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En su cama lo esperaba una misteriosa mujer. Una noche en la que el poderoso Leo Jefferson se derrumbó sobre su cama agotado de tantas reuniones de negocios, se encontró con una sorpresa. Una guapísima mujer medio desnuda lo esperaba para hacerlo olvidar aquel estresante día... Pero a la mañana siguiente, descubrió que la misteriosa mujer era Jodi Marsh, la puritana maestra del colegio local, que se había quedado dormida en la cama equivocada. Y que, hasta la noche anterior, ¡era virgen! Jodi estaba aterrada de que su reputación se viera afectada por un comportamiento tan impropio de ella. Pero Leo tenía la solución perfecta: ¡un noviazgo!
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Seitenzahl: 164
Veröffentlichungsjahr: 2017
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2002 Penny Jordan
© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
En la cama equivocada, n.º 5556 - marzo 2017
Título original: The Tycoon’s Virgin
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-9342-9
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Jodi no pudo resistir la tentación de lanzar una segunda mirada escrutadora al hombre que atravesaba en aquel momento el vestíbulo del hotel.
Mediría algo más de un metro ochenta, y tendría unos treinta y tantos años. Llevaba puesto un traje oscuro y tenía el pelo negro. Desde que lo vio dirigirse a la salida del hotel, Jodi no había sido indiferente a la viril sexualidad que aquel hombre desprendía. Le había causado tal efecto, que se le había acelerado el pulso. Su cuerpo había reaccionado también de una manera que poco tenía que ver con su habitual forma de ser, y, durante unos segundos, Jodi había permitido que sus pensamientos vagaran por sendas peligrosas y sensuales.
Aquel hombre giró la cabeza y, durante un instante, pareció mirarla directamente a ella, como si una intensa e íntima comunicación se hubiera establecido de pronto entre ellos.
El corazón de Jodi, y todo su mundo, funcionaban en torno a un esquema vital basado en el sentido común y el pragmatismo. Y de repente, todo parecía tambalearse. Palabras traicioneras como «amor a primera vista» cobraban de pronto significado.
¿Amor a primera vista? Aquello no podría sucederle nunca a ella. Debía de ser el estrés lo que le provocaba aquellas alucinaciones emocionales.
«¿Es que no tienes ya bastantes preocupaciones?», se regañó a sí misma como si de uno de sus alumnos se tratara. Pero ella no les reñía casi nunca. Le encantaba ser la directora de la escuela del pueblo, en la que también daba clases. Sus amigos pensaban que más le valdría dedicar la pasión que ponía en su trabajo a su vida amorosa. O más bien a la falta de ella. Pero la escuela y sus alumnos eran la única razón por la que Jodi estaba allí aquella tarde, esperando con impaciencia en el vestíbulo de aquel hotel tan lujoso la llegada de su primo y cómplice.
Jodi exhaló un suspiro de alivio cuando por fin lo vio llegar. Nigel trabajaba en el ayuntamiento, y a través de él, había conocido la amenaza que se cernía sobre su adorada escuela. Cuando él le contó que la fábrica de componentes electrónicos que daba empleo a todo el pueblo había sido adquirida por la competencia y corría el peligro de cerrarse, Jodi no había querido creerle.
La gente del pueblo había trabajado mucho para atraer nuevas inversiones y evitar convertirse en una comunidad agonizante más. Cuando la fábrica había abierto sus puertas hacía algunos años, no solo había llevado riqueza a la zona, sino también una oleada de gente joven. Los hijos de aquellos jóvenes eran los que ahora llenaban las aulas de Jodi. Sin ellos, la escuela se vería obligada a cerrar.
Jodi no estaba dispuesta a que ningún tipo sin escrúpulos le pusiera un candado a la factoría en nombre del progreso, y destrozara el corazón de todo un pueblo.
Por eso estaban allí Nigel y ella.
–¿Has averiguado algo? –le preguntó con ansiedad a su primo mientras declinaba con un gesto su ofrecimiento de tomar una copa.
Jodi no bebía. Sus amigos solían decirle que su modo de vida resultaba un tanto anticuado para alguien que había estado tantos años en la universidad. Incluso había trabajado en el extranjero antes de decidir que lo que realmente quería era vivir en la zona rural de su país.
–Ya se ha registrado en el hotel. Ocupará la mejor suite, aunque al parecer no está aquí en este momento –dijo Nigel.
Jodi exhaló un suspiro de alivio.
–Tú eres la que quería verlo –le recordó Nigel mirándola fijamente–. Pero si has cambiado de opinión…
–No –le cortó Jodi–. Tengo que hacer algo. Todo el pueblo está ya al tanto de sus intenciones de cerrar la fábrica. Algunos padres ya han venido a decirme que tendrán que marcharse si se quedan sin empleo. Tengo que ver a ese tal…
–Leo Jefferson –apuntó Nigel–. He conseguido que la recepcionista me deje la llave de su suite.
Nigel no pudo evitar sonreír al contemplar la expresión de Jodi.
–No te preocupes. La conozco, le he explicado que estás citada con él, pero que has llegado demasiado pronto. Así que lo mejor que puedes hacer es subir y esperarlo para abalanzarte sobre él en cuanto llegue.
–No pienso hacer semejante cosa –replicó Jodi indignada–. Lo que quiero es que comprenda el daño que le causará a la comunidad si cierra la fábrica.
Nigel la contempló con tristeza mientras hablaba. Los ideales de su prima estaban muy bien, pero no servirían para cambiar la opinión de un hombre con la reputación de Leo Jefferson. Nigel estuvo tentado de sugerirle a Jodi que una sonrisa y un poco de coquetería femenina darían mejor resultado que el discurso que tenía planeado. Pero sabía cómo se tomaría ella semejante sugerencia. Aquel tipo de actitudes iban totalmente en contra de sus principios.
Y era una pena, porque, en opinión de Nigel, Jodi tenía todos los ingredientes para cautivar a cualquier hombre con sangre en las venas. Era extraordinariamente atractiva. Su cuerpo lleno de curvas hacía sufrir con solo mirarlo, aunque ella tratara de cubrirlo con ropa aburrida y funcional. Tenía una hermosa melena rizada, y unos profundos ojos azules que destacaban sobre la delicadeza de sus mejillas. Si no hubiera sido su prima, él mismo la habría encontrado deseable. Pero Jodi era demasiado seria: tenía veintisiete años, y Nigel no le había conocido nunca ninguna pareja. Prefería dedicarse al trabajo.
Jodi tomó la llave que su primo le tendía. Deseaba creer que estaba haciendo lo correcto, aunque se sentía culpable por el método que estaba utilizando para acceder a Leo Jefferson. Pero, según Nigel, aquella era la única manera de hablar personalmente con él. Un magnate tan importante no se dignaría a recibir a una humilde maestra de escuela. Jodi sintió una gran sequedad en la garganta, y le pidió a su primo que encargara una bebida para que se la subieran a la habitación.
Diez minutos más tarde, Jodi entró en la suite y deseó que Leo Jefferson no tardara mucho en llegar. Se había levantado a las seis de la mañana para preparar un proyecto, y eran casi las siete de la tarde. Estaba cansada y tenía hambre. Cuando oyó cómo se abría la puerta de la suite, se puso tensa, pero era el servicio de habitaciones, que le llevaba la bebida que Nigel había encargado para ella. Jodi contempló con escepticismo la jarra llena de zumo de frutas que el camarero colocó sobre la mesa antes de marcharse. Un vaso de agua habría sido suficiente. Tenía la boca seca de la tensión, y se sirvió un vaso que apuró rápidamente. Aquella bebida tenía un sabor desconocido, pero no desagradable. Por alguna extraña razón, sintió ganas de beber más, y apuró un segundo vaso.
¿Dónde se habría metido Leo Jefferson? Jodi comenzó a bostezar, y comprobó con asombro cómo se tambaleaba cuando se incorporó. Se le iba la cabeza y estaba mareada. Fijó la vista en la jarra de zumo: no era posible que aquel sabor extraño se tratara de alcohol. Nigel sabía que no bebía. Echó un vistazo alrededor en busca del baño. Quería aparecer pulcra y arreglada cuando Leo Jefferson apareciera. La primera impresión era muy importante, sobre todo en situaciones de aquel tipo.
Jodi se lavó las manos en el inmenso cuarto de baño de la suite y se echó agua fría en las muñecas y el cuello mientras se miraba en el enorme espejo del lavabo.
Cuando hubo salido, contempló fijamente la cama de matrimonio. Parecía muy cómoda, y ella se sentía terriblemente cansada. ¿Cuánto tardaría aquel hombre? Jodi bostezó de nuevo, sentía los párpados muy pesados. Tenía que tumbarse. Sería solo un instante, hasta que la cabeza se le asentara de nuevo.
Pero antes… con la meticulosa concentración de los borrachos, Jodi se quitó la ropa con cuidado y la dobló antes de meterse en aquella bendita cama.
Leo Jefferson miró el reloj mientras abría la puerta de su suite. Eran las diez y media de la noche y acababa de regresar al hotel tras inspeccionar una de las dos fábricas que acababa de adquirir. Pero, antes, había pasado la tarde discutiendo acaloradamente con el yerno del antiguo dueño, un individuo increíblemente estúpido que había tratado por todos los medios de que rescindiera el contrato de compra.
–Mi suegro ha cometido un error, todos cometemos errores –le había dicho a Leo con falsa amabilidad–. Hemos cambiado de opinión, ya no queremos vender el negocio.
–Es un poco tarde para echarse atrás –había replicado Leo con acritud–. El contrato ya está firmado.
–Seguro que hay alguna manera de persuadirlo –había insistido aquel hombre buscando su complicidad–. Han abierto un club de alterne en el pueblo, y he oído que son expertos en cubrir las necesidades de los hombres de negocios solitarios. ¿Qué le parece si vamos allí? Luego, podremos hablar de nuestro trato, cuando estemos más relajados.
–De ninguna manera –había respondido Leo sin dudar.
Había oído muchos rumores sobre Jeremy Driscoll en el mundillo de los negocios. Al parecer se trataba de un individuo sórdido, acostumbrado a intentar conseguir sus objetivos con métodos turbios. En un principio, Leo había estado dispuesto a concederle el beneficio de la duda, pero, después de conocerlo, no tenía más remedio que reconocer que los detractores de Jeremy Driscoll se habían quedado cortos. Era más desagradable de lo que había imaginado, y su aparente honradez y aquella oferta de comprar sexo lo ofendían.
Los lugares en los que las personas tenían que venderse para proporcionar placer a otros no le interesaban, y no había tratado de disimular su desagrado ante la proposición de aquel hombre. Pero Jeremy Driscoll no parecía haberse dado por enterado.
–Si prefiere usted un encuentro más íntimo, estoy seguro de que también podemos arreglarlo…
–Olvídelo –contestó Leo con frialdad.
–Sus planes de cerrar la fábrica no han caído muy bien por aquí –continuó Jeremy con expresión de disgusto–. Un hombre de su reputación…
–Creo que mi reputación aguantará el tirón –interrumpió Leo.
Había observado por el rabillo del ojo el periódico que Jeremy estaba leyendo cuando él llegó. En él había un artículo sobre un político que había denunciado a alguien por airear aspectos algo sórdidos de su vida privada, como sus visitas a un salón de masajes. El político aseguraba que le habían tendido una trampa, pero no convenció al jurado.
–Si yo fuera usted, no confiaría tanto en mi reputación –amenazó Jeremy mirando el periódico mientras hablaba.
Leo se marchó no sin antes dirigirle una mirada de desprecio.
Leo frunció el ceño mientras entraba en su suite. No había nada en el mundo que pudiera convencerlo para cambiar de planes. La empresa de la familia Driscoll era competencia directa de la suya, y era lógico pensar en cerrar algunas de las cuatro fábricas de los Driscoll para no duplicar el trabajo, aunque todavía no había decidido cuáles.
Cansado, Leo entró en la habitación sin molestarse en encender la luz. Todavía entraba algo de la claridad de junio por la ventana, y la luz de la luna contribuía también a iluminar taimadamente la estancia.
Alguien había corrido las cortinas, probablemente la doncella del hotel. Pero la luz del baño estaba encendida y la puerta abierta. Leo frunció el ceño ante semejante descuido, y entró en el baño cerrando la puerta tras él.
Se miró en el espejo. La arrogancia de Jeremy Driscoll lo había sacado de sus casillas; entornó sus ojos color gris plateado, que eran una herencia de su padre.
Sus padres estaban jubilados y vivían en Italia, la tierra natal de su madre. Leo los había visitado el mes anterior. Todavía recordaba la expresión de su madre cuando ella le había preguntado si todavía no había nadie especial en su vida. Él le había contestado que no, y que esa respuesta servía tanto para el presente como para el futuro. Su madre le había respondido con inusitada aspereza que, dado el caso, tendría que hacerle una visita a la curandera del pueblo. Según los rumores, tenía una receta infalible para preparar un elixir de amor. Leo se había reído a carcajadas. Estaba claro que, si quería, podía tener una amante. Muchas mujeres atractivas le habían hecho saber, algunas de manera discreta y otras directamente, que estarían encantadas de compartir con él su cama, su vida, y, por supuesto, su cuenta corriente. Había habido alguna que otra mujer en su vida, pero había descubierto con el paso de los años que sentía una profunda aversión ante la idea del sexo por el sexo.
Sin quererlo, recordó de pronto cómo había reaccionado su cuerpo ante la mujer con la que se había cruzado en el vestíbulo del hotel por la tarde. Era menuda y tenía unas curvas de vértigo, o al menos eso parecía insinuarse bajo la ropa tan horrorosa que llevaba puesta. Leo sabía cuándo alguien se vestía para causar el máximo efecto, y desde luego no era el caso de aquella mujer. Y ni siquiera era su tipo: él se inclinaba más por las rubias elegantes.
Exhaló un suspiro de disgusto, se quitó la ropa y se metió en la ducha. Cuando terminó, salió del baño y se dirigió a la cama. Había oscurecido, pero la luz de la luna se colaba entre las rendijas de las cortinas. Echó hacia atrás las sábanas y se metió dentro, buscando instintivamente la colcha para arroparse. Entonces se dio cuenta de que la cama, su cama, estaba ocupada.
Encendió rápidamente la lámpara de la mesilla y contempló con incredulidad la melena rizada que descansaba en la almohada vecina a la suya. Leo olfateó con disgusto el olor a alcohol que desprendía la suave respiración de la mujer que dormía a su lado.
Sus sentidos reaccionaron de manera muy distinta ante el otro perfume que exhalaba, una mezcla de aire fresco, lavanda y profunda sensualidad.
Era la mujer del vestíbulo. Leo la habría reconocido en cualquier parte, o mejor dicho, su cuerpo la habría reconocido. Entonces su cerebro reaccionó. Recordó la voz empalagosa de Jeremy Driscoll tratando de convencerlo para que se echara atrás en la firma del contrato. ¿Era aquella mujer el aliciente que había sugerido? Tenía que serlo. No podía imaginar ninguna otra razón que justificara que estuviera en su cama. Enfadado, agarró con fuerza el brazo desnudo de la mujer mientras se inclinaba hacia ella para despertarla.
Jodi estaba profundamente dormida, inmersa en el más delicioso de los sueños, sumida en el abrazo del hombre más guapo y sensual del mundo. Era alto, de pelo oscuro y ojos grises como la plata. Sus facciones le resultaban familiares, pero no así su tacto, que era maravillosamente nuevo y excitante.
Yacían juntos, sus cuerpos pegados sobre la inmensa cama de una habitación con vistas a una playa tropical privada. Aquel hombre se inclinaba sobre ella y, tocando su brazo desnudo, le preguntaba: «¿Qué diablos hace usted en mi cama?»
El cerebro de Jodi seguía bajo la influencia del alcohol, pero se las arregló para abrir los ojos. ¿Por qué estaba tan enfadado su amante? Le sonreía con arrobo, deleitándose en lo deseable que era. Aquella maravillosa piel dorada… Cerró los ojos para disfrutar de aquella imagen, pero volvió a abrirlos inmediatamente para no perderse ningún detalle. Observó cómo se le tensaban los músculos del cuello cuando se inclinó sobre ella, y admiró la fuerza de sus antebrazos. Entonces, extendió el dedo y comenzó a recorrer su pecho, maravillada ante la diferencia entre aquella piel y la suavidad de la suya.
Leo no podía creer lo que estaba sucediendo. Aquella intrusa no había hecho ni caso a su pregunta, y además lo estaba tocando. Pero no, aquello no era simplemente tocar. Su cuerpo reaccionó con una sacudida, lo estaba acariciando.
Una parte de su cerebro deseaba rechazar lo que estaba ocurriendo, pero por otro lado, sintió un intenso deseo de abrazar a la mujer que lo estaba torturando de aquel modo tan efectivo. Leo entabló una lucha para imponer la disciplina y el autocontrol, que eran las dos cosas que regían su vida. Pero, para su sorpresa, perdió la batalla.
Mientras tanto, Jodi, alentada por algo mucho más poderoso que el alcohol, seguía totalmente ajena a cualquier cosa que no fuera el maravilloso sueño en el que estaba sumida. Era muy afortunada por estar con él en aquella paradisíaca isla privada de amor y placer. Se incorporó ligeramente y pasó suavemente la punta de la lengua por el cuello de su amante. El contacto de aquella piel húmeda le reveló su textura y su sabor.
Leo seguía sin dar crédito a lo que estaba ocurriendo. A lo que ella estaba haciendo, a lo que él le estaba dejando hacer. Se dejó caer sobre la almohada mientras aquella mujer se alzaba provocativamente sobre él. Su lengua continuaba lamiéndole la piel con increíble sensualidad.
A pesar de la semioscuridad de la habitación, Leo pudo distinguir los contornos desnudos de aquel cuerpo femenino. Tenía la cintura estrecha y las caderas suaves y redondeadas. En medio de sus piernas deliciosamente torneadas, distinguió un suave triángulo de aspecto sedoso y tentador.
Leo tenía la garganta seca por la tensión. Sintió cómo todo su cuerpo se estremecía al contemplar sus pechos, suaves, redondos y del color de la crema. Tenía los pezones irresistiblemente erectos. Incapaz de seguir luchando, Leo hundió con delicadeza las manos sobre ellos, cubriéndolos. Sintió su calor, y notó también la dureza de aquellos picos invitándolo.
Jodi soltó un grito ahogado mientras temblaba de placer cuando sintió la aspereza de la lengua de su amante sobre el pezón.
–Cómo me gusta –susurró, cerrando los ojos para disfrutar de lo que estaba sintiendo.
Leo estaba impresionado por la reacción de aquel cuerpo a sus caricias. Trató de recordarse a sí mismo que estaba contratada para hacer un trabajo, pero sus sentidos estaban demasiado obnubilados como para pensar con claridad. Durante los escasos minutos en los que la había visto en el vestíbulo, supo que podría afectarlo de aquel modo, que la desearía así, desoyendo todas las voces de su conciencia.
Leo deslizó la mano por la curva de su cintura, deteniéndose sobre su cadera. Mano y cadera encajaron con tanta perfección que parecían estar hechos el uno para el otro. Las manos de aquella mujer exploraban, mientras, su cuerpo con tanta inocencia como si fuera el primer hombre con el que compartiera intimidad, una idea totalmente ridícula. Trató de recordar que los suaves susurros de halago que le estaba dedicando estaban con toda seguridad calculados para obtener el máximo de su ego masculino. Pero no podía dejar de tocarla. No podía dejar de desearla.
Por su parte, Jodi estaba en el cielo. Su amante parecía saber instintivamente dónde y cómo acariciarla. Su cuerpo se derretía con cada ola del placer que él despertaba en ella.