Breve historia de las batallas navales de los acorazados - Víctor San Juan - E-Book

Breve historia de las batallas navales de los acorazados E-Book

Víctor San Juan

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La apasionante historia de los reyes de los mares, protagonistas de épicas hazañas legendarias en todos los océanos y mares del globo, desde 1850 hasta la Segunda Guerra Mundial. Conozca las trascendentales batallas de los más modernos buques artilleros, policalibres, Dreadnought y superacorazados, que fueron durante un siglo el instrumento clave de dominio naval y hegemonía político-militar. Desde siempre, la pretensión del guerrero ha sido ir al combate protegido por una armadura o coraza; este antiguo anhelo no se pudo aplicar a la embarcación hasta el siglo XIX, cuando la Revolución Industrial permitió revestir veleros de casco de madera con planchas metálicas. El acorazado, sin embargo, no conocerá su definitiva conformación hasta que incorpore revolucionarias máquinas de vapor y artillería de última generación. Todos estos conceptos, materializados en el italiano Duilio de 1876 y llevados a la máxima expresión con el británico Dreadnought de 1906 marcarán la historia del buque blindado en batallas universales como Tsushima (1905), Jutlandia (1916) o Golfo de Leyte (1944). Los acorazados dejaron escrito casi un siglo como "reyes de los mares", terminando su ejecutoria con nombres célebres de la SGM como Hood, Bismarck, Yamato o Jean Bart, protagonistas de épicas hazañas legendarias.

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BREVE HISTORIA DE LAS BATALLAS NAVALES

BREVE HISTORIA DE LAS BATALLAS NAVALES DE LOS ACORAZADOS

Víctor San Juan

Colección:Breve Historia

www.brevehistoria.com

Título:Breve historia de las batallas navales de los acorazados

Autor:© Víctor San Juan

Director de la colección: Luis E. Íñigo Fernández

Copyright de la presente edición:© 2018 Ediciones Nowtilus, S.L.

Camino de los Vinateros 40, local 90, 28030 Madrid

www.nowtilus.com

Elaboración de textos:Santos Rodríguez

Diseño y realización de cubierta:Universo Cultura y Ocio

Imagen de portada: Acorazados USS Nueva Jersey y Missouri USS y crucero de misil teledirigido USS Long Beach

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjasea CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com;91 702 19 70 / 93 272 04 47).

ISBN edición digital:978-84-9967-989-1

Fecha de edición:noviembre 2018

Depósito legal:M-32925-2018

En memoria de Casto Méndez Núñez,

Índice
Prólogo
Inventario batallas navales de acorazados
1. Comienzo confuso y accidentado. Batallas de Hampton Roads y Lissa
El bricolaje entra en guerra
Nace el buque acorazado
Una batalla a encontronazos
Naufragios y explosiones
2. Aventura en el Pacífico. Batallas de El Callao, Iquique y Angamos
Diplomacia decimonónica
Dos bombardeos forzados
El pacífico en llamas
3. Larga ruta al matadero. Batallas del Yalú, Mar Amarillo y Tsushima
Dos acorazados acribillados
Exterminio de dos flotas
Matadero estación término: Tsushima
4. Cuarta generación. Advenimiento del acorazado dreadnouhgt (1906)
Un barco revolucionario
Las nuevas flotas
Resto del mundo
5. Sacrificio útil. La batalla del Banco de Dogger (1915)
Albores de guerra
Incursion en la bahía enemiga
La batalla del banco de Dogger
6. Choque total. La batalla de Jutlandia (1916)
Cien años después
Carrera al sur
Carrera al norte y despliegue
Id contra el enemigo
El fin de una flota
7. Superacorazados en combate. Estrecho de Dinamarca y Fuerza Z (1941)
Limitando armamentos navales
Un acorazado impresionante
La sombra de Jutlandia
Atrapadlo a cualquier precio
«Por quién doblan las campanas»
8. La aventura del Jean Bart. Huida y batalla de Casablanca (1942)
Quinta generación
«La gran evasión»
Combatiendo amarrados
9. Epopeya nórdica. Scharnhorst y Tirpitz en el frío norte
Audaz cambio de escenario
Convoyes en el ártico
La reina puesta en juego
10. Desafío a los cielos. La batalla del mar de Sibuyán (1944)
Acorazado Yamato
Una larga retirada
El fin de dos megaacorazados
11. Carga suicida. La batalla del Estrecho de Surigao (1944)
Legado irrenunciable
El milagro de kurita
La última batalla de acorazados
12. Los últimos acorazados. ¿Vulnerables e indefensos?
Restos del naufragio
Bibliografía y fuentes
Enciclopedias

Prólogo

Los tiempos adelantan que es una barbaridad. Si a un sufrido marinero participante en la batalla de Trafalgar se le hubiera dicho que, pocos años después, los navíos de línea no tendrían otro futuro a medio plazo que la leña o el desguace, se hubiera reído de nosotros, incrédulo. Sin embargo, con la Revolución Industrial del siglo XIX iba a llegar un cambio tan radical como la extinción de los buques de remo, imperantes desde la antigüedad, tras la batalla de cabo Celidonia de 1616: la aparición de la fragata acorazada Gloire, en 1862, hizo que los navíos de línea veleros tuvieran que ceder su puesto de preeminencia a los acorazados de vela y vapor. Pero esto no sucedió de un día para otro: el cambio se extendió una larga época, que tuvo su arranque con el advenimiento del acorazado como síntesis entre el navío de línea a vapor y las baterías acorazadas. La transición duró unos cuantos años; los primeros buques blindados, a pesar de contar con máquinas de vapor, no prescindieron de mástiles y velas; por debajo de la coraza, sus cascos seguían siendo de madera. Y los cañones continuaban donde habían estado siempre, en las cubiertas de batería. La táctica ancestral de combatir en fila india —línea de batalla— mostrando el costado al enemigo, permanecía invariable.

Sin embargo, todo había cambiado. Las forjas y altos hornos proveyeron pronto a los astilleros de planchas metálicas con las que blindar el buque y construir su casco, y así los acorazados pasaron a ser embarcaciones metálicas. Se crearon potentes máquinas alternativas, capaces de moverlos tan rápido que mástiles y velas resultaban un estorbo. Además, las fábricas de artillería aumentaron el tamaño, calibre y capacidad destructiva de los cañones; algunos eran tan grandes que necesitaban una instalación giratoria específica llamada barbeta; para protegerla, se convirtió en torreta giratoria, como la de los carros de combate actuales. Los acorazados empezaron a evolucionar rápidamente, y se convirtieron en máquinas grises, humeantes, ciegas y peligrosas capaces de disparar proyectiles que estallaban al impactar contra el enemigo. Pero también fueron víctimas de su propio y rápido progreso: si los viejos navíos de línea podían aguantar noventa años o más en listas, un acorazado con más de quince se consideraba anciano, y alcanzaba antes la obsolescencia que el fin de la vida útil. Era el precio que las escuadras pagaron con tal de disponer de los últimos adelantos al precio que fuera; entraban así potencias rivales en las famosas carreras de armamentos que solo los Tratados Internacionales conseguían detener.

Con los nuevos buques de guerra la guerra naval cambió, puesto que eran capaces de empeñarse en combate a varios kilómetros, no a pocos centenares de metros como los antiguos navíos. El marino romántico de la época clásica, rudo y sufridor de avatares, pasó a ser técnico eficiente, capaz de entender, manejar y reparar las nuevas máquinas, o trabajador entrenado para acarrear carbón a las calderas, disparar los enormes cañones o realizar las mil y una tareas que una gigantesca bañera metálica necesita para ser arma eficiente. Seis diferentes generaciones de buques blindados se fueron relevando: fragatas blindadas (1860-1870), acorazados de torres y reducto central (1870-1880), acorazados policalibre predreadnought (1880-1905), acorazados monocalibre dreadnought (1906-1915), superdreadnought (1916-1925), super acorazados monocalibre (1925-1945). La cuarta generación (dreadnought) incorporó un tipo de buque de guerra, el battlecruiser —crucero de combate o crucero de batalla— nacido en 1908 a partir del crucero acorazado. Con la debida licencia lo consideraremos un integrante más del mundo acorazado, que sería imposible entender sin su presencia.

La historia del acorazado a través de sucesivas conformaciones llevó consigo la disputa de veintitrés batallas navales en todos los océanos del globo. Pero existen tres ocasiones únicas, trascendentes y fundamentales, en las que el enfrentamiento entre acorazados adquirió tal importancia —por las repercusiones bélicas, políticas y económicas— que invadieron la propia Historia humana. Fueron la batalla de Tsushima, librada con la tercera generación de buques acorazados en 1905, la gran batalla naval de Jutlandia, disputada en el mar del Norte 11 años después con la cuarta generación de acorazados dreadnought, y el combate del estrecho de Dinamarca, en primavera de 1941, combate de superacorazados de sexta y última generación. Ello no significa que el resto de familias acorazadas no tuvieran su ocasión, es decir, su cita con la fama y la gloria: la primera tuvo la batalla de Lissa, la segunda el combate de Angamos, y la Quinta (paradójicamente anacrónica) la batalla del estrecho de Surigao, en 1944, último enfrentamiento entre acorazados. Tras erigirse el buque blindado en componente principal de las flotas e instrumento para la hegemonía política y militar, terminada la Segunda Guerra Mundial sería destronado por el portaviones.

En estas páginas repasaremos las batallas que enfrentaron a acorazados de medio mundo contra los del otro medio, conociendo los ingenieros que diseñaron buques tan asombrosos y los pundonorosos marinos que los llevaron a la guerra haciendo frente al destino. Pero, antes de nada, una pequeña nota introductoria al lenguaje acorazado: si los cañones de épocas anteriores se conocían por el peso (en libras) de la bala disparada, los de los acorazados se caracterizan por el diámetro —en pulgadas o milímetros— de la boca del cañón. Las extrañas medidas de calibre en milímetros (152, 203, 305 o 406) vienen así porque, dado el predominio naval británico durante el siglo XIX, se medían en pulgadas, siendo, respectivamente, 6, 8, 12 o 16 pulgadas (1 pulgada son 2,54 cm). Con el tiempo, los acorazados llevaron protección lateral en los costados y también horizontal en las cubiertas además de las torres de artillería. Como regla general se considera que una coraza es capaz de resistir proyectiles disparados por un cañón de calibre igual a su espesor. De esta forma, la ancestral competencia entre el cañón y la coraza quedó resuelta con salomónico veredicto: las tablas.

Víctor San Juan

Inventario batallas navales de acorazados

Batalla de los Empalletados (Gibraltar) (1782). Baterías flotantes derrotadas en el decimocuarto asedio de GibraltarBatalla de Sinope (1853). Escuadra turca aniquilada por escuadra rusaBatalla de Hampton Roads (1862). Fragata blindadaMerrimackconfederada contra escuadra unionistaCombates de Papudo y Abtao (1865-66). Escuadra española del Pacífico contra las de Perú y ChileBatalla del Callao (1866). Escuadra española del Pacífico bombardea puerto del CallaoBatalla de Lissa (1866). Escuadra italiana contra escuadra austríaca del AdriáticoCombate de Ilo (1870). Monitor acorazado peruanoHuáscarcontra flotilla británicaCombate de Iquique (1879). Monitor acorazado peruanoHuáscarhunde corbetaEsmeraldachilenaCombate de Angamos (1879). Monitor acorazado peruanoHuáscarcapturado por escuadra chilenaBatalla del Yalú (1895). Escuadra china derrotada por escuadra japonesaBatalla de Cavite (1898). Escuadra española de Filipinas derrotada por Escuadra americana del PacíficoBatalla de Santiago de Cuba (1898). Escuadra española del Caribe derrotada por flota del Atlántico estadounidenseBatalla de Port Arthur (1904). Flota rusa del Pacífico acosada por escuadra japonesaBatalla del Mar Amarillo (1904). Flota rusa del Pacífico derrotada por escuadra japonesaBatalla de Tsushima (1904). Segunda Flota rusa del Pacífico aniquilada por escuadra japonesaBatalla de Heligoland (1914). Cruceros de batalla británicos atacan dispositivo defensivo alemánBatalla del Banco de Dogger (1915). Cruceros de batalla británicos hunden crucero acorazado alemánBlücherBatalla de Jutlandia (1916). Flota Metropolitana británica se enfrenta a la Flota de Alta Mar alemanaBatalla del estrecho de Dinamarca (1941). Acorazado alemánBismarckhunde al crucero de batalla británicoHoodBatalla de Casablanca (1942). Flota francesa se enfrenta a invasión norteamericana (operación Torch)Batalla del Cabo Norte (1943). Acorazado alemánScharnhorsthundido por acorazado británicoDuke of YorkBatalla del Mar de Sibuyán (1944). Fuerza de acorazados de Kurita es atacada por portaviones estadounidensesBatalla del estrecho de Surigao (1944). Fuerza de acorazados de Nishimura se enfrenta a una flota de acorazados estadounidenses

1

Comienzo confuso y accidentado. Batallas de Hampton Roads y Lissa

EL BRICOLAJE ENTRA EN GUERRA

El buque acorazado fue un invento francés decimonónico; pero no se trató de una idea feliz, sino síntesis de inventos previos en los que se intentó conjuntar coraza, artillería y máquina de vapor en las naves militares. Algunos de estos inventos fueron auténticos engendros, otros simples puestas en práctica de ideas y artilugios más o menos afortunados. El bricolaje bullía en las mentes de los que, a mediados del siglo XIX, aún no sabían que iban a inventar el acorazado. La chispa básica se había encendido en la más remota antigüedad, cuando los griegos decidieron forrar con una armadura o thorax a los guerreros hoplitas, protegiéndolos así de espadas y lanzas enemigas. La armadura propiamente dicha pasó al Imperio romano, y de esta al Medievo, cuando algunas derrotas francesas a cargo de los yeomen o arqueros ingleses de los reyes de la dinastía Plantagenet la dejaron gravemente cuestionada. Mientras tanto, en la mar, las marinas de guerra basaban su estrategia primero en trirremes griegos y romanos, luego en los dromones bizantinos para llegar a la galera mediterránea y la nao medieval que produjo el galeón isabelino y, finalmente, el navío de línea o velero de combate. Pequeños buques, en alguna ocasión, se habilitaron como bombardas o baterías flotantes para batir fortalezas; simples auxiliares de eficacia relativa y que junto a aislados éxitos cosecharon señalados desastres.

El más célebre tuvo lugar en 1782, la batalla de los Empalletados o de las baterías flotantes, durante la Guerra de las Trece Colonias, cuando la monarquía de Carlos III de Borbón, rey de España, encargó la toma de la ominosa roca de Gibraltar a Louis Berton des Balbs de Quiers, duque de Crillón-Mahón. El duque presentó un plan de asalto anfibio solvente, lo mismo que un militar español, Silvestre Abarca, experto poliorceta; pero el caprichoso rey se decantó por la propuesta de Jean Le Michaud d´Arcon, ingeniero militar que vendió su idea con éxito. Otra cosa sería, desgraciadamente, su validez. A instancias de monsieur d´Arcon se construyeron en Cádiz y Algeciras diez ingenios, las baterías flotantes, indignos de llamarse buque, aunque lo eran. Sobre un casco de madera, d´Arcon montó una caseta de tablones cuya limatesa convergía paralela a la quilla, a mayor altura. Dentro se ubicaron una o dos cubiertas de batería con cañones de avancarga de veinticuatro libras, según la barcaza fuera grande o pequeña (cinco de cada), que disparaban solo por una de las bandas.

El engendro resultante, asimétrico, se acorazó con un empalletado doble de madera (de donde vino el nombre de empalletados), separado para que circulara agua entre él y el tejadillo y evitar los incendios. Quedaron arboladas cada una con cuatro mástiles y velas, como un navío; la idea era que fueran navegando a desafiar las baterías británicas del Peñón, y abrir una brecha para penetrar con fuerzas terrestres. Las baterías grandes se llamaron Pastora, Paula Primera, Tallapiedra, San Cristóbal y Rosario, las dos últimas mandadas por los que luego fueran grandes marinos, Federico Gravina y Francisco Muñoz; y las pequeñas Príncipe Carlos, Los Dolores, San Juan, Santa Ana y Paula Segunda.

Cuando llegaron a la bahía, terminadas, el duque de Crillon debió contemplarlas con fría y escéptica mirada; pero no deseaba importunar al rey y se abstuvo de formular críticas. Los militares españoles manifestaron abiertamente su desaprobación. Expuestas a la fortaleza enemiga, aquellas bañeras estrafalarias serían pronto desarboladas, quedando inmóviles y a merced. A pesar del rudimentario sistema de ventilación, el rebufo de los cañones llenaría las baterías de humo, sofocando a los artilleros. Por último, en sus propias palabras: «Otro obstáculo imprevisto es los efectos del fuego en la circunferencia de las troneras por donde pueden incendiarse con su mismo fuego, y ha convenido en que se forren con planchas de hierro y aún estas no podrán resistir su clavazón sin desprenderse a la convulsión del fuego». Un mando serio, viendo el desaguisado, habría ordenado desarmar las baterías y destinar sus cañones de veinticuatro libras a otros fines, junto con las dotaciones. Pero, en aquella época, los designios del rey eran ley, y el ataque se llevaría finalmente a cabo el 13 de septiembre de 1782.

A duras penas lograron llegar las baterías, al mando de Ventura Moreno, ante las defensas gibraltareñas, emplazándose a unos ochocientos metros de la costa entre el Muelle Viejo y el bastión del rey. La idea era fondear de flanco a esta última para batirla desde cuatrocientos metros; pero, con viento de poniente, fueron incapaces de alcanzar la posición correcta. Dio comienzo el cañoneo y durante dos horas se jugó un extraño partido de frontón, en el que las balas británicas rebotaban contra los empalletados y las españolas hacían lo mismo contra las murallas. Por fin, el comandante británico decidió disparar con bala roja (es decir, calentada y puesta al rojo en un horno) contra las baterías. Al principio, la coraza de madera y el sistema de refrigeración pareció surtir efecto; pero luego las balas rojas clavadas dentro de la coraza comenzaron a incendiarla por dentro y tres de las baterías, Pastora, Tallapiedra y San Cristóbal, se encontraron en llamas. Sus cañones no hacían mella en la fortaleza gibraltareña, las municiones se agotaban y, tal como se predijo, estaban casi todas desarboladas e inmovilizadas. Enviar navíos sin acorazar para rescatarlas a remolque era correr riesgos inmensos, ahora que los británicos habían afinado la puntería. Dando por finalizado el oneroso ensayo, llegada la noche el duque de Crillon ordenó abandonar las baterías y salvar los náufragos que se pudiera. Fueron estallando, una por una, durante la madrugada, según el fuego alcanzaba las santabárbaras. Así terminó, en el más completo desastre, la deslumbrante idea de monsieur d´Arcon, los empalletados o baterías acorazadas empleadas en el decimocuarto asedio de Gibraltar, peñón que permanece contra viento y marea (aprovechando la división interna de los propios españoles) en manos británicas hasta nuestros días.

Incalificable aspecto de una batería acorazada (la Cairo) movida por máquina de vapor, como las primeras Dévastation de la Guerra de Crimea.

Desconocemos si sesenta y cuatro años después, cuando la Francia de Napoleón III ordenó la construcción de otras cinco baterías acorazadas para la guerra de Crimea (Dévastation, Lave, Tonnante, Foudroyante y Congrève), se tuvo en cuenta la nefasta experiencia de monsieur d´Arcon. Pero lo cierto es que mejoraron considerablemente aquellas. De aspecto eran incluso más feas, cajas metálicas de casco de madera y cuadrada caseta, donde se alojaba una batería de dieciséis cañones de cincuenta libras (ocho por cada banda). La gran diferencia, aparte de la coraza metálica de once centímetros. de la caseta, era una primitiva máquina de vapor con hélice para navegar a no más de cuatro nudos. Entre ellas y las baterías de monsieur d´Arcon debemos mencionar otra batería intermedia, la Demologos de Robert Fulton, promotor de la navegación a vapor capaz de poner en servicio el primer buque de motor en una línea comercial (Nueva York-Albany), el Clermont, en 1807. Para la Armada de los Estados Unidos construyó en 1814 un catamarán de unos cincuenta metros de eslora, armado con veinte cañones de treinta y dos libras, que se demostró eficiente y maniobrable en entornos fluviales, propulsado por una rueda de paletas entre ambos cascos. En 1854, sin embargo, ya había hecho su aparición un nuevo invento, la hélice. Las marinas militares la recibieron con los brazos abiertos, pues las ruedas de paletas, con tambores vulnerables, no se consideraban factibles para una nave militar. Exigían la colocación de las máquinas transversalmente, ocupando gran parte de los costados de la embarcación, que se quedaba sin sitio para los cañones.

En 1836 un terrateniente inglés, Francis Pettit Smith, logró terminar una hélice y aplicarla en un pequeño buque, siendo requerido por el Almirantazgo británico para adaptarla a una unidad de doscientas toneladas, el Arquímedes, con motor de ochenta caballos. El experimento funcionó y el Arquímedes cruzó el canal de La Mancha y el mar del Norte a una velocidad de nueve nudos. Aún hubo, no obstante, que superar una prueba definitiva en 1845: las corbetas Rattler y Alecto, idénticas y equipadas con motores de potencia similar —pero la primera con hélice y la segunda con rueda de paletas— se amarraron popa con popa, dando avante en direcciones opuestas. La Rattler de hélice terminó remolcando la Alecto a casi cuatro nudos. La hélice quedaba así lista para embarcar en las armadas e introducida en la norteamericana por el ingeniero sueco Ericsson. Los franceses no dudaron en aplicarla a grandes navíos de línea de la década de 1850, incluyendo las baterías acorazadas. No obstante, cuando las cinco Devastation tuvieron que ser llevadas al escenario de guerra, el mar Negro, lo hicieron a remolque de fragatas de vapor movidas con ruedas de paletas para atravesar los Dardanelos y el Bósforo. El 17 de octubre de 1855 se encontraron al fin frente a su objetivo, el fuerte ruso de Kinburn, que redujeron a escombros en cuatro horas. Los franceses habían dado la vuelta al fracaso de Gibraltar y convertido las baterías en rotundo éxito. Recibieron cañonazos rusos que se estrellaron inútilmente contra la coraza, sufriendo apenas unos heridos. El camino quedaba abierto para este tipo de embarcación protegida y con grandes cañones a bordo.

En marzo de 1862, las ideas avanzadas de blindaje se pusieron de nuevo a prueba en la Guerra de Secesión norteamericana durante el célebre combate de Hampton Roads. Los nordistas habían bloqueado este fondeadero en la desembocadura del río James con cinco fragatas clásicas de madera —San Lorenzo, Roanoke, Congress, Cumberland y Minnesota— esperando rendir por hambre la capital sudista, Richmond, hacia la que avanzaba el ejército del general McLelland. Pero los confederados capturaron una sexta fragata quemada por los yanquis en los astilleros de Norfolk, la Merrimac, a la que, cortando el casco a la altura de la flotación, los hábiles señores Brooke y Porter dotaron de un motor de vapor, superponiendo un infame casetón de raíles de ferrocarril de 10 centímetros de espesor (la única fundición que se hacía en el sur) en cuyo interior se montaron doce cañones de variado calibre capturados en la toma de Norfolk. El apaño resultante, de 84 metros de eslora y 4500 toneladas, era prodigio de ingenio casero, nada vistoso; de hecho, parecía remoto descendiente de las baterías de monsieur d´Arcon.

Informados de lo que se cocía en las salas de bricolaje enemigas, los yanquis encargaron a Ericsson el antídoto contra el «monstruo» sudista, al que llamaron Monitor, materializado en menos de cien días en Brooklyn, Nueva York. Se le embutieron nada menos que cuarenta inventos. Si las baterías podían resultar chocantes, el aspecto del Monitor era francamente abominable para el honesto ojo marinero: una especie de plancheta enrejada flotante de cincuenta y dos metros, sobre un casco que movía la hélice de una máquina de vapor. Apenas sobresalía del agua y montaba sobre el enrejado una torre de cañones giratoria. «Una balsa con un queso encima», lo llamaron. Hoy parece simple, pero seguía el principio de ingeniería de ir a lo esencial: poner a flote dos enormes cañones de doscientos ochenta milímetros en condiciones de disparar. En la mañana del 8 de marzo la Merrimac, rebautizada Virginia, descendió por el río y, sorprendiendo a las fragatas yanquis del bloqueo, hundió a espolonazos la Cumberland, obligando a embarrancar incendiada a la Congress, que voló por los aires. La Minnesota se salvó por los pelos y se internó en unos bajos en los que embarrancaba. Rematar a sus víctimas y verificar los caballerosos protocolos de la época llevó su tiempo y se hizo de noche, por lo que se retiró el buque confederado. Cuando, al día siguiente, regresaba para concluir la tarea, resultó que le estaba esperando el Monitor, con el que, después de cañonearse durante cuatro horas inútilmente —las balas rebotaban en el blindaje de ambos barcos— hubo que declarar el combate nulo. El acorazado sudista llegó a disparar una vez cada diez minutos logrando más de veinte impactos y el Monitor, una vez cada cinco minutos, con un número de blancos similar; hizo una pausa para reponer municiones y otra para desembarcar al comandante, herido.

Ahí quedó todo. Cuando la Virginia trató de escapar río arriba, varó y fue destruida para evitar su captura; por su parte, el Monitor, afrontando mar abierta, se fue a pique como una piedra frente al cabo Hatteras con 16 hombres y todos sus inventos a bordo. Pero había evitado la destrucción del resto de fragatas nordistas, alcanzando gran fama. De hecho, el combate de Hampton Roads desató una fiebre constructiva de acorazados tipo Monitor, que acabarían recibiendo su nombre como genérico. Estados Unidos materializó las series Passaic, Onondaga, Mantonomoh, Kalamazoo, Casco, Neosho, Orzak, Marietta y Cannonicus, y llegaron los últimos a montar cañones de 381 mm. Muchos otros países construyeron monitores; el primero Gran Bretaña, que en 1857 botó un supermonitor con cuatro torres de artillería y cañones de 267 mm bautizado Royal Sovereign, capaz de dar 11 nudos, mejorándolo con el Glatton de 1870, modelo para todos los monitores británicos posteriores. Prusianos y daneses crearon los Arminius y Rolf Krake, e incluso la España decimonónica llegó a adquirir en Francia un monitor de 40 m de eslora y 500 toneladas (armado con cañones de 100 mm) que se bautizó Puigcerdá. Estos buques, de escasas cualidades náuticas, constituyeron un avance con todas sus peculiaridades técnicas, pero se mostraron incapaces para asumir un puesto en las escuadras, dadas sus evidentes limitaciones. Fueron vía muerta en el difícil y confuso camino que condujo finalmente al acorazado.

Lo mismo sucedió con la batería acorazada. La diferencia con el monitor era que, en vez de llevar la artillería en torres, estaba montada dentro de casetones protegidos, que, al incorporarse luego al buque acorazado recibirían el nombre de reducto central. Italia construyó dos baterías de reducto denominadas Voragine y Guerriera, con cañones de 200 mm y Estados Unidos incorporaba a su flota el Dunderberg de casi 8000 toneladas y 15 nudos de velocidad, con coraza de 12 cm y aparejo de goleta. España también empleó, a pesar de la nefasta experiencia de Gibraltar, una batería acorazada, la Duque de Tetuán, aprovechando trozos de la fragata Tetuán, hundida por incendio en Cartagena en 1873. La planta propulsora procedía de otros buques desguazados, Santa Teresa y Buenaventura. El refrito resultante era inestable y poco maniobrero, así que, tras profunda reforma, fue destinada a defensa de costas y terminó sus días en Ferrol. Rusia, fascinada por el invento de las baterías acorazadas, encargó en Inglaterra su primera batería, la Perwenec, seguida de la Netronj-Menja en los astilleros de San Petersburgo, y la Kreml de 1865, que, por sus características (verdadero alivio para el ojo marinero) parecía una corbeta acorazada, desplazando 3500 toneladas y con una máquina de 1000 caballos para una velocidad de 8 nudos.

Enseguida, sin embargo, los rusos se dejaron arrastrar por la creatividad, y, en la década de 1870, el vicealmirante Popoff construyó dos potentes baterías acorazadas, Novgorod y Vitseadmiral Popoff. Desplazaban 3600 toneladas y estaban armadas con dos enormes cañones de 12 pulgadas (305 milímetros); su propulsión era muy peculiar, tres grupos de motores de vapor con seis hélices y dos chimeneas. Pero lo más increíble era su casco absolutamente circular, con una eslora igual a la manga de 41 metros. Esta especie de buques-OVNI, motejados Popoffkas, tampoco podían asumir misiones en alta mar, como ninguna de sus homólogas. Era necesario salir de la confusión reinante y reconducir el diseño naval para lograr una verdadera unidad de altura solvente, correctamente armada y protegida: el acorazado.

NACE EL BUQUE ACORAZADO

En 1856, varios veteranos de Crimea, contralmirante Pellion, capitán de navío Dupré (comandante de la batería Tonnante en Kinburn), teniente Duseutre y Béléguic, con los ingenieros Marielle, Guesnet y De Ferranty, elaboraron un proyecto de fragata acorazada de alta mar de dos mil a cuatro mil toneladas de desplazamiento armada con aproximadamente treinta cañones. Este borrador, auténtico germen del acorazado, fue sometido a estudio por la marina francesa, que se hallaba realizando pruebas de calibres y corazas en el polígono de tiro de Vincennes. Dos ingenieros navales, Camille Audenet y Charles Estanislas Dupuy de Lome, fueron seleccionados para elaborar el proyecto definitivo. Pero no se tomó decisión alguna hasta que Napoleón III tomó las riendas del asunto y nombró a Dupuy de Lome director de construcciones navales en 1857.

Charles Estanislas Dupuy de Lôme, que proyectó el primer auténtico buque acorazado a partir del navío de línea a vapor Napoleón.

Este ingeniero gozaba de merecido prestigio por haber materializado el primer navío de línea propulsado por máquina de vapor, el Napoleón de 1852. Con esta experiencia, ideó un buque de las dimensiones del Napoleón protegido con dos fajas de hierro de 12 centímetros de espesor, una abarcando la obra muerta hasta un metro por debajo de la línea de flotación y otra similar sobre la batería. La única solución para poder meter en el casco del Napoleón el peso de estas corazas (quinta parte del desplazamiento) y la planta motriz sustituta del lastre, era renunciar a los tradicionales castillo, alcázar y la otra batería. El resultado, fruto de la lógica de diseño, fue un navío raso de combate con una sola batería, apenas 5 metros y 500 toneladas mayor que el Napoleón, dotado de máquina de vapor de 2500 caballos para alcanzar 13 nudos de velocidad y armado con 32 cañones obuses de 160 milímetros. Su aparejo de vela, cuatro palos, quedó en bergantín-goleta (como el Juan Sebastián Elcano), por lo que requería menos dotación. Aunque esta revolucionaria unidad llevara muchos menos cañones que un navío de línea y según cánones clásicos fuera fragata de una sola batería, podía afrontar el combate contra un buque de línea de primera clase y destrozarlo con sus obuses. Pero lo más importante es que era invulnerable a un navío clásico —que no podría hacerle ni un rasguño— del que escaparía navegando a vapor contra el viento.

La historia había dado, al fin, sensata vuelta de página alejada de engendros y originalidades. El nuevo buque, primero denominado fragata acorazada y después acorazado simplemente, fue revolución de la guerra en el mar, que pronto transformaría todas las escuadras del mundo. Desaparecidos alcázar y popa decorada, el combés de baterías superpuestas y la proa abierta de grandes volúmenes (que ahora se había convertido en arma de guerra para embestidas) el acorazado se convirtió en otro tipo de unidad desconocida hasta entonces. Desde el punto de vista de la propulsión, aunque no renunciaba a la vela tampoco era velero, sino vapor mixto, y teniendo en cuenta la artillería, la homogeneidad y eficacia de la instalada —en mucho menor cantidad— permitía obtener una embarcación más compacta, con los pesos centrados en torno al centro de gravedad y momentos de inercia contenidos, mejorando así la evolución y maniobrabilidad. El primer acorazado del mundo, de cinco mil seiscientas toneladas de desplazamiento, fue botado en 1859-1860, se llamó Gloire (pronto seguido por sus gemelos Invincible y Normandie, también con casco de madera) y Dupuy, consciente de la tarea de renovación que se abría ante él, tuvo la gallardía de repescar al ingeniero descartado, Audenet, para materializar sus ideas en la fragata acorazada Couronne, de casco metálico. El futuro estaba en marcha y asumía Francia la vanguardia del diseño naval en la década de 1860 imitada por el resto de naciones, con Gran Bretaña e Italia a la cabeza.

Primer acorazado, la Gloire, en la que con respecto al navío de línea aparecían coraza, espolón y máquina de vapor, conservando una única cubierta de batería y prescindiendo del alcázar de popa. El peso del aparato propulsor sustituía al tradicional lastre.

El acorazado no solo trazaba una línea diferenciadora en su aspecto, propulsión y concepción innovadora, sino también en campos como las tácticas de manejo en batalla y la estrategia de empleo en escuadra, completamente distintas a partir de ahora. Alarmados, los británicos se lanzaron a la construcción de buques acorazados y aprobaron un desmesurado proyecto, los Warrior y Black Prince, repletos de inventos y que doblaban en desplazamiento a la Gloire, con eslora treinta y cinco metros superior, artillería de cuarenta cañones y máquina más potente para velocidad similar. Inevitablemente desequilibrados, estos mastodontes resultaron casi imposibles de gobernar, así que se moderó el Almirantazgo con el encargo de los Héctor (Héctor y Valiant) similares a la Gloire. Mas enseguida retomaron el camino del gigantismo con los Northumberland de 1865. Pronto surgió también, inevitablemente, el deseo de incorporar a estas nuevas unidades los inventos del Monitor; entre ellas, las torres giratorias con cañones de gran calibre, lo que provocaría graves problemas de diseño.

Mientras tanto, la Gloire fue probada en un crucero de alta mar a Argelia, y las conclusiones, no sin algunas salvedades razonables en un prototipo, fueron buenas. Por su parte, el Warrior —que, restaurado, aún existe como buque histórico en los muelles de Portsmouth— incorporaba novedades como la hélice izable (para navegar cómodamente a vela), cañón giratorio de popa, ascensores de municiones y un largo etcétera, y empezaba a mostrar defectos característicos de los buques blindados como su compleja maniobra, la dependencia del suministro de carbón y, especialmente la aterradora falta de capacidad evolutiva. Cuatro timoneles de guardia podían transformarse en ocho e incluso diez actuando sobre las gigantescas ruedas del timón. En otras palabras, si el Warrior decidía ir recto, era mejor no contradecirle, adquiriendo fama de buque díscolo navegando en flota: en 1868 abordó a su matalote de proa, el Royal Oak, que le arrebataba el mascarón en el choque, quedando como trofeo. Terrible prueba para la honrilla de la dotación del primer acorazado inglés.

UNA BATALLA A ENCONTRONAZOS

La escena internacional iba a proveer de una excelente ocasión para probar los nuevos buques acorazados. Fue la batalla de Lissa, en verano de 1866, entre la flota italiana, fuerte en doce modernos y variopintos blindados bajo el mando del almirante Carlo Pellion di Persano, y la austríaca, a cargo del vicealmirante Wilhem von Teguettoff, con siete acorazados y un navío clásico, el Kaiser. Este combate hay que enmarcarlo dentro de la guerra entre latinos y centroeuropeos para que los primeros lograran su independencia de la mano del conde de Cavour. La marina italiana se había formado uniendo las precedentes borbónica, sarda, pontificia, siciliana y toscana; alineaba varias fragatas acorazadas tipo Gloire, dos de ellas construidas en los Estados Unidos (Re di Italia y Re di Portogallo) aparte de otras cinco (Ancona, Castellfidardo, San Martino, Principe de Carignano y Regina María Pía) construidas en Francia y cuatro pequeñas corbetas acorazadas (Palestro, Formidabile, Terrible y Varese), además de un buque revolucionario, el ariete acorazado Affondatore (‘Desfondador’), en realidad especie de monitor muy potente que concedía toda la prioridad al combate de embestida, es decir, usando el potente espolón metálico de proa del que iba dotado. Construido en los astilleros Millwall, de Londres, fue nuevo producto del confuso universo acorazado, temible sobre el papel: cuatro mil quinientas toneladas de desplazamiento, noventa y tres metros de eslora y armado con dos cañones de diez pulgadas, con una máquina de dos mil setecientos caballos para dar doce nudos.

La flota austríaca, más modesta, tenía solo cinco fragatas acoradas, dos grandes y potentes (Ferdinand Max y Habsburg) y tres antiguas (Kaiser Maximilian, Prinz Eugen y Don Juan de Austria), con una constelación de unidades de madera capitaneadas por el navío de línea a vapor Kaiser. Su principal hándicap era que, habiendo tenido que renunciar a los cañones Krupp suministrados por Prusia, estaban artilladas con piezas antiguas de poco calibre. Teguettoff, mostrando decisión e iniciativa, decidió olvidarse de la artillería y, siguiendo el ejemplo de la Merrimac en Hampton Roads, atacar confiando únicamente en los espolones de proa de sus vapores como arma de combate; se dio así la paradoja de que la flota que disponía de un ariete acorazado (la italiana) resultaría sometida a un demoledor ataque de embestida al abordaje.

Al alba del día 19 de julio, los austríacos, navegando a más de once nudos a través del Adriático, sorprendieron la heterogénea flota italiana protegiendo el desembarco en la isla de Lissa, treinta millas al sur de la actual ciudad croata de Split. Los latinos trataron de formar a toda prisa su línea de acorazados; pero estaban muy divididos, a cargo de los almirantes Vacca, el propio Persano, Riboty y Albini. Cuando, hacia las ocho de la mañana, se recibió en el buque insignia Re di Italia la señal de buques sospechosos a la vista (dada por el vapor Exploratore), Albini tenía sus buques desplegados frente a Karober, a la entrada de San Giorgio, iniciando el desembarco de la tropa; Vacca había vuelto a Komiza, a nueve millas, con sus tres acorazados, y quedaron los Terribile y Varese también fuera. Sorprendido así en el más completo desorden, el almirante italiano tuvo que dirigirse con sus cuatro buques —Re di Italia, Affondatore, Palestro y San Martino— al encuentro de Vacca, seguido por Riboty con los Re di Portogallo y Regina María Pía, a los que debían incorporarse las corbetas. Poco después de las diez, Vacca logró ponerse al frente de la formación con los Príncipe di Carignano, Castelfidardo y Ancona, alcanzándole Persano con los Terribile y Varese a revientacalderas para completar la línea tras Riboty.

Los italianos consiguieron así formar interponiéndose entre el desembarco de Albini en Karober y la imponente formación austríaca que, envuelta en humos, se dirigía derecha hacia ellos con una señal izada en el Ferdinand Max: «Los acorazados atacan al enemigo y lo hunden». En aquel momento cumbre —diez y media de la mañana— a Persano no se le ocurrió otra cosa que ordenar al comandante del buque insignia Re di Italia, Faá di Bruno, que detuviera el barco para transbordar, con su jefe de Estado Mayor y un oficial, al cercano Affondatore, sin molestarse en informar a Vacca, que le precedía, de sus intenciones. Como consecuencia de este inoportuno desacierto, los italianos quedaron en completo desorden, con un gigantesco hueco en el punto más sensible, hacia el que, lógicamente, se dirigió Teguettoff con el Ferdinand Max. Es difícil encontrar en la historia naval un acto tan en contra de los propios intereses como el cometido por Persano al norte de Lissa con su intempestivo transbordo.

La batalla propiamente dicha daría comienzo al introducirse la cuña de acorazados austríacos por dentro de la línea italiana; sin embargo, los subordinados de Persano —Vacca y Riboty— no estuvieron tan mal. Con el Re di Portogallo y el María Pía, el segundo se lanzó a interceptar el paso de la segunda cuña austríaca (los buques de madera del comodoro Petz) para impedirles el paso hacia los transportes de Albini en Karober. Por su parte, Vacca, «cortado» en vanguardia, viendo que se alejaba ordenó un viraje de ciento ochenta grados para intentar lo mismo que Riboty sobre los buques de Petz, desde el otro lado. De haber seguido rumbo al noreste, en menos de una hora (diez millas) se habría estrellado contra la isla de Solta, que, con la de Brazza y la propia Lessina, cierran por completo el paso. Meter con decisión la caña a babor era inexcusable, se quisiera regresar a la batalla o no.

A partir de aquel momento, mezclados los buques de ambas escuadras entre el humo de los disparos en una confusa melée, la batalla naval degeneró en violenta refriega con varios enfrentamientos individuales, la mayor parte sin consecuencias. Los siete acorazados de Teguettoff, tras cruzar la línea enemiga, se dividieron en tres grupos: uno, con el Kaiser Max y el Ferdinand Max, se dirigió contra los tres acorazados que fueran de Persano, Re di Italia, Palestro y San Martino; otro, con el Habsburg y Salamander, fueron a cubrir la posible intervención de los acorazados de Vacca incendiando con sus disparos al Ancona y, por último, los Don Juan de Austria, Drache y Prinz Eugen envolvieron el centro de Persano por la popa del San Martino. El Re di Portogallo de Riboty, con el María Pía, interceptaba la flota de madera austríaca encabezada por el Kaiser, seguido del Varese, mientras Albini, con sus buques de madera y sin blindar, permanecía a la expectativa frente a Karober. Por su parte, el Affondatore, con Persano a bordo, se desmarcó yéndose a pasar revista a doce nudos por todo el frente de batalla, primero en apoyo de Riboty, luego perdonándole la vida al Kaiser, como observador sin implicación en la batalla, simple supervisor sin aparente propósito de emplearse a fondo como era su deber.

Es posible que el Affondatore, con espolón, dos grandes cañones y 2700 caballos de potencia en sus máquinas alternativas, funcionara peor de lo esperado: muy largo (94 metros) y estrecho (12,2 metros), con las dos torres de los cañones cerca de la proa y popa (lo que creaba enormes momentos de inercia contra la evolución) y una sola hélice, resultó que este ariete acorazado tenía radio de giro más amplio de lo previsto y sus presuntas víctimas podían eludirle virando más cerrado. Suele suceder cuando se entra en combate sin probar los barcos recién incorporados; sin descartar, por supuesto, que el Affondatore tal vez lo hubiera hecho mejor con libertad de acción y sin Persano a bordo. De esta manera, cedió el protagonismo de la jornada al hermoso pero vulnerable navío de línea Kaiser, primero en encontrarse con él, abordándose ambos de amura con los desperfectos correspondientes. El ariete desapareció entre el humo y el Kaiser quedó enfrentado al Re di Portogallo, que estaba dañando gravemente dos inermes fragatas de madera de su división. Chocó el Kaiser contra este destrozándose la proa y perdiendo el bauprés, resultando muy averiado por los cañonazos del buque de Riboty. Salía el austriaco maltrecho del lance cuando fue a topar de nuevo con el Affondatore en óptima posición para la embestida. Pero Persano, empeñado en dejar perpleja a la posteridad, tuvo compasión, volviendo a sumergirse en la melée. Después de la batalla alegaría que lo vio tan indefenso que no juzgó caballeroso acabar con él; sus adversarios no serían igual de piadosos, como enseguida veremos.

En efecto, en el centro de la línea, el Kaiser Max trató de embestir al detenido Re di Italia; pero Faà di Bruno había conseguido ponerlo de nuevo en movimiento, y le alcanzó el acorazado austríaco de refilón. Parece que este roce, o un cañonazo, averió el timón del buque italiano, que a partir de entonces tuvo serios problemas de gobierno, saliéndose de línea y con grave peligro de abordaje. Entretanto, Kaiser Max y Ferdinand Max habían seguido camino cañoneando la pequeña corbeta blindada Palestro del capitán Capellini, que llevaba gran cantidad de carbón en cubierta provocando un formidable incendio. Su gente empezó a abandonarlo. Capellini, dándoles libertad, les dijo que se quedaba a bordo para intentar salvar el buque; heroico expediente al que no acompañaría la suerte.

La batalla proseguía; antes de las once y media, Faà de Bruno, encontrando su buque ingobernable, ordenó parar máquinas cuando el Don Juan de Austria se interpuso en su camino. Nunca lo hubiera hecho; emergiendo de la densa humareda, apareció por su costado de babor el Ferdinand Max de Teguettoff, que gobernaba desde la jarcia su comandante, barón Sterneck. Previendo los daños que podía causarse con una embestida, apuntó la proa del Ferdinand Max hacia el Re di Italia y ordenó invertir el giro de las máquinas. La hélice del buque austríaco se detuvo y comenzó a girar en sentido contrario, momento en que toda su masa de más de 5000 toneladas se estrelló a 11 nudos contra el acorazado italiano construido en los Estados Unidos. La proa de hierro penetró profundamente en la sala de máquinas, abriendo un boquete de 36 metros cuadrados. Pero, con la máquina dando atrás, el Ferdinand Max se desgajó acto seguido del costado de su víctima que, herida de muerte, al penetrar el agua en torrente escoró a babor amenazando zozobrar. Viendo su buque perdido, Faà di Bruno se suicidó con su propio revólver antes de que el Re di Italia se fuera a pique, arrastrando consigo 381 de los 550 miembros de su dotación.

Cuando, poco después, apareció por allí el Affondatore, Persano echó de menos su buque insignia, del que nadie supo darle razón. Bastante ocupados estaban los San Martino, Re Di Portogallo y María Pía haciendo frente a los Don Juan de Austria, Drache (que perdió a su comandante, Von Moll) y Prinz Eugen, pudiendo quedar en momentánea inferioridad si el Ferdinand Max y el Kaiser Max decidían completar el cerco, puesto que los Príncipe di Carignano, Castelfidardo y el tocado Ancona combatían con el Habsburg y el Salamander. Persano ordenó a Albini, aún a la espera, que se metiera en la batalla con sus buques sin acorazar, mientras Teguettoff, satisfecho, decidió reagrupar sus desperdigados buques en tres columnas al noroeste de la isla y quedar a la expectativa, vociferando sus entusiasmados marineros venecianos «¡Viva San Marco!». Persano izó la señal de «seguir libremente los movimientos del enemigo»; pero, al ver que nadie lo hacía, se replegó también. El triste toque de timbal lo daría el Palestro, sobre las 14:30: el apurado Capellini había pedido remolque al vapor Governolo; pero, antes, el cañonero, en llamas de proa a popa, voló por los aires llevándose consigo más de la mitad de su dotación. Lo que decidiría a Persano a retirarse rumbo a Ancona, abandonando definitivamente la partida tras sufrir 612 muertos, por apenas unas decenas los austriacos, vencedores en toda la línea.

Con análisis superficial, Lissa se trató de una batalla sorprendente, en la que los buques de vapor reivindicaron viejas tácticas de abordaje al espolón de los trirremes griegos y romanos, dando un anacrónico salto atrás en el tiempo. Pero, en realidad, los nuevos acorazados —aun con aparejo velero— demostraron estar poco maduros, especialmente a nivel de artillería, recurriendo al abordaje al espolón impulsados por la máquina de vapor como último recurso cuando no supieron hacer otra cosa, pues era evidente que combatir costado contra costado habría resultado un suicidio. Hasta que los cañones fueran capaces de hacer algo más contra las potentes corazas almohadilladas con teca pareció que las batallas navales se resolverían a encontronazos. Mas no sería así, pues las novedades estaban en camino: enormes cañones de 305 milímetros de boca, luego de 400, de retrocarga, ánima rayada (para mayor alcance y precisión) y proyectiles explosivos primero —inventados por el francés Paixhans en 1822— y perforantes después (estos a cargo del ruso Makarov, luego héroe de la guerra ruso-japonesa). Las nuevas piezas, sin embargo, eran enormes, y de pesados soportes y apoyos para disparar. ¿Dónde y cómo colocar tan aparatosos artilugios a bordo de un barco de guerra? Esta cuestión tendría que ser resuelta por Dupuy de Lome y tres nuevos genios llegados a un «universo acorazado» que ya abandonaba el bricolaje para internarse en clara profesionalidad: el comandante Cowper Phipps Coles, apasionado partidario de los cañones en torres, el inspector del Cuerpo de Ingenieros de la Marina italiana Benedetto Brin, y un gran ingeniero nombrado director de las construcciones navales británicas de 1863 a 1870, Edward James Reed, el técnico que más materia gris aportaría al acorazado primigenio.

Otras lecciones de Lissa fueron que las corazas se habían mostrado capaces de defender hombres y máquinas; se puso de moda el espolón, que trajo desagradables accidentes entre buques de la misma bandera: en 1869, la fragata rusa Oleg fue embestida y hundida por la mencionada batería acorazada Kreml; el aviso francés Forfait fue partido en dos por el acorazado Jean d´Arc, lo mismo que hizo, en 1873, la fragata española Numancia con el vapor Fernando el Católico. En 1877 repitieron los franceses con los Reine Blanche y Thetis, y al año siguiente los alemanes entraban en la nefasta lista con los Grosser Kurfürst y Koenig Wilhem.

Pero fueron los británicos los que dejaron sin habla al mundillo naval en 1875, cuando el acorazado Vanguard fue echado a pique por su gemelo Iron Duke, alcanzando la triste «excelencia» en 1883, al ser espoloneado y hundido el buque insignia de la Flota Británica del Mediterráneo, acorazado Victoria —insignia del almirante Tryon— por el buque de su subordinado Markham, Camperdown. Entrado el siglo XX los espolones de proa habían empezado a desaparecer, pero, aun así, el excelente crucero tipo Elswick japonés Yoshino sería espoloneado y hundido por su compañero el crucero Kasuga, construido en Italia en 1904. En Lissa, Persano organizó mal sus fuerzas, planificó operaciones contra principios tácticos básicos, deshizo su propia formación en un momento clave de la batalla y procedió de forma excéntrica con el Affondatore. Juzgado por el Alto Tribunal de Justicia italiano, se le acusó de cobardía y traición, luego, más serenamente, de negligencia e incapacidad; fue depuesto y degradado, perdiendo la pensión. A Albini y Vacca también se les relevó. El «magnífico» Affondatore, a los pocos días, embarrancó en Ancona, se hundió en un temporal y tuvo que ser rescatado.

Hubo más lecciones de Lissa: desaparecieron de los buques de guerra las bellas pero arcaicas arboladuras, que en combate solo eran un estorbo además de representar un peligro, como le sucedió al Kaiser. Los timones se demostraron demasiado expuestos a disparos y encontronazos. Debían ser protegidos o sumergirse bajo la carena definitivamente. Lissa también cuestionó la clásica ubicación de la artillería en los costados, vulnerables a la embestida enemiga, valorándose nuevas disposiciones para cañones pesados. Como vemos, si para algunos profanos pudo ser batalla arcaica, para los entendidos no dejó de tener gran aprovechamiento con la mirada puesta en el futuro.

NAUFRAGIOS Y EXPLOSIONES

El primitivo acorazado —fragata acorazada— continuó su evolución de mano de sus creadores. En Francia, las pruebas de la Gloire en alta mar demostraron que este acorazado era capaz de obtener diez nudos en cualquier situación, velocidad vertiginosa comparada con los navíos clásicos; su gemela la Normandie efectuó un largo crucero transatlántico de ida y vuelta a Veracruz en 1862 sin incidentes. Así que, a continuación de la Gloire, los franceses construyeron otras fragatas, las Héroine, Provence, Gauloise, Magnanime, Valereuse, Surveillante, Revanche, Magenta, Solferino, Flandre y Savoie, estas últimas ya con blindaje de quince centímetros, pero aún con aparejo completo. La mayoría tenían casco de madera, aunque la primera fue hecha de hierro. La evolución llegó a fin de la década con diseños de Dupuy de Lome de 1867 como los Océan, Marengo y Suffren, con un reducto sobre el centro del casco, alcanzando las ocho mil toneladas de desplazamiento. Dupuy perseveró con los Richelieu, Colbert y Trident, registrando Francia un avance botando el Redoutable del ingeniero Debussy, que introdujo el acero para reducir peso de coraza.

Todas estas potentísimas fragatas acorazadas construidas por la Francia de Napoleón III en pocos años produjeron la lógica alarma en Gran Bretaña. En el momento de la aparición de la Gloire, Francía disponía de treinta y siete navíos de vapor frente a cincuenta y dos británicos, y alcanzó la paridad con la botadura de estos veinte nuevos acorazados. La Inglaterra victoriana tenía que reaccionar; después de los gigantes Warrior y Northumberland llegaron otras fragatas como las Defence, Resistance, Achilles, Minotaur y Agincourt, todas con los cañones en batería. Los astilleros británicos adoptaron al fin el reducto central con el Bellerophon de 1865, seguido del Hercules de casi nueve mil toneladas. Luego llegaron como mejoras los Audacious, Invincible, Vanguard, Sultan e Iron Duke, con los que Edward Reed dejó impronta de su buen hacer para la Royal Navy, y fue relevado por Nathaniel Barnaby, que en la década de 1870 realizó una espléndida unidad de reducto central, culmen de las mismas, el Superb de 1877. Rebautizado Alexandra por la princesa Alejandra de Gales, era un hermoso buque de vapor con aparejo de vela que, pintado de blanco, marcó con su elegancia y majestuosidad una época en su período como insignia de la Flota del Mediterráneo. Desplazaba casi diez mil toneladas y sus máquinas de ocho mil seiscientos caballos le permitían alcanzar quince nudos sin problemas, estaba armado con doce cañones de gran calibre y protegido por coraza compound (hierro-acero) de más de treinta centímetros de espesor. En el bombardeo de Alejandría de 1882 le alcanzaron sesenta cañonazos que apenas produjeron daño alguno.

Pero el mundo blindado se revolucionó con los acorazados de torres, herederos de la experiencia del Monitor, que los británicos adoptaron con entusiasmo pues era opción que podía permitirles recuperar la vanguardia tecnológica y la hegemonía naval. El comandante Cowper Coles impulsó la construcción de un supermonitor experimental, el mencionado Royal Sovereign; era solo un experimento que Edward Reed miró con desagrado. Pero Coles, con agarraderas políticas, siguió apretando, hasta conseguir que el Almirantazgo aprobara fondos para construir un acorazado de altura con torres de artillería giratorias; le correspondía, sin embargo, a Reed materializar el proyecto, que hizo colocando sobre un casco con alto bordo de ocho mil trescientas toneladas, cien de eslora y dieciocho de manga, dos torretas giratorias de dos cañones de trescientos cinco milímetros cada una, en el centro del buque y sobre la línea de crujía, capaces de alcanzar blancos a más de seis kilómetros de distancia. A pesar de todo, el buque, construido en Chatham y bautizado Monarch, resultó excelente, rápido (quince nudos) y marinero. La profesionalidad de Reed quedó demostrada sacando con brillantez adelante ideas que no le apasionaban, pues prefería, como los ingenieros franceses, el reducto central para los blindados.

Cowper Coles, sin embargo, no quedó satisfecho en absoluto. Reed no le había dejado participar en el proyecto del Monarch. El quería más, y lo dejó plasmado en la prensa de la época: un acorazado de alta mar con casco de bordas bajas ofreciendo así menos blanco al enemigo, pero poco estable transversalmente por la pérdida de reserva de flotabilidad inevitable. Contra viento y marea, Coles lo sacó adelante; fue el Captain, con la misma artillería del Monarch pero que, a diferencia de este, en vez de poner las torretas sobre cubierta las ubicaba en las bodegas, desapareciendo gran parte de los costados. Para disparar (no quedaba otra) hubo que prescindir de toda la sección media del barco, quedando las bordas del combés a tan solo 2,5 metros de la flotación. Construido en Laird de Birkenhead, tenía tres mástiles como el Monarch y máquina capaz de hacerle alcanzar 14 nudos. Al botarlo en 1869 flotó dos pies menos de lo previsto, quedando el francobordo en solo 1,9 metros. Peligrosa cifra. Reed advirtió preocupado su escaso par de adrizamiento, pero tuvo que dar aprobación a los cálculos, correctos para los conocimientos de la época. Con su hermoso aparejo de fragata, el Captain se unió a la escuadra y la noche del 7 de septiembre de 1871, frente al cabo de Finisterre, un temporal moderado lo volcó y se fue a pique como una piedra durante unas maniobras a casi un centenar de millas de la costa. Cowper Coles y otros notables desaparecieron con él, solo sobrevivieron 19 hombres de los 500 de su dotación.

La tragedia del Captain mostró los peligros que ideas muy evolucionadas pero sin estudiar a fondo podían tener. Reed, cuya forzada aprobación al proyecto le dejó tocado, abandonó estas ideas pero no el acorazado de torres, diseñando a continuación buques mixtos que prescindían por completo del aparejo de las velas, los Devastation de nueve mil toneladas, con el reducto central para él tan apreciado (protegiendo máquinas y órganos vitales del buque) y además torres de artillería de 305 a proa y popa. Es conveniente no confundir a estos Devastation británicos (Devastation, Dreadnought y Thunderer) con la batería acorazada francesa Dévastation, de la que se trató en su momento; tampoco con el posterior dreadnought, cabeza de serie de la cuarta generación. Equilibrados pero poco llamativos, los Devastation de mediados de la década de los 70 fueron antepasados directos de la clase almirante (Collingwood, Camperdown, Benbow, Anson, Howe y Rodney), primeros policalibres con los que este ingeniero alumbró, gracias a su excelente trabajo, la tercera generación de acorazados predreadnoughts, tras la primera de las fragatas acorazadas y la segunda de los blindados de reducto central o torres. Igual que el Warrior, aún queda uno de ellos en nuestros días, el Cerberus de 1873, adquirido por Australia para la defensa del puerto de Melbourne ¡contra los rusos! y que aún está allí, hundido en aguas de poco fondo.

Acorazado de torres y segunda generación Duilio, respuesta italiana al impreciso concepto inicial del buque blindado.

Estos prometedores y armónicos diseños no le evitaron a Reed otra polémica, esta vez a cuenta de los italianos. Muy pendiente del desarrollo del buque blindado tras el estropicio de Lissa, Benedetto Brin fue capaz de proyectar, por las mismas fechas que los Devastation británicos, dos acorazados de torres, mastodontes de 11 000 toneladas que los superaban por completo, los Duilio y Dandolo de 1876 y 78, montando cuatro enormes cañones de 450 milímetros cada uno para empeñar al enemigo a 10 kilómetros de distancia, convirtiéndose así en los barcos más poderosos del mundo. ¿Cómo consiguió meter Brin estas piezas monstruosas en el casco? Hay que reconocer que con mucho talento, introduciendo la línea oblicua a la crujía del barco. El secreto del Duilio se basaba en un casco de gran calado (casi 9 metros) y francobordo muy contenido, con ambas torres montadas al centro, pero a uno y otro lado de la crujía, a diferente distancia de proa y popa. La coraza solo blindaba las torres y sus elementos anejos, formando una especie de reducto elíptico. Directamente promocionados por un veterano de Lissa, el almirante Riboty (que se salvó de la quema a bordo del Re di Portogallo) se trataba, en suma, de buques mediterráneos de poca autonomía, aunque suficientes para conmover los estados mayores de las marinas más poderosas del orbe; entre ellos, cómo no, al Almirantazgo británico, pues el Duilio cuestionó las sobrias y atinadas creaciones de Reed. En Estados Unidos un senador llegó a afirmar que toda la flota de la Marina estadounidense (de 1880) podía ser destruida por los acorazados italianos, que vieron su serie crecer rápidamente con otros tres, Andrea Doria, Ruggiero di Lauria y Francesco Morosini.

El caso es que Reed, sorprendido por el éxito del Duilio, tuvo que poner en grada (un año después que el Duilio) el acorazado de torres Inflexible, tan parecido que era prácticamente idéntico salvo algún detalle (las torres estaban ubicadas al contrario, menor calibre de piezas y espesor de coraza). Reed decía que ese diseño era suyo y defendía en la Cámara de los Comunes haber sido plagiado para enzarzarse luego en inútil polémica del diario Times contra los marinos italianos. Posiblemente no tenía razón, pero lo cierto es que el Duilio ha sido tradicionalmente sobrevalorado por sus creadores, alegando que se trataba de un barco revolucionario. Era, en efecto, diseño extremo y muy avanzado, pero careció de la armonía de los diseños de Reed que terminarían abriéndose paso al futuro dando como resultado el policalibre de finales de siglo; mientras que los Duilio, apenas potenciados por los Italia y Lepanto posteriores, quedaron con su desarrollo estancado, en parte por la compleja situación política italiana. Por no hablar de la construcción naval francesa, que se alejó del acorazado de torres y con la crisis franco-prusiana de 1870 y la caída de Napoleón III vio su liderazgo tecnológico desvanecerse para dejar paso a las gradas y gabinetes de diseño británicos, que presumían de producir los mejores barcos del mundo.

La fama del Duilio tendría efectos insospechados. Los alemanes, que siempre fueron imperio continental, mostraron interés por la mar y las escuadras a partir de la década de los 70 decimonónicos. Con las tres grandes fragatas tipo Preussen, similares al Monarch de Edward Reed, comenzaron a introducirse en el «mundo acorazado», botando a continuación los Kaiser y Deutschland de reducto central y alcanzando sus primeros policalibres con los cuatro Brandenburg de 1891, compitiendo con Francia como segunda potencia naval mundial. Deslumbrados también los alemanes por el espejismo del Duilio, en 1882 construyeron dos buques de este tipo armados con cañones de 12 pulgadas para China, Ting Yuen y Chen Yuen, protagonistas de la batalla del Yalú en 1894. Otra potencia que soñaba con los primeros puestos era Estados Unidos que, a finales del siglo XIX, tenía una modesta escuadra constituida por seis acorazados —Oregón, Iowa, Indiana, Massachusetts, Texas y Maine— y los cruceros protegidos Olympia, Brooklyn y New York. El menor de los acorazados, Maine, era en realidad un barco extraño, buena muestra de lo poco claras que estaban las ideas de los ingenieros navales norteamericanos. Venía a ser una especie de Duilio «de bolsillo», reducido a las tres cuartas partes, con 6.700 toneladas de desplazamiento y 4 cañones de 254 mm. en dos torres, además de otras 6 piezas de 6 pulgadas distribuidas por la cubierta.

No contento con ser un pésimo acorazado, el Maine terminó sus días provocando una guerra.

Si comparamos los planos en planta de ambos buques (Duilio y Maine) vemos que el segundo, botado 14 años después, tenía ambas torres de artillería mucho más separadas. Es decir, los ingenieros americanos no se habían dado cuenta de que el secreto del acorazado italiano era mantener la masa de ambas torres cerca del centro de gravedad, evitando peligrosos momentos de inercia longitudinales. Efectivamente, el Maine se reveló mal buque, poco marinero y que tendía a meter la proa en la mar cuando se forzaba la máquina; ordenar «avante toda» era para su comandante internarse en una temeraria zona roja. Otro de los muchos defectos del Maine era que tenía los pañoles de municiones contiguos a las carboneras, con el peligro que ello representaba por las combustiones espontáneas del mineral.

A comienzos del año 1898, en plena crisis hispano-norteamericana a cuenta del abierto intervencionismo yanqui en la insurrección cubana que ya llevaba años sofocándose y estallando periódicamente, el defectuoso Maine, al mando del comandante Charles D. Sigsbee, fue enviado al puerto de La Habana en visita de cortesía, detrás de la que se ocultaba una clara actitud intimidatoria, ocupándose el comandante Sigsbee de recolectar la debida «inteligencia» para una posible invasión de la isla. Ocupado en tan trascendente misión, debió olvidar que las carboneras de su buque estaban atestadas de carbón bituminoso que quemaba muy bien, en vez del habitual de antracita suministrado por la cercana base de Key West. El único problema del primero era que también tendía a prenderse solo, originando incendios espontáneos. Por lo que las carboneras debían estar vigiladas debidamente, ventilándose de forma adecuada. Pero La Habana es puerto tropical y caluroso, donde uno parece desconectar y animarse al ritmo caribeño característico nada más tomar contacto con la isla y correr el aire por todas las dependencias del buque.

La noche del 15 de febrero de 1898 estaba el Maine amarrado a la baliza C del puerto de La Habana, prácticamente en el centro de la bahía, entre el barrio de Regla y el casco urbano, con el crucero español Alfonso XII a estribor y el mercante también americano Ciudad de Washington a popa. Poco antes de las diez, explotaron sus pañoles proeles de municiones de 140 milímetros; en tan poco calado, la onda expansiva rebotó contra el fondo, volvió al buque y lo partió por la mitad, desgajando la proa y hundiendo al acorazado, que se llevó consigo las vidas de 258 marineros. El comandante Sigsbee, superviviente de la explosión, telegrafió inmediatamente a Key West, informando del siniestro: el buque estaba destruido con muchos muertos y, literalmente, «La opinión pública debería reservarse hasta más información.» Juiciosa pero estéril recomendación. El día 17, el New York Journal abría sus cabeceras —de las que disponemos— con los siguientes titulares: «La destrucción del buque de guerra Maine ha sido trabajo de un enemigo»; «El Secretario Roosevelt está convencido de que la explosión del buque de guerra no ha sido un accidente»; «Oficiales navales —a los que no se cita— piensan que el Maine