En fuga - Harlan Coben - E-Book

En fuga E-Book

Harlan Coben

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  • Herausgeber: RBA Libros
  • Kategorie: Krimi
  • Sprache: Spanisch
  • Veröffentlichungsjahr: 2020
Beschreibung

TODO EL MUNDO OCULTA ALGO DE SÍ MISMO Simon se considera un hombre feliz hasta que su hija mayor, Paige, se convirtió en drogadicta y se alejó de su familia. Hasta ahora, todos los intentos por recuperarla han sido infructuosos. Sin embargo, su padre persiste en su búsqueda y averigua que algunos días ella toca la guitarra en Central Park. Al reencontrarse ambos allí, Paige sale corriendo y en el camino de Simon se interpone repentinamente Aaron, el joven responsable de arrastrar a la chica a su descenso a los infiernos. Tres meses más tarde, alguien asesina a Aaron y Paige permanece en paradero desconocido. Los motivos de su huida son mucho más complejos de lo que Simon sospecha.

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Título original: Run Away

© Harlan Coben, 2019.

© de la traducción: Jorge Rizzo Tortuero, 2020.

© de esta edición digital: RBA Libros, S.A., 2020. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

www.rbalibros.com

REF.: ODBO776

ISBN: 9788491877578

Composición digital: Newcomlab, S.L.L.

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Todos los derechos reservados.

Índice

Portada

Portadilla

Créditos

Dedicatoria

1

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Epílogo

Agradecimientos

Harlan Coben – Myron Bolitar

Otros títulos de Harlan Coben en RBA

A LISA ERBACH VANCE,

«AGENT EXTRAORDINAIRE»,

CON CARIÑO Y GRATITUD

1

Simon estaba sentado en un banco de Central Park —en Strawberry Fields, para ser más precisos— y sintió que el corazón se le rompía a pedazos. No se dio cuenta nadie, por supuesto, al menos al principio, no hasta que empezaron a volar los puños y dos turistas nada menos que finlandeses se pusieron a chillar mientras otros nueve visitantes del parque, de muy variadas procedencias, grababan el horrible incidente con sus teléfonos móviles.

Pero para eso aún faltaba una hora.

En Strawberry Fields no había fresas, y pese a lo de fields tampoco podría decirse que aquella hectárea de parque fuera un campo —menos aún, más de uno—. El nombre procedía de la canción de los Beatles, sin más. Strawberry Fields era una extensión triangular entre la calle Setenta y dos y Central Park West dedicada a la memoria de John Lennon, que fue asesinado allí delante de un disparo. El elemento central de este lugar conmemorativo es un mosaico redondo con piedras incrustadas en él y un sencillo recordatorio en el centro:

IMAGINE

Simon miró al frente, parpadeando, devastado. Los turistas no paraban de llegar ni de hacerse fotos con el famoso mosaico: fotos en grupo, selfies en solitario, algunos de rodillas sobre las piedras incrustadas, otros tendidos encima. Esa jornada, como la mayoría de días, alguien había decorado la palabra IMAGINE con flores frescas, formando un signo de la paz con pétalos de rosas rojas que, por algún motivo, no salían volando. Los visitantes, quizá precisamente porque era un lugar de homenaje, tenían paciencia unos con otros, y esperaban su turno para acercarse al mosaico y tomar esa foto especial que colgarían en su Snapchat o en Instagram o en la plataforma social que usaran, acompañada por alguna cita de John Lennon, quizás un verso de los Beatles o algo de la famosa canción sobre toda la gente que vive en paz.

Simon llevaba traje y corbata. No se había molestado en aflojarse la corbata después de salir de su oficina en Vesey Street, en el World Financial Center. Delante de él, también sentado junto al famoso mosaico, una... —¿cómo se los llama ahora?: ¿sintecho?, ¿transeúnte?, ¿consumidora de sustancias?, ¿desfavorecida?, ¿marginal?, ¿qué?— tocaba canciones de los Beatles por unas monedas. La música callejera —un nombre quizá más amable con que definirla— tocaba una guitarra desafinada y cantaba con voz rota, a través de unos dientes amarillentos, que Penny Lane estaba en sus oídos y en sus ojos.

Un recuerdo particular o al menos curioso: Simon solía pasar por aquel mosaico constantemente cuando sus hijos eran pequeños. Cuando Paige tenía quizá nueve años, Sam seis y Anya tres, se dirigían desde su apartamento, apenas cinco manzanas al sur de este punto, en la calle Sesenta y siete entre Columbus y Central Park West, pasando por Strawberry Fields camino de la estatua de Alicia en el País de las Maravillas, junto al estanque de los barquitos, en el lado este del parque. A diferencia de prácticamente cualquier otra estatua del mundo, allí los niños podían trepar y subirse a las figuras de bronce de unos tres metros de altura de Alicia, el Sombrerero Loco y el Conejo Blanco, y a las setas gigantes (que muchos calificarían de «inapropiadas»). A Sam y Anya les encantaba hacer eso precisamente, subirse a las estatuas, aunque Sam siempre acabara metiéndole dos dedos en la nariz a Alicia y gritándole a Simon: «¡Papá, papá, mira! ¡Le estoy metiendo los dedos en la nariz a Alicia!», lo que provocaba, inevitablemente, que Ingrid, la madre de Sam, soltara un suspiro y les regañara.

Pero Paige, la mayor, era más tranquila ya entonces. Ella se sentaba en un banco con un libro de colorear y sus ceras casi intactas —no le gustaba cuando un lápiz de cera se rompía o perdía el papel— y, curiosamente, pintaba sin salirse nunca de la raya. Cuando creció —a los quince, dieciséis, diecisiete— Paige solía sentarse en un banco, al igual que hacía ahora Simon, y escribía historias y letras de canciones en un cuaderno que le había comprado su padre en el Papyrus de Columbus Avenue. Pero Paige no se sentaba en cualquier banco. Unos cuatro mil bancos de Central Park habían sido «adoptados» a través de generosas donaciones. Se habían instalado placas personalizadas en ellos, la mayoría convertidos en simples monumentos conmemorativos, como el banco en el que estaba sentado ahora Simon, que decía: EN RECUERDO DE CARL Y CORKY. Otros, a los que solía ir Paige, contaban pequeñas historias:

«Para C y B, que sobrevivieron al Holocausto e iniciaron una nueva vida en esta ciudad...».

«A mi dulce Anne: te quiero, te adoro, te venero. ¿Quieres casarte conmigo?».

«Aquí es donde empezó nuestra historia de amor, el 12 de abril de 1942...».

El banco que más le gustaba a Paige, en el que podía pasarse varias horas seguidas con su último cuaderno —quizás aquello ya fuera en sí una primera señal— recordaba una misteriosa tragedia:

«A mi preciosa Meryl, de diecinueve años. Te merecías mucho más y moriste demasiado joven. Habría hecho cualquier cosa por salvarte».

Paige solía ir de banco en banco, leía las inscripciones hasta que encontraba una que pudiera usar como base para una historia. Simon, en su intento por estrechar la relación con su hija, intentaba hacer lo mismo, pero él no tenía la imaginación de Paige. Aun así, se sentaba con el periódico o jugueteaba con su teléfono, comprobando las cotizaciones de bolsa o leyendo las noticias económicas, mientras el bolígrafo de Paige se movía a toda velocidad.

¿Qué habría sido de aquellos viejos cuadernos? ¿Dónde estarían ahora?

Simon no tenía ni idea.

Gracias a Dios Penny Lane llegó a su fin, y la cantantevagabunda pasó de inmediato a All You Need Is Love. Había una joven pareja sentada en el banco junto al de Simon. El hombre murmuró, medio en broma: «¿No puedo darle dinero para que se calle?», a lo que su compañera se rio disimuladamente. «Es como si estuvieran matando otra vez a John Lennon». Unas cuantas personas dejaron caer unas monedas en la funda de la guitarra de la mujer, si bien la mayoría se mantuvo a cierta distancia, con una cara que indicaba que aquello era algo de lo que no quería formar parte.

Pero Simon escuchó, y lo hizo atentamente, esperando encontrar algún rastro de belleza en la melodía, en la canción, en los textos, en la actuación. Apenas observó a los turistas o a los guías turísticos, ni al hombre que iba sin camiseta (aunque debería llevarla) y que vendía botellas de agua a un dólar, ni al flacucho de la mosca en la barbilla que contaba chistes por un dólar («¡Oferta: seis chistes por cinco dólares!»), ni a la anciana asiática que quemaba incienso como homenaje a John Lennon, ni a los corredores del parque, a los paseadores de perros, ni a los que tomaban el sol.

Pero no había ninguna belleza en aquella música. Ninguna.

Simon tenía la mirada fija en la chica que pedía dinero a cambio de destrozar el legado de John Lennon. Tenía el cabello estropajoso. Las mejillas hundidas. La chica estaba flaca, desastrada, sucia, deteriorada, abandonada, perdida.

La chica era la hija de Simon, Paige.

Simon no había visto a Paige en seis meses, no desde que ella había hecho lo imperdonable.

Para Ingrid había sido el golpe definitivo.

—Ya no insistas más. Déjala que haga lo que quiera —le había dicho Ingrid, después de que Paige se fuera.

—Y eso ¿qué significa?

Y entonces Ingrid, una mujer fantástica, una pediatra entregada que había dedicado su vida a ayudar a niños necesitados, dijo:

—No quiero verla más en esta casa.

—No lo dices en serio.

—Sí, Simon. Que Dios me ayude. Hablo en serio.

Durante meses, sin que Ingrid lo supiera, había buscado a Paige. En ocasiones, con ahínco, como cuando contrató a un detective. La mayor parte de las veces, de forma más aleatoria, sin pensar, paseándose por zonas llenas de drogadictos, enseñando su foto a tipos colocados de dudoso aspecto.

No había encontrado nada.

Simon se había preguntado si Paige, que había celebrado recientemente su cumpleaños —¿cómo?, se preguntaba Simon: ¿con una fiesta?, ¿con tarta?, ¿con drogas? ¿Sería consciente siquiera del día que era?—, se habría ido de Manhattan para volver a la ciudad universitaria donde todo había empezado a torcerse. Dos fines de semana seguidos, mientras Ingrid estaba de guardia en el hospital, por lo que no podría hacer demasiadas preguntas, Simon había cogido el coche y se había alojado en la Craftboro Inn, junto al campus. Recorrió el recinto, recordando el entusiasmo con que habían llegado los cinco —Simon, Ingrid, Paige, a punto de iniciar su primer año, Sam y Anya— y cómo la habían ayudado a instalarse, el optimismo de Ingrid y de él mismo pensando en lo bien que le iría en aquel lugar, con todo aquel césped y aquellos bosques, algo estupendo para la hija que habían criado en Manhattan, y en cómo había ido menguando y muriendo todo aquel optimismo, claro.

Una parte de Simon —una parte que nunca dejaría asomar al exterior y cuya existencia ni siquiera reconocería— quería abandonar la búsqueda. No podía decir que su vida hubiera mejorado desde la huida de Paige, pero sin duda se había vuelto más tranquila. Sam, que se había graduado en el prestigioso instituto Horace Mann en primavera, apenas mencionaba a su hermana mayor. Su principal interés eran los amigos, la graduación y las fiestas, y ahora su única obsesión consistía en prepararse para su primer año en el Amherst College. En cuanto a Anya, bueno... Simon ignoraba qué pensaba acerca de muchas cosas. No le hablaba de Paige, pero tampoco le hablaba apenas de nada. En sus intentos por entablar conversación con su hija, por lo común obtenía solo respuestas de una palabra y raramente de más de una sílaba. Siempre eran «bien», «vale» o «sí».

Pero un día a Simon le llegó una extraña pista.

Una mañana, tres semanas atrás, Simon se había encontrado en el ascensor con su vecino de arriba, Charlie Crowley, oftalmólogo de profesión en Downtown. Tras el típico intercambio de saludos, Charlie, situado frente a la puerta del ascensor, como suele ponerse la gente, mirando la señal luminosa que indicaba las plantas que iban pasando, le dijo a Simon, con cierta timidez y como si le supiera mal, que le parecía que había visto a Paige.

Simon, también de cara a los números de los pisos e intentando mostrarse tranquilo, le pidió más detalles.

—Me ha parecido verla... esto... en el parque —dijo Charlie.

—¿Qué quieres decir? ¿Paseando?

—No, no exactamente. —Llegaron a la planta baja. Las puertas se abrieron. Charlie respiró hondo—. Paige... tocaba la guitarra en Strawberry Fields.

Charlie debió de ver el gesto de asombro en el rostro de Simon.

—Ya sabes, como... por unas monedas.

Simon sintió que algo se desgajaba en su interior.

—¿Monedas? Como una...

—Iba a darle dinero, pero...

Simon asintió para indicarle que no pasaba nada, que podía seguir.

—... pero Paige estaba como ausente; no sabía quién era yo. Me preocupó que reaccionara mal...

Charlie no tuvo que acabar de contarle la escena.

—Lo siento, Simon. De verdad.

Aquello fue todo. Simon dudó sobre si debía hablarle a Ingrid de aquel encuentro, pero no quería afrontar los posibles efectos colaterales. Así que empezó a pasarse por Strawberry Fields en su tiempo libre.

No encontró a Paige.

Preguntó a algunos de los vagabundos que tocaban por el parque si la reconocían, mostrándoles una fotografía en su teléfono, para luego dejarles un par de dólares en la funda de la guitarra. Unos cuantos le dijeron que sí y que le darían más detalles si Simon hacía una contribución a la causa más sustanciosa. Lo hizo y no obtuvo nada a cambio. La mayoría admitió que no la reconocía, pero ahora, al ver a Paige en carne y hueso, Simon entendió por qué. Su hija de antes, tan encantadora, no guardaba ningún parecido con aquella toxicómana convertida en una bolsa de huesos y pellejo.

Con todo, en los ratos que había pasado allí sentado, en Strawberry Fields, normalmente frente a un cartel casi cómico que decía ZONA TRANQUILA: PROHIBIDOS LOS AMPLIFICADORES Y LOS INSTRUMENTOS MUSICALES, observó algo curioso. Los músicos, la mayoría de ellos de tipo vagabundo-roñoso-escuálido, nunca tocaban juntos ni solapándose. Las transiciones entre un músico callejero y otro se hacían de forma notablemente ordenada. Iban cambiando prácticamente a cada hora, de un modo muy civilizado.

Como si hubiera un horario.

Ya llevaba gastados cincuenta dólares cuando encontró a un hombre llamado Dave, uno de los músicos callejeros más mugrientos, con una enorme mata de cabello gris, una barba espesa con zonas prácticamente sólidas y una trenza que le caía hasta el medio de la espalda. Dave, que podía tener cincuenta años mal llevados o setenta bien sobrellevados, le explicó cómo funcionaba aquello.

—En los viejos tiempos, un tipo llamado Gary dos Santos... ¿lo conoces?

—El nombre me suena —dijo Simon.

—Sí, si pasabas por aquí en aquellos años, chico, desde luego que te acordarás de él. Gary se había autoproclamado «alcalde de Strawberry Fields». Un grandullón. Durante veinte años mantuvo la paz en este lugar. Y por mantener la paz, quiero decir que acojonaba a todo el que se acercara. El tipo estaba como una regadera. ¿Sabes a qué me refiero?

Simon asintió.

—Luego, sería en 2013, Gary muere. Leucemia. Solo tenía cuarenta y nueve años. Este sitio —Dave señaló con sus guantes sin dedos— se vuelve una locura. Sin nuestro fascista al mando, se impone la anarquía total. ¿Has leído a Maquiavelo? Pues algo así. Hay peleas de músicos a diario. Luchando por el territorio, ¿sabes a qué me refiero?

—Sé a lo que te refieres.

—Intentaban gobernarse solos, pero tío... la mitad de ellos apenas si era capaz de vestirse por su cuenta. De pronto un capullo tocaba y no se marchaba a su hora, y venía otro capullo que lo pisaba, se ponían a gritar, a insultarse, incluso delante de los niños. A veces llegaban a las manos, y venía la poli. Lo pillas, ¿verdad?

Simon asintió.

—Aquello iba en contra de nuestra imagen, por no hablar de nuestro bolsillo. Así que encontramos una solución.

—¿Y cuál es?

—Un horario. Rotaciones horarias de las diez de la mañana a las siete de la tarde.

—¿De veras?

—Sí.

—¿Y eso funciona?

—No es perfecto, pero se le acerca bastante.

«Vigilancia del propio interés económico», pensó el analista financiero que Simon llevaba dentro. Una de las constantes de la vida.

—¿Y cómo te inscribes en el horario?

—Por mensaje de texto. Tenemos a cinco tipos habituales. Son los que tienen los mejores horarios. Pero luego pueden apuntarse otros.

—¿Y tú gestionas el horario?

—Pues sí —dijo Dave, sacando pecho de puro orgullo—. Yo sé hacer que funcione. ¿Sabes a qué me refiero? Por ejemplo, no pondría la hora de Hal justo después de la de Jules porque esos dos tíos se odian el uno al otro más de lo que me odian mis ex. También intento mantener cierta diversidad.

—¿Diversidad?

—Negros, chavalas, hispanos, mariquitas, incluso un par de orientales. —Abrió los brazos—. No queremos que la gente piense que todos los vagabundos son blancos. Es un estereotipo negativo, ¿sabes a qué me refiero?

Simon sabía a qué se refería. También sabía que si le daba a Dave dos billetes de cien dólares partidos por la mitad y le prometía entregarle las otras mitades si lo avisaba en cuanto reaparecía su hija, probablemente obtuviera algún progreso.

Esa mañana, Dave le había enviado un mensaje de texto.

11:00 h hoy. Yo no te he dicho nada. No soy un chivato.

Y luego:

Pero trae la pasta a las 10:00 h. A las 11:00 tengo yoga.

Así que ahí estaba.

Simon se sentó frente a Paige y se preguntó si ella lo vería y qué debía hacer si ella salía corriendo. No estaba seguro. Supuso que lo mejor era dejar que acabara, que recogiera sus míseras propinas y su guitarra, y luego acercarse.

Miró el reloj: las 11:58. La hora de Paige estaba a punto de concluir.

Simon había ensayado todo tipo de frases mentalmente. Ya había llamado a la Clínica Solemani y le había reservado una habitación a Paige. Su plan era este: decir lo que fuera, prometerle lo que fuera, tenderle una encerrona, suplicarle, usar cualquier medio necesario para conseguir que se fuera con él.

Otro músico callejero con vaqueros desgastados y una camisa de franela deshilachada llegó desde el este y se sentó junto a Paige. La funda de su guitarra era una bolsa de basura de plástico negra. Le dio un golpecito a Paige en la rodilla y señaló un reloj de pulsera imaginario. Paige asintió y acabó I am the Walrus con un gorgorito final, levantó ambos brazos al aire y gritó «¡Gracias!» a un público que ni siquiera le prestaba atención, y mucho menos la aplaudía. Recogió los escasos billetes de dólar arrugados y las monedas de la funda, y luego metió la guitarra en su interior con un cuidado sorprendente. Aquel sencillo gesto —meter la guitarra en la funda— lo conmovió. Simon le había comprado aquella guitarra Takamine G-Series en el Sam Ash de la calle Cuarenta y ocho Oeste al cumplir los dieciséis. Intentó recuperar los sentimientos que acompañaron a los recuerdos de entonces: la sonrisa de Paige cuando la descolgó de la pared, el modo en que entornó los ojos mientras la probaba, cómo se le colgó del cuello y gritó: «¡Gracias, gracias, gracias!» tras decirle que era suya.

Pero aquellos sentimientos, si aún seguían vivos, no afloraron.

La terrible verdad era que Simon ni siquiera veía a su pequeña en aquella mujer.

Y se había pasado una hora intentándolo. La miró de nuevo y trató de recordar aquella criatura angelical que había llevado a clases de natación en el 92 de Street Y, la niña que se pasó el puente del Día del Trabajo sentada en la hamaca mientras él le leía dos libros enteros de Harry Potter en tres días, la pequeña que insistió en disfrazarse de Estatua de la Libertad en Halloween, pintándose incluso la cara de verde, dos semanas antes de la fiesta, pero —y quizás aquello fuera un mecanismo de defensa— no consiguió recrear todas aquellas imágenes.

Paige se puso en pie, dispuesta a marcharse. Era el momento. Al otro lado del mosaico, Simon también se levantó. El corazón le latía con fuerza contra las costillas. Sentía que empezaba a dolerle la cabeza, como si unas manos gigantescas le estuvieran presionando las sienes. Miró a izquierda y derecha.

En busca del novio.

Simon no tenía claro cómo había empezado aquella espiral, pero culpaba a aquel novio de la desgracia que había recaído sobre su hija y, por extensión, sobre toda su familia. Sí, Simon había leído todo eso de que un adicto debe afrontar la responsabilidad de sus propias acciones, que era culpa del adicto y solo de él, esa clase de cosas. Y que la mayoría de adictos (y, por extensión, sus familias) tenía una historia que contar. Quizá su adicción hubiera empezado por el tratamiento contra el dolor tras una operación. Quizá lo achacaran a la presión de sus padres o afirmaran que la única vez en que habían querido experimentar hubiera acabado arrastrándolos, de algún modo, a algo más terrible.

Siempre había una excusa.

Pero en el caso de Paige —llámalo debilidad de carácter, mala educación por parte de sus padres o lo que fuera—, todo se reducía a algo más simple: había una Paige antes de que conociera a Aaron. Y la Paige de ahora.

Aaron Corval era escoria, lo miraras por donde lo miraras, y cuando mezclas escoria y pureza, la pureza queda manchada para siempre. Simon nunca le había visto el atractivo. Aaron tenía treinta y dos años, once más que su hija. En otro tiempo, cuando era más cándido, la diferencia de edad lo había preocupado. Ingrid no había hecho mucho caso, pero era porque estaba acostumbrada a cosas así, de sus tiempos como modelo. Ahora, por supuesto, la diferencia de edad era el menor de los problemas.

No había ni rastro de Aaron.

Un atisbo de esperanza se alzó. ¿Se habría librado por fin de él? ¿Habría acabado ya de devorar a su hija aquel ser maligno, aquel cáncer, aquel parásito que le chupaba la sangre, para lanzarse sobre una presa más consistente?

Eso sería estupendo, desde luego.

Paige se dirigió hacia el este, tomando el sendero que cruzaba el parque. Caminaba como una zombi. Simon fue acercándosele.

¿Qué haría si se negaba a ir con él? No es que fuera algo posible; era probable. Simon había intentado ofrecerle ayuda en el pasado, y ella se había rebotado. No podía obligarla. Eso lo sabía. Incluso había conseguido que su cuñado, Robert Previdi, pidiera una orden judicial para que la internasen. Eso tampoco había funcionado.

Se situó tras ella. El vestido le caía suelto sobre los hombros, dejándolos a la vista. Le vio la piel de la espalda, antes perfecta, cubierta de manchas oscuras: ¿por el sol?, ¿debido a una enfermedad?, ¿a abusos?

—¿Paige?

No se giró. Ni siquiera vaciló, y por un instante Simon consideró la posibilidad de que se hubiera equivocado, de que Charlie Crowley se hubiera equivocado, de que aquel saco de huesos de olor rancio y voz desgarrada no fuera su primogénita, su Paige, la adolescente que había interpretado el papel de Hodel en la producción de El violinista en el tejado de la Abernathy Academy, la que olía a melocotón y a juventud y que había emocionado al público con su solo de Far from the Home I Love. Simon había acabado hecho un mar de lágrimas en las cinco representaciones y apenas había podido acallar su llanto cuando la Hodel de Paige se giraba en dirección a Tevye y decía: «Papá, solo Dios sabe cuándo volveremos a vernos», a lo que su padre en el escenario respondía: «Entonces lo dejaremos en sus manos».

Se aclaró la garganta y se acercó un poco más.

—¿Paige?

Ella aminoró el ritmo pero no se volvió. Simon alargó una mano temblorosa. Todavía la tenía de espaldas. Le apoyó una mano en el hombro, y no sintió más que los huesos cubiertos por una piel apergaminada. Lo intentó una vez más.

—¿Paige?

Ella se detuvo.

—Paige, soy papi.

Papi. ¿Cuándo fue la última vez que le había llamado papi? Él siempre había sido papá para ella, para sus tres hijos y, sin embargo, le salió así. Oyó cómo se le quebraba la voz, su tono de súplica.

Siguió sin darse la vuelta.

—Por favor, Paige...

Y entonces echó a correr. El movimiento lo pilló a contrapié. Paige le llevaba tres pasos de ventaja cuando reaccionó. Últimamente Simon se había puesto bastante en forma. Había un gimnasio junto a su despacho y, con el estrés de haber perdido a su hija —así era cómo lo veía él, que la había perdido—, había empezado a apuntarse a diversas clases de cardio-boxing que lo tenían casi obsesionado.

Se lanzó tras ella y la atrapó bastante rápido. La agarró del brazo, flaco como un junco —habría podido rodear el escuálido bíceps con dos dedos—, y tiró de ella. Quizá lo hiciera con fuerza excesiva, pero todo aquello —la carrera, el agarrón— no había sido más que una reacción automática.

Paige había intentado huir. Y él había hecho lo necesario por detenerla.

—¡Ay! —gritó ella—. ¡Suéltame!

Había muchísima gente alrededor y algunos —Simon estaba seguro— se habían girado al oírla gritar. No le importaba, pero eso hacía que su misión fuera aún más urgente. Tendría que actuar rápido, y sacarla de allí antes de que algún buen samaritano saliera en ayuda de Paige para intentar rescatarla.

—Cariño, soy papá. Ven conmigo, ¿vale?

Ella seguía de espaldas. Simon le dio la vuelta, haciendo que lo mirara, pero Paige se cubrió los ojos con el brazo, como si la estuvieran cegando con una luz intensa.

—¿Paige? Paige, por favor, mírame.

Paige se puso rígida y luego, de pronto, se relajó. Bajó el brazo y lentamente levantó la mirada. De nuevo, un atisbo de esperanza. Sí, tenía los ojos hundidos y lo que debería ser blanco era amarillento, pero ahora, por primera vez, Simon pensó que quizá veía un brillo de vida en ellos.

Por primera vez, vio una sombra de la niña que conocía.

Cuando Paige habló, por fin reconoció el eco de su voz:

—¿Papá?

Él asintió. Abrió la boca y la cerró, sobrecogido. Volvió a intentarlo:

—He venido a ayudarte, Paige.

Ella se echó a llorar.

—Lo siento mucho.

—No pasa nada —dijo él—. Todo se arreglará.

Él rodeó a su hija con sus brazos, protegiéndola, cuando otra voz atravesó el parque como el cuchillo de un destripador.

—¿Qué cojones...?

Simon sintió que se le encogía el corazón. Miró a su derecha. Aaron. Paige se encogió, apartándose, al oír la voz de Aaron.

Simon intentó retenerla, pero ella se zafó, golpeándose con la guitarra en la pierna.

—Paige... —dijo Simon.

El atisbo de claridad que había visto en sus ojos solo unos segundos antes desapareció, rompiéndose en mil pedazos.

—¡Suéltame! —gritó ella.

—Paige, por favor...

Paige empezó a recular. Simon intentó agarrarle el brazo de nuevo, como un hombre desesperado colgando de un barranco e intentando agarrarse a una rama, pero Paige soltó un chillido desgarrador.

Eso hizo que mucha gente se girara. Mucha. Simon no retrocedió.

—Por favor, escúchame...

Y entonces Aaron se interpuso entre los dos. Ambos hombres, Simon y Aaron, estaban cara a cara. Paige se escondió detrás de Aaron. Aaron parecía colocado. Vestía una cazadora vaquera sobre una mugrienta camiseta blanca —lo último en estética chic de heroinómano, solo que sin el chic—. Llevaba demasiadas cadenas en torno al cuello y esa barba de tres días que quería resultar atractiva pero que no lo conseguía, y unas botas de trabajo que resultaban paradójicas en alguien que no reconocería un día de trabajo honesto ni aunque este le pateara el culo.

—No pasa nada, Paige —dijo Aaron con una sonrisita socarrona, sin dejar de mirar a Simon—. Sigue adelante, muñeca.

Simon meneó la cabeza.

—No, no...

Pero Paige, apoyándose en la espalda de Aaron, como si fuera a perder el equilibrio, se puso en marcha y echó a correr por el sendero.

—¡Paige! —gritó Simon—. ¡Espera! Por favor...

Se estaba alejando. Simon giró a la derecha para salir tras ella, pero Aaron se movió a un lado y le cortó el paso.

—Paige es adulta —dijo Aaron—. No tienes ningún derecho...

Simon apretó el puño y le soltó un directo en la cara. Sintió que la nariz cedía bajo sus nudillos, oyó la fractura como una bota pateando el nido de un pájaro. Aaron cayó, sangrando. Fue entonces cuando los dos turistas finlandeses se pusieron a gritar. Simon no hizo caso. Aún veía a Paige, más allá. Ella torció a la izquierda, salió del camino y se metió por entre los árboles.

—¡Paige, espera!

Saltó para esquivar el cuerpo de Aaron, tendido en el suelo, pero este le agarró de la pierna. Simon intentó liberarse, pero para entonces ya vio a otras personas —gente bien intencionada pero confundida— que se acercaban, muchos, algunos de ellos grabando en vídeo la escena con sus malditos teléfonos.

Todos gritaban y le decían que no se moviera.

Simon se liberó, tropezó y recuperó el control de sus piernas. Echó a correr por el camino, hacia donde se había desviado Paige.

Pero ya era demasiado tarde. La multitud se le había echado encima.

Alguien intentó placarle. Simon soltó un codazo. Oyó un «¡uf!» procedente del tipo que se le había abalanzado y notó que lo soltaba. Otro le rodeó la cintura con los brazos. Simon se lo quitó de encima como si fuera un simple cinturón y siguió corriendo hacia su hija, moviéndose como un jugador de fútbol americano perseguido por toda una línea de defensores.

Pero al final fueron demasiados.

—¡Mi hija! —gritó—. Por favor... deténganla...

Nadie lo oyó con todo el tumulto, o quizá fuera que nadie escuchaba a aquel loco violento que había que detener a toda costa.

Otro turista le saltó encima. Luego, otro.

En el momento en que caía, levantó la vista y vio a su hija otra vez en el sendero. Aterrizó con un golpetazo. Luego, al intentar ponerse de nuevo en pie, le cayó una lluvia de golpes. Un montón. Cuando acabó todo aquello, tenía tres fracturas de costilla y dos dedos rotos. Acabaría con una conmoción cerebral y veintitrés puntos en total.

No sentía nada, salvo el corazón destrozado.

Se le abalanzó otro cuerpo. Oyó gritos y chillidos y, de pronto, tuvo encima también a un policía, que lo puso boca abajo, le clavó una rodilla en el espinazo y lo esposó. Levantó la vista de nuevo y vio a Paige mirando desde detrás de un árbol.

—¡Paige!

Pero ella no se acercó. Desapareció y, una vez más, Simon supo que le había fallado a su hija.

2

Los policías dejaron un rato a Simon tumbado sobre el asfalto, boca abajo y con las manos esposadas a la espalda. Una agente —era negra, y llevaba una placa que decía HAYES— se agachó y, con toda tranquilidad, le dijo que estaba detenido. Luego le leyó sus derechos. Simon se agitó y gritó algo sobre su hija, suplicando que alguien, quien fuera, la detuviera. Hayes siguió enumerándole sus derechos sin inmutarse.

Cuando Hayes acabó, se puso en pie y se volvió hacia otra parte. Simon siguió gritando cosas sobre su hija. Nadie lo escuchaba, probablemente porque parecía enloquecido, así que intentó calmarse y adoptar un tono más educado.

—¿Agente? ¿Señora? ¿Señor?

Los policías no le hicieron caso y se dedicaron a tomar declaración a los testigos. Varios turistas les mostraron a los polis vídeos del incidente. Simon se imaginó que no lo dejaban en muy buen lugar.

—Mi hija —repitió—. Estaba intentando salvar a mi hija. Él la ha secuestrado.

Aquella última parte era casi mentira, pero esperaba provocar una reacción que no llegó.

Simon giró la cabeza a izquierda y derecha, buscando a Aaron. No había ni rastro de él.

—¡¿Dónde está?! —gritó, dando de nuevo la imagen de estar enloquecido. Hayes por fin lo miró.

—¿Quién?

—Aaron.

Nada.

—El tipo al que he golpeado. ¿Dónde está?

Ninguna respuesta. El subidón de adrenalina empezó a pasarse, lo que le hizo aflorar un dolor tan intenso por todo el cuerpo que sintió náuseas. Al final —Simon no tenía ni idea de cuánto tiempo había transcurrido—, Hayes y un poli blanco alto con una placa que decía WHITE lo levantaron y lo llevaron a rastras a un coche patrulla. Después de meterlo en la parte trasera, White se sentó al volante y Hayes en el sitio del copiloto. Hayes, que tenía su cartera en la mano, se volvió.

—¿Qué es lo que ha pasado, señor Greene?

—Estaba hablando con mi hija. Su novio se metió en medio. Intenté esquivarlo...

Simon se calló.

—¿Y?

—¿Han detenido a su novio? ¿Pueden ayudarme a encontrar a mi hija?

—¿Y? —repitió Hayes. Simon estaba rabioso, pero no estaba loco.

—Hubo un altercado.

—Un altercado.

—Sí.

—Explíquenoslo.

—¿Que les explique qué?

—El altercado.

—Primero dígame dónde está mi hija —dijo Simon, intentando reconducir la conversación—. Se llama Paige Greene. Su novio, que creo que la tiene retenida en contra de su voluntad, se llama Aaron Corval. Estaba intentando rescatarla de él.

—Mmmm —dijo Hayes—. Entonces, ¿golpeó a un sintecho?

—Golpeé... —Simon se detuvo en seco. Sabía que no le convenía seguir por ahí.

—¿Le golpeó? —preguntó Hayes. Simon no respondió—. Vale, eso es lo que pensaba. Está todo manchado de sangre. Se ha salpicado hasta esa bonita corbata. ¿Es una Hermès?

Lo era, pero Simon no dijo nada más. Aún llevaba la camisa abotonada hasta la garganta y la corbata atada con un nudo Windsor perfecto.

—¿Dónde está mi hija?

—Ni idea —dijo Hayes.

—Entonces, no tengo nada más que decir hasta que hable con mi abogado.

—Usted mismo.

Hayes volvió a girarse y no dijo nada más.

Condujeron a Simon al departamento de Urgencias del Mount Sinai West, en la calle Cincuenta y nueve, cerca de la Décima Avenida, donde se lo llevaron inmediatamente a Rayos X. Un médico ataviado con un turbante y aspecto de no tener edad para ver películas de adultos le puso férulas en los dedos y le cosió las heridas de la cabeza. Para tratar las fracturas de las costillas no podían hacer nada, explicó el médico, salvo «restringir la actividad durante seis semanas más o menos».

El resto transcurrió como un torbellino surrealista: el viaje en coche patrulla a la Comisaría Central, en el 100 de Centre Street, las fotos, las huellas, la celda. Le concedieron una llamada, como en las películas. Simon iba a llamar a Ingrid, pero optó por su cuñado Robert, un experto abogado de Manhattan.

—Te enviaré a alguien enseguida —dijo Robert.

—¿No te puedes ocupar tú?

—Yo no soy criminalista.

—¿De veras crees que necesito un criminalista?

—Sí, lo creo. Además, Yvonne y yo estamos en la casa de la playa. Tardaría demasiado en llegar. Tú espera.

Media hora más tarde, una mujer minúscula de unos setenta y pocos años, con el cabello entre rubio y gris, y fuego en los ojos, se presentó con un firme apretón de manos.

—Hester Crimstein —dijo—. Me envía Robert.

—Soy Simon Greene.

—Ya. Soy una abogada de primera, así que eso lo he deducido. Bueno, ahora repita conmigo, Simon Greene: «inocente».

—¿Qué?

—Usted repita lo que acabo de decir.

—«Inocente».

—Estupendo, bien hecho, precioso. Se me saltan las lágrimas. —Hester Crimstein se echó adelante, acercando la cabeza—. Esas son las únicas palabras que se le permite decir, y la única vez que dirá esas palabras es cuando el juez le pregunte cómo se declara. ¿Me sigue?

—La sigo.

—¿Necesitamos ensayarlo?

—No, creo que lo tengo claro.

—Buen chico.

Cuando entraron en el juzgado y la abogada dijo: «Hester Crimstein, abogada de la defensa», se extendió un murmullo por la sala. El juez levantó la cabeza y arqueó una ceja.

—Señora Crimstein, qué honor. ¿Qué trae a una ilustre letrada como usted a mi humilde juzgado?

—Solo he venido para evitar un grave error judicial.

—Estoy seguro de ello. —El juez cruzó las manos y sonrió—. Me alegro de verla otra vez, Hester.

—Eso no lo dice en serio.

—Es cierto —reconoció el juez—. No me alegro.

Aquello pareció halagar a Hester.

—Tiene buen aspecto, señoría. La toga negra le queda bien.

—¿El qué? ¿Este trapo viejo?

—Le adelgaza.

—Sí, ¿verdad? —El juez se recostó en su butaca—. ¿Cómo se declara el acusado?

Hester miró a Simon.

—Inocente —dijo, y Hester asintió, complacida.

El fiscal pidió cinco mil dólares de fianza. Hester no puso objeciones a aquella cifra. Después de resolver todo el lío burocrático y de papeles, cuando los dejaron marcharse, Simon se dirigió a la entrada principal, pero Hester lo detuvo poniéndole una mano sobre el antebrazo.

—Por ahí, no.

—¿Por qué no?

—Estarán esperando.

—¿Quiénes?

Hester pulsó el botón del ascensor, levantó la vista hacia los números de los pisos, y dijo:

—Sígame.

Cogieron las escaleras y bajaron dos plantas. Hester lo condujo hacia la salida trasera del edificio. Cogió su teléfono móvil.

—¿Estás en el Eggloo de Mulberry, Tim? Bien. Cinco minutos.

—¿Qué está pasando? —preguntó Simon.

—Qué curioso.

—¿El qué?

—Que siga hablando —dijo Hester—, cuando le especifiqué que no lo hiciera.

Atravesaron un pasillo oscuro. Hester iba delante. Giró a la derecha y luego otra vez a la derecha. Al final, llegaron a un acceso destinado a los empleados. Iban pidiendo la identificación a la gente a medida que entraba, pero Hester avanzó sin vacilar hasta la salida.

—No pueden hacer eso —dijo un guardia.

—Deténganos.

No lo hizo. Un momento más tarde, estaban fuera. Cruzaron Baxter Street y atajaron atravesando el césped del Columbus Park, tres pistas de vóleibol, para desembocar en Mulberry Street.

—¿Le gusta el helado? —preguntó Hester.

Simon no respondió. Se señaló la boca cerrada. Hester suspiró.

—Ya puede hablar.

—Sí.

—En Eggloo tienen un sándwich helado de malvavisco y chocolate que está de muerte. Le he dicho a mi chófer que nos compre dos para el camino.

El Mercedes negro esperaba delante. El conductor llevaba los sándwiches helados. Le entregó uno a Hester.

—Gracias, Tim. ¿Simon?

Simon rehusó el otro. Hester se encogió de hombros.

—Todo tuyo, Tim.

Ella le dio un bocado al suyo y se dejó caer en el asiento de atrás. Simon se sentó a su lado.

—Mi hija... —dijo Simon.

—La policía no la ha encontrado.

—¿Y qué hay de Aaron Corval?

—¿Quién?

—El tipo al que golpeé.

—Eh, eh, eh, no bromee siquiera con eso. Quiere decir el tipo al que presuntamente golpeó.

—Lo que sea.

—De lo que sea, nada. Ni siquiera en privado.

—Vale, lo pillo. ¿Sabe dónde...?

—Él también desapareció.

—¿Qué quiere decir con que desapareció?

—¿Qué parte de «desapareció» resulta confusa? Huyó antes de que la policía pudiera averiguar nada de él. Lo cual nos favorece. Sin víctima, no hay delito. —Dio otro bocado y se limpió la comisura de los labios—. El caso se resolverá enseguida, pero... Mire, tengo una amiga. Se llama Mariquita Blumberg. Es una tocapelotas, no un encanto como yo. Pero sin duda es la mejor en su campo. Necesitamos que Mariquita se ponga con su campaña de relaciones públicas enseguida.

El chófer arrancó. El Mercedes se dirigió hacia el norte y giró a la derecha por Bayard Street.

—¿Campaña de relaciones públicas? ¿Por qué iba yo a necesitar...?

—Se lo diré dentro de un minuto, pero ahora mismo no debemos distraernos. Primero cuénteme lo que ocurrió. Todo. De principio a fin.

Se lo contó. Hester se volvió y lo miró fijamente. Era una de esas personas que convierten el acto de escuchar atentamente en una forma de arte. Antes esa mujer había sido todo energía y movimiento. Ahora esa energía era como un láser concentrado que lo apuntaba directamente. Atendía a cada palabra que salía de su boca con un nivel de complicidad e intensidad que parecía palpable.

—Vaya, chico, lo siento —dijo Hester cuando hubo acabado—. Es una desgracia.

—Así que lo entiende.

—Claro.

—Necesito encontrar a Paige. O a Aaron.

—Volveré a hablar con los agentes, pero como le he dicho, tengo entendido que ambos huyeron.

Otro callejón sin salida. A Simon empezó a dolerle todo. A pesar de sus mecanismos de defensa, todas las respuestas químicas del cuerpo destinadas a retrasar o bloquear el dolor iban erosionándose a marchas forzadas. No era que volviera el dolor progresivamente; estaba regresando con fuerza.

—¿Y bien? ¿Por qué necesito una campaña de relaciones públicas?

Hester sacó el teléfono móvil y se puso a toquetear la pantalla.

—Odio estas cosas. Tanta información y con tantos usos, pero la mayoría solo sirve para arruinar la vida de la gente. Tiene hijos, ¿verdad? Bueno, es obvio. ¿Cuántas horas al día se pasan...? —No acabó la frase—. No es el momento de mantener esa charla en particular. Mire.

Hester le entregó el teléfono.

Simon vio que le había puesto un vídeo de YouTube que tenía 289.000 visualizaciones. Cuando vio el fotograma inicial y leyó el título, se le encogió el corazón:

«Los ricos apalean a los pobres».

«Wall Street da una buena tunda a un vagabundo».

«Míster Gilito machaca a un marginado».

«Un bróker pega una paliza a un sintecho».

«Cómo pisotean los poderosos a los pobres».

Levantó la vista y miró a Hester, que se encogió de hombros en un gesto cómplice. Estiró la mano y pulsó el botón de «reproducir» con el dedo índice. El vídeo lo había grabado alguien que se hacía llamar ZorraStiletto y había sido colgado dos horas antes. ZorraStiletto estaba grabando a tres mujeres —¿quizá su mujer y dos hijas?— cuando, de pronto, algún tipo de altercado le había llamado la atención. La cámara se había desplazado hacia la derecha, para enfocar justo a tiempo a Simon, que tenía un aspecto pomposo —¿por qué demonios no se había quitado aquel traje o, al menos, se había aflojado aquella maldita corbata?—, en el momento en que Paige se zafaba de él y Aaron se ponía entre los dos. Por supuesto, daba la impresión de que un hombre rico trajeado hubiera querido acosar (o algo peor) a una chica mucho más joven, y que un vagabundo había salido en su defensa.

Mientras la frágil joven, asustada, se refugiaba tras la espalda de su salvador, el hombre del traje se ponía a gritar. La joven echaba a correr. El hombre del traje intentaba esquivar al vagabundo y seguirla. Simon sabía, por supuesto, lo que estaba a punto de ver. Aun así, observó, con los ojos desorbitados y un punto de esperanza, como si hubiera alguna posibilidad de que el hombre del traje no fuera lo suficientemente capullo para echar el puño atrás y golpear al valeroso sintecho en la cara.

Pero eso era exactamente lo que sucedía después.

El buen samaritano caía al suelo cubierto de sangre. El implacable hombre rico del traje intentaba pasarle por encima, pero el sintecho lo agarraba de la pierna. Cuando un hombre asiático con gorra de béisbol —otro buen samaritano, sin duda— se lanzaba a pararlo, el hombre del traje le asestaba un codazo en la nariz a él también.

Simon cerró los ojos.

—Joder...

—Pues sí.

Cuando Simon volvió a abrir los ojos, se saltó la regla básica de todos los artículos y vídeos colgados en internet: nunca jamás leas los comentarios.

«Los ricos creen que pueden ir así por la vida sin que les pase nada».

«¡Iba a violar a esa chica! Menos mal que apareció ese héroe».

«Tendrían que encerrar a Míster Gilito de por vida. Y punto».

«Apuesto a que el millonetis ese se irá de rositas. Si fuera negro, le habrían pegado un tiro».

«El tipo que ha salvado a la chica es un valiente. Seguro que el tío rico se libra de la trena pagando».

—Pero tengo buenas noticias —dijo Hester—. También tiene algunos fanes.

Cogió el teléfono, bajó por la pantalla y señaló.

«Probablemente ese vagabundo viva de las subvenciones. Enhorabuena al tío del traje por limpiar el parque de semejante basura».

«Si ese tipo apestoso se buscara un trabajo en lugar de vivir del cuento, no le hostiarían».

Los avatares de los perfiles de sus fanes lucían imágenes de águilas o banderas americanas.

—Vaya, genial —dijo Simon—. Los psicópatas están de mi parte.

—Oiga, no se queje. Quizá haya unos cuantos en el jurado. Aunque no es que esto vaya a llegar ante un jurado. Ni siquiera a juicio. Hágame un favor.

—¿Cuál?

—Pulse el botón de «actualizar» —dijo Hester. Él no tenía muy claro qué quería decir, así que Hester alargó la mano y pulsó una flechita que había arriba. El vídeo se cargó de nuevo. Hester señaló el contador de visualizaciones. Había pasado de 289.000 a 453.000 en los dos últimos minutos.

—Enhorabuena —dijo Hester—. Se ha convertido en un fenómeno viral.

3

Simon miró por la ventanilla, dejando que el verde del parque fuera pasando, borroso, ante sus ojos. Cuando el conductor giró a la izquierda desde Central Park West y tomó la calle Sesenta y siete Oeste, oyó que Hester murmuraba:

—Oh, oh.

Simon se volvió. Había furgonetas de reporteros aparcadas en doble fila frente a su casa. Quizás habría como dos docenas de manifestantes protestando tras unas barreras de madera azul en las que podía leerse: PRECINTO POLICIAL – NO PASAR. NYPD.

—¿Dónde está su mujer? —preguntó Hester.

Ingrid. Se había olvidado por completo de ella; ni siquiera había pensado cómo podría reaccionar ante todo aquello. También se dio cuenta de que no tenía ni idea de qué hora era. Miró el reloj. Las cinco y media de la tarde.

—En el trabajo.

—Es pediatra, ¿verdad?

Asintió.

—En el New York-Presbyterian, en la calle Ciento sesenta y ocho.

—¿Y a qué hora acaba?

—Hoy, a las siete.

—¿Vuelve a casa en coche?

—Coge el metro.

—Llámela. Tim la recogerá. ¿Dónde están los chicos?

—No lo sé.

—Llámelos también. El bufete tiene un apartamento en Midtown. Pueden quedarse ahí esta noche.

—Podemos ir a un hotel.

Hester negó con la cabeza.

—Si hacen eso, les encontrarán. El apartamento será mejor, y no es que no cobremos —él no dijo nada—. Esto también pasará, Simon, si no alimentamos el fuego. Para mañana, o como mucho pasado, estos pirados estarán pendientes del próximo escándalo. Aquí la gente tiene una capacidad nula para mantener la atención.

Llamó a Ingrid, pero ese día trabajaba en Urgencias, así que le saltó directamente el buzón de voz. Simon le dejó un mensaje detallado. Luego llamó a Sam, que ya lo sabía todo.

—El vídeo tiene más de un millón de visualizaciones. —Su hijo parecía tan sorprendido como impresionado—. No puedo creerme que le dieras un puñetazo a Aaron. Tú.

—Solo intentaba hablar con tu hermana.

—Pues todo el mundo te presenta como un rico abusón.

—Eso no es lo que pasó.

—Sí, ya lo sé.

Silencio.

—Bueno, este conductor, Tim, te recogerá...

—No te preocupes. Me quedo con los Bernstein.

—¿Estás seguro?

—Sí.

—¿A sus padres no les importa?

—Larry dice que no hay problema. Me volveré con él después del entreno.

—Vale, si crees que es mejor así.

—Será más fácil.

—Claro, tiene sentido. Pero si cambias de opinión...

—Papá, lo pillo. —Luego, suavizó la voz—. He visto... Quiero decir que Paige, en ese vídeo... tenía un aspecto...

Más silencio.

—Sí —dijo Simon—. Lo sé.

Simon llamó a su hija Anya tres veces. No hubo respuesta. Al final, vio que ella le estaba llamando a él. Cuando cogió la llamada, no era Anya la que hablaba.

—Hola, Simon, soy Suzy Fiske.

Suzy vivía dos pisos por debajo de ellos. Su hija Delia y Anya habían ido a los mismos colegios desde que tenían tres años.

—¿Anya está bien? —preguntó.

—Sí, está bien. Bueno, no debes preocuparte. Está muy afectada, eso sí. Ya sabes, por ese vídeo.

—¿Lo ha visto?

—Sí. ¿Conoces a Alyssa Edwards? Se lo estaba enseñando a todos los padres a la hora de recoger a los chicos, pero ellos ya... Ya sabes cómo va esto. Todo el mundo hablaba de ello.

Claro que lo sabía.

—¿Puedes pasarme a Anya, por favor?

—No creo que sea buena idea, Simon.

«Me importa una mierda lo que creas», pensó, pero esa vez no lo dijo en voz alta. Quizás había aprendido la lección tras su arranque de antes.

Al fin y al cabo, tampoco era culpa de Suzy.

Se aclaró la garganta e intentó adoptar el tono de voz más tranquilo del que era capaz.

—¿Puedes pedirle por favor a Anya que se ponga al teléfono?

—Puedo intentarlo, Simon, claro.

Seguramente se había apartado del teléfono, porque el sonido le llegaba ahora más débil, más distante.

—Anya, tu papá quiere... ¿Anya?

Ahora solo oía sonidos confusos.

—No hace más que menear la cabeza. Mira, Simon, tu hija puede quedarse aquí el tiempo que necesites. Quizá puedas probar más tarde, o tal vez pueda llamarla Ingrid después, cuando salga del trabajo.

En realidad, no había motivo para insistir.

—Gracias, Suzy.

—Lo siento mucho.

—Te agradezco tu ayuda —dijo, y pulsó el botón de colgar.

Hester se quedó mirando al frente, con su sándwich helado en la mano.

—Apuesto a que ahora se arrepiente de no haber aceptado ese helado cuando se lo he ofrecido, ¿verdad? —Una pausa—. ¿Tim?

—Sí, Hester.

—¿Guardas ese helado que ha sobrado en la nevera?

—Sí —dijo el conductor, y se lo pasó. Hester cogió el sándwich y se lo mostró a Simon.

—También va a cargar en mi cuenta el precio de los helados, ¿verdad?

—Yo no, personalmente.

—El bufete.

Ella se encogió de hombros.

—¿Por qué cree usted que le insisto tanto en que se lo coma?

Hester le entregó el helado a Simon. Él le dio un bocado y, por unos segundos, la cosa mejoró. Pero no duró mucho.

El apartamento del bufete de abogados se encontraba en un bloque de oficinas una planta por debajo del despacho de Hester, y se notaba. Las alfombras eran beis. El mobiliario era beis. Las paredes eran beis. Las almohadas... beis.

—Una gran decoración de interiores, ¿no cree? —dijo Hester.

—Muy bonito si le gusta el beis.

—El término políticamente correcto es «tonos tierra».

—Tonos tierra —dijo Simon—. Como el polvo.

A Hester aquello le gustó.

—Yo lo llamo: «tono neutro americano antiguo».

El teléfono de Hester vibró. Ella echó un vistazo rápido al mensaje.

—Su mujer viene de camino. La traeré aquí arriba en cuanto llegue.

—Gracias.

Hester se fue. Simon hizo acopio de valor y echó un vistazo a su teléfono. Había demasiados mensajes y llamadas de teléfono perdidas. Los pasó todos por alto salvo los de Yvonne, su socia en PPG Wealth Management y hermana de Ingrid. Le debía alguna explicación. Así que le escribió un mensaje:

Estoy bien. Es largo de explicar.

Vio los puntitos que indicaban que Yvonne le estaba respondiendo:

¿Hay algo que podamos hacer?

No. Quizá necesite que me cubráis mañana.

No hay problema.

Te pondré al día en cuanto pueda.

Yvonne respondió con una serie de reconfortantes emojis que le dejaban claro que no debía agobiarse y que todo iría bien.

Echó un vistazo al resto de los mensajes. No había ninguno de Ingrid. Durante unos minutos, caminó de acá para allá a lo largo de la moqueta beis del apartamento, miró por la ventana, se sentó en un sofá beis, se puso en pie de nuevo y caminó un rato más. No respondió a las llamadas, y dejó que saltara el contestador de voz, hasta que vio una procedente del colegio de Anya. Cuando respondió, la persona al otro lado de la línea pareció sorprenderse.

—Oh —dijo una voz que Simon reconoció como la de Ali Karim, el director de la Abernathy Academy—. No esperaba que respondieras.

—¿Va todo bien?

—Anya está bien. No es por ella.

—Vale —dijo Simon. Ali Karim era uno de esos profesores que se visten de tales: americanas de tweed con coderas, patillas peludas a ambos lados de la cara, calvo y con unos mechones de pelo demasiado largos cubriéndole la coronilla—. ¿Qué puedo hacer por ti, Ali?

—Es algo delicado.

—Ajá.

—Se trata del baile de beneficencia para padres del mes que viene.

Simon se quedó esperando.

—Como sabes, el comité se reúne mañana por la tarde.

—Lo sé —dijo Simon—. Ingrid y yo somos copresidentes.

—Sí. Eso es.

Simon sentía que agarraba el teléfono más fuerte de lo habitual. El director quería que dijera algo, que rompiera el silencio. No lo hizo.

—Algunos padres tienen la impresión de que sería mejor que no vinierais mañana.

—¿Qué padres?

—Preferiría no decírtelo.

—¿Por qué no?

—Simon, no hagas esto más difícil. Están molestos por ese vídeo.

—Ah —dijo Simon.

—¿Cómo?

—¿Eso es todo, Ali?

—Bueno, no exactamente. —Una vez más, esperó a que Simon rellenara el silencio. Pero Simon tampoco dijo nada esta vez—. Como sabes, el baile de beneficencia de este año recoge fondos para la Coalición de los Sintecho. A la luz de los recientes acontecimientos, pensamos que quizás Ingrid y tú no deberíais seguir como copresidentes.

—¿Qué recientes acontecimientos?

—Venga, Simon.

—No era un sintecho. Es un camello.

—Yo eso no lo sé...

—Sé que no lo sabes. Por eso te lo estoy contando.

—... pero a menudo la imagen que se percibe de los hechos es más importante que la realidad.

—«A menudo la imagen que se percibe de los hechos es más importante que la realidad» —repitió Simon—. ¿Es eso lo que enseñáis a los chavales?

—Se trata de lo que sea mejor para la organización benéfica.

—El fin justifica los medios, ¿eh?

—No es eso lo que estoy diciendo.

—Eres todo un educador, Ali.

—Me parece que te he ofendido.

—Más bien me has decepcionado, pero bueno, como tú quieras. Envíanos nuestro cheque de vuelta y el asunto quedará zanjado.

—¿Perdón?

—No nos nombraste copresidentes por nuestra personalidad arrolladora. Lo hiciste porque realizamos un donativo generoso para este baile. —Ingrid y él no habían entregado el dinero exactamente porque creyeran en la causa. Estos actos sociales raramente se organizan por la causa en sí. La causa es un producto secundario. Se hace para lamerle el culo a la escuela y a los burócratas de turno como Ali Karim. Si uno quiere contribuir en una causa, contribuye directamente en una causa. ¿Realmente se necesita el estímulo de una cena con un salmón que sabe a goma, en el que se rinde pleitesía a un tío rico escogido al azar para hacer lo correcto?—. Ahora que ya no somos copresidentes...

Ali parecía no creérselo.

—¿Quieres que os devolvamos vuestro donativo con fines benéficos?

—Sí. Preferiría que fuera en un envío urgente, pero tampoco pasa nada si nos llega en un servicio de cuarenta y ocho horas. Que tengas un buen día, Ali.

Colgó y lanzó el teléfono contra los almohadones beis del sofá beis. Daría el dinero a la organización benéfica —no iba a ser tan hipócrita—, pero no a través de la campaña del baile del colegio.

Cuando se volvió, se encontró a Ingrid y Hester de pie, observándolo.

—Este es un consejo personal, más que legal —dijo Hester—: por unas horas no hable con nadie, ¿conforme? Con este nivel de estrés, la gente tiende a mostrarse impetuosa y a perder el sentido común. Usted no, por supuesto. Pero más vale prevenir que curar.

Simon se quedó mirando a Ingrid. Su mujer era alta y tenía un porte regio, pómulos prominentes, el cabello corto y rubio platino, con un corte siempre moderno. Durante la universidad había trabajado de forma ocasional en calidad de modelo, y describían su imagen como la de una «escandinava altiva y distante», y probablemente fuera aquella la primera impresión que diera, lo que hacía que en su carrera profesional —la pediatría, un campo en el que hay que mostrarse afectuoso con los niños— fuera una especie de anomalía. Pero los niños no la veían altiva. La adoraban y confiaban en ella al instante. Era asombroso ver cómo los chiquillos conectaban enseguida con su mujer.

—Les dejaré solos para que hablen —dijo Hester.

No especificó de qué debían hablar, aunque estaba claro que no hacía falta. Cuando se quedaron a solas, Ingrid se encogió de hombros y Simon le contó la historia.

—¿Sabías dónde estaba Paige? —le preguntó Ingrid.

—Ya te lo he dicho. Charlie Crowley me dijo algo.

—Y tú seguiste la pista. Y luego ese otro sintecho, ese Dave...

—No sé si es un sintecho. Solo sé que organiza los horarios de los músicos.

—¿Ahora quieres que nos enzarcemos en discusiones terminológicas, Simon?

No, no era lo que quería.

—¿De modo que ese Dave te dijo que Paige iba a estar por allí?

—Pensaba que estaría allí, sí.

—¿Y no me lo contaste?

—No estaba seguro. No quería disgustarte si resultaba que no era nada.

Ella meneó la cabeza.

—¿Qué?

—Tú nunca me mientes, Simon. No es propio de ti.

Eso era cierto. Él nunca mentía a su esposa y, en cierto sentido, ahora tampoco lo hacía, pero estaba enmascarando la verdad, y eso ya era de por sí lo suficientemente grave.

—Lo siento —dijo Simon.

—No me lo dijiste porque tenías miedo de que te detuviera.

—En parte.

—¿Y por qué más?

—Porque habría tenido que contarte el resto. Que llevaba tiempo buscándola.

—¿Aunque hubiéramos acordado que no lo haríamos?

En realidad, no lo habían acordado. Prácticamente Ingrid se lo había impuesto, y Simon no había planteado objeciones, pero no parecía que fuera el mejor momento para introducir matices.

—No podía... no podía resignarme a perderla así.

—¿Y qué te creías? ¿Que yo sí? —Simon no dijo nada—. ¿Te crees que a ti te duele más que a mí?

—No, por supuesto que no.

—Y una mierda. Pensabas que a mí no me importaba.

Estuvo a punto de volver a decir: «No, por supuesto que no», pero ¿no era cierto que en parte sí lo pensaba?

—¿Cuál era tu plan, Simon? ¿Llevarla de nuevo a rehabilitación?

—¿Por qué no?

Ingrid cerró los ojos.

—¿Cuántas veces hemos intentado...?

—No han bastado. Eso es todo. No han bastado.

—Eso no ayuda. Paige tiene que decidirlo por sí misma. ¿Es que no lo ves? Yo no la dejé marchar —dijo Ingrid, casi escupiendo las palabras— porque ya no la quisiera. La dejé marchar porque es ella la que se ha ido... y nosotros no podemos hacer que vuelva. ¿Me oyes? No podemos. Solo ella puede decidirlo.

Simon se dejó caer en el sofá. Ingrid se sentó a su lado. Pasó un rato, y luego ella apoyó la cabeza en su hombro.

—Lo he intentado —dijo Simon.

—Lo sé.

—Y lo he complicado todo.

Ingrid tiró de él, acercándoselo.

—Se arreglará.

Él asintió, aunque sabía que no se arreglaría. Nunca.

4

TRES MESES MÁS TARDE

Simon se sentó frente a Michelle Brady en el amplio despacho que tenía en la planta treinta y ocho, al otro lado de la calle en donde en otro tiempo se levantaban las torres del World Trade Center. Él había presenciado la caída de las torres aquel día terrible, pero nunca hablaba de ello. Nunca vio los documentales ni los boletines de noticias ni los programas especiales de aniversario. Sencillamente no se veía capaz. A lo lejos, a la derecha, sobre el agua, se veía la Estatua de la Libertad. Distante, pequeña en comparación con los rascacielos, flotando sola en el agua, pero con gesto decidido, alzando la antorcha al cielo, como un modelo verde de entereza, y aunque ya hiciera tiempo que Simon se había cansado del panorama —por espectacular que sea, si ves lo mismo cada día, al final se vuelve monótono—, la visión de la Estatua de la Libertad seguía reconfortándolo.

—Te estoy muy agradecida —dijo Michelle, con lágrimas en los ojos—. Siempre has sido un buen amigo.

En realidad, no era un amigo. Era un asesor financiero, y ella su cliente. Pero sus palabras lo conmovieron. Se trataba justo de lo que quería oír, de cómo veía él su trabajo. Por otra parte quizá sí fuera un amigo.

Veinticinco años atrás, después del nacimiento de la primera hija de Rick y de Michelle Brady, Elizabeth, Simon había abierto una cuenta de depósito en custodia con el objeto de que Rick y Michelle pudieran empezar a ahorrar para la universidad.

Veintitrés años atrás, les había ayudado a estructurar una hipoteca para su primera casa.

Veintiún años atrás, había puesto sus papeles y negocios en orden para que pudieran adoptar a su hija Mei en China.

Veinte años atrás, había ayudado a Rick a pedir un préstamo para lanzar una empresa de impresión especializada que en la actualidad tenía clientes en los cincuenta estados del país.

Dieciocho años atrás, había ayudado a Michelle a montar su primer estudio de arte.