eco de aquella palabra, pero no de la misma voz.

La tensión cesó y el vehículo crujió, mientras caían cristales de su parabrisas.

–¿Está bien? –preguntó la voz.

Ella tragó saliva para olvidar el dolor y humedecer la garganta.

–Sí. Pero mi pierna está atrapada bajo el salpicadero.

Esperaba que cayera en la cuenta de que al asegurar el coche, su dolor se estaba intensificando. No tenía ni la energía ni el aliento necesario para explicarlo.

–Lo tengo –oyó que decían por encima de su techo, pero no sintió ningún movimiento.

Luego, oyó ruidos en la ventana trasera del lado del copiloto.

–¿Alguna otra herida?

De pronto oyó el sonido de un mazo.

–No lo sé.

–¿Cómo se llama?

Esta vez, la voz venía de encima del parabrisas.

¿Para avisar a sus parientes más próximos? ¿Para dar a sus padres un motivo más por el que pelearse?

–Aimee Leigh.

Oyó que repetía su nombre a quien fuera que había hablado unos minutos antes.

–¿Es alérgica a la morfina, Aimee? –preguntó, esta vez mucho más cerca.

–No lo sé.

Tampoco le importaba. El dolor de su pierna había hecho que empezara a dolerle todo el cuerpo.

–Está bien…

Oyó más crujidos desde detrás de la rama del árbol contra la que su Honda había chocado y giró el cuello hacia el asiento del copiloto. De repente la oscuridad se tornó en una luz blanco azulada que entraba por la ventana, rodeando la rama, y descansaba sobre el salpicadero del coche. Parpadeó en protesta por aquella luz deslumbrante. Pero una vez su vista se ajustó, fue consciente del horror de su situación. Miró hacia donde su pierna desaparecía en el revoltijo de lo que antes había sido la consola de la dirección, bajo su brazo derecho, atrapado entre el asiento y la puerta. Luego, volvió a mirar el trozo de árbol que pasaba junto a ella hasta la puerta trasera.

Justo cuando volvía a sentir que el pánico se apoderaba de ella, el hombre volvió a hablar desde detrás del árbol.

–¿Cómo está, Aimee? Hábleme.

«Asustada. Todavía no estoy lista para morir».

–Estoy… bien. ¿Dónde está?

–Aquí mismo.

De pronto una mano enfundada apareció entre las hojas del árbol. Aunque llevaba un guante naranja, sucio y usado, le resultó agradable y bienvenido. Al ver que sus dedos la buscaban, extendió la mano y los entrelazó con los suyos.

–Hola, Aimee –dijo la voz en tono amigable–. Me llamo Sam y hoy seré tu salvador.

Justo entonces, por primera vez en horas, Aimee empezó a tener esperanzas de que iba a salir de aquella. Sam no podía acercarse más para hacer una inspección visual desde fuera del coche, así que le pidió que le hiciera una descripción de las diferentes partes de su cuerpo para poder hacer una evaluación. Parecía menos preocupado por su pierna que por la presión de su pecho y por su brazo, completamente dormido e imposible de mover.

–No me gustan los imprevistos, Aimee Leigh –murmuró, mientras comprobaba la tensión de las cuerdas que sujetaban el coche.

Continuó haciéndole preguntas y ella le daba contestaciones breves y concisas, conforme sus pulmones se lo permitían. Durante todo el tiempo, él siguió dando vueltas al vehículo y, poco a poco, Aimee fue sintiendo que el coche se estabilizaba en su posición.

–Quiero echarle un vistazo a ese brazo –dijo él reapareciendo en la ventana tras la rama del árbol.

–Si yo no puedo verlo desde aquí, ¿cómo vas a verlo desde ahí?

–Voy a intentar meterme ahí contigo.

«¿Cómo?».

Estaban separados por un metro de árbol y su puerta estaba encajada.

–¿Puedes llegar a la ventanilla?

Sabía que le estaba pidiendo que llegara al tirador de la puerta. La pregunta le resultó tan absurda como si le estuviera pidiendo que cargara la compra en el maletero de su coche desvencijado. Hizo amago de reírse, pero el sonido que emitió fue más parecido al de un quejido.

–¿Aimee? Trata de aguantar.

–Solo estoy… –dijo y estiró el brazo izquierdo, en un intento por llegar hasta la palanca que había bajo su asiento–. Voy a tener que quitarme el cinturón.

–¡No!

La urgencia en su voz la hizo quedarse inmóvil y por vez primera se dio cuenta de lo mucho que se estaba esforzando en tranquilizarla. ¿Por qué tanta preocupación por el cinturón de seguridad? Ya había cumplido su función.

–Entraré por la ventanilla trasera. Protégete como puedas de los cristales.

Tardó unos segundos en llegar a la parte trasera del coche. Sintió sus movimientos y apretó con el pie ileso el pedal del freno hasta que pudo ver sus piernas por el espejo retrovisor. Las había separado y estaban sobre las luces de su puerta trasera, como si la gravedad no significara nada para él.

En algún rincón de su confusa cabeza sabía que era significativo el hecho de que fuera a llegar hasta ella haciendo rápel. Pero entonces se distrajo al caer en la cuenta de que iba a entrar allí con ella y ponerse en peligro solo para ayudarla. Sintió que la ansiedad oprimía su pecho.

–¿Lista, Aimee? Cúbrete la cabeza.

Se rodeó la cabeza con su brazo libre y se giró hacia la puerta. Detrás de ella oyó un crujido, seguido por el estallido del parabrisas trasero y, a continuación, pequeños trozos de cristal cayeron sobre ella. Se enderezó y por el retrovisor vio cómo Sam doblaba los asientos traseros y se inclinaba hasta donde ella estaba atrapada.

Unos segundos más tarde, apareció entre los asientos delanteros, asomándose entre los brotes de la rama del árbol.

–Hola –dijo junto a su oreja.

Sintió ganas de llorar al verse rescatada, al tenerlo a su lado, y trató de controlarse.

–Lo siento…

–No lo sientas. Estás en una situación extraordinaria. Es normal estar asustada.

No se daba cuenta. ¿Cómo iba a hacerlo? No se sentía asustada. Se sentía absurdamente aliviada solo por tenerlo allí. Y eso la alteraba más que todas las horas de miedo que había pasado antes de que él llegara. ¿Cuánto tiempo hacía desde la última vez que se había sentido a salvo con un hombre?

–¿Recuerdas lo que te ha pasado, Aimee?

–He tenido un accidente. Me he salido de la carretera.

–Así es. Tu coche ha caído por un barranco. La parte trasera está encajada en la pendiente y la delantera ha caído sobre un árbol.

–Haces que parezca una nimiedad –susurró.

Era una descripción completamente diferente a la violenta sacudida que había vivido dentro de su coche. Se giró para ver su cara, pero no tenía buen ángulo y le dolía si se giraba más.

–Intenta no moverte hasta que haya estabilizado tu cuello –dijo y se estiró para ajustar el retrovisor y verla a través del espejo–. Quiero que me mires a los ojos, Aimee. Concéntrate.

Miró al espejo y se encontró con su intensa mirada azul, preocupada y compasiva. Al menos, le parecía azul. Podían haber sido de cualquier color, teniendo en cuenta la escasa luz.

–Ahora, mira mi dedo –dijo él, moviéndolo de derecha a izquierda y de delante a atrás.

Ella siguió el movimiento del dedo enfundado en el guante a través del retrovisor y, por un segundo, volvió a mirarlo a los ojos. Eran unos ojos increíbles. Solo de mirarlos se sentía más tranquila, y más mareada.

–De acuerdo –dijo satisfecho.

–¿He pasado la prueba?

Sam alzó la cabeza lo justo para que Aimee adivinara por el espejo una sonrisa en sus labios.

–Y con nota. Estás en muy buena forma para estar incrustada en un árbol.

Sintió sus rodillas en el respaldo del asiento y oyó cómo revolvía en el botiquín que había llevado consigo.

–Necesito hacerte un examen físico, Aimee. ¿Te parece bien?

–Puedes hacer lo que quieras.

Por el rabillo del ojo y bajo la tenue luz de la cabina, lo vio quitarse los guantes y sacar un collarín de su bolsa.

–Solo es por precaución –dijo antes de que ella pudiera empezar a preocuparse.

Echó la cabeza hacia atrás y dejó que se lo pusiera. Era una precaución cómoda, si en aquella situación podía considerarse que hubiera algo cómodo.

Luego, él sacó una linterna, la sujetó entre los dientes y se asomó entre el espacio que había entre los asientos delanteros. Con una mano se sujetó y con la otra le subió la falda hasta los muslos. Luego, dirigió la linterna hacia sus pies.

–Sentí que se rompía –dijo.

Al ver lo cerca que estaba de ella, se sorprendió de lo tranquila que estaba. Claro que, ¿qué otra cosa podía hacer? Asustarse no le hubiera servido de nada.

–Aun así, la piel no se ha roto –murmuró él, volviendo a colocarle el vestido en su sitio–. Eso es bueno.

No parecía dispuesto a mentirle ni a quitarle importancia a lo que le estaba sucediendo.

–Al menos, me las he arreglado para romperme bien la pierna. Wayne estaría contento.

Esa sería una de las pocas cosas que su dominante exnovio habría apreciado.

–¿Vas a darme algún analgésico? –preguntó.

Todo estaba empezando a dolerle más ahora que el coche estaba estable y que los puntos de presión habían cambiado.

–No sin saber con seguridad si eres alérgica. Y no con ese dolor que tienes en el pecho. Bastante te cuesta respirar como para complicarlo con la medicación.

–Odio el dolor –dijo ella.

La mueca de Sam estaba fuera de lugar en aquella situación, pero la reconfortó y le dio fuerzas.

–Con las endorfinas altas, apenas eres capaz de sentir –dijo antes de revolver en su bolsa y sacar una pequeña botella–. Pero esto te aliviará.

Aimee se quedó mirando la botella. No parecía medicinal. Alzó su mirada curiosa hacia él, cuestionándole en silencio.

–Es néctar de hormiga verde –aclaró Sam–. Es un analgésico natural. Las comunidades aborígenes llevan siglos usándolo.

–¿Cómo se obtiene el zumo?

–Mejor no preguntar.

–¿Sabe a hormigas?

Sam volvió a revolver en su macuto y sacó una jeringuilla.

–¿Las has probado?

–Me repugna su olor.

De nuevo, el destello de sus dientes blancos por el espejo.

–Como quieras. ¿Prefieres soportar el dolor?

A modo de respuesta, Aimee abrió la boca como un pájaro y él le dio un trago de aquel sirope denso.

–Buena chica.

Con el dedo gordo le limpió una gota que se le había quedado en la comisura de los labios. Su pulso reaccionó acelerándose. ¿O quizá fuera el analgésico haciendo efecto en su cuerpo? De cualquier manera, se sentía mejor.

La caricia fue tan suave y delicada, a la vez que profesional, que hizo que los ojos volvieran a llenársele de lágrimas. ¿Cuándo había sido la última vez que alguien la había cuidado? Sus padres creían que era mejor prevenir que curar y Wayne habría puesto los ojos en blanco y la habría acusado de exagerar.

Mientras Sam se quitaba el guante de la mano, sus ojos se fijaron en que no llevaba ninguna alianza.

«Siempre es importante saberlo en situaciones de vida o muerte», pensó.

Sacudió la cabeza ante aquel pensamiento. Al hacerlo, sintió dolor en el hombro e hizo una mueca.

–Voy a tener que echar un vistazo a tu brazo, Aimee. Quédate muy quieta.

Lo hizo, a pesar de que no sentía nada. Su brazo llevaba tanto tiempo atrapado que ya ni le molestaba, aunque parecía preocuparle a Sam. Lo sintió cambiar de postura y acercarse a la puerta del conductor.

–¿Recuerdas cómo ocurrió el accidente? –preguntó mientras no paraba de moverse.

–Estaba circulando por la A-10. Todo iba bien y de repente el coche derrapó. Entonces… –dijo y se estremeció–. Recuerdo el impacto. Luego estuve un rato inconsciente –añadió con respiración entrecortada–. Luego me desperté en este árbol.

Su respiración sonó exageradamente pesada en medio del silencio que se hizo.

–Parece que había una mancha de aceite en el asfalto. Alguien de la zona también derrapó, pero pudo detener el coche a tiempo. Entonces vio las luces traseras de tu coche y avisó.

«Gracias a Dios que lo hizo. Podía haber estado aquí días».

Aimee levantó la cabeza para ver por el espejo lo que estaba haciendo detrás de ella.

–Sam, no te preocupes de si va a dolerme. Haz lo que tengas que hacer. Soy fuerte, a pesar de lo que he dicho antes del dolor.

Sintió que se quedaba inquieto.

–¿No sientes esto?

La preocupación de su voz disparó los latidos de su corazón.

–Tienes el brazo atrapado aquí atrás. Creo que se ha dislocado. Lo he soltado un poco y voy a intentar empujarlo hacia delante, pero pueden ocurrir dos cosas. O no sientes nada una vez quede libre, lo cual querrá decir que está seriamente dañado, o volverás a tener sensibilidad una vez quede libre. Si es así, va a dolerte mucho.

Sintió un tirón, pero no dolor.

–¿No me aliviará el néctar de hormiga?

–No habrá hecho efecto todavía…

Con un desagradable crujido, su brazo quedó liberado y Sam lo empujó hacia el asiento delantero. Sintió un fuerte dolor al recuperar la sensibilidad. Una sensación de quemazón recorrió su brazo desde el hombro.

Sam enseguida le acarició el pelo.

–Ya ha pasado lo peor, Aimee –murmuró–. Ya está.

Se balanceó en el asiento, conteniendo la respiración y las lágrimas, soportando el dolor, deseando ser tan valiente como Sam por haber ido a buscarla. Entonces, mientras el néctar de hormiga y su propia adrenalina hacían efecto, el balanceo se detuvo y su cuerpo se relajó, dejando de luchar contra la sujeción del cinturón de seguridad.

–¿Mejor?

De nuevo, aquella voz cálida detrás de ella. Levantó los ojos hacia el espejo retrovisor y alzó la mano para ajustarlo. Al primer intento falló, pero enseguida pudo hacerlo y se encontró con su mirada.

–Gracias –susurró.

Le estaba muy agradecida por acompañarla y no dejarla a solas con sus pensamientos y su temor a la muerte, y nunca podría agradecérselo lo suficiente.

–De nada. Siento mucho que te duela tanto.

–No es culpa tuya. Y ya se me está pasando –dijo, empleando aquellas palabras para describir los intensos pinchazos que sentía del brazo y de la pierna derechos–. Ya puedo respirar y hablar mejor.

–No te pongas muy cómoda. Nos queda mucho por hacer.

–¿Es hora de salir?

Esperaba que sí. Cada vez que el coche crujía y se movía, el aire se le quedaba en los pulmones.

–Todavía no. Tenemos que esperar a que amanezca un poco. No es seguro intentar salir a oscuras.

Teniendo en cuenta lo insegura que se sentía allí dentro, se lo tomó muy en serio. Aunque lo cierto era que desde que Sam había aparecido, estaba menos asustada. Pero cada minuto que seguía allí con ella, su vida estaba en peligro.

–Entonces vete y vuelve cuando sea de día.

–Pero te quedarías sola –dijo mirándola con los ojos entornados.

A pesar de que la idea no le agradaba, se sentía más tranquila que si algo le pasaba por su culpa.

–He pasado sola casi toda la noche. Unas cuantas horas más no me matarán.

Excepto en el caso de que las cosas no salieran bien. Pero al menos, solo estaría ella.

–No quiero que sufras daños por mi culpa –añadió Aimee.

Las arrugas alrededor de los ojos de Sam se multiplicaron.

–Agradezco la idea, pero sé lo que estoy haciendo.

–Pero la puerta no se abre.

A pesar de que estuviera sujeto por un arnés, si el coche se deslizaba más, acabaría arrastrándolo. A saber lo profundo que era aquel barranco.

–Estamos bastante seguros.