Escudo de gorriones - Devney Perry - E-Book

Escudo de gorriones E-Book

Devney Perry

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Beschreibung

SER EL GORRIÓN NO ES UN HONOR. ES UNA TRAMPA. En el principio, los dioses enviaron monstruos al mundo para mantener a los humanos humildes. Pero Odessa jamás necesitó un recordatorio de su insignificancia. Hija del Rey Dorado y hermana del Gorrión, su destino siempre fue permanecer en las sombras. Hasta que el príncipe Zavier del reino de Turah llegó a la corte con la cabeza de siete monstruos y, según un antiguo tratado, exigió como pago una esposa: Odessa. De la noche a la mañana, la joven no solo se ha vuelto el Gorrión de su reino, sino también una espía de su padre, que busca invadir la secreta capital de Turah antes de que una migración monstruosa deje un tendal de muerte a su paso. Sin formación ni entrenamiento, Odessa sabe que es un caso perdido. Especialmente cuando parte de su misión es asesinar a la mano derecha del príncipe, el Guardián. Invencible, incorruptible, extremadamente seductor. Mientras atraviesa una tierra plagada de monstruos, ¿podrá ser una buena reina, esposa y espía? ¿O sucumbirá a las provocaciones del Guardián?

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Veröffentlichungsjahr: 2025

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SER EL GORRIÓN NO ES UN HONOR.

ES UNA TRAMPA.

 

Hace mucho tiempo, los dioses liberaron monstruos sobre los cinco reinos de Calandra para recordarle a la humanidad lo insignificante que era su existencia. Pero Odessa no necesitaba ese recordatorio. Hija del Rey Dorado y hermana del Gorrión, su destino siempre fue permanecer en las sombras.

Hasta que el príncipe Zavier del reino de Turah llegó a la corte con la cabeza de siete monstruos y, según un antiguo tratado, exigió un pago: una esposa. Odessa.

De la noche a la mañana, la joven no solo se ha vuelto el Gorrión de su reino, sino también una espía de su padre, que busca invadir la secreta capital de Turah antes de que una migración monstruosa deje un tendal de muerte a su paso.

Sin formación ni entrenamiento, Odessa sabe que es un caso perdido. Especialmente cuando parte de su misión es asesinar a la mano derecha del príncipe, el Guardián. Invencible, incorruptible, extremadamente seductor.

Mientras atraviesa una tierra plagada de monstruos, ¿podrá ser una buena reina, esposa y espía? ¿O sucumbirá a las provocaciones del Guardián?

DEVNEY PERRY

Es una autora superventas del Wall Street Journal y USA Today, con más de cuarenta novelas románticas publicadas. Tras una década trabajando en la industria tecnológica, dejó atrás las llamadas de trabajo y los cronogramas de proyectos para dedicarse a su verdadera pasión: la escritura.

Nació y creció en Montana, y actualmente vive en Washington con su esposo y sus dos hijos.

Foto de la autora: © Hailey Booth

Dedicado a los personajes que alguna vez se hicieron presentes.

A aquellas historias que han sido nuestra brújula.

A esos riesgos que asumimos. A esos sueños que seguimos.

Confía en tus alas.

Capítulo uno

¿Y si saltaba?

Estaba parada al borde de un acantilado escarpado, a la merced de este reino, retorciendo los dedos de mis pies descalzos sobre la tierra. Una fuerte ráfaga de viento podría empujarme hacia delante o hacia atrás. El más leve temblor de la tierra me haría caer.

O volaría.

¿Y si saltaba? ¿A alguien le importaría?

No. Yo no. No la princesa inadecuada de Quentis.

Doce metros abajo, las olas rompían contra el muro de rocas grises y el agua salpicaba su espuma blanca en todas direcciones. Quería saltar. Quería hundirme en ese océano azul. Quería liberarme de las expectativas de los demás solo por un bendito momento.

Pero, si lo hacía, llegaría tarde. Y si llegaba tarde, estaría en un buen lío.

Margot me haría la vida imposible si faltaba a la reunión con los guerreros turanos que mi padre había invitado a Quentis, así que no saltaría. Y mucho menos ese día.

Me alejé de la cornisa. La tentación.

Aunque la realidad era que no me necesitaban para toda esa parafernalia. Mae se encargaría de embelesar a nuestros invitados.

Ella era la verdadera princesa de Quentis.

Mi media hermana había sido presionada durante toda su vida para ocasiones como esa. Para esa actuación. Tarde o temprano, ella sería la reina de Turah y ese día era su oportunidad de aprender sobre algunos temas futuros antes de casarse con el príncipe heredero más adelante ese mismo año.

Así que mi asistencia es completamente irrelevante.

De todos modos, me he esforzado mucho para no hacer enfadar a mi madrastra, Margot… y a mi padre. Puede que no sea su hija favorita o la princesa más querida, pero yo también tenía una corona en mi dormitorio. Y ese día era para mostrarles a los turanos lo brillantes que podían ser nuestras coronas.

Me encogí de hombros cuando me alejé otro paso del acantilado, y luego otro más, mientras mis pies se hundían en el césped y me acercaban a los zapatos oscuros que me había quitado antes. Sin embargo, antes de calzarme, el estruendo de unos cascos de caballo hizo que me girara hacia el camino.

El sonido se volvió más fuerte y entendí que, sin duda alguna, un jinete estaba acercándose en mi dirección, probablemente para buscarme.

—Maldición. —¿Estaba llegando tarde?

Margot había hablado sin parar durante el desayuno sobre los eventos del día antes de la presentación ante los turanos, pero apenas la había escuchado.

Los guerreros habían llegado tarde el día anterior, pasado el anochecer. El grupo de élite no había asistido a la cena ni a las reuniones. ¿A propósito? Era probable.

No los culpaba. Tampoco podía juzgarlos por no haber abandonado el ala del castillo donde se estaban quedando, ya fuera para descansar de su largo viaje por el Krisenth o para evitar la pomposidad de la realeza. Pero, quisieran o no, habría un espectáculo. Y sería el momento de Mae para brillar.

Mientras los turanos hacían lo que fuera que solían hacer cuando visitaban otros reinos, las criadas estaban terminando de preparar a Mae.

Recibiría un baño y mil atenciones. Disfrutaría de un masaje con aceites aromáticos y tratarían su piel con los más finos tónicos de todo el continente. Mae usaría un vestido en el que su costurera había trabajado todo un mes para que lo luciera en el banquete de esa noche.

Mae. Todo giraba en torno a Mae.

Dudaba mucho que a los hombres les importara el bordado o el encaje de su vestido, pero ¿qué iba a saber yo? Mae sería su futura reina, no yo. Mi única obligación era estar presente.

A tiempo.

En la letanía de instrucciones de Margot durante el desayuno, figuraba mi nombre, la única vez que lo había pronunciado.

No llegues tarde, Odessa.

No llegaba tarde siempre. Algunas veces, pero no siempre. Y la mitad de las veces nadie lo notaba.

Me puse uno de los zapatos y, haciendo a un lado mi vestido largo, rápidamente me puse el otro. Ya estaba calzada cuando el jinete apareció por la colina y avanzó hacia el acantilado.

Banner apareció en toda su gloria sobre la montura. Su cabello castaño claro y corto estaba peinado sin ningún mechón fuera de lugar, y traía una expresión vacía.

¿Era algo bueno? ¿O significaba que estaba en problemas porque mi prometido había abandonado sus responsabilidades como general para venir a buscarme?

Banner tiró de las riendas y el semental se detuvo. Con gran habilidad, se bajó de la montura y acercó su caballo en mi dirección con un paso firme e intimidante.

—Princesa —dijo con seriedad, mientras sus ojos castaños no se apartaban de los míos. A pesar de su austeridad, una sonrisa amenazaba con aparecer desde la comisura de sus labios.

—Ya estaba volviendo —levanté una mano—. Lo juro.

—¿Lo decidiste antes o después de que me escucharas venir? —levantó una ceja—. Vas a llegar tarde.

Iba a llegar tarde. Lo que significa que no estaba llegando tarde. Todavía. Uff.

—Prometo llegar a tiempo —dije—. No tenías que venir a buscarme.

—De hecho, salí a pasear.

—Ah. —Entonces eso significaba que quizá nadie sabía que había salido del castillo. Podría regresar sin que nadie lo notara y cambiarme de ropa a toda prisa.

Banner ya llevaba puesto su uniforme formal para la reunión. Los botones dorados de su casaca aguamarina eran tan brillantes como los chapiteles del castillo en la distancia. Llevaba sus cuchillos favoritos en su cinturón de cuero. Mi padre usaría prácticamente el mismo uniforme, aunque él prefería una espada. El vestido de Mae para esa noche había sido diseñado con distintos tonos de aguamarina y celeste. Margot probablemente usaría su color insignia, el azul.

Mi vestido, al igual que todos mis otros vestidos, sería gris.

Algún día, cuando Margot no estuviera a cargo de mi armario y mi padre no me mirara con desdén durante cada comida, usaría el rojo. O el verde. O el negro. O el amarillo.

Cualquier color menos el gris.

—¿Sabes? Puedes ver la ciudad desde la ventana de tu cuarto en lugar de venir aquí —dijo.

—Pero desde aquí tengo una mejor vista.

La luz del sol atrapaba los destellos ambarinos de los ojos de Banner, un color vívido en contraste con el castaño de sus iris. Ese ámbar era el color típico de todas las personas nacidas en Quentis.

Su mirada deambuló hacia el castillo detrás de nosotros y luego se posó sobre la ciudad que se extendía por la costa junto al acantilado.

Los edificios blancos de Roslo prácticamente brillaban a la luz del atardecer. Las calles de la capital estaban repletas de personas y carros. Había numerosos barcos en los muelles y las aguas tranquilas de la bahía eran de un color aguamarina que resplandecía bajo los destellos de luz brillantes. Las banderas de Quentis, de ese mismo color aguamarina, se mecían al viento en las torres del castillo. La más larga de todas ellas lucía el emblema real bordado: una ballesta envuelta en hojas y tallos de trigo.

Mi padre consideraba que la vista desde el balcón de su sala del trono era inigualable, pero yo prefería ver mi ciudad desde ese lugar.

El castillo era mi hogar, pero ese acantilado era mi santuario. Ese era el único lugar en donde el aire no estaba saturado de juicios y no había guardias plantados en cada rincón, listos para informar de mis errores a Margot.

Desde ese lugar, podía sentir la sal que brotaba del agua. El aroma de los alimentos y las especias que traía el viento desde los mercados en la plaza. En los días tranquilos como ese, podía escuchar los sonidos del muelle y el clamor de las calles. Cuando tenía tiempo, traía un diario y dibujaba las distintas vistas.

La mirada de Banner se detuvo sobre tres barcos de madera atracados en la bahía. Las velas de un color verde oscuro contrastaban con los detalles aguamarina de la flota de Quentis.

—¿Los has visto? —pregunté—. ¿A los turanos?

—Todavía no. Pero acabo de reunirme con tu padre. —Tensó la mandíbula—. Me informó de que el Guardián ha venido con ellos.

—El Guardián —repetí, quedándome boquiabierta mientras se me hacía un nudo en el estómago—. El Guardián. ¿Está aquí? ¿En Roslo?

—Eso parece —contestó Banner con la voz entrecortada.

Diablos, eso sí era malo. Esa era la razón por la que mi prometido había salido a cabalgar.

Podíamos no estar enamorados, podíamos no ser los amigos más cercanos, pero había algunas cosas de las que estaba segura de mi prometido. Era una persona que nunca pondría en juego su lealtad hacia mi padre. Amaba el estatus que le otorgaba su rango y su compromiso con una princesa. Y odiaba al Guardián.

—Lo siento. —Intenté acercarme a él, pero hizo un leve gesto para apartarme y se pasó una mano por el cabello—. ¿Irás a la reunión?

—Soy el general de la legión de tu padre. ¿Tú qué crees?

¿Era tan difícil contestar solo sí?

Quizá, una vez que nos casáramos, dejaría de tratarme como a una niña. Aunque, considerando la diferencia de quince años entre nosotros dos, no tenía muchas esperanzas de que eso ocurriera.

Se frotó la barbilla con fuerza, un poco enfadado.

—Rézale a Carine para que mantenga la compostura.

Le rezaría a la diosa de la paz para que estuviera con nosotros todo el día.

—Obtendré mi venganza —dijo, más para sí mismo que para mí, y el hombre frío y sereno que debía ser mi prometido se desvaneció. Su cuerpo entero parecía vibrar por la ira. Sus manos se cerraban y abrían a cada lado de su cuerpo, como si estuviera ansioso por sacar un cuchillo—. Te lo aseguro.

—Banner —le advertí—. Si el Guardián ha venido con los turanos es porque mi padre lo ha invitado. No es momento para hacer locuras. No puedes atacarlo mientras…

—¿Te piensas que no lo sé?

Retrocedí cuando me gritó en la cara. No era la primera vez que un hombre proyectaba su mal temperamento hacia mí. Tampoco sería la última. Y había aprendido que era más fácil dejarlo pasar que pelear.

—Lo siento.

—Soy consciente de que no puedo hacer nada más que quedarme quieto a un lado y darles la bienvenida a esos huéspedes a nuestro reino. Que debo estar en la sala del trono de tu padre y conocer a esas personas inmundas que destruyeron a mi familia. Merezco que me sirvan la cabeza de ese bastardo en un plato, pero no puedo hacer nada. Nada. Sé muy bien en qué momento estamos, Odessa.

Me quedé quieta mientras pronunciaba mi nombre con ira.

—Vas a llegar tarde —dijo entre dientes.

—Está bien —asentí, bajando la mirada hacia sus botas pulidas.

Banner suspiró y recuperó la compostura. Luego pasó un dedo por mi barbilla y me levantó la cara hasta que nuestros ojos se encontraron. La ira en sus iris se iba desvaneciendo lentamente.

—Lo siento. Estoy frustrado.

—Es comprensible.

—¿Quieres que te lleve de regreso? Puedo dejar la cabalgata para otro momento.

—No —dije esbozando una sonrisa suave—. Ve. Iré caminando.

Si estuviera en su lugar, creo que también querría despejarme la cabeza.

¿Por qué lo obligaría mi padre a asistir a esa reunión? Él sabía que el Guardián había matado al hermano de Banner. Que habían peleado por una mujer en Turah y que esa pelea había terminado con su muerte. Cuando llegó la noticia sobre el asesinato de su hermano a Quentis, destruyó por completo a su madre, hasta el punto de que la mujer se quitó la vida el año pasado.

Al parecer, mi padre podía ser tan insensible con su amado general como lo era con su hija mayor.

—Te veo más tarde —dijo—. No llegues tarde, princesa.

Banner pasó un nudillo por mi cuello y se dirigió hacia su caballo. Se sentó en la montura y desapareció sin mirar las colinas onduladas y los campos extensos que rodeaban Roslo.

Esperé a que estuviera fuera de la vista y luego, suspirando, empecé a caminar por el sendero que llevaba hacia la entrada trasera del castillo. Desde allí, podría escabullirme por una entrada lateral y subir la escalera a mi habitación en la tercera planta.

Mi habitación gris.

La habitación de Mae estaba pintada de azul claro, el color perfecto para la novia virginal que pronto se casaría con un príncipe. Quien cumpliría su rol según el tratado comercial de Calandra que mantenía a los cinco reinos en paz.

Ella era el Gorrión.

Pero Mae estaba lejos de ser un ave dulce y delicada. No llegaría virgen a la noche de su boda. Era gracioso que los guardias nunca informaran sobre sus idas y venidas, no cuando se revolcaba con su capitán.

Miré sobre mi hombro hacia el acantilado y el océano que se extendía hacia el horizonte.

¿Qué había ahí afuera? Mae lo descubriría. Después de la boda, iría a Turah.

—Mocosa suertuda.

Nunca en la vida había estado celosa de Mae. Era la hija favorita de nuestro padre. Cuando había llegado el momento de elegir al Gorrión, no fue ninguna sorpresa que eligiera a Mae. Ella era el orgullo y la alegría de Margot. Ella tenía una madre y yo tenía un fantasma. Aun así, nunca la envidié, ni una sola vez.

Hasta ahora.

Porque pronto se iría y descubriría el reino más allá de las puertas de Roslo y las costas de Quentis.

Iba a extrañar a mi media hermana. Desde el día que Margot la puso en mis brazos cuando yo tenía cinco años, Mae había sido mía. Peleaba conmigo por todo. Me molestaba sin parar. No era amable ni agradecida. Era un dolor de cabeza enorme, pero era mi hermana.

Iba a extrañarla.

Pero esperaba con ansia el momento de su partida.

Quizá cuando su sombra se marchara, tendría algo de libertad. O quizá no. Tal vez los únicos momentos de paz que tendría el resto de mi vida estaban en ese acantilado.

En ese momento, una brisa sacudió mi cabello revuelto y un mechón se metió en mi boca. Lo escupí, no sin antes sentir el sabor amargo de la tintura castaña que Margot me hacía usar todas las semanas. Mis rizos salvajes nunca se mantenían dentro de la trenza, sin importar cuánto los retorcieran y tensaran las criadas. La única vez que mi pelo cooperaba era cuando estaba mojado.

El océano me llamó. Me detuve y me giré.

¿Y si saltaba? ¿Alguien lo notaría?

No. Nadie lo notaría. Una sonrisa apareció en mi boca.

Empecé a correr hacia el acantilado. Mi vestido de color gris apagado se mecía detrás de mí mientras corría, cada vez más rápido, sacudiendo los brazos, impulsándome con todas las fuerzas con mis piernas. No pensé. No dudé. En un momento, mis pies estaban anclados a la tierra.

Al siguiente, estaba volando.

Capítulo dos

El agua se escurría por el dobladillo de mi vestido empapado, dejando un rastro de gotas detrás de mí, mientras me escabullía andando de puntillas por la galería del ala este del castillo. El corazón me latía con fuerza y la adrenalina fluía por todo mi cuerpo después de haberme lanzado por el acantilado.

Tenía dieciséis años cuando salté por primera vez. Un grupo de jóvenes sirvientes habían ido a ese lugar una tarde de verano calurosa y yo los seguí por curiosidad. Y me quedé mirando desde lejos cómo, uno por uno, saltaban por la cornisa.

Cuando todos nadaron hacia la orilla y regresaron al castillo, me armé de valor y me acerqué al acantilado. Me llevó varias horas evaluar la caída antes de finalmente saltar. Cuando me hundí en el agua fría y empecé a patalear sin parar para salir a la superficie, juré que nunca volvería a hacerlo. Pero una semana más tarde, después de que el maestro de armas me regañara por mi ineptitud con el arco, fui nuevamente a ese lugar.

Lo había declarado como propio.

Siempre que necesitaba sentirme valiente, sentirme libre y viva, ese acantilado era mi salvación.

El día de hoy no era la primera ni la última vez que me escabullía por el castillo empapada. El mar me había robado mis zapatos y mis pies descalzos rechinaban sobre los pisos blancos de mármol, mientras me abría paso por la galería desierta.

Mis oídos se mantenían alerta ante el más mínimo sonido mientras pasaba entre tapices y pinturas. Esconderme quizá no era necesario. Nadie venía a esta galería, en especial Margot.

No le gustaba el arte de ese lugar en particular. Era demasiado desagradable para su gusto.

Cada obra mostraba a los crux de generaciones pasadas. El mural más grande había sido pintado después de la última migración, hacía casi treinta años, cuando las inmensas águilas monstruosas habían surcado los cielos de Calandra y asesinado a nuestra gente.

En la pintura, un ave de plumaje cobrizo había partido a un hombre por la mitad con su enorme pico y sus entrañas colgaban de su boca abierta. Sus garras, más afiladas que cualquier espada, estaban clavadas en el corazón de una mujer que había aplastado con todo su peso. Los cuernos gruesos y puntiagudos del ave estaban embebidos en sangre y entrañas.

Margot no estaba equivocada. Esta galería sí era violenta. Y quizá después de vivir una migración, tampoco volvería a poner un pie en ese lugar.

Las escrituras decían que los dioses antiguos, Ama y Oda, crearon a los animales de Calandra como un obsequio para los humanos, como compañeros para compartir este reino. La Madre y el Padre estaban orgullosos de sus hermosas creaciones. Los llenaron de alabanzas y gloria.

Pero ese orgullo enfureció a los hijos de los dioses y, en un ataque de celos, los dioses nuevos, los Seis, crearon animales propios. Fue así como los Seis crearon depredadores a imagen y semejanza de los animales de Calandra, aunque sus variaciones eran mucho más hermosas. Mucho más poderosas. Mucho más letales.

Esos monstruos eran un recordatorio para humanos y animales por igual de que éramos frágiles e insignificantes. Y no había ningún monstruo más temible que los crux.

La primera vez que vi esas obras, ese agobiante mural, vomité en una maceta que albergaba un helecho. La siguiente migración llegaría pronto, así que me había obligado a volver a esta galería una y otra vez hasta que las escenas no me revolvieran el estómago.

Cuando viera al crux volar por primera vez, estaría preparada para la devastación que nuestro pueblo enfrentaría.

Los dioses realmente se habían superado con su creación.

Había monstruos, y luego estaba el crux.

Según las predicciones de los estudiosos, la próxima migración llegaría la siguiente primavera. Dentro de menos de un año. Yo podía protegerme dentro de las paredes del castillo, pero muchos no tenían ese lujo.

Aparté la vista del mural, doblé en una esquina y estaba a punto de correr el último tramo hacia la escalera cuando casi choco con un cuerpo. Logré retroceder a tiempo para no golpearme con él.

—Lo sien… —empecé a decir, pero la disculpa murió en mi boca cuando vi que era el sacerdote Voster. Tomé una bocanada de aire brusca y mi asombro resonó por las paredes a medida que me alejaba del emisario de mi padre.

Me miró sin parpadear desde su altura imponente. Me llevaba una cabeza y sus hombros huesudos quedaban por encima de mí. Tenía puesta una túnica borgoña, cuya tela caía sobre su cuerpo desgarbado hasta unos tobillos y pies tan desnudos como los míos. Las uñas, tanto de los dedos de sus manos como de sus pies, se veían gruesas y agrietadas con un tinte verde oscuro. No tenía cabello, tampoco cejas, y su piel era de un blanco pálido frío. Su nariz aguileña descansaba casi en ángulo recto sobre sus labios delgados sin color.

Mi criada favorita decía que la piel del sacerdote le daba escalofríos, pero eran sus ojos los que hacían que un frío gélido descendiera por mi espalda. Eran unas lagunas sólidas, insondables y sin pupilas, del mismo color verde profundo que sus uñas.

Las pesadillas se creaban en esos ojos.

No me importaba lo que dijeran sobre la hermandad. Los Voster eran un terror mucho peor que cualquier monstruo que acechara en los cinco reinos.

El poder que irradiaba de su cuerpo hacía que me meciera incómoda sobre mis talones. La magia de los Voster chisporroteaba a mi alrededor. Era una sensación vertiginosa. Nauseabunda. Era como saltar del acantilado, solo que a un vacío sin fondo. Sin un final para ese vacío que sentía en mi interior o el vacío bajo mis pies.

Se suponía que los humanos no tenían acceso a la magia.

Me tragué la necesidad de gritar a medida que su poder raspaba y rasgaba la piel desnuda de mis brazos.

El Voster inclinó la cabeza hacia un lado, como un ave, mientras miraba mi ropa húmeda. Levantó una de sus manos huesudas y extendió un solo dedo. Con un movimiento rápido de su muñeca, toda el agua brotó de mi cabello.

Giró alrededor de mi cara, mientras las gotas se mezclaban y se elevaban hasta formar una bola de agua cristalina sobre mi cabeza. Empezó a estirarse a lo ancho y se aplastó hasta formar un círculo con un hueco en el centro. Varias puntas brotaron del agua, como si estuviera siendo atraída hacia el techo abovedado.

Giró y giró sin parar hasta que el sacerdote convirtió el agua en una corona sobre mi cabeza.

Mi padre decía que la hermandad de los Voster a menudo usaba su magia sobre los fluidos para entregar un mensaje, que manipulaban el aire, el agua y la sangre para hacer declaraciones.

Bueno, fuera lo que fuese el significado de esa corona de agua, no iba a pedirle al sacerdote que me lo explicara. Me marché a toda prisa en busca de la escalera y subí por la primera que encontré. Subía los escalones de dos en dos, con la falda empapada hecha una bola en mis manos. En el descansillo de la escalera, miré hacia atrás.

Los ojos oscuros del sacerdote seguían esperando.

Otro escalofrío se posó sobre mis hombros antes de sujetar la baranda y obligarme a subir. No fue sino hasta que llegué al segundo piso que la sensación de tener cientos de arañas caminándome por la piel empezó a difuminarse.

Me froté las mangas del vestido mojado, como si pudiera quitarme el hormigueo de la piel.

¿Por qué el sacerdote no podía secar el vestido en lugar de mi cabello? Eso habría sido útil. Ahora podía sentir el cabello encrespado.

Adiós a mi intento de hacerme una trenza con el cabello húmedo.

Los Voster eran otra razón por la que no quería ir a esa reunión con los turanos.

Los sacerdotes rara vez visitaban el castillo, pero, seis días atrás, sin advertencia alguna, el emisario de mi padre había llegado. Cada vez que me lo cruzaba, me iba con una sensación de gran incomodidad.

¿Qué hacía aquí? Quizá la hermandad se había enterado de que mi padre había contratado a los guerreros turanos o quizá había venido por el Guardián.

Los Voster eran elusivos y evitaban a la mayoría de las personas. Al menos, eso es lo que creía, considerando que el único sacerdote que había visto era el emisario de mi padre y, en sus visitas, se quedaba cerca del castillo.

Ni siquiera estaba segura de cuántos Voster componían la hermandad. ¿Cientos? ¿Miles? Había solo un único libro en la biblioteca del castillo sobre los Voster y era corto. Muy, muy corto.

El emisario de mi padre venía para los eventos políticos importantes, bodas significativas y funerales reales. Probablemente para asegurarse de que todos se comportaran debidamente y siguieran las condiciones de los tratados mágicos de Calandra.

Una vez le pregunté a un tutor qué hacían en realidad los Voster, además de poder controlar los fluidos con su magia y confeccionar juramentos de sangre para los reyes. También le pregunté si los sacerdotes eran humanos que habían heredado la magia o si eran algo completamente distinto. Me respondió que eso era complicado, es decir, que él tampoco lo sabía.

Mi padre parecía estar en buenos términos con su emisario, pero tampoco parecían ser amigos cercanos.

Bueno, cualquiera que fuera la razón por la que el sacerdote había venido ese día, yo estaba deseando que partiera lo más pronto posible. Con suerte, se iría en cuanto los turanos abandonaran Roslo y regresaría al lugar que los Voster consideraban su hogar, estuviera donde estuviese. Otro misterio sobre su gente. Nadie sabía dónde vivían.

La sola idea de un pueblo entero de Voster, calles y edificios saturados de su magia me hacía sentir muy incómoda.

Tuve una sensación exasperante en la nuca, como si me estuvieran observando. Me di la vuelta, esperando encontrar al sacerdote, pero estaba sola en la escalera.

—Y claramente paranoica —murmuré mientras subía el último escalón hacia el salón central del tercer piso.

—¿Por qué estás mojada? —La pregunta de Margot me tomó por sorpresa y apoyé la mano con fuerza sobre el pecho—. ¿Y qué le ha pasado a tu cabello?

Solté una exclamación quejumbrosa. Adiós a escabullirme sin que me vieran. Maldición.

—Lo siento, Margot.

Era culpa del Voster, bicho raro. Por lo general, revisaba el pasillo para asegurarme de que estuviera vacío antes de cruzar a mi habitación. Pero esta vez había estado tan distraída por la sensación punzante de la magia del sacerdote que no presté atención.

—Odessa. —No había ninguna otra persona en Calandra capaz de conseguir que sintiese tanta exasperación al decir mi nombre como mi madrastra.

—Estaré lista enseguida. Lo prometo.

Sus ojos azules eran como el océano y los destellos ambarinos de sus iris eran tan afilados como dagas, mientras señalaba la puerta de mi cuarto.

—Ya estás llegando tarde.

—Todavía no.

Mi madrastra resopló cuando pasé a su lado en dirección a mi cuarto.

—Bueno, sí, casi tarde.

—Apresúrate. —Me siguió a mi habitación y a mi vestidor. Mientras me recogía el cabello, que estaba demasiado seco, demasiado rizado y no demasiado castaño, sobre un hombro, sus dedos empezaron a desabotonarme el vestido.

—No hace falta que te quedes —dije—. Brielle o Jocelyn pueden ayudarme. Tiró del último botón con tanta fuerza que lo arrancó y este rodó por el suelo.

—¿Ves a Brielle o a Jocelyn por alguna parte?

—Bueno, no. —Mi cuarto estaba vacío y la ropa de dormir que me había quitado esa mañana todavía estaba tirada en el suelo junto al biombo.

Mis criadas habían sido reasignadas para ayudar a Mae o estaban espiando a los turanos. Me decantaba por pensar que era lo último.

—Están ocupadas en el ala sudeste —dijo Margot.

Vaya. ¿No era ahí donde se estaban quedando los turanos?

—Esos tipos han ensuciado de tierra todos los pasillos.

¿Tierra?

—Pero ¿no cruzaron el Krisenth en barco? ¿Cómo se ensuciaron?

—Odessa. —Ahí estaba esa irritación otra vez.

—Está bien. Dejaré las preguntas para después.

—Por favor —dijo Margot, empujándome hacia delante y colocándome detrás del biombo con el corsé de mi vestido presionado hasta mi pecho.

El vestido cayó con pesadez cuando lo apoyó por encima del biombo.

El hecho de que Margot hubiera podido encontrar un tono de gris más apagado que el último era, de hecho, bastante sorprendente. Fruncí los labios cuando me empecé a poner la falda.

—Tendremos que teñirte el cabello. Otra vez. Y no tenemos tiempo —El repiqueteo de su pie era como si te estuvieran dando bofetadas en la mano—. Nadando. Vestida. ¿Por qué eres así? ¿Por qué no puedes tener un pasatiempo normal como la arquería o ir a cabalgar?

Amaba dibujar y pintar, pero ¿apreciaba Margot mi arte? No. Se irritaba siempre que me manchaba los dedos con carbonilla u óleos.

Quería que fuera como Mae. Que me gustaran las espadas y las peleas. Esos eran pasatiempos aceptables para su hija, su princesa. Pero el arte y nadar, ambas actividades relativamente aburridas, eran problemáticas y molestas.

Sí, había estado nadando. Sí, quizá debería haber esperado al día siguiente. Al menos, Margot no sabía exactamente cómo había llegado al agua. Nadie lo sabía.

Si alguien descubría que estaba lanzándome desde ese acantilado, me caería el infierno encima.

—Estoy apurándome —le aseguré—. Perdí la noción del tiempo.

—Muchachita, llevas mi paciencia hasta el límite.

—Lo siento, lo siento, lo siento. —Sin importar cuántas veces me disculpara, no había ninguna diferencia, pero eso nunca hacía que dejara de intentarlo.

Salí con los dientes apretados, toda vestida de gris.

—Date la vuelta.

Le di la espalda para que pudiera abrochar los botones del vestido.

La tela se ajustaba a mis costillas y mis pechos. El cuello dejaba al descubierto las clavículas y la garganta, y las mangas caían sobre la punta de mis dedos. La falda se inflaba alrededor de mi cintura, meciéndose de un lado a otro con mis movimientos.

En cualquier otro color, habría sido un vestido hermoso. En gris, prácticamente combinaba con el suelo de piedra. Quizá esa era la idea.

—El cabello —dijo Margot, chasqueando los dedos y señalando el tocador. Se paró detrás de mí cuando tomé asiento.

Vacilé un momento antes de pasarle el peine. En sus manos, era un arma que empuñaba bastante a menudo. El cuero cabelludo me dolía horas después de que terminara la tortura.

—No hace falta que hagas eso. Yo me encargo. Estoy segura de que Mae te necesita más que yo.

—Ella está… ocupada.

Ocupada. Lo que significaba que estaba con el capitán de la guardia para su revolcón de la tarde.

¿Por qué estaba bien que Mae tuviera un poco de diversión antes de la reunión con los turanos y yo fuera castigada por nadar un rato en el mar?

La hipocresía en el castillo era agobiante.

Margot me quitó el peine de la mano y lo arrastró por mis rizos, tirando con tanta fuerza que tuve que sujetarme del asiento para que no me tirara al suelo. Una vez que quitó la mayor parte de los nudos, chasqueó los dedos con su mano libre.

—Tintura.

Extendí la mano hacia el frasco de ópalo en el tocador, lo destapé y me ahogué con el olor punzante de la tintura. El olor se iría en algunos minutos, pero cielos, esa primera inhalación me quemó la garganta.

Aplicó la tintura sobre mis raíces hasta que mi color natural quedara apagado. Hasta que las mechas anaranjadas, rojas, cobrizas y caramelo desaparecieron. No se salvó ni un solo mechón y, cuando me miré en el espejo, vi el color castaño de siempre.

No me molestaba, de verdad que no. Margot decía que combinaba bien con mi cara, que hacía resaltar las pecas sobre mi nariz y las vetas doradas de mis ojos.

Pero, en gran medida, creía que era porque el rojo le recordaba mucho a mi madre.

Yo me parecía mucho a mi madre.

—Nunca en la vida conocí a alguien tan inclinada a buscar problemas —dijo Margot, lanzando el peine hacia un lado y empezando a trenzarme el cabello—. Podrían haberte comido los tiburones.

—No hay tiburones tan cerca de la orilla.

—¿Sí? Y supongo que tampoco hay anguilas medularias. ¿Ya has olvidado por qué están aquí los turanos?

—No —murmuré.

Los turanos habían venido a matar los monstruos que estaban destrozando las rutas comerciales del reino desde hacía un año. Lo que había empezado como ataques aislados escaló y, para el verano, solo uno de cada tres barcos lograba llegar a su destino. En cada ataque, las anguilas medularias no dejaban sobrevivientes.

Antes de ese último año, antes de que empezaran a atacar a nuestros barcos, se creía que solo vivían en las aguas profundas del Marixmore, lejos de donde navegaban nuestros barcos. ¿Por qué cambiaron de hábitat? ¿Los monstruos avanzaron hacia el continente en busca de comida? ¿Había un nuevo depredador que los empujaba hacia las costas de Roslo?

¿Los dioses habían creado monstruos más aterradores que los crux?

No solo perdíamos nuestros cargamentos, sino que los mejores marineros de Quentis se ahogaban o eran devorados por las medularias. Se estaba volviendo imposible, y muy caro, convencer a cualquiera de que navegara por el Krisenth.

Había que asegurar las rutas comerciales. Los granos que cosechábamos y vendíamos a Laine, Génesis, Ozarth y Turah debían ser entregados antes de que cualquiera de los reyes considerara esos cargamentos perdidos como un insulto, como un incumplimiento del tratado, como una proclama de guerra.

Nadie podía costear un conflicto de esas características, no cuando la migración de los crux estaba tan cerca.

Teníamos que abastecernos de recursos. Tener armas, alimento y provisiones listos para cuando llegaran los monstruos. Solo los dioses sabían la destrucción que traerían. No podíamos perder nuestros barcos con trigo, maíz y cebada, mucho menos cuando ya habíamos recibido armas y madera a cambio de esos granos.

Los soldados de Quentis habían intentado matar a las medularias, pero los monstruos eran tan despiadados y astutos como cualquier guerrero. Se movían a la velocidad del relámpago y el hueso rígido que brotaba de su cráneo podía atravesar por completo la estructura de un barco. Nuestros hombres habían logrado matar algunos ejemplares, pero no suficientes. Esas criaturas terroríficas seguían hundiendo nuestros barcos.

Por esa razón, mi padre contrató a los turanos. Para purgar el Krisenth de las anguilas medularias. ¿Cómo? No tenía ni idea.

—¿Crees que van a poder matarlas? —pregunté a Margot.

—Bueno, si las seis bestias muertas que están colgadas en el muelle desde esta mañana son indicativas de algo, entonces diría que sí.

—¿Qué? ¿Ya se han cargado algunas? —Me enderecé en el asiento—. ¿Cuándo?

—Las trajeron anoche cuando llegaron.

Si lo hubiera sabido, no hubiera saltado del acantilado y hubiera ido directo a los muelles. Nunca había visto una de esas anguilas míticas en persona, solo en los libros.

—¿Son muy grandes? ¿Son azules?

Margot resopló.

—Estás más entusiasmada por seis monstruos muertos que por tu propia boda con Banner.

No se equivocaba. Había faltado a más reuniones de planificación que a las que había asistido.

Me giré.

—¿Cómo crees que han podido liquidarlas?

—Odessa —dijo con brusquedad, girándome la cabeza hacia el espejo—. Quédate quieta.

¿A quién le importaba mi cabello? Ese día no era para mí. Nadie se preocuparía por mí. De todos modos, mantuve la boca cerrada y dejé que Margot siguiera haciéndome la trenza.

Antes de que mi madre muriera, Margot había sido su criada y, como yo heredé el cabello de mi madre, Margot era bastante hábil para controlar los rizos.

—He visto a Banner antes —esperé que los ojos azules de Margot se cruzaran con el dorado de los míos en el espejo—. Me dijo que el Guardián ha venido con los turanos.

—Sí —dijo frunciendo el ceño.

El Guardián.

Un hombre que se rumoreaba que era más despiadado y mortal que cualquier criatura creada por los dioses.

Las noticias del Guardián llegaron a las costas de Quentis tres años atrás y, desde entonces, aparecieron incontables historias sobre su origen.

Algunos creían que había despertado de una tumba en Turah y era más un fantasma que un ser mortal. Otros decían que era la encarnación de Izzac, que el dios de la muerte se había cansado de su trono y se había disfrazado de hombre para atormentar a la humanidad solo para divertirse. Y otros aseguraban que había recibido sus poderes directamente de los dioses antiguos.

Era más un mito que un hombre y las historias sobre él se propagaban por el continente como un incendio fuera de control.

—¿Qué significa que esté aquí? —le pregunté a Margot.

—Significa que no deberías deambular sola sin tus guardias. Significa que no deberías llegar tarde. —Trabajó enfadada, tensando con fuerza cada mechón de la trenza. Incluso mi cabello parecía estar en contra de la farsa de ese día. Cuando el tercer mechón se soltó alrededor de mi sien, levantó las manos y se rindió.

—No tengo tiempo para esto. Termina y ve a la sala del trono. —Se marchó hacia la puerta, meciendo la falda de su vestido cobalto por detrás de ella.

Al pasar junto a una ventana, la luz del sol se reflejó en las joyas de su corona. Su cabello sedoso y dorado caía como paneles pulidos sobre sus hombros y espalda. Parecía flotar más que caminar y mantenía la barbilla en alto. Podía no haber nacido en una familia de la realeza, pero Margot Cross era en todo sentido una reina.

Y su hija también lo sería.

Una vez que mi madrastra se marchó, me miré en el espejo y me desplomé en el asiento.

En tiempos como esos, deseaba ser más joven. Deseaba tener la edad de Arthalayus. Mi medio hermano pasaba sus días en la enfermería, ignorando dichosamente sus obligaciones. Bueno, pero, como heredero al trono de mi padre, Arthy algún día firmaría un juramento de sangre de lealtad con mi padre, casi como la mayoría de los herederos en los cinco reinos de Calandra, y pronto tendría más obligaciones que las que yo podría tolerar.

Pobre muchacho.

A pesar de la diferencia de veinte años entre nosotros, esperaba que viniera a verme si alguna vez necesitaba escapar de las exigencias de mi padre y Margot. Hasta entonces, Mae y yo toleraríamos esa carga.

Mi cabello era un desastre, a pesar del intento de Margot de hacer una trenza, pero luché con terquedad hasta que solo algunos mechones sueltos enmarcaron mi rostro. Una vez colocados los lazos de satén en cada punta, me puse la corona que tenía en el tocador y la acomodé sobre mi cabeza.

Era pesada y el metal estaba frío, parecía implacable. Tenía cientos de joyas ambarinas resplandecientes incrustadas en el oro brillante.

Esa corona era lo único en mí que no era gris.

Por todos los dioses, odiaba el gris.

Enderecé la espalda y adopté la postura que mis tutores de etiqueta me habían enseñado desde los tres años. Me miré en el espejo y una princesa me devolvió la mirada.

Una princesa que estaba llegando tarde.

Capítulo tres

Entré despacio por la entrada lateral de la sala del trono y contuve el aliento mientras me acercaba en silencio a Margot y Mae a la izquierda del estrado.

—Bienvenidos. —La voz de mi padre sonaba tan fría como el espacio largo y reverberante. Solía elegir una atmósfera fría probablemente porque a menudo coincidía con su humor.

La luz penetraba a través de los vitrales y cubría el suelo de mármol con distintos tonos azules, verdes y amarillos. Todos estaban reunidos en el centro de la sala y el trono dorado de mi padre estaba vacío sobre el estrado. Había más guardias que de costumbre. Cuatro en lugar de dos situados en cada puerta.

La mirada del rey no se apartó en ningún momento de los hombres que estaban frente a él, pero, sin lugar a dudas, se había dado cuenta de que había llegado tarde. Me regañaría por eso más tarde.

Margot y Mae se alejaron del grupo de hombres y se situaron una a cada lado del rey, algunos metros por detrás suyo, coronadas y pulcras. La hija era tan hermosa como la madre. Si bien mi hermana era una copia de mi padre en cuanto a su terquedad y su férrea voluntad, era casi una réplica exacta de Margot en cuanto a su aspecto físico, desde su nariz hasta la punta estrecha de su barbilla.

¿Yo me parecía a mi madre? Deseaba tener algo para recordar su cara. Murió cuando yo apenas era una bebé y mi padre ordenó que quitaran sus retratos de todos los salones. La única razón por la que sabía que había heredado su cabello era por la manera en que Margot lo maldecía. Pero, lamentablemente, no tenía idea de si tenía su misma nariz, su barbilla o su boca.

Cuando me detuve junto a Margot, me miró con desaprobación y luego volvió a centrar su atención en los hombres.

Había cinco turanos de torso fornido de pie uno al lado del otro como una pared. Cada uno era un pilar de músculos perfectos y fuerza bruta. Cielos, eran enormes.

Banner medía un metro ochenta, pero, en comparación con esos hombres, era delgado y desgarbado. Incluso mi padre, que era el hombre más grande que jamás había visto, no podía competir contra la estatura y la fuerza de los turanos.

Con razón habían logrado matar a las anguilas medularias.

Los turanos no llevaban ropa elegante, aunque tampoco esperaba que un grupo de guerreros llevara trajes hechos a medida o botas relucientes. Llevaban pantalones de cuero que se amoldaban a sus piernas robustas. Sus chalecos pardos estaban llenos de herramientas y cubrían unas túnicas de algodón de color marfil que se ajustaban a sus bíceps marcados. Cada uno de ellos llevaba unos brazaletes de cuero en las muñecas. Dos de los hombres tenían unos tatuajes intrincados y oscuros en sus antebrazos.

Cada uno de los turanos llevaba cuchillos y espadas que colgaban sobre su espalda. Un hombre tenía tres dagas en la cintura. Parecían listos para la guerra, no para una cena con la realeza.

De hecho, resultaba bastante sorprendente que mi padre los hubiera dejado entrar en la sala del trono con tantas armas. Por lo general, se les pedía a todos los invitados que las dejaran afuera antes de tener una audiencia con el rey. ¿Los turanos se habían negado? ¿O los guardias ni siquiera se habían atrevido a pedírselo?

—Antes de empezar con las presentaciones —la voz grave de mi padre resonó en la sala—, me gustaría ofrecerles mi gratitud por sus servicios. Mis hombres me han notificado que han traído seis medularias en sus barcos. No esperaba que actuaran tan rápido. Por eso, tienen mi más profundo agradecimiento.

El hombre de las dagas se cruzó de brazos. Tenía una barba tupida de color bronce y trenzada bajo la barbilla.

—Solo hemos hecho lo que nos ha pedido.

Había algo que no podía identificar con claridad en el tono del hombre. Una cierta condescendencia que hizo que mi padre tensara su mandíbula cuando levantó la mano y chasqueó los dedos.

La misma puerta lateral por la que me había escabullido hacía algunos minutos se abrió y entraron dos guardias con un cofre tan grande que yo podría meterme en su interior y dormir una siesta. Lo colocaron en el centro de la sala, destrabaron la tapa y, al abrirla, dejaron al descubierto cientos de monedas de Calandra.

Jamás había visto una cantidad de monedas así. Suficiente oro y plata para alimentar todas las bocas de Roslo durante meses.

Un guerrero turano de piel morena y unos ojos oscuros profundos se acercó al cofre y se agachó para inspeccionar su contenido. Su cabello negro mostraba muchas trenzas largas que llevaba atadas en la nuca. Levantó una moneda y la hizo girar en el aire. Cayó sobre las otras con un sonido metálico.

¿Era ese el Guardián?

—¿Quiere que las cuente, Su Alteza? —preguntó mientras se levantaba y regresaba a donde estaba el resto.

Espera. ¿Qué? ¿A quién llamaba Su Alteza?

El guerrero situado en el centro de la fila negó con la cabeza.

Pero no era un guerrero, ¿verdad? ¿Era el príncipe heredero?

Nunca había visto a un príncipe turano, pero debía ser Zavier Wolfe.

El heredero al trono turano.

El futuro esposo de Mae.

Vaya, eso sí fue una sorpresa. Si Margot también estaba sorprendida, no lo dejó entrever. Tampoco Mae. Claramente, me había perdido algo por haber llegado tarde.

El príncipe Zavier estaba en Roslo. Y el Guardián también estaba en Roslo.

¿Qué estaba pasando? Se suponía que sería una reunión breve y una oportunidad para que mi padre pudiera pagarle al comando turano que había contratado. ¿Ahora era una presentación real? ¿Todos lo sabían menos yo? Eso explicaba por qué estaba aquí el sacerdote Voster.

Menos mal que Margot había insistido en los preparativos de acicalamiento personal para Mae más temprano, si ese iba a ser su primer encuentro cara a cara con su prometido.

—No es necesario contar las monedas —dijo mi padre con su voz fría e indiferente, aunque el fuego en sus ojos de color caramelo traicionó su semblante—. Ahí encontrarán cada onza acordada.

El guerrero que había hablado antes, el hombre barbudo de las dagas, miró a mi padre como si estuviera evaluándolo.

—¿Y si el precio que acordamos ya no es suficiente?

Se rumoreaba que el príncipe Zavier no hablaba. Si ese rumor era cierto, entonces quizá ese guerrero hablaba en su nombre, como un consejero. O un general.

Los ojos de mi padre parecían echar fuego, sus destellos ambarinos eran como dos llamas idénticas.

—¿Y cuál es exactamente el precio que proponen?

Antes de que el guerrero pudiera responder, las puertas principales se abrieron y captaron la atención de todos.

El sacerdote Voster con el que me había cruzado antes entró en la sala. Por debajo de su túnica se asomaban sus pies descalzos y se podían ver sus uñas verduzcas asquerosas. Sin embargo, no estaba solo esta vez. A pocos metros por detrás de él, lo seguía otro miembro de la hermandad con la misma túnica de color burdeos.

Ese sacerdote no caminaba. No, más bien flotaba a pocos centímetros del suelo, como si un viento invisible lo llevara en volandas, como si la gravedad no surtiera el mismo efecto en su cuerpo que en el de los demás. Las uñas de sus manos y pies eran tan largas que parecían lazos de tela.

La punzada de la magia fue instantánea. El poder cayó sobre mis hombros y descendió por mi espalda. Necesité cada gramo de mi voluntad para no retorcerme.

Un sacerdote Voster era incómodo, pero dos eran insoportables. Luché contra la necesidad de frotarme los brazos y correr hacia la puerta.

Si Margot o Mae sentían alguna incomodidad, tampoco lo dejaron entrever.

¿Quién era ese segundo sacerdote? ¿Había venido con los turanos? ¿O había acompañado al Guardián?

Los Voster no podían hacer temblar la tierra o arrojar bolas de fuego, pero podían agitar y arremolinar el aire y el agua a su voluntad. Su control mágico sobre la sangre era usado para crear lazos irrompibles. Pero nunca había visto a uno levitar. El poder de ese sacerdote parecía más fuerte, más intenso, que el del emisario de mi padre.

Ambos Voster tenían el mismo aspecto: eran calvos y su piel parecía casi traslúcida, pero ese sacerdote parecía más viejo. Su atención y esos ojos de color verde oscuro se posaron sobre mí y quedaron inmóviles por una fracción de segundo, antes de dirigirse hacia las puertas.

La tensión creció en la sala y, mientras mi mirada seguía la suya, el corazón casi se me sale por la boca.

El hombre que entró luego no parecía un dios encarnado. Tampoco parecía un fantasma. Era alto y robusto, al igual que los otros turanos. Tan musculoso que hacía que fuera difícil apartar la vista de su persona. Su cabello de color chocolate caía sobre sus hombros y su mandíbula esculpida estaba cubierta por una barba incipiente del mismo color.

A primera vista, era solo un hombre. Sorprendente e intimidante, pero, aun así, solo un hombre.

Sin embargo, sus iris no eran del típico verde turano. Parecían hechos de plata fundida, metal líquido, incoloros como mi vestido.

El Guardián.

El sonido de sus botas coincidía con el ritmo de mi pulso acelerado mientras él seguía al Voster. A diferencia del resto de los turanos, no llevaba ningún arma, ni espadas ni cuchillos. Quizá mi padre había insistido en que viniera a esa reunión desarmado, pero tenía la sensación de que podía matarnos a todos solo con sus manos.

Del mismo modo que había asesinado al hermano de Banner, aplicando sus manos firmes sobre su garganta hasta reventarle la tráquea.

Mis ojos se desviaron hacia mi prometido. En su mirada solo había muerte. Su odio por el Guardián era tan intenso como el olor de mi tintura. Pero la diosa Carine debió de haber escuchado nuestras plegarias por la paz, porque pudo controlar su temperamento y se quedó estoicamente a un lado de mi padre como el general responsable que era.

No estaba enamorada de Banner. No estaba particularmente entusiasmada por convertirme en la esposa de un hombre que estaba bajo las órdenes de mi padre. Pero tampoco quería que lo colgaran por traición.

Los sacerdotes Voster se detuvieron, juntos y alejados de todos los demás. Conformaban un grupo separado en esa extraña reunión, como Margot, Mae y yo.

El Guardián no se acercó a ellos. En su lugar, los turanos se hicieron a un lado cuando se acercó para dejarle un lugar junto al príncipe Zavier.

Todos en la sala permanecieron inmóviles y en silencio. La tensión era tan sofocante que incluso dificultaba la respiración. La cabeza me dolía por la magia latente en el ambiente.

Una reunión. Solo teníamos que sobrevivir a esa única reunión de sinsentidos. Luego Banner podría marcharse antes de que le estallara esa vena palpitante en la frente. Y yo podría regresar a mi habitación, donde me quedaría hasta que los turanos y los Voster abandonaran Roslo.

Me incliné hacia delante y me arriesgué a mirar a mi hermana.

Una sonrisa parecía que se dibujaba sobre sus bonitos labios. Por fuera, parecía modesta y dulce. Pero la conocía. Había astucia en esos ojos azules, como si atesorara un secreto que nadie se había molestado en compartir conmigo.

Mae amaba los secretos. Con una buena dosis de conflicto y un poco de sangre, ella era feliz.

¿Estaba en su naturaleza? ¿O había sido por su crianza?

Cuando era niña, Margot solía regalarme muñecas para mi cumpleaños. Pero, cuando Mae cumplió cinco, mi padre le regaló un juego de espadas doradas.

Encajaría bien entre esos guerreros turanos, ¿verdad? ¿Con ese príncipe? Mae había heredado la fuerza de mi padre y la altura de Margot. Dieciocho años de entrenamiento la habían convertido en un arma letal. Los turanos no podrían quebrantar tan fácilmente a Mae.

Quizá mi padre esperaba que fuera al revés.

—¿Dónde estábamos? —preguntó mi padre—. ¿Les preocupa el precio? ¿Cómo podemos resolver esto?

Umm…

¿Estaba consintiendo a los turanos? Porque parecía eso. Y mi padre nunca consentía a nadie.

Había dejado pasar el comentario de ese guerrero sobre las monedas como si no hubiera pasado nada. ¿Y ahora les estaba preguntando cómo resolver su preocupación?

Mae había heredado su astucia, entonces ¿qué estaba pasando? Esto se trataba de algo más que solo un rey que contrataba a mercenarios.

—Completemos las presentaciones antes de continuar —dijo con una voz suave como la seda el sacerdote Voster que levitaba.

Nunca había escuchado hablar a un sacerdote. Esperaba un sonido chirriante, un tono tan acerado como su poder. Pero era como música, suave y cautivadora. La voz de una sirena que te cantaba para que te durmieras antes de devorarte por completo.

A su orden, los hombres centraron su atención en nosotras. Cinco pares de ojos turanos con estrellas verdes en sus iris se posaron sobre Margot y Mae, mientras que la mirada del Guardián se posó sobre mí. Era tan incómodo como la magia de los Voster.

Mi padre le hizo un gesto de asentimiento a Margot.

Apoyó la mano sobre la espalda baja de Mae y, juntas, caminaron hacia los turanos, mientras yo las seguía por detrás.

El turano del centro del grupo tenía una diadema sobre la frente. No tenía joyas ni piedras preciosas incrustadas, sino que era más bien una serie de hilos de metal entrelazados que formaban una línea de plata.

Su cabello castaño era más corto que el del resto y los suaves rizos no interferían en la visión de su rostro, con las puntas apenas rizadas en la nuca. Los lados de su diadema desaparecían debajo del cabello por encima de sus orejas. Tenía una pequeña cicatriz sobre una de las cejas y sus ojos eran del color del musgo en un día de tormenta, un tono que casi absorbía los destellos verdes de sus iris.

El príncipe Zavier era atractivo. Imponente, a decir verdad, con una masculinidad robusta. Y parecía aburrido. No demostraba el más mínimo interés en conocer a su futura esposa.

Parecía que estaba a punto de bostezar.

El Guardián, sin embargo, sí estaba entretenido, como si todo esto fuera un circo. Unas arrugas aparecían junto a ambos ojos cuando sonreía.

¿Qué le divertía tanto? ¿Qué me estaba perdiendo?

—Príncipe Zavier, te presento a mi hija Mae —dijo mi padre—. Según el Escudo de Gorriones, ella será tu esposa dentro de tres meses, durante el equinoccio de otoño.

Zavier estudió a Mae durante un buen rato y luego miró al Guardián.

A continuación, ambos mantuvieron lo que parecía una conversación sin palabras. ¿Era ese uno de los poderes del Guardián? ¿Podía leer la mente?

Bueno, si podía leer la mía…

Vete. Por favor, gracias.

El Guardián asintió en dirección al príncipe, luego habló con una voz áspera que me provocó escalofríos.

—Ella no.

Margot parpadeó, sorprendida.

—¿Disculpe?

—Ella. —Los ojos del Guardián se movieron en mi dirección y todos los presentes en la sala siguieron su mirada.

Hacia mí.

—El príncipe Zavier se casará con ella —declaró—. Esta noche. La novia es el precio por matar esas medularias.

Capítulo cuatro

De repente, en la sala del trono se instaló un silencio tan pesado como una espesa humareda al viento que absorbió el aire de mis pulmones. El suelo empezó a inclinarse y a dar vueltas, mi equilibrio fracasó.

Margot me agarró del brazo con fuerza y, por un momento, agradecí sentir su mano firme. Pero luego clavó las uñas sobre la tela del vestido con tanta fuerza que casi me corta la piel.

Aun así, incluso mientras el dolor se disparaba desde la muñeca hasta el codo, me quedé inmóvil. No podía moverme.

Ella.

¿Yo? ¿El príncipe Zavier quería casarse conmigo?

No. Definitivamente no. Esto no estaba pasando. Estaba alucinando. El agua del mar se me había subido a la cabeza. Eso o Ferious estaba haciendo uno de sus trucos. Sí, parecía una situación con la que el dios del engaño disfrutaría. O tal vez era el Voster. Ese sacerdote que todavía no había tocado el suelo había plantado esa pesadilla en mi cabeza.

Esto no era real. No podía ser real.

Yo estaba comprometida con Banner. Mae se iba a casar con el príncipe turano. Mae. No yo, Mae.

Margot presionó la mano con más fuerza, clavándome las uñas en la piel. Por suerte, no me salían moretones con facilidad. De lo contrario, al día siguiente tendría cinco marcas.

Pero no la aparté. Estaba demasiado ocupada escuchando la voz del Guardián en mi cabeza.

Ella.

Ella. Ella. Ella.

Yo.

El silencio se volvió más y más intenso. La tensión se duplicó. Se triplicó. La explosión era inevitable. Cuando la quietud finalmente se rompió, la sala estalló a la vez.

—Debe de ser un error —dijo Margot entre dientes. Cada sílaba fue acentuada clavando las uñas más profundo en mi brazo.

—No —dijo mi padre con una voz resonante, hasta el punto de que reverberó en las paredes.

Un gruñido, crudo y voraz, brotó de la garganta de Mae.

Luego llegó la voz de Banner anunciando lo obvio:

—Ella es mi prometida.

Y una risa. Profunda, grave, seca y sin humor.

Parpadeé, obligando a mis ojos a recuperar el foco y concentrarse en esa risa.

El Guardián se estaba riendo. Sus ojos plateados destellaban como un rayo y la sonrisa en su boca se extendía todavía más.

Cretino.

Margot tomó una bocanada de aire.

Mi padre tensó la mandíbula.

Maldición. Creo que lo he dicho en voz alta. Bueno, era un cretino por reírse.

Abrí la boca, no para disculparme, sino para repetirlo, esta vez con mayor claridad, pero la mano de mi padre cortó el aire y trajo nuevamente ese silencio aplastante.

Todos los hombres en la sala del trono parecieron inflar el pecho. Uno de los guerreros levantó la mano, solo apenas, como si estuviera listo para empuñar la espada a su espalda.

—Príncipe Zavier —dijo mi padre—. Mae es la hija que se supone que debe ser tu esposa. Si deseas renunciar a las festividades planificadas para el equinoccio, entonces haré los arreglos para que la unión tenga lugar esta misma noche.

Mi mirada rebotó por toda la sala, pasando de los turanos a los Voster, de mi padre a Banner, una y otra vez.

El príncipe todavía parecía aburrido. El Voster parecía comatoso. Y Banner tenía una expresión letal. La expresión de mi padre parecía demasiado reprimida como para poder leerla. Mae y Margot estaban furiosas. Conmigo.

Y el Guardián seguía sonriendo.

Lo odié de inmediato. Quizá debería haber deseado que Banner le cortara la garganta.

Cielos, tenía que salir de esa sala. De inmediato.

Mi padre no podía permitir todo esto, ¿verdad? Le diría al príncipe exactamente lo que pensaba sobre usarme como el precio a pagar por sus servicios, lo que fuera que eso significara.

Pero se quedó en silencio. Su boca era una línea delgada, tensa, mientras mantenía la mirada fija en los turanos, esperando una respuesta.

¿Acaso le importaba que me estuvieran usando para pagar una deuda, que estuvieran pidiéndole intercambiar a su hija como ese cofre de monedas? ¿O la ira que asomaba en sus ojos caramelo simplemente era porque habían cuestionado sus órdenes?

No quería escuchar la respuesta.

Cuando aparté los ojos de mi padre, la mirada del Guardián me estaba esperando.

No era del mismo color plateado que hacía un momento. Sus ojos se habían oscurecido y el plateado había cambiado a un tono grisáceo, entre castaño y verde. Un color avellana tan duro como una roca.

Atrás había quedado su risa y había dado lugar a una maldad fría y cruel.

Sentía el corazón tan acelerado que me dolía el pecho. Las pulsaciones en mis oídos eran ensordecedoras. Sin embargo, no aparté la vista de sus iris cambiantes, de esa mirada. No me dejaría intimidar por esos ojos asesinos.

Mi padre me enseñó mucho tiempo atrás que solo los tontos se acobardaban.

Podía no ser su hija favorita, pero intentaba no ser una tonta. Por eso, le sostuve la mirada al Guardián, con una voluntad inquebrantable como el hierro de Ozarth. Mae y yo compartíamos esa terquedad.

La comisura de sus labios se elevó.