Escucha a tu corazón - Arwen Grey - E-Book

Escucha a tu corazón E-Book

Arwen Grey

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Beschreibung

Nunca temas lo que te dice tu corazón. Sarah Atwood está en un momento de su vida que cualquiera consideraría un nuevo inicio: su hija ha abandonado el hogar para estudiar, su hermano al fin ha rehecho su vida, ella ha retomado su trabajo a jornada completa, tiene entre manos el artículo que supondrá que su periódico se coloque en primera línea y parece que tiene un admirador secreto. Todo se puede ver desde una perspectiva distinta. De pronto ha pasado a sentirse sola, desbordada y asustada por las notas de alguien que dice ser su "mejor amigo" pero que parece saber demasiado de su vida. El inspector Bryce Algernon se encuentra de repente ayudando a la última persona que acudiría en su busca. Sarah es incapaz de ver que camina sobre un campo de minas y que no saldrá de él con vida sola. Estar tan cerca no ayudará a que supere la atracción que siente por ella desde hace años, a pesar de que Sarah apenas lo soporta. Sarah tendrá que aprender a confiar en la persona más insospechada, y a comprender que el corazón se equivoca pocas veces, que solo hay que saber escucharlo. - Las mejores novelas románticas de autores de habla hispana. - En HQÑ puedes disfrutar de autoras consagradas y descubrir nuevos talentos. - Contemporánea, histórica, policiaca, fantasía, suspense… romance ¡elige tu historia favorita! - ¿Dispuesta a vivir y sentir con cada una de estas historias? ¡HQÑ es tu colección!

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2017 Macarena Sánchez Ferro

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Escucha a tu corazón, n.º 174 - noviembre 2017

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Dreamstime.com.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-197-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

—No somos criminales, querida.

Sarah Atwood levantó la mirada del bloc de notas y miró a su interlocutor, tratando de no parecer incrédula. O al menos no demasiado.

Si todos los hombres que la rodeaban no fueran criminales, o no estuvieran a punto de ser juzgados por ello, ella no estaría allí.

Hacía ocho meses, una redada había interceptado un cargamento de drogas procedente de Colombia en los muelles de Southampton. Unas cuantas toneladas de cocaína, pero también hachís y algo de speed, todo con un valor que rondaría varios millones de libras en el mercado inglés. Para sorpresa de los agentes que se habían encargado de la operación, los colombianos que tripulaban el Madre Flora habían declarado que el dueño de todo aquello no era otro que Gerard O’Hara, ciudadano irlandés, dueño de un pub típico llamado Tara, rico, encantador, y presunto jefe de una de las mayores bandas criminales de Londres.

En un primer momento de hilaridad, los agentes no habían creído en su buena suerte, pero no iban a desaprovechar la oportunidad que llevaban años esperando. Por fin tenían pruebas para meter a uno de los mayores capos de la mafia irlandesa en la cárcel. Tras años de infructuosas redadas, de intentos de que alguien hablara, de búsqueda de pruebas, de operaciones frustradas, un golpe de suerte así… era casi demasiado bueno para poder creerlo. Pero el juez no lo había dudado. Había mandado a O’Hara a prisión preventiva, aunque no había estado allí más que unas horas, teniendo en cuenta que no tenía antecedentes. Había pagado una jugosa fianza y había salido libre. Desde entonces había permanecido a la espera de juicio, con la orden de no salir de Londres. Él había asegurado que era inocente. ¿Pero no hacían lo mismo todos los detenidos pillados con las manos en la masa?

—No es eso lo que dicen los testigos, señor O’Hara —respondió Sarah, manteniendo firme su sonrisa sin compromisos. No quería que la viera ni amedrentada ni impresionada ante su figura, por mucho que aquella fuera una de las mayores oportunidades de su carrera. Llevaba años trabajando en la Gaceta de la City, un periódico pequeño pero ambicioso. Habían llevado reportajes interesantes acerca de la corrupción del gobierno e incluso algún asunto relacionado con guerras extranjeras, pero nunca nada a la altura de aquello. Si jugaba bien sus cartas, esa podía ser su oportunidad de colocarse al fin en la primera línea de la prensa inglesa. O eso era lo que le había repetido su editor, Franklin Donner, al menos veinte veces esa mañana antes de salir hacia allí.

Gerard O’Hara, desde luego, no tenía pinta de criminal. Era uno de esos irlandeses guapos y llenos de encanto, con un acento cantarín y una voz profunda. Lo sabía y lo aprovechaba en su favor. Debía de rondar los sesenta años, pero aparentaba varios menos, a pesar de sus cabellos entrecanos. Estaba en forma y vestía de un modo informal pero impecable, dando una imagen de hombre de fortuna y éxito creado a sí mismo de manual. Pero también era el jefe de la rama londinense de uno de los mayores grupos criminales de Dublín, y había miles de pruebas que lo señalaban así, por mucho que él proclamase su inocencia. La interceptación de ese cargamento de drogas no era la única. Había habido peleas, ajustes de cuentas, tiroteos, rumores acerca de tráfico de armas. Y cosas peores. Así que, por mucho que afirmase con una sonrisa a prueba de bombas que él y sus amigos allí presentes, cual guardia de corps o ángeles de la guarda, no eran criminales, todo aquello sonaba, cuanto menos, a broma de mal gusto. Por lo pronto, se cuidaban de lucir un aspecto de matones, con las culatas de las pistolas bien visibles bajo las cremalleras abiertas de sus chaquetas de cuero.

Junto a O’Hara, el que se había presentado como su abogado y que era el que se había puesto en contacto con la Gaceta de la City para concertar aquella entrevista, Michael O’Connell, emitió una sonrisa burlona y apartó la mirada al notar la suya. La sorprendió que fuera tan joven. Debía de rondar algo más de treinta años y vestía un traje caro y seguramente cortado a medida. Lucía también un corte de pelo estudiado para potenciar un físico, si no atractivo, sí agradable. Parecía estar a disgusto allí, jugueteaba sin cesar con su bolígrafo y con la cremallera de la carpeta que llevaba bajo el brazo, cruzando y descruzando las piernas sin parar. A su lado, su jefe parecía mucho más centrado que él, y también más maduro y profesional en todos los aspectos. Sarah se preguntó qué había llevado a alguien como O’Hara a contratar a un tipo tan falto de temple como él.

Durante unos instantes se preguntó de quién había sido la idea de llamar al periódico, si suya o del jefe. El abogado, desde luego, no parecía demasiado contento con su presencia allí.

Reprimió una sonrisa. Estaba acostumbrada a cierta reticencia por parte de la gente a la que tenía frente a ella. Siempre parecían tener miedo de contar demasiado, de que todo lo que dijeran fuera a salir publicado. Por suerte para O’Connell, no era él del que tenía que hablar, porque estaba segura de que ocultaba algo por su modo de evitar su mirada.

Volvió a centrarse en O’Hara cuando él emitió un chasquido burlón con la lengua. Él sí parecía tranquilo y casi diría que a gusto. Hablaba sin reservas, con naturalidad. Tal vez demasiada. Quizás era cierto que no tenía nada que ocultar. Pero ella desconfiaba por naturaleza en la gente que parecía demasiado abierta y sincera, sobre todo cuando la llamaban para que escuchase su verdad.

—No creerá de verdad que las cosas en la vida real son así de sencillas, ¿verdad? «Las drogas son de O’Hara» —dijo el irlandés en un espantoso acento colombiano que hizo reír a sus hombres—. Cualquier poli con dos dedos de frente habría desconfiado nada más escucharlo y habría mirado en dirección contraria. En cualquier película de tiros eso sonaría a trampa de los malos.

Sarah entrecerró los ojos al escuchar sus palabras. En su momento a ella también le había parecido demasiado casual aquella confesión, rayana en el ridículo. Cierto que los colombianos podrían querer deshacerse de toda posible responsabilidad, pero no entendía que no temieran las represalias por parte de su jefe… si es que de verdad lo era. Y en el caso que no lo fuera, ¿quién no temería a uno de los más poderosos cabecillas mafiosos? Solo quien estuviera o se creyera bien protegido por alguien más fuerte, quizás.

Detrás de ella, el flash de la cámara de Anders Quick la sobresaltó. Se suponía que no podía tomar fotos a no ser que le dieran permiso explícito para ello, pero a O’Hara no pareció molestarle, más bien al contrario, porque lo miró con una sonrisa de anuncio y le hizo un gesto con la mano, invitándolo a tomar otra, esta vez posando. Anders no se hizo de rogar. O’Hara era fotogénico, y nunca se sabía cuándo podría volver a tener la oportunidad de tener tan cerca a una eminencia… aunque fuera a una del mundo del hampa.

Sarah aprovechó la sesión de fotos para repasar sus notas. No podía decirse que tuviera mucho con lo que trabajar. Le había costado meses de trabajo llegar hasta allí, y tenía poco más que aquello con lo que había llegado. O’Hara era tan hermético como simpático. Hablaba mucho, pero decía poco, lo cual era, probablemente, el motivo por el que seguía vivo y era el cabecilla de la organización que presidía.

Ahogó un gesto de frustración. Era innegable que era importante haber logrado esa entrevista, pero llegar a la redacción con ese material sería lo mismo que no haberla conseguido.

Después de meses pidiendo una entrevista, declaraciones, cualquier cosa, sin conseguir nada, ese hombre había llamado a la redacción justo ahora que quedaba un mes para iniciar la vista para su juicio. No sería la primera vez que un criminal acudía a la prensa para contar su versión al público, buscando limpiar su imagen. En el caso de O’Hara, además, había miles de datos que no acababan de cuadrar, y él lo sabía. Le había parecido todo demasiado precipitado, pero no había podido negarse. O’Hara no le daría dos oportunidades, y lo sabía.

En todo caso, por mucho que hablara en la entrevista contando su versión, la policía lo quería fuera de las calles y al fin tenían los medios para lograrlo. Dudaba que pudiera librarse, por mucho que proclamara su inocencia a los cuatro vientos. De todas formas, viendo lo que tenía, tampoco tenía pinta de que fuera a hacerlo. Por ahora tenía poco menos que nada. Detalles sin importancia. Si de verdad quería que esa entrevista sirviera para algo, tendría que poner algo de su parte, se dijo, reprimiendo una sonrisa.

Evitó mirar al reloj. Su gesto sería interpretado, con razón, como un símbolo de inseguridad, y bastante le había costado que la tomaran en serio por el hecho de ser mujer.

Por increíble que pareciera, aún en el siglo XXI, la primera pregunta que le había hecho ese hombre había sido si estaba casada y tenía hijos. Siendo irlandés y católico practicante, no debería extrañarle, pero tenía la sensación de haber perdido varios puntos ante él por el hecho de ser madre soltera. Con una hija en su primer año en la universidad y más que encarrilada, le parecía ridículo que todavía hubiera alguien capaz de cuestionar sus capacidades por no haber tenido un anillo nupcial en su dedo antes de concebir.

—Supongo que no tendrá usted prisa, mujer —dijo O’Hara captando su inquietud a su pesar. Al parecer no era tan hierática como ella pretendía—. No tiene usted un marido que la espere en casa… Hasta Michael encontró una buena mujer que lo enderezó un poco —añadió, señalando al abogado con una sonrisa burlona—. Debería haberlo visto hace unos años. Su padre decía que acabaría en una cuneta con un tiro en la cabeza y, mírelo, ahora ocupa su lugar.

Ella bajó la vista, obviando el tono condescendiente del irlandés, tanto al dirigirse hacia ella como al hablar de su abogado. Procuró que su rostro no mostrara que se sentía ofendida, pero supo que no lo había logrado al escuchar la risita irritante de O’Hara.

Sarah se preguntó si de verdad trataba de insultarla o solo se burlaba de ella. No era tan mayor como para no saber que hoy en día las mujeres se valían por sí mismas. A su alrededor, todos sus hombres sonreían también. Incluso Anders lo hizo, lo que le valió una mirada acerada por su parte. Frente a ella, el abogado volvió a cruzar las piernas, con una sonrisita irritante pintada en los labios, como sintiéndose satisfecho de su humillación, sin darse cuenta de que lo insultaba más a él que a ella misma. Con las palabras de su jefe había comprendido al fin lo que hacía allí: ocupaba un puesto heredado que, casi seguro, no merecía. Si había alguien que no estaba a la altura en ese lugar, ese era él.

Se preguntó si ese tipo era el que iba a representar a O’Hara en el juicio. Si era así, le deseaba toda la suerte del mundo.

Con un dejo de revanchismo, decidió no responder para no darle la satisfacción de que siguiera fastidiándola, aunque O’Hara no se dio por aludido y volvió a la carga.

—Siempre puedo buscarle un buen mozo irlandés que le caliente la cama en las noches frías. Mis chicos también se sienten solos a veces. Ciáran está soltero y creo que es virgen todavía. Una mujer como usted seguro que tendría mucho que enseñarle.

Un hombretón le dio una palmada al tipo que estaba justo a su lado, amenazando con tirarle. El que supuso que se trataba de Ciáran la miró con una sonrisa de disculpa antes de apartar la mirada. Algo le decía que, con esa sonrisa y esos ojos azules, era imposible que fuera virgen.

—Apuntaré a Ciáran en mi agenda de amantes, gracias, señor O’Hara. Es muy amable por su parte preocuparse por mi salud sexual —dijo, con una sonrisa que no llegó a sus ojos—. Y ahora, volviendo al tema que nos interesa: tengo entendido que no tiene usted ningún oficio conocido. Cuénteme quién podría tener motivos para acusarle a usted, un honrado ciudadano, de ser el dueño de aquel cargamento de drogas y qué ganaría con usted en la cárcel…

 

 

—¿Estás loca? Ese hombre podría habernos matado y hacernos desaparecer y nadie se habría molestado en buscarnos siquiera.

Sarah siguió caminando, alejándose del Tara como si fuera el mismísimo infierno. Puede que no quisiera admitirlo ni ante sí misma, pero había perdido al menos cinco años de vida por culpa del miedo que había pasado en esa maldita taberna irlandesa que era la tapadera de una banda criminal. En el fondo, se dijo que tenía suerte de que O’Hara se hubiera tomado su desafío como una broma. Había salido viva con su fotógrafo, cuando podía haber salido en cachitos y escondida en una maleta rumbo al Támesis. Pero había salido sin una exclusiva y con poco más que migajas. Por mucho que lo había intentado, lo único que había conseguido por parte de O’Hara había sido una promesa, que para ella no valía nada, de que él no tenía conocimiento del cargamento del Madre Flora, de que todo parecía un plan para desacreditarle, y de que él jamás sería tan estúpido para contratar a gente que desembuchaba al ver al primer poli. Cuando llegara a la redacción, tendría que admitir que el trabajo de meses no había servido de nada. Como mucho, podría escribir un reportaje basado en «Tal vez», «Puede ser» o «Quizás»… Y ese no era su estilo. Si lo pensaba bien, leyendo entre líneas, O’Hara había admitido que él planeaba mejor sus golpes, pero no le servía de nada saberlo si no tenía pruebas.

Apretando los dientes, se dijo para qué diablos los habían llamado para aquello. Todo lo que había dicho era de dominio público y no le ayudaría para nada, si era lo que pretendía.

—Tú no es que me hayas servido de mucha ayuda —dijo, sin volverse hacia Anders, que corría tras ella, sosteniendo como podía el material fotográfico.

Llovía, pero a Sarah no le importaba pisar los charcos. Llevaba unas botas recias y viejas. Un poco de lluvia no las arruinaría más de lo que ya lo estaban. Tal vez debería haber acudido vestida de un modo más femenino para sacarle algo a ese tipo, pensó durante unos segundos. Parecía de esos que creían que el lugar de una mujer era una cocina o un paritorio. Una falda corta y unos tacones podían hacer milagros con la lengua de un hombre así. Tal vez, si volvía a llamarla…

El ruido de unos pasos la hizo girarse. No pudo reconocer a quien corría por culpa de la lluvia. Se apartó el pelo empapado de la cara y entrecerró los ojos.

Por primera vez se dio cuenta de que el callejón donde se encontraba la salida de emergencia de la taberna irlandesa debía de ser el más limpio de todo Londres, y de que había varias cámaras de seguridad a la vista, y quizás varias más ocultas. No había ni contenedores ni basura. Nada que pudiera servir para ocultar explosivos, o a alguien que vigilase el local.

Miró al hombre que se acercaba. Era alto y fuerte, y lo parecía más con la cazadora acolchada que llevaba, que además ocultaba a su vez un chaleco antibalas con toda probabilidad. Ciáran no jadeaba al llegar a su altura, a pesar de la carrera. No se inmutó por la lluvia que aplastaba el cabello claro contra su cráneo. No sonreía esta vez, pero no pareció especialmente desagradable al hablar.

—No vuelva.

Sarah soltó el cabello empapado, que volvió a caer sobre su cara sin remedio. Sentía la ropa pesada sobre el cuerpo, el agua penetrando ya hasta la piel. A pesar de ser verano, no hacía calor ni mucho menos y la temperatura se asemejaba más a la de un día de finales de otoño.

—¿Es una orden de su jefe?

Él sonrió como antes, en la taberna. Era una sonrisa rápida, que tal vez podía llegar a ser cálida, pero que no lo era en ese momento. Ahora era más bien dura y amenazante. Sarah lo imaginó cumpliendo órdenes crueles y sangrientas de O’Hara sin inmutarse. Algo se revolvió en ella con ese pensamiento.

Ciáran le tomó una mano y le puso un objeto pequeño y duro en ella antes de cerrarle el puño y soltarla.

—No vuelva —repitió.

Se marchó como había venido, tras un leve gesto de despedida con la cabeza, que no supo si había sido solemne o amenazante.

Sarah no tuvo la oportunidad de decir nada. Para cuando pudo reaccionar, él ya había desaparecido tras la puerta metálica de la taberna, tan empapado como ella.

—¿Qué quería? —preguntó Anders tras ella.

Se giró hacia él. Había llegado hasta el coche y había dejado el equipo allí. Hasta se había hecho con un paraguas y la miraba sonriente, protegido bajo él, sin pensar que ella se estaba empapando bajo el agua helada.

Sarah abrió la boca para responder, pero sintió el papel que él había dejado en su mano. Abrió la nota y la leyó, con sorpresa.

Diga que le he dado mi número.

Sonrió con incredulidad, porque no entendía nada. ¿Por qué tenía que decir algo tan absurdo?

—Me ha dado su número de teléfono —dijo, sin embargo, sorprendiéndose a sí misma por su desparpajo a la hora de mentir.

Se guardó el papel en el bolsillo y su compañero le guiñó un ojo con picardía.

—No hemos sacado nada, pero al menos has hecho una conquista.

Sarah le arrebató el paraguas y le dio un codazo.

—No seas idiota, seguro que su jefe le ha mandado para callarme la boca con sexo salvaje irlandés.

Capítulo 2

 

Estabas guapa ayer con esa blusa verde. Hacía juego con el broche con rosas que te compró tu hermano. Tu mejor amigo.

 

Sarah sintió deseos de destrozar el pequeño papel que había encontrado en el buzón, pero, en un impulso, lo dobló, lo volvió a meter en el sobre, y se lo metió en el bolsillo de la chaqueta.

Llevaba un par de meses recibiendo notas similares en el buzón. Algunas eran breves y otras más largas y rebuscadas, llegando a incluir un horario con casi todas sus actividades del día. Pero las que más la asustaban eran esas, las que indicaban que había estado tan cerca como para notar algo tan personal como que llevaba el broche que le había regalado su hermano Colin por su cumpleaños.

Y la cosa no quedaba ahí. También había recibido algún correo electrónico. Apenas decían nada, salvo un parco «Hola. Tu mejor amigo», pero sabía que su objetivo era asustarla o ponerla en guardia. Quería que supiera que la tenía controlada por esa vía también. Solo habían sido tres o cuatro, como si el desgraciado tuviera miedo de que pudiera rastrear su dirección o su IP, pero habían cumplido su misión a la perfección: cada vez que abría su correo personal le temblaban las manos durante unos segundos por si veía el nombre de algún remitente extraño. Desde luego, no era que no lo hubiera pensado, pero siempre había sido una negada para ese tipo de cosas. En casa era Valeria la encargada de poner en funcionamiento todo tipo de aparatos electrónicos y, desde que se había marchado a Escocia para su primer año de universidad, se peleaba con el portátil y el móvil para conseguir realizar la más mínima tarea. Hasta había tenido que rogarle a Richard Lawrence, el informático del periódico Gaceta de la City, que aunara todas sus direcciones de correo electrónico, aunque oficialmente estaba prohibido, para poder llevar el trabajo con más facilidad. Con amabilidad, y un cierto aire de superioridad, Richard le había dicho que hasta un tonto sería capaz de trabajar desde casa en esas condiciones. Ella no lo había visto tan sencillo, porque recibía todo el correo mezclado y sin filtrar, pero había acabado por acostumbrarse a ello.

Lo cierto era que la ausencia de Valeria tenía su lado bueno, y era que tenía más tiempo para centrarse en su trabajo, que había tenido un tanto abandonado durante unos años. Había sido duro intentar concentrarse en su carrera y criar a la vez a una hija adolescente, mientras su hermano se obsesionaba con la muerte de su prometida. Por suerte, todo parecía haberse encarrilado para Colin tras haber conocido a Livia. Su hermano casi parecía haber olvidado para siempre su melancolía y se había volcado otra vez en la escritura, y su pequeña ya no lo era tanto.

Por algún estúpido motivo, Valeria había decidido estudiar periodismo en Edimburgo, aprovechando para recuperar el tiempo perdido con su padre. No era que hubieran estado separados en realidad, pero no se habían visto tanto como hubieran deseado por culpa del trabajo y otras circunstancias. Ahora Dex había rehecho su vida con otra mujer y era padre de dos muchachitas revoltosas, y Valeria quería saber lo que se sentía viviendo con una familia de verdad. A su pesar, Sarah no podía reprochárselo, pero la echaba de menos. Había sido demasiado tiempo viviendo las dos solas, con la sombra oscura de Colin cerca. Ahora era todo distinto. Mejor, sin duda, pero distinto.

Con un suspiro, miró el reloj. A esa hora, ya debían de haberse reunido todos en casa de Colin y Liv para comer. Desde que había vuelto a trabajar a jornada completa, llegar tarde a todas partes se había convertido en una desagradable costumbre para ella. Y aun y todo, siempre dejaba algo pendiente para hacer. Echó una última mirada a su alrededor antes de salir y apretó los labios. Tendría tiempo de repasar sus notas para el artículo sobre O’Hara en el taxi. Seguía sin tener nada, pero todavía buscaba un enfoque imaginativo para poder sacarle jugo a lo que tenía. Al cerrar y meter las llaves en el bolsillo, su mano se topó con el sobre con el anónimo. Sintió un escalofrío, pero, por algún motivo, lo dejó allí. Al volver a casa, lo guardaría con los demás.

 

 

—Tarde.

Sarah se acercó para darle un beso a su hermano, que se estaba quitando el delantal con dibujos de gatos que Valeria le había regalado por su último cumpleaños. Según ella, lo había visto en una tienda del Soho y le había parecido igual a Mephisto, el gato de Livia, y no había tenido otro remedio que comprarlo. Colin, con un gesto magnánimo, se lo había puesto al instante, incapaz de negarle un capricho a su única sobrina.

—Por algo decía mamá que eras el listo de la familia, hermanito —murmuró Sarah al oído de Colin, apretándolo levemente contra sí, como si todavía no pudiera creer el cambio que se había efectuado en él y tuviera que tocarle para comprobarlo.

Colin sonrió, como si supiera cómo se sentía. De vez en cuando todavía aparecía alguna vieja sombra en su mirada, pero Livia había efectuado un hechizo sobre él y no escaparía con facilidad, ni aunque quisiera hacerlo.

—Dejad de restregarme que sois la familia perfecta y poned la mesa, tengo hambre.

Livia Edwards se acercó a Sarah por detrás y la empujó con poca delicadeza, despojándola de la chaqueta por el camino. Al colocársela sobre el brazo, vio que algo caía al suelo. Lo recogió sin mirarlo y se lo metió en el bolsillo del pantalón, escuchando distraída la charla de los dos hermanos.

—Deberías escuchar hablar a tu sobrina. Ya balbucea como una chica del norte. Tiene un acento atroz.

Colin puso los ojos en blanco.

—No digas eso. Históricamente, el acento escocés se ha considerado uno de los más sexys del mundo.

Sarah emitió una risa más similar a un quejido.

—¿Sexy? Te juro que, si tuviera que acostarme ahora mismo con Dex, tendría que pedirle que no abriera la boca.

—¿Qué dirían su mujer y sus hijas? Además, tendrías que esmerarte, ya no eres la chiquilla encantadora que eras.

Sarah le lanzó un trozo de pan por encima de la mesa, que él esquivó con agilidad.

—Todavía estoy de buen ver, Colin Atwood. Hoy mismo un tipo se ha ofrecido a buscarme marido… o amante, no lo tengo muy claro. Creo que marido, me temo que se trata de alguien bastante conservador.

Él enarcó una ceja.

—Tal vez deberías haber aceptado, Sarah. Piensa que ya tienes una edad…

Livia se levantó y evitó mirarles, lo que hizo que los dos la miraran a ella.

—¿Postre?

 

 

—No le hagas caso. Tiene una especie de complejo por no poder recuperar el tiempo perdido.

Livia sorbía su té de canela y acariciaba a Mephisto con la misma concentración que le dedicaría a podar un rosal enfermo. En esas ocasiones, comprendía que Colin se sintiera a gusto con ella, porque era del tipo de persona que te cala sin darte cuenta, con suavidad, pero para siempre.

—Es complicado no hacerlo cuando todo el mundo te insiste en ello. Es como si no pudiera existir nadie soltero de más de 40 años.

Livia la miró con una sonrisa fugaz antes de volver a sorber el té. Mephisto se había deslizado de su regazo hasta el de Sarah, como para consolarla.

A Sarah no le apasionaban los gatos, pero Mephisto, como su dueña, era especial. Nadie podía odiar a un animal así.

—Tú no tienes más de 40.

—Tengo casi 41.

—Y qué más da. Creía que eras feliz así.

—Y lo soy.

—Pero…

—Sería más feliz si todos los hombres con los que hablo no me dijeran tonterías acerca de mi edad y mi estado de soltería. O tal vez debería hablar de mi celibato, más bien. A nadie le parece mal que haya hombres de mi edad solteros, o hasta más mayores. A todo el mundo le parece admirable, pero en una mujer es malo y… sospechoso —añadió, entrecerrando los ojos.

Livia rio, sobresaltando a Mephisto, que saltó del regazo de Sarah y se perdió en el salón, buscando a Colin, que estaba perdido en su silencioso mundo de letras.

—No creo que debas darle más importancia, siempre y cuando estés bien. ¿Lo estás?

Sarah se encogió de hombros, pero no pudo evitar la mirada de Livia durante mucho tiempo. Si había algo de ella que odiaba, era su capacidad para hacer confesar sus secretos a cualquiera que hablara con ella durante más de diez minutos. Si lo había conseguido con Colin, que era la persona más hermética que conocía, se temía que era poca víctima a su lado.

—Echo de menos a Val.

Livia dejó a un lado su taza y se levantó de su sillón para sentarse junto a ella. La abrazó con fuerza cuando Sarah empezó a llorar. Al ir a sacar un pañuelo del bolsillo del pantalón, sintió que algo caía al suelo.

Al recogerlo, vio que se trataba del sobre que había caído antes del bolsillo de la cazadora de Sarah.

Sarah palideció al verlo y se lo arrebató de la mano.

—¿De dónde lo has sacado?

—Se te ha caído antes, cuando…

—¿Lo has leído?

—¡No, claro que no! —Algo en su expresión de alivio la puso en guardia—. ¿De qué se trata?

—No es asunto tuyo.

La sonrisa de Livia estuvo muy lejos de ser cálida al escuchar esas palabras.

—El día en que tu hermano decidió meterme en su vida, hizo que todos vuestros asuntos fueran míos también, así que me temo que eso no me vale.

Sarah apretó los labios. Livia era su amiga y alguien en quien sabía que podía confiar.

—No quiero que se lo digas a nadie —dijo, tras unos segundos de duda.

Livia negó con la cabeza.

—No puedo prometer algo así. La experiencia me ha enseñado que es mejor pedir ayuda a tiempo antes que tener algo que lamentar.

Sarah le dio un codazo, molesta.

—Dios, deberías escucharte a ti misma. Eres odiosa. Tan perfecta que das asco.

Livia sonrió, sabiendo que Sarah estaba muy cerca de rendirse y confesar.

—Yo también te considero mi amiga, Sarah.

Sarah suspiró y cerró los ojos. Cuando los abrió y empezó a hablar, parte de la seguridad de Livia se evaporó como por ensalmo, aterrada al pensar que algo terrible volvía a acosar a alguien a quien amaba, ahora que todo parecía haber acabado, pero al menos tuvo segura una cosa: Sarah ya no estaría sola, y ella se encargaría de ello.

Capítulo 3

 

—Estás ahogando a ese helecho.

Bryce Algernon se sobresaltó y estuvo a punto de soltar la regadera, dejando su despacho perdido de agua vitaminada y apestosa.

A esas alturas de su vida, debería estar más que acostumbrado a las intempestivas visitas de Livia, pero esa mujer era algo así como una fuerza de la naturaleza: imprevisible y de efectos devastadores. Le había costado un mundo admitir que tendría que vivir sin ella a su lado y siempre había creído que sería infeliz por ello, pero empezaba a asumir esa idea e incluso disfrutaba a su lado. Curiosamente, tenerla como amiga no le parecía un premio de consolación. Si había alguien que se la merecía más que él, ese era Colin Atwood, aunque no lo demostrase sonriendo más que dos veces por semana.

—Sigo al pie de la letra tus instrucciones.

Livia enarcó una ceja y se acercó, soltando todo lo que llevaba sobre su escritorio, sin importarle que lo que hubiera allí fueran informes policiales de vital importancia para la seguridad ciudadana.

—Sigues al pie de la letra lo que te parece que yo te dije, Bryce. Desde luego, yo jamás te dije que fuera conveniente regar los helechos cada día —dijo, hundiendo un dedo en la tierra empapada—. Esto parece un pantano.

Él se apartó a un lado y cruzó los brazos mientras la miraba arrastrar la planta desde la repisa hasta el suelo, sacar el plato de debajo y echar el agua sobrante en la papelera, preguntándole si tenía algo que pudiera usar como secante.

—No es que no esté encantado de verte, querida, pero dime que no has venido para reñirme por maltratar mis plantas. Es casi la hora de comer y tengo hambre.

Livia levantó la vista del helecho, que lucía unas manchas marronáceas en las puntas de las hojas, y lo miró de arriba abajo con una mueca irónica.

—Recuerdo que hacía falta una gran cantidad de comida para mantener en forma ese cuerpo.

—Hay cosas que no cambian —respondió Bryce, estirándose, agotado—. Deja los primeros auxilios y salgamos a que nos dé el aire.

Ella miró sus manos sucias de tierra y recordó a qué había ido allí.

—Voy a lavarme —dijo, dirigiéndose al lavabo a toda prisa, preguntándose de pronto si había hecho bien al mentirle a Sarah.

Aunque también recordaba que no le había prometido guardar su secreto, se sentía culpable por haber acudido allí. Lo que estaba claro era que no le perdonaría acudir justo a Bryce, después de los problemas que había tenido con su hermano. Cierto que al final los habían solucionado, y que tenían una relación cercana a la amistad a causa de ella, pero con Sarah era distinto. A ella todavía le costaba entender que Bryce había cumplido con su deber y que a veces no había podido hacer otra cosa, a pesar de su frustración. Cada encuentro casual era una pesadilla para todos, pero Livia no sabía a quién más acudir. Si había alguien que supiera qué hacer, alguien que pudiera ayudarla, era Bryce.

Y Sarah ni siquiera tenía por qué enterarse de que lo sabía.

Al regresar, más tranquila, él ya estaba listo para salir.

En momentos como ese, recordaba cómo lo había odiado al conocerlo… y cómo casi había caído en la tentación por culpa de la estupidez de Colin. Si lo hubiera conocido solo unos días antes, no sabía qué podría haber ocurrido, y prefería no pensar en ello. Bryce era su mejor amigo, la persona por la que era capaz casi de cualquier cosa y una de las pocas con las que podía contar para lo que fuera. Solo Colin era tan especial para ella.

—Venga, suéltalo. No habrías venido a buscarme si no fuera algo gordo de verdad. —Bryce detuvo la mano con la taza de té a medio camino entre la mesa y su boca, con los labios fruncidos, como si todavía estuviera soplando para enfriar el ardiente líquido—. Dime que Atwood no ha vuelto a meterse en un lío, porque creo que esta vez no voy a ayudarle. Prefiero robarle a su chica mientras él se pudre en la cárcel.

Livia rio mientras le apretaba la mano por encima de la mesa.

—Serías incapaz de hacer algo así. Además, sabes que le llevaría pasteles con limas a prisión, y no tendrías otro remedio que meterme adentro a mí también. Seríamos una trágica pareja de enamorados. Nos haríamos famosos y escribirían libros sobre nosotros.

Él bajó la taza y cruzó las manos bajo la barbilla, contemplándola en silencio.

—¿Por qué tengo la sensación de que intentas alargar el asunto todo lo posible? ¿De qué se trata? ¿Multas, impuestos?

Livia apartó la mirada. Su sonrisa se había ido difuminando hasta desaparecer del todo.

—En realidad, no se trata de mí, es… una amiga.

Bryce bufó. Colocó las manos planas sobre la mesa y sacudió la cabeza.

—Si supieras la de veces que me han hablado de «amigos» y «amigas» que hacen «cosas», pero luego resulta que…

Livia lo detuvo con un ademán.

—Bryce, por favor, no bromeo. Está asustada, y creo que es serio. Yo… creo que no me lo ha contado todo, pero no es de las que se asusta con facilidad.

Él calló y apretó los labios mientras la escuchaba. Ella le habló de los anónimos y de los correos electrónicos, pero le dio pocos datos más.

—¿Eso es todo lo que sabes? ¿Has visto las cartas?

—No. Ella me dijo que tenía más, pero no las he visto.

—¿Y estás segura de que existen?

—¡Claro que sí! Es alguien de absoluta confianza.

Bryce se acercó y la miró a los ojos, pero ella trató de rehuir su mirada. En esas ocasiones se sorprendía de lo firme que podía llegar a resultar.

—¿Quién es? ¿Por qué no ha denunciado los hechos?

Livia se apoyó contra el respaldo, mirándolo con los ojos entrecerrados.

—No confía demasiado en la poli.

—¿Tiene antecedentes?

—¡Claro que no!

Bryce emitió un siseo entre los dientes.

—Entonces no lo entiendo. Si no lo denuncia, no podemos ayudarla. ¿Por qué se empeña la gente en solucionar sus problemas sin acudir a los profesionales? Todo el mundo cree que la vida real es como en la tele, que se arregla todo como por arte de magia —siguió hablando, hasta que vio que Livia tosía. Solo entonces se dio cuenta del cambio en su expresión. Había enrojecido y evitaba su mirada.

—Mierda, Liv, no me digas que no sabe que estás hablando conmigo.

—Bryce, por favor…