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En un tranquilo día soleado, un incidente inesperado sacude el aeropuerto internacional de Ezeiza, desencadenando una serie de eventos que revelan un oscuro complot que se extiende desde las más altas esferas del gobierno hasta los confines de Medio Oriente. Sin que nadie los llame, un grupo de élite altamente entrenado vuelve al servicio. Su misión es clara y peligrosa: encontrar y recuperar lo perdido. Pero sus métodos, tan inusuales como efectivos, no siguen las reglas, porque ellos mismos son la excepción a todas. Han convocado a las personas incorrectas en el momento incorrecto. Espada del desierto es un thriller político y militar que explora los límites de la ambición humana, donde cada decisión puede marcar la diferencia entre la vida y la muerte, la paz y la guerra. Con una narrativa llena de tensión y giros inesperados, esta novela atrapa al lector desde la primera página y no lo suelta hasta el impactante final.
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Seitenzahl: 712
Veröffentlichungsjahr: 2024
LEONARDO FIOCCHI
Fiocchi, Leonardo Espada del desierto / Leonardo Fiocchi. - 1a ed - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2024.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-87-5571-7
1. Literatura Argentina. 2. Novelas de Suspenso. I. Título. CDD A863
EDITORIAL AUTORES DE [email protected]
Prólogo
Capítulo 1 – Decisiones Críticas
Capítulo 2 – El eco del triunfo
Capítulo 3 – Bajo vigilancia
Capítulo 4 – Recortes y repercusiones
Capítulo 5 – Sueños en el aire
Capítulo 6 – Diálogos de poder
Capítulo 7 – Señales de alerta
Capítulo 8 – Acuerdos y estrategias
Capítulo 9 – El camino a la autonomía
Capítulo 10 – Luz verde del presidente
Capítulo 11 – Diplomacia en vuelo
Capítulo 12 – El poder del combustible sólido
Capítulo 13 – El ojo del norte en el sur
Capítulo 14 – Tras la prueba de fuego
Capítulo 15 – El juego de la política
Capítulo 16 – Tensión en el camino
Capítulo 17 – Plan de acción
Capítulo 18 – Entre protocolos y protestas
Capítulo 19 – Soberanía en juego
Capítulo 20 – Ajedrez político
Capítulo 21 – Al filo de la legalidad
Capítulo 22 – El golpe inesperado
Capítulo 23 – Misión cumplida
Capítulo 24 – El Incidente en Ezeiza
Capítulo 25 – Testigo en terapia
Capítulo 26 – La llamada de Liberti
Capítulo 27 – Propuesta tentadora
Capítulo 28 – El presente para el presidente
Capítulo 29 – Entre Puertas y Silencios
Capítulo 30 – Ecos del sur
Capítulo 31 – Voces del pasado
Capítulo 32 – Recuerdos y revelaciones
Capítulo 33 – Prisionera en el desierto
Capítulo 34 – Rondas y revelaciones
Capítulo 35 – La mano oculta
Capítulo 36 – Melodía nocturna
Capítulo 37 – Enemigos al acecho
Capítulo 38 – Mugre
Capítulo 39 – El enigma de los hangares
Capítulo 40 – Hangar 1
Capítulo 41 – La trampa Kurda
Capítulo 42 – La orden inesperada
Capítulo 43 – Transacciones Estratégicas
Capítulo 44 – La ruta del engaño
Capítulo 45 – Enemigos al acecho
Capítulo 46 – Fugitivos en el desierto
Capítulo 47 – El llamado de la noche
Capítulo 48 – Sin retorno
Capítulo 49 – Puentes en las sombras
Capítulo 50 – El llamado de mugre
Capítulo 51 – Complicidad y crisis
Capítulo 52 – El engaño del jeep
Capítulo 53 – Aguas del Éufrates
Capítulo 54 – AL-LATIF
Capítulo 55 – Destino incierto
Capítulo 56 – Petrol-Inc
Capítulo 57 – El rastro perdido
Capítulo 58 – Identidades Ocultas
Capítulo 59 – La última barrera
Capítulo 60 – Espías encubiertos
Capítulo 61 – Movimientos inusuales
Capítulo 62 – La caza en la oscuridad
Capítulo 63 – El charco
Capítulo 64 – Sonidos en la noche
Capítulo 65 – El pájaro iluminado
Capítulo 66 – La verdad en juego
Capítulo 67 – Cartas Marcadas
Capítulo 68 – El retorno
Capítulo 69 – Reflexiones
Capítulo 70 – El encargo
Capítulo 71 – Cornucopia
Capítulo 72 – Gitanes
Capítulo 73 – La revelación
Capítulo 74 – Corte programado
Capítulo 75 – Tanque lleno
Capítulo 76 – Incertidumbre
Capítulo 77 – Karaj
Capítulo 78 – Café caliente
Capítulo 79 – La huella
Capítulo 80 – Datos precisos
Capítulo 81 – El precio de la guerra
Capítulo 82 – El aviso
Epílogo
Agradecimientos
Y allí salvó su arrojo.
El viento soplaba suavemente, moviendo las hojas de forma casi imperceptible. Los hombres se mantenían inmóviles, casi fusionados con el entorno, sus respiraciones sincronizadas con el ritmo de la naturaleza a su alrededor. El teniente apartó la vista del sargento, cuyos ojos seguían fijos en la mira del fusil.
“¿Lo tiene?”, susurró una voz, apenas audible, oculta entre la densa vegetación circundante, mientras observaba a través del prismático, tendido boca abajo. El calor húmedo calaba en su vestimenta, mientras los mosquitos zumbaban a su alrededor, pero su inmovilidad era absoluta.
“Lo tengo en la mira, teniente”, replicó la figura a su lado. Los otros dos permanecían agazapados, uno al lado del otro, en un completo mutismo, camuflado a la perfección con su entorno, tan imperceptible como los susurros del viento. Sin embargo, uno de ellos se distinguió al introducir lentamente su dedo índice en el orificio nasal derecho, extrayendo algo y llevándolo a la boca con la misma parsimonia.
El teniente simplemente lo miró con asco.
Eran como fantasmas para cualquier ser viviente.
“Teniente, si aguardo un instante más, otro objetivo se aproxima a pie”, añadió el sargento.
“Proceda según su criterio”, ordenó el teniente.
Tras unos breves segundos, el sargento apretó el gatillo. En el entorno, los pájaros alzaron el vuelo mientras el proyectil encontraba su objetivo, haciendo estallar ambos cráneos en un sincronizado estallido.
Mientras, los cuatro se alejaban del lugar con la misma destreza con la que habían llegado, en un absoluto silencio. La lluvia comenzó a caer, pesada y constante, como si la naturaleza intentara borrar las huellas de su presencia.
Era el preludio de otra misión cumplida en el norte de la República Argentina del año 1975.
Irak, Bagdad
En el vasto y árido territorio del desierto iraquí, enero de 1984, el Coronel Hadid se encontraba inmerso en los preparativos de una operación militar de suma importancia. La guerra contra el régimen islámico-iraní transcurría sin que ningún bando se saque ventajas significativas.
Su voz, firme y autoritaria en un árabe mesopotámico resonaba en la carpa de mando mientras discutía los detalles con el teniente Kazem.
Hadid se sentó en la mesa de mando, repasando el plan de invasión. La operación, denominada como de alta importancia estratégica, implicaba una serie de movimientos tácticos que, si se ejecutaban correctamente, podrían cambiar el curso de la guerra. Los mapas detallados y los informes de inteligencia estaban esparcidos frente a él. Cada movimiento de tropas, cada línea de suministro, había sido calculado con una precisión meticulosa.
“Teniente Kazem”, llamó Hadid, sin levantar la vista de los documentos.
“Necesito que se asegure que nuestras tropas están listas para coordinar el ataque en el flanco este. No podemos permitir ningún margen de error”.
Mientras Kazem se dirigía a cumplir su tarea, Hadid se volvió hacia el operador de comunicaciones.
“Envíe un mensaje codificado al general Al-Samarrai. Necesitamos confirmar la llegada de los refuerzos en la frontera noroeste. Asegúrese de que el mensaje sea transmitido en el canal seguro”.
El operador asintió y comenzó a trabajar en la transmisión. Hadid sabía que cada segundo contaba y que cualquier fallo en la comunicación podría resultar desastroso.
Minutos después, el teniente Kazem volvió a ingresar a la carpa, sin embargo, su expresión denotaba una preocupación que no podía ser ignorada.
“Las tropas se encuentran listas Coronel, pero, por otro lado, debo decirle que no creo que los mauritanos cumplan con su parte del trato”.
Hadid frunció el ceño, una sombra de preocupación cruzando su rostro.
“Kazem, nuestro presidente y líder ha liberado los fondos necesarios para la transacción a Mauritania. ¿Qué quieres decir con esto?”.
“Exactamente eso coronel”, respondió Kazem con seriedad.
“Nuestros informantes aseguran que las pruebas en campo del nuevo proyectil han fracasado estrepitosamente. No podemos confiar en recibir lo prometido”.
El golpe resonante del puño cerrado de Hadid sobre la mesa hizo eco en la carpa, su expresión un reflejo de la gravedad de la situación.
“No puedo informarle eso al presidente, Kazem. Hay mucho en juego, más que nuestras propias vidas”.
Kazem asintió, consciente del peligro inminente.
“Lo sé, pero nuestro servicio de inteligencia no suele fallar en estos casos, estamos muy bien enquistados en Mauritania”. Evaluando sus opciones con rapidez, decidió presentar una propuesta al Coronel Hadid.
“Coronel, hay una posibilidad de asegurar lo que necesitamos. Me han llegado informes del exterior, es arriesgado, pero podría ser nuestra única oportunidad”.
Después de exponer el plan detalladamente, Kazem concluyó con determinación.
“Necesito su autorización para llevar a cabo esta operación, Coronel”.
Hadid reflexionó por un momento, pesando las implicaciones.
“Es una apuesta arriesgada, Kazem. Pero confío en tu juicio. Hablaré personalmente con el presidente para explicarle nuestra situación. Ve a tu hogar, pasa tiempo con tu familia. Pronto tendrás noticias mías. Que Alá esté contigo”.
En aquel momento, una figura de baja estatura, con bigote recortado y una boina beige, irrumpió sin ceremonias en la carpa.
“Coronel Hadid, los prisioneros iraníes han proporcionado toda la información solicitada... Dos de ellos no lograron superar el proceso”, anunció, mientras limpiaba sus manos con un sucio trapo, observando tanto al coronel como al teniente con una mirada penetrante.
“Sargento Ham, debe medir la intensidad de sus acciones. Somos soldados, no bestias”, replicó Hadid con fervor militar.
Ham, imperturbable, asintió ante la reprimenda.
“Coronel, también he conseguido, por los mismos medios, lo que me encargó para disfrute de nuestro presidente. Ya están en camino hacia el palacio”, añadió.
“Muy bien, sargento. El presidente le agradece su gesto. Ahora, puede retirarse”, concluyó Hadid, poniendo fin a la conversación.
Al salir de la carpa Ham, el teniente Kazem observó a Hadid con una mirada de decepción, reflexionando sobre lo que había escuchado. Tras un breve saludo, ambos se separaron, cada uno enfocado en su respectiva misión en el implacable y volátil escenario del Medio Oriente.
En los confines de Argentina, Córdoba, enero de 1984, el ingeniero se hallaba tenso, con los dedos expectantes sobre el disparador del prototipo de un cohete alimentado por combustible sólido. El aire vibraba con anticipación mientras el conteo final resonaba: cinco... cuatro... tres... dos... uno...
“¡Esperá!” gritó uno de los técnicos, mientras una luz roja parpadeaba en el panel de control.
Todos los presentes contuvieron la respiración.
“Era un cortocircuito, ya está solucionado” informó el técnico, reiniciando el sistema justo a tiempo.
“Ignición”, pronunció el ingeniero, accionando el botón que daría inicio al proceso de combustión.
El cohete se lanzó hacia el cielo con una fuerza impresionante, ascendiendo vertiginosamente hasta alcanzar los cuarenta kilómetros de altura, penetrando en la estratosfera con determinación. Sus movimientos, precisos y controlados, eran observados con atención a través de los binoculares por el brigadier Enrique Sudelio, un hombre de mirada penetrante y porte autoritario.
Conforme el cohete completaba su ascenso, la expectación en el ambiente era manifiesta. Todo dependía de la eficacia de esta prueba. Entonces, al acabarse el combustible, en un momento que pareció detenerse en el tiempo, el cohete cumplió su cometido, ejecutando una caída elíptica y controlada hacia el desierto argentino.
El brigadier Enrique Sudelio observó con orgullo el éxito de la prueba. Era un paso crucial en el avance de la tecnología espacial del país. Sus labios se curvaron en una leve sonrisa mientras asentía con satisfacción. Esta demostración no solo representaba un logro científico, sino también un mensaje claro: Argentina estaba lista para competir en la carrera espacial, a contracara del momento económico actual del país, marcado por cortes energéticos y una crisis financiera que azotaba a todos los ámbitos.
Mientras el eco de los aplausos aún resonaba, la mirada de Sudelio se endureció, recordando los sacrificios que llevaron a este momento.
Con el eco del éxito resonando en el aire, contempló el horizonte con determinación, consciente de que este era solo el inicio de un viaje que llevaría al país a las estrellas. Dejó los binoculares en la mesa cercana, tomó los lentes oscuros y se los colocó.
Con la mirada fija en los rostros expectantes que lo rodeaban, Sudelio inició un aplauso solitario, un gesto que pronto fue seguido por el resto de los presentes. En ese momento, el eco de las palmas resonaba en el ambiente, una sinfonía de triunfo y logro. Habían alcanzado un hito histórico: el dominio de la tecnología de combustible sólido para cohetes. Hasta ahora, solo unos pocos países ostentaban tal capacidad, pero ahora se sumaba a esa elite la República Argentina.
Los motores de combustible sólido eran más sencillos, seguros, ligeros y manejables que los de combustible líquido. Permitían un tiempo de almacenamiento mayor y no eran tan corrosivos, a la vez que entregaban un mayor empuje inicial, resultando en una mayor aceleración, perfectos para misiles de corto y medio alcance.
A medida que la emoción inundaba el ambiente, sus ojos se nublaban con el recuerdo de los obstáculos superados en el camino hacia este momento. Recordó con pesar a su viejo camarada de armas, Franco Centurión, quien fue el artífice necesario para lograr el sistema de vuelo que permitía direccionar el cohete y transformarlo en un misil guiado. En un confuso episodio años atrás, Centurión había fallecido, llevándose consigo mucha información y retrasando varios años el proyecto. Sudelio lamentaba profundamente que no estuviera presente para presenciar este momento histórico.
Con un suspiro contenido, Sudelio se encaminó hacia el vehículo estacionado, indicando al cabo que tomara el volante y lo condujera de regreso a la base en falda del Cañete.
“A la orden, mi brigadier”, respondió el cabo con un tono de respeto y determinación mientras ponía en marcha el vehículo hacia su destino. En el interior del automóvil, en silencio observó el camino de regreso, cargado con la solemnidad de los logros alcanzados y los sacrificios realizados en el camino hacia la grandeza nacional.
Al llegar a la base, el brigadier Sudelio se encaminó con paso firme hacia su despacho. Al divisar su figura aproximándose, el cabo principal Domínguez se puso en pie de inmediato, realizando un gesto de respetuosa deferencia al abrir la puerta del despacho. Un silencio reverente llenó la habitación mientras Domínguez realizaba el saludo de venia ante la autoridad de Sudelio.
“Gracias, Domínguez”, expresó con voz serena, reconociendo el gesto de su subalterno. “No deseo ser interrumpido por ahora”.
El cabo asintió con un gesto de entendimiento y retornó a su puesto de trabajo, dejando a Sudelio sumergido en sus pensamientos. En la tranquilidad de su despacho, el brigadier se dispuso a reflexionar sobre los desafíos futuros y los sacrificios necesarios para mantener la grandeza alcanzada por la patria. Tomó una pequeña medalla que llevaba en su bolsillo. Era un recuerdo de Franco Centurión. La mirada de Sudelio se endureció, recordando los sacrificios que llevaron a este momento.
Tomó el intercomunicador con la precisión de un estratega que anticipa cada movimiento en el tablero de ajedrez. “Domínguez, solicite al mayor Orozco que se presente con el presupuesto de este año, detallado hasta el último centavo”, ordenó con la firmeza propia de un líder militar.
“A sus órdenes, mi brigadier”, respondió Domínguez sin titubear.
Pasados unos minutos, el intercomunicador vibró nuevamente con la respuesta esperada.
“El mayor Orozco está aquí, brigadier”, informó Domínguez.
“Sí, hágalo pasar”, respondió Sudelio con un tono que no admitía demoras ni dilaciones.
La puerta se abrió con un chirrido apenas perceptible, dando paso al mayor Orozco, cuya presencia no pasaba desapercibida. Un hombre de estatura mediana, con un bigote recortado y lentes de marco cuadrado que insinuaban una mirada aguda y analítica.
“Buenos días, mi brigadier”, saludó Orozco, respetando el protocolo militar.
“Siéntese, mayor. ¿Trae consigo los documentos que le requerí?”, solicitó Sudelio, devolviendo el saludo con un gesto breve de su mano.
“Todo está aquí, brigadier. El presupuesto asignado a la base hasta la fecha”, respondió Orozco, extrayendo una carpeta abultada de entre sus pertenencias.
“Antes de adentrarnos en detalles, Orozco, me complace informarle que la prueba de combustible sólido realizada esta mañana fue un éxito”, anunció Sudelio con un matiz de orgullo en su voz.
“La noticia ya se ha propagado por toda la base, brigadier. El ambiente está impregnado de entusiasmo y satisfacción”, confirmó Orozco.
“Perfecto. Ahora, dejemos de lado los preliminares. ¿Qué noticias tiene para mí respecto al presupuesto?”, inquirió Sudelio, preparándose para recibir lo que temía que fuese una respuesta desalentadora.
“brigadier, no deseo enturbiar la atmósfera festiva, pero me veo obligado a informarle que hemos superado el límite presupuestario establecido. Actualmente, contamos únicamente con fondos suficientes para mantener nuestras operaciones por un mes adicional. Después de ese periodo, será imperativo solicitar recursos adicionales al ministerio de defensa”, reveló Orozco, con un pesar evidente en su rostro.
Sudelio comprendía perfectamente la situación financiera nacional; Argentina se hallaba inmersa en una crisis económica crónica, un escenario familiar en la tumultuosa historia del país. Desde la devastadora Guerra de las Malvinas, la nación enfrentaba embargos y una creciente agitación social. El mundo, por su parte, bullía con conflictos, especialmente en la volátil región del Medio Oriente.
Consciente de su responsabilidad, Sudelio sabía que debía comunicarse con sus superiores en Buenos Aires para informarles sobre los recientes acontecimientos y, simultáneamente, procurar asegurar nuevos fondos para sostener el proyecto en marcha.
“Agradezco su diligencia, mayor Orozco. Puede retirarse. Deje la carpeta sobre la mesa”, ordenó Sudelio con calma, mientras el oficial obedecía, despidiéndose con el protocolario saludo militar antes de salir por la puerta. Con determinación, Sudelio tomó el teléfono, marcó un número y aguardó.
“Aquí el brigadier Sudelio. Tengo noticias importantes que compartir”, comenzó, su voz firme y llena de autoridad.
La conversación fue breve pero significativa. Sudelio colgó el teléfono con una sensación de alivio y resolución. Sabía que la lucha por la grandeza de Argentina estaba lejos de terminar, pero hoy habían dado un paso crucial en esa dirección. Con una mirada decidida, se dirigió hacia la ventana, observando cómo la base se preparaba para un nuevo día de pruebas y desafíos. Cada miembro de su equipo, cada pieza de maquinaria, era una parte vital de este gran sueño que poco a poco se estaba convirtiendo en realidad.
Estados Unidos de América, Cheyenne Mountain, enero de 1984
El técnico observó la señal parpadeante en su monitor monocromático de fósforo verde. Rápidamente, anotó los resultados y los imprimió. Con una calma aparente, se acercó a la impresora de matriz de punto, recogió los papeles y se encaminó hacia la oficina central de datos.
Al llegar a la puerta, golpeó discretamente dos veces antes de abrirla y, sin esperar respuesta, colocó los resultados sobre el escritorio, retirándose en silencio.
Mike Dickens, de tez oscura, con un corte de pelo ralo y contextura media, sargento mayor del Mando Norteamericano de Defensa Aérea (NORAD), a cargo del hemisferio sur, tomó los papeles y comenzó a revisarlos minuciosamente. Tras analizar los datos, respiró profundamente. Luego, se puso de pie y se encaminó por el pasillo hacia la sala de monitoreo. La sala estaba llena de pequeños escritorios, cada uno equipado con una pantalla verde y un teclado alfanumérico integrado.
Localizó el número de identificación del técnico responsable y se acercó a su lado. Con un toque firme en el hombro, le indicó: “Por favor, acompáñeme”. Juntos, regresaron al despacho de Mike.
El técnico, vestido con una camisa blanca impecable, pantalón de lino negro y pequeño lente de marco rectangular se mantenía de pie frente al escritorio mientras Mike se acomodaba en su sillón, sosteniendo los documentos en la mano.
“Dígame qué entiende de esto”, inquirió Mike al técnico con una mirada inquisitiva.
“Señor, los datos indican el lanzamiento de un cohete controlado hacia la estratosfera, con una trayectoria en forma de parábola y retorno al mismo territorio”, respondió el técnico con determinación.
“¿Y de qué territorio estamos hablando?”, interrogó el sargento mayor.
“Estamos hablando de la República Argentina, sargento”, afirmó el técnico.
Mike Dickens sabía que la reciente guerra entre Argentina y el Reino Unido por las Islas Malvinas había dejado tensiones latentes. Él mismo había transmitido posiciones de las fuerzas argentinas al Pentágono durante el conflicto, información que había sido compartida con el Reino Unido.
“¿Se ha producido algún otro movimiento al respecto?”, preguntó con firmeza.
“No, señor, pero con su autorización, podríamos obtener imágenes satelitales del área donde ocurrió el despegue. Podríamos conseguirlas en unas dos horas aproximadamente”.
“Está autorizado. Ocupe su tiempo en ello y, una vez que tenga la información, tráigamela aquí mismo, sin demora. ¿Ha comprendido?”, declaró Mike con determinación.
“Perfectamente, señor”, replicó el técnico mientras se giraba para regresar a su puesto de trabajo.
Mike Dickens ponderó la información recién obtenida y tomó el auricular marcando el interno de su superior.
“James, necesito hablar contigo sobre un asunto importante, en unas dos horas aproximadamente”, comunicó con urgencia.
El General James Kinley respondió:
“Ante todo, buenos días sargento Dickens. Recuerda que estás hablando con tu superior; se saluda al rango, no a la persona. ¿Qué es lo que sucede? ¿Puedes adelantarme algo?”, inquirió con un tono relajado.
“Lo siento, general. Es urgente” insistió Mike.
“¿Urgente, dices? Habla de una vez” respondió James, su tono ahora más serio.
“Tenemos confirmación de un exitoso lanzamiento de un cohete balístico en el sur del continente americano. En aproximadamente dos horas tendremos imágenes satelitales de la zona”.
“Oh, entiendo”, respondió James. Tras una breve pausa, añadió: “Cuando las tengas, por favor, acércate a mi despacho”, y luego cerró la comunicación.
“Así lo haré, James”, dijo Mike antes de colgar el teléfono.
Luego se levantó de su silla y caminó hacia la ventana de su oficina. Desde allí, podía ver la majestuosa estructura de Cheyenne Mountain, un símbolo de la vigilancia y protección de los Estados Unidos. Sus pensamientos volaron a la posibilidad de un nuevo actor en la carrera armamentística. Argentina había sido un jugador menor hasta ahora, pero este desarrollo podría cambiar la dinámica en Sudamérica y más allá.
Regresó a su escritorio y abrió una carpeta marcada con el sello de “Confidencial”. Dentro, encontró los últimos informes sobre las capacidades militares argentinas, así como los análisis de inteligencia recopilados tras la Guerra de las Malvinas. Mientras revisaba los documentos, su mente trabajaba en posibles escenarios y contingencias.
Buenos Aires, Argentina, enero de 1984
El presidente electo democráticamente, el Doctor Franco Figueroa, seguía de cerca las noticias sobre el deterioro energético del país. El calor sofocante había afectado severamente el tendido eléctrico nacional, exponiendo la frágil situación energética del país. La nación, inmersa en deudas y crisis social, parecía una olla a presión a punto de estallar.
Figueroa convocó a sus ministros de defensa y economía a su despacho. Al llegar, el ministro de defensa, Amadeo Liberti, y el ministro de economía, Emiliano Carmac, saludaron al presidente con un firme apretón de manos y se dirigieron a la mesa con carpetas bajo el brazo.
“Señores, buenos días”, anunció el presidente.
“Buenos días, señor presidente”, respondieron ambos casi al unísono.
“Bien, vamos al grano. ¿Sienten el calor? El pueblo argentino lo siente. Nos falta energía para las industrias, para algo tan básico como suministrar agua a los hogares, sin mencionar la ola de calor que estamos soportando”, expresó el presidente Figueroa sin rodeos.
“Según el ministro de Infraestructura, necesitamos presupuesto para adquirir y reparar algunas de las centrales eléctricas. ¿Qué tiene que decir al respecto, ministro Carmac?”.
“Bueno, señor presidente, hablé precisamente con el ministro de Infraestructura ayer y me proporcionó los costos aproximados para llevar a cabo esos proyectos. Son costos prohibitivos para nuestra economía actual”, respondió Carmac.
“Muy bien, es algo que todos conocemos. Ahora, ¿qué solución proponen?” volvió a interpelar Figueroa.
El ministro de Defensa observaba la conversación en silencio.
“Un préstamo en el extranjero está fuera de discusión por ahora. Estamos en negociaciones para refinanciar nuestras deudas pendientes. Solo nos queda recortar”, murmuró Carmac en voz baja.
“Entiendo. ¿Y en qué áreas planean hacer los recortes? No quiero ni oír hablar de afectar el bolsillo del pueblo”, respondió el presidente.
“Desde el Ministerio de Economía hemos estado analizando el presupuesto de defensa, que es extraordinariamente alto”, continuó Carmac, lanzando una mirada fugaz al ministro Liberti.
“Creemos que limitándolo al 2,8 % del actual producto bruto interno, podríamos generar recursos para cumplir con las necesidades de infraestructura y planificación. Consideramos que, desde el punto de vista político, el gasto en defensa no es bien visto por la opinión pública”.
“¿Cuál es su opinión al respecto, ministro Liberti?” preguntó el presidente, dirigiendo su mirada a ambos hombres.
“Un recorte en defensa podría dejarnos vulnerables”, exclamó Liberti, apoyando una mano sobre la mesa. “Tenemos varios proyectos en curso, y precisamente hoy recibí información sobre pruebas con un nuevo tipo de combustible que fueron un éxito. Si continuamos avanzando, incluso podríamos exportar esa tecnología”.
“Explíquese más detalladamente. ¿A qué se refiere con exportar tecnología?” solicitó el presidente.
“Dado que actualmente somos un país que ha sufrido una derrota en la guerra y enfrentamos embargos en la compra de armamento extranjero, pero no tenemos restricciones en cuanto a la producción, creo que la exportación de armamento al exterior podría generar ingresos significativos. Existe una oferta de Egipto por el traspaso de tecnología en cohetes. Con eso podríamos acceder a un monto de aproximadamente cincuenta millones de dólares, suficiente para autofinanciar el proyecto hasta su conclusión”, concluyó Liberti.
“En el caso de que el proyecto se concrete, ¿cree usted que finalmente podremos exportar el producto terminado, ese nuevo tipo de combustible del que está hablando?” preguntó el presidente.
“Eso depende de usted y de la política que quiera implementar, señor presidente. Pero sí, será un gran producto con mucha demanda en el exterior” culminó Liberti con cierto orgullo en sus palabras.
“Bien, en resumen, Carmac, está autorizado el recorte en defensa. Liberti, usted se encargará de autofinanciar el proyecto. No quiero que se destine más dinero de los contribuyentes a un proyecto bélico. Ya tenemos suficiente con lidiar judicialmente con la junta militar saliente. No deseo ver noticias en los medios sobre el financiamiento de proyectos militares. Por otro lado, creo que el recorte será positivo para poder cerrar un acuerdo de paz con Chile por el canal de Beagle. Estamos empezando a convertirnos en un país democrático de verdad”, concluyó el presidente Figueroa.
Liberti, conocedor de la naturaleza delicada de la tecnología que estaban desarrollando, optó por una omisión calculada en su respuesta al presidente. Desde su perspectiva, no estaba mintiendo, sino que simplemente ofrecía información verídica sobre los resultados del combustible desarrollado, sin entrar en detalles sobre su composición ni su utilización. Con la autorización ejecutiva en mano, estaba listo para seguir adelante.
El sol resplandecía sobre el barrio de Villa Urquiza, en la capital federal de Buenos Aires, Argentina. Edgardo Martínez, desde el balcón de su departamento, iniciaba el ritual de encender el fuego para preparar un asado, esa tradicional comida argentina. Era domingo de fútbol y precisamente ese día esperaba la visita de su pequeña sobrina. Limpió minuciosamente la casa y se preparó un vermut para hacer más amena la espera de su llegada.
Al cabo de unas horas, el timbre del portero eléctrico sonó. Edgardo dejó su vaso en la mesa y se apresuró a atender. “Hola, ¿quién es?” dijo con entusiasmo.
“Hola, tío, soy yo, Mariela”, respondió una voz delicada al otro lado del intercomunicador.
“Dale, pasa, te espero”, respondió con alegría en su voz mientras presionaba el botón que liberaba la traba de la puerta de entrada principal al edificio.
Unos minutos más tarde, hubo un suave golpe en la puerta. Edgardo la abrió y recibió un enorme abrazo de su sobrina, con quince años recién cumplidos, tez blanca, pelo lacio y de un rubio tirando a oscuro, de contextura atlética por genética.
“¡Tío! ¡Te he extrañado un montón!” exclamó ella. El le devolvió el abrazo con cariño, replicando el gesto con igual afecto.
“Dale, pasa. Te preparé un asado con los cortes de carne que sé que te encantan”, dijo Edgardo, apartándose para dejarla entrar a su hogar.
“Ya sabes que no tienes que hacer todo eso para que yo venga, tío. Ya te he dicho que vengo porque quiero”.
“Lo sé, pero también sé que disfrutas comiendo. Vení, sentate. Puedes poner música en la radio si querés”.
“¡Gracias, tío!” respondió ella mientras encendía el equipo de música y sintonizaba la radio hasta encontrar una estación de música pop. Madonna sonaba de fondo mientras empezaban a disfrutar de la comida.
“Bueno, ¿cómo vas en la escuela? ¿Tenés alguna materia baja?”.
“No es la escuela, tío. ¡Ya estoy en la secundaria! Y no, por ahora no tengo ninguna materia baja. Voy bastante bien”, respondió Mariela.
“Por ahora, decís, caradura”, dijo Edgardo entre risas.
Ella respondió sonriendo también.
“Bueno, después de comer te voy a llevar a ver despegar los aviones a Ezeiza” anunció Edgardo.
“¡Sí! Me encantan los aviones, tío. Ayer estuve viendo un documental en la tele sobre el nuevo 747 de Boeing. Cuando sea grande, quiero ser azafata. Voy a aprender inglés, dicen que es un requisito indispensable”, respondió emocionada.
“Y yo creo que sí. Imagínate, estarás con gente de muchos países y el inglés es el idioma universal”, asintió Edgardo.
“Voy a estudiar el idioma, ya hablé con mamá para que me anote en un instituto muy conocido”, dijo Mariela con un toque de algarabía en su respuesta.
“Dale, ahora sentate que voy a servir la comida. Te compré gaseosa para que tomes, sacala que está en la heladera y traete dos vasos de la alacena”, dijo Edgardo con suma simpleza.
Después de disfrutar del almuerzo y una amena charla entre ambos, Edgardo y Mariela se dirigieron al aeropuerto de Ezeiza. Desde un mirador estratégico, observaron cómo los aviones despegaban y aterrizaban en la pista. Mariela, fascinada, señalaba cada aeronave que surcaba el cielo con un brillo de admiración en sus ojos.
Mientras observaban los aviones despegar, Edgardo notó a un hombre tomando fotos del área de los hangares. Sintió una inquietud creciente, pero no quería alarmar a Mariela. Le explicaba con entusiasmo algunos detalles sobre los aviones, compartiendo su pasión por la aviación con su sobrina. Se detenían a escuchar el rugido de los motores mientras los enormes aparatos se elevaban majestuosamente hacia el horizonte.
Entre el bullicio del aeropuerto y el rugir de los motores, Mariela compartía con su tío sus sueños de volar por el mundo, de conocer diferentes culturas y lugares exóticos. Edgardo la escuchaba con una sonrisa, sintiendo orgullo por su sobrina y emocionado por el futuro que le aguardaba.
En un preciso instante, Edgardo señaló un avión que surcaba los cielos justo sobre sus cabezas, al hacerlo dejó a la vista un tatuaje sobre su brazo derecho, a la altura del hombro.
Mariela, al notarlo, no tardó en preguntar: “¿Tío, qué es eso que te tatuaste en el brazo? Es re feo”.
“Es algo que me hice cuando era más chico, algún día te voy a contar de qué es”, respondió Edgardo, tratando de desviar la conversación. Pero el tatuaje tenía un significado más profundo, el recordatorio de un pasado no muy lejano.
“Parece una cruz con cuatro cosas en las puntas”, dijo Mariela.
“Es una brújula con cuatro calaveras, una en cada punto cardinal” respondió Dardo mientras comenzaba a reírse. “Todos los caminos llevan al mismo destino”, cerró la frase.
Mariela volvió a responder: “No sé qué es, pero es re feo. Nunca me haría algo así”, dijo entre risas.
Después de una tarde llena de emociones y sueños, regresaron a casa con el corazón lleno de alegría y la mente llena de planes para el futuro. Para Mariela, aquel día había sido una experiencia inolvidable que reforzaba su determinación de perseguir sus sueños. Y para Edgardo, ver el brillo en los ojos de su sobrina era el mejor regalo que podía recibir, aunque una sombra de preocupación seguía rondando en su mente.
Desde la comodidad de su despacho, el ministro de defensa Amadeo Liberti tomó el teléfono y solicitó a uno de sus asesores que lo pusiera en contacto con el encargado de la base de Falda del Cañete. Mientras aguardaba sentado, alguien golpeó la puerta. Entró una de las secretarias y le entregó un sobre sellado, con el membrete de la República de Irak.
“¿De qué se trata esto?”, preguntó suavemente a su secretaria.
“Lo acaba de traer el embajador iraquí Haidar Habbas. Mientras usted estaba en reunión con el presidente, me lo entregó personalmente y pidió que se lo diera en mano”, respondió la secretaria.
Amadeo abrió el cajón del escritorio y extrajo un pequeño cortaplumas. Lo acercó al sobre y comenzó a abrirlo por uno de los lados más estrechos. Después de extraer el papel, leyó el mensaje detenidamente durante unos minutos. Un sudor frío recorrió su espalda. Sabía que cualquier paso en falso podría desencadenar un conflicto mayor.
“Concertá una cita con Habbas, por favor. Que sea aquí mismo dentro de dos días, a las nueve de la mañana. Cuando tengas la confirmación, avísame. Gracias”, concluyó Amadeo.
Tan pronto como la secretaria se retiró, justo antes de que la puerta se cerrara por completo, uno de los asesores asomó la cabeza para informarle que el responsable de la base estaba en línea, esperando.
Liberti, con total serenidad, tomó el auricular y pronunció: “Buenos días, aquí habla el ministro de defensa Amadeo Liberti. ¿Con quién tengo el gusto?”
“Buenos días, señor Ministro. Soy el brigadier Enrique Sudelio, responsable máximo de la base de Falda del Cañete”, respondió Sudelio con una frialdad que denotaba su desagrado por tratar con civiles.
“Sudelio, un placer. Le hablo sobre la exitosa prueba que han llevado a cabo, me encantaría felicitarlo en persona. ¿Cree que eso sería posible? Y por favor, llámeme Amadeo”, propuso Liberti.
Sudelio consideró internamente que sería una excelente oportunidad para conversar con el ministro de defensa, presentar los éxitos del proyecto y, por supuesto, buscar más financiamiento.
“Pero claro, señor Ministro, puede venir cuando guste. Estaré aquí esperándolo”, respondió Sudelio, omitiendo completamente la informalidad concedida por el ministro.
“Enrique, voy a intentar ir mañana mismo. Todo depende de mi agenda”, respondió Liberti.
“Con todo gusto lo estaré esperando, señor Ministro. De hecho, si me comunica su hora de salida, puedo coordinar para que lo recojan en el aeropuerto y lo escolten directamente hacia la base”, ofreció Sudelio. En su mente, sabía que el ministro no tenía nada agendado para mañana y que simplemente buscaba sentirse importante.
“Así lo haré, Enrique. Despreocúpese, que en cuanto tenga precisiones se las estaré dando. Por ahora, quiero que tenga a mano toda la información concerniente al proyecto en el que está trabajando”, respondió Liberti con total soltura.
“Por supuesto señor ministro. Aguardo con ansias su visita”, dijo Sudelio con una falsa predisposición apenas perceptible.
“Hasta luego, Enrique. Debo colgar, me esperan otros asuntos de agenda”.
“Entiendo perfectamente. Hasta luego, señor ministro”, concluyó Sudelio antes de cortar la comunicación.
Liberti colgó el auricular y tomó asiento, sosteniendo la carta del embajador iraquí entre sus manos. Podría llegar a sospechar el motivo por el cual quería una entrevista con él en persona y no con el canciller directamente. Irak se encontraba inmerso en un conflicto bélico con Irán desde hacía dos años. Argentina no tomaba parte en ninguna de las dos facciones; ya tenía suficiente con la derrota en la guerra contra Gran Bretaña y las consecuencias que eso acarreó. Debíamos reponer el material bélico perdido y reorganizar nuestras fuerzas armadas. Además, internamente había focos de rebeldía contra el gobierno actual. En resumen, el país era un caldo de cultivo en el que cualquier cosa podía suceder.
Liberti volvió a tomar el auricular y solicitó a su secretaria que lo pusiera en contacto con el embajador de Egipto.
El teléfono volvió a sonar y Liberti levantó el auricular para escuchar. “El embajador egipcio lo aguarda en línea, señor ministro. Se lo paso”, dijo la secretaria secamente.
Al cabo de unos segundos, una voz se hizo presente al otro lado de la línea. “Buenos días, ministro Liberti. Aquí habla Bakari Salah. Me han informado que quiere hablar conmigo. ¿Es así?” dijo el embajador egipcio en un español poco claro pero entendible.
“¿Cómo estás, Bakari? Así es, necesito hablar contigo. ¿Podrías venir hoy mismo? No sé cómo estará tu agenda, pero estoy seguro de que lo que tengo que decirte te interesará”, dijo Liberti, tratando nuevamente la conversación de manera informal.
“Podría estar allí dentro de una hora, si le parece bien”, respondió Salah.
“Me parece perfecto. Te espero. Te llevarás una grata sorpresa, Bakari”, concluyó Liberti con aires de grandeza.
Después de colgar el teléfono, Liberti se recostó en su silla, reflexionando sobre la importancia de la conversación que estaba por tener con el embajador egipcio. Sabía que las relaciones internacionales eran un juego delicado y estratégico, y cualquier movimiento en falso podría tener consecuencias significativas para su país.
Mientras esperaba la llegada del embajador, repasó mentalmente los puntos clave que quería discutir: colaboración en materia de seguridad y posibles alianzas diplomáticas. Era crucial que lograra asegurar el apoyo de Egipto en el escenario internacional, especialmente en medio de la volátil situación política y militar en la región.
Con determinación en su mirada, Liberti se levantó de su escritorio y comenzó a repasar algunos documentos relevantes, asegurándose de estar completamente preparado para la reunión que se avecinaba. Sabía que cada palabra y gesto serían analizados minuciosamente, y estaba decidido a lograr resultados positivos para su país y, en gran medida, para sí mismo.
Estados Unidos de América, Cheyenne Mountain
El sargento mayor Mike Dickens se encontraba inmerso en la tarea de analizar hojas de datos sentado en su escritorio cuando, de repente, escuchó dos leves golpes en la puerta. Después de unos segundos, el técnico ingresó con una pequeña carpeta y se acercó para entregársela a Mike.
“Aquí están las imágenes satelitales del lugar del hecho, señor”, informó el técnico.
Mike estiró la mano y tomó la carpeta, comenzando a ojear las imágenes una por una. Las separó sobre la mesa del escritorio y abrió el cajón lateral, sacando una lupa de gran aumento. Con cuidado, la acercó a las hojas y comenzó a observarlas detenidamente, buscando cualquier detalle o pista que pudiera ser relevante para su análisis.
“Dígame qué le parece esto, ¿qué es lo que entiende usted de esto? Quiero que me dé su opinión objetiva”, preguntó Mike al técnico especialista en imágenes.
El técnico se acercó al escritorio de Mike y examinó las imágenes con atención, evaluando cada detalle con meticulosidad. Después de unos momentos de reflexión, levantó la mirada y comenzó a exponer su análisis, ofreciendo una evaluación clara y precisa de la situación basada en su experiencia y conocimiento.
Con la lupa en la mano, el técnico comenzó a señalar con el dedo las áreas clave en las imágenes.
“Aquí vemos el camino que realizó el vehículo transportador. Es un vehículo grande de seis ejes”, comenzó a explicar mientras detallaba cada aspecto.
“Y aquí, esta marca negra es la base de lanzamiento. Se nota claramente la huella de la ignición; es bastante grande. Diría que estamos hablando de un vector de al menos veinticinco metros de largo. En definitiva, se trata de un cohete grande”.
Luego, ajustó sus anteojos y consultó la planilla de cálculo. “Por otro lado, según la planilla, la energía utilizada fue limitada. Desde mi punto de vista, acaban de probar la autonomía con algún tipo de combustible nuevo”, concluyó el técnico, ofreciendo una evaluación precisa y fundamentada sobre la situación observada en las imágenes.
“¿Puedo agregar algo?” dijo el técnico, casi con curiosidad.
“Por supuesto que puede. Dígame qué piensa”, respondió Mike.
El técnico tomó un momento para organizar sus ideas antes de hablar.
“Creo que por la ubicación elegida y el horario en que hicieron la prueba, no puedo determinar si se trata de algo secreto. Muchos lugareños podrían haber presenciado el ascenso y el descenso del cohete. Es posible que hayan sido descuidados al respecto. O quizás fue hecho a propósito para que todo el mundo pudiera verlo”, concluyó el técnico, planteando una posibilidad intrigante que agregaba un nuevo nivel de complejidad al análisis de la situación.
“Me parece válido su análisis y muy coherente. Muchas gracias por su aporte. Déjeme los papeles. A partir de ahora, si hay algún otro movimiento en el área, quiero que me lo indique”, dijo Mike, cerrando la conversación.
“Así lo haré, señor”, respondió el técnico, dejando la lupa en la mesa y girando para retirarse a su puesto de trabajo. Con un gesto de respeto, se despidió de Mike y salió de la oficina, listo para cumplir con la nueva instrucción dada por su superior.
Después de que el técnico se retiró, Mike recogió todas las imágenes dispersas de la mesa, las organizó en una carpeta y las colocó bajo su brazo. Inmerso en sus pensamientos, se encaminó decididamente hacia el despacho del general Kinley.
Atravesó el pasillo iluminado con luces blancas, donde el brillo del suelo reflejaba la luminosidad, iluminando las paredes blancas. Al llegar al despacho, una imponente puerta de madera barnizada guardaba la entrada hacia la figura de mayor rango en el NORAD.
Mike golpeó dos veces la puerta y aguardó respuesta. Después de unos segundos, una voz lo invitó a entrar.
Abrió la puerta para encontrarse con su amigo, el general James Kinley, concentrado en la pantalla de su computadora con sus anteojos puestos. Al notar la entrada de Mike, James se quitó los lentes y, con amabilidad, se levantó para saludar a su amigo.
“¿Cómo estás, Mike? Tienes la cara larga. ¿Qué te sucede?” preguntó James mientras estrechaba la mano de Mike. “Ven, siéntate y cuéntame qué está pasando”.
Mike tomó asiento frente a su amigo y superior. “James, está ocurriendo algo en el hemisferio sur. Se trata de una prueba exitosa de lanzamiento de un cohete. Estuve analizando los datos con un técnico, y desde su punto de vista, el cual comparto, el cohete podría ser de alcance medio. Sabes cómo son las cuestiones políticas en el hemisferio sur, y creo que si llegaran a dominar esta tecnología, no sabríamos cómo podrían utilizarla”, respondió Mike con preocupación.
“Bien, tranquilo, Mike. Como bien sabes, no tenemos injerencia alguna en asuntos de otros estados, y tampoco nos involucramos en cuestiones internas. Los países son soberanos. Ahora bien, ¿de qué país estamos hablando precisamente?” preguntó James con tranquilidad.
“Hablamos de la República Argentina, James”, respondió Mike, con un tono que no dejaba lugar a dudas.
Después de escuchar la respuesta de Mike, James frunció levemente el ceño, reflexionando sobre la situación. “Entiendo tu preocupación, Mike. Argentina es un país con una historia compleja y, en ocasiones, volátil en cuanto a su política interna. Sin embargo, como bien señalé, nuestra política es no intervenir en asuntos soberanos de otras naciones, a menos que representen una amenaza directa para nuestra seguridad nacional o la estabilidad regional”, comentó James, eligiendo cuidadosamente sus palabras.
Mike asintió, reconociendo la sabiduría en las palabras de su superior.
“Entiendo, James. Pero creo que debemos estar atentos y preparados para cualquier eventualidad. Una tecnología como esta puede alterar el equilibrio de poder en la región y, como defensores de la paz y la seguridad, debemos estar alerta”, agregó Mike, expresando su compromiso con la misión del NORAD.
James asintió con seriedad.
“Estoy de acuerdo contigo. Mantengamos un ojo en esta situación y estemos preparados para tomar medidas si la necesidad lo requiera. Pero por ahora, concentremos nuestros esfuerzos en seguir vigilando y protegiendo nuestros propios intereses”, concluyó, reafirmando la estabilidad regional.
“James, sabes que hace poco Argentina estuvo al borde de ganar la guerra contra el Reino Unido. Si no fuera por nuestro aporte en inteligencia, el resultado habría sido diferente, y quizás habríamos perdido el control del hemisferio sur. Si esto que estamos viendo llega a ser cierto, Argentina podría recuperar esas malditas islas con menos movimiento de material bélico. Simplemente apuntaría los misiles hacia blancos tácticos y dejaría que la guerra económica por mantener el archipiélago defina su destino”, dijo Mike, ofreciendo un análisis político astuto.
James observaba atentamente a su amigo y subalterno. Hizo una pausa antes de hablar.
“Tienes razón en eso”, comenzó, reflexivo.
“De todas maneras voy a hacer una llamada a Washington para informar lo sucedido. Aguárdame unos minutos afuera, por favor, Mike. Creo que esto excede nuestras funciones”, concluyó, indicándole a Mike que esperara fuera mientras él se ocupaba de comunicar la preocupante situación a las autoridades superiores en Washington. Mike salió del despacho y James tomó el teléfono, esta vez, la llamada era para el Pentágono.
“Comandante Rogers, aquí el General James Kinley desde NORAD. Tenemos un desarrollo significativo que requiere su atención inmediata”.
Tras unos segundos de silencio, una voz autoritaria respondió. “Adelante, General. ¿De qué se trata?”
“Hemos detectado y confirmado un lanzamiento de un cohete balístico en la República Argentina. Las imágenes satelitales corroboran una instalación militar activa. Podría indicar un avance significativo en sus capacidades tecnológicas”, explicó James con precisión.
“Esto es preocupante. Envíe toda la información disponible al Departamento de Defensa. Procederemos con un análisis exhaustivo y determinaremos los pasos a seguir”, ordenó el Comandante Rogers.
Al cabo de unos treinta minutos, James hizo pasar nuevamente a Mike.
“Bien”, comenzó James con seriedad, “acabo de recibir instrucciones de Washington. Debo decir que, por un lado, tenías razón: debemos seguir de cerca este nuevo desarrollo argentino. Por otro lado, me han dejado claro que no podemos involucrarnos en políticas internas ni en asuntos de soberanía de otros países. Sin embargo, lo que sí podemos hacer es enviarles un claro e inequívoco mensaje, de forma presencial. Y tú serás el mensajero”, continuó James, enfatizando la importancia de la misión.
“Quiero que quede bien claro para ellos lo que sabemos y cuáles son los límites que deben respetar”, concluyó James, confiando en la capacidad de Mike para transmitir el mensaje de manera efectiva y contundente.
“La República Argentina nuevamente es un país democrático, y nosotros respetamos la democracia”, comenzó James con firmeza. “Como bien sabes, dependen mucho de la financiación externa para mantener su economía a flote. Eso quiero que quede bien claro”, enfatizó, mirando fijamente a Mike.
“No vamos a enviar a un canciller, ni al embajador. Será un viaje directo en el cual vamos a concertar una cita con el presidente. Estamos seguros de que serás atendido por él en persona. No sabemos la duración de la cita, pero debes dejar el mensaje de forma correcta e inequívoca”.
James continuó, delineando los puntos clave de la comunicación: “Argentina es un país soberano que maneja el ciclo de energía atómica de manera completa, sin llegar a producir una bomba nuclear. No es que no puedan, sino que no deben hacerlo; hay tratados firmados al respecto. Pero deben comprender las implicaciones de querer cruzar esa línea. Lo mismo aplica para la tecnología en cohetes. Nosotros debemos defender nuestros intereses, y si la utilización es solo como elemento disuasivo, está bien. Sin embargo, no pueden permitirse vender esa tecnología a Oriente Medio. El hemisferio sur no tiene limitaciones en cuanto a la venta de armamento al exterior, pero hasta ahora nadie cuenta con tecnología misilística en la región”, explicó con claridad.
Finalmente, James miró a Mike y concluyó, buscando asegurarse de que el mensaje quedara completamente entendido: “¿Estoy siendo claro, Mike?”.
“Muy claro, James. Lo que no entiendo es por qué tengo que ser yo quien lleve el mensaje. ¿No podría ir otra persona?” cuestionó Mike, buscando entender la razón detrás de la decisión.
“Por dos razones, Mike”, comenzó James, manteniendo su mirada firme en la de su subalterno. “En primer lugar, es una orden de tu superior”, enfatizó, dejando claro que no había margen para la discusión.
“Y en segundo lugar, es por la plena confianza que tengo en que entregarás el mensaje exactamente como lo estamos discutiendo en este momento, amigo mío”, concluyó el general James Kinley, ofreciendo una ligera sonrisa que expresaba tanto apoyo como expectativa.
Argentina, Buenos Aires
Bakari Salah, de altura considerable y cursando sus cincuenta años de edad, ingresó al Ministerio de Defensa, ascendiendo las escalinatas de la entrada con paso firme. Al llegar a la puerta principal, fue recibido por el asesor designado para escoltarlo hacia la oficina del ministro Amadeo Liberti.
“Aguarde aquí un momento, por favor”, dijo el asesor, señalando una silla en el pasillo. Después de golpear la puerta y asomarse, el asesor indicó a Salah que podía pasar. El ministro Liberti estaba listo para recibirlo.
Al ingresar, el embajador de Egipto fue recibido de manera efusiva por Liberti, quien le extendió ambas manos en un gesto de saludo.
“Bienvenido, Bakari. Soy el Ministro de Defensa, Amadeo Liberti. Puedes llamarme simplemente Amadeo”, dijo Liberti de forma informal.
“Buenos días, Amadeo. Es un placer conocerlo en persona. Siempre se ha dirigido a mí por mensajes, así que me siento complacido por la invitación”, dijo Salah con cortesía al entrar.
“Por supuesto, siéntate”, respondió Amadeo, combinando la formalidad con la informalidad de manera característica. “¿Quieres tomar un café, té o algo para disfrutar?”.
“Tomaría un café negro, sin azúcar, por favor”, respondió Salah, expresándose en un castellano imperfecto.
Liberti se dirigió hacia la puerta, la entreabrió y dio instrucciones a su secretaria. “Perfecto, en unos minutos lo traen. Siéntete como en casa”, dijo Amadeo.
“Muchas gracias, Amadeo. Tengo mucha curiosidad por el motivo de esta reunión”, dijo Salah, acomodándose en la silla.
“Ah, sí, vamos a hablar sobre eso. Hace algún tiempo, el gobierno de Egipto nos ofreció un trato por el traspaso de tecnología en defensa”, explicó Liberti.
“Estoy al tanto de eso. Yo mismo transmití el mensaje al ministro en cuestión en ese momento”, respondió Salah.
“Bien, creo que estamos en condiciones de llevar a cabo ese traspaso. Mañana te mostraré lo que tengo para ofrecerte, y tú me dirás si el gobierno de Egipto está dispuesto a pagar por ello”, declaró Liberti con aire de grandeza.
Levemente golpearon la puerta y la secretaria entró sosteniendo una taza de café.
“Es para el embajador. Yo estoy bien”, indicó Liberti señalando a Salah, quien amablemente tomó la taza y la sostuvo mientras esperaba que la secretaria se retirara.
“¿De qué tipo de tecnología estamos hablando, señor ministro?” preguntó Salah.
“Estamos hablando de tecnología en cohetes, combustible sólido y, posteriormente, misiles de corto y medio alcance”, concluyó Liberti.
Mientras sorbía el café caliente, Salah respondió secamente, “Me interesa”.
“Lo sabía. Por eso te mandé a llamar, Bakari. Si estás de acuerdo, mañana por la mañana iremos a visitar la planta en la cual estamos trabajando para que veas en persona qué es lo que tenemos para ofrecerte”, dijo Liberti.
“Bien, dime el horario y el lugar y allí estaré”, dijo Bakari Salah de inmediato.
“Saldremos mañana a primera hora, te pasaré a buscar por la embajada y de ahí iremos al aeropuerto. Un avión nos estará esperando. Luego de la visita, volveremos en el día. Será todo muy rápido. Te recomiendo llevar lo puesto. Al volver, tú me dirás cómo seguimos”, cerró la conversación Liberti.
Mientras daba el último sorbo a su café, Bakari Salah se levantó de la silla, apoyó la taza en el escritorio de Liberti y estrechó su mano. “Debo retirarme y enviar el mensaje a mi país. Estoy muy agradecido por lo que acaba de decirme, señor ministro”, expresó con cortesía.
“El gusto es mío, Bakari. Nos veremos nuevamente mañana por la mañana”, respondió Liberti mientras continuaba estrechando la mano del diplomático egipcio y lo observaba salir. Minutos después, la secretaria ingresó y anunció que el embajador iraquí había accedido a la reunión prevista para dentro de dos días.
“Muchas gracias”, respondió Liberti mientras se recostaba en su sillón detrás del escritorio, entrecruzando los brazos en una reflexión silenciosa.
Después de la partida del embajador egipcio, Amadeo Liberti permaneció unos momentos más en su despacho, reflexionando sobre los acontecimientos recientes y las implicaciones de las decisiones que había tomado. Observó la ciudad a través de la ventana, perdido en sus pensamientos sobre los desafíos que enfrentaban su país y las responsabilidades que recaían sobre sus hombros como ministro de defensa. La luz del sol se filtraba suavemente por las cortinas, creando un ambiente de serenidad en la habitación. Liberti sabía que las próximas reuniones serían cruciales para su propio futuro y se preparaba mentalmente para los desafíos que se avecinaban.
Con determinación en su mirada, Amadeo Liberti se levantó de su asiento, se dirigió hacia la puerta y le indicó a su secretaria que lo comunicara con Enrique Sudelio en Falda del Cañete. Después de unos minutos, el teléfono de su escritorio sonó. Al levantar el auricular, escuchó la voz de su secretaria al otro lado de la línea: “El brigadier Sudelio en línea, señor ministro”.
“Adelante”, respondió Liberti.
“Buenas tardes, ministro. Es un placer volver a hablar con usted”, dijo Sudelio.
“Igualmente, Enrique. Le llamo para informarle que mañana por la mañana iré a visitarlo. Pude ajustar mi agenda para mañana mismo. Iré acompañado, solo quería asegurarme de que esté al tanto y no quitarle más tiempo del necesario. Entiendo que debe tener una agenda bastante ocupada”, expresó Liberti apresuradamente.
“Estaremos listos para recibirlo, señor ministro”, respondió Sudelio, ahora seguro de que no tenía nada más agendado y que Liberti solo quería parecer ocupado.
Al colgar, Sudelio esbozó una leve sonrisa. “Detesto a los civiles con poder”, pensó para sí mismo.
Mientras tanto, en el despacho de Liberti, la secretaria ingresó nuevamente para confirmar la agenda del día siguiente. “Señor ministro, todo está listo para su visita. El embajador Salah será recogido por la mañana, a las ocho, en la embajada de Egipto. El vuelo está programado para las diez de la mañana”.
“Perfecto, gracias. Asegúrese de que todo esté coordinado sin problemas”, respondió Liberti mientras se sentaba nuevamente en su silla, revisando los últimos informes y preparando sus notas para la reunión.
Esa noche, mientras la ciudad de Buenos Aires se sumía en el silencio, Amadeo Liberti no pudo evitar sentirse inquieto. Sabía que las decisiones que tomaría en las próximas horas podrían tener repercusiones a largo plazo. Se recostó en su silla y cerró los ojos por un momento, dejando que su mente analizara cada posible escenario.
Irak, Bagdad
El coronel Hadid se acomodó en el vehículo que lo conducía por una ruta desértica hacia el palacio presidencial de Irak. En el trayecto, su mente trabajaba a toda velocidad, repasando y analizando cada palabra que el teniente Kazem le había transmitido. Todo eso tendría que presentárselo al presidente Imán Latif y esperar que sus explicaciones fueran suficientes para evitar cualquier consecuencia negativa para él. Cuando se trataba de consecuencias negativas, estaba pensando en perder su vida.
En camino al palacio, el vehículo del coronel Hadid se abrió paso entre los retenes militares. Bastó con bajar un poco la ventanilla trasera y mostrar su rostro para que el puesto de control se apartara, permitiéndole continuar hacia su destino sin inconvenientes. La autoridad y el respeto que irradiaba su presencia eran suficientes para abrirle camino sin necesidad de mayores explicaciones.
Al llegar al palacio, dos soldados apostados se acercaron para abrirle la puerta del vehículo. Hadid descendió del mismo con determinación, dirigiéndose directamente hacia el interior del palacio. El lugar estaba fuertemente custodiado por soldados armados con armas largas y uniformes diseñados para mimetizarse con el desierto. La atmósfera era tensa, pero Hadid avanzaba con paso firme, acostumbrado a este tipo de escenarios.
Mientras recorría los amplios pasillos del palacio, un soldado se aproximó con paso lento y lo condujo hacia el despacho presidencial. En la entrada, dos guardias permanecían como última barrera de seguridad.
“Vengo a ver al presidente y líder, Imán Latif”, anunció con firmeza. Ambos lo observaron y asintieron.
“Espere unos momentos, Coronel. El presidente está a punto de concluir una reunión importante”.
Hadid se apartó unos metros para contemplar el cielo despejado desde el pasillo, cerca de la baranda que daba al jardín del piso inferior. Unos minutos después, el sonido de la puerta del despacho presidencial al abrirse lo hizo girar instintivamente la cabeza, solo para ver cómo salía una niña preadolescente, envuelta únicamente en una manta blanca semitransparente, mientras un soldado la acompañaba por el pasillo. La niña mantenía la mirada baja, sin alzarla. El coronel Hadid sabía de los particulares gustos de su líder, no los compartía, pero en algún momento podrían serle de utilidad. Siempre es conveniente estar bien con la persona que podría disponer de tu vida a su gusto.
El guardia restante hizo un gesto al coronel para que se acercara y luego le abrió la puerta, permitiéndole el ingreso.
“Puede pasar coronel”, anunció mientras cerraba la puerta tras él al ingresar.
El coronel Hadid era una figura tan importante como el propio presidente. Al entrar, Hadid hizo una leve reverencia hacia el presidente Latif, un hombre de estatura media, tez trigueña, bigotes recortados y una cara redonda. Latif le devolvió el saludo con una sonrisa.
“As-salamu alaikum, Hadid, mi amigo, ¿qué te trae por aquí?”.
“Wa-alaikum as-salam, señor presidente”, dijo Hadid, con respeto.
“Lamentablemente, soy portador de malas noticias, señor presidente”, dijo Hadid con notable insatisfacción. El semblante del presidente Imán Latif cambió con total naturalidad; no le gustaban las malas noticias.
“Cuanto antes te libres de ellas, mejor te sentirás, Hadid”, dijo el presidente.
“Se trata de los mauritanos. Nos han llegado informes fidedignos de que no podrán enviarnos los proyectiles que hemos pagado por adelantado. Las pruebas en el campo fueron un fracaso”, replicó Hadid.
La expresión en el rostro del presidente Latif cambió por completo. Necesitaba esos proyectiles para poder terminar con los objetivos iraníes y cambiar el curso de la guerra.
“¿Pero qué diablos ha pasado, Hadid?” exclamó sin mesura.
“Simplemente nuestros informantes hicieron su trabajo a la perfección y nos avisaron de antemano lo sucedido. Los mauritanos creen que no lo sabemos, y por eso están dilatando la entrega del material”, replicó Hadid.
Latif, con el puño cerrado, ponderaba las revelaciones recibidas. La necesidad de ese material se tornaba urgente, y los mauritanos habían deshecho el pacto en el peor momento imaginable. El dinero había sido transferido, los embargos armamentísticos pendían sobre ellos como espadas de Damocles.
Hadid, observando la reacción de su líder, se aventuró a hablar: “Presidente Latif, tenemos otra carta bajo la manga, esperando su bendición. Su viabilidad es alta, y podría ser la solución a nuestra dependencia de naciones extranjeras”.
Latif, con gesto sombrío, espetó: “¿Qué estás insinuando, Hadid? Esto es una debacle. Según tus palabras, hemos perdido millones en un acuerdo que jamás fructificará”.
Hadid prosiguió, imperturbable: “Uno de mis subordinados, el teniente Kazem, me ha informado de manera fidedigna que un país latinoamericano acaba de llevar a cabo una prueba exitosa de un cohete propulsado por combustible sólido. Nuestros agentes en la región han confirmado esta información”.
Latif apretó los dientes, demandando: “Sigue, explícame cómo nos beneficiaría esto”.
“Nos beneficia en el sentido de que podríamos adquirir la tecnología necesaria para empezar a fabricar nuestro propio arsenal de misiles. Aunque nuestros técnicos carecen del conocimiento técnico requerido en este momento, sería solo cuestión de tiempo antes de que lo adquieran”, afirmó Hadid con determinación.
Latif reflexionó unos instantes antes de responder. “La idea que planteas es prometedora, pero el problema radica en encontrar un país dispuesto a respaldarnos en este empeño. Debería ser una nación que comparta nuestros ideales expansionistas, y temo que tales aliados sean escasos”, expresó con pesar.
“O podría ser una nación sumida en una crisis económica tan profunda que esté dispuesta a aceptar cualquier acuerdo, incluso de manera no oficial”, sugirió Hadid con astucia.
“Con ese criterio, prácticamente todos los países latinoamericanos podrían entrar en consideración”, observó Latif.