Erhalten Sie Zugang zu diesem und mehr als 300000 Büchern ab EUR 5,99 monatlich.
Hace quinientos años, el 24 de febrero de 1525, los arcabuces de la infantería española barrieron a la flor y nata de la caballería francesa en la batalla de Pavía, vanas sus armaduras, inútil su arrojo, cautivo su rey, ante la negra pólvora y la disciplina de los bregados soldados de Carlos V. Unas salvas que inauguraron casi siglo y medio de dominio español sobre los campos de batalla de Europa, y que ahora vuelven a tronar en este volumen que reúne a historiadores de referencia de España, Italia y Francia para ofrecer una visión amplia y minuciosa tanto de esa crucial batalla como del conflicto dentro del que se enmarcó, las Guerras de Italia, decisivo en la formación de la monarquía imperial de los Habsburgo y, por ende, en la historia del mundo. Las Guerras de Italia enfrentaron de forma intermitente a las casas de Austria y de Valois durante medio siglo lleno de campañas, batallas, negociaciones y ardides que jalonaron la pugna por el control de la fragmentada Italia, un endiablado escenario donde una constelación de actores, desde el papado hasta la república de Venecia, jugaban su propia partida. Lo que se dirimió fue, a la postre, la hegemonía en Europa. Cuando el papa Clemente VII puso sobre sus sienes la corona imperial, Carlos V bien sabía a quién debía su solio: a aquellos hombres que arcabuz y pica en mano, pies bien firmes, se batieron por él aquella fría jornada de hace quinientos años, a aquellos hombres que, apenas una década después, formaron los irreductibles tercios españoles.
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 920
Veröffentlichungsjahr: 2025
Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:
Pavía 1525. El gran triunfo de la infantería española
Claramunt Soto, Àlex (ed.)
Pavía 1525 / Claramunt Soto, Àlex
Madrid: Desperta Ferro Ediciones, 2025. – 488 p., 16 de lám.: il. ; 23,5 cm – (Historia de España) – 1.ª ed.
D.L.: M-98-2025
ISBN: 978-84-128984-4-6
94(460) 355.422-611
355.44 355.48 623.4
PAVÍA, 1525
El gran triunfo de la infantería española
Àlex Claramunt Soto (ed.)
© de esta edición:
Pavía 1525. El gran triunfo de la infantería española
Desperta Ferro Ediciones SLNE
Paseo del Prado, 12, 1.º derecha
28014 Madrid
www.despertaferro-ediciones.com
ISBN: 978-84-128984-4-6
D.L.: M-98-2025
Traducción: (Cap. 1: Isabel López-Ayllón Martínez; cap. 5: Claudia Valeria Alonso Moreno)
Diseño y maquetación: Raúl Clavijo Hernández
Editor técnico: Àlex Claramunt Soto
Cartografía: Desperta Ferro Ediciones
Coordinación editorial: Isabel López-Ayllón Martínez
Primera edición: febrero 2025
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).
Todos los derechos reservados © 2025 Desperta Ferro Ediciones. Queda expresamente prohibida la reproducción, adaptación o modificación total y/o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento ya sea físico o digital, sin autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo sanciones establecidas en las leyes.
Impreso por: Anzos
Impreso y encuadernado en España – Printed and bound in Spain
A la memoria detodos los hombres quecombatieron en Pavía.
Introducción
1 LAS GUERRAS DE ITALIA, 1494-1521
Jean-Marie Le Gall
2 LAS CAMPAÑAS DE 1521 Y 1522
Alberto Raúl Esteban Ribas
3 HOMBRES Y ARMAS DE LAS GUERRAS ITALIANAS
Carlos Valenzuela Cordero
4 LA CAMPAÑA DE 1523
Carlos Valenzuela Cordero
5 LA EVOLUCIÓN DEL ARTE DE LA GUERRA
Idan Sherer
6 LA CAMPAÑA DE FRANCISCO I EN ITALIA Y LA BATALLA DE PAVÍA
Álex Claramunt Soto
7ROMA CAPUT MUNDI
Davide Maffi
8 LAS GUERRAS DE ITALIA EN LAS ARTES
Antonio Gozalbo Nadal
9 DEL SACO DE ROMA A LA CORONACIÓN IMPERIAL EN BOLONIA
Juan Carlos d’Amico
Bibliografía
Relación de autores
Àlex Claramunt Soto
«Pavía. He ahí una de las victorias más sorprendentes, más espectaculares y menos definitivas». Así describió la batalla de la que este año se cumple el quinto centenario el reputado historiador Manuel Fernández Álvarez1 De que aquel choque que se libró la mañana del 24 de enero de 1525 fue sorprendente no hay duda: Francisco I y varios de sus generales, así como la mayoría de los potentados de Italia, habían desdeñado poco antes al ejército hambriento y sin paga que se alzó aquel día con una de las victorias más absolutas de las Guerras de Italia. Espectacular lo fue también: el rey de Francia cayó prisionero –circunstancia para la que era preciso retrotraerse hasta la batalla de Poitiers de 1356 entre ingleses y franceses–; la flor y nata de la nobleza francesa murió arcabuceada por villanos, y un ejército que parecía formidable dejó de existir en unas pocas horas. ¿Y definitiva? ¿No puede considerarse así, acaso, a un hecho de armas que marcó un antes y un después en la historia de la guerra y en el devenir de tantos reinos?
En el ámbito político, la atronadora debacle de Francisco I sembró la semilla del saco de Roma y de la posterior coronación imperial de Carlos V en Bolonia. Tal fue la magnitud de la victoria del césar que en 1526 el papa Clemente VII, las repúblicas de Venecia y Florencia y el duque de Milán unieron sus fuerzas a las de un recién liberado Francisco I para impedir la consecución de la hegemonía imperial en Italia, la eclosión en la península de un poder sin precedentes desde los días de Carlomagno. Lo sabía bien el florentino Francesco Guicciardini, cronista de aquellas guerras y uno de los artífices de dicha alianza; en su Historia de Italia escribió: «no se podría referir cuán atónitos quedaron los potentados de Italia, a los cuales, hallándose del todo desarmados, les daba gran miedo el haber quedado las armas del emperador poderosísimas en campaña, sin embarazo alguno de enemigos».2 De la guerra entre Carlos V y aquella alianza, denominada Liga de Cognac, forjada para impedir que cosechase los frutos de Pavía, saldría el emperador más poderoso que nunca y como árbitro absoluto de la política italiana.
No menos cierto es que en el desastre francés en Pavía se halla el germen de la alianza franco-otomana que cristalizaría en 1536. La madre de Francisco I y regente en su ausencia, Luisa de Saboya, pidió al sultán Solimán el Magnífico que intercediera ante Carlos V para liberar a su hijo.3 Antes que el emperador y rey católico Carlos, habían sido los cristianísimos Valois franceses los grandes abanderados del ideal cruzado que debía conducir a la liberación de Constantinopla y Jerusalén. Después de Pavía, empero, el derrotado Francisco renunció a tal idea y Carlos V se alzó como adalid de la cristiandad y antemural ante el turco tal como lo expresó el humanista Alfonso de Valdés en su relación de la batalla de Pavía, en la que concluye:
[…] paresce que Dios milagrosamente a dado esta vitoria al Emperador, para que pueda no solamente defender la cristiandad y resistir a la potencia del turco, si ossare acometerla, mas assosegadas estas guerras ceviles, que así se deben llamar, pues son entre cristianos, yr a buscar a los turcos y moros en su tierra […] cobrar el imperio de Constantinopla, y la casa sancta de Jerusalem […] y se cumplan las palabras de nuestro redemptor: Fiet unum ovile et unus pastor.4
No solo en los ámbitos de la política y la ideología tuvo Pavía consecuencias de enorme calado, sino también en el arte de la guerra. Si las batallas de Marignano (1515) y Bicoca (1522) demostraron que los sólidos escuadrones de piqueros suizos no eran invencibles, Pavía hizo patente a su vez que la temible combinación entre caballería pesada y artillería, que tantos éxitos había dado a Francia, no había sido rival para la devastadora arcabucería española.5 Pavía marcó el inicio de la hegemonía militar del modelo español en los campos de batalla europeos, cuyo éxito se fundaba en la combinación flexible de soldados de infantería equipados con picas y con armas de fuego en unidades tácticas –los escuadrones– de una potencia de fuego y una movilidad muy superior a las de la infantería suiza. Aún faltaban once años para que dichas unidades recibiesen la denominación oficial con la que se hicieron célebres, la de tercios, pero el modelo estaba ya plenamente asentado en 1525.
Pero Pavía no solo cambió el modo en que se combatía, sino también la forma en la que se representaban las batallas. En el arte creado para ensalzar y conmemorar la victoria imperial, la tradicional convención italiana all’ antica, clásica, exuberante y confusa, da paso a un realismo surgido de los pinceles de los artistas alemanes y flamencos que plasmaron la batalla para el emperador y otros príncipes de la casa de Austria.6 Para Thomas P. Campbell, la obra maestra surgida de la batalla, los tapices diseñados por Bernard van Orley y elaborados en el taller de los hermanos Dermoyen en Bruselas entre 1531 y 1533, «en el momento en que se produjeron, de hecho, deben haber sido el ejercicio más grande de verosimilitud que nunca se había intentado al norte de los Alpes».7
De todas estas cuestiones –política, ideología, táctica, estrategia, arte– trata este volumen que publicamos con ocasión del quinto centenario de la batalla de Pavía y en el que hemos reunido a un prestigioso elenco de colaboradores de distintas nacionalidades que nos conducirán desde los albores de las Guerras de Italia hasta la coronación de Carlos V en Bolonia. Esperamos que este libro contribuya a reivindicar la importancia, merced a su carácter multidisciplinar, de la historia de las batallas.
Barcelona, diciembre de 2024
1. Fernández Álvarez, M., 1999, 310.
2. Guicciardini, F., 1890, Libro XVI, capítulo I, 224.
3. Clot, A., 1983, 172.
4. Valdés, A. de, 1525, 46.
5. Albi de la Cuesta, J., 2017, 10.
6. Gozalbo Nadal, A., Mínguez Cornelles, V. (dir.) y Checa Cremades, F. (dir.), 2021, tesis doctoral, 142.
7. Campbell, T. P., 2002, 297.
Luis XII de Francia y su ejército atacan una fortaleza y derrotan al ejército genovés, miniatura de Jean Bourdichon en el códice Le Voyage de Gênes (ca. 1502-1520) de Jean Marot, Français 5091, f.o 17v, Bibliothèque nationale de France, París.
«Veo la ruina definitiva de esta pobre Italia nuestra, oprimida por tres tipos de bárbaros, españoles, alemanes y franceses, y todos ellos se calmarán al fin cuando sobrevenga la perdición de Italia».
Carta de Raphael di Gratiani a Thomà Tiepolo, Brescia, 8 de diciembre de 1524, en Sanuto, M., 1882: I diarii di Marino Sanuto, Venezia, Visentini, vol. 37, p. 313.
Jean-Marie Le Gall
En 1494, Carlos VIII incursiona en Italia con tres mil hombres.1 Esta calata, o invasión, cae como una bomba, hasta el punto de que un contemporáneo, Francesco Guicciardini, que escribirá durante la década de 1530 su Storia d'Italia, considera este suceso la ruptura más importante de la historia peninsular, la cual pone fin a un luminoso quattrocento e introduce a Italia en una época de preocupaciones e infortunios que se manifiestan en el auge de los lamenti. Multitud de estos poemas, escritos in ottava rime, cantan y evocan con tenacidad los males de ese tiempo –el miedo, el hambre, la escasez, los agravios al honor, las traiciones, la violencia, los asesinatos y saqueos de ciudades– pidiendo, no venganza, sino paz.2 Según Guicciardini, los franceses alteraron el equilibrio de poder que el Tratado de Lodi había logrado en Italia en 1454 y desplegaron una forma de batallar basada en una brutalidad, un terror y una depredación sin precedentes. Y esto supondría el inicio del declive económico de la Península. De hecho, esto es lo que destilan los escritos y la historiografía contemporánea, aun cuando, de Fernand Braudel a Guido Alfani, se han esgrimido numerosos y sólidos argumentos para atenuar la quiebra económica y demográfica ocasionada por las guerras y retrasar el repliegue peninsular económico y cultural en la década de 1630.3
Por tanto, quizá no solo debamos evitar hacer demasiado concreta esta ruptura, aunque los contemporáneos la reconocieran en parte, sino también corregir la imagen, falsa en retrospectiva, de una Italia pacificada desde 1454, gracias al equilibrio de las potencias italianas, mientras experimentaban el arte de la negociación permanente para salvaguardar la paz entre Milán, Roma, Nápoles y Venecia, y abolían las injerencias extranjeras en la vida de los Estados y las ciudades. ¿El espléndido periodo del quattrocento no fue una ilusión retrospectiva, forjada por los infortunios de las Guerras de Italia? De hecho, la mítica paz de Lodi no impidió las guerras, las conspiraciones ni la tentación de buscar apoyos extrapeninsulares. La conspiración de los Pazzi urdida, en 1478, por el papa Sixto IV contra Lorenzo de Médicis entraña un conflicto entre Roma y Florencia, apoyado por Nápoles, Lucca, Siena y Urbino. Lorenzo, entonces, solicitó la intervención de Luis XI, pero este la rechazó porque estaba muy ocupado consolidando su conquista más reciente: Borgoña. La Guerra de Ferrara entre 1482 y 1484 enfrentó a Venecia y Roma contra Ferrara y Nápoles. En 1485, la confabulación de algunos barones napolitanos contra la tiranía de su soberano, Fernando I de Aragón, se vio apoyada por la entrada en la guerra de Inocencio VIII contra la monarquía napolitana, que había ocupado los territorios papales. Antonello Sanseverino, uno de los pocos supervivientes de una represión despiadada, que se ganaría la admiración de Maquiavelo, se refugió en Francia. Este será, en 1494, uno de los más acérrimos fuorusciti [exiliado o desterrado] que presionaron a Carlos VIII para que invadiera Nápoles.
La inclinación de los Sforza hacia la Francia de Luis XI, o hacia el emperador, superior feudal de gran parte del norte de Italia, es anterior a 1494, como manifiesta la ancestral tradición gibelina, hecho que minimiza la mencionada ruptura de ese año. También en ese año, Ludovico Sforza, el Moro, incitó a Carlos VIII a que pasara a hierro y fuego Italia, a fin de que el primero solucionara sus conflictos con su sobrina Isabel de Aragón, duquesa de Milán, perteneciente a la dinastía napolitana. El temor a que la llegada de Alfonso II al trono de Nápoles en enero de 1494 provocara una intervención en favor de su hija Isabel y su yerno, el joven duque Gian Galeazzo Sforza, a quien Ludovico se esfuerza por marginar, ocasiona que este último pida ayuda a Francia. Sin embargo, esa lógica centrífuga en el panorama político italiano no se manifestó en 1494.
Por último, las dinastías italianas establecieron diversas uniones matrimoniales con los principales linajes europeos a partir del siglo XV. Los Saboya establecieron alianzas con los Valois: en 1451, Luis XI se desposó con Carlota de Saboya y, en 1488, Carlos de Orleans, duque de Angulema y padre del futuro rey Francisco I, se casó con Luisa de Saboya. Asimismo, los Visconti de Milán tejieron vínculos conyugales con los Valois-Orleans al conceder la mano de Valentina Visconti a Luis de Orleans en 1389. Los Gonzaga de Mantua, por su parte, establecieron alianzas matrimoniales con la aristocracia germánica: el marqués Luis III se unió en matrimonio en 1433 a Bárbara de Brandeburgo, la nieta del elector. Más adelante, una de las hijas de esta, llamada también Bárbara, se casará en 1474 con el futuro duque Everardo V de Wurtemberg. No obstante, los Gonzaga de Mantua no desatendieron sus alianzas con algunos linajes franceses. La hija del marqués Federico I y Margarita de Baviera, Clara Gonzaga, se desposó en 1481 con el conde Gilberto de Borbón-Montpensier.4 Y, por último, mientras solicitaba la ayuda del rey de Francia, Ludovico el Moro también forjó alianzas con los Habsburgo, pues, en 1494, ofreció la mano de una de sus sobrinas al emperador Maximiliano I, lo que atestigua el reconocimiento de la dinastía que durante mucho tiempo Federico III había considerado indigna.
Esto no impidió que la victoriosa irrupción de Carlos VIII inaugurara hasta 1521 una hegemonía francesa sobre la Península que, aunque suscitaba esperanzas, no dejaba de provocar rivalidades y rechazo.5 ¿Qué ventajas tuvieron los soberanos franceses para ser la fuerza dominante y por qué se vieron arrastrados a establecer de forma indefinida una monarquía compuesta en Italia, como haría más tarde España, que reinará sobre Milán y Nápoles hasta el siglo XVII?
Toda guerra debe estar justificada para ser justa. La desaparición de la dinastía angevina en 1482 y la transferencia de sus territorios, como sucedió con Provenza, y de sus derechos a los Valois, les permitió a estos últimos reivindicar el reino de Nápoles, perdido por el rey Renato, perteneciente a los Anjou, en beneficio de una rama de la casa real de la Corona de Aragón en 1442. Esta reivindicación de los derechos de la Corona francesa sobre Nápoles fue la razón que alegaron para legitimar la declaración de la guerra de 1494. Al fallecer Carlos VIII, ascendió al trono su primo, Luis de Orleans, en 1499. Este estaba en condiciones de reclamar, empleando para ello los recursos militares del reino, los derechos que su familia, vinculada a los Visconti, tenía sobre Milán, de los cuales había sido despojada, según ella, por los Sforza, por lo que no conservaban más que el condado de Asti.
Mientras que la monarquía se apresuró a lamentar la pérdida de Nápoles después de 1503, a pesar de las incursiones conducidas por el duque de Albany en 1525 y por Lautrec en 1528, el ducado de Milán fue reclamado con insistencia por Luis XII, y luego para sí por Francisco I, que después de su renuncia en 1526 al Tratado de Madrid y tras la desaparición del último Sforza en 1535, lo reclamó para su hijo menor, a quien había privado del ducado de Bretaña en 1532. La paz entre los hijos del rey se logró mediante una compensación.6 El soberano esperaba que el emperador concediera la investidura del feudo imperial milanés a su hijo menor. Esta expectativa explica el acercamiento entre el rey y el emperador en la audiencia de Niza de 15387 y la visita del emperador a Francia en 1540.
Sin embargo, Francia justificó su intervención no solo por razones jurídicas. La monarquía del Rey Cristianísimo y sus partidarios promovieron, mediante la difusión impresa de augurios y profecías,8 la mitideología* de la monarquía universal, que asignaba a un soberano la responsabilidad, al final de los tiempos, de luchar contra las divisiones políticas, y favorecer la reforma y la unidad eclesiásticas para preparar la parusía.9 Un compendio de estas predicciones, el Mirabilis Liber, se imprimió en 1522, con gran éxito, justo cuando la hegemonía francesa llegaba a su fin. La derrota de Pavía llevará, entonces, a la regente Luisa de Saboya a prohibir la impresión de esta obra provisionalmente. Corresponderá, por tanto, a este monarca de los últimos días, que restablecerá la pax romana, o mejor dicho universal, rescatar los lugares santos de la presencia de los infieles poniéndose al frente de una cruzada. Girolamo Savonarola recibió en 1494 a Carlos VIII como el «Carlos de los Carlos» en Florencia y su ataque sobre Nápoles se presentó como el preludio de una cruzada para reconquistar Constantinopla. Convencidos de que el fin de los tiempos era inminente, Savonarola y sus seguidores invitaron al monarca conquistador a destituir al papa Alejandro VI y convocar un concilio.10 Al final, Luis XII convocó uno en Pisa en 1511 contra el papa Julio II, al que este respondió excomulgando al monarca francés y a sus aliados, cuyos dominios fueron depredados y en parte conquistados. El duque de Ferrara perdió Reggio por un tiempo, mientras que el rey de Navarra perdió definitivamente su dominio sobre la Navarra meridional. El papa, asimismo, reaccionó convocando el Concilio de Letrán, que redujo lo deseado por Luis XII a un conciliábulo que erró de Pisa a Lyon.11 Tras la victoria de Marignano en 1515 sobre las tropas pontificias y suizas, el concordato que concluyó en Bolonia en 1516 entre Francisco I y León X permitió al soberano francés recaudar los diezmos y, sobre todo, nombrar abades y obispos. En contrapartida, el rey renunció al conciliarismo para disgusto de la Iglesia galicana, aunque en beneficio del papado, que confió al Rey Cristianísimo un nuevo proyecto de cruzada en 1518, que recaudó una enorme cantidad de dinero, pero no desembocó en ninguna expedición. El rey de Francia fue, muy a su pesar, la esperanza de quienes en Italia aspiraban a una renovación de la Iglesia dentro de la Iglesia. El fin de la hegemonía francesa en 1520 no menoscababa este deseo de reforma, encabezada a partir de este momento por los evangélicos italianos y otros heterodoxos, simpatizantes franceses, aunque desprovistos en gran medida de la expectativa de la llegada de un monarca mesiánico.12
Si la monarquía universal inspiró o sustentó una política hegemónica, esta se apoyaba ante todo en los éxitos militares, atribuidos a la providencia divina o a la buena fortuna, pero también a la pujanza del reino.
Es verdad que una parte de la sociedad política francesa se mostraba reticente a las incursiones lejanas que dejaban al reino desprotegido y expuesto a las posibles invasiones extranjeras. La nobleza dejó atrás muchos niños, muertos en la batalla, aunque también, y sobre todo, a causa de las epidemias. Entre 1494 y 1525 el jardín italiano se convirtió en el cementerio de la nobleza francesa, hasta el punto de que una parte de ella, en 1522, según el embajador de Mantua, pensaba con firmeza: Basta Italia. Así que, en realidad, resultaba glorioso morir en el combate, incluso en una derrota como la de Pavía de 1525.13 Sin embargo, el número de muertos a veces enturbiaba de tal manera la victoria que resultaba difícil festejarla. Eso sucedió en la batalla de Rávena en 1512: el ejército francés obligó a las tropas hispano-pontificias a retirarse y saquearon la ciudad de Rávena.14 Pero esta victoria no impidió la retirada de Francia, y la hecatombe y la muerte de su jefe Gastón de Foix, llevaron a Bayard a escribir a su tío: «Señor, si el rey ha ganado la batalla, os juro que los pobres caballeros la han perdido». Luis XII se cuidó mucho de celebrar los tedeum en las ciudades francesas para conmemorar la victoria y anunciar el suceso.
La batalla de Fornovo, 1495-1506, del Maestro de la batalla de Fornovo. Grabado impreso en dos hojas unidas por el centro. Rosenwald Collection. National Gallery of Art, Washington D. C.
A pesar de todas esas desgracias, la nobleza francesa participó en esas incursiones debido al anhelo de aventuras caballerescas, nimbado a veces de una perspectiva escatológica y por curiosidad.15 En efecto, las Guerras de Italia promovieron un verdadero resurgimiento y aggiornamento, o actualización, de la literatura caballeresca tanto en la Península como en Europa, con la publicación del Orlando furioso de Ludovico Ariosto en 1516, compuesto en honor de los Este y su aliado Francisco I. Dicha obra se reeditará en 1532, pero revalorizando esta vez la victoriosa y, a partir de ahora, dominante figura de Carlos V, mientras que se eclipsó la hegemonía de la flor de lis. Mas, la nobleza se introdujo, asimismo, en Italia para servir a monarcas que no dudaban en conducir a sus ejércitos en persona a los diferentes enfrentamientos –1494 (ataque a Nápoles), 1507 (expedición a Génova), 1509 (incursión de la Liga de Cambrai), 1515 (conquista de Milán), 1524 (reconquista de Milán)– y en exponerse en los campos de batalla de Fornovo en 1495, de Agnadello en 1509, Marignano en 1515, y Pavía en 1525.16 Ciertamente, estas incursiones reales fuera del reino alimentaron ciertas reservas de la sociedad política. ¿No alejaron del reino al monarca y a una parte de la nobleza, dejando este sin un soberano ni unas defensas adecuadas?
Pero, para los nobles, acompañar al rey era la mejor manera de destacar, de ser recompensado y honrado, e incluso de convertirse en el favorito. La presencia real galvanizaba las tropas. Fomentaba, además, una imagen sacrificada del monarca que estaba dispuesto a morir por el bien de la Corona. Y creaba una forma de regeneración monárquica en un momento en el que a Carlos VIII, y después a Luis XII, les estaba costando engendrar herederos. Esta presencia en la Península permitió por fin al monarca realizar entradas triunfales en las ciudades, tanto amigas como vencidas, al estilo de los antiguos triunfos romanos. Hasta Pavía, Francisco I se presentaba como un nuevo César o Carlomagno que subyugaba a los helvéticos y a los lombardos. Entre 1494 y 1529, solo el Rey Cristianísimo se podía permitir esas fastuosas ceremonias urbanas, antaño reservadas a los emperadores durante su romzug,* que los llevaba a Roma para ser coronados por el soberano pontífice.17 Aunque Federico III llegó en 1453, Maximiliano I jamás logró llegar a Italia para ser coronado, lo que le impidió elegir en vida un rey de los romanos, es decir, un sucesor. De forma que cuando falleció, la elección imperial se abrió como no se había hecho antes y ningún monarca francés anterior a Francisco I estuvo tan cerca de ceñirse la corona de Carlomagno. Esta elección consagraría la translatio imperii en favor de los Valois, al igual que la hegemonía que Francia había estado desplegando hacia Italia, núcleo, en ese momento, de la cultura y la economía europeas. El principal objetivo de Francisco I, el soberano derrotado, será entonces impedir el mayor tiempo posible que Carlos V realice su romzug y obstaculizar así el nombramiento de un rey de los romanos.
Para lograr esta superioridad, el rey de Francia movilizó sus recursos financieros, considerados un elemento clave de su poder. La campaña de 1516 costó siete millones y medio de libras tornesas** y la de los años 1521-1525, veinte millones. En relación con los ingresos anuales de la monarquía, esto representaba entre el treinta y seis y el cincuenta por ciento respectivamente, lo que era soportable. De hecho, como jefe del reino más poblado de Europa, el soberano no tenía tampoco necesidad –salvo con algunas regiones con un estatus especial como Languedoc, la Provenza, Borgoña y Bretaña– de negociar con las dietas, las cortes o un Parlamento, la cuantía del impuesto directo anual, la talla, o el impuesto indirecto de la gabela.* En ningún momento, ni siquiera en 1525, se convocaron los Estados generales. La regularidad de estos recursos fiscales permitía pedir préstamos a los banqueros lioneses, incluso milaneses y genoveses, pero también, aunque a veces por la fuerza, a algunos organismos y a los nobles, magistrados o ciudades privilegiadas, sin causar revueltas fiscales. Luis XII, el padre del pueblo, inauguró, asimismo, un nuevo tipo de recurso financiero, extraordinario, la venalidad de los cargos públicos de la magistratura y las finanzas. Los sinsabores militares de 1521 y los siguientes años, sin duda, pudieron atribuirse al mal funcionamiento de la cadena logística de aprovisionamiento y de la movilización de los recursos pecuniarios de la monarquía. Es innegable que la derrota de Bicoca, en abril de 1522, tuvo una dimensión financiera.18 Sin embargo, la reforma de esta organización financiera en 1523 debilitó el carácter colegiado de los tesoreros y generales de finanzas en favor de una caja central, la Tesorería del Ahorro, que dependía directamente del consejo del rey. Así, cuando Francisco I entró en Italia, en 1524, para conquistar Milán sitiando Pavía, no le faltaba dinero, al contrario que a los imperiales, tanto a los que sitiaban la ciudad como al ejército de socorro que la rodeaba. Por eso, en lugar de buscar el combate y los asaltos, esperó a que el ejército imperial implosionara y se dispersara por falta de oro para pagar los salarios.
Pero la guerra alimenta a la guerra. Por tanto, los territorios peninsulares se estaban quedando sin recursos a causa del alojamiento forzado y los acantonamientos. Los ejércitos victoriosos atraían también, a menudo, la contribución de los príncipes italianos que buscaban protegerse de incursiones intempestivas o acabar con las consecuencias de su derrota. Al final, los territorios conquistados de forma indefinida como el Milanesado incrementaron los recursos de la Corona.19 Este ducado tenía unos ingresos fiscales con Luis XII de 700 000 libras tornesas, cantidad que rozaba la de Languedoc, y que Francisco I aumentó hasta 1,1 millones. Estos recursos fiscales aumentaron la suma de los ingresos de la monarquía e impulsaron su capacidad para pedir préstamos a los banqueros italianos. La primera ocupación entre 1500 y 1512 permitió a Luis XII distribuir, con estos recursos milaneses, dinero a los suizos, a los ingleses, a los genoveses y a otros aliados saboyanos. La segunda ocupación, entre 1515 y 1521, la financiaron principalmente los ingresos milaneses y el remanente se dedicó a reforzar, a base de pagos, la lealtad de las élites lombardas, incluidos los Sforza, y a recompensar a los franceses que se encargaban de la gestión del ducado.20
Pero la guerra era también una cuestión de negociaciones. El Renacimiento, a menudo, se asocia al apogeo de la figura del embajador residente, que tiene el poder de delegar. De hecho, la Italia del segundo quattrocento fue el laboratorio de esta innovación diplomática. Sin embargo, los reyes y, en especial, el francés, no renunciaron a implicarse personalmente en las relaciones de la sociedad de príncipes que se reunían con sus homólogos, aunque el término «encuentro» tuviera una fuerte connotación militar, pues conllevaba el riesgo de que hubiera sorpresas que podían ser favorables o no. Hasta el punto de que tanto Philippe de Commines, atormentado por el recuerdo de lo sucedido en las batallas de Montereau y Péronne, como Maquiavelo desaconsejaban a los monarcas que se expusieran al azar de la fortuna.21 El intercambio de rehenes en ocasiones, de salvoconductos, la elección de verse en los umbrales de sus soberanías o en un lugar neutral y, por último, la convicción de que nada podía obtenerse sin riesgo permitió a los príncipes hacer caso omiso de las recomendaciones de que no organizasen negociaciones. Las Guerras de Italia supusieron un importante medio de socialización para los príncipes soberanos, sus respectivas noblezas y las cortes. El camino hacia la guerra ofrecía muchas oportunidades de encuentro. Este podía suceder en el campo de batalla, cara a cara, como cuando Carlos VIII se enfrentó al marqués Francisco Gonzaga en la batalla de Fornovo en 1495 o, más tarde, cuando el mismo Gonzaga se encaró con Francisco I en Marignano. También podía acontecer uno junto al otro: el duque de Lorena junto a Luis XII en Agnadello en 1509; el emperador Maximiliano con Enrique VIII de Inglaterra durante la batalla de Guinegate y en la conquista de Tournai en 1513, igual que el rey de Navarra luchará junto a Francisco I en Pavía en 1525, corriendo la misma suerte. Un soberano derrotado podía ser capturado y obligado a encontrarse con el vencedor. Si bien Luis XII se negó a recibir a Ludovico el Moro que acabó su vida en el calabozo de Loches, sí recibió al rey depuesto en Nápoles en 1501, Federico I, que permaneció en su corte, igual que más tarde Francisco I, tras Marignano, acogió en Francia a Maximiliano Sforza, el vencido duque de Milán, que renunció a su título ducal. Francisco I, apresado en Pavía, solicitó que lo trasladaran a España para discutir directamente con el emperador las condiciones de su liberación. Este último no aceptó la entrevista cara a cara, pero sí que trasladaran al cautivo a Madrid para que estuviera más cerca de los negociadores y pudiera trabajar con ellos. De hecho, solo su enfermedad logró que el emperador se apresurara a su lecho en septiembre de 1525, pero no para negociar, sino por cortesía. No obstante, Carlos V recibió ese mismo mes en Toledo a la hermana del rey, que venía para tratar la excarcelación de su hermano, convencida de que su dulzura femenina podía suponer una ventaja en la pacificación de las relaciones francoimperiales. No era esta una idea sin fundamento, puesto que, unos años después, en 1529, la madre del rey y la tía del emperador se entrevistarán en Cambrai y el encuentro desembocará en la firma de la paz entre ambas damas que finalizará con la secuencia bélica iniciada en el año 1521.
Los viajes al exterior ofrecían también al monarca francés la oportunidad de efectuar numerosos encuentros. Los soberanos franceses se encontraron con los duques de Saboya en sus idas y venidas a Italia, fuera en 1494, 1496, 1515 y 1516 o en 1524. Al ser el único monarca no italiano que pisó suelo italiano antes de la llegada de Carlos V en 1530, el Rey Cristianísimo vio cómo acudían a él un gran número de potentados italianos deseosos de defender sus intereses, pero también de lograr signos del reconocimiento honorífico del primer rey de Europa: en 1499, el duque de Ferrara y el marqués de Mantua se apresuraron a acercarse a Luis XII. Tras Marignano, el marqués de Mantua, que había tomado partido por el papa como gonfaloniero de la Iglesia, no se encontró con Francisco I pero le envió a su hijo Francesco, el cual acompañará a la corte francesa, donde el Rey Cristianísimo le educará mientras le tiene como rehén en una especie de tutelaje.22 Sin embargo, esta presencia real en la Península ocasionó que, a veces, el encuentro se basara en el temor. Carlos VIII se impuso al papa Alejandro VI en Roma en 1494 para obtener en vano la investidura de Nápoles. Por el contrario, consiguió a Cem, el hermano del sultán, a quien pretendía colocar en Estambul. Del mismo modo, León X debió reunirse con Francisco I en Bolonia, después de Marignano.23 Debieron de tratar no solo la cuestión del Concordato, sino también los asuntos de Ferrara y de los Médicis en Florencia.
No habría que suponer, a pesar de ello, que cada audiencia con el monarca vendría forzada por la proximidad militar. Luis XII recibió en 1501 y después en 1503, a Felipe el Hermoso y su esposa Juana de Castilla a orillas del Loira y luego en Lyon con el fin de cuidar, a través de ellos, sus relaciones con el emperador Maximiliano I y con Fernando de Aragón, el abuelo del primero y el padre de la segunda, respectivamente. A continuación, recibió a Fernando en Savona en 1507 con la pretensión de que se uniera a él para evitar que Maximiliano entrara en Italia después de que el rey de Francia hubiera acudido ese mismo año a sofocar la revuelta genovesa. El advenimiento de Carlos V en 1519 intensificó la necesidad de los príncipes europeos más importantes de verse para medirse y seducirse. El año 1520 fue, a este respecto, fundamental. Aunque reinaba la paz entre Francisco I y Carlos después del Tratado de Noyon de 1516, firmado cuando el monarca de los Países Bajos acababa de ascender al trono de España, la rivalidad entre los dos quedó patente en el transcurso de la elección imperial de 1519. Ambos adversarios buscaban atraerse a Inglaterra a su bando. Asimismo, Carlos V se dirigió a Dover en mayo de 1520, antes de que el rey inglés visitase en junio al rey de Francia en el Campo del Paño de Oro entre la Calais inglesa y la Boulogne francesa. Al mes siguiente, Enrique VIII se encontró de nuevo, entre Calais y Gravelinas, al emperador que decidió, por fin, unirse a él. Se verán de nuevo dos años más tarde, en Dover, en mayo de 1522, cuando se declaró la guerra entre el emperador y el rey de Francia y Enrique VIII se preparó, entonces, para involucrarse en el conflicto: al año siguiente invadirá Picardía. La negociación al más alto nivel seguía siendo fundamental en unas circunstancias en las que las relaciones eran menos internacionales que interpersonales.
Pero la presencia de los monarcas no era incompatible con su representación por agentes. Cierto es que los soberanos no podían estar presentes en todas partes y todo el tiempo. Necesitaban estar informados, representados, y también de una forma ostentosa, para que se garantizaran, defendieran y promovieran su rango, su honor y sus intereses. Asimismo, durante la primera mitad del siglo XVI, el rey de Francia, al igual que los potentados italianos, desplegó una docena de embajadores o agentes en residencia permanente en algunas cortes que consideraba estratégicas, al menos mientras no imperara la guerra entre esos Estados y el suyo. Luis XII tenía algunos en Roma, Venecia, Países Bajos y España. Francisco I, por su parte, los estableció en Londres y en Soleura, en Suiza. Esos embajadores, con diferentes perfiles, eran aristócratas, hombres del clero, prelados, y no todos regnícolas, que trataban de ganarse la confianza de los príncipes a los que se habían encomendado y un mecanismo esencial para influir en los cónclaves o para forjar alianzas circunstanciales en Europa; Francia a veces era aliada de Inglaterra, sin dejar de lado su unión con Escocia, a veces aliada del Imperio para lograr, por ejemplo, la investidura de Milán en favor de Luis XII, en 1505, o el apoyo contra el papado, cuando Julio II se convirtió, después de 1510, en el motor de una coalición que aspiraba a expulsar a los franceses de Italia. Pero Francia, en ocasiones, también se apoyó en Roma, en especial en Julio II, en 1509, con la intención de contener el imperialismo veneciano sobre la Italia septentrional y el Adriático y, de nuevo en 1526, cuando esta vez trataba de contener el imperialismo de Carlos V a través de la Liga de Cognac. Pero la diplomacia no era patrimonio exclusivo de un cuerpo de embajadores, en especial cuando se trataba de resolver conflictos. Tras Pavía, la negociación se le confió a un cautivo, Anne de Montmorency, así como a algunos hombres que no tenían experiencia diplomática en concreto, pero sí la confianza de la regente, como Jean de Brinon, François de Tournon o Gilbert Bayard; solo Jean de Selve había tenido experiencia en negociar, en concreto con Enrique VIII.
La diplomacia como la guerra son, al final, cuestión de dinero. Por tanto, la Corona empleó el opulento patrimonio de los beneficios eclesiásticos24 franceses para recompensar a las familias italianas que servían a sus intereses y premiar a los embajadores que tenían que desembolsar dinero no tanto para obtener información como para hacer honor a aquellos a quienes representaban con un ostentoso nivel de vida. Los abundantes recursos fiscales del rey de Francia permitieron destinar a Enrique VII y después a Enrique VIII de Inglaterra importantes pensiones, al menos para evitar que este último le declarara la guerra a Francia.25 De hecho, Enrique VIII recibió de Francia alrededor de 1,7 millones de escudos. Esas pensiones fueron, al mismo tiempo, el precio de la neutralidad inglesa y de la renuncia de los Tudor a sus derechos sobre la Corona. Pero la Auld Alliance [antigua alianza] con Escocia para enfrentarse o contener al versátil y heredado enemigo inglés tenía, asimismo, un precio. El rey de Francia le entregó también mucho dinero a los electores del Sacro Imperio para intentar ceñirse la corona imperial, nada menos que 407 000 escudos. Esa intensa diplomacia de dinero y pensiones se empleó para conseguir mercenarios, en especial suizos, que constituyeron la columna vertebral de la infantería. En 1517 se estableció una alianza permanente en Friburgo, y después en Lucerna en 1521.26 Martin Körner estimaba que la cantidad anual que Francia destinó a los cantones suizos rondaba los 40 000 escudos, pero Philippe Hamon cree que esta valoración supone menos de la mitad de lo que en realidad se desembolsó.27 El dinero permitió también ayudar a aquellos que debilitaron desde dentro a los rivales del Rey Cristianísimo tanto en Italia como en el Imperio, como fueron Felipa de Güeldres o el duque de Wurtemberg.
Las Guerras de Italia fueron un conflicto continental. Presentaron diferentes formas de organización militar, lo que cuestionaba, por tanto, los puntos fuertes y las debilidades de unos y otros.28
Italia estaba ocupada y no logró expulsar de su territorio ni a los franceses, ni después a los españoles. Algunos acusaron el efecto tranquilizador de una cultura humanista que valoraba la pluma y atenuaba el espíritu guerrero. Pero la existencia de un humanismo militar italiano29 y de desafíos como el de Barletta, en 1503, entre trece caballeros franceses y otros tantos italianos,30 demuestran que esta retórica justificadora y culpabilizadora era bastante vana. De hecho, los italianos ganaron el combate. Aunque la fragmentación política es una explicación más convincente, algunos han señalado también las consecuencias militares, pues la próspera y poblada península no poseía fuerzas suficientes. Ningún Estado italiano estaba en condiciones de movilizar tropas comparables a las de la monarquía francesa, la española o las del emperador. Carlos VIII atacó con dos mil hombres, la mitad a caballo, la mitad a pie. Cuando Francisco I preparó su ataque en 1523, contaba con cerca de cuarenta mil hombres, de los que tres cuartas partes eran soldados de infantería.31 Al final, no se llevó a cabo la incursión. Pero cuando el rey asaltó la península en 1524, lo hizo con un número similar de tropas.32 Ningún Estado italiano podía movilizar tantos hombres por sí mismo. Además, la caballería pesada era escasa, salvo en Nápoles y en Milán. Las milicias comunales solo se usaban a nivel local. Y los Estados se apoyaban en ejércitos privados como los de condotieros como el marqués de Mantua, el duque de Ferrara o el de Urbino, sin olvidar a Giovanni de Médicis, también llamado Juan de las Bandas Negras.33 Maquiavelo denunció a esos mercenarios, gentes de saco y soga, interesados sobre todo en el dinero y, por tanto, desleales, indisciplinados y dispuestos a venderse al mejor postor. En su lugar, exaltó el modelo del ciudadano-soldado romano, el legionario. No obstante, las milicias que instauró en Florencia basadas en el modelo antiguo resultaron poco eficaces, a diferencia de las milicias venecianas que contuvieron los catastróficos efectos de la derrota de Agnadello al grito de ¡Marcos, Marcos! Pero denunciar a los mercenarios se convirtió en algo habitual para explicar tanto los puntos débiles de los italianos como algunos fracasos franceses. En 1522, en Bicoca, los soldados de infantería suizos no recibieron ninguna de sus pagas a tiempo, por lo que forzaron la batalla con la ansiosa esperanza de obtener botín durante la misma. De hecho, la derrota de Pavía también la ocasionó la huida de los suizos. Unos chivos expiatorios muy fáciles. Sin embargo, es imposible imaginar las guerras italianas sin contar con el apoyo de estos guerreros profesionales. Incluso si el reino había sido capaz de desplegar desde Carlos VIII un poderío naval formidable, el apoyo de las fuerzas navales privadas de Andrea Doria resultó indispensable y decisiva hasta 1528.
Esta debilidad italiana o los fracasos achacados a los mercenarios llevaron, entonces, a considerar que la unidad nacional de los ejércitos era una ventaja crucial para su eficacia y su dominio, ya fueran piqueros suizos o tercios españoles. A pesar de eso, ninguna de las fuerzas involucradas en los conflictos italianos era exclusivamente nacional. Pues, los mercenarios, ya fueran suizos, italianos o lansquenetes alemanes estaban presentes en todos los ejércitos. Estos guerreros profesionales poseían un fuerte sentimiento patriótico que les unía,34 ya que estaba en juego su reputación y, por ende, su valor en el mercado europeo de soldados de infantería. Las campañas, desafíos, asaltos y, a veces, duelos, suponían muchas oportunidades de unirse y ensalzar sus cualidades guerreras ante sus jefes. Asimismo, los jefes aprovechaban estas emulaciones para mantener unidas las fuerzas. Pero el patriotismo de los mercenarios se adaptaba al cosmopolitismo de los ejércitos involucrados en los enfrentamientos. Entre los ejércitos que se enfrentaron en Pavía en 1525, el rey contaba con soldados de caballería y de infantería franceses, llamados aventureros, pero también con mercenarios suizos, alemanes, italianos y desertores españoles. De igual forma que el emperador contaba con españoles, también italianos, lansquenetes alemanes, franco-borgoñones, e incluso un príncipe francés, el duque de Borbón. En conclusión, la hegemonía militar no se basaba en la homogeneidad nacional.
También se han esgrimido explicaciones tecnológicas respecto a la evolución en las relaciones de poder. Durante mucho tiempo, la hegemonía militar se habría basado en la superioridad numérica y táctica de su caballería pesada, en las compagnies d’ordonnance, el ejército permanente de la Corona. Esta desempeñó un papel decisivo en las victorias de Seminara y de Fornovo en 1495, de Agnadello en 1509 y de Rávena en 1512. Francia también se benefició de la superioridad en materia de artillería, en especial en la de asedio, con un parque bien abastecido y diversificado. La artillería de combate, la francesa, pero también la de su aliado ferrarés, Alfonso de Este, mejoró y aseguró las victorias de Rávena en 1512 y de Marignano en 1515. Sin lugar a duda, la derrota de los infantes suizos en Marignano derivó de que no contaban con artillería ni con caballería. Aunque tener cañones, no garantizaba, sin embargo, la victoria. De hecho, Francisco I, que era quien más tenía en Pavía, fue incapaz de utilizarlos. Se resaltó, entonces, que los españoles habían desarrollado una artillería ligera –arcabuces–, distribuida en una infantería que se componía no solo de profundos cuadros de piqueros sino de compañías más reducidas. Aunque las guerras italianas fueron el laboratorio de la revolución militar caracterizada por la evolución de las armas de fuego, es difícil, sin embargo, interpretar el avance de los acontecimientos a partir de la determinante superioridad técnica de uno u otro bando.
Batalla de Seminara (1495), gouache del hijo de Francisco Ferraiolo, en Cronaca della Napoli aragonese, Ms M. 801, f.o 115r. The Morgan Library and Museum, Nueva York.
No obstante, parece que la superioridad estuvo relacionada con la capacidad táctica para desplegar sobre el terreno, su movilidad y la combinación de diferentes sistemas de armas. Los suizos no lograron establecer su hegemonía al carecer de caballería y artillería. En cambio, los venecianos y españoles lograron desplegar una caballería ligera de estradiotes y jinetes. El Rey Cristianísimo también demostró diligencia, igual que durante la campaña relámpago de Gastón de Foix en 151235 que inspirará las rápidas incursiones reales de 1515 y 1524. Los jefes ibéricos o italianos, Gonzalo Fernández de Córdoba, el marqués de Pescara y Bartolomeo d’Alviano supieron emplear la sorpresa, incluso nocturna, y la ágil combinación de las armas, en especial al desplegar unidades más móviles de compañías de infantería, en las que se mezclaban piqueros y arcabuceros, más rápidos que los numerosos y profundos cuadros de piqueros suizos, más veloces al hostigar, dispersar y aislar a la caballería pesada o al neutralizar los parques de una artillería poco manejable. Este uso de la pequeña guerra de desgaste y hostigamiento fue, por ejemplo, una de las razones por las que Francia perdió el reino de Nápoles en 1503.
Aparte de sus finanzas, su diplomacia y los artefactos militares, la monarquía al final logró apoderarse de los medios impresos para justificar, a través de documentos en letra gótica, sus actuaciones, difundir sus triunfos, ocultar sus fracasos y responder a las acusaciones y a la propaganda de sus oponentes.36 El aluvión de fuego a menudo se acompañaba de un aluvión de libelos y la palabra impresa llenaba el espacio público y lo dilataba. Los italianos, dotados de una pujante industria impresora, la emplearon también para el sustento de las almas. Por otro lado, el recurso del papa a armas espirituales como la excomunión y el interdicto, que suspendían todo culto y toda administración de los sacramentos en territorio enemigo, resultó una forma pertinente de observación para medir las estrategias publicitarias realizadas a través de publicaciones impresas, y no solo mediante los rituales tradicionales de información que iban desde la procesión a la celebración del tedeum pasando por el envío de heraldos.
La primera vez que se utilizaron las imprentas en una campaña de excomunión no fue para difundir una bula, sino para refutarla. Esa bula fue la que excomulgó a Savonarola, de la que se redactaron seis ejemplares: uno para el señorío y los otros cinco para algunas iglesias de Florencia, encargadas de hacer público su contenido, fuera oralmente o mediante carteles. El propio Savonarola recurrió a la imprenta para divulgar en latín e italiano su Epístola contra la excomunión.37
A partir de entonces, el papado también empleó la imprenta como arma de difusión masiva. Del interdicto de Julio II contra Bolonia en 1506 se imprimieron quinientos ejemplares en latín e italiano para exhibirlos tanto en esta ciudad como en las vecinas Módena, Imola o Ferrara.38 El interdicto se lanzó en Venecia en 1509 y se imprimieron seiscientas copias enviadas a Venecia y al resto de las cortes europeas. No contento con intentar hacer que la información circulara en territorio veneciano, el papado distribuyó la bula en alemán y en francés.39 Pero no era seguro que las autoridades respondieran a esta petición de publicidad. Mientras Luis XII fuera aliado del papa contra Venecia en 1509, no había nada que acreditara que la noticia del interdicto veneciano se había difundido en Lyon, donde residían el canciller y la reina. El relato de la batalla de Agnadello dirigido al consulado no menciona la bula y el análisis de los registros consulares no revela ninguna campaña de información.40
Una forma de neutralizar las excomuniones y los interdictos consistió en censurar su difusión no dándoles publicidad. En efecto, el conocimiento de la sentencia provocaba la excomunión y todo contacto con el excomulgado ocasionaba, asimismo, la excomunión, por complicidad. Por tanto, fingir y organizar la ignorancia limitó prácticamente su alcance como señala Jacques Almain en su respuesta a Cajetan: «Participare cum excommunicato qui ignoratur excommunicatus non est peccatum»,41 lo que significa: comunicarte con un excomulgado que ignora que lo es, no es pecado. Pero, aunque la bula de excomunión contra Venecia no se promulgará hasta el 5 de mayo de 1509, a partir del 27 de abril, las autoridades venecianas solicitaron al patriarca que no hiciera público un posible breve de excomunión que le envió el pontífice.42 La excomunión de Luis XII por Julio II, al igual que el concilio que convocó y concluyó en Lyon, jamás llegó a publicarse en Francia. Callar en torno a la sanción permitió continuar celebrando los oficios, aunque en la práctica este arma espiritual fuera, con frecuencia, una herramienta de fragmentación cívica y de desunión comercial e interpersonal.
La coalición antiveneciana liderada por Luis XII, que llevó a la batalla de Agnadello, no solo recurrió a la fulminación y la publicación de un interdicto sobre la República. Una campaña de libelos precedió y acompañó a la expedición. La Liga de Cambrai se mantuvo en secreto para no asustar al papa y porque la sociedad política francesa era reticente a las incursiones reales fuera del reino. Entonces, fatistas* como André de la Vigne, Pierre Gringore y Jean Lemaire de Belges escribieron numerosos textos para preparar a la opinión pública, denunciando el republicanismo veneciano, su imperialismo en tierra firme, pero también sus vínculos con los otomanos que amenazaban la unión de la cristiandad. Después, la incursión francesa se acompañó de la publicación de los efectivos del ejército real con el objetivo de intimidar al adversario según la lógica del hacer creer, pero también para unir a los indecisos a la gran coalición europea. El objetivo de esas palabras impresas era también conseguir que la gente hiciera cosas. Después, tras la derrota, algunos lamenti y frottole publicados en Ferrara, pero bajo falsas direcciones venecianas, quisieron desmoralizar a Venecia para que no resistiera, y subrayaban de forma exagerada el abatimiento de los vencidos. Ante esta saturación del espacio público, la república, quizá desconcertada por la estrategia mediática sin precedentes, opuso una política del silencio, a pesar de ser uno de los principales centros editoriales en Europa. Más tarde, Francia también hizo un gran despliegue propagandístico después de Marignano. Pero sus adversarios habían aprendido la lección. Tras Pavía, no se publicó ningún relato de la batalla, mientras que los flugschriften [folletos] alemanes, los avvisi italianos y las relaciones de sucesos españolas celebraban la derrota del rey, más que la victoria de un emperador ausente del campo de batalla.
Habilidad diplomática, propaganda mediática: no fue cierto, por tanto, dijera lo que dijera Maquiavelo al cardenal de Amboise, que los franceses ignoraran las prácticas políticas, o estatales, al no saber más que hacer la guerra.
A pesar de todo, la intervención francesa despertó y legitimó la avidez de otras potencias deseosas de hacer valer sus derechos o de impugnar la hegemonía del Rey Cristianísimo en Italia y, por tanto, en Europa.
Desde el siglo XIII, los catalanes y aragoneses extendieron su soberanía por Sicilia y Cerdeña. La Corona de Aragón ocupó Nápoles en 1442. Las pretensiones de Francia por este reino abrieron el apetito de Fernando de Aragón que se puso de acuerdo con Luis XII en 1501 para expulsar a la rama aragonesa de Nápoles y repartirse el reino. Después, en 1503, tras su victoria en Ceriñola, los españoles invadieron la totalidad del Reino de Nápoles que se convirtió en un virreinato del Estado compuesto que era la monarquía católica. Esto reforzó la capacidad financiera de los Reyes Católicos en la Península. Numerosos préstamos contraídos en Génova se pudieron asignar a las rentas napolitanas. Del mismo modo, con el pretexto de estar aliado con el excomulgado Luis XII, una parte de Navarra fue sometida y Fernando la ocupó en 1512, no dejando al rey de Navarra más que los territorios del norte de los Pirineos. La monarquía católica y la del Rey Cristianísimo se apoyaron y se enfrentaron para establecer su control sobre la Península hasta el punto de que, en 1517, durante las negociaciones del Tratado de Noyon, Francisco I le propuso al rey católico Carlos I, futuro Carlos V, dividir Italia entre un reino de Lombardía, que estaría bajo el control de los Valois, y un reino de Nápoles bajo el mando de los Habsburgo españoles. Las ciudades y los estados italianos habrían quedado en la órbita vasalla de una u otra potencia. De nuevo, en 1525, las negociaciones en Madrid, ubicación del cautivo rey francés, inquietaron a los italianos que temían que el precio de la liberación real supusiera un acuerdo con el emperador en detrimento de los intereses de la Península. Y, de hecho, el Tratado de Madrid, concluido en enero de 1526, previó que el rey de Francia ofreciera al emperador asistencia militar en el mar y ayuda financiera para que pudiera viajar a Roma y recibir su Corona de manos del soberano pontífice.
Otra potencia ambiciosa fueron los Cantones suizos.43 En efecto, no se limitaron a procurar mercenarios a Francia, al duque de Milán en 1499, o a las coaliciones antifrancesas dirigidas por el papa en 1509. Llevaron, asimismo, una política anexionista destinada a sustraer territorios al Milanesado, ocupando el Cantón del Tesino y Bellinzona. Tras su victoria en Novara en 1513 y a pesar del regreso de un Sforza a la sede ducal de Milán, tendieron a considerar el ducado como un protectorado. Por último, estos conflictos reforzaron la unidad de los «confederados», ya que el número de cantones pasó de diez a trece durante este periodo. Las batallas de Marignano en 1515 y Bicoca en 1512 pusieron fin a la ambición italiana de los suizos, al tiempo que deslucieron la reputación de invencibles y la eficacia militar de los mercenarios.
Finalmente, el emperador Maximiliano I sintió que debía preservar e incluso restablecer su prestigio en ese jardín del imperio que era Italia.44 ¿No era, acaso, el heredero de los emperadores romanos? ¿No era el promotor de la investidura de muchos dominios peninsulares, que podía elevar a marquesado o a ducado, como Milán, Módena, Reggio o Mantua? Ludovico el Moro y Luis XII, sucesivamente, obtuvieron de él la investidura del Milanesado. En 1511, ya viudo, Maximiliano contempló brevemente la posibilidad de ser elegido papa, lo que habría establecido un auténtico cesaropapismo. Italia era para el emperador un sistema de feudos y una tierra de legitimidad, donde debía proyectarse la hegemonía imperial. Por eso, a partir de la llegada de Carlos VIII, Maximiliano pidió, en vano, ayuda a la dieta imperial para dirigirse a Roma y recoger sus coronas. Volvió a plantearse este proyecto cuando fue a Vigevano en 1496, con la pretensión de alzarse sobre los aliados de Francia en la península, Génova y Florencia. Pero, una vez más, en vano. Lo intentó de nuevo, en 1507, cuando Luis XII acababa de ocupar Génova, para castigarla por haberse rebelado contra su autoridad. Mas, Venecia se lo impidió. Al final, fue al aliarse con Luis XII contra Venecia a partir de 1509, cuando el emperador pudo al fin aventurarse en el Véneto para amputarle a la serenísima, territorios y ciudades, como Verona, que Venecia no recuperaría hasta, al menos, 1517. Pero esta intervención tenía menos que ver con la defensa de la hegemonía imperial que con la rivalidad entre Venecia y los dominios patrimoniales de los Habsburgo. Sin embargo, los limitados recursos del emperador le supusieron la humillación de tener que levantar el sitio de Padua.
Grabado de la batalla de Novara (1513) en Schweizerchronik bis zum Jahre 1534 [Crónica Suiza hasta el Año 1534] de 1535, de Heynrich Brenwald y Johannes Stumpf. Zentralbibliothek Zürich, Suiza.
La intervención francesa no solo avivó los deseos de las potencias europeas, también reforzó su posición como árbitro, ya manifestada en el transcurso de los conflictos entre Saboya y Saluzzo en 1486 o entre Génova y Florencia en 1487. La ocupación francesa en Italia suscitó las esperanzas de aquellos que aspiraban a cambiar el mundo. Además, la proliferación de la publicación de profecías, predicciones o pasquines que relataban prodigios no solo atestiguaban un deseo de conocer el futuro, que no pertenecía más que al Creador, sino de descifrar y comprender el presente, que podía ser el momento de su realización. Por tanto, junto a los lamenti, las aflicciones y la resignación, existían poderosas aspiraciones de reformas no solo religiosas sino también políticas, que el Rey Cristianísimo podía ayudar a cumplir en un clima milenarista. El final de los tiempos abrió muchas posibilidades, porque muchas profecías estaban plagadas no solo de expectativas soteriológicas,* sino también teológico-políticas, o incluso exclusivamente políticas. Es por eso por lo que algunas escaparon a la institución eclesiástica. De hecho, el V Concilio de Letrán, celebrado en 1517, prohibió a los predicadores cualquier referencia al Apocalipsis en sus sermones.
El monarca se presentaba como protector, por ejemplo, de las libertades comunales, a menudo oprimidas por la señorialización de las ciudades. Los florentinos aprovecharon la llegada de Carlos VIII para expulsar a los Médicis hasta 1512, mientras que los pisanos reclamaban, asimismo, el apoyo del soberano para liberarse del yugo florentino. Asimismo, Luis XII acogió favorablemente las peticiones de Savona para emanciparse del control genovés.45 De igual manera, en 1511, los habitantes de Bolonia recuperaron de forma efímera la libertad que habían perdido en 1506 cuando Julio II ocupó la ciudad y expulsó a los Bentivoglio de ella. Si bien el monarca francés aparecía como un libertador, la expedición imperial en el Véneto, en 1512, permitió también a Padua, Verona y Vicenza escapar aunque fuera brevemente de la tutela de la Serenísima. Las facciones ciudadanas llamaron a las potencias europeas y estas pudieron actuar temporalmente como fuerzas estabilizadoras, así como lo hizo Francia en Génova entre 1499 y 1506 y, de nuevo, después en 1515.
No obstante, los príncipes, preocupados por consolidar los cimientos de sus territorios, también solicitaron la potencia militar del soberano francés. El papa Alejandro VI se apoyó en Luis XII para ayudar a su hijo César Borgia a forjar un principado en Emilia-Romaña. Pero era la sumisión de estos territorios al papado lo que estaba fundamentalmente en juego. De hecho, si a la muerte de su padre, César Borgia desapareciera de la escena, Julio II continuaría sometiendo las afueras del territorio de San Pedro expulsando, siempre apoyado por los franceses, a los Bentivoglio de Bolonia en 1506. La Liga que unió a todos los príncipes italianos, incluso a los europeos, en torno a Luis XII en 1509 contra Venecia fue también una forma de frenar el imperialismo veneciano: Ferrara recuperó una parte de Polesina de Rovigo perdida en 1482, el reino de Nápoles los puertos de Bríndisi, Galípoli y Otranto, mientras que el duque de Milán, que era Luis XII, recuperó Brescia. A partir de 1510, Julio II se reconcilió con Venecia e intentó expulsar a los franceses. Aprovechó la situación para ocupar territorios como Reggio, perteneciente al duque de Ferrara y aliado de Francia. Las Guerras en Italia fueron, por tanto, una prolongación de las guerras seculares entre los italianos, donde las ciudades, las familias, los clanes y las potencias rivales desempeñaron su papel recurriendo a Francia o a otros soberanos. Así pues, Alejandro VI en 1494, y después Ludovico el Moro en 1499, no dudaron en recurrir a los turcos para frustrar las ambiciones francesas. Es decir, el Rey Cristianísimo no inventó las alianzas con los impíos tras Pavía.46 Esta llamada a la protección y, por tanto, a la injerencia extrapeninsular fue también una bendición para los condotieros que firmaban condottes,* unas fuentes de ingresos nada despreciables para el duque de Ferrara, el marqués de Mantua o Giovanni de Médicis.47 Y cuando el infortunio se abatió sobre estos italianos afrancesados o españolizados, las potencias ofrecieron asilo a los desterrados y a otros fuorusciti que alentaban el deseo de venganza de Francia.48
Sin embargo, esta hegemonía francesa y este intento de instaurar una monarquía a ambos lados de los Alpes fracasó.
A pesar de toda la literatura que celebra una Italia y una Francia unidas en el amor a la paz y la libertad,49 el Gobierno francés sobre los territorios italianos se reveló enseguida insoportable y la Corona parece que fue incapaz de constituir una monarquía compuesta que respetara todas las particularidades locales. Es más, aunque en esa monarquía moderada francesa existió la práctica de la negociación para establecer consensos, este arte fracasó en parte con las élites italianas.
La incorporación de Génova en 1499 no obedeció tanto a razones dinásticas como a consideraciones financieras y estratégicas. Pues ¿no era esta ciudad la entrada a Italia, dotada de unos astilleros muy útiles para aquellos que deseaban controlar Nápoles? Génova se entregó entre 1396 y 1409, después entre 1458 y 1461 a los Orleans y luego a los angevinos para mantener a raya al imperialismo milanés. El tratado de sumisión de 1499, fomentado por los Fieschi y los Grimaldi, preveía el respeto total a las costumbres, la justicia y el gobierno de la ciudad y no disponía la creación de nuevas instituciones o nuevos impuestos. Únicamente un gobernador sustituía al dogo. Era, por tanto, más un protectorado que una dominación. Sin embargo, en la práctica se subvirtieron los equilibrios. En un momento en el que la República debía poder dirigir su política exterior, Luis XII prohibió el apoyo de Génova a Pisa contra Florencia e involucró a la población en el conflicto contra la Corona de Aragón en 1502 por el control de Nápoles. Las apelaciones al rey a causa de las sentencias de los tribunales de justicia genoveses se implementaron de forma subrepticia y desembocaron en la solicitud de revisión de los juicios, que a menudo se resolvieron de forma favorable para los linajes al servicio de la Corona. El rey animó también a los grandes señores feudales como Fieschi, Grimaldi, Doria o Spínola a controlar directamente la Riviera en detrimento de la autoridad de los Antiguos. Asimismo, puso Savona bajo control francés, a pesar de que era un protectorado de Génova. Esta subversión de las costumbres y este debilitamiento de las autoridades de la República ocasionaron la revuelta de los capette* en 1506 al grito de ¡San Giorgio e libertà! [¡San Jorge y libertad!]. Luis XII realizó, entonces, su viaje a Génova a fin de sofocar la rebelión y entrar en la ciudad como conquistador. Hizo quemar ante sus ojos los libros que contenían los privilegios de la ciudad, reforzó la guarnición y creó una fortaleza, símbolo de dominación y tiranía y se incrementaron las ejecuciones por delitos de lesa majestad. La justicia real subvirtió la justicia local y los órganos consultivos ya solo tenían un papel consultivo. La presencia francesa se había vuelto dominante y vejatoria.50