Extraños sucesos navales - Víctor San Juan - E-Book

Extraños sucesos navales E-Book

Víctor San Juan

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Crónica de los más enigmáticos siniestros marítimos de los siglos XIX, XX y XXI. Conozca las más sorprendentes aventuras navales de los siglos XIX, XX y XXI. Las historias más entrañables, trágicas o enigmáticas. Hazañas memorables, circunstancias inverosímiles y buques desaparecidos. Desde el Mary Celeste, el submarino U-31 y el portaviones Invincible hasta sucesos propios de leyendas marinas, sin olvidar al gato Oskar, que tripuló varios navíos durante la Segunda Guerra Mundial. Descubra las historias más entrañables o desgarradoras, trágicas o enigmáticas, pero siempre interesantes, experiencias en las que el azar y las circunstancias nos demuestran que a veces, en este mundo, la imperante rutina puede ser tan sólo la excepción. Asómbrese con los barcos que aparecieron sin sus tripulantes, colisiones a pleno día de buques dirigidos por profesionales, submarinos que regresaron del pasado o de la tumba por condicionantes técnicos o propósitos inconfesables, varadas simultáneas de flotillas enteras de buques, un pescador que se convierte en el único hombre en ver caer una bomba atómica y pescar un submarino, tesoros emprendiendo viajes de ida y vuelta o modernos buques que intentan pasar a través de tierra. Víctor San Juan con un estilo fluido y lleno de humor le acercará a todos estos hechos difíciles de creer pero que, una vez conocidos, nos sorprenden, admiran y llenan de preguntas y curiosidad

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Extraños sucesos

Extraños sucesos navales

VÍCTOR SAN JUAN

Colección: Historia Incógnita

www.historiaincognita.com

Título:Extraños sucesos navales

Autor: © Víctor San Juan

Copyrightde la presente edición: © 2016 Ediciones Nowtilus, S.L.

Doña Juana I de Castilla 44, 3º C, 28027 Madrid

www.nowtilus.com

Elaboración de textos: Santos Rodríguez

Revisión y adaptación literaria: Teresa Escarpenter

Diseño y realización de cubierta: Universo Cultura y Ocio

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

ISBN edición digital: 978-84-9967-780-4

Fecha de edición: Febrero 2016

Depósito legal:M-40124-2015

Para Miguel Blanco

y todo su equipo

Índice
Introducción
Capítulo 1. El famoso caso del Mary Celeste
Célebre misterio decimonónico
Travesía de misterios
Formulando todo tipo de hipótesis
¿Posible reconstrucción?
Capítulo 2. Un accidente inexplicable
Buscando justificar lo injustificable
Armados y peligrosos
¿Dónde ponemos los cañones?
Instrucciones imposibles
Fatalidad y obediencia debida
Capítulo 3. El sumergible fantasma
Un arma nueva
Los submarinos alemanes
Comienza la guerra submarina
El submarino fantasma
Reconstrucción
Capítulo 4. Varada en masa
Una serie multitudinaria
Dudas en la niebla
Siete barcos a las piedras
Asumiendo la responsabilidad
Capítulo 5. Monstruos marinos
Calamares y serpientes
Otros «monstruos» marinos
El increíble caso de Paco el de la Bomba
Capítulo 6. Cuando un muerto habla
Bulos y realidades
Matar todavía más japs
Patrulla de combate
Leyendas y montajes
Habla un muerto
Capítulo 7. Mascota insumergible
Caer siempre de pie
Uno: el Bismarck
Dos: el Cossack
Tres: Ark Royal
Capítulo 8. Cargamento único
Olor a derrota
La ruta submarina
Opio, oro, uranio y… secretos
Tres versiones y una búsqueda abisal
Capítulo 9. El filo de la navaja
Capitanes valientes
Capitán normal, barco vulgar
Los problemas crecen
El filo de la navaja
Epílogo conspiranoico
Capítulo 10. El número de la mala suerte
Seis días de guerra y sus consecuencias
Rumbo a casa
Mala suerte reiterada
Capítulo 11. Fenómeno UFO
Barcos para todo
¿Corbeta o patrullero?
Destino: el banco
Avistamiento UFO sobre Fuerteventura
Capítulo 12. El affaire Invincible
Un mal recuerdo
Crucero de cubierta corrida
A la guerra en el frío sur
Ataque al Invincible
Completo enigma
Capítulo 13. Aterriza donde puedas
Arriba y abajo
Sorpresa en alta mar
Trifulca en puerto
Capítulo 14. Tesoro de ida y vuelta
La plata de la Mercedes
La trampa que trajo una guerra
Finta para despistar a un Gobierno
El expolio de la Mercedes
Veredicto final
Capítulo 15. Salto a tierra
Una ruta muy trillada
Modernidad, velocidad y pasajeros
Sentido y sensibilidad
Epílogo
Bibliografía y fuentes

Introducción

La moderna tecnología, el progreso y las ayudas a la navegación han dejado las grandes extensiones de los océanos convertidas en autopistas marítimas y dispositivos de tráfico, mientras muchos marinos acuden a los puentes de mando como si fueran a la oficina. Muy poco queda sin prever en los modernos y potentes buques, capaces de convertir el antiguo azar y aventura incierta en simple planificación, estudio de negocio y volumen de rentabilidad. Los marinos actuales, completamente inmersos en la certeza y la rutina, han olvidado otros tiempos en los que todo se fiaba a la pericia y la intuición, corriéndose terribles riesgos. Un buque del siglo XIX tenía un ochenta por ciento de posibilidades de terminar sus días en un siniestro marítimo; para los del siglo siguiente –que incluyó dos guerras mundiales– esta posibilidad era del cuarenta por ciento y, en la actualidad, apenas un tres por ciento de los barcos que circulan por los mares se irán a pique, terminando todos los demás sus días en el dique o amarradero de desguace.

Debemos congratularnos de ello en la medida en que el predominio de la seguridad significa disminuir exponencialmente el número de víctimas; pero no es menos cierto que lo imprevisible relacionado con el hecho de hacerse a la mar ha desaparecido casi por completo, si exceptuamos el marginal porcentaje de imprudentes o profanos que deciden emprender su primera travesía y acaban siendo carne de cañón de los equipos de rescate y salvamento. Aun así, resulta curioso que no todo sea previsible con la mar y los barcos; siempre ha habido, hay y habrá sucesos extraños e inverosímiles misterios que se salen absolutamente de la normalidad y que no siempre tienen un carácter enigmático o esotérico. Esto último difícilmente encuentra explicación, pero tampoco es fácil buscarla para otros casos en los que, como llevados de una especie de inexorable atracción o destino fatal, se producen inevitablemente.

Esta es una recopilación de unos cuantos de estos misterios, algunos de los cuales encontraron explicación y otros no. Lejos de afirmar la rotunda hipótesis de la necedad y soberbia del hombre en su enfrentamiento con la naturaleza desatada de las aguas, los misterios de la mar confirman lo que normalmente no se tiene en cuenta, el hecho de que, navegando, siempre cabe la posibilidad de encontrarse con algo absolutamente inesperado, ver cosas a las que no podremos encontrar explicación inmediata y que sucedan hechos que de forma habitual no se producen. Parece como si la mar, escondiendo siempre sus secretos, sólo los mostrara de vez en cuando, sugerente, como para decir al hombre que, en realidad, aunque crea dominar las aguas, la propietaria del cetro continúa hoy tan inescrutable en sus designios como en los albores mismos del mundo de la navegación.

Capítulo 1

El famoso caso del Mary Celeste

El barco que apareció sin su tripulación a bordo en uno de los más célebres y extraños sucesos de la mar (1872)

CÉLEBRE MISTERIO DECIMONÓNICO

El caso de la desaparición de la tripulación del bergantín Mary Celeste a unas trescientas cincuenta millas al este de las Azores a finales de 1872, es uno de los grandes clásicos de misterio en la mar. No se trata de un barco desaparecido –nunca lo estuvo– sino de su tripulación, la cual, sin constancia de que mediara violencia ni trauma alguno, pareció volatilizarse de la faz de la Tierra dejando su barco como único y mudo testigo. El hecho de que el seguro (Lloyd) pagara el importe de la póliza proponiendo hipótesis poco convincentes, y, sobre todo, que la prensa (y algún famoso escritor, como veremos) se cebara en él, hizo que este extraño –aunque no único– suceso alcanzara una fama desproporcionada, lo que tal vez fuera contraproducente para que se llevase a cabo una exhaustiva investigación, poniendo en evidencia las notables contradicciones entre las diferentes teorías propuestas.

Llama mucho la atención que, en un interesante momento del siglo XIX por otras muchas circunstancias, la inexplicable desaparición de la tripulación de un pequeño buque de vela transatlántico (en suma, un pequeño incidente náutico, que hoy ocuparía sólo un rincón de la página de sucesos) acabara transformándose en un enigma de dimensiones tales como para sobrevivir más de un siglo a que llegaran la literatura esotérica y expertos en lo paranormal para ocuparse a conciencia de él, asegurando así la pervivencia del caso hasta nuestros días.

Puede que el principal motivo, aparte de los mencionados, sea que se trataba de un período histórico en el que se producían notables descubrimientos, interpretados a nivel del gran público como prodigios; en otras palabras, todo, o casi todo, podía ser posible, incluida la desaparición de una tripulación. Eran tiempos en los que un autodidacta estadounidense, Thomas Alva Edison –que comenzó su carrera como redactor y vendedor de un pequeño pasquincillo o periódico de trenes, el Weekly Herald– logra en los laboratorios de su propiedad el sensacional invento del fonógrafo; un año después (1878) la prodigiosa lámpara incandescente, que puso el misterio de la electricidad a disposición de los municipios y, finalmente, de todos los ciudadanos en sus casas; un auténtico genio yugoslavo, Nikola Tesla, trabajó con Edison brillando para la posteridad con revolucionarias creaciones. En un plano más sugerente, en 1874 nacen otros dos inspirados genios, Guillermo Marconi, científico italiano que inventó la telegrafía sin hilos (radio) y Erich Weiss, ilusionista que –con el nombre artístico de Harry Houdini– se haría famoso por su habilidad, logrando librarse de cualquier sistema que le apresara o retuviera.

En el mundo de la navegación, tiene enorme trascendencia la apertura del Canal de Suez en noviembre de 1869, después de diez años de trabajos dirigidos por el ingeniero francés Ferdinand de Lesseps. Esta vía marítima comercial, que reducía de forma muy considerable el tránsito naval entre Europa y Extremo Oriente, tuvo como primera consecuencia el declive del tráfico de veleros mercantes de altura, que los Estados Unidos habían llevado a su máximo desarrollo con los famosos clippers y condujeron a su decadencia con la guerra de Secesión. El canal de Suez representó la puntilla definitiva para la navegación a vela, puesto que, por su propia configuración, sólo era apto para vapores comerciales. De la mano del premier Benjamin Disraelí, Gran Bretaña no dudó en apoderarse, con ayuda de la Banca Rothschild, de 177.000 acciones de la Compañía del Canal, constituyéndose en accionista mayoritaria de una ruta que, a través del Mediterráneo, unía Inglaterra y la India con un tránsito de quinientos buques al año, consolidando así la comunicación de un formidable imperio. Considerado como estratégico, del mismo modo que Panamá por su canal, Egipto no tardaba en convertirse en el siguiente objeto de deseo, lo que traería pronto la correspondiente ocupación militar.

Grabado del bergantín Mary Celeste, célebre por el misterio de una tripulación completa que desapareció, por autor desconocido.

El otro coloso en ciernes, los Estados Unidos de América, acababa de emerger de la tremenda guerra de Secesión con el asesinato del presidente Lincoln (14 de abril 1865) que trajo el difícil mandato de Andrew Johnson; sucedido este por el ex general republicano Ulysses Simpson Grant, su presidencia se caracterizó por un cúmulo desordenado de corrupciones y especulación –conocido como «Edad Dorada»– que concluyó poniendo el país al borde de grandes crisis y bancarrotas, aun cuando ambas costas, este y oeste, quedaran al fin unidas por el ferrocarril. En el lado más épico de la cuestión, cuando desaparece la tripulación del Mary Celeste en 1872, aún faltan cuatro años para que el jefe siux Toro Sentado derrote a George Armstrong Custer cerca del río Little Bighorn, unos cien kilómetros al sureste de la actual ciudad de Billings, Montana.

Lo cierto era que, en Europa, otros países lo pasaban mucho peor: Prusia acababa de derrotar a Francia en la guerra declarada entre los dos países, lo que significaba el final del fatuo gobierno de Napoleón III; los excesos de la subsiguiente Comuna de París acabaron trayendo la Tercera República tras un ingente baño de sangre. Más al sur, en España gobernaba en precario el príncipe italiano Amadeo de Saboya, que, tras un atentado renunciaría al trono al año siguiente (1873), lo que daría lugar a la Primera República, en cuyo seno España se deshizo en mil y un pedazos independientes. Con estos sucesos en ciernes, no mucha gente en la Península debió prestar atención al hecho que se había registrado en sus costas: en concreto, en aguas españolas de Gibraltar, donde dos pequeños buques recalaban a finales de 1872 con una extraña historia que contar.

TRAVESÍA DE MISTERIOS

El pequeño bergantín Mary Celeste, de 31 metros de eslora y 286 toneladas, había sido construido en 1861 como Amazon en Parrsboro, isla Spencer, Nueva Escocia, y con sucesivos armadores fue alternando el pabellón inglés con el americano. Su nombre ya trae, desde el inicio, complicaciones, pues alguna fuente señala que debería haberse llamado Mary Sellars, pero el pintor del rótulo se confundió. A principios de noviembre de 1872 se encontraba en el puerto de Nueva York al mando del capitán Benjamin Spooner Briggs, natural de Marion, Massachusetts, de treinta y siete años y abstemio convencido, cargado con mil setecientos barriles de alcohol industrial para añadir al vino (y darle «octanaje») valorados en 42.000 dólares que debía llevar a Génova, Italia. Abarloado a él se encontraba otro buque similar, el también bergantín Dei Gratia, británico, al mando de David R. Morehouse, preparándose ambos para zarpar. El día 5 ambos capitanes cenaron juntos en compañía de la mujer del primero, Sarah; la señora Briggs iba a viajar también junto a su hija, la pequeña Sofía, acabando por sumarse las dos a los otros siete tripulantes desaparecidos del Mary Celeste, entre los que predominaban jóvenes alemanes.

El 7 de noviembre, dos días después, el bergantín Mary Celeste largó amarras, dejando atrás Ambrose y Sandy Hook para emprender la travesía del Atlántico de oeste a este. La siguiente vez que se tiene constancia de él es el 13 de diciembre del mismo año –es decir, 37 días después– cuando arriba al puerto de Gibraltar en la estela del Dei Gratia, que dice no tener noticia de su completa tripulación ni de la embarcación de servicio (chalupa o chinchorro, se supone, no «embarcaciones salvavidas», como citan las crónicas) del Mary Celeste y tampoco de los instrumentos de navegación (sextante y cronómetro) del capitán Briggs ni de la documentación del barco. Sin embargo, todos los efectos personales de la gente del bergantín, el capitán y su familia están a bordo.

El capitán Briggs del Mary Celeste, nacido en Marion, Massachusetts; siendo abstemio llevaba un cargamento de alcohol para fabricar vino peleón al otro lado del Atlántico.

El Mary Celeste llega a Gibraltar conducido por sólo tres marinos, el primer oficial del Dei Gratia Oliver Deveau y otros dos hombres del mismo barco. Ante la estupefacción de las autoridades gibraltareñas, el capitán Morehouse cuenta una historia que hará las delicias de la prensa y los libros de temas esotéricos durante muchos años: el día 4 de diciembre, como a media distancia entre Santa María de Azores y el cabo San Vicente, el Dei Gratia avistó otro buque similar a una distancia de entre tres y cuatro millas, siguiendo un rumbo errático y con las velas cazadas «de la mala» (acuarteladas) para el viento reinante, es decir, como si la brisa, del norte en aquel momento, llegara del sur. Como decimos los marinos, hicieron por él, y, para su consternación, se trataba del Mary Celeste, sin rastro de presencia humana a bordo. Enviado Deveau en un bote, este no pudo sino confirmar que en el Mary Celeste no había nadie: la ropa, dinero y efectos personales de todos estaban en su lugar, la mesa con restos de comida y la cocina limpia, faltando, como se ha dicho, la embarcación auxiliar y los instrumentos y documentación mencionados, lo que sugería un repentino abandono de la tripulación por motivos desconocidos.

La declaración de lo hallado por Deveau era muy interesante: no encontró rastros de lucha, sangre o desperfectos que pudieran sugerir un motín, pero otras fuentes señalaron que el tambucho de popa de acceso a la cabina principal había sido reforzado como para resistir un asedio. Además, el peto de arriado del bote estaba abierto, y pendían restos de una amarra, como si hubiera sido cortada precipitadamente. La escotilla principal y las de carga estaban cerradas, pero el tambucho y la de la despensa permanecían abiertas; cerca de una de ellas, para consternación del primer oficial del Dei Gratia, apareció un sable manchado con algo que parecía sangre. Deveau halló también en cubierta la barra de sondeo de la cala, lo que le empujó a entrar dentro del barco a investigar; desde luego, si fue como contó, le echó valor. Midiendo el agua en la sentina, encontró casi un metro, lo que los cronistas no encuentran muy grave, pero a nosotros, en un barco del tamaño del Mary Celeste, nos parece nivel alarmante, que habría obligado a una actuación inmediata ante el inminente hundimiento; aunque, desde luego, no a abandonar el barco precipitadamente.

Aún más interesante: entre la carga de barriles de alcohol se encontraron nueve vacíos o deteriorados, no especificándose si lo estaban por hallarse mal estibados o alguien los había maltratado para abrirlos, comprobación que se antoja fundamental. El cuaderno de bitácora y la pizarra del puente incluían anotaciones normales hasta el 25 de noviembre, es decir, diez días antes de que el Dei Gratia encontrara el buque abandonado. Morehouse pensó en qué podría haberle pasado a la familia Briggs, o cómo podía llevar a cabo un rastreo en su busca; su segundo, más práctico –y posiblemente acuciado por la tripulación– le sugirió la posibilidad de tripular el Mary Celeste y solicitar por él la correspondiente recompensa. No fue fácil convencerle, pero, al final, Morehouse cedió. El Mary Celeste fue tripulado por el primer oficial y dos marineros. Mientras se mantuvo el buen tiempo ambos buques se mantuvieron en conserva, pero una repentina tormenta los sorprendió en la boca del Estrecho, llegando a recalar sobre el Espartel, lo que permitiría al Dei Gratia llegar a Gibraltar un día antes, ya que los vientos soplaban a favor y los barcos avanzan con más rapidez cuando esto sucede.

Pintura figurada del momento de suspense en que el Dei Gratia avista el Mary Celeste en la ruta de las Azores.

FORMULANDO TODO TIPO DE HIPÓTESIS

Naturalmente, lo primero que se hizo fue desconfiar de Morehouse y su tripulación; era mucha casualidad que hubieran encontrado al Mary Celeste precisamente ellos. Además, los diferentes tripulantes del Dei Gratia incurrieron en contradicciones al declarar, y otros muchos puntos de la declaración y hechos no encajaban. Fueron acusados por la prensa de farsantes, conspiradores y asesinos. Se nombró una comisión investigadora a cargo del procurador del Almirantazgo británico, Solly Flood, que dijo haber llevado a cabo una completa investigación, concluyendo en su informe que no era posible esclarecer la desaparición del capitán, su familia y los tripulantes. El famoso sable, la prueba más llamativa, sólo tenía óxido. El misterio, pues, estaba servido.

La misma investigación no pudo encontrar nada contra los tripulantes del Dei Gratia, así que la compañía de seguros se decantó por la teoría de una combustión espontánea de la carga que ahuyentó a la tripulación, extinguiéndose luego por sí sola, de lo que tampoco consta si se hallaron o no pruebas. Así que la hipótesis de la implicación del Dei Gratia quedó descartada, y Morehouse y los suyos cobraron una indemnización de más de ocho mil dólares.

Las dos hipótesis juzgadas como más verosímiles por los entendidos no eran tan diferentes. La más espeluznante defendía que los marineros, después de ingerir el alcohol, atentaron contra el capitán y su familia, tirando los cadáveres por la borda; luego, horrorizados por su acto, abandonaron el barco en un acto final de insensatez. En otra hipótesis menos truculenta, se consideró que el vaciado accidental del alcohol de las barricas vacías pudo producir una acumulación de gases en la cala, origen de una pequeña explosión; si quedaron llamas o algún incendio, capitán y tripulantes pudieron pensar que todo el barco explotaría y lo abandonaron sin pensarlo dos veces. La amarra del bote falló inesperadamente, así que, una vez extinguidas las llamas por sí solas, ya no pudieron regresar. Esta última se parecía notablemente a la que aceptó la aseguradora.

Pero hubo muchas más; el capitán Millet propuso en 1924 que el Mary Celeste, fuera de su derrota por los fuertes vientos o una mala recalada sobre el cabo de San Vicente, llegó a la costa africana (la costa de Salé, actual Marruecos) para ser abordado por piratas en plena encalmada. Briggs y su gente abandonaron el barco huyendo y fueron perseguidos por los malhechores, lo que dejó el bergantín solo al impulso de sus velas, que lo llevaron de vuelta a la ruta de Azores. La teoría no era mala y algún navegante de la época (como Joshua Slocum en su obra Navegando en solitario alrededor del mundo) sufrió estos ataques en la zona, pero no encajan los tiempos. Para que el Dei Gratia lo encontrara tras esta aventura de ida y vuelta a Marruecos, el Mary Celeste tenía que haber cruzado el Atlántico a tal velocidad que sus singladuras fueran capaces de hacerle rivalizar con los doce días, cuatro horas, un minuto y diecinueve segundos que invirtió la goleta Atlantic, de Charlie Barr, en 1905 para batir el récord de este océano.

Nada impide, por supuesto, que el Mary Celeste hubiera chocado contra un pulpo o un calamar gigante, huyendo del cual se produjo la evacuación. O que entes de otros mundos pudieran secuestrar al capitán Briggs, su familia y los tripulantes, no mostrando interés alguno por el barco o el cargamento, como sugerirían después los textos esotéricos. En cualquier caso, quedaba por averiguar el paradero de Briggs, su familia y su gente; resultaba reveladora la desaparición de la embarcación auxiliar y de los aparatos de navegación, pues podría indicar que Briggs preveía una larga y difícil navegación. En este último caso, la cuestión vuelve a ser la misma: ¿A dónde fueron? ¿A las Azores? ¿Tal vez a África? Y, sobre todo: ¿por qué se abandonó el buque?

Trágicamente desaparecidas, la mujer, Sarah, y la hija del capitán Briggs, polarizaron la atención de la prensa sobre el caso.

Queda también la posibilidad de un motín. Pueden ser de ayuda, en este sentido, las palabras escritas por el ya mencionado solitario navegante estadounidense Joshua Slocum, que, no mucho tiempo después, en 1887, sufrió uno en las costas brasileñas a bordo de su bricbarca Aquidneck, que le obligó a matar a dos de sus tripulantes:

Quizá convenga explicar aquí a las personas que no conocen los usos y costumbres vigentes en los barcos que la tripulación tiene sus cuarteles en la parte de proa del barco, donde, en puerto o en horas de descanso, deben permanecer, sin situarse nunca más atrás del palo mayor. De ahí la expresión «a proa del mástil».

En otras palabras, que la fortificación del tambucho difícilmente respondería a una amenaza interna –desde que se transgrede esta frontera, el capitán tiene tiempo de armar un arma y disparar, como le sucedió a Slocum– sino a una amenaza exterior, lo que concordaría con los nulos indicios de lucha a bordo. Pero ¿quién pudo intentar atacar al Mary Celeste?

Esto último abre de nuevo la hipótesis de los piratas; se derrumba, sin embargo, fácilmente. Los piratas pudieron, en efecto, abordar el Mary Celeste y matar a su tripulación pero ¿por qué abandonar el barco con todo su cargamento después? Aparte de que, en las grandes extensiones oceánicas, los ataques piráticos son muy raros; en cualquier caso el buque atacado nunca queda en navegación sobre la ruta en la que fue sorprendido, como el Mary Celeste.

¿POSIBLE RECONSTRUCCIÓN?

Transgrediendo ya la línea de la realidad, pasemos a las conjeturas, intentando que todas las piezas de este complicado puzle encajen. Establezcamos unos hechos básicos: la desaparición de la tripulación, que al Mary Celeste lo encontró el mismo barco que lo despidió (el Dei Gratia) y que el cargamento permaneció a bordo, pagando el seguro religiosamente y sin grandes dificultades. Todo podría haber sido un triple acuerdo entre ambos capitanes, y un colaborador –posiblemente el agente– de la aseguradora.

El plan pudo ser el siguiente: el capitán del Mary Celeste vendió el barco al del Dei Gratia por un valor menor del asegurado, con la pretensión de cobrar este último por el barco rescatado su importe aproximado, donde estaría incluida la «remuneración» del agente de la aseguradora. Ambos barcos atravesaron el Atlántico independientemente, fijando un punto de rendez-vous (‘encuentro’) en las proximidades del Estrecho de Gibraltar, tal vez a sotavento de San Vicente, en el saco de Cádiz. Allí se entregó el dinero y desembarcó la tripulación del Mary Celeste, que se dirigiría a Portugal o Tánger, en África, ciudad en la que era posible emprender una nueva vida sin ser localizados. El último punto tiene a su favor la recalada sobre el Espartel, injustificable de otro modo para un marino experimentado, pues significa que se ha dejado abatir excesivamente por el meandro este del anticiclón de las Azores, con riesgo de no poder tomar el Estrecho y verse empujado sobre la costa atlántica marroquí; circunstancia sólo permitida por un piloto bisoño o muy descuidado.

La historia del encuentro del barco abandonado sería, pues, completamente falsa, inventada para no tener solución y desorientar a los investigadores durante años, como, en efecto, se habría conseguido. El Dei Gratia y el Mary Celeste llegaron felizmente a Gibraltar, pero la historia no era tan creíble como habían pensado y necesitaron apoyo de la aseguradora para que, finalmente, se diera por buena. Pero la prensa y el esoterismo no tragaron, obligando con su insistencia a que quedara abierto el caso. Finalmente Morehouse apenas conseguiría como indemnización una cuarta parte del valor del cargamento, con lo que la jugada fue una ruina por la que no podía protestar so pena de verse acusado de fraude inmediatamente.

Desde luego que esta hipótesis presenta puntos débiles que ya se formularon en su día: no tiene sentido hablar de acuerdo cuando Briggs era propietario de una parte del barco, y, por lo tanto, según la ley de salvamentos vigente a la sazón, habría tenido que pagar. Se debe, pues, contemplar la hipótesis con distancia y ojo crítico, pues supone dar por hecho la falta de honorabilidad de dos capitanes contra los que nada se ha podido demostrar y que no pueden defenderse. Básicamente, pues, injusta y rechazable hasta que se aporten pruebas o indicios. A su favor pesa también el hecho de que ambos capitanes gozaban de excelente reputación. Supone, sencillamente, una hipótesis de trabajo que da lugar, inevitablemente, a otras variables: para poner a salvo la reputación del capitán Briggs, puede que el acuerdo se llevara a cabo a sus espaldas, con el resto de la tripulación del Mary Celeste. En cualquier caso, la falta de datos fidedignos refleja una investigación poco escrupulosa en este como en otros muchos casos de barcos siniestrados.

Por último, decir que los datos que aportan los libros esotéricos acerca de la fama del Mary Celeste como barco maldito –cuyos capitanes habían padecido desgracias de todo tipo, seguidas de accidentes de navegación– parecen gratuitos y carentes de cualquier valor como indicios acerca de lo sucedido. En aquella época era normal que pequeños buques mercantes como este sufrieran todo tipo de pequeños incidentes, siniestros, etc., y hay que decir sobre el particular que el Mary Celeste no era uno de los más castigados ni de peor suerte; leer al respecto La Bestia de Joseph Conrad. Sí resulta singular, como ya se dijo, la fama que ha logrado por el extraño suceso que le afectó, gracias al cual su nombre ha perdurado con fuerza en el imaginario común, llegando hasta nuestros días. En gran parte, esta fama del buque pudo traerla un relato publicado en 1884 en el Cornhill Magazine, en el que el Mary Celeste se convierte en escenario de una historia delirante de suicidio de un capitán desesperado por la desaparición de su familia, firmado por un tal J. Habakuk Jephson, seudónimo tras el que se esconde la identidad de sir Arthur Conan Doyle, el padre de Sherlock Holmes, en una pieza literaria que entendemos de muy dudoso gusto e inspiración.

Grabado dramatizado del estado de la mar y las velas en que se halló el Mary Celeste; en realidad, para poder llevar a cabo el abordaje las condiciones debían ser más benignas.

Las dudas que genera el nombre del bergantín, planteando si realmente se llamaba Mary Sellars en el registro, nos han llevado a una pequeña investigación en el magnífico libro de Cutler Queens of the Western Ocean, (prologado por el mismo almirante Chester W. Nimitz) donde se detalla al completo la flota velera estadounidense a mediados del siglo XIX. Lo primero que se debe decir es que había decenas de barcos con características similares al Mary Celeste; encontramos al menos trece con el nombre de «Mary», de mayor a menor: Mary Ogden, Mary Washington, Mary Matilda, Mary Lucretia, Mary D. Lane, Mary Hamilton, Mary Stedman, Mary Emma, Mary Varney, Mary Silsby, Mary Jane Lonan, Mary A. Howland y Mary Archer, todos veleros, bergantines o schooners (‘goletas’) de entre 84 y 934 toneladas de desplazamiento, construidos entre 1838 y 1858. Los que más se aproximan al «retrato» del Mary Celeste son el schoonerMary D. Lane, de 398 toneladas, construido en 1853 en East Haddam, y el bergantín Mary Hamilton, del mismo año y 292 toneladas, perteneciente a la Established Line y cuyos capitanes fueron los señores A. B. Walker y S. S. Jordan. Pero del Mary Celeste o el Mary Sellars ni rastro; es aquí, y en este punto del primer capítulo, donde se verifica una tesis que veremos confirmada en este trabajo, como es que los más extraños sucesos se producen casi siempre en contingentes muy numerosos y vulgares.

De hecho, la historia del Mary Celeste no era nada nuevo ni original. Antes de su aparición sin nadie a bordo, se había encontrado del mismo modo, en 1849, el pesquero holandés Hermania, con evidencias de colisión y el bote aún en los pescantes. El 26 de febrero de 1855, el velero James B. Chester, de tres palos, fue encontrado por el Marathon con las sillas revueltas y los botes en su sitio, pero sin nadie a bordo. Y, tras el incidente del Mary Celeste, apareció en 1884 el bergantín Resolven en casi idénticas circunstancias. Resulta curioso que los textos sobre misterios no hayan profundizado en estos casos, cada uno de los cuales habría necesitado, reivindicándoles, a su Arthur Conan Doyle particular.

Por lo que respecta al resto de la vida del Mary Celeste con nuevas tripulaciones, se prolongó durante doce años. Finalmente, en 1884, un capitán desaprensivo, Gilman C. Parker, de Massachusetts (es decir, paisano de Briggs), lo estrelló en un arrecife de coral en Haití para tratar de cobrar el seguro. Descubierto el pastel y la culpabilidad de Gilman, este se libró no obstante por tecnicismos legales, quedando su mala acción en el olvido. Pero el que fuera su desgraciado buque, el Mary Celeste, aunque dejara su aparadura contra los crueles filos del coral caribeño, ha trascendido a la inmortalidad como el buque fantasma sin tripulación por antonomasia, en uno de los más extraños e intrigantes sucesos navales de todos los tiempos.

Capítulo 2

Un accidente inexplicable

Inverosímil abordaje de los acorazados Victoria y Camperdown frente al Trípoli sirio (1893)

BUSCANDO JUSTIFICAR LO INJUSTIFICABLE

A comienzos de la última década del siglo XIX tuvo lugar, en lo que hoy son aguas libanesas, un siniestro naval que incluso a los cronistas contemporáneos les cuesta explicar: el buque insignia de la todopoderosa Mediterranean Fleet británica, el acorazado Victoria de reducto central (bautizado en honor de la soberana imperial), fue abordado por otro acorazado –más modesto– de la misma flota durante una evolución maniobrera para tomar un fondeadero. A resultas de la embestida, el buque insignia, con una enorme brecha de 3,5 metros bajo la línea de flotación, se fue a pique con 23 oficiales y 336 suboficiales y marineros a bordo, mientras que el involuntario autor del abordaje, el Camperdown, resultó con tan graves averías en roda y tajamar que estuvo también a punto de hundirse. ¿Tan difíciles de manejar eran estos tremendos buques blindados repletos de cañones a los que propulsaban modernas máquinas de vapor alternativas? ¿Qué había podido pasar para que dos barcos de guerra modernísimos (el Victoria apenas tenía seis años y poco menos de diez el Camperdown) tripulados por las mejores tripulaciones del imperio británico y mandados por los comandantes y almirantes más expertos hubieran podido, a pleno día, materializar semejante barrabasada?

El acorazado Victoria en una foto de la época que muestra el imponente aspecto de estos gigantescos vapores de transición.

La respuesta no fue, ni mucho menos, inmediata, puesto que varios de los mandos –entre ellos el superior, el vicealmirante en jefe de la Mediterranean Fleet sir George Tryon– desaparecieron en el accidente, y hubo que esperar a que el averiado Camperdown llegara a Malta para que su vicealmirante de bandera, comandante y subordinados redactaran la obligada declaración tras haber reflexionado muy seriamente sobre lo que había sucedido y las consecuencias que pudiera tener la evidencia de los hechos y lo que declararan por escrito, examinado con lupa por toda una comisión de sesudos expertos y recalcitrantes leguleyos. Era inevitable, habiéndose perdido un valiosísimo buque casi nuevo y muerto más de tres centenares de personas. La Royal Navy precisaba una explicación: una de sus mejores divisiones, con la que se pretendía la hegemonía territorial sobre el Mediterráneo paseando bandera y fulgor del imperio en tiempo de paz, acababa de protagonizar el más espantoso de los ridículos demostrando que no necesitaba enemigos para sufrir graves pérdidas. Todo ello a ojos de sultanes, jedives, señores de la guerra, jeques, prebostes, pachás y simples bandidos palestinos que, lejos de hallar en la Royal Navy al «Hermano Mayor» dominando «sus» mares, contemplarían ahora a los buques ingleses con la disimulada sorna de ver qué nuevo numerito de circo estarían preparando.

Son los gajes del oficio cuando se intenta practicar una política intimidatoria de ostentación de la fuerza: es preciso tener mucho cuidado con el espectáculo que se ofrece, pues, de forma imprevisible, puede acabar mostrando todo lo contrario de lo que se pretende. Por supuesto, alguien tuvo que pagar el desaguisado, y el más a mano, en estos casos, suele ser el muerto. Sobre todo cuando, como en el presente, el propio vicealmirante Tryon, una vez consumado el abordaje, había confesado –según testigos cuya veracidad nadie cuestionó– que it´s all my fault, es decir, «todo es culpa mía», facilitando así, con gallardía, los trámites legales. Lo cierto es que sir George, reconocido como uno de los mejores almirantes de su tiempo, con impresionante historial y valorado tanto por el almirantazgo como por sus compañeros, nunca había sido persona fácil; tenía fama de autoritario, intolerante e imprevisible, cualidades todas que no son de extrañar en un almirante victoriano al que se exigía reflejar en su talante las cualidades del soberbio imperio británico de ultramar.

Sir George lo hacía en forma inmejorable, con su perfil totémico inmutable y el cigarro en la boca, gritando brusquedades a sus subordinados por las que era muy famoso; como diría un reportero, cada día daba un titular para rumores de la tripulación. En lo referente a los fastos, el año anterior al accidente y en compañía de sus capitanes y estado mayor había sido recibido por el Sultán del Imperio Otomano, causándole (suponemos) una gran impresión. Entre sus mejores virtudes, muy apreciadas en la Royal Navy desde tiempos de Nelson –aunque no siempre compartidas– estaba su carácter innovador y heterodoxo, que trataba siempre de inculcar a su gente. Esta actitud le llevaba a pretender que los demás «interpretaran» sus intenciones sin comunicárselas previamente, pretensión valiosa (de llegar a alcanzarse) en tiempos en que las comunicaciones aún se hacían por banderas, semáforos y altavoces, es decir, estaban en pañales. Proceder temerario, no obstante, en otros casos: sin ir más lejos, las situaciones domésticas, pues precisamente no averiguar a tiempo los anhelos del cónyuge es una de las principales causas de divorcio.

Así pues, con este personaje desaparecido presto a cargar con el mochuelo, los subordinados –que, no lo olvidemos, le abordaron y echaron a pique– consiguieron aliviarse toda responsabilidad por el conocido eximente de obediencia debida, que parecía cuadrar a este caso como anillo al dedo; aún más –según se rumoreó después– a una institución como la Navy británica, para la que las decisiones asamblearias y las vivaces iniciativas unilaterales podían ser tan indigestas como un ataque por sorpresa de la aviación japonesa a la principal base naval. El muerto, evidentemente, al hoyo, el Victoria a su acogedora tumba mediterránea –donde ya lo estarán tanteando los inevitables buceadores israelitas para sus prácticas– y el vivo, al bollo, que, para la Mediterranean Fleet decimonónica significó el pronto relevo de todos estos acorazados «pre-Dreadnoughts» con el cambio de siglo, puesto que, al fin y al cabo (como sabemos ahora) no eran más que productos desequilibrados de una época en que la ingeniería naval no tenía las ideas claras en cuestiones fundamentales, como la máquina de vapor adecuada para el servicio naval, cuánto había que proteger y blindar los buques de guerra y, sobre todo, dónde diablos poner, a bordo de un barco, los formidables cañones que la industria siderúrgica estaba produciendo a la sazón.

De esta forma, al menos, los cronistas pudieron solventar la difícil cuestión de lo sucedido explicándolo someramente. Lo cierto es que no es tan fácil y, como se habrá sospechado, si se desea ahondar en la explicación, es preciso repasar la génesis, desarrollo y manejo de los acorazados de entonces, que, no lo olvidemos, como los ejecutantes de un baile o los jugadores de un equipo, fueron responsables finales del desaguisado, aunque que resulte más cómodo, como siempre, echar la culpa al entrenador.

ARMADOS Y PELIGROSOS

A mediados del siglo XIX la cuestión del acorazado no era tema baladí; la definición del nuevo rey de los mares, sustituto del clásico navío velero de línea con costados horadados por decenas de troneras para disparar los cañones, ocupaba a los estados mayores de las armadas más poderosas del mundo. En marzo de 1862, las primeras respuestas habían llegado del otro lado del Atlántico, donde la guerra de Secesión estadounidense dio lugar al célebre combate de Hampton Roads, un fondeadero en la desembocadura del río James. Los nordistas habían bloqueado este río con cinco fragatas clásicas de madera –San Lorenzo, Roanoke, Congress, Cumberland y Minnesota– esperando rendir por hambre la capital sudista, Richmond, hacia la que avanzaba el temible ejército del general McClelland. Pero los confederados capturaron una sexta fragata en astilleros, la Merrimac, a la que, cortando el casco casi a la altura de la flotación, los habilidosos señores Brooke y Porter dotaron de un motor de vapor, superponiendo luego un infame casetón de raíles de ferrocarril (la única fundición que se hacía en el sur) en el que albergaron doce cañones capturados en la toma de Norfolk. El apaño resultante era un prodigio de ingenio casero, nada vistoso; aunque, de hecho, representara la materialización del primer acorazado del mundo capaz de entrar en combate.

Los yanquis, bien informados de lo que se cocía en las salas de «bricolaje» enemigas, encargaron a un excéntrico y talentoso ingeniero de procedencia sueca, Ericsson, el antídoto contra el «monstruo» sudista, el Monitor, materializado en menos de cien días embutiéndole nada menos que cuarenta inventos. El aspecto de este «embutido», no obstante, dejaba que desear; se trataba de una especie de plancheta flotante movida a vapor con una torre de cañones giratoria encima, que hoy nos parece tan simple como el mecanismo de un botijo, pero que entonces era una sensación innovadora tan impactante como las tabletas contemporáneas. En la mañana del 8 de marzo, la Merrimac, rebautizada Virginia, descendió por el río y, sorprendiendo a las fragatas yanquis del bloqueo, hundió a espolonazos la Cumberland, obligando a embarrancar a la Congress. Destruir ambas fragatas y verificar los caballerosos procedimientos de la época llevó su tiempo y se hizo de noche; cuando, al día siguiente, regresaba la Virginia a concluir el trabajo, resultó que le estaba esperando el Monitor, con el que, después de cañonearse durante tres horas inútilmente –las balas rebotaban en el blindaje de ambos barcos– hubo que declarar combate nulo. La Virginia, río arriba, acabó siendo destruida para evitar la captura, y el Monitor, cuando quiso afrontar la mar, se fue a pique como una piedra frente al cabo Hatteras con dieciséis hombres y todos sus inventos dentro para solaz del dios Neptuno; al menos, había evitado la destrucción de las otras tres fragatas nordistas.

Como resultado de este combate, los almirantazgos razonaron que no se podía construir ni un barco más sin blindar; los franceses dieron el primer paso con la Gloire, fragata de vapor que, blindada con planchas de hierro de once centímetros y almohadillado de teca, llevaba treinta y ocho cañones y era capaz de alcanzar los catorce nudos, dejando anticuado todo lo anterior, puesto que un navío clásico no podía dañar a la Gloire y esta, sin embargo, era capaz de destruir a su oponente a cañonazos o al espolón, como había demostrado la Virginia en Hampton Roads. Los mosqueados ingleses respondieron con un armatoste mucho mayor, el Warrior; el propio George Tryon, en su largo historial, participó de la génesis y materialización de los grandes buques acorazados, pues le nombraron segundo comandante de quilla del invento. Se trataba de un vapor enorme (116 metros de eslora) y estilizado, de más de nueve mil toneladas, al que propulsaban dos máquinas de vapor horizontales de sistema Penn, las cuales, dando mil doscientos cincuenta caballos cada una, permitían también rozar los catorce nudos a pesar de todo el complejo aparejo velero, al que no se había renunciado. Se le armó con treinta y seis cañones de diferentes calibres.

Almirante de la Escuadra Británica del Mediterráneo George Tryon, que pereció en el naufragio del Victoria. Autoritario, heterodoxo y complejo, en su acto final reconoció galantemente su error.

El Warrior –que, restaurado, existe aún en los muelles de Portsmouth– era en realidad experimental, pues, de forma similar al Monitor, incorporaba no pocos inventos, como la hélice izable (para navegar cómodamente a vela), el cañón giratorio de popa, los ascensores de municiones y un largo etcétera; blindado de forma similar al Gloire con planchas de hierro y teca, empezó a mostrar graves defectos de los acorazados, como su compleja maniobra, la dependencia del suministro de carbón y, especialmente –de lo que el joven Tryon debió tomar muy buena nota– la aterradora falta de capacidad evolutiva. Los propios británicos reconocen que los cuatro timoneles –según condiciones de viento y mar– podían transformarse en ocho e incluso dieciséis actuando sobre las gigantescas ruedas del timón. En otras palabras, si el Warrior prefería seguir recto, era mejor para el comandante no contradecirle. Evolucionando con sus semejantes, resultó un verdadero peligro, abordando en 1868 a su matalote de proa, el Royal Oak, que le arrebató el mascarón, quedando como trofeo en poder de los marineros de este; terrible prueba para la honrilla de la dotación del Warrior. Pero, al fin y al cabo, era sólo una pérdida intangible, un adorno; se tendría que perder, como sabemos, mucho más intentando que los acorazados ingleses maniobraran a salvo de sus congéneres.

En cualquier caso, y para gigantismo naval, en aquella época la iniciativa privada, de la mano de la Revolución Industrial –con todas sus glorias y miserias–, estaba dejando pequeñas a las armadas de guerra; no hay más que ver el vapor mixto (ruedas de paletas y hélice) Great Eastner, contemporáneo del Warrior,