España en su historia - Américo Castro - E-Book

España en su historia E-Book

Américo Castro

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Beschreibung

Esta edición de la obra reunida de Américo Castro pretende rendir tributo a la lucidez, honestidad y valentía de una obra ingente que se ha visto relegada al olvido, tras haber sufrido ataques desde diversos frentes. Su tarea mitoclasta en contra de los tópicos y falsedades de la historiografía tradicional supuso una visión de la idiosincrasia particular del pueblo español dirigida no solamente a comprender mejor su pasado, sino a saber quiénes son y adónde van o deberían ir los españoles. En palabras de Juan Goytisolo, «la redefinición y rescate de la España de las tres culturas, la exquisita percepción del conflicto intercastizo en su dimensión literaria, su permanente y luminosa obsesión con el genio de Cervantes, son los temas centrales de una vasta producción que, encarada al pasado, apuntó con todo a nuestro futuro».

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Américo Castro

OBRA REUNIDA

VOLUMEN TRES

Edición al cuidado de José Miranda

España en su historiaEnsayos sobre historia y literatura

Proyecto financiado por la Dirección General del Libro y Fomento de la Lectura Ministerio de Cultura y Deporte

PRIMERA EDICIÓN: 2004

SEGUNDA EDICIÓN: 2020

Américo Castro

OBRA REUNIDA

Edición al cuidado de José Miranda

©  EDITORIAL TROTTA, S.A., 2004, 2020, 2023

HTTP://WWW.TROTTA.ES

©  HEREDEROS DE AMÉRICO CASTRO, 2021

DISEÑO

JOAQUÍN GALLEGO

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

ISBN: 978-84-8164-508-8 (obra completa)ISBN (EDICIÓN DIGITAL E-PUB): 978-84-1364-140-9 (volumen tres)

CONTENIDO

EL SIGNIFICADO DE LA CIVILIZACIÓN HISPÁNICA

ASPECTOS DEL VIVIR HISPÁNICO

Advertencia a esta edición

Introducción

Capítulo I. Mesianismo, espiritualismo y actitud personal

Capítulo II. Espiritualismo y conversos judíos antes del siglo XVI

Capítulo III. Ilusionismo erasmista

Apéndices

ESPAÑA EN SU HISTORIA. CRISTIANOS, MOROS Y JUDÍOS

Nota previa a la edición de 1983

Prólogo

Capítulo I. España, o la historia de una inseguridad

Capítulo II. Islam e Iberia

Capítulo III. Tradición islámica y vida española

Capítulo IV. Cristianismo frente a Islam

Capítulo V. Órdenes militares. Guerra santa. Tolerancia

Capítulo VI. Literatura y forma de vida

Capítulo VII. Pensamiento y sensibilidad religiosa

Capítulo VIII. Nuevas situaciones desde fines del siglo XIII

Capítulo IX. El Libro de Buen Amor del Arcipreste de Hita

Capítulo X. Los judíos

Capítulo XI. Resultados reflejos de lo anterior

Apéndices

EL LIBRO DEL BUEN AMOR DEL ARCIPRESTE DE HITA

Sistema de transcripción árabe

Abreviaturas de revistas citadas

Índice de materias

Índice onomástico

Índice topográfico

Índice general

EL SIGNIFICADO DE LA CIVILIZACIÓN HISPÁNICA*

El propósito esencial de las ciencias naturales es conferir unidad y claridad racional a lo que aparentemente es confuso y variable1. Pero la historia, o la ciencia de la cultura humana, aspira a un tipo especial de claridad basado en la percepción del significado de los logros humanos, y los ordena de acuerdo con la perspectiva de sus valores. Un hecho humano no puede nunca reducirse al esquema conceptual de una definición que pretenda incluir todo su contenido, como es el caso de las definiciones matemáticas o físicas. Un hecho histórico siempre significa algo, es decir, da testimonio de un fin o de un valor que lo trasciende. No se puede definir una catedral gótica como se definiría un objeto material. Sólo es posible percibir sus valores estéticos, religiosos y sociales. Traigo esto a colación para dejar claro que la civilización hispánica, ese gran agregado de la historia, no puede reducirse a una enumeración de datos. Debemos exponer su significado y sus valores con el fin de hacer audibles los tonos de esta civilización que se desarrolló en el mundo occidental.

Un intento de construcción histórica no es nunca objetivo, es decir, no puede proporcionar nada similar a lo que llamamos axiomático o lógicamente demostrable en las ciencias racionales. La evidencia que puede proporcionar el juicio histórico depende de cómo integremos nuestras vidas con la vida histórica que intentamos comprender; porque la historia no se explica, se comprende. Y esto no significa que la ciencia historiográfica consista en el relativismo o la arbitrariedad psicológica; significa que la comprensión de la historia presupone una proyección del historiador dentro del hecho histórico. Así por ejemplo no puede comprender el hecho histórico de América quien no esté en simpatía con este hecho histórico americano. Por ejemplo, una persona que no comprenda de manera vital lo que entiende el americano cuando dice «democracia», «cooperación», «a todo hombre debe dársele una oportunidad», etc., no puede conocer el significado de la historia americana, que para ella se convertirá en una serie de eventos fantasmales. Pero si la percepción vital del historiador está en consonancia con los hechos que tiene delante, entonces la historia americana emergerá como una imagen clara, en la que la vida del historiador se expresará de un modo u otro.

La consecuencia de lo que acaba de decirse es que la historia de la cultura hispánica no puede abordarse desde un punto de vista que en términos vitales es extraño a la misma, porque entonces hablaríamos de algo que no existe y no conseguiríamos percibir la esencia de sus valores. Si pensamos que toda civilización debe inspirarse en la actitud racionalista del siglo XVIII, en el desarrollo de las técnicas de la física y en la búsqueda de una felicidad ordenada y generalizada, entonces la respuesta sería que la civilización hispánica nunca estuvo interesada en estos fines y que lo que ha logrado y logra hoy en día se basa en otros propósitos y preferencias. El hombre moderno ha vivido dentro de un orden que le parecía el máximo de la perfección, una etapa en el viaje de las ideas y las experiencias normales hacia ese reino utópico llamado «progreso infinito». Por consiguiente, para el hombre occidental, el problema de la existencia no se derivaba tanto del avance hacia el ámbito de lo incierto, sino del hecho de estar situado dentro de unos límites culturales inalterables. (Recuerdo, por cierto, un dato importante en relación con el hispanismo estadounidense: es notable que el gran movimiento de curiosidad por los temas hispánicos llegara a su apogeo con Ticknor y Prescott, precisamente en la época de la expansión americana hacia el Oeste, en un momento de gran esfuerzo y aventura.)

El alma hispánica, digámoslo de una vez, está siempre desvelando algo de humanidad primaria eternamente en lucha con los problemas elementales de la geología humana. Por tanto es natural que, en sociedades de estructura rígida, en las que todo individuo considera resueltos los problemas primordiales relativos a la intimidad última de la conciencia, la forma de vida hispánica produzca impresiones desconcertantes, a veces irritantes e impertinentes, a menudo sorprendentes de manera original y encantadora. Al estudio de este problema he dedicado la mejor parte de mi tiempo durante muchos años.

La consecuencia natural de que la realidad española sea así es que durante siglos los aspectos más importantes de dicha civilización han dado lugar a interminables controversias dentro y fuera de España, porque a veces los mismos españoles no lograban abordar sus propios problemas bajo la luz correcta, especialmente cuando intentaban verlos desde un punto de vista conceptual o lógico, o de forma pragmática, centrándose en la prosperidad material, el poderío militar o la eficacia tecnológica. No entraremos ahora en controversia alguna, ni tampoco volveremos a analizar las bien conocidas razones históricas que hicieron que la historia de la civilización hispánica fuera atacada tan a menudo con argumentos religiosos o políticos. Nos limitaremos a recordar que la manera en que el modo de vida hispánico se ha desarrollado en la Historia es diferente de lo que observamos en otros grandes pueblos de Occidente. De aquí su originalidad y la atracción constante que ejerce, incluso sobre aquellos que advierten su falta de riqueza, de poderío material o de técnicas industriales. Todo esto nos debería ser útil para dilucidar algunas características esenciales del modo de vida hispánico, porque un pueblo se expresa tanto en sus creaciones como en sus omisiones, tanto en sus respuestas como en sus silencios, cuando se enfrenta a los problemas últimos de la vida y la muerte.

Para entender la vida hispánica debe olvidarse por un momento la idea de que el éxito y la prosperidad materiales son necesarias para definir esencialmente una cultura. La vida hispánica no ha conocido nunca lo que en América se llama prosperidad, ni ha experimentado nunca un período en el que todas las fuerzas sociales y económicas hayan funcionado con normalidad, como ocurriera en la Francia de Luis XIV, en la Inglaterra del siglo XIX, etc. En el clímax de su poderío imperial, el Estado español cayó varias veces en bancarrota. El emperador Carlos V tuvo que retrasar su vuelta a España varios meses tras su dramática abdicación en 1554, porque le faltaban fondos para pagar a la gente de su casa; por la misma razón le fue necesario posponer el funeral de su madre, Juana la Loca. En el siglo XVII, el rey Felipe IV, monarca de dos mundos, tuvo una vez dificultades para hacer preparar las comidas diarias en el palacio real. España, rica en toda clase de artes, a la sazón no ha inventado jamás un solo mueble cómodo. La silla tapizada, la chaise longue y el sofá no son descubrimientos españoles. Incluso en los momentos de mayor esplendor político y militar, cuando florecían prodigiosas formas de civilización, la vida cotidiana fue difícil y problemática para los españoles. Teniendo esto en cuenta, es evidente que debemos buscar el significado de la civilización hispánica y sus elevados valores independientemente de la idea de la felicidad material, que busca forjarse una vida placentera a través de aplicaciones e inventos técnicos que limen las asperezas de las circunstancias naturales. La civilización hispánica muestra un resultado escaso en la producción material. Sus contribuciones no son fáciles de calibrar. No ocuparían mucho espacio en los «pabellones» de las exposiciones universales.

Hoy, más que en ningún otro momento en la historia del mundo, podemos contemplar con serenidad esta circunstancia, porque hoy es pertinente preguntarse si este supuesto progreso, que tiene como base el puro intelectualismo y el ansia de placeres epicúreos, no será después de todo más fértil en horrores que en beneficios.

En diversas áreas importantes del pensamiento y de la ética, ciertas ideas sobre la cultura y la vida, incontestadas hace treinta años, han entrado ahora en crisis. Siempre que esto ha ocurrido en la cultura occidental, la civilización hispánica ha mostrado que sus reservas permanecen intactas, que no han sido afectadas seriamente por las oscilaciones entre el progreso y el dolor y la miseria humanas. En estos tiempos sombríos empezamos a ver que cara a cara con armas tangibles y aparentemente irresistibles, las armas del espíritu pueden ser, con su carácter imponderable, tan eficaces o más que las primeras. El armamento y las líneas de defensa son de poca utilidad para aquellos que carecen de una defensa interior. Sacar a la luz al hombre esencial, completamente y en marcado relieve, era y es la principal preocupación de la civilización hispánica.

La cultura occidental ha vivido casi tres siglos bajo la estrella de las ideas claras y bien definidas, pensando que todo lo que escapa a la razón y al concepto no existe, no es digno de atención o corresponde a formas oscuras de la existencia. Ésta ha sido una gran virtud y nada de lo ganado con este método debe perderse. Pero hoy no podemos sino sonreír al recordar que el siglo XIX intentó hacer de la ciencia una religión y creyó que el progreso era el resultado de un mecanismo social que, una vez en marcha, no se detendría jamás: el mito del progreso infinito. En esa atmósfera de ciencia aplicada, de técnica y bienestar, los valores hispánicos sufrieron una gran devaluación. El principal tema español ha sido siempre el hombre, como realidad desnuda y absoluta, y de forma muy secundaria, los productos con los que el hombre intenta sustituir la conciencia de su existencia. Para el español, sus semejantes son más interesantes por lo que son que por la función social que representan o por lo que producen. Si un hombre, del que se sabe que es un estúpido como hombre, publica un libro muy voluminoso, para el español sigue siendo tan estúpido como antes. Y lo mismo si es inmensamente rico u ocupa una posición elevada. Esta habilidad y este hábito de observar con rayos X morales ha implicado para el español grandes desgracias en su vida práctica y le ha hecho bastante difícil organizar su vida social, que tiene que descansar sobre productos objetivos, ya sean sus autores dignos o indignos de estima. Pero si el español no descubre una profunda relación, auténtica y vital, entre lo que una persona hace y lo que es esa persona, entonces ni la persona ni su obra le interesan. Es muy difícil convencer al español medio de que un hombre que carece de energía mental u originalidad expresiva en sus relaciones con los demás, pueda valer algo por otras razones. Es muy común escuchar cosas como ésta: «Ese caballero será muy culto, pero como hombre es un zoquete». Como he dicho antes, el tener una naturaleza así ha costado a los españoles un precio exorbitante como grupo humano y como individuos. Pero hay que resignarse al hecho de que así es, de la misma forma que tiene que aceptarse que los americanos evitan el encuentro con sus problemas íntimos y con los de los demás y consideran que hablar de ellos es una forma de barbarie. Nuestra comprensión y estima de una cultura es directamente proporcional a nuestra aceptación de sus necesidades internas.

En la época presente, el modo de vida hispánico necesita menos que nunca ofrecer excusas por ser como es. La civilización occidental atraviesa actualmente una crisis a la que no sabemos cómo sobrevivirá. Y sería un error ingenuo creer que este problema afecta a Europa y no afecta a las tierras a este lado del océano. La fe ilusoria en la razón se ha derrumbado. La razón ha dejado de ser una guía. Su lugar ha sido ocupado por la acción brutal, que opera a través de oscuras formas de voluntad colectiva que desintegran y aniquilan al individuo. Si pudiéramos oír la voz milenaria del genio español, ésta diría algo así como esto: «Buscad al hombre detrás de la consigna».

La deshumanización del hombre, que lo convierte en el sirviente de las cosas que crea y le hace olvidar que fue una vez su señor, es verdaderamente peligrosa. Quevedo, la gran figura barroca del siglo XVII, recordó con gravedad a España que

siendo hombres pobres, conquistamos las riquezas de otros; siendo hombres ricos, estas mismas riquezas nos están conquistando.

Este mismo escritor dice, comentando la costumbre del siglo XVII de decorar con trofeos bélicos las tumbas de hombres que nunca fueron a la guerra:

La piedra tiene lo que el hombre enterrado no tuvo. Las armas, que solían ser defensas, ahora son ornamentos.

La misma preocupación por el hombre lleva a don Quijote a condenar las armas de fuego y a quien las inventó: «Estoy seguro de que está en el infierno recibiendo la recompensa por su invención diabólica, con la que le ha hecho sencillo a una mano baja y cobarde quitarle la vida a un gentil caballero».

Ha sido costumbre clasificar esta actitud como ardiente romanticismo, aunque el espectáculo de nuestra civilización decadente pueda quizá llevar a algunos a pensar de otra forma. Hoy en día, en todo momento nos encontramos en un impás en lo que respecta a las formas de gobierno, la economía, la ciencia y la educación. Hace medio siglo la felicidad universal parecía estar a la vuelta de la esquina. Esta creencia hoy se esfuma. Poco después del Renacimiento otro sueño, el de la Edad de Oro, también se esfumó. ¡Cuánta luz arrojaría el estudio de la Contrarreforma española sobre nuestro momento histórico!

Pero con el fin de arrojar mayor claridad sobre nuestro análisis, voy a hacer algunos comentarios inocentes acerca de los diferentes estadios del desarrollo tecnológico.

  I. En un principio el hombre vivía de lo que la tierra, como una madre frugal con sus alimentos, le daba espontáneamente.

 II. El hombre se desliga de la Naturaleza y la fuerza a incrementar su producción. Para este propósito se utilizaron instrumentos técnicos que ampliaron la actividad humana. Ésta es la época de lo que llamaré técnica humanizada. El hombre labra la tierra con instrumentos que son más eficaces que sus manos desnudas pero que siguen siendo una extensión de estas manos.

III. La técnica se deshumaniza porque el instrumento técnico ahora opera sin la colaboración directa del hombre y adquiere autonomía. Poco a poco el hombre percibe que está siendo dominado por la máquina, que fue una vez su esclava o colaboradora. Así, las máquinas tecnológicas se están convirtiendo en una segunda Naturaleza, en una creación que se impone inexorablemente a los seres humanos. Cuando viajábamos a pie o a caballo por una carretera hecha por el hombre, nos sentíamos dueños de nuestro rumbo; al viajar en tren o en automóvil nos sentimos llevados por un mundo que nos domina, una fuerza que puede condicionar nuestros actos y nuestros destinos.

En este tercer estadio de la técnica, el hombre se deja arrastrar por las circunstancias, tan inevitables como la Naturaleza misma, que operan como una segunda naturaleza y no le dejan escapar. Esto, paradójicamente, le lleva a volver al primitivismo, a los tiempos en que la vida del hombre estaba regulada por la naturaleza material que le rodeaba, es decir, cuando menos humano era el hombre. Este hombre de hoy en día, adjetivo de la máquina y vitalmente desintegrado, está en el estado de madurez propicio para caer víctima de una fuerza externa, como ya ha ocurrido a muchos pueblos. Cualquier gesto de auténtica hombría, de vida libre, es algo extravagante, digno sólo del ridículo y el rechazo.

Por ello, el español se ha resistido cuando le ha sido posible a pasar de la técnica humanizada a aquella deshumanizada. Hace unos treinta años, Unamuno —compendio y símbolo de la naturaleza española— pronunció aquella famosa frase: «Inventos, ¡que inventen ellos!». Es decir: no queremos saber nada de los inventos de los extranjeros.

Largos siglos de experiencia y angustia han acostumbrado al español a dialogar con su ego desnudo, con un ego que no es el de Descartes, el cogito, ergo sum, en el que la claridad deslumbrante de la razón deja en las sombras todo lo que no sea claro y distinto, esto es, la zona problemática de lo humanamente extra-racional. El ego español es el de Calderón en La vida es sueño, donde el príncipe Segismundo, al regresar de su efímero reinado en la corte y oír que todo fue un sueño falaz, exclama:

Sólo una mujer amaba,

Que fue verdad, creo yo,

En que todo se acabó

Y esto sólo no se acaba.

El ego español es el ego de Cervantes, un ego que prolonga el deseo de existir en direcciones opuestas, y percibe que cualquier actitud exclusivista o parcial lleva a laberintos interminables. Este ego hispánico es también el ego de Francisco Giner, el educador más brillante que jamás tuvo España. Giner quería para España un presente que fuera a la vez su pasado tradicional y su espléndido futuro. Es el ego de Goya, que exaltó la pintura hasta alturas extremas y en cuya obra la belleza y el horror coexisten como deidades supremas en la dudosa contigüidad del paraíso y el infierno. Es el ego de Lope de Vega, en cuya vida el amor y el deber en lucha incesante crearon la humanidad inconmensurable de su personalidad y de su arte. Y la lista podría seguir con los nombres y las obras de los representantes más genuinos del genio hispánico desde la Edad Media hasta el momento presente.

Se ha dicho una y otra vez que las impresiones plácidas y las sonrisas amables son de rara aparición en el curso de la vida histórica española. Los tonos claros y alegres se ven ensombrecidos por la gravedad y el talante meditabundo. Del mismo modo, se ha resaltado la presencia recurrente del estilo didáctico y sentencioso en la literatura española. ¿Cuál es la razón de todo esto? La razón es simplemente que el español no puede aislarse en la abstracción. Constantemente tiene que unificar su voluntad tanto con su conducta personal como con el análisis racional. Nebrija y Luis Vives, los dos grandes humanistas del Renacimiento español, no consiguieron abstraerse de sus emociones religiosas cuando acometieron sus estudios clásicos. En el reino de los conceptos, el español se siente más aislado que Robinson Crusoe en su isla. Ésta es la razón por la que en España la ciencia, la filosofía abstracta y la técnica son raras mientras que el sentido moral está siempre presente. Para su felicidad y desgracia, el hombre hispánico siempre ha confiado en su ego integral, con lo que hay allí de seguridad y, también, de oscilaciones.

El mundo para él no existe, no le sirve en modo alguno, si no está integrado en la conciencia de su existencia. Por esta razón el español apenas se ha interesado por la filosofía, excepto cuando ésta ha escapado al racionalismo puro. Esto explica que el krausismo encontrara esa extraña aceptación en el pensamiento español del siglo XIX, un hecho incomprensible para quienes no estén familiarizados con la intimidad del alma hispánica. Krause (1781-1832) fue un filósofo de segunda fila que tuvo muy poca influencia en Alemania. Su obra fue conocida en 1840 por J. Sanz del Río, un castellano que en el siglo XVI habría sido un gran místico. Desde mediados del siglo pasado, la filosofía krausista encontró una recepción en España que tuvo que sorprender a los mismos alemanes. ¿Por qué una huella así en la mejor atmósfera de España? Krause, elevado por la ola del Romanticismo, es un panteísta. Para él la conciencia del hombre es al mismo tiempo la sede de la infinitud natural y de la infinitud espiritual. El conocimiento de las cosas finitas sólo es posible a través de la unión racional con lo infinito. Con ello la filosofía pierde su función abstracta y lleva hacia la moral y la educación y de esta forma pasa a ocupar el centro de la vida. Casi todo aquello que vale la pena de cuanto España ha realizado en la cultura y en la educación entre los siglos XIX y XX encuentra su origen indirecto en la influencia romántica sobre el genio español, representado por una de las mayores figuras de la educación moderna: Giner de los Ríos, un krausista.

La metafísica de Krause descansa en el «panteísmo», un término acuñado por él para expresar su idea de que el mundo no es Dios, pero que Dios es la entidad en la que los elementos contrarios encuentran su unidad. El alma del hombre, capaz de contemplar lo absoluto, está impregnada de un profundo sentido religioso y espiritual. Las formas más elevadas de la sensibilidad hispánica en el siglo XIX respondieron a esta idea, así como la mejor España del siglo XVI fue seducida por el espiritualismo de Erasmo, para el que el verdadero templo no era el visible, sino el que está en la intimidad más profunda del alma pura.

Pasando a una época más reciente, no es menos notable que la llamada filosofía existencial encontrase un terreno tan favorable en España, un hecho singular teniendo en cuenta el escaso afecto de los españoles por la meditación filosófica.

El danés Sören Kierkegaard (1813-1855) dejó una honda impresión en la obra de Miguel de Unamuno, que aprendió el danés para leer su obra. La razón es similar a aquella mencionada con respecto a Krause. Para Kierkegaard la verdad última del ser tiene su origen en la irreductible tensión entre el mundo y Dios, entre la realidad y el ideal, entre el tiempo y la eternidad, entre la fe y el conocimiento. Dentro de esta tensión irreductible situó Kierkegaard el problema de la existencia. El sentido del ser reside en la vida interior, subjetiva, que a su vez es el fundamento de lo verdadero y lo ético. Según Kierkegaard, la pertenencia a cualquier rebaño corrompe y desespiritualiza la naturaleza del hombre. Uno debe pensar «existencialmente», vivir para lo absoluto, sin ser miembro de nada.

Aquí está el marco ideal en el que encaja una buena parte del pensamiento y la sensibilidad de Unamuno, el español por antonomasia, para quien la lucha trágica entre la consciencia del individuo finito y el ilimitado más allá constituye la vida y la creación artística. Quizá nunca ha sido expresada de manera tan bella la angustia que produce el deseo de elevarse por encima de lo humano sin dejar de ser humano.

Pero Unamuno es ante todo un artista, un poeta tanto en prosa como en verso, cuya doctrina no se puede separar fácilmente de sus emociones. Si por otro lado queremos una expresión rigurosa de la filosofía existencial, tenemos que ir a la obra de José Ortega y Gasset. Este hombre inició su carrera filosófica como neo-kantiano, una tendencia que, como toda tendencia puramente intelectualista, estaba abocada a ser estéril en suelo español. Afortunadamente, Ortega y Gasset descubriría horizontes más amplios en la fenomenología de Husserl, en el vitalismo histórico de Dilthey, en Auguste Comte (en la medida en que éste supera su propio positivismo), en Bergson, etc. La cultura de Ortega y Gasset tiene las más amplias dimensiones, no sólo como conocimiento, sino también como curiosidad vital ilimitada. Es un gran profesor, un escritor de rara belleza y al mismo tiempo un hombre de mundo. El polimorfismo es un rasgo característico de ciertos aspectos de la civilización hispánica y Cervantes ya dijo de sí mismo:

Y se confina y restringe a los estrechos límites de la narrativa, aunque tiene la habilidad, la capacidad y el cerebro suficientes para lidiar con todo el universo.

Las ideas de Ortega y Gasset florecieron en el mismo clima histórico que produjo en Alemania figuras de la estatura de Max Scheler y Martin Heidegger. Ortega, no obstante, como es propio de su naturaleza hispánica, es tanto pensador como artista y toca en sus escritos los cuatro puntos cardinales del interés humano. Pero no voy a hacer ahora un análisis de la filosofía de Ortega, porque sería inoportuno2. No obstante haré referencia a algunos de sus rasgos hispánicos, como reflejos de la cultura de la que él forma parte. Los pensadores no hispánicos antes mencionados, incluidos aquellos que poseen el mayor arte y la más expresiva sensibilidad, escriben de manera objetiva e impersonal. Así Bergson y Scheler, por ejemplo. Ortega, en cambio, a veces filosofa mientras soporta la carga de su ego empírico; por tanto, plasma en su pensamiento lo que percibe de sí mismo, incluyendo lo que cree que otros pensarán o piensan de sus escritos. De ahí su constante preocupación por aseverar su originalidad, la prioridad de sus ideas, por mostrar que él predijo este o aquel evento, por anunciar la publicación de obras que son a veces meros proyectos envueltos en títulos seductores. Este gran pensador forma parte como gran actor en el espectáculo filosófico del que también es el autor. Algo así sólo puede tener lugar en España. La mente ibérica nunca puede «despegar» de la base vital en la que se asienta. Hay que recordar que en su obra maestra, Las meninas, Velázquez se incluyó a sí mismo pintando el cuadro, junto con los espectadores, en este caso el rey y la reina de España. La vida, el pensamiento, la creación artística, vienen a ser para el español la puesta en escena y la representación integral de su existencia misma. De ahí la esencial importancia que asumen el gesto y la actitud para el español, como ya he resaltado en otro lugar3. Pero a pesar de lo que España ha recibido del exterior, la parte esencial de su historia siempre ha venido de su interior. La posición de la civilización hispánica con respecto a la influencia exterior es la misma que la de una obra de arte original con respecto a sus fuentes, especialmente aquellas fuentes que sólo estimulan o inspiran. El erasmismo y el estoicismo en los siglos XVI y XVII y el existencialismo en el XX produjeron a veces consecuencias tan alejadas de sus orígenes como un compuesto químico puede estarlo de los elementos que entran en su composición.

Cervantes no habría escrito como lo hizo sin la influencia de Erasmo y los neo-estoicos, pero hay que someter a Cervantes a un análisis detallado para descubrir estas influencias. En otro plano, Giner de los Ríos transformó vitalmente el krausismo en algo que Krause no habría reconocido. Y lo mismo podría decirse de Unamuno, de Ortega y Gasset, de Picasso, de Falla y de la poesía española actual, que ha escalado alturas inauditas. Durante tres mil años, las adquisiciones de otras culturas han emergido de la encrucijada de España transformadas en algo distinto.

Vale la pena resaltar aquí que los hispano-árabes crearon en el Sur de España una cultura superior a aquella de las tierras de donde procedían. La filosofía, las ciencias y las artes, los intereses de todo tipo entre ellos cultivo y preeminencia. Según sabemos, en la España meridional el romance se continuó hablando junto con el árabe hasta el siglo XII.

Los hispano-árabes introdujeron en el mundo occidental la filosofía griega y otras ramas esenciales del conocimiento. El contacto se estableció a través de la Escuela de Traductores de Toledo, en la que libros árabes eran traducidos al latín. Una figura destacada de ese grupo fue el archidiácono de Segovia, Domingo González (conocido bajo su nombre latino, Dominicus Gundisalvus), que vivió en la primera mitad del siglo XII y es por tanto contemporáneo del autor del Poema del Cid. Domingo González no sólo tradujo a los filósofos árabes al latín, sino que también escribió tratados originales. Es curioso que en su libro sobre la inmortalidad, influido sin duda por el pensamiento de Avicebrón, el archidiácono de Segovia diga que «las almas reconocen su origen en la fuente de la vida y que nada puede interponerse entre ellas y el manantial de la vida ni dividir las aguas que de él fluyen». Entonces, hacia el año 1140, se escribió el Poema del Cid, que es diferente de los poemas épicos europeos y que ya contiene el germen de lo que será un día la novela europea, porque en el Poema del Cid el mito épico se disuelve en un retrato de la vida cotidiana. El Cid del poema es el héroe que lleva a cabo empresas maravillosas y es al mismo tiempo dueño de unos molinos que explota como un hombre de negocios burgués. (Imaginen que en la Chanson de Roland francesa alguien le dijera al héroe que mejor deje de matar moros para ir a Burdeos a ocuparse de sus lagares.) Aquí está el germen del realismo integral de Cervantes, que incluye tanto a don Quijote como a Sancho. De hecho el género novelístico ha sido una de las grandes creaciones hispánicas. Comenzando con los cuentos orientales, el genio de Castilla cultivó las formas novelísticas a través de los siglos. Antes de Cervantes, la novela tuvo su origen en La Celestina y el Lazarillo. Con Cervantes alcanzó la cumbre de la perfección y fue recogida por la literatura universal.

Desde otros puntos de vista, el teatro y la literatura religiosa dejaron profundas huellas fuera de España. En el siglo XVII, la literatura de Europa, excluyendo Inglaterra, parecía desorientada y falta de vida. Era difícil encontrar relaciones entre las formas neoclásicas del Renacimiento y la intimidad última del alma humana. Entonces el teatro español, fundado por Lope de Vega, mostró a Francia cómo un personaje de la escena podría vivir en un mundo que lo trascendía, yendo más allá de los límites de la comedia del Renacimiento italiano y de la farsa popular. Siguiendo este camino vital abierto por España, el genio de Corneille crearía la tragedia y la comedia del siglo XVII. Con respecto a Le Menteur, Corneille dice algo que ahora podemos entender mucho mejor: «Cuando decidí pasar de lo heroico a lo ingenuo, me encontré con que no me atrevía a descender de un plano tan alto sin procurarme un guía y dejé que me condujera el famoso Lope de Vega». Corneille aprendió en España que vivir es razonar y sentir, ser heroico y cómico, que la vida es, en resumen, una unidad, y que el gran arte sólo es posible sobre esta base. Mirando el problema de esta forma, se puede comprender la influencia de España en el siglo XVII.

Pero hay algo más. El descubrimiento del panorama íntimo del alma debe más de lo que suele creerse al misticismo y al ascetismo hispánicos, de cuyas obras se hicieron numerosas traducciones. Algún día tendremos que incorporar a la historia de la literatura, como un capítulo en el registro del espíritu humano, la influencia en Europa de Luis de Granada, Teresa de Jesús y Juan de la Cruz, entre otros.

Más conocida es la influencia española en la creación de arquetipos humanos, como el caballero heroico y el cortesano. El Amadís y los libros de Gracián tuvieron su influencia sobre éstos. El rastro claramente definido de Gracián puede seguirse desde La Rochefoucauld hasta Schopenhauer y Nietzsche.

Hacia finales del siglo XVIII, Europa agota su reserva de motivos racionalistas. Entonces España acude de nuevo al rescate con su humanismo intacto, e inyecta nueva vida con su Romancero, su teatro y su arte y también con la impresionante y heroica lección de su lucha contra Napoléon entre 1808 y 1814. Las autoridades en el Romanticismo europeo conocen esto. Lo que ocurrió entonces es muy significativo. Demuestra que la mejor parte de la civilización española no tiene nada que ver con su grandeza ni con su miseria política. Fuerte o débil, rica o en la pobreza, España es siempre la misma. A principios del siglo XIX, el alma desnuda de España aparece en el mayor genio de la pintura moderna: Goya. En realidad no tuvo maestros; no imitó a nadie. El arte de Goya, de dimensiones incalculables, parece, salvando las brechas de la técnica, una creación ex nihilo.

En estos años presentes, cuando el sufrimiento y la miseria hacen de España una gran herida abierta, existe otra figura puntera del arte contemporáneo: Pablo Picasso. Según el Instituto de Arte de Chicago, todos los caminos del arte actual convergen en Picasso y todas las esperanzas irradian de él.

Paralelamente a Picasso tenemos a García Lorca con su poesía, que tan popular se ha hecho en América y que crecerá en popularidad día a día. Su poesía emana de la fuente de las canciones populares andaluzas y de sus melodías viene también el milagro musical de Manuel de Falla, que es andaluz como García Lorca. La poesía de éste debe sus elementos primordiales al medio andaluz en el que el poeta percibe lo que nadie ha expresado antes que él. El alma andaluza vive añorando un mundo más allá, otro mundo que el arte de García Lorca puebla de maravillas. García Lorca no es un surrealista que expone el juego profundo e incoherente del subconsciente. Su arte consiste en ampliar su vida en armonía con el gran mundo más allá de todo ser, y a este mundo de asombro nos lleva, llenos de una deliciosa perturbación. Se trata por tanto de una poesía realista, de un realismo sólo posible dentro del marco del existencialismo hispánico.

No puedo llegar al final de mi conferencia sin hablar de la expansión hispana por este hemisferio, donde, durante más de tres siglos España gastó la mejor parte de sí misma en un esfuerzo creativo. México, Perú, Colombia y las Antillas no fueron colonias, sino más bien expansiones del territorio nacional enriquecidas con una rara generosidad artística e ideal.

Creo que mi interpretación del mundo hispánico podría verse corroborada por la colonización española del Nuevo Mundo. Las dificultades jurídicas con que tuvieron que lidiar los reyes españoles desde el inicio de la conquista no pueden explicarse si pensamos en los asentamientos españoles como destinados meramente a la explotación utilitaria de las nuevas tierras. ¿En virtud de qué título de propiedad estaban los españoles en América? Ésta era la principal preocupación de la corte española, asediada por teólogos y juristas ansiosos de que el rey dirigiera de forma legal esa magnífica empresa. Sólo en España podía generarse un problema así, resuelto sin pestañear por otros países para los que la fuerza y el derecho de ocupación eran lo mismo.

Después de interminables debates, los dirigentes españoles se pusieron de acuerdo en la idea de que los españoles estaban actuando en nombre del papa con el propósito de cristianizar a los indios. Éstos no debían ser esclavizados ni maltratados, al ser hijos de Dios y súbditos españoles. Si alguna vez se violaron las leyes, esto no significa nada, pues en ningún lugar las leyes se han hecho respetar de forma absoluta. Después de todo los indios sobrevivieron (con excepción de las Antillas) desde Nuevo México hasta Punta Arenas. Pero ahora los hechos me interesan menos que su significado. Lo que quiero resaltar es que España, como un todo, se trasladó a América. La catedral de Santo Domingo es igual que cualquier otra catedral gótica construida en esa época en España, cuando el estilo gótico aún estaba vivo. Después los monumentos renacentistas, barrocos y neoclásicos se extendieron por todo México y muchos otros países hispánicos, hasta el fin del dominio español. De esta manera podemos seguir la evolución del arte europeo en Hispanoamérica desde el siglo XVI hasta el XVIII.

Y no sólo eso. El hecho de que las nuevas tierras fueran una ampliación de España trajo como consecuencia que los españoles y los nativos se casaran entre sí, dando lugar así a una nueva raza.

Ya hemos visto que, para el español, el hombre y su entorno forman una unidad vital. Del mismo modo en que españoles y nativos se fusionaron, el arte español y el nativo se combinaron de acuerdo con los diseños más originales. En México y en otros países hispanoamericanos existen numerosos monumentos que representan esta tendencia a la armonía. Durante la Edad Media en España surgió una fusión similar entre el arte cristiano y el musulmán, la denominada arquitectura mudéjar. Como resultado de esta tendencia hacia la unión vital, se procuró preservar en forma escrita la tradición oral de la historia mexicana. El padre Sahagún y otros realizaron esta gigantesca labor. No obstante, los españoles destruyeron los teocalis, porque en ellos los mexicanos llevaban a cabo sus sacrificios humanos rituales. Desgarraban a sus víctimas, luego les extraían el corazón y predecían el futuro observando sus palpitaciones sobre una piedra. Algunos historiadores dicen todavía que los españoles destruyeron la civilización mexicana. Pero los mexicanos no conocían la rueda ni el uso doméstico de la luz cuando llegaron los conquistadores.

Los españoles explotaron las minas de oro y plata porque necesitaban los metales preciosos para el fomento de ideales religiosos, morales y vitales. Así, templos y palacios se alzaron como expresión tangible de un propósito espiritual. Encarnaban el sentido hispánico de la vida, siempre concebida en su totalidad, en un modo más profundo que cualquier construcción intelectual. Es bajo esta luz como debemos entender la construcción de aquellas 365 iglesias en Cholula, México, tantas como los días del año.

El español gastó la mayoría del oro americano en empresas tales como la construcción de iglesias, palacios, escuelas, hospitales, imprentas, etc. Y esto no es todo. Durante el siglo XVI, muchos creyeron que los indios eran auténticos supervivientes de la perfección primitiva de la Edad Dorada, aunque fueran las víctimas inocentes de los falsos sacerdotes. En consecuencia, el obispo de Michoacán, Vasco de Quiroga, consideró aconsejable poner en práctica entre los indios la Utopía de Tomás Moro, poco después de que se publicara este libro. Así el humanismo más utópico se hizo realidad sustentado por el poder de una voluntad increíble. ¿Sueño, ilusión, ideal? Hoy menos que nunca podemos adoptar una actitud desdeñosa hacia concepciones sobrehumanas de esta clase4.

El alma humana se expresa a través de las diferentes culturas. Cada una de ellas denota una actitud hacia los problemas divinos, los problemas naturales y los problemas de la consciencia. La cultura germánica, después de siglos de burda existencia, aspiró a llevar al mundo a una totalidad metafísica y científica, en la que el alemán asumía el papel de espectador. La cultura francesa intentó aportar claridad a las relaciones del hombre consigo mismo y con su mundo. El francés ha dedicado lo mejor de sus esfuerzos a forjar el instrumento expresivo de la lengua francesa, a través de la cual clarifica toda la confusión de la vida humana. Desde el siglo XVII, la civilización francesa ha utilizado el pensamiento para disciplinar la vida. Por ello, para un francés, no ser inteligente es la peor condición de un ser humano.

Pero si Alemania es Wissenschaft y Francia es clarté, ¿qué es España? El hecho de que no tengamos una fórmula adecuada es muy significativo. La razón es que, para el español, vivir es siempre un problema abierto y no una solución que pueda confinarse en una consigna. Vivir y morir son para él puntos de partida equivalentes. Hoy más que nunca, sería desacertado considerar que esto es una impertinencia. Actualmente parece seguro que sólo aquellas naciones capaces de hacer frente a la muerte podrán sobrevivir. Lo mejor de la civilización hispánica se encuentra en sus logros religiosos, morales y artísticos. La ciencia y la técnica eran actividades al servicio del todo humano. Según un proverbio español, uno debe hacer las cosas «con toda el alma». Un drama de Unamuno lleva de título Nada menos que todo un hombre. Creo que cualquier contacto con la civilización hispánica pavimentará el camino para un nuevo y fructífero humanismo.

[Traducción del inglés de Julia García Lenberg.Revisión de la traducción de Carolina Sanín]

 

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*[Discurso de investidura de Américo Castro como profesor de español en la cátedra Emory L. Ford de la Universidad de Princeton. La monografía impresa no lleva fecha; la conferencia fue pronunciada el 11 de diciembre de 1940; traductor: Myron A. Peyton. An idea of history. Selected essays, editado por Stephan Gilman y Edmund L. King, Ohio State University Press, Columbus, 1977.]

1.Esta conferencia, pronunciada el 11 de diciembre de 1940, fue escrita pensando en oyentes, más que en lectores. En aras de la claridad oral, en ocasiones me repito. No obstante he preferido mantener sin cambios el texto original.

2.No obstante daré un ejemplo de su estilo filosófico: «La razón psíquico-matemática, tanto en su forma cruda de naturalismo como en su forma beatífica de espiritualismo, no estaba en condiciones de enfrentarse a los problemas humanos. Por su misma constitución no podía hacer otra cosa que buscar la naturaleza del hombre. Y naturalmente no la encontró, pues el hombre no tiene naturaleza. El hombre no es su cuerpo, que es una cosa, ni su alma, psique, consciencia o espíritu, que también es una cosa. El hombre no es una cosa, sino un drama —su vida, un acontecimiento puro y universal que le ocurre a cada uno y en el que a su vez cada uno no es más que un suceso—. Todas las cosas, sean como fueren, son entonces meras interpretaciones que se ejercita en dar a cuanto encuentra. En cuanto a las cosas que no encuentra, las propone o las supone. Lo que encuentra son puras dificultades y puras facilidades para existir. La existencia misma no se le plantea ya hecha, como lo está para la piedra; más bien podemos decir que todo lo que le ocurre es la comprensión de que no tiene otra elección que hacer algo para no dejar de existir, no es un ser ya existente, ya que lo único que nos está dado y que es cuando hay vida humana es el tener que hacerla, sin ser cada uno un factum. La vida es una tarea. De hecho la vida nos plantea muchas tareas. Cuando el médico —sorprendido por el hecho de que Fontanelle ha llegado a los cien años con plena salud— le preguntó qué sentía, el centenario replicó: Rien, rien du tout [...] seulement une certain difficulté d’être. Deberíamos generalizar y decir que la vida siempre y no sólo a los cien años, consiste en una difficulté d’être. Su forma de ser es formalmente ser difícil, una existencia que consiste en un esfuerzo problemático. Comparada con el ser suficiente de la substancia o la cosa, la vida es un ser indigente, una entidad que, hablando con propiedad, posee sólo necesidades. Por otro lado, la estrella continúa siempre en la vida de su órbita, dormida como un niño en su cuna» (en Philosophy and History, ensayos en honor de Ernst Cassirer, Clarendon Press, Oxford, 1936, p. 302).

3.«Lo hispánico y el erasmismo», en Revista de Filología Hispánica, Buenos Aires, 1940, 2: 9-11; OR III, pp. 33-37.

4.Véase Otis H. Green e Irving H. Leonard, «On the Mexican Booktrade in 1600: A Chapter in Cultural History»: Hispanic Review (enero de 1941). Libros que reflejaban lo mejor de la cultura de aquel período eran embarcados hacia México: de Copérnico a Erasmo, de los autores griegos a los filósofos del Renacimiento. Al final de su estudio, extraordinariamente interesante, los profesores Green y Leonard aseguran: «Las implicaciones de los hechos precedentes son en su mayor parte obvias. Las tendencias liberalizadoras del siglo XVI no fueron tan eficazmente aplastadas como se suele decir [...] No tenemos derecho a condenar, generalizando, el régimen colonial español como tres siglos de teocracia, oscurantismo y barbarie» [en español en el original, N. d. l. T.].

ASPECTOS DEL VIVIR HISPÁNICO

ADVERTENCIA A ESTA EDICIÓN*

Sale ahora nuevamente a luz este libro, publicado en Santiago de Chile, en 1949, por la desaparecida editorial «Cruz del Sur». Los artículos que lo integran fueron escritos diez años antes, cuando aún no estaba bien redondeada mi idea acerca de los españoles, de lo que llamó Menéndez y Pelayo sus «enigmas históricos». Todo está ya puesto en claro —al menos en cuanto a las razones y motivaciones más decisivas—. Creo, sin embargo, que mi enfoque de la tan debatida cuestión erasmista, hondamente estudiada por Marcel Bataillon, conserva alguna actualidad, como momento muy significativo de la crisis castiza del siglo XVI. He corregido lo más necesitado de enmienda, y he añadido algunos párrafos. Pero he conservado el estilo de tanteo, de aproximación a un problema difícil que tenía la obra original, buscada hoy por muchos. Accedo a la amable sugestión de reeditarla, a fin de evitar que en el futuro fuese reimpresa sin enmendar lo muy necesitado de enmienda.

A. C.

Madrid, abril 1970

 

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*Esta edición se basa en la publicada por Alianza Editorial de Madrid (1.ª edición en Libro de Bolsillo, 1970).

INTRODUCCIÓN

Reproducimos ahora, con bastantes cortes y adiciones, los artículos publicados en la Revista de Filología Hispánica, de Buenos Aires (1940-1942), con el título de «Lo hispánico y el erasmismo». Fueron escritos aquellos ensayos en 1939 con miras a entender ciertos extraños procesos de la historia hispana. El método usado consistió en referir a un mismo motivo vital, o a una misma situación histórica, fenómenos en apariencia dispares e inconexos. El erasmismo del siglo XVI —o sea, el mesiánico y utópico sueño de un catolicismo aliviado de ceremonias enraizadas en la tradición popular, y afanoso de revivir la pura espiritualidad de san Pablo— no me pareció suficientemente explicado como simple importación extranjera, ni como resultado de la ocasional conversión de muchos judíos interesados en eludir el, según decían, materialismo de algunos ritos e instituciones tradicionales. Vi en ello, más bien, un aspecto más de la manera de existir hispánica, la cual venía manifestándose, por lo menos desde el siglo XIV, en fenómenos sin aparente relación y basados, no obstante, en un mismo fundamento.

A pesar de esta vislumbre de un posible sistema de conexiones históricas no me decidí todavía a establecer un enlace vital y articulado en la realidad de haber convivido cristianos, moros y judíos por espacio de ochocientos años, y hasta concedí menos importancia de la debida al erasmismo de los conversos. Trababa mi razonamiento el temor de incidir en cualquier ingenuo «filo-orientalismo», o en pesquisas anecdóticas, por lo común abstractas y poco convincentes. Continué, pues, obstinándome (como el resto de los historiadores) en que España, país cristiano, sólo podía entenderse dentro del marco de la Europa occidental, pese al «largo y enojoso paréntesis» de ocho siglos (711-1492) de una soberanía y de una civilización compartidas por tres pueblos y tres creencias muy diferentes.

Mas al terminar estos ensayos comprendí la necesidad de retroceder hasta los comienzos de la llamada Edad Media española. Resultado de mis trabajos ha sido el volumen España en su historia. Cristianos, moros y judíos (Buenos Aires, 1948)*. No creí oportuno incluir en aquella obra la materia de este pequeño libro, escrito con propósito diferente, y que en su forma actual podría servirle de antecedente y a la vez de complemento. Sigo pensando que este boceto de la espiritualidad española entre los siglos XIV y XVI encierra aún novedades, porque nada existe entre nosotros comparable a los estudios de Brémond sobre la historia del sentimiento religioso en Francia. Lo que decimos sobre la orden de San Jerónimo (la única orden contemplativa fundada por españoles) quizá pudiera animar a alguien a completar mi imperfecto esbozo en vista de la rica documentación de los monasterios jerónimos, conservada en el Archivo Histórico Nacional de Madrid. Insisto en que una historia cabal e íntima de España no será posible mientras no se muestre el sentido de las actividades de las diferentes órdenes religiosas, en conexión con la totalidad del vivir histórico, y evitando por igual el tono de cándida o interesada apología, el anecdotismo o la ofuscación sectaria. España —y su continuación, Iberoamérica— fueron, son y serán el resultado de una creencia divina y de un ilusionismo humano. Mientras no dejen de existir, o se refundan en una nueva forma de vida (siempre resultado de procesos seculares y dramáticos), su única objetividad efectiva, valiosa y universalizable, será la dada en su mismo vivir personalizado (no en cosas ni pensamientos) y en la expresión de ese mismo vivir personal. Tal fue y es el eje de su existencia; tal es el motivo de sus angustiosas imposibilidades y de sus maravillosas creaciones1.

A. C.

Enero de 1949Princeton University

 

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*OR III, pp. 141-690.

1.Quien se interese en el desarrollo de las ideas del autor acerca de la vida, los problemas y las posibilidades españolas en los últimos veinte años puede consultar Evolución del pensamiento de Américo Castro, de Guillermo Araya, Taurus, Madrid, 1969; Paulino Garagorri, «Américo Castro, mitoclasta nacional»: Revista de Occidente (agosto 1966) (incluido en su libro Ejercicios intelectuales, 1967, pp. 119-140); del mismo autor: «El envés de la tradición», en su libro Del pasado al porvenir, 1965, pp. 151-157. Lo último que he escrito sobre el desastre fratricida de los españoles y mis esperanzas de pacífica y fecunda convivencia aparecerá en el estudio preliminar de una colección de artículos titulada De la España que aún no conocía, Finisterre, México, 1970 (OR VI).

Capítulo IMESIANISMO, ESPIRITUALISMO Y ACTITUD PERSONAL

Sobre el erasmismo y la vida espiritual española en el siglo XVI, Marcel Bataillon1 ha publicado un admirable libro, que cierra un largo período de investigaciones, ya iniciadas por Menéndez y Pelayo, en 1881, con su Historia de los heterodoxos españoles. El estudio de Bataillon —concluso, perfecto— posee la belleza de toda tarea inteligente y bien acabada. Tras sus penetrantes análisis se percibe al autor afanoso de exactitud y mesura. Toda auténtica construcción histórica es, en última instancia, expresión de la vida del historiador mismo. El propósito en este caso es el deseo de no rebasar los límites estrictos previamente establecidos.

Las cuestiones tratadas corresponden al concepto que Bataillon se ha formado del erasmismo, y se extienden, en sentido horizontal, a cuanto ayuda a explicar aquel gran acontecimiento. No queda un solo hecho ocioso, ni sin triturar analíticamente, ni sin exponer sugestivamente, añadiría. Sostener tal tensión a lo largo de un libro de novecientas páginas es rara empresa en nuestros días. De esa pirámide tan sabiamente arquitecturada no cabe remover pieza alguna. Repensar el asunto sería en cambio el mayor homenaje que pudiera rendirse a tan espléndida construcción.

El llamado erasmismo español fue más un fenómeno de voluntad que una ideología; pero a la vez fue más una posición crítica frente al cristianismo tradicional que una creencia religiosa con límites y fines precisos. De ahí la dificultad con que se choca al pretender incluir ese gran fenómeno de la historia española en un marco de conceptos rigurosos. En el erasmismo se siente con más viveza lo que no quería ser que lo que decía ser. En realidad, nos hallaríamos frente a un conjunto de actitudes y posturas más bien que de tesis. Las de Lutero crearon un sistema de principios religiosos, que, triunfantes o vencidos, siempre habrían continuado existiendo como tales principios. El ardor erasmista de los españoles, por el contrario, pese a diferencias de contenido y de nivel de cultura, semeja en su contorno vital más al movimiento de Savonarola que al de Lutero. Por lo demás, fue el erasmismo una actitud espiritualmente lujosa, adoptada por quienes sentían su vida bien sostenida por la cultura o por la posición social, y sin pensar abiertamente en atraerse numerosos partidarios. Juan de Vergara era canónigo de Toledo y secretario del Arzobispo; Alfonso de Valdés, secretario del Emperador; el doctor Andrés Laguna, médico de la corte; don Juan Manuel, embajador; María Cazalla, persona de muy holgada posición; y así en muchos otros casos, sin incluir simpatizantes de rango aún más elevado, como los arzobispos-cardenales Manrique y Fonseca, la marquesa del Zenete y otros aristócratas, con los cuales aparecían unidos por lazos de dependencia o amistad diversos procesados por la Inquisición. Lo que del erasmismo trascendiese hasta capas más bajas de la sociedad se confundía con el iluminismo o con la hostilidad del pueblo hacia la expansiva riqueza de la Iglesia y sus actividades feudales, notada en libros religiosos, en las actas de Cortes, en la literatura profana o en el teatro de la primera mitad del siglo XVI. Pero el erasmismo, como doctrina espiritual, se despreocupó de la acción social o política y se contentó con las delicadezas de la ilusión individual, fundada en la distinción previa que el individuo debía a su propio refinamiento de vida.

Ahora bien, la llamada philosophia Christi —la humanidad es un cuerpo espiritual cuya cabeza es Cristo— significaba colocar un explosivo dentro de la estructura de la Iglesia, pues ésta consistía para la inmensa mayoría de sus fieles (y lo eran todos los cristianos españoles) en rezos, en ceremonias, en culto de santos, en residuos de viejas supersticiones (según los erasmistas), en multitud de cosas, en suma, bien visibles y terrenas; y además, en un formidable y creciente poderío económico, hasta con derivaciones jurídicas, que chocaban con el poder del Estado. El erasmismo pretendía modificar todo eso sin mover, aparentemente, nada del lugar que ocupaba. Sic rebus stantibus, pensaban Erasmo y sus adeptos españoles, «cultivemos una exquisita religiosidad espiritual». Tal forma de cristianismo interior gustaba del Evangelio y de la oración simplemente mental, y se alejaba de las prácticas tradicionales tanto como lo permitían las circunstancias en que se realizaba la experiencia religiosa de cada uno. No fue, por consiguiente, doctrina cerrada ni rigurosa, y presentó tantas formas y matices como erasmistas hubo.

Las creencias tradicionales, religiosas o científicas, para ser sustituidas por otras han de ser anuladas previamente, y ha de decirse bien claro cómo es la novedad propuesta. Si el innovador se limita a exponer a medias y con titubeos sus innovaciones, éstas se vuelven utópicas propuestas. Algo así fue el movimiento erasmista en España, al menos en lo que tuvo de contenido religioso. Creyeron, en efecto, muchos preclaros españoles que, sin tocar a la Iglesia, desde dentro de ella, y sin contar con nada de lo que sucedía públicamente —que marcaba el rumbo querido por el país—, iba a florecer un cristianismo refinadísimo, fundado en el anhelo espiritual de cada uno, y en casi nada más. A reserva de que continuara —no se sabe bien cómo— todo aquello cuya existencia era justamente la causa de que se pretendiera reemplazarlo por algo distinto. Que personas ignorantes o ingenuas se forjaran quimeras, no sería llamativo, porque siempre ocurrió y ocurre. Lo singular es que tal fenómeno se produjera en torno a la corte, junto al arzobispo de Toledo y en lugares de doctrina y meditación —en la Universidad de Alcalá, por ejemplo—. Porque nótese bien que no se trata de una idea revolucionaria, tendiente a derribar lo que se ve y sustituirlo por un proyecto que se lleva en la cabeza; se trata de que lo que existe se decida, de buenas a primeras, a dejar de ser como es, a reserva de no darse por enterado de su mutación. El erasmismo no pretendía suprimir la obediencia a Roma, ni trastornar la jerarquía eclesiástica, ni crear una Iglesia española, ni modificar el culto —ni siquiera mudar «las ceremonias»—. ¿Astucia, para adormecer al adversario? No puede imaginarse tal propósito, porque la ruptura con la Iglesia es una solución que contradice el pensamiento y el sentido total de la vida de Erasmo, y que hubiese llevado al luteranismo o a algo semejante, resultado que no aceptaban ni Erasmo, ni mucho menos la inmensa mayoría de sus devotos hispanos. ¿Entonces? Entonces hay que buscar el sentido histórico de tan extraño hecho en motivos que trasciendan del caso concreto del erasmismo español, el cual, naturalmente, no puede tomarse por fenómeno individual, como cuando se trata de Erasmo mismo, que como individuo dejó correr, casi diríamos líricamente, la fuente de sus ensueños ideológicos.

La actitud personal

Es posible que un rasgo esencial hispánico consista en no interesarse de veras por el acto humano más que cuando éste se exprese en una actitud personal, sea ella una postura ante Dios, ante los semejantes o ante uno mismo. Lo expresa la lengua, en frases tan hondamente significativas como: «quedar bien, dejar en buen lugar, ¡vaya un papelito!, ¡qué papelón! (portugués papelão)». El honor calderoniano se confundía con la «opinión». Estas y otras muchas expresiones son en realidad intraducibles a otras lenguas, porque entonces quedan tísicas, privadas de su esfera de referencia.

En otros pueblos no deja de haber, naturalmente, indicaciones acerca del valor de la conducta humana; pero de nuevo notaremos que tales temas revisten entre los hispanos importancia muy destacada. La sensibilidad pública ha endiosado siempre al dirigente sin tacha, con «hombría de bien» (otra expresión significativa), que se abstiene de hacer mal, porque lo ético muchas veces consiste en no hacer, y siempre consiste en pensar en el futuro del debe ser más bien que en el es actual. El político eficiente y corrompido de costumbres es tolerado a duras penas, y se recuerdan más sus rapiñas que sus aciertos. Esto ha sido notado mil veces, y Azorín forjó, creo, la palabra «moralina». Lo que importa ahora es conectar esa polarización hacia el eticismo con su correlato «la actitud»2, con el hombre «emblema», que no se «empuerca las manos», sabio en hacer planeos sobre el mundo, y viviendo en una especie de ilusionada trascendencia respecto de sí mismo. De ahí el didactismo, el sermoneo frecuente en la literatura española, desde sus orígenes hasta hoy, y que tan mal suelen entender ciertos extranjeros —Leo Spitzer, por ejemplo—. Yo escribo este estudio dentro de mi órbita hispana, de la que no me puedo escapar, y quizá por eso entiendo, o por lo menos vivo, lo que rueda por ella.

Ya en el Poema del Cid se dice del héroe: «Una deslealtança non la fizo alguandre», no obstante haber pagado dinero entregando arena en lugar de joyas; mas al poeta le interesa subrayar el «emblema moral», que se encarna en «actitudes»; «créceme el coraçón, porque estades delant», dice el Cid a doña Jimena. Más tarde escribirá Cervantes: «Dichoso es el soldado que, cuando está peleando, sabe que le está mirando su príncipe» (Persiles). Desde otro ángulo, recuérdense las angustias de Calixto en La Celestina, por no saber qué postura tomar, o cuál debió haber tomado:

Agora que veo la mengua de mi casa [...], ¿por qué no salí a inquirir siquiera la verdad de la secreta causa de mi manifiesta perdición? ¿Qué haré? ¿Qué consejo tomaré? [...] Salir quiero; pero si salgo para dezir que he estado presente, es tarde; si absente, es temprano.