Cazatesoros y expolios de buques sumergidos - Víctor San Juan - E-Book

Cazatesoros y expolios de buques sumergidos E-Book

Víctor San Juan

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Crónica de los más espectaculares expolios de buques naufragados. La ambición por el oro sumergido: crónica de los célebres saqueos y expolios de tesoros submarinos y las peripecias de los cazatesoros más famosos de finales del siglo XX e inicios del XXI, con sus glorias y miserias. Los casos más espectaculares de ambición por el oro sumergido comparados con los principales modelos de recuperación arqueológica y protección del patrimonio. Cazatesoros y expolios de buques sumergidos presenta 17 casos mediáticos e importantes de hallazgos de tesoros en buques sumergidos. Este nuevo título de Víctor San Juan explica la historia de los cazatesoros, un tema de candente actualidad, desde la mitad del siglo XX hasta nuestros días. Un ensayo con el que el lector conocerá la historia de pioneros como Kip Wagner o Mel Fisher, así como arqueólogos profesionales como Carlos León o Robert Ballard que dedicaron su vida al servicio de la búsqueda de estos buques naufragados. Deléitese con esta visión rigurosa e histórica fruto de años de investigación y contraste de fuentes especializadas. Cazatesoros y expolios de buques sumergidos presenta este tema desde una cuadrúple perspectiva: la historia del barco, la investigación de los cazatesoros, la búsqueda del tesoro en cuestión así como el aspecto legal de cada caso.

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Cazatesoros y expolios de buques sumergidos

Cazatesoros y expolios de buques sumergidos

VÍCTORSANJUAN

Colección:Historia Incógnita

www.historiaincognita.com

Título:Cazatesoros y expolios de buques sumergidos

Autor: © Víctor San Juan

Copyright de la presente edición: © 2020 Ediciones Nowtilus, S. L.

Camino de los vinateros, 40, local 90, 28030 Madrid

www.nowtilus.com

Elaboración de textos:Santos Rodríguez

Diseño y realización de cubierta:Universo Cultura y Ocio

Imagen de portada: Composición realizada con:

Imagen superior: El «Republic» bajo las aguas

Imagen inferior: Vassilis Mentogiannis/Eforato helénico de antigüedades submarinas

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjasea CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com;91 702 19 70 / 93 272 04 47).

ISBN edición digital:978-84-1305-079-9

Fecha de edición: enero 2020

Depósito legal: M-37776-2019

Índice
Prólogo
Introducción. Escafandras y leyes
Una espantosa tragedia de arranque
Hurgando en los restos
La escafandra autónoma
Las leyes del mar
Capítulo 1. Girona (1588): no tengo más que darte
En precario, lejos de casa
Un naufragio estremecedor
La forja de un cazatesoros
Capítulo 2. San Diego (1600): historia de un valiente
La batalla de la Fortuna
Memoria de un canalla
En busca del tesoro
Capítulo 3. Atocha (1622): víctimas de un naufragio
Una flota descarriada
La férrea organización
El tesoro escurridizo
Destrozando el patrimonio
Capítulo 4. Concepción (1641): muchas aves de rapiña
La decadencia de un imperio
Una penosa peripecia
Se inicia el saqueo
Un cazatesoros de raza
Capítulo 5. Maravillas (1656): tesoro en la bajamar
Naufragio en las Bahamas
El primer naufragio
Marine, escritor y cazatesoros
Capítulo 6. Los galeones de Vigo (1702)
El fin de una dinastía
La batalla de Rande
El reparto del tesoro
¿Confusión o engaño?
Capítulo 7. San José (1706): hallazgo inesperado
Constructor de galeones
La acción de Wager
Tesoro inalcanzable
Capítulo 8. Naufragio múltiple en Florida (1715)
La carrera borbónica
Multitudinario rescate
Corporación reales de a ocho
Capítulo 9. Guadalupe (1724): Tragedia en la flota del azogue
Desastres continuos
Caminata infernal
Un tesoro arqueológico
Capítulo 10. Preciado (1752): El oro del Río de la Plata
Pampero inesperado
El galeón fantasma
Y la historia continúa
Capítulo 11 . Juno (1802): Expolio frustrado
Real tránsito de caudales
El calvario de una fragata
Inmunidad soberana
Capítulo 12. Mercedes (1804): conflicto por un tesoro
Cuatro fragatas y un destino
El tesoro que cayó en una trampa
Engaño para despistar a tres Gobiernos
Expolio consumado y veredicto final
Capítulo 13. Central América (1857): el oro de California
Un vapor en lugar de un galeón
Avería sin remedio
Tres cazatesoros en disputa
El banco de california
Capítulo 14. Douro (1882): expolio en Finisterre
Intersección de tráfico
Un desgraciado accidente
El tesoro de Brasil
Capítulo 15. Egypt (1935): un tesoro en pleno océano
Peligro en la niebla
Alternativa letal
El trabajado y rentable botín
Capítulo 16. HMS Edinburgh: un pago extraviado
Operación pescado
La guerra en el Ártico
Un oro muy frío
Capítulo 17. Awa Maru (1945): infamia, hecatombe y saqueo
Esos extraños barcos japoneses
El buque del infierno
Inventarios para cazatesoros
Bibliografía
Enciclopedias
Cartas y mapas

Prólogo

Con los cazatesoros siempre existe una gran injusticia: un señor descubre un naufragio, profana la tumba de cientos de personas, se salta la ley a la torera y se hace rico con el tesoro. Entonces, cuando tras largos esfuerzos y riesgos disfruta al fin de una privilegiada posición económica, cuenta con medios para cambiar o tergiversar la verdad, que le permiten blanquear su figura a capricho, escribir un libro y convertirse en la envidia de todos al aparecer en reportajes y revistas autocondecorado con joyas y alhajas pertenecientes a otros que no pudieron legarlas a sus deudos.

Desde siempre, los saqueadores, raqueros y aves de rapiña de la mar han tenido muy mala reputación. Con los cazatesoros —que si no son locos o soñadores suelen presentarse como grandes bribones y embaucadores— se ha mentido mucho y deformado la realidad hasta límites inconcebibles, abusando de mucha gente y engañando a otros. Seguramente, porque siempre que se trata del tema se pone el foco directamente en el cazatesoros, héroe y ejemplo legendario del enriquecimiento exprés, que distorsiona o relega todo el entorno; incluido el importantísimo contexto histórico del que procede el botín y, especialmente, la memoria de los que con él entregaron su vida.

Pieza de cerámica hallada en un naufragio. Con el tiempo hemos aprendido que lo más importante de los naufragios a los que tenemos acceso no son los objetos que contienen, ya sean de valor histórico-artístico (objetos antiguos) o material (metales preciosos), sino el valor intrínseco del yacimiento y toda la información que puede aportar su correcto procesamiento y exploración por arqueólogos submarinos con criterios profesionales.

Hace años tenía el propósito de intentar poner cada cosa en su sitio; que cada palo aguante su vela y el lector pueda juzgar por sí mismo. En este trabajo se concede toda la importancia al buque histórico naufragado y quienes navegaron en él, mientras que el cazatesoros de turno aparece en su verdadero lugar, como simple apéndice terminal del tren eliminador de los restos del naufragio que llega varios siglos después. La mayor parte de estos últimos ni siquiera son interesantes desde el punto de vista humano, lo mismo que una hiena no es mejor que un buitre, especies carroñeras al fin y al cabo, aunque desde luego haya algunos mejores y más dignos de respeto que otros, quien fue capaz y quien no de reciclarse hacia la protección cultural y la ecología, o aquellos que no fueron hipócritas al intentar aparecer ante la opinión pública como superhombres.

Por fortuna, en nuestros días el cazador de tesoros está siendo relevado por el arqueólogo submarino, interesado no en los objetos sino en recolectar la información completa, científica e histórica que cada yacimiento puede proporcionar. No obstante, la oscura sombra del cazatesoros todavía se proyecta sobre el patrimonio sumergido, encarnada no ya en personas, sino en empresas polifacéticas que tratan directamente con los países y Gobiernos implicados para dejar a un lado la ley y apoderarse del tesoro por encima de la defensa del Patrimonio arqueológico. Es un tira y afloja largo, que algunos han sufrido en propia piel y constituye el gran desafío a enfrentar para próximas generaciones, aprender a separar la paja del grano para dejar al margen al pirata disfrazado para apoyar, favorecer y alentar solamente a los hombres de ciencia. Difícil pero no imposible reto.

El autor

Introducción

Escafandras y leyes

UNA ESPANTOSA TRAGEDIA DE ARRANQUE

Esta historia empieza en Spithead, fondeadero habitual de la Royal Navy británica, inmediato a la base naval de Portsmouth, un poco aguas afuera de punta Gilkicker, a levante de la isla de Wight y el estrecho de Solent, en aguas meridionales de Inglaterra. Transcurría el verano de 1782, mientras en el lejano mar Caribe se desarrollaba la guerra de las Trece Colonias o Independencia estadounidense. Se encontraba allí anclado un majestuoso navío de línea de 100 cañones de la talla del Victory, insignia de Nelson en Trafalgar, se trataba del Royal George, construido a mediados de siglo en Woolwich (Támesis) y que enarbolaba la enseña del contralmirante Kempenfeld, presente a bordo. Ello no era óbice, sin embargo, para que se desarrollara una insólita y bullanguera actividad. Hallándose el navío de 2080 toneladas en período de descanso y obras, se había permitido subir a bordo a casi 1300 personas, algunas esposas y niños de los marinos, pero también numerosas prostitutas que ejercían libremente en sollados y entrepuentes.

Abarloada al costado del enorme casco del Royal George, la corbeta Lark le pasaba pólvora, municiones, víveres, aguada y pertrechos, lo cual permitió que el relleno estuviese casi terminado por un valor total de cien mil libras esterlinas. Al mismo tiempo los contramaestres principales, hartos de achicar la sentina de una vía de agua que nunca se conseguía localizar, habían pasado de banda la artillería de ambas cubiertas de batería, escorando el coloso hasta dejar en seco una parte de la aparadura para que trabajaran los buzos. La gigantesca arboladura se inclinó peligrosamente, por lo que las cofas altas se transformaron en peligrosos toboganes. No obstante, el buque detuvo su inclinación con las catorce portas a poca distancia de la lumbre de la mar y, haciendo alarde de destreza y confianza, los contramaestres y sus ayudantes dejaron las mismas abiertas, seguros de que el navío, alcanzada su estabilidad máxima, ya no podría escorar más.

Cargar un buque, repararlo y dejar vía libre a las visitas al mismo tiempo, nunca ha sido buena práctica; pero al contralmirante, comandante del buque y los afanosos contramaestres les pareció que nada malo podría suceder allí, en casa, en las mismas puertas de Gosport. El Royal George era un viejo y fiable veterano, old reliable como dicen los británicos, que se alistaba para salir una vez más a la mar. Su primer nombre fue Royal Anne, aunque se le cambió posteriormente por el del regente. Sus mejores días habían llegado durante la guerra de los Siete Años en la alucinante batalla de Quiberon (1759), donde había llevado la insignia del almirante Lord Hawke, encabezando el demoledor ataque de 23 navíos británicos sobre los 21 franceses de la Flota del Atlántico, que fue desmantelada por completo. Vomitando fuego como un dragón, el Royal George se arrojó sobre el Soleil Royal del conde de Conflans y otros ocho navíos, averiando dicho buque; además, atacó al Superbe de 70 cañones. En hora y media de combate, el francés Formidable de 80 cañones se rindió al Resolution, mientras el Thesée y el Superbe embarrancaban en Cardinal Rocks para no irse a pique. Conflans arrió bandera mientras dos buques británicos llamados Resolution y Essex, embarrancaban perdiéndose como los franceses. Cuando bajó la marea, Hawke mandó lanchas para destruir los Soleil Royal, Inflexible, Juste y Heros, varados en la desembocadura del Vilaine y el Loira. Al final, Francia salvó catorce navíos y perdía siete, con casi 2500 bajas.

Grabado del poderoso navío Royal George, veterano guerrero de la Armada británica cuya espantosa tragedia en aguas de poco fondo sirvió para estimular a los primeros buzos que, entrando en sus restos, marcaron sin querer el camino como primeros cazatesoros.

En 1778, al inicio de la rebelión en Estados Unidos, el Royal George llegó a izar el estandarte del almirante Rodney, incansable en la defensa de los convoyes que cruzaban el Atlántico con ejércitos completos para reprimir la sublevación. Pero franceses y españoles ganaron por completo la guerra logística, apresando varios de estos convoyes; aunque la Royal Navy logró abastecer tres veces consecutivas la asediada posición de Gibraltar y sorprender la vigilancia española (batalla de la Luz de Luna, 1781). La escuadra francesa del almirante De Grasse había burlado por completo a Graves y Hood en la bahía de Chesapeake, puesto que abasteció a los rebeldes en el vado de Yorktown, donde los casacas rojas de Cornwallis, acorralados, tuvieron que acabar rindiéndose ante el general Washington. Tras esta decisiva victoria —que abría camino a la Independencia estadounidense alumbrando los Estados Unidos de América—, fue suficiente el mes de abril para que el almirante Rodney llevase a cabo la revancha ante De Grasse en Las Santas, a sotavento de las Pequeñas Antillas; donde penetró con sus 36 navíos la formación de 33 navíos galos para hundir o capturar siete de ellos. Con ayuda de los españoles, Francia se preparaba ahora para reemprender la conquista de la isla de Jamaica en 1783, sin haber llegado aún el Tratado de Versalles que puso fin a las hostilidades.

El Royal George debía, por lo tanto, reparar y refrescar la dotación para que, repuestos los víveres, salir inmediatamente al combate, pero los dioses tenían otros planes para él. Una de esas ráfagas de viento repentinas que de vez en cuando sorprenden a los veleros, tomó al gran navío de primera clase por el costado. Los efectos de este tipo de meteoros inesperados pueden variar, desde echar a pique un buque con todo el trapo desplegado (como ha sucedido innumerables veces, como por ejemplo al Windjammer Pamir, el pailebote Marques o la goleta Pride of Baltimore), hasta arrear un latigazo tremendo al barco afectado, que puede ver toda su librería cambiar de banda espectacularmente o —como le sucedió al autor— que el emisor de radio salga disparado de su anclaje dejándonos incomunicados. El caso del Royal George, dada su peligrosa y crítica postura, se saldó con la peor de las tragedias; ya que al hacer presa el viento en la alta arboladura, obligó al navío a escorar tanto que el agua comenzó a entrar a raudales por las portas imprudentemente abiertas de la batería baja. Lleno de gente, el gigantesco casco comenzó a dar de banda y zozobrar inevitablemente, arrastró la corbeta Lark echándola también a pique y, entre escenas de pánico horrendas, volcó y se hundió en 23 metros de fondo, lo cual provocó que los masteleros sobresalieran por encima del agua; solo se pudo rescatar a tres centenares de personas. Algunos testigos aseguraron haber visto a Kempenfelt agarrado a un gallinero; pero de este contralmirante inglés no volvió a saberse nunca más.

HURGANDO EN LOS RESTOS

Una vez consumada la espantosa tragedia (en la que fallecieron más de un millar de personas), el Royal George, cargado de valiosos pertrechos, permaneció allí durante las guerras napoleónicas; mientras sus compañeros fraguaban su leyenda con magníficas victorias como Camperdown, San Vicente, Aboukir, Copenhague o Trafalgar. Por fin, en la década de 1820, Charles Anthony Deane, que fue financiado por su hermano John, creó una pequeña empresa pionera para trabajos subacuáticos. Lo primero que hizo fue inventar un curioso traje de buzo, creado inicialmente para proteger a los bomberos del humo de los incendios, que constaba de un casco de cobre protector y un traje modificado compuesto de placa pectoral y jubón de tela sobre pantalones impermeables, a los que se insuflaba aire con fuelles para compensar la presión del agua; invento al que se conoce como escafandra abierta. El elemental ingenio tenía un grave inconveniente, si se perdía la verticalidad por cualquier motivo, la sobrepresión del casco produciría entrada de agua, lo que causaría el ahogo del buceador. A pesar de ello, en julio de 1829 los Deane trabajaron con su traje abierto en los restos del indiamen Carn Brea Castle, que había naufragado junto a la isla de Wight, donde se logró recuperar el cargamento.

Acto seguido, los Deane perfeccionaron el traje con la ayuda de un relojero y armero alemán emigrado a Londres, Augustus Siebe, que con el tiempo y asociado con Gorman, se llevaría toda la fama del traje de inmersión o escafandra de presión, el buzo clásico de toda la vida al que las estampas decimonónicas representaban con su redondo casco de cobre y zapatones de plomo, librando una lucha a muerte contra un gigantesco calamar; pero que, en la realidad, donde tenían el peligro era en las presiones del traje cerrado a gran profundidad, que comprimía el nitrógeno en los tejidos para luego —al ascender a menos presión— transformarse en peligrosas burbujas que podían matar al buzo si no se diluían lentamente en las famosas etapas de descompresión.

Con el traje de Siebe, los Deane recibieron el encargo en 1836, de recuperar parte de los pertrechos del Royal George que, dada su ubicación (en las puertas de una de las bases navales más poderosas del mundo), terminaría convirtiéndose en un auténtico centro de prácticas y experimentación para los nuevos trajes de buzo. Precisamente fue durante estas prácticas cuando los buzos descubrieron los restos del galeón isabelino Mary Rose, carraca o hulk nórdico de 24 cañones y unas seiscientas toneladas que en 1536 había sufrido una gran reforma, al montarle cañones de bronce y hierro que le convirtieron en potente buque de guerra. Se había hundido en 1545 en el canal de Solent tras una batalla, no lejos de donde se hallaba el Royal George, y se recuperaron varias de sus peculiares piezas de artillería. Sus restos se terminaron de extraer en la segunda mitad del siglo XX y se exponen actualmente en una nave de Portsmouth.

Entretanto, con ayuda del torno mecánico inventado por Maudslay y los tornillos de sir Joseph Whitworth (cuyas roscas quedaron estandarizadas en 1841), el traje de presión fue mejorando tanto en su estanqueidad como en su eficacia, y se empleó sobre el Royal George, del que incluso se tuvo proyecto para sacarlo a flote. Descartado este último por ser un peligro para la navegación, en 1848 el coronel Pasley ordenó volar los restos del hundido navío de Kempenfelt, tras extraer todo el material útil. Así terminó la historia del Royal George, iniciándose la del traje de buceo clásico Siebe-Gorman, que fue adoptado inmediatamente como equipo estándar para la Armada británica. Constaba de un casco esférico de bronce con escotillas estancas acristaladas, pectoral sobre pecho y espalda con pesos de 18 kilos, traje de tela engomada y botas de plomo. Gracias a él, el buceador ancestral que bajaba a los pecios a pulmón conteniendo la respiración, quedaba superado al poderse emplear en trabajos sumergidos un equipo seguro y normalizado.

El traje de buzo clásico o Siebe-Gorman nació como evolución de primitivos ingenios para descender a buques naufragados como el Royal George a recuperar todos los enseres y pertrechos valiosos; posteriormente encontró aplicación también en buques a flote y otros muchos fines, convirtiéndose en equipo clásico de todas las flotas hasta nuestros días.

Entre otros muchos, los trajes Siebe-Gorman fueron empleados para el rescate llevado a cabo en el fondo del puerto de Tarento, donde se encontraba el acorazado Leonardo da Vinci, hundido por sabotaje austriaco en agosto de 1916; esta experiencia de los pioneros italianos Ferrante y Granelli permitiría luego a los empresarios subacuáticos Robertson, Cox, Danks y McCrone recuperar del fondo de la rada de Scapa Flow, en las islas Orcadas (Orkney), veintiséis destructores, cuatro cruceros ligeros, quince acorazados y cruceros alemanes pertenecientes a la Flota del Káiser que se habían autohundido allí el 21 de junio de 1919, para evitar ser repartidos entre los victoriosos aliados. Cox y sus buceadores con trajes Siebe-Gorman se demostraron especialmente ingeniosos en el rescate de los destructores, que sacaban a flote embragándolos en marea baja a un dique-pontón que se abría por la mitad. Cuando subía la marea, el casco del buque hundido iba ascendiendo hasta situarse a nivel del dique, entonces este se cerraba y ya se podía llevar el destructor a desguace. El sistema se demostró tan eficaz que Cox llegó a sacar uno en solo cuatro días. También tuvo su minuto de gloria como cazatesoros, descubierta una caja fuerte en un destructor la abrieron en medio de gran expectación, para encontrarse dentro un orinal. No podía decirse que los derrotados marinos alemanes no tuvieran buen humor.

Sin embargo, después de los destructores, llegó el turno de los cruceros de batalla. El Hindenburg, hundido en poco fondo, fue parcheado para que se pudiera extraer insuflándole aire comprimido, pero el sistema fracasó varias veces seguidas y el casco de 30 000 toneladas volvió a hundirse. Tras el fiasco y los costes correspondientes, Granelli asesoró a Cox indicándole que empleara torres hiperbáricas incrustadas en el volcado casco del crucero Moltke, para que los buzos pudieran despejar su interior, y llenarlo por último de aire comprimido. El sistema era largo y muy costoso; pero al fin, el 10 de junio de 1927, Cox logró sacar a flote el crucero de batalla alemán para que fuera llevado a remolque —volcado— al dique de desguace. El Seydlitz tan solo exigió un año de trabajo, y se llevó a la chatarra en 1928. El obcecado Hindenburg fue el siguiente de la lista, al marchar al desguace en 1930. Este año también se extrajo el Von der Tann y el primer acorazado dreadnought, Prinzregent Luitpold, que no vino a la superficie hasta 1931. Al año siguiente la empresa Metal Industries de Robert McCrone tomó el relevo de Cox y Danks en Scapa Flow, y sacó otros cinco acorazados además del crucero de batalla Derfflinger de 1934 a 1939. Los trabajos continuarían durante la Segunda Guerra Mundial hasta alcanzar las cifras mencionadas de extracciones y aún quedan en el fondo de Scapa cinco acorazados, tres alemanes y los británicos Vanguard y Royal Oak, monumentos de guerra y sepultura de sus dotaciones, protegidos por el Acta de Preservación del Patrimonio Sumergido.

LA ESCAFANDRA AUTÓNOMA

Mientras los buzos clásicos se reivindicaban con impresionantes y difíciles empresas como estas, el progreso estaba en marcha al otro lado del canal de La Mancha. En la novela Veinte Mil Leguas de Viaje Submarino, su autor Julio Verne, ya había puesto sobre el papel la escafandra autónoma, considerada un genial invento del ingeniero de minas francés Rouquayrol y el teniente Denayrouze en 1865, puesto que lograron solucionar los dos grandes problemas del traje de buceo clásico, la dependencia de la superficie y la presión en las profundidades, una atmósfera cada diez metros de profundidad capaz de aplastar la caja torácica de cualquier buceador.

Con la escafandra autónoma, el buzo lleva su propio aire en un depósito esférico comprimido a treinta atmósferas, aspirándolo a través del regulador, el cual consta de una cámara plana que contiene una membrana de caucho accionada por una válvula cónica como la del neumático de una bicicleta, además de estar dotada de una válvula de pico de pato en sentido contrario. Cuando el buceador aspira, la depresión creada en el regulador actúa sobre la válvula que acciona la membrana mojada, suministrándole aire exactamente a la presión del agua exterior, de forma que los pulmones no pueden ser aplastados; cuando expira, la membrana cierra la válvula y el aire se expulsa al mar a través de la de pico de pato.

La independencia y funcionalidad de este nuevo equipo hizo que el buzo clásico quedara pronto anticuado. Tenía, además, impresionantes posibilidades de desarrollo. En 1926 el comandante Yves le Prieur construyó una botella de aire comprimido que se llevaba sobre la espalda, y se regulaba con accionamiento manual; su equipo se completaba con las primeras gafas de buzo (por todos conocidas), traje completo de caucho, fusil submarino, batímetro y recipientes estancos para cámaras submarinas.

Pero el gran avance, la auténtica irrupción del ser humano en las profundidades se produjo cuando la escafandra autónoma transformó al buzo en hombre-rana o, de forma más correcta, hombre-pez; de la mano de otra pareja francesa, el ingeniero Émile Gagnan y el universalmente conocido comandante Jacques Yves Cousteau. Nacido en 1910, Cousteau ingresó en la Armée Royale francesa a finales de los años 20 del mismo siglo, dando la vuelta al mundo en el buque escuela Jeanne d´Arc. Esto, junto con su residencia en Nueva York de jovencito, hizo de Jacques un hombre de mundo, dotado de amplísimos horizontes y recursos. En 1937 se casaba con Simone Melchior, su mejor colaboradora a lo largo de su vida, y embarcó en los viejos acorazados Suffren y Condorcet.

Aqualung o traje de hombre-pez primitivo. La dependencia del traje Siebe-Gorman y su escasa movilidad propició que, ya en los siglos xix y xx, varias generaciones de ingenieros franceses perfeccionaran la botella de aire comprimido y el regulador de suministro, invento que abrió las profundidades —entre otros— a toda la horda cazatesoros.

Destinado posteriormente al crucero Dupleix que tenía su base en Tolón, Cousteau conoció a otros dos grandes aficionados al buceo autónomo como él, Philippe Tailliez y Frédéric Dumas, apodado Didí. Juntos formarán un mítico grupo conocido como los mosqueteros del mar, los mousquemers, con los que realizaba inmersiones valiéndose de sencillos equipos Le Prieur en la costa Azul y Mourillon. Cuando Francia cayó derrotada en 1940 por los nazis, Cousteau colaboró con el espionaje, realizando películas por encargo de los Servicios Secretos franceses. En esta época, el buceador y filmógrafo aficionado veía su vida condicionada por su hermano Pierre Antoine, fascista romántico y antisemita que terminaría admirando a De Gaulle.

Cousteau no se comprometió en política. Con su buque hundido en Tolón, se dedicó a bucear con sus colegas perfeccionando su material de filmación, en la estela de Le Prieur. Filma entonces su primera película, A 18 metros de profundidad, que proyectó con éxito en la Francia ocupada; por lo que los alemanes le permitieron seguir haciendo películas en vez de marchar a las fábricas para el trabajo obligatorio. En esta época conoció a Émile Gagnan, donde juntos desarrollaron el equipo de hombre-pez a partir del regulador Rouquayrol y Denayrouze con el equipo Le Prieur. El resultado es el traje de hombre-rana moderno, que se creó para filmar películas bajo el agua, no para la guerra y mucho menos para los cazatesoros, actividades en las que —inevitablemente—, terminó siendo universalmente utilizado.

Se puede afirmar, sin temor a equivocarse, que con su invento Cousteau y Gagnan abrieron las puertas de las profundidades para que las explorara el ser humano, debido a lo cual, se convirtieron en involuntarios fundadores de la exploración de barcos hundidos. Precisamente, este fue el tema de Cousteau en su siguiente película titulada Épaves (‘Pecios’), la cual abrió los ojos y estimuló la vocación de todos los cazatesoros del mundo, quienes a partir de ese momento, emprenderían la persecución de tesoros sumergidos a cualquier precio en todos los mares del mundo; sin más interés inicial que el hacerse ricos. Posteriormente, para alivio de sus inventores, el moderno traje de hombre-pez serviría para la exploración arqueológica y otros muchos usos civiles e industriales, entre ellos la gran exploración de los océanos desde el punto de vista científico y ecológico.

El célebre profesor Jacques Cousteau inició su carrera como marino militar y oficial de inteligencia, evolucionando a inventor del Aqualung e investigador cinematográfico de los fondos marinos. Con su talento mediático desveló a generaciones enteras las maravillas de las profundidades submarinas, sin que la familia de los cazatesoros quedara al margen de ello.

Entre 1947 y 1949 la propia Marina francesa apoyó a Cousteau y los mousquemers poniendo bajo su mando un pequeño buque, el Albatross, rebautizado Ingeniero Élie Monnier, que se transformó en punta de lanza del recién creado GERS (Grupo de Estudios e Investigaciones Submarinas), financiado por el estado. En 1956, Cousteau ganó la Palma de Oro del festival de Cine de Cannes por su película Le Monde du Silence, que fascinó a todos los espectadores. En los años 50 del siglo XX se hizo con un antiguo dragaminas británico que convirtió en el buque de investigación oceanográfico Calypso, embarcación legendaria a bordo de la que se filmaron sus documentales de la serie La Odisea Submarina del Equipo Cousteau, traducido en nuestro país como Mundo Submarino. Todos recordamos de nuestra juventud los marineros de la gorra roja del comandante Cousteau, apodado Míster Océano, y finalmente, Capitán Planeta por su labor de difusión del mundo de la mar y las profundidades en todo el ámbito del globo. El comandante Cousteau falleció finalmente en 1997, dejando un inmenso legado y también un enorme mundo por explorar sin ley alguna a la que atenerse. Ecosistema ideal para cualquier cazatesoros.

LAS LEYES DEL MAR

Conocidos los medios a utilizar por cualquier cazatesoros, y abierta la veda, llega el momento de advertir muy seriamente a posibles candidatos que la vieja ley de que «todo lo que se encuentra en el mar sin dueño es de uno» ha quedado muy atrás y, en nuestros días (siglo XXI) ya no vale. Estamos muy lejos de poder llevar al lector a una larga disquisición sobre los aspectos legales en la búsqueda, hallazgo y extracción de tesoros sumergidos; pero dado que en el mundo de las profundidades submarinas las leyes han ido muy por detrás de la actividad de los cazatesoros, se hace inevitable —con ayuda del texto legal que consta en la bibliografía— condensar en pocas líneas cuál es la legislación al respecto.

Durante mucho tiempo, la Ley 60/1962 de 24 de diciembre sobre Patrimonio Histórico que era la que regía en estos casos, aclaraba que «los hallazgos y extracciones marítimas con competencia del Ministerio de Obras Públicas y Transportes (Ministerio de Fomento)», competencia concurrente con los órganos del Estado, que puede estar cedida a las Comunidades Autónomas y es ejercida por la Armada con sus medios. Cuando se encontraban cosas abandonadas o arrojadas al mar se debía dar cuenta y poner las mismas a disposición de la Autoridad de Marina (Capitanías), convirtiéndose quien hizo el hallazgo en depositario (no propietario) de lo encontrado. Por este motivo, mucha gente que encontraba algo se lo callaba, incurriendo claramente en ilegalidad; puesto que «apropiarse del o de los objetos encontrados o extraídos puede suponer incurrir en una conducta delictiva por apropiación de cosa ajena», situación en la que han estado alguna vez en su vida, el 90 % de los cazatesoros.

Continuando con lo mencionado, se entienden por hallazgo los buques y aeronaves abandonados en la mar y sus cargamentos, los efectos arrojados a la mar en caso de peligro y las cosas abandonadas en la misma por cualquier causa. «Cualquier extracción en aguas jurisdiccionales requerirá el permiso de la Autoridad de Marina», mientras que en aguas internacionales no es necesaria autorización alguna. Los objetos con valor histórico, cultural o artístico deben ser inventariados, catalogados y entregados a la Autoridad competente, teniendo derecho quien los encontró a que se le abra el correspondiente Expediente de Hallazgo, que seguirá su curso si desea le sean entregados o se le conceda indemnización sobre el valor tasado y los gastos de extracción que se le hayan ocasionado.

Moderno traje de hombre-rana u hombre-pez. La agilidad y versatilidad de este equipo lo ha convertido en predominante para descender a profundidades medias buscando tesoros. Pero los presuntos hombres rana-cazatesoros, al comienzo simples aficionados, han de tener en cuenta que existen leyes regulando estrictamente su desordenada actividad.

Más moderna es la Ley de Patrimonio Histórico de 1985, cuyo título V artículo 40.1.1° reza de siguiente manera: «Forman parte del Patrimonio Histórico Español los bienes muebles e inmuebles de carácter histórico, susceptibles de ser estudiados con metodología arqueológica, hayan sido o no extraídos, y tanto si se encuentran en la superficie o en el subsuelo, en el mar territorial o en la plataforma continental», entendiendo mar territorial la comprendida entre la bajamar y las 6 millas; por su parte, la plataforma litoral es la comprendida entre la mar territorial y la batimétrica de 200 metros de fondo. Esta ley también especifica cómo son las intervenciones arqueológicas, donde define los hallazgos por azar e impone, como la anterior, a contar con autorización de la Administración para cualquier excavación o prospección arqueológica (que exigirá un plan científico coherente), obliga a entregar todo lo encontrado y expone con toda claridad los bienes de dominio público. La lucha contra el expolio —en la que irrumpe la sombra del cazatesoros— queda establecida en el concepto: «Toda acción u omisión que ponga en peligro de pérdida o destrucción todos o alguno de los valores de los bienes que integran el Patrimonio Histórico Español o perturbe el cumplimiento de su función social. La ley penal sancionará los delitos contra este Patrimonio». Como veremos, la mayor parte de las acciones descritas en este trabajo, especialmente durante los diez primeros capítulos, entran de lleno dentro de esta clasificación con raras excepciones.

Dicho de forma sencilla y resumida, la ley prescribe que los hallazgos históricos de buques sumergidos deben hacerse con metodología científica arqueológica, no con la clásica improvisación productiva especulativa. Justo lo contrario, como se verá, de lo que los cazatesoros han hecho con los buques españoles.

Mencionar por último, y a efectos prácticos, que los buques militares hundidos son exclusiva propiedad y competencia del Estado propietario, gozando de inmunidad soberana con todo su contenido; mientras que los barcos mercantes se consideran dentro de los apartados anteriores como simples hallazgos. De esta última consideración derivan los consiguientes conflictos con muchos cazatesoros e incluso internacionales, pues muchos entienden que todo lo que está hundido es igual y las leyes son tan solo un estorbo a su actividad incontrolada.

Capítulo 1

Girona (1588): no tengo más que darte

EN PRECARIO, LEJOS DE CASA

Pocas veces alguien se ha visto en situación tan terrible y comprometida; el otrora orgulloso capitán general de la caballería de Milán, don Alonso de Leyva —al mando del Tercio de Ejército de la Armada del rey de España, don Felipe II—, estaba destinado a realizar el desembarco en Inglaterra, y en realidad en secreto designado para ocupar el mando supremo en sustitución del general don Alonso Pérez de Guzmán el Bueno, duque de Medina Sidonia, en el caso de que a este algo irreparable le sucediera en la Empresa de Inglaterra de 1588. Don Alonso de Leyva pensó con ironía en sus rimbombantes títulos y atributos que, a pesar de su gloria, nada podían aliviarle del tremendo y reiterado peligro que llevaba ya más de dos meses afrontando en tierras y mares enemigos. Con una punzada de dolor, se revolvió en el apestoso jergón al que había quedado confinado desde que se rompiera la pierna al desembarcar precipitadamente del galeón que fuera de la Carrera de Indias, el Duquesa de Santa Ana, cuando quedó varado días atrás en una playa al sur del cabo Malin irlandés, en el condado de Donegal. Había mandado edificar por segunda vez, y en pocos días, un fuerte donde defenderse de posibles ataques de los irlandeses (uno de estos era McCrabb, que llevaba vilmente contabilizados 80 españoles náufragos muertos por su mano), cuando el jefe del clan McSweeny, enterado de su segundo naufragio, mandó a buscarlo con escolta para que marcharan a Killybegs, en la bahía de Donegal, donde estaban reparando otro gran buque de la desventurada Armada.

Leyva pudo llegar caminando a duras penas, con ayuda o sobre la espalda de algún sirviente, para encontrar con alivio allí fondeada, a la magnífica galeaza genovesa La Girona de don Fabrizio Spínola, que restañaba a buen recaudo las heridas sufridas en campaña. A pesar de sus averías, le pareció magnífica y segura, como caída del cielo; tan diferente de la barcaza crujiente e insegura que era ahora, prácticamente sin gobierno, y navegando bajo sus pies por el canal del Norte entre Escocia e Irlanda con el temporal en ciernes. Los 500 hombres de la tripulación de Spínola se habían esforzado para reparar el gran barco y poder recibir los hombres de Leyva, procedentes de dos naufragios anteriores; en total, más de un millar de personas iban a pasar a bordo de La Girona para tratar de alcanzar la Escocia católica, mundo civilizado donde el rescate de un aristócrata significara algo por lo que mereciera respetarle la vida.

Spínola no tuvo más remedio que prescindir de cierta parte de la artillería de su galeaza para aligerarla. En esas circunstancias y embocando el canal frente a las costas de Antrim, don Alonso casi pudo sentir los estremecimientos de La Girona, cuando recibió por el costado la mar del norte con graves averías en el timón; Leyva escuchaba el crujido de los pinzotes machacando el codaste a merced de las olas, y pensó que, en estas condiciones, alcanzar las costas escocesas y el Firth o ría del Clyde sería imposible. El averiado barco, que en otros tiempos fue una de las cuatro magníficas unidades de vela y remo de la división de don Hugo de Moncada, llevaba a bordo no solo gente de la Duquesa, sino también la malparada tripulación y pasaje del que fuera barco de don Alonso de Leyva; la magnífica urca de más de 800 toneladas, llamada La Rata Santa María Encoronada, con la que habían viajado, acompañándole a Inglaterra, más de medio centenar de nobles y amigos con sus sirvientes, destinados a formar la corte del nuevo reino. Hacinados ahora en un buque parcheado, deteriorado y de nuevo necesitado tanto de puerto seguro como de reparaciones, don Alonso se preguntaba con desasosiego cómo terminaría aquella pesadilla que se prolongaba interminablemente, la fallida invasión de Inglaterra ordenada por el rey a don Álvaro de Bazán tiempo atrás.

Casi medio año llevaba ya la Felicísima Armada en la aventura —desde finales de mayo—, y ni se había barrido la flota inglesa que estaba presente en todas partes, ni se pudo proteger el desembarco del Ejército de Flandes de don Alejandro Farnesio (duque de Parma), ni se había puesto pie en las costas del sur de Inglaterra como estaba planeado. Las galeazas, que fueron concebidas para navegar en el Mediterráneo, habían tenido graves problemas. Cuando esperaban a Farnesio en Calais estuvieron a punto de tener un serio disgusto con el ataque de brulotes incendiarios ingleses, y al amanecer, sobre Gravelinas, la galeaza San Lorenzo de Moncada acabó por dar en tierra tras romper el timón; allí ingleses y franceses, como aves de rapiña la saquearon, y don Hugo murió. El cuerpo principal de galeones del duque de Medina Sidonia estuvo a punto de seguir el mismo camino que la San Lorenzo sobre la baja e incierta costa flamenca; pero un oportuno role del viento libró a toda la flota, que se dispersó sometida al contundente ataque inglés.

Vagaron todos, cada uno por su lado y al albur, por el mar del Norte. Pero Leyva, a bordo de la obstinada urca Rata Santa María, estaba a salvo en compañía de las galeazas italianas supervivientes que tanto se habían destacado el 31 de julio, cuando él decidió acometer directamente la vanguardia de la Armada inglesa encarnada por el galeón Ark Royal del mismísimo almirante Howard, que era primo de la soberana inglesa. Esto tuvo lugar al sur de Plymouth, en las rocas de Eddystone, obligando los hispanos a retroceder a los ingleses, debido al peligro que estos tenían de sufrir un abordaje. Dos días después, a cargo del ala de babor de la Armada en su avance hacia el este —lugar más expuesto por ser el más próximo a la costa enemiga— Moncada y Leyva aprovecharon el saliente de Portland Bill y las galeazas para revolverse hacia barlovento y poner en graves apuros las naves del inglés Frobisher, que quedaron atrapadas contra aquel. Por último, el 4 de agosto, cerca de la isla de Wight, de nuevo Moncada y Leyva habían tenido que acudir en auxilio de dos importantes naos retrasadas, San Luis y Santa Ana de Miguel de Oquendo, capitana esta última de la Escuadra de Guipúzcoa; librándolas del acoso de Howard y Hawkins.

Inevitablemente, las escaramuzas produjeron numerosos daños en las galeazas y la urca, averías que tuvieron que paliarse como buenamente se pudo, y que terminaron el día 8, con la mencionada pérdida de la San Lorenzo de Moncada, tras abordar la nao San Juan de Sicilia en el fondeadero de Gravelinas y estropear su timón contra un cable de fondeo. Las galeazas de remos —pensó Leyva con cansancio infinito—, de las que tanto se había esperado y que tan buen resultado dieron en la jornada de Lepanto contra el turco, se habían demostrado ágiles y bizarras pero también demasiado frágiles. Ahora se hallaba a bordo de una de ellas, mientras impetraba al cielo para que pudiera conducirle a la salvación y al final de aquella tortura; porque, tras los esperanzadores días en el sur de Inglaterra, la descomposición de la Armada en el mar del Norte significó el inicio de una larga, cruenta y dificilísima navegación alrededor de las islas británicas. Sin buenos pilotos ni cartografía de aquellas aguas, bastante era, como musitaban los maestres en los entrepuentes, estar aún todos con vida. Alonso de Leyva, que era un hombre rubio, apuesto y gallardo, con cierto aire al joven Felipe II en su día, sufrió pensando en sus amigos aristócratas españoles e italianos que quisieron acompañarle. Todos habían sobrevivido a los naufragios tratando de salvaguardar ajuares y propiedades que ahora purgaban como él, en hediondos camarotes, enfermos, sin ganas de vivir o luchar; esperando un final rápido en aquellos mares inhóspitos o un destino no demasiado cruel.

UN NAUFRAGIO ESTREMECEDOR

La urca La Rata Santa María Encoronada, con Leyva a bordo, había alcanzado la bahía Blacksod, situada al sur del cabo Erris —extremo noroccidental de Irlanda—, en compañía de la nao andaluza DuquesaSanta Ana. Tras un concienzudo examen, se estimó que la urca, bregada en combates, no podía seguir adelante, así que los casi 700 hombres de ambos buques embarcaron en la Duquesa y, conscientes de que era imposible llegar a España en una nave atestada, decidieron tratar de alcanzar las costas escocesas que se encontraban a menos de 150 millas. Sin embargo, al remontar la costa, la nao no lograba salir de la nefasta bahía Donegal, por lo cual, terminaron por arrojar el ancla. Pero el Duquesa era un barco muy grande, de 900 toneladas, y acabó yéndose sobre la playa; donde quedó embarrancada. Estaba también allí, en el mismo fondeo, la galeaza LaGirona del capitán genovés Fabrizio Spínola, con el timón averiado. En mala hora se decidió que todo el contingente español, más de mil almas, embarcara en la única unidad a flote, la galeaza, que ya llevaba a bordo supervivientes de otro naufragio.

¿Acabaría también LaGirona sus días embarrancando en la arena? Todos sabían que este tipo de buque mediterráneo —de los que solo cuatro fueron a Inglaterra, como sabemos— no era lo más indicado para navegar en aquellas aguas. La galeaza descendía de la galera, ancestral embarcación a remo de origen completamente distinto al galeón. Su antecedente eran los birremes griegos y trirremes romanos, aunque en realidad descendía del dromón bizantino, que evolucionó su timón, artillería y aparejo. La galera tenía casco estrecho, bajo de bordas y alargado, sobre el que se montaba un cajón de remo que era el talar, el cual contenía las cámaras de boga. Por la proa, sobresalía del casco un afinado espolón, que defendía el castillete de proa, la corulla, en la que iba montada la artillería. En el otro extremo —la popa— se alzaba con estético arrufo la carroza, sede del mando. Como parte noble, su denominación era lógica, ya que cuando remaban los remeros en el talar parecía que tiraban de la carroza, deslizándose la galera sobre el agua como si rodara. En el coronamiento presidía toda la escena el fanal de popa, mientras dos altos palos de velas latinas (es decir, triangulares) aseguraban la navegación a vela a ángulos cerrados con el viento, como solía suceder en el Mediterráneo.

Embarcación de combate tan particular como esta tenía tanto ventajas como inconvenientes. Entre las primeras cabe destacar su naturaleza de buque de propulsión mixta, con independencia del viento gracias al remo. Las galeras resultaban prácticas para acercarse a la costa, pasando de buque de combate a buque anfibio en un abrir y cerrar de ojos. Otra gran cualidad es que se podían armar y desarmar muchas unidades en cuestión de días, pertrechándose en apenas unas horas. Resultaban así, versátiles y económicas embarcaciones de temporada que en otoño e invierno se guardaban desmontadas en grandes almacenes (el Arsenal de Venecia era famoso al efecto), pues no habrían soportado las duras condiciones de mar y climatológicas de estas épocas.

Invento de origen veneciano, las galeazas eran galeras gruesas con pretensiones de navíos de línea pero grandes debilidades. Solo cuatro fueron a Inglaterra, pero los espectaculares naufragios de La Girona y la San Lorenzo propició la confusión de los cronistas creyendo que todos los buques españoles perdidos lo hicieron por ser similares a estos. Lo cierto es que no eran españoles de origen, sino italianos al servicio de España.

No obstante, también existían inconvenientes, no se trataba de unidades aptas para la navegación de altura, pues a su falta de robustez generalizada había que añadir las necesidades de la multitud de remeros (divididos en esclavos, forzados y buenas boyas, estos últimos a sueldo). Doscientas personas viviendo a la intemperie no era algo que se pudiera mantener sin los trastornos e incomodidades inevitables, que hoy nos parecerían barbaridades. Debían estar a la fuerza y encadenados, porque tan numeroso contingente amotinado podía hacerse con el control de la galera en un instante. En 1588, tal vez el más grave problema de las galeras era que se integraban mal en flotas combinadas con naos y galeones mezclados con ellas, por lo que se convertían en un estorbo. Sin embargo, habían señoreado el canal de la Mancha durante la Edad Media, así que no serían nada nuevo en estas aguas, y lo volverían a hacer con el recrudecimiento de la guerra de Flandes a comienzos del siglo XVII.

Las galeazas eran evolución de las galeras. Se las tenía por galeras gruesas capaces de afrontar navegación de altura y armadas con potente artillería. Respondían en realidad, al intento veneciano de compensar la superioridad numérica española y turca en galeras ordinarias o bastardas en el Mediterráneo central a mediados de siglo XVI,