Es necesario castigo - Àlex Claramunt - E-Book

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Àlex Claramunt

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Cuando Felipe II encomendó en 1567 el gobierno de los Países Bajos a Fernando Álvarez de Toledo, III duque de Alba, el experimentado militar, de sesenta años de edad, se puso en camino hacia Bruselas con un cometido claro: castigar a los rebeldes que se habían alzado contra el rey el año anterior, perseguir la herejía protestante y modernizar las finanzas del país. Alba tuvo que bregar con burgomaestres y abades díscolos, con una población que observaba con temor a los soldados españoles veteranos llegados con el duque, y con las incursiones de los mendigos del mar, piratas empleados por Guillermo de Orange, el principal líder de los rebeldes huidos al extranjero. El descontento de la población ante las políticas defensivas y fiscales de Alba se agravó por una serie de catástrofes naturales en forma de inundaciones y malas cosechas, y desembocó en 1572 en una revuelta masiva desencadenada por la conquista de la ciudad holandesa de Briel el 1 de abril de aquel año por los mendigos del mar. La rebelión se extendió con rapidez de norte a sur de los Países Bajos y enfrentó a Alba al mayor desafío con el que se había topado hasta ese momento. Fue este el verdadero inicio de la Guerra de Flandes. A la postre, aunque el duque logró derrotar a Guillermo de Orange en las provincias del sur, y aunque en una ardua campaña recuperó mucho del terreno perdido merced a la veteranía de los tercios españoles, incluida la estratégica ciudad de Haarlem tras un épico asedio de ocho meses, el ejército real no logró imponerse a los rebeldes, que lograron asentar en las provincias de Holanda y Zelanda una administración política y militar que propició el surgimiento, unos años después, de las Provincias Unidas de los Países Bajos.

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ES NECESARIO CASTIGO

ES NECESARIO CASTIGO

EL DUQUE DE ALBA YLA REVUELTA DE FLANDES

Àlex Claramunt Soto

Es necesario castigo

Claramunt Soto, Àlex

Es necesario castigo / Claramunt Soto, Àlex

Madrid: Desperta Ferro Ediciones, 2023 – 400 p., 24 de lám. :il. ; 23,5 cm – (Historia de España) – 1.ª ed.

D.L.: M-3390-2023

ISBN: 978-84-124985-0-9

94(492+460) “15”

355.48

ES NECESARIO CASTIGO

El duque de Alba y la revuelta de Flandes

Àlex Claramunt Soto

© de esta edición:

Es necesario castigo

Desperta Ferro Ediciones SLNE

Paseo del Prado, 12, 1.º derecha

28014 Madrid

www.despertaferro-ediciones.com

ISBN: 978-84-124985-7-8

Diseño y maquetación: Raúl Clavijo Hernández

Cartografía: Desperta Ferro Ediciones

Coordinación editorial: Mónica Santos del Hierro

Primera edición: marzo 2023

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

Todos los derechos reservados © 2023 Desperta Ferro Ediciones. Queda expresamente prohibida la reproducción, adaptación o modificación total y/o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento ya sea físico o digital, sin autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo sanciones establecidas en las leyes.

Producción del ePub: booqlab

Para mi madre y mi padre

ÍNDICE

Introducción

1    EL GOBIERNO DEL DUQUE DE ALBA

2    EL TEATRO DE LA GUERRA

3    EL CAMINO A LA REVUELTA

4    INVASIÓN Y REBELIÓN

5    LA REVUELTA SE EXPANDE

6    CAMBIO DE TORNAS

7    EL ASEDIO DE HAARLEM

8    LA CAMPAÑA DE WATERLAND

Epílogo

Bibliografía

INTRODUCCIÓN

El próximo mes de diciembre, se cumplirán 450 años de la marcha de Bruselas, de regreso a España, de Fernando Álvarez de Toledo, III duque de Alba, que había gobernado los Países Bajos en nombre de Felipe II durante más de seis años. A su vez, en abril del año pasado se conmemoró el 450.º aniversario de la captura de la ciudad holandesa de Briel por los mendigos del mar –corsarios, o piratas, según el momento, al servicio de Guillermo de Orange–, hecho que desencadenó la rebelión en los Países Bajos que culminó con la independencia de las Provincias Unidas respecto de la Corona española. El año y ocho meses que transcurrieron desde el 1 de abril de 1572 hasta el 18 de diciembre de 1573 constituyen un momento decisivo en la historia de Europa. La incapacidad de Alba para derrotar la revuelta en las provincias de Holanda y Zelanda permitió el desarrollo de una estructura política y militar en dichos territorios que sentó las bases de la futura república. La efeméride ha dado lugar a conmemoraciones y publicaciones en los Países Bajos,1 aunque no en España, donde las obras divulgativas acerca de la Guerra de Flandes se han centrado, tanto históricamente como en los últimos años, en los tercios españoles, es decir, en la dimensión puramente española del conflicto, sin prestar mucha atención a los condicionantes políticos, sociales y religiosos de la rebelión.

Si bien disponemos de excelentes trabajos de investigación académica en torno a la Guerra de Flandes, los orígenes de esta siguen sin estar del todo claros para el público español, condicionado por visiones simplistas o sesgadas de largo recorrido, dada la histórica mitificación de la Monarquía Católica con finalidades patrióticas. En los tiempos actuales de exaltación nacionalista, estos discursos falsarios reciben más atención en el ámbito divulgativo que la crítica razonada. Poco importa que la exaltación de la España imperial, de la monarquía de los Austrias, se realice en beneficio de ideologías ostensiblemente contrarias tanto al universalismo que promovió dicha monarquía, como a la existencia de múltiples particularismos –políticos y culturales– que la caracterizó. La hazaña, la gesta, desplazan así la reflexión mesurada. Por ello, resulta más sencillo y gratificante atribuir el estallido de la rebelión a la supuesta deslealtad de los neerlandeses que analizar sus verdaderas causas. Ya los cronistas españoles del siglo XVI se inclinaron, en general, por señalar la difusión del protestantismo y la ambición de la nobleza flamenca como sus motivos principales, soslayando causas más directas y prosaicas reconocidas por los gobernantes y consejeros reales.2

Desde luego, las prédicas calvinistas, en un contexto de carestía provocado por una mala cosecha que las crónicas españolas obvian, fueron instrumentales en la Beeldenstorm iconoclasta de 1566. Para la llegada del duque de Alba en agosto de 1567, sin embargo, las tropas –en su mayoría locales– reclutadas por la gobernadora Margarita de Parma habían puesto fin a la desorganizada insurrección calvinista, y los nobles implicados en la revuelta, o aquellos, como Guillermo de Orange, que habían actuado sin atenerse a las instrucciones de la duquesa, habían huido a Alemania. A principios de 1572, de los nobles rebeldes más destacados, solo Orange seguía activo, aunque exiliado en el castillo de su hermano Juan en Alemania y prácticamente arruinado, mientras que la represión de Alba había provocado el exilio de muchos de los protestantes de los Países Bajos y llevado a los demás a la clandestinidad.

¿Cómo se explica, pues, que el desembarco en Briel, el 1 de abril de 1572, de unos pocos centenares de expatriados que vivían de la piratería desencadenara una rebelión masiva que Alba fue incapaz de contener? ¿Cómo se entiende que, justo un año más tarde, Wouter Jacobsz, prior de un monasterio próximo a Gouda, exiliado entonces en Ámsterdam, anotase en su diario que «aunque muchas personas de allí eran católicas, conspiraron y se sumaron a la revuelta contra el duque [de Alba], pues preferían estar bajo el príncipe [de Orange]»?3 Para responder a estas preguntas es imprescindible conocer la situación social de los Países Bajos en los tres años de paz anteriores a la revuelta (1569-1571), así como las difíciles condiciones de vida de la población flamenca en la coyuntura de aquellos inviernos, en los que las bajas temperaturas provocaron malas cosechas, con las consiguientes hambrunas, y abundaron desastres naturales en forma de desbordamientos de ríos y lagos e inundaciones, una de las cuales, la de Todos los Santos de 1570, resultó particularmente devastadora. En paralelo, las actividades de los mendigos del mar y un contencioso diplomático con Inglaterra mermaron el comercio marítimo y la pesca, actividades fundamentales en las provincias costeras de Holanda, Zelanda y Flandes, por lo que a la hambruna se sumó la pobreza. En estas circunstancias, Alba trató de imponer una serie de impuestos universales –el Centésimo dinero, el Décimo dinero y el Vigésimo dinero– que causaron un descontento generalizado.4

A lo dicho hay que sumar un elemento adicional: las molestias que ocasionó en la población tener que alojar y alimentar durante todo este tiempo a más de 10 000 soldados extranjeros, en su mayoría españoles. Los Países Bajos, sencillamente, no estaban preparados para ello. El cronista Pedro Cornejo escribió:5

No solían tener habiendo paz soldadesca ninguna, ni gente de guerra estas provincias, sino sola alguna poca guarnición en las fronteras y en algunas fortalezas principales.

Los abusos de la tropa, según hombres tan poco sospechosos de simpatía hacia los rebeldes como Esteban Prats, secretario del Consejo Privado, o el humanista Benito Arias Montano, colaborador de Alba, fueron decisivos para poner a la población civil en contra del duque. En 1567, además, los soldados españoles ya tenían mala reputación en los Países Bajos y esta no era fruto de campaña de propaganda alguna, como se ha repetido hasta la saciedad, sino de las experiencias previas de los ciudadanos de las poblaciones que habían tenido que alojar tropas.

A medida que el epicentro de la pugna entre las coronas de España y Francia se fue trasladando de Italia a los Países Bajos, y a las provincias limítrofes, en las décadas de 1540 y 1550, los flamencos empezaron a experimentar una clase de guerra que se venía practicando en Italia desde hacía un tiempo. En su Historia de Italia, concluida en 1532, Francesco Guicciardini escribió que:

[…] los españoles fueron los primeros que en Italia comenzaron a vivir totalmente de la sustancia de los pueblos, dando ocasión y quizá necesidad a tan grande licencia el ser pagados mal por sus reyes.

A lo que añade que:

[…] comenzaron después los mismos españoles y no menos los italianos a hacer lo mismo, siendo o no siendo pagados.6

Los soldados que a partir de 1553 pasaron de Italia a los Países Bajos para combatir contra Francia conservaron dicha costumbre y esquilmaron las poblaciones en las que se alojaron. Cuando Felipe II regresó a España tras el fin de la guerra con Francia, dejó diecisiete compañías de infantería española alojadas en la región, tropas que Antoine Perrenot de Granvelle, presidente del Consejo de Estado, decidió trasladar a Zelanda ante las molestias que ocasionaban a la población. En octubre de 1560, el cardenal escribió al monarca:

[…] inevitablemente veo el tumulto pronto si de Zelanda volviesen los españoles en tierra firme, con pensar que hubiesen de quedar aquí por cualquier poco tiempo que fuese, porque sería contra la voluntad universalmente de toda la provincia, del mayor al menor.7

Finalmente, Felipe reclamó de vuelta a sus veteranos. A tenor de esta realidad, podemos comprender que la llegada a Flandes de tropas españolas en 1567 no suscitara una reacción entusiasta en la población.

Otro aspecto decisivo en el desarrollo de la revuelta fue el papel de Felipe II, tanto antes de esta como en el curso de la misma. Durante su estancia en los Países Bajos, entre 1556 y 1559, el Austria no supo ganarse la simpatía de la nobleza ni del pueblo. Felipe no hablaba francés, tampoco flamenco, y el cronista Luis Cabrera de Córdoba escribió en su crónica acerca del reinado del monarca que, en Flandes, era

[…] tenido solamente por español como nacido en España y criado, y que usaba su habla y mantenía en su gracia y servicio criados y consejeros españoles –cosa que– tuvieron por injuria propia las provincias, y se quejaban y decían que les querían poner presidios y castillos para oprimirlas contra los méritos de su fidelidad.8

Con Felipe II se produjo una castellanización del gobierno de la monarquía, de la que la elección de Alba como sustituto de Margarita de Parma es un ejemplo inequívoco. La concepción autoritaria y centralizadora del gobierno que tenía el duque chocó con la tradición política flamenca. Bien es cierto que la labor de Alba era castigar a los rebeldes y afianzar la autoridad del rey antes de que este se desplazase a los Países Bajos al año siguiente. Es probable que el viaje del rey a Flandes hubiese bastado, acompañado de medidas conciliatorias que este había previsto ya, para impedir ulteriores rebeliones.9 Sin embargo, la crisis dinástica fruto de los fallecimientos del príncipe Carlos y de la reina Isabel en 1568, junto con el inicio, poco después, de la rebelión de las Alpujarras, impidieron dicho viaje.

El duque quedó, pues, como gobernador en solitario de los Países Bajos durante seis años. Cabe preguntarse si era el hombre adecuado. Es cierto que no carecía de experiencia en el gobierno y que atendía con diligencia los asuntos administrativos, pero era un militar, no un político, y como tal gobernó. Hans Khevenhüller, embajador imperial en la corte de Felipe II, escribió de él que «era mucho mejor en la guerra que en la paz» y que actuaba «con mucha más soberbia y altivez [de las] que convenía».10 Alba se apoyó en su gobierno en un reducido número de funcionarios, en su mayoría españoles –los licenciados Juan de Vargas y Luis del Río, el teólogo Benito Arias Montano y el secretario Esteban Prats, por mencionar a los principales–. En la toma de decisiones intervinieron, sobre todo, los militares de su círculo: su hijo don Fadrique, el maestre de campo general Chiappino Vitelli, marqués de Cetona, y algunos nobles locales como Jacques de la Cressonnière y, especialmente, Philippe de Sainte-Aldegonde, barón de Noircarmes, gran amigo de don Fadrique y que llegó incluso a aprender castellano.11 También el secretario del duque, Juan de Albornoz, gozó de una influencia considerable. Por el contrario, Alba desconfiaba de Viglius van Aytta, presidente del Consejo de Estado, y también de Charles de Tisnach, presidente del Consejo Privado, a los que consideraba contrarios al despliegue del poder real. A Charles de Berlaymont, presidente del Consejo de Finanzas, además de consejero de Estado y autor del célebre epíteto de «mendigos» dirigido a los nobles rebeldes, el duque apenas lo tuvo en cuenta. En la práctica, a través de Albornoz, Alba consultaba por separado con sus fieles cuando lo consideraba oportuno.

Las notables cualidades que como conductor de ejércitos y estratega había mostrado Alba en la defensa de Perpiñán (1542), la Guerra de la Liga de Esmalcalda (1546-1547), la invasión de los Estados Pontificios (1555) y la defensa de Nápoles ante los franceses (1556) lo condujeron de nuevo a la victoria en 1568 ante la invasión de los Países Bajos por las fuerzas mercenarias de Guillermo de Orange y Luis de Nassau. Alba preconizó siempre economizar los soldados propios y evitar el enfrentamiento directo para desgastar al enemigo con acciones de pequeña envergadura sobre sus líneas de suministros. Solo una vez que el ejército rival se hallaba en franca inferioridad pasaba el duque a la ofensiva. A finales de 1572, sin embargo, Alba se topó con un estilo de guerra distinto en el que su ejército tuvo que renunciar a la movilidad para enzarzase en un asedio prolongado, el de Haarlem, que duró hasta julio de 1573; además se inició en diciembre, algo muy poco habitual. El paralelismo con el gran fracaso de Alba hasta entonces, el fallido asedio de Metz (octubre de 1552-enero de 1553) era evidente. «Nuestra gente, en el campamento, se acuerda de la guerra de Metz, que se hizo en invierno en contra de mi opinión», escribió Granvelle a Maximilien Morillon, vicario general del arzobispado de Malinas y confidente suyo, en marzo de 1573.12

Alba, de 65 años en aquel momento y enfermo de gota, no pudo dirigir en persona la campaña de Holanda y tuvo que delegar la dirección del ejército en su hijo y heredero, don Fadrique. Existen numerosas biografías acerca del III duque, pero ninguna acerca de su hijo, siempre a la sombra del ilustre progenitor.13 En 1567, Fadrique, a sus 30 años, fue desterrado de la corte por un periodo de seis años después de cortejar en secreto y prometerse en matrimonio, sin permiso del rey, con Magdalena de Guzmán, dama de compañía de la reina Isabel. Los tres primeros años del destierro debían transcurrir en Orán, pero Felipe II le permitió que acompañara a su padre a los Países Bajos. Ya en la campaña de 1568 intervino en algunas acciones para gran satisfacción del duque, que, en 1572, le encomendó el gobierno del ejército de campaña, que dirigió primero en el asedio de Mons, secundado por el experimentado Chiappino Vitelli, y después en el avance desde Nimega hasta Ámsterdam y los asedios de Haarlem y Alkmaar, donde contó con el maestre de campo Julián Romero como consejero principal. El duque podía estar complacido con su hijo: era diligente y audaz; acudía al frente para animar a sus hombres cuando la ocasión lo requería y llevaba a cabo reconocimientos en persona cuando lo consideraba oportuno.

Hubo otros personajes clave a las órdenes del duque en la coyuntura de la revuelta de 1572. El mencionado Julián Romero, maestre de campo del Tercio de Sicilia; Sancho Dávila, castellano de Amberes, y el coronel Cristóbal de Mondragón son los más conocidos para el lector español por sus importantes logros militares y han venido a eclipsar a otras figuras de gran relevancia –incluso mayor, en algunos casos–, como el conde de Bossu, estatúder de Holanda, Zelanda y Utrecht; Gaspar de Robles, estatúder de Frisia; o el señor de Wacken, gobernador de la isla de Walcheren. Del mismo modo, Guillermo de Orange, más político que militar –a diferencia de Alba– tuvo a su servicio a soldados hábiles como Diederik Sonoy, Willem de La Marck o su cuñado Willem van den Bergh, prácticamente desconocidos en España y a cuyas acciones cabe atribuir la rápida expansión de la revuelta en las provincias del norte mientras Orange aprestaba su ejército en Alemania para acudir a Mons en ayuda de su hermano Luis, sitiado en la ciudad por las tropas de Alba. Del mismo modo, fueron La Marck y Sonoy, y no el príncipe, los responsables de las ejecuciones de religiosos católicos que los mendigos del mar llevaron a cabo en Holanda –la más célebre de ellas, la de los Mártires de Gorcum–, acciones que Orange, un moderado, deploró.

La correspondencia de los capitanes y funcionarios de uno y otro bando, conservada en archivos y en muchos casos editada y publicada en distintas compilaciones, permite una aproximación mucho más detallista a los acontecimientos de aquellos meses que las crónicas habitualmente utilizadas en las obras sobre la Guerra de Flandes. En aras de trascender el acercamiento hispanocéntrico que predomina en los trabajos divulgativos sobre este periodo en nuestro país, he recurrido no solo a fuentes españolas, sino también neerlandesas, entre las que cabe destacar diarios como los del prior Wouter Jacobsz o Willem Janszoon Verwer, un burgués católico de Haarlem, que ofrecen un enfoque tan detallado como personal de cuanto sucedió en aquellos meses decisivos.

La revuelta de 1572 fue de una gran complejidad, no solo en términos políticos y sociales, sino también militares. Más allá de los episodios conocidos por el público español, como los sitios de Mons y de Haarlem, o el levantamiento del asedio rebelde de Goes por Cristóbal de Mondragón, se combatió por toda la geografía de los Países Bajos, desde Hainaut, en el sur, hasta Frisia, en el norte. La escala de la violencia ejercida por ambos bandos, pero sobre todo por el católico, fue considerable. El saqueo de Malinas y las masacres de Zutphen y Naarden no solo provocaron el rechazo general de la población, sino también las críticas de servidores de Felipe II, tanto españoles como naturales de los Países Bajos. Y no se trató de hechos fortuitos, sino que fueron fruto de decisiones que Alba tomó ateniéndose a criterios militares. Más allá de que estos acontecimientos sean poco conocidos, llama la atención que, en una de las biografías más recientes del duque, obra de Manuel Fernández Álvarez, no se les dedique una sola línea.14 ¿Cómo puede comprenderse así no ya la personalidad de Alba, sino las consecuencias de sus decisiones en el curso de la contienda? ¿Qué grabados habrían impreso y qué canciones habrían compuesto los rebeldes de no haberse producido estos saqueos y masacres? Lo que desde una lógica militar fue discutible, pues la brutalidad calculada, aunque llevó a la rápida rendición de ciudades y poblaciones que carecían de medios defensivos adecuados, también motivó la resistencia decidida de otras, resultó contraproducente desde el punto de vista político.

La relación entre los soldados de Alba y la población neerlandesa invita a reflexionar acerca de la naturaleza de Guerra de Flandes. Desde mediados del siglo pasado, a raíz de los trabajos de Pieter Geyl y H. A. Enno van Gelder, la tesis decimonónica que veía la revuelta como un levantamiento nacional ha sido abandonada gradualmente en favor de una interpretación del conflicto, en sus décadas iniciales, como una guerra civil.15 En efecto, los rebeldes se decían representantes del rey y no aspiraban sino a obtener de aquel la tolerancia religiosa y el respeto a los privilegios locales.

En 1572, la población de los Países Bajos, mayoritariamente católica, tuvo que elegir entre ponerse del lado de Alba y sus tropas o de Guillermo de Orange y los mendigos del mar. Tal y como señaló J. J. Woltjer, las ciudades de Holanda podrían haberse defendido ante los mendigos del mar si hubiesen querido, pero tal era la impopularidad del duque y de la administración real que sus habitantes optaron por abrir las puertas a los corsarios.16 Esto se repitió en muchas ciudades y villas de otras provincias, desde Frisia y Overijssel hasta Flandes y Brabante. Es cierto que también hubo algunas ciudades, como Ámsterdam o Midelburgo, que se distinguieron por su lealtad al rey, pero, en la práctica, las únicas de las que Alba podía saber con certeza que no abrirían las puertas a los rebeldes eran aquellas que albergaban guarniciones de tropas reales, en especial si estas eran españolas.

Aquellos meses de 1572 y 1573 evidenciaron hasta qué punto la desafección hacia la administración real y el clero católico se habían extendido en los años previos entre la población, así como el fracaso de las políticas de Alba para asegurar la lealtad de los neerlandeses.

Àlex Claramunt Soto

Barcelona, enero de 2023

____________

NOTAS

1.    En el ámbito editorial, cabe destacar Fagel, R. y Pollmann, J., 2022. Las conmemoraciones públicas se han producido en el marco del proyecto 1572 Geboorte van Nederland [https://geboortevannederland.nl/], iniciativa a la que se han adherido numerosas ciudades y poblaciones de los Países Bajos.

2.    Vid., por ejemplo, Cornejo, P., 1580, 14-18.

3.    Eeghen, I. H. van (ed.), 1959-1960, vol. I, 219.

4.    Para una aproximación a la importancia de dichos impuestos y la historiografía relacionada con ellos, vid. Janssens, G., 1974, 16-31; Grapperhaus, F., 1984 y Stabel, P. y Vermeylen, F., 1997.

5.    Cornejo, P., op. cit., 5.

6.    Guicciardini, F., 1889, 276.

7.    Granvelle a Felipe II, 28 de octubre de 1560, Weiss, Ch. (dir.), 1849, vol. VI, 197.

8.    Cabrera de Córdoba, L., 1876, 266.

9.    Parker, G., 2002, 269-290.

10.   Labrador Arroyo, F. (ed.), 2001, 260-261.

11.   Acerca de este personaje, vid. Soen, V., 2011, 20-38.

12.   Granvelle a Morillon, 18 de marzo de 1573, Piot, Ch. (ed.), 1877-1886, vol. IV, 554.

13.   Acerca del III duque de Alba, vid. Maltby, W. S., 1985; Kamen, H., 2004 y Fernández Álvarez, M., 2007.

14.   Fernández Álvarez, M., op. cit.

15.   Vid. Marnef, G., 2009, 271-292.

16.   Woltjer, J. J., 1994, 48-63.

Mapa de Ámsterdam (ca. 1550-1570) por Jacob van Deventer (1500-1575), Noord-Hollands Archief.

1

EL GOBIERNO DEL DUQUE DE ALBA

En la etapa inicial de la Guerra de Flandes, la figura enjuta, de barba entrecana y mirada inquisitiva de Fernando Álvarez de Toledo, III duque de Alba, vino a simbolizar para los rebeldes, e incluso para amplias capas de la población neerlandesa, tanto protestantes como católicas, la noción de la tiranía. Alba, que había instituido el Tribunal de los Tumultos para perseguir a los herejes, que menoscababa las tradicionales libertades de los Países Bajos y que había instaurado impuestos lesivos para una población fatigada por una ardua crisis de subsistencia, se erigía como un símbolo evidente del mal gobierno.1 Fue así durante mucho tiempo, hasta que, a mediados del siglo XX, empezaron a revisarse la figura del duque y sus políticas. Los historiadores neerlandeses se preguntaron en ese momento si realmente fue Alba un gobernante arbitrario, tal y como afirmaba la historiografía tradicional de índole nacionalista, o si, por el contrario, sus políticas se inscribieron dentro de una lógica orientada a asegurar la fidelidad al rey de las Diecisiete Provincias sin comprometer la noción de buen gobierno. Hasta ese momento, la percepción de Alba había estado muy influida por la propaganda política rebelde y no se había tenido en cuenta la distancia entre la tradición política castellana, de la que el duque era la quintaesencia, y que tendía a la centralización y la consolidación del poder real, y una tradición neerlandesa caracterizada por la gran relevancia de los poderes y privilegios regionales y locales.2

A la postre, aunque fracasó en su labor como gobernador general de los Países Bajos, una realidad en la que influyeron tanto el contexto político, social y económico, como algunas de sus decisiones, no hay duda de que Alba, un gobernante experimentado que, previamente, había administrado con solvencia el ducado de Milán y el reino de Nápoles –donde sus acciones habían contribuido a cimentar la hegemonía hispánica en Italia–,3 actuó de buena fe. Evidentemente, su proceder se vio condicionado tanto por su pensamiento político, tan distinto de la tradición neerlandesa, como por su percepción de los flamencos como un pueblo levantisco, cimentada no solo en numerosos precedentes históricos, que sin duda conocía,4 sino también en su experiencia personal y en su voluminosa correspondencia con el cardenal Antoine Perrenot de Granvelle, principal consejero de su antecesora en el gobierno de los Países Bajos, Margarita de Parma, el cual había pugnado durante años con la oposición de la mayoría de la nobleza flamenca. El duque trasladó a Felipe II su parecer acerca del talante de los neerlandeses con la franqueza que le era característica en una misiva escrita desde Bruselas el 13 de septiembre de 1567, al poco de su llegada a Flandes: «si me ven un poco blando, emprenderán mil desafueros e inconvenientes, que es gente, la mayor parte de ellos, que se llevará mejor con severidad que por otro ningún camino».5

En virtud de su noción de «Razón de Estado»,6 Alba no toleraría que quienes habían amparado o alentado los sucesos de 1566 quedasen sin castigo. Hacer concesiones a los rebeldes no era, en su opinión, el camino adecuado para asegurar la obediencia de los vasallos, sino más bien lo contrario. En una extensa carta que escribió en diciembre de 1567 a Catalina de Médicis, reina madre de Francia, el duque indica que «para tenerla, ningún camino hay en la tierra más pernicioso ni que más contrario sea a esta obediencia que el acordio con sus rebeldes, porque el príncipe que está debajo de capitulaciones con sus vasallos, no se puede decir que tenga obediencia entera».7 Seguidamente, añade que «traer guerras los príncipes con sus vasallos es cosa que deben en cuanto pudieren excusarse […]. Pero, si ha de ser por no tener guerra con ellos venir a perder la religión en su reino y el Estado […] por menor inconveniente mucho se debe tener la guerra».

Fue la Razón de Estado, y no un incierto fanatismo católico que la propaganda protestante atribuyó a Alba, lo que guio sus acciones. Tanto en sus demostraciones de clemencia, como en la aplicación de los castigos más rigurosos, el duque calculó las consecuencias de sus acciones para el fin perseguido, sin dejar nada al azar. Que Alba no fue un católico intransigente que hizo de la persecución de la herejía el eje central de su gobierno lo demuestran sus acciones, amén del hecho de que su abuelo no tuviese reparos en tratar de contratar al humanista Luis Vives, cristiano nuevo de raíces judías, para que fuese su tutor –lo fue, finalmente, el poeta catalán Joan Boscà–, y que, ya en su vejez, tuviera por confesor y consejero a fray Luis de Granada, un moderado cuyas obras habían sido incluidas en el Índice de libros prohibidos en 1559, sin que ello fuera óbice para que el duque las hiciese publicar en Flandes.8

El duque de Alba preside el Tribunal de los Tumultos (1616), grabado de S. Frisius, Bibliotheek van het Vredespaleis. En la estampa se distingue también, por su apellido, uno de los hombres de confianza del duque, Juan de Vargas.

El rigor de Alba, en todo caso, contrasta con la suavidad que el cardenal Granvelle aconsejaba a Felipe II mientras el duque preparaba su viaje a Flandes: «Más bien diré, como ya otras veces he escrito, que lo que se estableciere con clemencia será más duradero», advertía al rey,9 para sugerirle poco después que «antes deje sin castigo muchos, que dar castigo y pena a los buenos que no lo merecen, antes galardón».10 No debemos olvidar, sin embargo, que la labor de Alba consistía en pacificar los Países Bajos antes de que Felipe II viajase allí para atender los ruegos de sus vasallos y concederles un perdón general. El duque debía blandir la espada, en tanto que a Felipe II, como pater patriae, le correspondería brindar la rama de olivo a sus súbditos descarriados, siempre que estos quisieran tomarla. Alba era consciente de que el suyo era el trabajo sucio: ejecuciones, destierros, confiscaciones… En junio de 1568, escribió al rey que el flamenco «es un pueblo tan fácil, que espero que, con ver la clemencia de V. M. haciéndose el perdón general, se ganarán los ánimos a que de buena gana lleven la obediencia que digo, que ahora sufren de malo».11 El cardenal Granvelle, pese a la diferencia de talantes y de pareceres, consideraba que el duque era el hombre más indicado para el gobierno de Flandes, pues «verdaderamente lo gobierna todo con tanta prudencia, que tiene poco menester acuerdo de nadie».12

Y esa era precisamente la concepción que Alba tenía del gobierno. Para él, la ley emanaba no de los Estados y las asambleas, sino del rey. Ya en enero de 1568, escribió a Felipe II acerca de la necesidad de uniformizar legalmente los Países Bajos

[…] si V. M. mira bien lo que hay que hacer, verá que es plantar un mundo nuevo, y ojalá fuera plantarlo de nuevo, porque quitar costumbres envejecidas en gente tan libre como esta ha sido siempre y es materia trabajosa […] pero ofrézcole que trabajaré en ello cuanto en el mundo me será posible.13

Tomar la voluntad autoritaria y centralizadora de Alba como un rasgo netamente español sería erróneo. El duque, al igual que otros gobernantes y pensadores políticos de la época, era partidario de la ampliación y consolidación del poder regio en aras de garantizar el buen gobierno. Los consejeros flamencos le parecían una molestia en este sentido, pues pretendían, en su opinión, «tener a V. M. en tutela para que no pueda en ninguna cosa hacer nada sin la voluntad de los naturales».14 Por este motivo, el duque aconsejó al rey que designase españoles e italianos para los consejos de Estado y Privado,

[…] y de acá [de los Países Bajos] tales personas que no tengan más que bondad sola, sin buscarles habilidad para los negocios. Con esto los españoles e italianos que V. M. quisiera meter serán los que gobernarán el consejo.15

Que Alba actuó en pos del beneficio general y de acuerdo con la noción de buen gobierno lo evidencian, sobre todo, sus políticas administrativas, por lo general ignoradas por la historiografía tradicional: el duque promulgó leyes para la protección de bosques y cultivos, persiguió el nepotismo en la administración –ilegalizó la venta de cargos– y prohibió la venta de grano al extranjero en aras de evitar hambrunas.16 El elemento que ha centrado históricamente las percepciones negativas de la figura de Alba, y que ha cimentado el mito de la tiranía, ha sido el Tribunal de los Tumultos, o Tribunal de la Sangre, para la propaganda protestante. Este organismo, presidido por el duque en persona, se encargó de las causas judiciales contra quienes habían tomado parte en la furia iconoclasta de 1566, así como de la confiscación y la administración de sus bienes.17 En el curso de sus nueve años de existencia, este tribunal procesó a 8568 personas, de las que 1083 fueron condenadas a muerte, entre ellos dos gobernadores provinciales y caballeros del Toisón de Oro, Lamoral de Egmont, conde de Egmont, y Philip de Montmorency, conde de Horn.18 La preeminencia que ha recibido el tribunal en la historiografía clásica del conflicto flamenco puede llevar a equívocos en torno a las causas de la masiva revuelta de 1572, máxime cuando el grueso de la represión fue llevado a cabo en los dos primeros años del tribunal, antes de 1570. Por supuesto, el temor a Alba y sus ejecuciones nutrieron el imaginario de los rebeldes y de la población neerlandesa en general, pero las verdaderas razones de la revuelta son mucho más complejas y cabe atribuirlas más a las impopulares políticas fiscales del duque y al desencanto de la población hacia la fe católica que a la represión en sí, que más que forjar la percepción negativa del duque entre los flamencos lo que hizo fue agravarla.19

La tarea que aguardaba al duque en los Países Bajos no era sencilla, si bien las directrices marcadas por Felipe II no dejaban nada al azar. En ellas influyó, en gran medida, fray Lorenzo de Villavicencio, doctor en teología por la Universidad de Lovaina y catedrático de Sagrada Escritura en dicha institución, amén de vicario general de la Orden agustiniana en los Países Bajos. Tras su regreso a España en 1566, Villavicencio, que ya informaba puntualmente al rey de la situación en Flandes desde hacía años, se entrevistó en varias ocasiones con este en Valsaín –donde también coincidió con Alba– y le ayudó a establecer el curso de acción para restaurar la autoridad real en las Diecisiete Provincias.20 Según el agustino, las áreas de actuación del duque debían ser la religión –incluida la persecución de los herejes y la aplicación de la reforma de los obispados dictada por el rey en 1559–, la justicia y la hacienda, amén del castigo de los rebeldes y la garantía de la seguridad de los Estados.21 En primer lugar, era preciso pacificar la región, «por ser todas las cosas de la religión y las de la justicia, y consejos y hacienda de tal natura que el crecimiento de ellas está fundado en la paz pública y en las voluntades obedientes por amor de los vasallos a sus naturales príncipes y señores». Para neutralizar la capacidad de los flamencos y los holandeses de alzarse en armas, Villavicencio aconsejaba reemplazar los gobernadores de las principales ciudades por españoles, además de construir ciudadelas en aquellas plazas que no las tuviesen y acantonar en ellas guarniciones españolas, lo que haría necesario el establecimiento de nuevos impuestos entre la población local para repartir los gastos entre la Hacienda Real y los vasallos.

Vista panorámica de la ciudad de Utrecht y sus alrededores desde el oeste (ca. 1555-1560), dibujo de A. van den Wyngaerde, Utrechts Archief. Utrecht era, con Ámsterdam, uno de los principales centros urbanos de las provincias septentrionales, además de una de las sedes archiepiscopales más antiguas e importantes de los Países Bajos.

La presencia de un contingente de tropas de probada lealtad, eso sí, no bastaba por sí solo, en opinión del fraile agustino, para conservar los Estados de Flandes. Para él, el viaje del monarca a los Países Bajos era indispensable, así como el reconocimiento en forma de ascensos y mercedes de aquellos hombres, nobles o plebeyos, que habían destacado por su fidelidad:

V. M. debe procurar de conservar el amor que todos sus vasallos le tienen en aquellos estados, lo cual se hará visitándolos V. M. y oyéndoles sus quejas, y haciéndoles justicia y desagraviándolos […] y haciendo merced a los buenos que han sido leales vasallos de V. M.22

Villavicencio advirtió a Felipe II de que proceder con un rigor excesivo solo serviría para conciliar a los flamencos católicos y herejes en un frente común contra la Corona. El agustino sabía que incluso los nobles flamencos más leales al rey «son capitales enemigos de nuestra nación», pero también de que sin su concurso no se podía administrar Flandes, pues «ningún español hay que pueda gobernar Frisia, ni Holanda, ni Limburgo, ni Utrecht, ni Borgoña, ni las otras provincias que V. M. allí tiene, porque ni saben la lengua, ni entienden los fueros ni costumbres».23

Donde Villavicencio se prodigó en consejos fue en materia religiosa. Sus Advertencias a Felipe II constituyen una excelente muestra del pensamiento contrarreformista de que se imbuyeron las altas instancias del clero católico después del Concilio de Trento.24 El fraile agustino señala en este texto, remitido luego por el rey al duque de Alba, la conveniencia de que los funcionarios de la administración municipal de Amberes –y, por extensión, de las demás ciudades–, el margrave, el amman, los burgomaestres, los échevins (schepenen, en neerlandés), los pensionarios y los griffiers, entre otros, fuesen purgados para garantizar que tales puestos quedaban bajo la responsabilidad de hombres de probada lealtad al rey y a la Iglesia. Otro tanto debía hacerse con los deanes de los gremios urbanos, «los cuales si en Amberes, y Bolduque, y Tournai y Valenciennes y en toda Holanda fueran católicos, es cierto que […] pudieran impedir el rompimiento de las imágenes».25 Para ello, se les tomaría juramento de actuar en defensa de «la religión e Iglesia católica». Asimismo, se velaría por la presencia de capellanes católicos en los gremios y se exigiría a todo hombre que desease ser contratado que presentase su partida bautismal, así como su registro matrimonial en caso de estar casado, «porque gran cantidad de ellos son bautizados y casados por los ministros de los anabaptistas, de los luteranos y de los calvinistas, y estos son herejes, y hacen herejes en las tiendas a los compañeros que trabajan con ellos».26 Del mismo modo, Villavicencio abogó por expulsar a los predicadores protestantes extranjeros «porque estos son amotinadores, revoltosos, ladrones, herejes y revuelven la tierra y los mercaderes por vivir ellos».

Para desarraigar la herejía, era preciso actuar también en los lugares donde se propagaban las doctrinas protestantes entre los niños y los jóvenes, en las escuelas, «así de la lengua vulgar y materna como de la latina». Observa Villavicencio que los maestros «han hecho grandísimo daño en toda la tierra, porque siendo ellos herejes han pervertido a muy gran multitud de niños, los cuales siendo herejes vienen después a sur burgomaestres, échevins y a tener otros oficios en sus villas».27 Otro tanto señaló el agustino en relación con los limosneros y las parteras. Por último, insistió en la necesidad de dotar las cátedras de teología de la Universidad de Lovaina con sustanciosas asignaciones económicas para garantizar el desarrollo de un discurso eficaz contra las doctrinas protestantes.

ASEGURAR EL PAÍS

La primera cuestión que trató Alba a su llegada a los Países Bajos fue la de asegurar el mantenimiento del orden, una tarea nada sencilla, pues se trataba de la región más densamente poblada de Europa. Cerca del 20 por ciento de su población vivía en ciudades con más de 10 000 habitantes.28 En la descripción de los Países Bajos que incluye en su crónica sobre la primera década de la guerra, Bernardino de Mendoza destaca que

[…] hay en estos estados doscientas ocho villas de cuenta, todas cerradas y ceñidas de murallas. Y fuera de estas hay otras ciento cincuenta, las cuales, por sus privilegios y algunas calidades no son de menos estima que villas cercadas.29

Estas ciudades gozaban de una tradición política de participación ciudadana que se remontaba en muchos casos al siglo XIII y sus habitantes estaban unidos por un sentimiento de pertenencia a una comunidad política que se expresaba con orgullo a través de la adhesión a gremios, fraternidades y cámaras de retórica.30 Los habitantes de las urbes flamencas formaban milicias ciudadanas organizadas en compañías gremiales que se adiestraban con regularidad. Como ya señalara Villavicencio, la pasividad, cuando no la connivencia, de estas milicias, tuvo mucho que ver con la rapidez y el alcance de la propagación de la furia iconoclasta de 1566.

Alba previó la necesidad de someter el conjunto de la población a la vigilancia armada de sus tropas ya antes de llegar a los Países Bajos. Al encontrarse en Luxemburgo, camino de Bruselas, con Charles de Berlaymont, estatúder de Namur, y Philippe de Sainte-Aldegonde, señor de Noircarmes y coronel de un regimiento de infantería valona, les informó de su intención de alojar destacamentos españoles en las ciudades donde los disturbios habían sido más pronunciados, si bien, aconsejado por Berlaymont, optó por actuar de entrada con prudencia y evitar enfrentamientos. «Yo querría alojarla [la tropa] en las villas que han estado bellacas en Flandes […]; la primera vez que lo trate con ellos estuvieron bien en ello, después Berlaymont me ha dicho que no conviene», informó el duque a Felipe II.31 A la postre, el Tercio de Nápoles se alojó en Gante, el de Sicilia en Bruselas, el de Lombardía en Lier, y el de Cerdeña en Enghien, en el condado de Hainaut; la caballería de Borgoña lo hizo en Valkenburg, en el ducado de Limburgo; y la española e italiana, en las villas brabanzonas de Diest y Zichem.32 A su vez, siguiendo los consejos de Villavicencio,33 «proveyó el duque […] se metiesen guarniciones en los puertos de Zelanda»,34 pues estaba previsto que Felipe II hiciera su viaje a Flandes por mar en una gran escuadra que recalaría primero en la isla de Walcheren.

Tras rechazar la invasión orangista de 1568, Alba reforzó el dispositivo defensivo de los Países Bajos. Si anteriormente había primado la cercanía entre las distintas fuerzas para reunirlas a toda prisa en caso de necesidad, una vez neutralizada la amenaza y purgados los elementos más levantiscos, distribuyó las tropas españolas, así como las unidades valonas al mando de coroneles españoles y la infantería alemana, por una serie de plazas estratégicas a lo largo del territorio. El Tercio de Nápoles, al mando de Alonso de Ulloa, lo acantonó en Maastricht, Weert, Grave y Bolduque para asegurar el curso del Mosa; el Tercio de Sicilia, de Julián Romero, lo alojó en Bruselas y Malinas, los dos centros políticos principales; el Tercio de Lombardía, de Sancho de Londoño, se acantonó en Utrecht, Bommel y Gorcum, plazas que dominaban el paso del sur al norte de los Países Bajos a través de los ríos Mosa, Waal y Nederrijn. En cuanto a la infantería valona veterana, la coronelía de Gaspar de Robles, barón de Billy, quedó de guarnición en Groninga, capital del señorío homónimo en la región de Frisia; la coronelía de Cristóbal de Mondragón fue enviada a Deventer, ciudad en el curso del río IJssel que permitía transitar de Utrecht a Groninga. El regimiento alemán del conde Alberico Lodron se acantonó en Amberes y Valenciennes, las dos «villas bellacas» donde la furia iconoclasta de 1566 había sido más grave.35

Las demás unidades del ejército fueron licenciadas, o bien enviadas a Francia a principios de 1569 como apoyo al rey Carlos IX contra los rebeldes hugonotes en la Tercera Guerra de Religión (1568-1570) entre estos y la Corona. Estas tropas, al mando del conde Pedro Ernesto de Mansfeld, gobernador de Luxemburgo, consistían en las nueve compañías de la coronelía de infantería valona del señor de Hièrges, otras cinco de la coronelía del señor de Blondeau –unos 3000 infantes– y cuatro cornetas de herreruelos.36 En cuanto a la caballería española e italiana, Alba envió de regreso al Milanesado diez compañías y únicamente quedaron en Flandes una de arcabuceros a caballo, tres viejas de lanzas o caballos ligeros y dos nuevas que mandó formar a Bernardino de Mendoza y a Antonio de Toledo.37 Las unidades licenciadas, previo pago de los salarios adeudados, fueron las cornetas de caballería reclutadas por Philippe de Noircarmes, cinco banderas de infantería alemana del regimiento del conde de Eberstein, otras tantas del conde de Arenberg, la coronelía de infantería valona del conde de Roeulx, todos los herreruelos alemanes restantes y el servicio del tren de artillería de campaña. «Lo que hace al caso es tener golpe de caballería, que con los españoles, el regimiento de Alberico y los valones viejos se podría hacer un esfuerzo si fuese menester algo», escribió Alba al rey.38

Durante el periodo de paz entre 1569 y 1571, Alba alojó tropas en poblaciones levantiscas a modo de castigo. Es el caso de Diest, cuyos habitantes abrieron las puertas al ejército de Orange en 1568 y luego opusieron resistencia a la entrada de las tropas españolas. «Por castigar el desacato que hicieron los de Diest, les envío diez banderas a alojar dentro, donde los haré dar de comer algunos días por el ejemplo de las demás villas», escribió Alba al rey en enero de 1569.39 El señorío de Diest, propiedad de Orange, pasó al control de la Corona, que abolió los privilegios de la villa.40 A finales de aquel año, Alba amenazó también con enviar tropas a Leeuwarden, sede de los Estados de Frisia, cuyos habitantes se negaban a reconocer la autoridad del obispo de la nueva diócesis, Cunerus Petri. La intimación surtió efecto y, en febrero de 1570, el religioso hizo su entrada solemne en la ciudad.41

Llama la atención que Alba no estableciese guarniciones en Holanda, la provincia que, en 1572, se convirtió en epicentro de la revuelta contra la autoridad real. En marzo de 1569, el duque envió a Chiappino Vitelli, maestre de campo general, al general de artillería Gabrio Serbelloni, al gran maestre de la artillería de Flandes, Jacques de la Cressonière, y al capitán Bartolomeo Campi, ingeniero, a inspeccionar el estado de las fortificaciones de Holanda y Zelanda, así como la posibilidad de acantonar allí guarniciones. El duque maduraba, a la sazón, la idea de construir nuevas fortificaciones en la ciudad de Zierikzee, en la isla zelandesa de Duiveland, y de erigir una ciudadela en Holanda con que «se pueda poner un poco de freno a aquella tierra».42 Sin embargo, acabó desestimando tales proyectos, lo que evidencia que siempre temió más una invasión desde Alemania que no un ataque por vía marítima, si bien a la postre tal sería el detonante de la insurrección de 1572, que se expandió con rapidez ante la falta de guarniciones en Holanda.

La misión de reconocimiento de Serbelloni, Vitelli, De La Cressonière y Campi a las provincias marítimas del noroeste, aunque no rindiese frutos, no es anecdótica, pues la estrategia de Alba en sus campañas se fundó en un conocimiento minucioso de la topografía de los Países Bajos, que se expresó en una considerable cantidad de mapas y descripciones elaborados específicamente siguiendo sus órdenes. En 1568, antes de la invasión de Brabante por el príncipe de Orange a través del Mosa, el duque encomendó a los capitanes Joan Despuig y Alonso de Vargas que confeccionasen una serie de mapas y descripciones textuales del valle de dicho río con el fin de facilitar los movimientos de sus tropas en el curso de la inminente campaña. Entre 1569 y 1572, Alba encargó a Jacob van Deventer, cartógrafo real desde 1540, que elaborase nuevos mapas de ciudades de los Países Bajos para la serie que Felipe II había encargado a este en 1559. El duque también pudo recurrir a un mapa del Brugse Vrije –la castellanía de Brujas–, encargado por las autoridades de esta ciudad al pintor Pieter Pourbus y completado en 1571. Su encargo más destacado, con todo, fue la serie de treinta y ocho mapas de las provincias de los Países Bajos y las provincias circundantes de Alemania que encargó al cartógrafo Christian Sgrooten. Dichos mapas se conservan en Bruselas y existe en España una serie parecida, obra del mismo autor, realizada hacia 1592. Unos y otros detallan los caminos, los cruces fluviales y las rutas marítimas con un enorme grado de detalle.43

Este conocimiento de la topografía y la orografía de los Países Bajos no se expresó solamente en las campañas militares, sino que propició además un considerable esfuerzo de fortificación, en particular a través de la construcción de ciudadelas. Al poco de su llegada, Alba inició la fábrica del que fue su gran proyecto defensivo en Flandes: la ciudadela de Amberes, cuyo diseño corrió a cargo del ingeniero Francesco Paciotto, o Paciotti, oriundo de Urbino.44 El proyecto, de planta pentagonal y con un bastión en cada esquina, fue criticado y modificado en algunos aspectos por Bartolomeo Campi, supervisor de las fortalezas del rey en los Países Bajos,45 así como por Bernardino Faciotto, que dirigió la construcción, pese a lo cual suscitó el encomio del duque, que la calificó como «la más fuerte plaza del mundo»,46 y se convirtió en un modelo para seguir. La decisión de construir una gran ciudadela en Amberes la había tomado ya, en realidad, la antecesora de Alba en el gobierno, Margarita de Parma, que encargó varios proyectos y remitió a Felipe II los dos que le parecieron mejores en términos técnicos, elaborados por Jacques van Oyen y Francesco de Marchi.47 A raíz de los sucesos de 1566, la gobernadora había tomado la decisión de erigir ciudadelas en la propia Amberes, Ámsterdam, Groninga, Bolduque, Maastricht, Utrecht, Valenciennes y Flesinga. El cometido primordial de una ciudadela consistía en asegurar el dominio del soberano que decidía su construcción sobre una ciudad de gran valor estratégico o propensa a la rebelión, de ahí que Pietro Cataneo, autor del tratado L’Architettura (1554), escribiese que, a aquellos señores que eran amados por el pueblo, no les era necesario erigir ciudadelas –una afirmación, por cierto, eliminada en la segunda edición de la obra, de 1567–.48

En realidad, las ciudadelas no eran entonces una novedad en los Países Bajos, pues existían dos excelentes ejemplos: el castillo de Vredenburg, en Utrecht, proyectado por Jean de Terremonde y los hermanos Rombout y Marcellis Kelderman, y construido entre 1528 y 1535, y el llamado Castillo de los españoles, en Gante, diseñado por los italianos Donato de Boni di Pellizuoli y Pietro de Trente, y construido entre 1540 y 1545. El primero respondía a la voluntad del emperador Carlos V de asegurar su control sobre el obispado de Utrecht, anexionado a los Países Bajos en el contexto de la Tercera Guerra de Güeldres (1522-1528), mientras que el segundo fue erigido para vigilar a la población gantesa, que, en 1539, se había alzado contra él.49 En términos técnicos, la ciudadela de Paciotto representaba un claro avance en relación con estos castillos, que eran de planta cuadrangular, con un bastión en cada esquina y, al contrario que el de Amberes, carecían de glacis. Incluso los enemigos de Alba supieron admirar las cualidades técnicas de la construcción. Así, el teólogo e historiador protestante Willem Baudaert, nacido en Deinze, Flandes, y que huyó siendo un niño a Inglaterra con sus padres al llegar el duque, destacó su «grandeza, fuerza, belleza y estructura, que hicieron que fuese estimada como la principal de los Países Bajos, sino de toda la cristiandad».50

La ciudadela de Amberes hacia 1570 (ca. 1580-1635), copia anónima de un grabado original de F. Hogenberg, Rijksmuseum. Refleja al detalle los barracones donde se alojaba la tropa y un molino de viento para asegurar que la guarnición pudiese moler el grano aprovisionado.

La construcción de la ciudadela de Amberes se llevó a cabo con sorprendente rapidez. La ciudad aportó una suma de 200 000 ducados y, en febrero de 1568, Gabrio Serbelloni, general de artillería del duque, envió un plano de la fortificación a Felipe II y le informó de que

[…] los cuatro baluartes están terraplenados, y el quinto se va hinchiendo con sus casamatas de tapia, y se van acabando una parte de los caballeros hechos de tierra […]. Hay en ellos casas hechas de muralla y de tabla para poder alojar seiscientos soldados con municiones, y graneros, hornos y otras comodidades.51

La obra, en efecto, quedó concluida antes del inicio de la invasión de los ejércitos del príncipe de Orange en septiembre de 1568. Sus cinco bastiones recibieron los nombres de Fernando, Toledo, Duque, Alba y Paciotto. En mayo de 1571 se instaló en el patio de la ciudadela una estatua del duque, concebida por el teólogo Benito Arias Montano y diseñada por el escultor flamenco Jacques Jonghelinck, que se forjó con el bronce de los cañones capturados en la batalla de Jemmingen, y que no estuvo exenta de polémica.52

Otra ciudadela construida por órdenes de Alba fue la de Groninga, cuyas obras empezaron a finales de 1568, después de que el duque obligase a Luis de Nassau, hermano menor del príncipe de Orange, a levantar el asedio sobre esta ciudad frisona y destruyese su ejército en Jemmingen. El 1 de septiembre informó al rey desde Maastricht de que

[…] en Groninga dejé trazado un castillo pequeño, porque no me parece que sea menester allí mayor para que se pueda sostener algunos días y tener entrada por él en la villa, y que cueste poco y sea de poca guarda. Asimismo, mandé fortificar Delfzijl, que es el puerto que hace el río de Groninga, donde paran todos los navíos que vienen en aquel país.53

La lógica de la fortificación era doble: por un lado, debía proteger la ciudad, puerta de entrada al norte de los Países Bajos desde Alemania, frente al ataque de fuerzas procedentes de los Estados protestantes vecinos. Asimismo, debía servir para vigilar a la población local, entre la que el protestantismo gozaba de amplia difusión.

A diferencia de la construcción de la ciudadela de Amberes, la de Groninga, también de planta pentagonal con cinco bastiones (Rey, Príncipe, Duque de Alba, Don Juan y Don Fadrique), si bien Campi la proyectó inicialmente hexagonal, con seis bastiones, no estuvo exenta de contratiempos. El emplazamiento original, designado por consejo de los italianos Chiappino Vitelli, maestre de campo general, y Bartolomeo Campi –autor del diseño–, no resultó, a la postre, satisfactorio, por lo que hubo que postergar el inicio de las obras hasta el verano de 1570. Gaspar de Robles, gobernador de Groninga, supervisó el proceso de construcción, en el que intervinieron miles de campesinos de Ommelanden, la región circundante, y para el que fue necesario traer madera de la provincia de Drenthe, dado que en la pantanosa Frisia esta era extremadamente escasa. Con todo, en octubre de 1571 hubo que detener los trabajos por falta de fondos, que no se retomaron hasta finales de 1574, después de la partida de Alba.54

En el sur, en la provincia de Hainaut, Alba dispuso en 1570 la construcción de una pequeña ciudadela en Valenciennes, el principal foco de la insurrección de 1566-1567.55 El fin de dicha fortificación no era solo asegurar la vigilancia sobre la villa, sino también aliviar la carga que sobre los vecinos leales suponía tener que correr a cuenta de los alojamientos de la guarnición. Al igual que en los anteriores casos, la ciudad tuvo que contribuir a sufragar el coste de las obras: Valenciennes pagó 48 000 libras. La ciudadela, conocida como la Redoutte, era una fortificación irregular con tres bastiones erigida en el antiguo emplazamiento del Château-le-Comte, residencia de los condes de Hainaut. El diseño correspondió a Paciotto, en tanto que las obras fueron supervisadas por Philippe de Noircarmes, estatúder de Hainaut, y Bartolomeo Campi. Los bastiones recibieron los nombres de Alba, Paciotto y Orejón –en alusión, este, al primer gobernador de la plaza, Rodrigo Orejón.56 Los trabajos se llevaron a cabo con rapidez y ya en diciembre, del día 22 al 23, se trasladó toda la artillería de la plaza a la ciudadela.

Plano de Groninga y del castillo que se construyó allí... (ca. 1618), P. Le Poivre, Biblioteca Real de Bélgica. Alba decidió erigir una ciudadela en Groninga después de que el ejército de Luis de Nassau la asediara sin éxito en 1568. El mapa muestra el diseño original de Campi con seis bastiones.

Alba también impulsó la construcción de una ciudadela en Flesinga, uno de los principales puertos de Zelanda y vía de acceso por mar a los Países Bajos desde España, además de punto de paso de muchas de las mercancías que llegaban a Amberes por vía marítima. Ya en 1564 Margarita de Parma había encargado a Jacques van Oyen que trazase planos para la misma, pero Alba dio prioridad a las de Amberes y Groninga, lo que postergó el inicio de las obras hasta el 6 de junio de 1571. La fortificación, de planta pentagonal irregular con dos bastiones y una plataforma artillera en el flanco marítimo, respondía a un diseño de Paciotto. Cuando los habitantes de la ciudad se rebelaron en abril de 1572, el estado defensivo de la plaza era ínfimo. Además, los materiales destinados a la construcción de la fortaleza, así como su artillería, fueron utilizados para reforzar las defensas del flanco terrestre de la ciudad. Los rebeldes pronto se hicieron con el control de aquellas aguas, por lo que no consideraron necesario terminar las obras de la fortificación.57

Tanto la ciudadela de Amberes como la de Groninga, así como el castillo de Vredenburg y el de Gante, se convirtieron a ojos de la población flamenca en símbolos de la «tiranía» del duque de Alba, por lo que fueron derribados a golpe de pico por muchedumbres de burgueses eufóricos tras la Pacificación de Gante de 1576.58

En realidad, los casos mencionados constituyen solo una pequeña muestra de las fortificaciones construidas en los Países Bajos en entre las décadas de 1530 y 1570. En el primer decenio se acometieron obras en veinticinco emplazamientos, lo que supuso multiplicar por siete la inversión en obras defensivas, mientras que en la década de 1540 se fortificaron treinta y dos emplazamientos a un coste cinco veces superior que el de la década anterior. Algunas de las obras se dilataron en el tiempo, como la del nuevo perímetro amurallado en Amberes, que empezó en 1542 y no concluyó hasta 1553, a pesar de que trabajaron en ellas miles de hombres.59 Ninguna de ellas, sin embargo, estuvo envuelta de un aura tan ominosa como las que Alba ordenó erigir para vigilar las entradas a los Países Bajos o a sus habitantes.

Mención al margen merecen los castellanos designados para el gobierno de las distintas plazas, todos ellos españoles, cosa que molestó tanto a la población como a la nobleza local. En este sentido, un funcionario español, el protonotario Castillo, escribió a Granvelle que esperaba, por el bien del país, que Dios «inspire al duque que no se pongan en los gobiernos españoles, lo que muchos que son venidos con Su Excelencia pretenden como cada uno procure por sí».60 A la postre, el gobierno de la ciudadela de Amberes recayó en Sancho Dávila, capitán de la compañía de guardia del duque, bajo cuyas órdenes había servido este con anterioridad en Alemania e Italia, y a quien Alba había recomendado al rey ya antes de la Guerra de Flandes, en 1559.61 La castellanía de Gante le fue encomendada al capitán Jerónimo Salinas, otro soldado veterano al que, en 1567, Alba había confiado la detención del conde de Horn –de la de Egmont se encargó Dávila–.62 La castellanía de Flesinga debía recaer sobre el capitán Francisco de Montesdoca, que había servido a las órdenes de Alba durante la guerra contra Paulo IV,63 y que fue designado para el gobierno de Maastricht mientras se construía la ciudadela, si bien la rebelión de los habitantes le impediría asumir el cargo.64 Para Valenciennes, Alba escogió al capitán Rodrigo Orejón, primo de Sancho Dávila.65 El gobierno de la ciudadela de Groninga correspondió inicialmente a Francisco Hernández de Ávila, capitán de la compañía de guardia de don Fadrique y que luego recibió el del castillo de Vredenburg en Utrecht. Todos estos hombres tenían en común, además de ser españoles, haber servido antes a las órdenes de Alba y gozar de la absoluta confianza del duque.

La excepción a la regla es Gaspar de Robles, barón de Billy, que era castellano de Philippeville en el momento de la llegada de Alba y a quien el duque eligió para el gobierno de Groninga en sustitución de Hernández Dávila en 1572. Robles era de origen portugués –hijo del repostero mayor de la emperatriz Isabel, madre de Felipe II– y había sido gentilhombre de la casa del emperador.66 Casado con una dama noble de Artois, era cercano a la facción ebolista y, por tanto, adversario político del duque de Alba. En 1567, Margarita de Parma lo había enviado a España para informar al rey de que los disturbios habían sido sofocados y que, por ello, la presencia de Alba en Flandes no era necesaria, circunstancia durante la cual Ruy Gómez de Silva, jefe del partido ebolista –que en 1561 había contribuido a que Robles fuese nombrado caballero de Santiago–, le aconsejó que quemase las cartas de recomendación que el conde de Egmont había escrito para él.67 Pese a los antecedentes, la colaboración entre Robles y Alba fue fluida, sin duda, porque, además de revelarse como un magnífico oficial, aquel era un excelente conocedor de los Países Bajos y el duque necesitaba de españoles duchos en aquellos Estados. Antes de ser designado como castellano de Groninga, Robles estuvo de guarnición con su regimiento de infantería valona en Tienen, Bruselas y Nivelles, lo que demuestra la confianza de Alba en su experiencia. Los casos de Cristóbal de Mondragón y Francisco Verdugo son muy parecidos. Ambos estaban casados con damas nobles locales y residían en los Países Bajos desde hacía muchos años. El primero era gobernador de Damvillers, en la frontera de Luxemburgo, cuando llegó el duque, que le ordenó formar un regimiento de infantería valona en 1568 y que lo nombró gobernador de la ciudadela de Gante a finales de 1572 tras la muerte de Jerónimo Salinas.68 En cuanto a Verdugo, tras servir como capitán de una compañía del regimiento de Mondragón, en 1573 recibió la patente de coronel de infantería valona y el gobierno interino de la plaza de Haarlem, conquistada unos meses antes a los rebeldes.69

Retrato del duque de Alba (ca. 1567-1573), grabado de F. Huys, Rijksmuseum. Uno de los muchos grabados que afianzaron la imagen de Alba como militar riguroso e inflexible mediante el endurecimiento de sus enjutas facciones.