Europa unida - Winston S. Churchill - E-Book

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Winston S. Churchill

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¿Fue realmente Churchill el gran valedor de la unidad europea de la posguerra? ¿Iba su idea de Europa más allá de una mera cooperación entre gobiernos? ¿Cuál era su opinión sobre la participación británica?Sería tan sencillo como inútil recurrir a una cita aislada del popular político británico para responder a estas cuestiones. En cambio resulta más interesante y revelador atender a lo dicho por él en público sobre esta temática pues, como señala Charles Powell en el epílogo de este libro, "a lo largo de su dilatada vida política nuestro protagonista tuvo el valor y la inteligencia de plantearse, con sorprendente honestidad intelectual, algunas de las preguntas que siguen suscitándose hoy día no solamente sobre el papel del Reino Unido en Europa, sino también sobre la naturaleza misma del proyecto europeo". Este libro recoge dieciocho discursos pronunciados por Churchill entre 1945 y 1957 relativos a Europa. Todos ellos escritos con una prosa pulcra y brillante, ya que, como se indica en el estudio introductorio, si había algo que este Nobel de Literatura cuidaba con esmero eran los textos de sus discursos. Se incluye también una reveladora carta final escrita por Churchill en el momento de la solicitud de adhesión del Reino Unido a las Comunidades Europeas.

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Raíces de EuropaNº 11

Colección dirigida por José María Beneyto

Winston S. Churchill

Europa Unida

Dieciocho discursos y una carta

Traducción de Jerónimo Molina Cano

Estudio introductorio y edición a cargo de Belén Becerril Atienza

Epílogo de Charles Powell

© de la edición original de los discursos: Estate of Winston S. Churchill

Discursos 1 a 4 en The Sinews of Peace, 1ª edición 1948

Discursos 5 a 8 en Europe Unite, 1ª edición 1950

Discursos 9 a 14 en In the Balance, 1ª edición 1951

Discurso 15 en Steeming the Tide, 1ª edición 1953

Discursos 16 a 18 en The Unwritten Alliance, 1ª edición 1963

Carta a Doris Moss en Churchill, the Member for Woodford, David A. Thomas, 1995

© Ediciones Encuentro, S. A. e Instituto de Estudios Europeos, Madrid, 2016

De las fotografías interiores: © GettyImages, (excepto primera imagen © Corbis)

Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y ss. del Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos (www.cedro.org) vela por el respeto de los citados derechos.

Nuevo Ensayo, nº 8

Fotocomposición: Encuentro-Madrid

ISBN: 978-84-9055-800-3

Para cualquier información sobre las obras publicadas o en programa y para propuestas de nuevas publicaciones, dirigirse a:

Redacción de Ediciones Encuentro

Ramírez de Arellano, 17-10.a - 28043 Madrid - Tel. 915322607

www.edicionesencuentro.com

ESTUDIO INTRODUCTORIOEUROPE UNITE[1]

Durante los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, Winston Churchill fue un apasionado defensor de la unidad europea. Es posible, sin embargo, que su esfuerzo a favor de esta causa, como tantos otros aspectos de su larga trayectoria política o de su desbordante personalidad, haya quedado de algún modo eclipsado por el papel único que jugó Churchill durante la guerra.

En alguna ocasión se ha señalado la paradoja de que un orador y un escritor de su talla, que publicó una veintena de libros y que recibiría años después el premio Nobel de Literatura, pasase a la historia por la victoria aliada en la Segunda Guerra Mundial y, por tanto, por sus éxitos militares. El laborista Clement Attlee, que sucedió a Churchill como primer ministro en 1945, resolvió la aparente paradoja con estas palabras: «Si alguien me preguntara qué hizo exactamente Churchill para ganar la guerra, diría: —Hablar de ello—»[2]. En efecto, las palabras de Winston Churchill despertaron el ánimo del pueblo británico, le condujo a la batalla casi en solitario, cuando la derrota parecía probable, y más tarde, a la victoria final.

Una vez terminada la guerra en Europa y tras la imprevista derrota electoral sufrida por Churchill en 1945, este orador apasionado e inspirador habló, una y otra vez, de Europa. Habló de olvido y reconciliación, de la necesidad de recrear la familia europea y establecer unos Estados Unidos de Europa. Habló de ello antes que los demás, primero en Bruselas en noviembre de 1945, en Metz en julio de 1946, en Zúrich en septiembre... y habló de Europa como ningún otro podía hacerlo en aquel momento, poniendo todo el caudal de su prestigio personal, toda su fuerza y su palabra al servicio de esta causa.

Este libro recoge los discursos pronunciados por Winston Churchill sobre la unidad europea. Incluimos así, en primer lugar, los correspondientes a sus seis años como líder de la oposición, entre 1945 y 1951. En el mes de mayo de 1945, cuando la guerra había terminado en Europa pero aún se prolongaba en Asia, la gran coalición con la que Churchill había gobernado durante cinco años se disolvía y se convocaban elecciones generales. Para sorpresa de todos —del propio Churchill, de los conservadores y hasta de Truman y Stalin, que esperaban en Potsdam su regreso para continuar negociando—, los laboristas se hacían con el gobierno, convirtiendo a un decepcionado Winston Churchill en el líder de la oposición. Desde ese momento, y hasta su retorno al poder en 1951, Churchill habló apasionadamente de Europa en los discursos que se recogen en estas páginas. A nuestro parecer, de su firme apuesta por la unidad europea en estos años no cabe duda alguna.

Se recogen también en este libro algunos discursos, menos numerosos, pronunciados después de la victoria conservadora que le llevaría de nuevo al gobierno en el otoño de 1951, así como una reveladora carta final. En esta segunda etapa, Churchill habló en menor medida sobre la unidad de Europa. También es cierto que en estos años no se produjo un cambio sustancial en cuanto a la participación del Reino Unido en las organizaciones europeas, en la Comunidad Europea del Carbón y el Acero y en el proyecto de Comunidad Europea de Defensa. Antes, en los años de la oposición, el entusiasmo de Churchill por la idea de Europa había sido tal, que muchos habían esperado una implicación más profunda del Reino Unido en su segundo mandato. Entre los decepcionados se encontraban algunos de sus colaboradores más cercanos, como su yerno Duncan Sandys, el joven Harold Macmillan o Maxwell Fyfe que, animados por Churchill, habían defendido la unidad europea en los años de la oposición.

En este estudio introductorio recordaremos el contexto en el que fueron pronunciadas sus palabras y buscaremos las claves que explican tanto su firme apoyo a la construcción europea en los años de la segunda posguerra, como esa ambigüedad sobre la participación del Reino Unido que caracteriza los años de su segundo mandato.

Churchill y Europa, setenta años después

Cabe preguntarse qué interés puede tener, setenta años después, recordar las palabras sobre la unidad europea pronunciadas por Churchill en 1946, o incluso sobre aquellas Comunidades Europeas que daban sus primeros pasos en los años cincuenta. ¿Qué relevancia puede tener todo ello hoy, cuando tantas cosas han cambiado en el Reino Unido y en la Unión Europea? Lo cierto, sin embargo, es que esta cuestión sigue siendo relevante en nuestros días, como prueba el hecho de que las palabras de Churchill sobre Europa hayan resurgido en la escena británica con motivo del debate sobre la permanencia del Reino Unido en la Unión.

Sin duda ello se debe, en primer lugar, a la extraordinaria popularidad de Winston Churchill, el más querido y admirado primer ministro británico. Ya en los últimos años de su vida su prestigio era tal, que la más leve crítica a su carácter o a sus logros se consideraba «no solo de un gusto execrable, sino casi blasfemo»[3]. Esto se debe muy particularmente a su papel durante la guerra, su hora más gloriosa, y a la impresión de que, si él no hubiese estado allí en aquel momento, las cosas bien podrían haber seguido un curso diferente.

Por lo demás, Winston Churchill ha ejercido siempre una especial fascinación debido a su personalidad poderosa y desbordante. De entre las incontables anécdotas que podrían dar cuenta de este particular magnetismo, podría destacarse el relato que Violet Asquith, hija del primer ministro, recogería años después de su primer encuentro en una cena celebrada en 1906. Sentado a su lado, Churchill permaneció por mucho tiempo abstraído; entonces, pareció de repente tomar conciencia de su existencia:

«Rompió en una elocuente diatriba sobre la brevedad de la vida y la inmensidad de la posible realización humana, un tema tan bien explotado por poetas, profetas y filósofos de todos los tiempos que podría parecer difícil dotarle de un significado nuevo y sorprendente. Sin embargo, en mi opinión, lo hizo, en un torrente magnífico de lenguaje que parecía al tiempo espontaneo e inagotable, y terminó con unas palabras que nunca olvidaré: ’Somos todos gusanos. Pero creo que yo soy una luciérnaga’. Para entonces, yo ya estaba convencida de ello, y mi convicción permaneció inalterable en los años que siguieron»[4].

También es cierto que esa particular fascinación que aún ejerce en nuestros días hace que tan alto sea el riesgo de venerarlo en exceso, como el de que sus palabras sean manipuladas. De este peligro era consciente el propio Churchill en los últimos años de su vida, y también sus más íntimos colaboradores como Jock Colville o Anthony Montague Brown, que velaron porque su nombre y su prestigio personal no fuesen aprovechados con fines partidistas y porque sus palabras y actos no fuesen manipulados o sacados de contexto como veremos que ocurrió, en sus últimos años, precisamente en relación con sus opiniones sobre la unidad europea.

En segundo lugar, si su idea de Europa sigue siendo hoy relevante, esto se debe probablemente a que, a pesar de los cambios profundos que han tenido lugar en el Reino Unido y en la escena internacional, no es menos cierto que late tras este debate, ayer y hoy, una misma pregunta sobre la relación del Reino Unido con Europa, sobre la identidad británica y sobre su destino. De algún modo, por su particular clarividencia y esa intuición para adivinar el curso de la historia que tantas veces manifestó, parece que podríamos esperar de Churchill que ya percibiese, en aquellos años, el dilema europeo del Reino Unido. Al fin y al cabo, si bien fue un victoriano, educado en unos valores y una idea romántica de su país que ya forman parte del pasado, también es cierto que vivió plenamente el inicio del movimiento europeo, el Congreso de La Haya, la creación de las Comunidades Europeas y hasta la primera propuesta del gobierno británico de ingresar en la Unión.

Por último, más allá de todo esto, la lectura de los escritos europeos de Churchill tiene interés, sencillamente, por su valor intrínseco; por su imaginación y su intuición, por su dominio de la lengua y la belleza de sus palabras y porque, al fin y al cabo, Churchill era un escritor tanto como un político.

Además, a diferencia de tantos otros, escribía él mismo, de su puño y letra, cada uno de sus discursos. Si sus numerosísimas intervenciones podrían dar la impresión de que su escritura fluía espontáneamente, la realidad era bien distinta. Trabajaba en sus discursos incansablemente, los armaba pieza a pieza, desarrollando paulatinamente su particular estilo personal. Cada uno era una prioridad, un resultado de varios días de trabajo. Sus colaboradores contaban que nada le molestaba tanto como ser interrumpido cuando los escribía y su hijo Randolph confirmaría después que no fue un orador nato: «Nada fue fácil para él, ni siquiera la oratoria y la escritura, en la que más tarde sobresaldría».

Solo alguno de sus últimos discursos, como el pronunciado con motivo de la entrega del Premio Carlomagno, fue redactado, bajo su supervisión, por uno de sus secretarios. Sin embargo, dicho esto, cabe destacar el hecho —tan sorprendente como el propio Churchill— de que, a la hora de trabajar en sus numerosos libros, en lugar de escribir, hablaba, pues pronto adquirió la costumbre de dictarlos a sus secretarias. De este modo, paradójicamente, escribía las palabras de sus discursos y pronunciaba las de sus libros[5]. Por eso, sus discursos sobre Europa son en realidad escritos cuidadosamente redactados.

Referencias tempranas a la unidad europea. Antes de 1945

Uno de los rasgos más extraordinarios de la carrera política de Churchill fue su duración, solo comparable en la política británica a la de Gladstone. En el año 1900, un joven Winston Churchill dejaba atrás su carrera militar para ocupar por vez primera un escaño en la Cámara de los Comunes. Para entonces, ya había alcanzado fama por su valerosa y discutida huida de una prisión bóer, así como por sus trabajos de corresponsal de guerra y por la célebre publicación de dos libros de gran éxito sobre sus campañas militares: The Malakan Field Force y The River War. Desde entonces, hasta su última renuncia, un año antes de su muerte, fue miembro del Parlamento durante sesenta y cuatro años, con dos únicas interrupciones, y ocupó casi todos los altos cargos en la administración británica.

Su carrera fue, además, tan accidentada como prolongada. Cinco años después de ganar su escaño ya se había cambiado por vez primera de partido, dejando las filas conservadoras para pasarse a los liberales, con los que ocupó un cargo en el gobierno. Poco después ya estaba en el gabinete, y continuó en ascenso hasta 1915, cuando el desastre de Dardanelos pareció acabar de golpe con su brillante carrera. Hasta 1940 no se recobraría plenamente para vivir, en la Segunda Guerra Mundial, su hora más dulce. De nuevo contra todo pronóstico, en julio de 1945, sorprendió al mundo al perder las elecciones. También sorprendió a Clementine, su mujer, y a muchos de sus colaboradores más cercanos, al renunciar a poner término a su carrera política en este momento. Bien al contrario, lideró la oposición, y para desmayo de muchos, volvió a ejercer un segundo mandato en 1951 que se prolongaría hasta su renuncia final en 1955.

A la hora de examinar su idea de Europa es preciso pues considerar la longitud de su trayectoria. Durante la mayor parte de la misma, la cuestión de la unidad europea, simplemente, no se planteaba en la realidad de la política. Salvo alguna iniciativa aislada —como la propuesta de federación europea del ministro Aristide Briand ante la Sociedad de Naciones en 1929—, hasta la segunda posguerra, la integración europea era poco más que una utopía soñada por algunos intelectuales.

Por supuesto, esto no obsta para que Churchill, el político y también el historiador, tuviese una cierta idea de Europa y en particular de las consecuencias de la tensión arrastrada por Francia y Alemania desde 1870. En el primer volumen de su obra The World Crisis, publicado en 1923, Churchill se refirió a las causas la Gran Guerra, señalando:

«¿Podríamos nosotros, desde Inglaterra, quizás mediante algún esfuerzo, algún sacrificio de nuestros intereses materiales, algún gesto apremiante al tiempo de amistad y de mando, haber reconciliado a Francia y Alemania a tiempo, y haber formado esa gran asociación, la única en la que la paz y la gloria de Europa estaría a salvo?»[6].

Esta temprana reflexión sobre la reconciliación franco alemana que resonaría años después en el célebre discurso de Zúrich, asomó también en un artículo publicado en 1930 en el Saturday Evening Post. En él,Churchill señalaba que el odio y la desconfianza de la Primera Guerra Mundial solo podrían ser superados por la cooperación y la dependencia y se pronunciaba a favor de unos Estados Unidos de Europa, utilizando estas palabras por vez primera. En el mismo artículo, Churchill subrayaba cuál sería la fortaleza de Europa si sus divisiones fuesen superadas:

«La masa de Europa, una vez unida, una vez federalizada o federalizada en parte, una vez continentalmente consciente de sí misma... constituiría un organismo incomparable»[7].

No obstante, añadía también, Gran Bretaña no podría participar, pues tenía sus propios sueños: «Estamos con Europa, pero no en ella. Estamos vinculados, pero no comprometidos». Recogía así, la expresión que sería después tantas veces citada: «We are with Europe, but not of it».

Llama la atención esta defensa de la idea de Europa en un momento tan temprano. En los años treinta, la integración había sido propuesta con entusiasmo por el conde Coudenhove-Kalergi, promotor de la Unión Paneuropea, pero al margen de algunos intelectuales y el ministro Briand, había recibido poco apoyo en la escena política. Por ello, no deja de ser significativo que el nombre de Winston Churchill fuese considerado como posible sucesor de Briand en la presidencia de la Unión Paneuropea y que posteriormente, en 1953, la obra de Coudenhove-Kalergi, An Idea Conquers the World, se publicase con prefacio de Winston Churchill.

Pero quizás, la iniciativa de integración europea más audaz anterior a la segunda posguerra fue la propuesta de Unión franco-británica de 1940, promovida por el francés Jean Monnet, que en aquel entonces presidía desde Londres el Comité de Coordinación franco-británico. En esos momentos desesperados antes de la firma del armisticio, el día 16 de junio, el gabinete presidido por Churchill aprobaba la Declaración de la Unión con el fin de apoyar el gobierno de Reynaud y así mantener vivo el esfuerzo de guerra francés:

«Francia y Gran Bretaña no serán ya dos naciones, sino una Unión Franco-Británica. La constitución de la Unión establecerá órganos comunes de política de defensa, asuntos exteriores, financieros y económicos. Cada ciudadano de Francia disfrutará inmediatamente de la ciudadanía británica, cada súbdito británico será también ciudadano francés».

Solo la extrema gravedad de la situación explica esta iniciativa, cuyo fracaso se confirmó en los días que siguieron. Para Jean Monnet, la gravedad del momento exigía dar un salto audaz en una idea que ya tenía en mente mientras trabajaba en la coordinación progresiva del esfuerzo de guerra:

«Si durante los meses anteriores, con mis amigos ingleses, habíamos soñado con vínculos más íntimos entre nuestros países, quizás con una confederación, ahora había que decidir una unión total, una fusión inmediata para hacer frente juntos a la opción que se nos presentaba entre tiranía y libertad»[8].

Para Churchill, sin embargo, esta apuesta por la fusión total de soberanías solo se explica en las circunstancias excepcionales de la guerra. Como más tarde relataría en sus memorias, su primera reacción fue desfavorable y planteó de entrada toda serie de objeciones. Solo el apoyo del gabinete explica su aprobación final:

«Me sorprendió ver cómo hombres de todos los partidos, políticos serios, sólidos, experimentados, se comprometían tan apasionadamente en una empresa inmensa, cuyas complicaciones y consecuencias no habían sido sopesadas en absoluto. No me empeciné, sino que, por el contrario, cedí ante aquella oleada generosa que alzaba nuestra voluntad de acción a tan alto grado de desinterés y de valor»[9].

Fracasado el proyecto, Churchill se ocupó por completo del esfuerzo de guerra dejando de lado la idea de Europa hasta que los acontecimientos permitieron ir planteando el futuro. En octubre de 1942 habló de un Consejo de Europa que permitiría actuar «de manera unificada». En enero de 1943 se refirió a una Europa «integrada en la mayor medida de lo posible, sin anular las tradiciones y características individuales». Ya entonces, sus propuestas fueron mal recibidas por su ministro de Asuntos Exteriores, Anthony Eden, ocasionando las primeras discusiones al respecto en el gabinete[10].

Primeras menciones a la unidad europea después de la guerra. 1945-1946

En julio de 1945, cuando la lucha se prolongaba aún en Asia, los británicos votaron en las elecciones generales en favor de los laboristas de Clement Attlee y su programa de reforma social. Para los conservadores fue una tremenda e inesperada derrota, que Churchill asumió con entereza diciendo: «Tienen todo el derecho a votar como les plazca. En eso consiste la democracia. Por eso han estado luchando». Su esposa, Clementine, señaló que «bien podría ser una bendición disfrazada», pero esa era una opinión que ciertamente Churchill no compartía. Para él, la derrota significaba la imposibilidad de finalizar la guerra en Asia y de participar en las negociaciones de paz en un momento determinante. Sus conversaciones con Stalin y con Truman quedaron interrumpidas y, en los primeros días de septiembre, el nuevo líder de la oposición partía de vacaciones hacia el lago Como.

Tras unos días de descanso, Churchill viajó a París y Bruselas, donde fue recibido con entusiasmo. Allí pronunció, el 16 de noviembre de 1945, el primero de los discursos aquí recogidos, en el que ya revelaba dos de sus prioridades para los años que seguirían. En primer lugar, se refirió a la estrecha relación del Reino Unido, la Commonwealth y el Imperio con los Estados Unidos, destacando esa «unidad de pensamiento y convicción que impregna el mundo de habla inglesa», aunque también mencionaba, sabedor de las reticencias que despertaría, que las asociaciones especiales, siempre en el círculo de las Naciones Unidas, lejos de debilitar a esta organización, la fortalecerían. En segundo lugar, en sus últimas palabras, de modo inesperado, brevísimo y con una particular expresión que casi parece negar lo que afirma, propuso la creación de los Estados Unidos de Europa:

«No veo razón por la que, bajo la tutela de una organización mundial, no puedan surgir los Estados Unidos de Europa, unificadores de este continente de un modo nunca conocido desde la caída del Imperio Romano, un espacio en el que todos sus pueblos coexistan en prosperidad, justicia y paz».

Y allí terminó. Unos días después, viajaba con Clementine hacia los Estados Unidos, invitados por el presidente Truman para impartir unas conferencias en Fulton, Missouri. Tras unas semanas de sol en Miami y en Cuba, Churchill tomaba, acompañado por Truman, el tren que le llevaría de Washington a Fulton, donde había de pronunciar el segundo de los discursos que se recogen en este libro. Era un largo viaje, que Churchill y Truman aprovecharon para jugar al póker y releer el discurso que con tanto cuidado había preparado Churchill: «Me dijo (Truman) que le parecía admirable y haría mucho bien, aunque también causaría un revuelo», escribió Churchill a Attlee.

En Fulton, Churchill apenas se refirió a la unidad europea. Tan solo unas palabras para señalar que «la seguridad mundial requiere una nueva unidad en Europa, de la cual ninguna nación pueda ser excluida permanentemente» y manifestar su opinión en que esta era, a su parecer, «una causa política abierta de extraordinaria importancia». A pesar de ello, resulta necesario incluir el discurso de Fulton a la hora de repasar el pensamiento europeo de Churchill, pues se trata, junto con el de Zúrich, del discurso más importante pronunciado en los años de la oposición y quizás también el más controvertido. Además, si bien no es un discurso sobre la integración europea, sí es un discurso sobre Europa, que en su párrafo más conocido menciona, una por una, las capitales que quedaban al otro lado del Telón de Acero:

«Desde Settin, en el Báltico a Trieste en el Atlántico, un Telón de Acero ha caído sobre el continente. Detrás de esa línea están todas las capitales de los antiguos estados de la Europa Central y Oriental. Varsovia, Berlín, Praga, Viena, Budapest, Belgrado, Bucarest y Sofía, todas estas famosas ciudades y sus moradores han caído en lo que debo llamar la esfera soviética y todas están sometidas, de una forma u otra, no solo a la influencia soviética, sino a un enorme y en muchos casos creciente control de Moscú».

Por lo demás, es un discurso crucial para comprender la posición de Churchill sobre Europa, precisamente porque fue la más firme expresión pública de su apuesta por la relación especial con los Estados Unidos en el nuevo escenario. Frente a la voluntad de Rusia de «expansión de su poder y sus doctrinas», señalaba Churchill que la paz y la democracia no podrían ser preservadas sin una asociación fraternal, una «relación especial» entre la Commonwealth, el Imperio y los Estados Unidos, si bien una vez más insistía en que tal cosa tendría lugar sin menoscabo de las Naciones Unidas.

El impacto de este discurso en la prensa internacional[11] manifiesta una relevancia que, en nuestros días y a la vista de los acontecimientos que siguieron, podríamos tender a minusvalorar. Las críticas llegaron de inmediato desde Estados Unidos y fueron tales que el propio Truman se distanció en la conferencia de prensa que tuvo lugar unos días después. El Chicago Sun censuró las «doctrinas venenosas» de Fulton y el Wall Street Journal apuntó que «los Estados Unidos no quieren alianza alguna, ni nada que parezca una alianza, con ninguna otra nación». Incluso en Londres, The Times se refirió a sus «párrafos menos afortunados», y si bien Attlee, conocedor de las gestiones que Churchill había realizado en Estados Unidos en apoyo de un préstamo solicitado por su gobierno, no quiso reprobar el discurso, en las filas laboristas se le acusó de belicista, y un grupo de diputados presentó una moción de censura contra él.

No obstante, como era de esperar, las reacciones más duras vinieron de Moscú. Pravda denunció las calumnias sobre el expansionismo soviético y Stalin devolvió el golpe en una entrevista publicada en esas páginas:

«Ahora, el Sr. Churchill está comenzando su proceso de desatar la guerra también [como Hitler] con una teoría racial, declarando que solo aquellos pueblos que hablan inglés son naciones legítimas[12], cuya vocación es controlar el destino de todo el mundo...».

Antes de partir de vuelta a Londres, Churchill escribió a Attlee y a su ministro de Exteriores, Ernest Bevin, contándoles de su viaje a Fulton y reiterando que solo desde una posición de fuerza podría lograrse un buen acuerdo con Rusia. En la misma carta predijo que esa sería, en el futuro cercano, la opinión predominante en los Estados Unidos.

De vuelta en Europa, el 9 mayo 1946, pronunció un nuevo discurso en La Haya con el título «Los Estados Unidos de Europa». No se ha recogido en estas páginas pues se trata, en su mayor parte, del mismo pronunciado en Bruselas en noviembre del 45, y contiene las mismas palabras finales: «No veo ninguna razón por la que, bajo la tutela de una organización mundial, no deberían finalmente surgir los Estados Unidos de Europa...». Pero lo que aquí querríamos destacar son precisamente las palabras que anteceden ese párrafo: «Digo aquí, como dije en Bruselas el año pasado...» Y es que, como se verá a lo largo de este libro, en sus numerosas intervenciones sobre Europa y desde su primera enunciación, Churchill reivindicó su propuesta destacando, una y otra vez, su temprana defensa de la idea de Europa.

De esta etapa inicial recogemos también su discurso pronunciado en julio en la ciudad de Metz. Allí se refirió detenidamente a la relación de Francia y Gran Bretaña, enfatizando que nunca se permitiría la menor recriminación. También habló de nuevo de unidad —«La primera palabra que les dirijo hoy aquí es: ¡Europa!»—, poniendo de manifiesto cómo la idea de Europa, expresada por ahora de modo sintético, casi como una intuición, iba ganando consistencia en su discurso.

La gran apuesta por Europa. Zúrich, septiembre de 1946

El discurso pronunciado en la Universidad de Zúrich es frecuentemente citado como la muestra más firme y relevante de su apuesta por la unidad de Europa. Churchill había pasado varias semanas de descanso a orillas del lago de Ginebra, pintando y preparando cuidadosamente este discurso en compañía de Clementine y su hija Mary. El 19 de septiembre, pronunciaba su célebre discurso sobre «La tragedia de Europa», que el lector encontrará en estas páginas. Por vez primera, dedicó la totalidad de su intervención a Europa, a su trágica historia y su posible remedio.

La novedad del discurso radica en la idea de reconstruir la familia europea comenzando por una asociación —a partnership—entre Francia y Alemania. El propio Churchill previó la sorpresa que causaría su propuesta en aquellos días de inmediata postguerra: «Ahora, voy a decir algo que les sorprenderá...»; pero no por ello dejó de expresarse con contundencia: «No puede haber renacimiento de Europa sin una Francia magnánima y una Alemania magnánima».

En efecto, sus palabras fueron recibidas con frialdad en Francia, desde donde Duncan Sandys escribiría[13]:

«[De Gaulle] dice que la referencia en el discurso del Sr. Churchill a una asociación franco alemana había sido mal recibida en Francia. Alemania, como Estado, ya no existía. Todos los franceses se oponían violentamente a la creación de cualquier tipo de Reich unificado y centralizado».

Como señaló The Times[14], en Zúrich, Churchill mostró una vez más que «no tenía miedo de asombrar al mundo con nuevas, e incluso, como a muchos debían parecer, escandalosas proposiciones». Por lo demás, continuaba The Times con escepticismo, había pocos signos de que «esa unidad tan deseada y de la que tanto se hablaba estuviese en camino», y en todo caso, el peligro del argumento y de su planteamiento en aquel momento era «que estaba basado en la asunción de que Europa estaba ya irrevocablemente dividida entre Este y Oeste».

Por otra parte, en Zúrich, queda fuera de duda que en aquel momento Churchill no contemplaba la posibilidad de que Gran Bretaña participase en la Europa unida: «Gran Bretaña, la Commonwealth de naciones, la poderosa América y, así lo espero, la Rusia soviética —pues con ella el cuadro quedaría completo— tienen que ser los amigos y patrocinadores de la nueva Europa». En realidad, llama la atención incluso la ausencia de argumentación al respecto, que sugiere que Churchill no consideró siquiera necesario explicar por qué motivos permanecerían al margen.

Desde Francia, sin embargo, la auto-exclusión de Gran Bretaña apuntada por Churchill no pasó desapercibida. La citada carta de Duncan Sandys continuaba recogiendo la reacción del general De Gaulle en estos términos —tan sorprendentes a la luz del veto que años después opondría a la entrada del Reino Unido en las Comunidades Europeas—:

«A menos que se tomasen medidas para evitar una reanimación del poder alemán, existía el peligro de que una Europa unida se convirtiese en nada más que una Alemania ampliada. Hizo hincapié en que, para ganarse el apoyo francés a la idea de la unión europea, Francia debería entrar como socio fundador con Gran Bretaña. Además, ambos países deberían alcanzar un entendimiento preciso sobre la actitud a adoptar hacia Alemania antes de que tuviese lugar aproximación alguna a esta».

Al margen del lugar de Gran Bretaña en todo esto, conviene subrayar la audacia de la propuesta de Churchill. A la vista de los acontecimientos posteriores, y la normalidad con la que hoy contemplamos la integración europea y el papel jugado por el tándem franco-alemán, resulta fácil minimizar la determinación de Churchill al proponer a los franceses una unión con los alemanes sobre las cenizas de la guerra. Como en Fulton, Churchill mostró en Zúrich su intuición para adelantarse a su tiempo y adivinar el camino que los acontecimientos tomarían en el futuro.

Por lo demás, su prestigio indiscutible aportó autoridad a una idea que en boca de otros no hubiese sido seriamente considerada. Como le diría su colega conservador, Leo Amery: «Los franceses están asombrados, como era de esperar. Pero la idea calará de todos modos (...)»[15]. También Coudenhove-Kalergi le escribiría unos días después: «Ahora que usted ha planteado la cuestión europea, los gobiernos no pueden seguir ignorándola»[16]. Por último, como muestran los escritos que se recogen a continuación, Zúrich fue solo el principio de un esfuerzo continuado en favor de la unidad europea. A partir de este momento, la idea de Europa es mucho más que una intuición histórica o una sintética propuesta política. Desde septiembre de 1946 se convierte, para Churchill, en una de las causas prioritarias de la legislatura.

Churchill y el despertar de la construcción europea. El Congreso de La Haya, mayo de 1948

A partir de este momento va teniendo lugar la construcción, la elaboración progresiva de su idea de Europa, al servicio de la cual Churchill puso su tremenda energía y capacidad de trabajo. Primeramente, a su vuelta de Zúrich, trató de establecer lo que denominó All Party Group, pero sus apoyos fueron escasos entre los diputados laboristas y Attlee mostró poca simpatía por un proyecto que a su parecer podría ser malinterpretado, y cuyos objetivos, decía, podrían lograrse en el marco de las Naciones Unidas[17].

Decepcionado, Churchill inició la búsqueda de apoyos para establecer un movimiento, no estrictamente político, en favor de la idea de Europa, y a inicios de 1947 fundó en Gran Bretaña el United Europe Movement que él mismo presidiría. No obstante, ni siquiera entre las filas conservadoras fue recibido con entusiasmo. Ducan Sandys, al que Churchill situó a la cabeza del movimiento europeo, le escribiría en el mes de abril sobre las reticencias de algunos diputados que se quejaban de no haber sido involucrados y le manifestaba su temor a que se volviesen hostiles[18].

El 14 de mayo, con motivo del lanzamiento del Movimiento Europeo, pronunciaba en el Albert Hall de Londres un rico y precioso discurso con el título «Europa Unida». El lector encontrará aquí un escrito nuevo, diferente al de Zúrich, en el que Churchill habló extensamente sobre la concepción espiritual de Europa, sus límites y su identidad, recordando aquellos tiempos en los que los romanos podían viajar libremente bajo la protección de una ciudadanía común y expresando su esperanza en una Europa «en la que cada hombre estará orgulloso de decir ‘soy europeo’, como una vez se dijo civis romanus sum».

Este bonito discurso marca también, a nuestro parecer, un cambio en cuanto a la posición que Churchill contempla para Gran Bretaña. Esta, centro y cumbre de la Commonwealth, constituye para él uno de los cuatro pilares o de las cuatro grandes entidades regionales de la escena internacional, junto con los Estados Unidos, la Unión Soviética y Europa (a lo que añade: con la que Gran Bretaña está profundamente vinculada). Pero a continuación, incluye también a Gran Bretaña como miembro de la familia europea con estas sorprendentes palabras: «Si la Europa unida ha de ser una fuerza viva, Gran Bretaña tendría que actuar en ella plenariamente como el miembro de la familia europea que es». Con ello, consideramos que abandona esa claridad que antes había mantenido sobre la no participación de su país e inicia un camino, no exento de ambigüedad, en el parece casi arrastrado por su propio entusiasmo por la idea de Europa.

Destaca también, una vez más, el énfasis en su propio papel como promotor de la unidad europea, que en esta ocasión remonta hasta «cerca de quince años atrás» y que comienza a aparecer, de un modo u otro, en casi todas sus intervenciones sobre Europa. Esto muestra una fuerte reivindicación de su iniciativa y quizás también la intuición de que en su prematuro apoyo a la idea de Europa se había adelantado al camino que tomarían los acontecimientos... Sin duda, Churchill era bien consciente de aquellos momentos a lo largo de su carrera política en los que su clarividencia se había reconocido. Muchas veces, en estos discursos, aparece esa afirmación, solo aparentemente humilde: «No siempre me he equivocado».

En estos momentos, Churchill es ya la voz más potente a favor de la unidad europea. La fuerza y la visibilidad que la intervención de Zúrich había dado a esta causa explican el rol que Churchill asumiría, a partir de 1948, en el movimiento que llevaría al establecimiento de la primera organización europea de la segunda postguerra, el Consejo de Europa. El siete de mayo, el comité de coordinación internacional de movimientos para la unificación europea reunía en La Haya cerca de ochocientos delegados que asistían a título personal. Entre ellos se encontraban los hombres que habrían de liderar en los años siguientes la integración europea: Monnet, Spaak, Adenauer, Spinelli, de Gasperi...

Churchill acudió con una delegación de 140 miembros, entre los cuales había logrado incorporar a 22 diputados laboristas, a pesar del poco interés manifestado por el gobierno, 7 liberales y 23 conservadores. Inauguró la conferencia, con un poderoso discurso, pidiendo la constitución de una Asamblea Europea. Una vez más, se trata de un discurso enteramente nuevo, con nuevas referencias históricas y nuevas expresiones de su razón de Europa:

«Para nosotros, el problema alemán consiste en la restauración de la vida económica de Alemania, renovando la antigua fama del pueblo alemán sin exponer por ello a sus vecinos y quedar nosotros mismos expuestos a la reconstrucción y a la afirmación, una vez más, de su poderío militar, del cual nos quedan todavía las cicatrices. La Europa unida es la única solución para este problema».

Especialmente sugerentes resultan también las palabras con las que parece adelantarse a su tiempo al referirse al necesario sacrificio de soberanía nacional que exigiría una unión política más estrecha:

«Se ha dicho con razón que esto implica algún sacrificio o fusión de las soberanías nacionales. Pero en este proceso también es posible y no menos conveniente que los estados concernidos contemplaran la gradual asunción de una soberanía más amplia, que es la única que puede proteger sus costumbres diversas y singulares y sus tradiciones nacionales, las cuales, bajo sistemas totalitarios, nazis, fascistas o comunistas, serían ciertamente destruidas para siempre».

En cuanto a la participación del Reino Unido, en La Haya se produce un cambio sustancial. Ya no menciona cuatro pilares, como en el discurso del Albert Hall, sino solo tres, pues propone, en el marco de las Naciones Unidas, y junto a la Unión Soviética y los Estados Unidos, un Consejo de Europa «incluyendo a Gran Bretaña, a su vez vinculada con su Imperio y la Commonwealth». Se trata de giro muy significativo, que sorprenderá al lector de sus discursos previos.

El discurso fue recibido con entusiasmo, como muestra la foto de Churchill, emocionado, que recogemos en estas páginas. En aquel momento tan temprano, su firme apuesta por la unidad europea hizo posible su inclusión en la agenda política, impulsando el Congreso de La Haya y los acontecimientos que a continuación darían lugar a la creación del Consejo de Europa, la primera organización europea de la segunda posguerra.

También es cierto, como en ocasiones se ha señalado, que la estrategia europea de Churchill le procuró, desde La Haya, notables réditos políticos. Elegido presidente del Movimiento Europeo Internacional, Europa le sirvió como un foro en el que restablecer su estatus en su propio partido y ganar una visibilidad y relevancia en la escena internacional que no hubiera podido lograr desde la Cámara de los Comunes[19]. También fortaleció su autoridad como hombre de Estado, no solo asociado al pasado, sino también al futuro[20], y ofreció una proyección a los conservadores más jóvenes como Harold Macmillan, Duncan Sandys, David Eccles, David Maxwell Fyfe y Robert Boothby, que servirían como delegados en la Asamblea del Consejo de Europa[21].

Churchill en favor del Consejo de Europa. 1948-1950

Finalizado el Congreso de La Haya, en el otoño de 1948, el debate europeo fue ganando intensidad en Gran Bretaña. Recogemos en estas páginas dos discursos pronunciados en Gales y en Londres que nos aproximan a esta cuestión desde una perspectiva nacional. Fueron estos unos años difíciles para los británicos, pues al margen de las dificultades económicas de la posguerra, el país había afrontado la independencia de la India en el verano de 1947 y la de Birmania a principios de 1948. Mientras, la amenaza soviética se extendía por Europa; en febrero, el Partido Comunista se hacía con el poder en Praga y en el mes de junio las fuerzas soviéticas imponían el bloqueo de Berlín.

El primero de estos discursos, en el mes de octubre, fue pronunciado en Llandudno, en Gales, con motivo de la conferencia anual conservadora. Es un discurso directo sobre la creciente agresividad del gobierno soviético, en el que afirma que solo la bomba atómica en posesión americana se interpone ya entre Europa y el sometimiento completo a la tiranía comunista. Es también un discurso duro contra el resultado económico del gobierno laborista y su programa de nacionalizaciones que había afectado ya al Banco de Inglaterra, al carbón, a la aviación civil, al transporte, a la electricidad y al gas.

Pero quizás lo más relevante de Llandudno —donde por cierto reivindicó de nuevo su papel al revivir la idea de Europa dos años atrás en Zúrich— es que aquí Churchill ofreció a sus colegas de partido una elaboración más de su idea de Europa, un esfuerzo audaz por hacer compatible el Imperio con la participación de Gran Bretaña en el proceso de construcción europea. Tras afirmar que en modo alguno la unidad europea podría perjudicar, «siquiera mínimamente, a nuestro Imperio o a la Commonwealth o al principio de la preferencia imperial», afirmó que «no es en modo alguno necesario elegir entre la unidad del Imperio y la unidad de Europa». A continuación, presentó a Gran Bretaña como el vértice, el único punto de unión de los tres grandes círculos de las naciones libres: primero, el Imperio y Commonwealth británico, después, el mundo de habla inglesa —con Gran Bretaña, Canadá, los dominios británicos y los Estados Unidos— y finalmente, la Europa unida. Solo nosotros, apuntó Churchill, tenemos la posibilidad de mantenerlos unidos, de modo que «quizás, una vez más, tengamos la llave que abra las puertas a un futuro seguro y feliz para la humanidad». Varias veces volvería más tarde con esta idea de los tres círculos[22]