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Harlan Coben

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  • Herausgeber: RBA Libros
  • Kategorie: Krimi
  • Sprache: Spanisch
  • Veröffentlichungsjahr: 2021
Beschreibung

En la cámara que acaba de instalar en su casa para vigilar a su hija de dos años, Maya Burkett ve algo que no se puede creer: es su marido, Joe, jugando con la hija de ambos. No hay ninguna duda, es él. Es la misma persona que enterró hace muy poco, el mismo hombre al que amaba y a quien dos desconocidos asesinaron delante sus ojos. Es imposible que esté allí, ante el objetivo. El mundo de Maya vuelve a ponerse patas arriba por segunda vez en muy poco tiempo. Pero ahora el dolor es sustituido por las preguntas. Alguien ha urdido un monumental engaño. ¿Por qué? ¿PUEDES CONFIAR EN QUIEN MÁS QUIERES?

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Título original inglés: Fool Me Once.

© Harlan Coben, 2016.

© de la traducción: Jorge Rizzo Tortuero, 2021.

© de esta edición: RBA Libros y Publicaciones, S.L.U., 2021.

Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

rbalibros.com

Primera edición: noviembre de 2021.

REF.: ODBO979

ISBN: 978-84-9187-919-0

ELTALLERDELLLIBRE•REALIZACIÓN DE LA VERSIÓN DIGITAL

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito

del editor cualquier forma de reproducción, distribución,

comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida

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Todos los derechos reservados.

PARACHARLOTTE:

NOIMPORTAQUETEHAGASMAYOR,

SIGUESSIENDOMINIÑA.

1

Enterraron a Joe tres días después de su asesinato.

Maya iba de negro, como correspondía a la desconsolada viuda. El sol golpeaba con una furia implacable, recordándole los meses pasados en el desierto. El pastor de la familia repasó todos los tópicos, pero Maya no lo estaba escuchando. La vista se le fue al patio del colegio que había al otro lado de la calle.

Sí, el cementerio daba a una escuela elemental. Maya había pasado en coche por allí un montón de veces —las tumbas a la izquierda, el colegio a la derecha— y, aun así, nunca había reparado en lo extraño, si no obsceno, de aquella distribución. ¿Qué habrían construido primero?, se preguntaba, ¿el patio del colegio o el cementerio? ¿De quién había sido la idea de construir una escuela junto a un cementerio, o viceversa? ¿Importaba siquiera esa yuxtaposición entre el inicio y el final de la vida, o era realmente algo relevante? La muerte está siempre tan cerca, siempre a la distancia de un suspiro, así que quizá no estaba mal inculcar ese concepto a los niños ya desde temprana edad.

Maya llenó la mente de tonterías como aquella mientras contemplaba cómo el ataúd de Joe descendía y desaparecía bajo tierra. Distráete. Esa era la clave. Resiste.

El vestido negro le picaba. En la última década, Maya había asistido a más de un centenar de funerales, pero esta era la primera vez que se había visto obligada a vestir de negro. Lo odiaba.

A su derecha, la familia directa de Joe —Judith, su madre; su hermano Neil; su hermana Caroline— estaban fundidos, por el efecto de las altas temperaturas y del enorme dolor. A su izquierda, cada vez más inquieta, estaba su hija de dos años Lily, que empezaba a usar el brazo de Maya como una cuerda de la que colgarse para columpiarse. Se dice que los niños no vienen con manual de instrucciones, y aquella era la prueba más evidente. ¿Qué se suponía que debía hacer en una situación así? ¿Dejas a tu hija de dos años en casa, o te la llevas al funeral de su padre? Ese era un asunto del que no solían hablar en esas páginas web para mamás primerizas. En un arranque de rabia y dolor simultáneos, Maya había sentido la tentación de publicar este post en la web: «¡Hola, chicas! Acaban de asesinar a mi marido. ¿Debería llevar a mi hija de dos años al cementerio o la dejo en casa? ¡Ah, acepto ideas de vestuario! ¡Gracias!».

Había cientos de personas en el funeral, y en algún rincón oscuro de su cerebro se le iluminó la idea de que aquello le habría gustado a Joe. A Joe le gustaba la gente. A la gente le gustaba Joe. Pero, por supuesto, su popularidad no explicaba, por sí sola, la presencia de toda aquella gente. La gente había acudido seducida por la morbosa atracción de la tragedia: un hombre joven abatido a sangre fría, el encantador vástago de la rica familia Burkett, y el marido de una mujer implicada en un escándalo internacional.

Lily rodeó la pierna de su madre con ambas manos. Maya se agachó y le susurró:

—Ya casi estamos, cariño, ¿vale?

Lily asintió, pero se agarró aún con más fuerza.

Maya volvió a levantar la cabeza y se alisó con las manos el vestido negro que le había pedido prestado a Eileen. Joe no habría querido que fuera de negro. Siempre le había gustado más verla con el uniforme militar que se ponía cuando era la capitana de la Marina Maya Stern. El día en que se habían conocido, en una gala benéfica de la familia Burkett, Joe se le había acercado con su frac, le había mostrado su sonrisa más irresistible (Maya nunca había pensado que una sonrisa pudiera ser irresistible hasta que vio aquella) y le dijo: «Vaya, yo pensaba que el uniforme solo hacía interesantes a los hombres».

Fue un pretexto algo pobre, quizá lo suficiente para hacerla reír, que era todo lo que necesitaba Joe. Desde luego, estaba guapísimo. Aquel recuerdo, incluso en aquel día, allí de pie, sintiendo aquella humedad sofocante, con su cadáver a apenas un par de metros, la hizo sonreír. Un año más tarde, Maya y Joe se casaron. Lily llegó poco después. Y en aquel momento, como si alguien hubiera acelerado la grabación de una vida en común, allí estaba ella, enterrando a su marido, el padre de su única hija.

—Todas las historias de amor acaban en tragedia —le había dicho su padre muchos años atrás.

Maya le había respondido meneando la cabeza:

—Por Dios, papá, eso es macabro.

—Sí, pero piénsalo: o se acaba el amor o, si eres de los que tienen suerte, vives lo suficiente para ver morir a tu alma gemela.

Aún podía ver a su padre sentado frente a ella, al otro lado de la mesa de fórmica amarillenta, en su casa de Brooklyn. Papá llevaba su habitual cárdigan (en todas las profesiones, no solo en el ejército, se viste algún tipo de uniforme), y estaba rodeado de los trabajos de sus alumnos, que iba puntuando. Tanto él como la madre de Maya habían muerto años atrás, con pocos meses de diferencia, pero lo cierto era que Maya aún no tenía claro en qué categoría de tragedia clasificar su historia de amor.

Mientras el pastor seguía con su perorata, Judith Burkett, la madre de Joe, le cogió la mano a Maya, con la tensión propia del duelo.

—Esto es aún peor —murmuró la mujer.

Maya no le pidió mayores explicaciones. No le hacían falta. Era la segunda vez que Judith Burkett se veía obligada a enterrar a un hijo: había perdido a dos de tres varones; uno supuestamente por un trágico accidente, el otro asesinado. Maya bajó la vista y miró a su hija, aquella cabecita, y se preguntó cómo podía vivir una madre con un dolor así.

Como si supiera lo que estaba pensando Maya, la anciana susurró:

—Nunca acabas de estar bien —dijo, y aquellas sencillas palabras cortaron el aire como la guadaña de la parca—. Nunca.

—Es culpa mía —dijo Maya.

No quería decir aquello. Judith levantó la vista y la miró.

—Tendría que haber...

—No habrías podido hacer nada —dijo Judith. Pero había algo raro en el tono de su voz. Maya lo comprendió, porque probablemente no era la única que lo pensaba. Maya Stern había salvado muchas vidas. ¿Por qué no había podido salvar la de su marido?

—Polvo eres...

Vaya. ¿De verdad el pastor había tirado de aquel tópico tan estereotipado o habían sido imaginaciones de Maya? Tampoco es que estuviera prestando demasiada atención. Nunca lo hacía, en los funerales. Se había enfrentado a la muerte demasiadas veces como para no comprender lo que había que hacer para aguantar: desconectar. No concentrarse en nada. Dejar que todas las imágenes y todos los sonidos se emborronaran hasta volverse irreconocibles.

El ataúd de Joe llegó al fondo con un ruido sordo cuyo eco resonó demasiado tiempo en el aire inmóvil. Judith se inclinó hacia Maya y soltó un gemido ahogado. Maya mantuvo la compostura militar: cabeza alta, columna recta, hombros atrás. Hacía poco había leído uno de esos artículos de autoayuda que la gente suele enviar sobre las «posturas de poder» y sobre cómo se supone que ayudan a mejorar el rendimiento. Los militares ya dominaban ese concepto de la psicología popular mucho antes de que llegara a las revistas. Cuando estás en el ejército, no te ponen en firmes porque quede bonito. Te ponen en firmes porque, en cierto modo, así eres más fuerte o —algo igual de importante— te hace parecer más fuerte, tanto ante tus compañeros como ante el enemigo.

Por un momento, Maya viajó con la mente al parque: el brillo del metal, el sonido de los disparos, Joe cayendo al suelo, la camisa de Maya cubierta de sangre, ella avanzando a tientas por la oscuridad, los semáforos, a lo lejos, proyectando difusos halos de luz...

«Ayuda... por favor... que alguien... mi marido...».

Cerró los ojos y apartó aquella idea de la mente.

«Aguanta —se dijo, volviendo al presente—. Deja eso atrás».

Y eso hizo.

Entonces llegó el momento de las condolencias.

Los dos únicos eventos en que se hacen filas para dar felicitaciones o condolencias son los funerales y las bodas. Probablemente había un motivo para ello, pero a Maya no se le ocurría cuál podía ser.

No habría sabido calcular cuántas personas pasaron por delante de ella, pero aquello duró horas. Los asistentes iban pasando como en una escena de una película de zombis, en la que matas a uno pero no dejan de aparecer otros, echándosete encima. Sin parar.

La mayoría se contentaba con murmurar «Lamento tu pérdida», lo cual era perfecto para la ocasión. Pero otros hablaban demasiado. Constataban lo trágico de la situación, que era una desgracia, que la ciudad se iba al infierno. Alguien le explicó que una vez casi lo atracaron a punta de pistola (regla número uno: nunca quieras ser protagonista cuando vas a dar el pésame); otro le dijo que esperaba que la policía friera a tiros a quien hubiera hecho aquello; alguien más, que Maya tenía mucha suerte, que Dios debía de haberla protegido (lo cual significaba, supuestamente, que a Dios no le había importado mucho la vida de Joe), que siempre hay un plan, un motivo que lo explica todo. Y ella se maravilló de poder contener las ganas de darle un puñetazo en las narices a esa gente.

Los familiares de Joe estaban agotados, y a la mitad del proceso tuvieron que sentarse. Maya no. Ella aguantó en pie hasta el final, mantuvo contacto visual directo con todos los asistentes y les agradeció su presencia con un firme apretón de manos. Recurrió a un lenguaje verbal sutil —y en ocasiones no tanto— para repeler a los que querían mostrar su dolor de un modo más expresivo, con abrazos o besos. Por huecas que fueran sus palabras, Maya escuchaba atentamente, asentía, decía «Gracias por venir», siempre con el mismo tono, más o menos sincero, y pasaba a la siguiente persona de la fila.

Otras reglas básicas de la fila de condolencias de un funeral: No hay que hablar demasiado. Los pésames cortos funcionan bien, porque inocuo es mucho mejor que ofensivo. Si sientes la necesidad de decir algo más, que sea un recuerdo bonito del muerto, algo rápido. Nunca hay que hacer, por ejemplo, lo que hizo Edith, la tía de Joe. Nunca hay que llorar como una histérica, y convertirse en la más dramática de los asistentes, proclamando «Miradme todos, cómo sufro». Ni hay que decirle algo tan estúpido a la pobre viuda como «Pobrecilla, primero tu hermana, ahora tu marido».

El mundo se detuvo un momento cuando la tía Edith expresó lo que muchos otros pensaban ya, especialmente porque los pequeños Daniel y Alexa, sobrinos de Maya, estaban lo suficientemente cerca para oírlo. Maya sintió el latido de la sangre en las venas, y tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para no alargar la mano, agarrar a la tía Edith por la garganta y arrancarle las cuerdas vocales.

En lugar de eso, Maya repitió, en su tono más o menos sincero:

—Gracias por venir.

Seis excompañeros de pelotón de Maya, entre ellos Shane, se quedaron atrás, observándola atentamente. Eso era lo que hacían, te gustara o no. Cuando estaban juntos nunca dejaban de protegerse unos a otros. No se pusieron en la fila. Sabían que no debían hacerlo. Eran sus guardias, siempre, y su presencia era lo único que la reconfortaba en ese día horrible.

De vez en cuando Maya oía lo que parecía una risita de su hija, a lo lejos: su mejor amiga, Eileen Finn, se había llevado a Lily a la zona de recreo infantil del colegio del otro lado de la calle. Aunque quizá no fueran más que imaginaciones suyas. En aquella situación, el sonido de las risas infantiles resultaba a la vez obsceno y vivificante: estaba deseando oírlo, y al mismo tiempo la mortificaba.

Daniel y Alexa, los hijos de Claire, eran los últimos de la fila. Maya los rodeó con los brazos, como siempre, con el deseo de protegerlos de cualquier cosa mala que pudiera ocurrirles. Eddie, su cuñado... Porque eso es lo que era, ¿no? ¿Cómo se llama al hombre que estaba casado con tu hermana antes de que la asesinaran? Excuñado sonaba más bien como si se hubieran divorciado. ¿O se dice exhermano político? Mejor cuñado, ¿no?

Más pensamientos vacuos para distraerse.

Eddie se acercó tímidamente. En la cara tenía rastros de barba que no se había afeitado bien. Le dio un beso en la mejilla. El olor a elixir y a caramelo de menta era lo suficientemente fuerte para eclipsar cualquier otro. De eso se trataba en el fondo, ¿no?

—Voy a echar de menos a Joe —murmuró.

—Lo sé. Le gustabas mucho, Eddie.

—Si hay algo que pueda hacer...

«Puedes cuidar un poco mejor a tus hijos», pensó Maya, pero de la rabia que solía provocarle Eddie no quedaba ni rastro. Se había ido filtrando, como el aire de un bote de goma pinchado.

—Tranquilo, estamos bien, gracias.

Eddie se quedó en silencio, como si él también pudiera leerle la mente, lo cual probablemente fuera cierto, dada la situación.

—Siento haberme perdido tu último partido —le dijo Maya a Alexa—. Pero mañana estaré ahí.

De pronto, los tres parecían incómodos.

—No te preocupes, no tienes que hacerlo —dijo Eddie.

—Me irá bien. Me servirá para distraerme.

Eddie asintió, reunió a Daniel y a Alexa y se los llevó al coche. Alexa se giró para mirarla mientras se alejaban. Maya le sonrió para tranquilizarla. «No ha cambiado nada —decía esa sonrisa—. Seguiré estando ahí, como le prometí a tu madre».

Maya se quedó mirando cómo la familia de Claire subía al coche. Daniel era extrovertido y tenía ya catorce años. Se sentó en el asiento delantero. Alexa, que solo tenía doce, se sentó detrás, sola. Desde la muerte de su madre, parecía estar siempre encogida, como si se estuviera preparando para el siguiente batacazo. Eddie saludó a Maya con la mano, esbozó una sonrisa fatigada y se puso al volante. Maya se quedó mirando el coche que se alejaba. Y cuando el coche se fue, vio al agente de homicidios Roger Kierce, de la policía de Nueva York, de pie, en la distancia, apoyado en un árbol. Hasta ese día. Incluso en ese momento. Por un momento sintió la tentación de dirigirse a él y plantarle cara, exigirle respuestas, pero Judith volvió a cogerle la mano.

—Me gustaría que Lily y tú volvierais a Farnwood con nosotros.

Los Burkett siempre hacían referencia a su casa llamándola por su nombre. Probablemente eso tendría que haber sido la primera pista de lo que sería de ella si entraba en una familia así.

—Gracias —dijo Maya—. Pero creo que Lily necesita estar en casa.

—Necesita tener a la familia cerca. Las dos lo necesitáis.

—Te lo agradezco.

—Te lo digo de verdad. Lily siempre será nuestra nieta. Y tú siempre serás nuestra hija.

Judith apretó un poco más la mano para enfatizar ese sentimiento. Era un detalle que dijera eso, aunque sonara a algo que hubiera leído en un teleprónter en una de sus galas benéficas, pero a la vez era falso. Al menos lo relacionado con Maya. Nadie que se casara con un Burkett no era más que un elemento extraño tolerado.

—En otro momento —dijo Maya—. Estoy segura de que lo entenderás.

Judith asintió y le dio un abrazo superficial. Lo mismo hicieron el hermano y la hermana de Joe. Ella se quedó mirando sus expresiones de desolación mientras avanzaban hacia las limusinas que les llevarían a la finca de los Burkett.

Sus excompañeros de pelotón seguían allí. Miró a Shane a los ojos y asintió levemente. Pillaron el mensaje. No «rompieron filas», sino que más bien desaparecieron de allí, asegurándose de no llamar la atención de nadie. La mayoría de ellos seguían en activo. Después de lo sucedido en la frontera entre Siria e Irak, habían «sugerido» a Maya que se retirara con honores. No veía ninguna otra opción, así que aceptó. De modo que ahora, en lugar de tener soldados a sus órdenes, o al menos encargarse de la instrucción de los nuevos reclutas, la capitana retirada Maya Stern, que durante un breve tiempo había sido el rostro del nuevo Ejército, daba lecciones de vuelo en el aeropuerto de Teterboro, en el norte de Nueva Jersey. Algunos días estaba bien. Pero la mayoría echaba de menos el servicio, más de lo que habría podido imaginar.

Al final, Maya se encontró sola, de pie junto al montón de tierra que muy pronto cubriría a su marido.

—Ah, Joe —dijo en voz alta.

Intentó sentir una presencia. Ya lo había intentado antes, en innumerables situaciones de duelo, ver si podía percibir algún tipo de fuerza vital tras la muerte, pero nunca encontraba nada. Había quien decía que debía de haber al menos una mínima fuerza vital, que la energía y el movimiento no desaparecían nunca del todo, que el alma es eterna, que no se puede destruir la materia para siempre, todo eso. Quizá fuera cierto, pero cuanto más contacto tenía Maya con los muertos, más tenía la sensación de que no dejaban nada, absolutamente nada tras ellos.

Se quedó junto a la tumba hasta que Eileen regresó de la zona de juegos con Lily.

—¿Lista? —preguntó Eileen.

Maya miró una vez más el agujero. Habría querido decirle algo profundo a Joe, algo que les permitiera... en fin... descansar a los dos, pero no se le ocurrió nada.

Eileen las llevó a casa en coche. Lily se durmió sobre un asiento que parecía algo diseñado por la NASA. Maya iba en el asiento del acompañante, mirando por la ventana. Cuando llegaron a la casa —a la que Joe, de hecho, también había querido ponerle nombre, y ella se había negado rotundamente—, Maya consiguió soltar el complicado mecanismo de seguridad del asiento trasero y sacó a Lily del coche, agarrándole la cabecita para que no se despertara.

—Gracias por traernos —susurró.

Eileen apagó el motor.

—¿Te importa que entre un segundo?

—Estamos bien.

—No lo dudo —dijo Eileen, soltándose el cinturón de seguridad—. Pero quería darte una cosa. No será más que un par de minutos.

Maya se quedó mirando lo que tenía en la mano.

—¿Un marco digital?

Eileen tenía una melena de color rubio pajizo, pecas en las mejillas y una gran sonrisa en un rostro que iluminaba cualquier espacio, lo cual suponía una máscara ideal para el tormento que llevaba por dentro.

—No, es una cámara de seguridad disfrazada de marco digital.

—¿Cómo dices?

—Ahora que trabajas a tiempo completo, tienes que tener las cosas más controladas, ¿no?

—Supongo.

—Cuando Isabella juega con Lily, ¿dónde suele hacerlo?

—En la sala de estar —dijo Maya, señalando hacia la derecha.

—Ven, te lo enseñaré.

—Eileen...

Ella le cogió el marco de la mano.

—Tú sígueme.

La sala de estar estaba a la derecha de la cocina. Tenía el techo alto y mucha madera clara. De la pared colgaba una gran pantalla de televisión.

Había dos cestos llenos hasta el borde de juguetes educativos para Lily. Frente al sofá, en el lugar que antes ocupaba una bonita mesita auxiliar de caoba, ahora había un parque para bebés. Desgraciadamente la mesita auxiliar no era segura para Lily, así que había tenido que desaparecer.

Eileen se acercó a la estantería. Encontró un hueco para el marco y conectó el cable a un enchufe cercano.

—Ya he cargado unas cuantas fotos de tu familia. El marco digital irá mostrándolas consecutivamente. ¿Isabella y Lily suelen jugar junto al sofá?

—Sí.

—Bien. —Eileen orientó el marco en esa dirección—. La cámara integrada es de gran angular, así que puedes ver toda la habitación.

—Eileen...

—La he visto en el funeral.

—¿A quién?

—A tu niñera.

—La familia de Joe conoce a la de Isabella desde siempre. Su madre fue niñera de Joe. Su hermano es el jardinero de la familia.

—¿De verdad?

Maya se encogió de hombros.

—Los ricos...

—Son diferentes.

—Sí que lo son.

—¿Entonces confías en ella?

—¿En quién? ¿En Isabella?

—Sí.

—Ya me conoces —dijo Maya, encogiéndose de hombros.

—Sí. —Eileen había empezado siendo la amiga de Claire; las dos habían compartido habitación durante el primer año de universidad, en Vassar, pero luego había acabado intimando también con Maya—. Tú no confías en nadie, Maya.

—Yo no lo diría.

—Vale. ¿Y en lo relativo a tu hija?

—En lo relativo a mi hija... Vale, sí, en nadie.

Eileen sonrió.

—Por eso te he traído esto. Mira, yo no creo que descubras nada raro. Isabella me parece una mujer estupenda.

—¿Pero más vale prevenir que curar?

—Exacto. No te imaginas la tranquilidad que me aportó esto cuando tuve que dejar a Kyle y Missy con la niñera.

Maya se preguntó si Eileen lo habría usado solo con la niñera o si le habría servido para acusar a alguna otra persona, pero de momento no dijo nada.

—¿Tu ordenador tiene puerto SD? —preguntó Eileen.

—No estoy segura.

—No importa. Ya te traeré un lector SD que se pueda conectar a un puerto USB. Tú solo tienes que conectarlo a tu ordenador. La verdad es que es sencillísimo. Por la noche, sacas la tarjeta SD del marco. Está aquí atrás. ¿Lo ves?

Maya asintió.

—Y la metes en el lector. El vídeo aparecerá en la pantalla. La SD tiene 32 gigas, así que tiene memoria para días. También tiene un detector de movimiento, de modo que no graba si la habitación está vacía, por ejemplo.

Maya no pudo evitar sonreír.

—Quién lo habría dicho.

—¿El qué? ¿Te incomoda esta inversión de papeles?

—Un poco. Esto debería haberlo pensado yo misma.

—Me sorprende que no lo hayas hecho.

Maya miró a su amiga a los ojos. Eileen mediría menos de metro sesenta, y Maya metro ochenta más o menos, pero con aquella postura tan tiesa parecía aún más alta.

—¿Alguna vez viste algo en esas grabaciones?

—¿Quieres decir algo raro?

—Sí.

—No —dijo Eileen—. Y sé lo que estás pensando. Él no ha vuelto. Y no lo he visto más.

—No te estoy juzgando.

—¿Ni siquiera un poquito?

—¿Qué amiga sería si no te juzgara un poquito?

Eileen se le acercó y la rodeó con los brazos. Maya le devolvió el abrazo. Eileen no era una casi desconocida que había acudido a presentar sus respetos. Maya había ido a estudiar a Vassar un año después que Claire. Fue una época feliz, en la que las tres mujeres vivieron juntas hasta que Maya tuvo que irse a la Escuela de Aviación de Fort Rucker, en Alabama. Junto con Shane, Eileen seguía siendo su mejor amiga.

—Te quiero, ya lo sabes.

Maya asintió.

—Sí, sí que lo sé.

—¿Estás segura de que no quieres que me quede?

—Tienes tu propia familia.

—De acuerdo —dijo Eileen, señalando al marco digital con el pulgar—. Pero te vigilo.

—Muy graciosa.

—La verdad es que no. Pero sé que necesitas descansar. Llámame si necesitas algo. Ah, y no te preocupes por la cena. Ya te he pedido comida china del Look See. Llegará en veinte minutos.

—Yo también te quiero.

—Sí —dijo Eileen, dirigiéndose hacia la puerta—. Lo sé —añadió, y se paró de golpe—. ¡Vaya!

—¿Qué pasa?

—Tienes compañía.

2

La compañía tomó la forma de un hombre bajito y peludo, el agente de homicidios Roger Kierce, de la policía de Nueva York. Kierce entró en la casa haciendo una exhibición de petulancia, mirando a todas partes, tal como hace la policía.

—Bonito lugar —dijo.

Maya frunció el ceño, sin molestarse en disimular su contrariedad.

Kierce tenía algo rústico. Era corpulento, de hombros anchos, y daba la impresión de tener los brazos más cortos de lo normal. Era de esos hombres que parece que no se han afeitado, aunque acaben de hacerlo. Sus cejas peludas recordaban orugas en la última fase de la metamorfosis, y tenía las manos cubiertas de un pelo tan rizado que parecía que le hubieran hecho la permanente.

—Espero que no le moleste que pasara.

—¿Por qué me iba a molestar? —respondió Maya—. Ah, ya, por eso de que acabo de enterrar a mi marido.

Kierce hizo un gesto forzado de disculpa.

—Me doy cuenta de que podría no ser el mejor momento.

—¿Usted cree?

—Pero mañana va a volver al trabajo y... Bueno... ¿Cuándo es buen momento?

—Un buen argumento. ¿Qué puedo hacer por usted, agente?

—¿Le importa que me siente?

Maya señaló el sofá. Y de pronto se le ocurrió algo inquietante: aquel encuentro —de hecho, cualquier encuentro que se produjera en aquel salón— quedaría grabado por aquella cámara de vigilancia oculta. Qué pensamiento más extraño. Por supuesto, siempre podría encenderla y apagarla manualmente, pero eso supondría tener que acordarse de hacerlo cada día, por no hablar de la molestia que supondría. Se preguntó si la cámara también grabaría sonido. Tendría que preguntarle a Eileen, aunque también podía esperar a ver la grabación y comprobarlo.

—Bonito lugar —dijo Kierce.

—Sí, ya me lo ha dicho al entrar.

—¿En qué año se construyó?

—Hacia 1920.

—La familia de su difunto marido... es la propietaria de la casa, ¿verdad?

—Sí.

Kierce se sentó. Ella se quedó de pie.

—Bueno, ¿qué puedo hacer por usted, agente?

—Es solo seguimiento, ese tipo de cosas.

—¿Seguimiento?

—Déjeme que le cuente, ¿vale? —Kierce esbozó lo que probablemente él consideraba una sonrisa encantadora. Pero con Maya no coló—. ¿Dónde tengo...? —Hurgó en el bolsillo interior de su chaqueta y sacó un cuaderno viejo—. ¿Le importa que le demos un repaso más?

Maya no tenía muy claro qué pensar, y probablemente eso era precisamente lo que quería Kierce.

—¿Qué es lo que quiere saber?

Se sentó y abrió las manos, como diciendo: «Venga, adelante».

—¿Por qué se encontraron usted y Joe en Central Park?

—Él me lo pidió.

—Por teléfono, ¿verdad?

—Sí.

—¿Era algo normal?

—Habíamos quedado alguna vez allí, sí.

—¿Cuándo?

—No lo sé. Unas cuantas veces. Ya se lo he dicho. Es un rincón bonito del parque. Solíamos extender una manta en el suelo y luego almorzábamos en el Boathouse... —Paró y tragó saliva—. Era un lugar bonito, eso es todo.

—De día, sí. Pero un poco solitario de noche, ¿no le parece?

—Nosotros siempre nos sentimos seguros.

—Apuesto a que usted se siente segura en casi cualquier sitio —añadió él, sonriendo.

—¿Qué quiere decir?

—Cuando alguien ha estado donde usted ha estado, en lugares tan peligrosos, supongo que un parque no debe suponerle una gran preocupación. —Kierce se llevó el puño a la boca y tosió—. Bueno, el caso es que su marido la llamó y le dijo «Veámonos ahí», y usted fue.

—Exacto.

—Solo que... —Kierce echó mano de su cuaderno, se chupó el dedo y se puso a pasar páginas—... él no la llamó.

Levantó la vista y la miró.

—¿Perdón?

—Ha dicho que Joe la llamó y le pidió que se encontraran allí.

—No, usted lo ha dicho. Yo he dicho que hablamos por teléfono y que sugirió que nos viéramos allí.

—Pero luego yo he añadido «Él la llamó» y usted ha respondido «Exacto».

—Está haciendo cábalas semánticas conmigo, agente. Tiene los registros telefónicos de esa noche, supongo.

—Los tengo, sí.

—¿Y no aparece una llamada de teléfono entre mi marido y yo?

—Sí.

—No recuerdo si fui yo quien lo llamó o si me llamó él. Pero me sugirió que nos encontráramos en nuestro rincón favorito del parque. Podía haberlo sugerido yo, no veo qué importancia tiene. De hecho, quizá lo habría hecho, si no me lo hubiera propuesto él antes.

—¿Hay alguien que pueda verificar que usted y Joe solían verse allí?

—No lo creo, pero no veo qué relevancia puede tener.

Kierce volvió a mostrarle aquella sonrisa falsa.

—Yo tampoco, así que sigamos adelante, ¿le parece?

Ella cruzó las piernas y esperó.

—Ha descrito a dos hombres que se les acercaron desde el oeste. ¿Es correcto?

—Sí.

—¿Llevaban pasamontañas?

Maya ya había pasado por aquello docenas de veces.

—Sí.

—Pasamontañas negros. ¿Correcto?

—Correcto.

—Y dice que uno mediría metro ochenta y tres... ¿Cuánto mide usted, señora Burkett?

Estuvo a punto de replicar que debía llamarla capitana —odiaba que la llamaran señora—, pero no era el momento de hablar de su rango.

—Por favor, llámeme Maya. Y mido algo más de metro ochenta.

—Así que el hombre tenía más o menos su altura.

—Mmm, sí —respondió, haciendo un esfuerzo por no poner los ojos en blanco.

—Fue bastante precisa en su descripción de los asaltantes. —Kierce se puso a leer su cuaderno—. Un hombre mediría metro ochenta y tres. El otro calculó que mediría metro setenta y ocho. Uno vestía una sudadera negra con capucha, vaqueros y deportivas Converse rojas. El otro llevaba una camiseta azul claro sin ningún logo, mochila beige y zapatillas de atletismo negras, aunque no supo decir la marca.

—Así es.

—El hombre de las Converse rojas... es el que disparó a su marido.

—Sí.

—Y entonces usted echó a correr.

Maya no dijo nada.

—Según su declaración, pretendían robarles. Dijo que Joe no les dio la cartera de inmediato. Su marido también llevaba un reloj muy caro. Un Hublot, creo.

—Sí, es correcto —dijo ella, con la garganta seca.

—¿Por qué no se lo entregó, sin más?

—Yo creo... yo creo que lo habría hecho.

—¿Pero...?

Maya meneó la cabeza.

—¿Maya?

—¿Alguna vez le han plantado una pistola en la cara, agente?

—No.

—Entonces a lo mejor no lo entiende.

—¿Entender el qué?

—La boca de la pistola. La abertura. Cuando alguien te apunta así, cuando te amenazan con apretar el gatillo, ese agujero negro se vuelve enorme, es como si fuera a tragársete entero. Algunas personas, al verlo, se quedan paralizadas.

Kierce bajó la voz, ablandando el tono:

—Y Joe... ¿era uno de esos?

—Lo fue, durante un segundo.

—¿Y eso fue demasiado tiempo?

—En este caso, sí.

Se quedaron ambos en silencio un buen rato.

—¿Podría haberse disparado la pistola por accidente? —preguntó Kierce.

—Lo dudo.

—¿Por qué dice eso?

—Por dos motivos. Primero, era un revólver. ¿Sabe algo de revólveres?

—No mucho.

—Por su propio mecanismo, hay que amartillarlo o apretar muy fuerte. No se dispara solo.

—Ya veo. ¿Y el segundo motivo?

—Es más evidente —dijo ella—. El tipo disparó dos veces más. No se disparan accidentalmente tres balas.

Kierce asintió y volvió a comprobar sus notas.

—La primera bala le dio a su marido en el hombro izquierdo. La segunda le alcanzó en la tangente derecha de la clavícula.

Maya cerró los ojos.

—¿A qué distancia estaba el asesino cuando disparó?

—Poco más de tres metros.

—Nuestro forense dijo que ninguno de esos disparos fue mortal.

—Sí, ya me lo dijeron.

—¿Qué pasó, entonces?

—Intenté sostenerlo en pie...

—¿A Joe?

—Sí, a Joe —replicó ella—. ¿A quién, si no?

—Perdone. ¿Y qué pasó?

—Yo... Joe cayó de rodillas.

—¿Y fue entonces cuando el pistolero disparó por tercera vez?

Maya no dijo nada.

—Sí, el tercer disparo —repitió Kierce—. El que lo mató.

—Ya se lo he dicho.

—¿Qué es lo que me ha dicho?

Maya levantó la vista y le miró a los ojos.

—Yo no vi el tercer disparo.

Kierce asintió.

—Es cierto —añadió, exageradamente despacio—. Porque para entonces usted ya estaba corriendo.

«Ayuda... por favor... que alguien... mi marido...».

Maya sintió que iba a echarse a llorar. De pronto volvía a oír todos aquellos sonidos: los disparos, el zumbido de los rotores del helicóptero, los gritos agónicos... Cerró los ojos, respiró hondo y sacó fuerzas de flaqueza para mantener la compostura.

—¿Maya?

—Sí, salí corriendo. ¿Vale? Aquellos dos tipos llevaban pistolas. Corrí y dejé a mi marido solo, y luego, en algún sitio, no sé, quizá cinco o diez segundos más tarde, oí aquel ruido a mis espaldas y ahora, por lo que usted me dice, sé que después de que me marchara, aquel asesino le apoyó la pistola en la cabeza a mi marido, mientras aún estaba de rodillas, apretó el gatillo...

Se detuvo.

—Nadie la culpa, Maya.

—No se lo he preguntado, agente —dijo, apretando los dientes—. ¿Qué es lo que quiere?

Kierce se puso a hojear sus notas.

—Además de la descripción detallada de los delincuentes, ha podido decirnos que el de las Converse rojas llevaba una Smith and Wesson 686, mientras que su compañero iba armado con una Beretta M9 —Kierce levantó la vista—. Es impresionante que sea capaz de reconocer las armas hasta ese nivel.

—Es parte de mi formación.

—Su formación como militar, ¿no es así?

—Digamos que soy observadora.

—Oh, yo creo que está siendo muy modesta, Maya. Todos hemos oído hablar de sus acciones heroicas en otros países.

«Y de mi defenestración», estuvo a punto de añadir ella.

—La iluminación en esa parte del parque no es muy buena. No hay más que unas cuantas farolas muy separadas.

—Es suficiente.

—¿Suficiente para reconocer modelos precisos de pistola?

—Conozco las armas de fuego.

—Sí, claro. De hecho, es usted una tiradora experta, capitán.

—Capitana.

La corrección le salió de forma automática. Igual que a él la sonrisa condescendiente.

—Perdone. Aun así, estaba oscuro...

—La Smith and Wesson era de acero inoxidable, no negra. Es fácil de ver en la oscuridad. También oí cómo la amartillaba. Eso se hace con un revólver, no con una semiautomática.

—¿Y la Beretta?

—No puedo estar segura del modelo exacto, pero tenía el cañón flotante, como las Beretta.

—Tal como sabe, extrajimos tres balas del cuerpo de su marido. Calibre treinta y ocho, coincidente con la Smith and Wesson.

Se frotó la cara, en gesto de concentración.

—Usted posee armas, ¿verdad, Maya?

—Sí.

—¿Y una de ellas no será una Smith and Wesson 686?

—Ya sabe la respuesta.

—¿Cómo iba a saberla?

—La ley de Nueva Jersey obliga a registrar todas las armas compradas en el estado. Así que todo eso ya lo sabe. A menos que sea un perfecto incompetente, agente Kierce, que no es el caso, lo primero que habrá hecho es comprobar el registro de mis pistolas. Así pues, ¿podemos dejarnos de jueguecitos e ir al grano?

—¿Qué distancia diría usted que hay del lugar donde cayó su marido a la fuente de Bethesda?

El cambio de tema la descolocó.

—Estoy segura de que lo habrán medido.

—Sí, sí que lo hemos hecho. Son unos doscientos setenta metros, con todos los quiebros y requiebros que hay que hacer. Lo recorrí a la carrera. Yo no estoy tan en buena forma como usted, pero tardé un minuto, más o menos.

—Vale.

—Bueno, pues el caso es este: varios testigos han dicho que oyeron el disparo, pero usted apareció uno o dos minutos después. ¿Cómo lo explica?

—¿Por qué tendría que explicarlo?

—Es una pregunta lógica.

Ella lo miró sin pestañear.

—¿Usted cree que yo le disparé a mi marido, agente?

—¿Lo hizo?

—No. ¿Y sabe cómo puedo demostrárselo?

—¿Cómo?

—Venga al campo de tiro conmigo.

—¿Qué quiere decir?

—Como usted ha dicho, soy una tiradora experta.

—Eso nos han dicho.

—Entonces lo sabe.

—¿Qué es lo que sé?

Maya se le acercó y lo miró fijamente a los ojos.

—Yo no habría necesitado tres disparos para matar a un hombre desde aquella distancia aunque me hubieran tapado los ojos.

Kierce sonrió al oír aquello.

—Touché. Y le pido disculpas por esta línea de investigación porque no, yo no creo que usted matara a su marido. De hecho, prácticamente puedo demostrar que no lo hizo.

—¿Qué quiere decir?

Kierce se puso en pie.

—¿Guarda usted las pistolas en casa?

—Sí.

—¿Le importa enseñármelas?

Primero lo llevó a la caja fuerte de las pistolas en el sótano.

—Supongo que será una gran defensora de la Segunda Enmienda —dijo Kierce.

—No me meto en política.

—Pero le gustan las pistolas. —Observó la caja fuerte—. No veo rueda de combinación. ¿Se abre con una llave?

—No. Solo se puede abrir con la huella dactilar.

—Ah, ya veo. Así que solo usted puede abrirla.

Maya tragó saliva.

—Ahora sí.

—Oh —dijo Kierce, reconociendo su error—. ¿Su marido?

Ella asintió.

—¿Y hay alguien más que tenga acceso, aparte de ustedes?

—Nadie.

Maya apoyó el pulgar en la abertura. La puerta se abrió con un chasquido. Se hizo a un lado. Kierce miró dentro y soltó un silbido de admiración.

—¿Para qué necesita todas estas armas?

—No necesito ninguna de ellas. Me gusta disparar. Es mi hobby. A la mayoría de personas no les gusta, o no lo entienden. No me importa.

—¿Dónde está su Smith and Wesson 686?

—Aquí —dijo, señalando al interior de la caja.

Él entrecerró los ojos.

—¿Puedo llevármela?

—¿La Smith and Wesson?

—Sí, si no le supone un problema.

—Pensaba que no creía que lo hubiera hecho yo.

—No lo creo. Pero quizá podríamos descartarla no solo a usted, sino también a su arma, ¿no le parece?

Maya sacó la Smith and Wesson. Como la mayoría de los buenos tiradores, era obsesivo-compulsiva en lo referente a la limpieza y a la carga de sus armas, lo que suponía que siempre comprobaba una última vez que estuviera descargada. Lo estaba.

—Le extenderé un recibo —dijo él.

—Yo, por supuesto, podría pedirle una orden judicial.

—Y yo probablemente podría conseguirla.

Seguro que sí. Le entregó el arma.

—¿Agente?

—¿Qué?

—Hay algo que no me está contando.

Kierce sonrió.

—Estaremos en contacto.

3

Isabella, la niñera de Lily, llegó la mañana siguiente, a las siete.

En el funeral, la familia de Isabella había sido la más vehemente en la expresión del duelo. Su madre, Rosa, que había sido la niñera de Joe, estaba especialmente afectada: apretaba un pañuelo y se dejaba caer repetidamente en brazos de sus hijos, Isabella y Héctor. Incluso aquella mañana, Maya todavía veía, en los ojos de Isabella, un rastro rojo de las lágrimas del día anterior.

—Lo siento muchísimo, señora Burkett.

Maya le había pedido repetidamente que la llamara por su nombre, no señora Burkett, pero Isabella siempre respondía asintiendo y seguía llamándola señora Burkett, así que había acabado rindiéndose. Si Isabella se sentía más cómoda manteniendo la formalidad en su entorno de trabajo, ¿quién era ella para forzarla?

—Gracias, Isabella.

Lily saltó de la silla de la cocina, con la boca llena de cereales, y salió corriendo hacia ella.

—¡Isabella!

Isabella agarró a la niña, la levantó y le dio un gran abrazo, y el rostro se le iluminó. Maya sintió la clásica punzada de la madre trabajadora, contenta de que a su hija le gustara tanto su niñera, y al mismo tiempo molesta porque a su hija le gustara tanto su niñera.

¿Confiaba en Isabella?

La respuesta, tal como había dicho el día anterior, era sí; tanto como podía confiar en cualquier «extraño». Había sido Joe el que había contratado a Isabella, por supuesto. Maya no lo tenía muy claro. Había una guardería nueva en Porter Street, llamada Growin’ Up, cuyo nombre a Maya le parecía un homenaje a la vieja canción de Bruce Springsteen. Una chica menuda y sonriente llamada Kitty Shum («¡Llámeme Señorita Kitty!») le había enseñado las diferentes aulas, todas modernas, limpias y de diferentes colores para estimular a los niños, con todo tipo de cámaras y mecanismos de seguridad y otras jovencitas sonrientes y, por supuesto, otros niños con los que habría podido jugar Lily, pero Joe había insistido en lo de la niñera. Le recordó a su esposa que la madre de Isabella «prácticamente lo crio» y Maya le había replicado, en broma: «¿Estás seguro de que eso es un punto a favor?». Pero dado que en aquella época Maya a veces tenía que pasar seis meses destinada en el extranjero, lo cierto era que no tenía demasiada autoridad para discutir su decisión, y no tenía motivos para no acceder.

Maya le plantó un beso en la cabeza a Lily y se fue a trabajar. Habría podido tomarse unos días más y quedarse en casa con su hija. Desde luego, no era cuestión de dinero —pese al acuerdo prenupcial, iba a ser una viuda muy acomodada—, pero hacer de madre tradicional no iba con ella. Maya había intentado sumergirse en el «mundo de las mamás»: las meriendas con otras mamás para hablar de cómo educaban a los pequeños para que fueran al váter solos, de los mejores parvularios, de los cochecitos más seguros, y para presumir ante las otras mamás de los avances de sus hijos. Maya se quedaba allí sentada y sonreía, pero mientras tanto la mente se le iba a Irak, a algún recuerdo especialmente sangriento —como cuando Jake Evans, un chico de diecinueve años de Fayetteville, Arkansas, perdió la mitad inferior del cuerpo, y aun así sobrevivió— e intentaba aceptar que aquella charla de mamás chismosas existía en el mismo planeta que aquel campo de batalla bañado de sangre.

A veces, cuando estaba con las otras mamás, oía de nuevo el ruido de los rotores, en lugar de ver las morbosas imágenes de la guerra. Qué curioso, pensó, que en la jerga de esos grupos a los padres y las madres que dedicaban una atención obsesiva a los hijos los llamaran «padres helicóptero».

No tenían ni idea.

Maya salió de casa y se dirigió al coche, mirando a ambos lados mientras caminaba; buscaba escondrijos donde pudiera ocultarse el enemigo, desde donde pudiera lanzar un ataque. Uno no se quita las costumbres arraigadas tan fácilmente. Y si has sido soldado, eres soldado para siempre.

Ni rastro de enemigos, ni imaginarios ni reales.

Maya sabía que sufría alguna enfermedad mental de libro, alguna secuela de la guerra, porque lo cierto es que nadie regresa sin cicatrices. Para ella, aquella enfermedad era más bien como una iluminación. A diferencia de otras personas, ella ahora sabía lo que había en el mundo.

En el ejército, Maya había pilotado helicópteros de combate, que proporcionaban cobertura y limpiaban el terreno para el avance de las tropas de tierra. Había empezado pilotando Black Hawks UH-60 hasta acumular suficientes horas de vuelo para presentarse al prestigioso SOAR, el regimiento de operaciones especiales de la aviación en Oriente Próximo. Los soldados acostumbraban a llamar a los helicópteros «pájaros», pero pocas cosas le molestaban más que oír a un civil llamarlos así. Su idea había sido seguir en el ejército, probablemente de por vida pero, después del vídeo que había sido publicado en el sitio web CoreyTheWhistle, su plan había saltado por los aires, igual que Jake Evans al pisar aquella bomba casera.

Las clases de vuelo del día se realizarían a bordo de un Cessna 172, un avión de cuatro plazas y un solo motor que, curiosamente, es el avión que más éxito ha tenido en la historia. La lección normalmente acababa convirtiéndose en horas de vuelo para el estudiante. El trabajo de Maya consistía en la mayoría de los casos en «observar», en lugar de dar instrucciones precisas.

Pilotar, o el simple hecho de estar en la cabina mientras el avión surcaba el cielo, era para Maya el equivalente a la meditación. Sentía que los músculos agarrotados de los hombros se le relajaban. No, no le provocaba la tensión —o, seamos honestos, el subidón— que había sentido al pilotar un Black Hawk UH-60 sobre Bagdad, ni ser una de las primeras mujeres en pilotar un MH-6 Little Bird. Nadie quería admitir esa terrible excitación del combate, la inyección de adrenalina que algunos comparaban a la de los narcóticos. Parecía raro que alguien pudiera «disfrutar» con el combate, sentir ese cosquilleo, notar que nada en la vida podría acercarse siquiera a esa sensación. Ese era el terrible secreto que no podía expresarse. Maya hubiera dado su propia vida para asegurarse de que aquello no afectara lo más mínimamente a Lily. Pero, en el fondo, la verdad era que echaba de menos el peligro. Y eso es algo que uno no quiere, que no quieres que piensen de ti. Que te guste el peligro significa que eres una persona violenta por naturaleza, que te falta empatía, o tonterías por el estilo. Aun así, hay algo adictivo en el miedo. En casa llevas una vida relativamente tranquila, plácida, mundana. Pero vas allí y vives rodeado de un miedo mortal. Luego se supone que regresas a casa y que vuelves a ser una persona tranquila, plácida y mundana. La mente humana no funciona así.

Cuando estaba en el aire con algún estudiante, Maya siempre dejaba el teléfono en la taquilla, porque no quería distracciones. Si había alguna emergencia, podían llamarla por radio. Pero ese día, cuando comprobó sus mensajes durante la pausa para el almuerzo, vio un mensaje extraño de su sobrino Daniel:

Alexa no quiere que vayas a su partido de fútbol.

Maya marcó el número. Daniel respondió al primer tono.

—¿Sí?

—¿Qué pasa?

Cuando Maya le dio una palmadita en el hombro al entrenador de fútbol de Alexa, el gigantón se giró tan rápido que el silbato que llevaba colgado al cuello casi le da en la cara.

—¿Qué? —gritó.

El entrenador —se llamaba Phil— llevaba casi todo el partido gritando y moviéndose de un lado a otro, protestando y pataleando. Maya conocía a sargentos de instrucción que habrían considerado aquella conducta exagerada e intolerable con reclutas ya curtidos, y allí estaban jugando niñas de doce años.

—Soy Maya Stern.

—Sí, ya sé quién es pero... —el entrenador Phil señaló con un gesto teatral el campo de juego—... estoy en pleno partido. Debería respetar eso, soldado.

—¿Soldado? Tengo una pregunta muy breve.

—Ahora no tengo tiempo para preguntas. Si quiere hablamos después del partido. Todos los espectadores deben estar en el otro lado del campo.

—¿Normas de la liga?

—Exacto.

El entrenador Phil dio por finalizada la charla y se dio la vuelta. Maya se encontró con su enorme espalda frente a la cara, pero no se movió.

—Es la segunda parte —dijo Maya.

—¿Qué?

—Las normas de la liga especifican que todas las niñas deben jugar al menos medio partido —dijo Maya—. Es la segunda parte. Tres niñas aún no han jugado. Aunque las sacara ahora y jugaran el resto del partido, eso no sumaría medio partido.

Los pantalones cortos del entrenador Phil probablemente le sentarían bien cuando pesaba diez o quince kilos menos. Su polo rojo con la palabra Entrenador bordada en letras caligráficas sobre el lado izquierdo del pecho estaba sometido a una tensión similar a la de la piel de una salchicha. Tenía el aspecto de un exatleta echado a perder, y Maya supuso que probablemente lo fuera. Era un tiarrón, y seguramente su tamaño intimidaría a la gente.

Sin girarse a mirarla, el entrenador le respondió casi sin abrir la boca:

—Para su información, esto es la semifinal del campeonato.

—Lo sé.

—Y solo ganamos por un gol.

—He revisado las normas de la liga —dijo Maya—. No he visto excepciones a la norma del medio partido. Tampoco sacó a todas las jugadoras en los cuartos de final.

El entrenador se giró de nuevo y la miró fijamente a los ojos. Se caló la gorra e invadió el espacio personal de Maya. Ella no retrocedió. Durante la primera mitad, sentada entre los padres, había observado las constantes diatribas que lanzaba el tipo a las niñas y a los árbitros; Maya le había visto tirar la gorra al suelo con rabia dos veces, como un niño de dos años en plena rabieta.

—No estaríamos siquiera en semifinales —respondió el entrenador Phil, como si escupiera vidrio— si hubiera sacado a esas niñas en el último partido.

—¿Eso significa que habrían perdido por seguir las normas?

Patty, la hija del entrenador, reaccionó con una risita socarrona:

—Lo que significa es que esas niñas son malísimas —dijo Patty, con tono burlón.

—Vale, Patty, ya basta. Entras por Amanda.

Patty se dirigió a la mesa arbitral con una sonrisa socarrona en el rostro.

—Su hija —dijo Maya.

—¿Qué le pasa?

—Se mete con las otras niñas.

—¿Es eso lo que le dice Alice? —replicó él, con cara de asco.

—Alexa —lo corrigió ella—. Y no.

Era Daniel quien se lo había dicho.

Él se acercó tanto que Maya pudo oler perfectamente la ensalada de atún que se había comido.

—Mire, soldado...

—¿Soldado?

—Es usted militar, ¿no? O lo fue —se sonrió—. Corre el rumor de que usted también rompió unas cuantas reglas, ¿no?

Maya estiró y flexionó los dedos, los estiró y los flexionó.

—Como exmilitar —prosiguió él— debería entender esto perfectamente.

—¿Y eso?

El entrenador Phil se tiró de los pantalones cortos.

—Esto —dijo, señalando el campo de juego— es mi campo de batalla. Yo soy el general, y estas niñas son mi tropa. Usted no pondría a ningún inútil a los mandos de un F-16, o lo que fuera, ¿no?

Maya sentía claramente que la sangre se le calentaba en las venas.

—Solo para que me quede claro... —dijo ella, haciendo un esfuerzo por no alterar su tono de voz—. ¿Me está comparando este partido de fútbol con la guerra que libran nuestros soldados en Afganistán o Irak?

—¿Es que no lo ve?

«Flexiona, relaja, flexiona, relaja, flexiona, relaja. Respira pausadamente».

—Esto es deporte —agregó el entrenador Phil, señalando de nuevo el campo de juego—. Un deporte serio, competitivo. Y sí, es un poco como la guerra. Yo a estas niñas no las consiento. Esto ya no es quinto, donde todo son arco iris y florecitas. Están en sexto. Esto es el mundo real. ¿Entiende lo que le digo?

—Las normas de la liga, según su sitio web...

Él se acercó aún más, hasta tocarle la frente con la visera.

—No me importa un comino lo que diga el sitio web. Si tiene una queja, presente una reclamación oficial a la comisión de fútbol.

—Que preside usted mismo.

El entrenador Phil sonrió con ganas.

—Ahora tengo que seguir el partido de mis chicas. Que le vaya bien —dijo. Se despidió con un movimiento infantil de los dedos de la mano y se giró de nuevo hacia el campo, lentamente.

—No debería darme la espalda —advirtió Maya.

—¿Por qué? ¿Qué va a hacerme?

No debía hacerlo. Lo sabía. Era mejor dejarlo estar. Se arriesgaba a ponerle las cosas aún más difíciles a Alexa.

«Flexiona, relaja, flexiona...».

Y pese a lo noble de sus intenciones, sus manos actuaron por su cuenta. Moviéndose a la velocidad del rayo, Maya se agachó, lo agarró de los pantalones y —rezando para que no fuera sin calzoncillos— tiró de ellos hacia abajo, hasta la altura de los tobillos.

Pasaron varias cosas en bastante poco tiempo.

Entre el público se oyó una expresión de sorpresa contenida generalizada. El entrenador, que llevaba un slip blanco muy apretado, también reaccionó a la velocidad de la luz, agachándose y subiéndose los pantalones, pero con las prisas tropezó y se cayó al suelo.

Entonces llegaron las risas.

Maya se quedó esperando.

El entrenador Phil recuperó el equilibrio. Se puso en pie a toda prisa, se ajustó los pantalones y cargó contra ella, con el rostro de un rojo encendido por la rabia y por la vergüenza.

—Hija de puta.

Maya se preparó mentalmente, sin abrir la boca, pero no se movió.

El entrenador Phil apretó el puño.

—Adelante —dijo Maya—. Deme una excusa para darle una tunda.

El entrenador se frenó, miró a Maya a los ojos, vio algo y bajó la mano.

—Bah, no mereces el esfuerzo.

«Ya vale», pensó Maya.

Maya se pasaba la vida lamentando sus acciones, o algunas de ellas, y no quería que su sobrina aprendiera de todo aquello que la violencia era la solución. Ella sabía perfectamente que no era así. Pero al levantar la vista y ver a Alexa, en lugar de encontrársela avergonzada o asustada, vio el atisbo de una sonrisa en la carita de la niña. No era una sonrisa de satisfacción, ni siquiera de placer, por ver humillado al entrenador. Aquella sonrisa transmitía algo más.

«Ahora lo sabe», pensó Maya.

Maya lo había aprendido en el ejército pero, por supuesto, era algo aplicable a la vida real. Tus compañeros de armas tienen que saber que cuentan contigo. Esa era la norma número uno, la lección número uno, la más importante de todas. Si el enemigo va a por ti, también está yendo a por mí.

Quizá se hubiera pasado, quizá no, pero en cualquier caso ahora Alexa sabía que, pasara lo que pasara, su tía estaría ahí, y lucharía por ella.

Daniel había salido corriendo hacia allí al iniciarse el jaleo, con la idea de intentar ayudar de algún modo. La miró y asintió. Él también lo había entendido.

Su madre estaba muerta. Su padre era un borracho.

Pero podían contar con Maya.

Maya se dio cuenta de que la seguían.

Llevaba a Daniel y a Alexa a casa y, una vez más, estaba haciendo eso que le salía sin pensar —observar el terreno, escrutar los alrededores, buscar cualquier cosa que no fuera normal—, cuando vio ese Buick Verano rojo por el retrovisor.

Por el momento, no había nada sospechoso en ese Buick. No llevaban ni dos kilómetros de camino, pero había visto ese mismo coche nada más salir del aparcamiento del campo de deportes. Quizá no fuera nada. Lo más seguro era que no fuera nada. Shane hablaba del sexto sentido del soldado, esas cosas que sabes, de algún modo, porque sí. Pero eso era una memez. Maya se había creído todas esas tonterías hasta el día en que quedó probado que no valían para nada, y la demostración había sido trágica.

—¿Tía Maya?

Era Alexa.

—¿Qué hay, cariño?

—Gracias por venir al partido.

—Ha sido divertido. Has jugado muy bien.

—Nah, Patty tiene razón. Soy un asco.

Daniel se rio. Y Alexa también.

—No digas eso. El fútbol te gusta, ¿verdad?

—Sí, pero este año será el último que juego.

—¿Por qué?

—El año que viene no seré lo suficientemente buena para jugar.

—No se trata de eso —respondió Maya, meneando la cabeza.

—¿Eh?

—Se supone que lo importante del deporte es divertirse y hacer ejercicio.

—¿Tú te crees eso? —le preguntó Alexa.

—Pues claro.

—¿Tía Maya?

—¿Sí, Daniel?

—¿También crees en el ratoncito Pérez?

Daniel y Alexa volvieron a reírse. Maya sacudió la cabeza y sonrió. Volvió a mirar por el retrovisor.

El Buick Verano rojo seguía ahí.

Se preguntó si sería el entrenador Phil, que buscaba el segundo asalto. Por el color del coche podía ser —rojo—, pero no, ese grandullón seguro que tenía un coche deportivo que se la pusiera gorda, o un Hummer, o algo así.

Cuando pararon frente a la casa de Claire —pese a todo el tiempo que hacía desde su asesinato, Maya la seguía considerando la casa de su hermana— el Buick rojo pasó de largo sin más. Así que quizá a fin de cuentas no fuera una persecución. Quizá no fuera más que la familia de otra jugadora que vivía en el barrio. Podía ser.

Maya recordó la primera vez que Claire les había enseñado aquella casa a ella y a Eileen. Tenía un aspecto parecido al de ahora: con la hierba demasiado larga, la pintura desconchada, grietas en el suelo y flores mustias en el jardín.

—¿Qué os parece? —les había preguntado Claire entonces.

—Es un estercolero.

Claire había respondido con una sonrisa:

—Exacto. Muchas gracias. Pero ya veréis.

Maya no tenía creatividad para ese tipo de cosas. No veía el potencial que tenían. Claire sí. Tenía ese talento. Al poco tiempo, las palabras que te venían a la cabeza cuando llegabas a aquella casa eran alegre y acogedora. De algún modo, todo aquello acabó pareciéndose al dibujo hecho por un niño feliz a colores, con el sol siempre brillando con fuerza y las flores más altas que la puerta de entrada.

Pero todo eso ya había desaparecido.

Eddie salió a esperarlos a la puerta. Él también era un reflejo de la casa: antes de la muerte de Claire era una cosa; ahora también él estaba gris y descuidado.

—¿Qué tal ha ido? —le preguntó a su hija.

—Hemos perdido —dijo Alexa.

—Vaya, lo siento.

Ella le dio un beso en la mejilla, y ambos hermanos entraron en casa a la carrera. Eddie parecía preocupado, pero se hizo a un lado e hizo entrar a Maya. Llevaba una camisa de franela roja y vaqueros y, una vez más, Maya notó que olía demasiado a elixir dental.

—Ya los habría recogido yo —dijo él, a la defensiva.

—No —replicó Maya—. No lo habrías hecho.