Grandes batallas navales desconocidas - Víctor San Juan - E-Book

Grandes batallas navales desconocidas E-Book

Víctor San Juan

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Desde la Caída de Constantinopla y la Guerra de Flandes hasta la Segunda Guerra Mundial, conozca catorce desconocidas campañas navales de ámbito universal, que, a pesar de su trascendencia y marcar su época, suelen permanecer ignoradas o minusvaloradas. Un recorrido diferente por la historia naval, no a través de las clásicas batallas, sino de las otras que, por uno u otro motivo (investigación poco exhaustiva, pertenecer a períodos poco estudiados, ser extrañas en nuestro país o quedar ubicadas en épocas con otras más famosas) quedaron al margen, pero cuya relevancia se desvela sin más que repasar sus líneas. Antes del descubrimiento de América, resultan desconocidos los combates navales excluidos los de griegos y persas, cartagineses y romanos; el trabajo aporta los librados en la toma de Constantinopla (Estambul). Igualmente, es poco sabido que las guerras de Flandes tuvieron enfrentamientos navales como se desvela en el Puente de Farnesio. Introducidos ya en la Segunda Guerra Mundial, nos adentraremos en nuevas perspectivas desmitificadoras que se ofrecen de la conquista de Narvik durante la campaña de Noruega, el combate del Río de la Plata y la larga pugna en las batallas de Guadalcanal. Mientras que pocas veces se encuentra una completa reseña de una brillante victoria naval como la de la isla Savo (tal vez porque vencieron los japoneses) ni de las míticas y sacrificadas hazañas del Tokio Express. Todo ello contiene esta obra cuya pretensión es la aportación de nuevos datos, visiones y

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Grandes batallas navales

Grandes batallas navales desconocidas

VÍCTORSANJUAN

Colección: Historia Incógnita

www.historiaincognita.com

Título:Grandes batallas navales desconocidas

Autor: © Víctor San Juan

Copyright de la presente edición: © 2016 Ediciones Nowtilus, S. L.

Doña Juana I de Castilla 44, 3º C, 28027 Madrid

www.nowtilus.com

Elaboración de textos:Santos Rodríguez

Diseño y realización de cubierta:Universo Cultura y Ocio

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjasea CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com;91 702 19 70 / 93 272 04 47).

ISBN edición digital:978-84-9967-822-1

Fecha de edición: Noviembre 2016

Depósito legal: M-33111-2016

Para Carolina e Irene San Juan

Índice
Introducción
Capítulo 1. Estambul, puerto de mar (1453)
El centro del orbe
El ataque veneciano
El peligro otomano
La ciudad acorralada
Batalla por un convoy
Navegando por tierra
Asalto final
Capítulo 2. La conquista de Amberes (1585)
Un barco contra un puente
Alzamiento y rebelión
Críticas alternativas
La conquista de Amberes
El puente de Farnesio
Capítulo 3. El almirante cenará solo (1631)
La expansión marítima holandesa
Expugnación de Salvador de Bahía
Oquendo contra Holanda
Capítulo 4. Dónde se perdió Gibraltar (1704)
Un nuevo rey para España
La guerra de Sucesión
Encuentro frente a Málaga
Capítulo 5. Aniquilación y exterminio (1827)
Naumaquias ancestrales
Un tipo peculiar
Trampa mortal
Capítulo 6. ¿Retorno al pasado? (1866)
La independencia de Italia
La marina austriaca
Batalla inesperada
Capítulo 7. Diluvio de proyectiles (1894)
Galimatías inextricable
Inicio de hostilidades
Batalla frente al río
Capítulo 8. A la sombra del desastre (1898)
La explosión del Maine
Desde Cárdenas A Cienfuegos
Forzador de bloqueo
Capítulo 9. La división de Vladivostok (1904)
Expansión hacia el este
Se inicia la guerra ruso-japonesa
La escuadra de Vladivostok
La batalla de Ulsan
Capítulo 10. Lo cierto de un suicidio (1939)
Nueva perspectiva
Historia de un corsario
Rumbo al desastre
Capítulo 11. Lucha por un fiordo (1940)
Un escenario sin escapatoria
Plan improvisado
Tres sangrientas batallas navales
Capítulo 12. Rotunda victoria (1942)
Guerra tecnológica en el Trópico
La invasión de una isla
Victoria fulminante
Capítulo 13. Confusión en la noche (1942)
Cuatro buques como cuatro montañas
La isla maldita
A ciegas contra el enemigo
Dos gigantes indetectados
Capítulo 14. El legendario Tokio Express (1943)
La mejora de una estirpe
Tassafaronga, victoria legendaria
Luchando por las Salomón
El ocaso del Tokio Express
Bibliografía y fuentes
Enciclopedias

Introducción

En este libro vamos a tratar de conmover al lector con algo más que una serie de curiosidades. La propia historia –en nuestro caso, la naval– es muy singular y ofrece episodios tan sumamente peculiares e irrepetibles que podemos acabar sorprendidos viendo confirmado aquello de que la realidad llega a superar con mucho la más calenturienta imaginación. ¿Cómo podríamos hablar, si no, de una batalla que se ganó navegando con los barcos sobre tierra? ¿O de otra en la que hizo falta traer las aguas para que los buques pudieran navegar? ¿Conocemos realmente en España a uno de nuestros más grandes almirantes? ¿Podría creernos alguien si le decimos que Gibraltar no se perdió en tierra –como siempre hemos sospechado–, sino en la mar? ¿Y qué tal si afirmamos que, en la catastrófica guerra de 1898, España ganó dos combates navales? Por no hablar de otras circunstancias que nos muestran la paradoja de dejar al margen episodios olvidados que se muestran, en realidad, cruciales.

A la hora de hablar de grandes batallas navales, todo el mundo tiene en mente Salamina, Lepanto, la Armada Invencible o Jornada de Inglaterra, Trafalgar, Jutlandia y tal vez la batalla de Midway, de las que casi todo el mundo ha oído hablar. Evidentemente, a este grupo de enfrentamientos «estelares» hay que añadir otros sólo conocidos por expertos o entusiastas conocedores de la historia, como las batallas de Solebay, Barfleur-La Hogue, Augusta, Quiberon, Lagos, San Vicente, Tolón, Aboukir, Camperdown, Santiago de Cuba, mar Amarillo, Tsushima, Coronel, Malvinas, Doggerbank, Tarento, estrecho de Dinamarca, Matapán, Pearl Harbour, mar del Coral, mar de las Filipinas o golfo de Leyte; más lejos, nos internamos en espacios desconocidos para el vulgar aficionado como Azores, Veracruz, los Downs, Pan de Cabañas, Dungeness, los Cuatro Días, Texel, Las Santas, Finisterre, Basque Roads, Singapur, mar de Java, Aleutianas, Komandorski y un largo etcétera.

En claro solape con estas últimas, pero dando también un leve paso más allá, es donde pretende moverse este libro, llevando al lector a batallas navales de las que apenas habrá oído hablar, pero que, sin embargo, tuvieron una importancia crucial en su momento histórico. Aquí encontrará el lector la batalla a la que se debe, en su día, la trascendental separación de los Países Bajos en Holanda y Bélgica; la que procuró que en Brasil se hable portugués en vez de bátavo; y profundizaremos en la gran derrota, aparentemente estrambótica y a contratiempo, con la que la Marina italiana inicia su andadura histórica. El final de la centuria decimonónica trajo varios importantes conflictos, China contra Japón, Japón contra el Imperio ruso, España contra los Estados Unidos, algunas de cuyas batallas se han ignorado u olvidado, escamoteando así imprescindibles piezas del puzle de la historia. Una famosa batalla –la del Río de la Plata– puede encontrar nuevas lecturas, y el remoto enfrentamiento por un fiordo al inicio de la Segunda Guerra Mundial ser causa desmitificadora de las operaciones «relámpago» del Tercer Reich alemán. Es de común conocimiento cómo se vino abajo (como un gran soufflé), con la acometida estadounidense, el perímetro defensivo japonés fraguado tras la «infamia» de Pearl Harbour, pero pocas veces se ha hecho hincapié en los combates y enfrentamientos que permitieron abrir brecha en la «muralla», fatal de necesidad, de Guadalcanal. Bueno será entrar también en las peculiaridades de esta campaña naval, con sus confusos combates nocturnos en los que casi nunca ganaba el poseedor de la superioridad absoluta. Secretos que, finalmente, pueden tener enigmático nombre: el Tokio Express.

Todos estos episodios, precisamente por desconocidos, guardan para el lector adicto a la literatura marítima circunstancias inverosímiles, héroes insospechados, rotundas victorias desconocidas y barcos, hoy olvidados, que en su día fueran famosos y los mejores del mundo en su clase. Es por todo ello que un repaso de las batallas navales poco conocidas –o, como también se podría decir, de la «naumaquia incógnita»– puede aportar al saber común una sustancial piedra de toque, servir para el conocimiento de notables figuras olvidadas y, por supuesto (con el debido respeto a las tragedias que se narran y el sufrimiento de sus protagonistas), ser buen entretenimiento para quien tenga tiempo de sumergirse en estas líneas, sin más propósito que una amena, completa y bien expuesta divulgación.

Víctor San Juan, 2016

Capítulo 1

Estambul, puerto de mar (1453)

Las batallas del Cuerno de Oro

EL CENTRO DEL ORBE

Si, durante el primer milenio después de Cristo, hubiéramos de buscar sobre la faz de la tierra el centro del mundo, ese lugar se hallaría en la ribera occidental de los estrechos del Bósforo, entre el mar Negro y el de Mármara, o entre los continentes de Europa y Asia: Constantinopla, ciudad universal, conocida en nuestros días por su nombre turco de Estambul. En el año 330 d. C., el emperador Constantino decidió el traslado a aquel lugar, a caballo de los imperios oriental y occidental, de la ancestral sede en Roma, donde quedó el papa como único representante –cuando no tenía lugar un cisma– del imperio divino. Desde el punto de vista estratégico, Constantinopla (la ciudad de Constantino) presentaba grandes ventajas sobre Roma; desde el comercial y cosmopolita, situada en un multitudinario cruce de caminos, también. El lugar era inmejorable: ubicada sobre un promontorio en el mar de Mármara, su planta triangular estaba flanqueada, al norte, por el brazo lacustre del Cuerno de Oro y, al sur, por dicho mar; en el lado restante, sobre tierra (de unos seis kilómetros) el recinto quedaba protegido por una muralla exterior, que construyó el propio Constantino, y otra interior, la de Teodosio II. No era raro que la ciudad tuviera fama de inexpugnable; mas, como todo lo que la tiene desaforada, no lo era.

Antiguo plano de la Constantinopla bizantina, en el que se puede ver el esquema básico de la ciudad, aún vigente en la Estambul turca: el triángulo central rodeado de murallas, el brazo de mar del Cuerno de Oro separándolo de la genovesa ciudad de Pera y el estrecho del Bósforo en el ángulo superior derecho.

Parece que el traslado de la sede imperial a la ciudad no se produjo por las anteriores consideraciones, sino por una tremenda tragedia familiar. Constantino era hijo de Constancio Cloro, uno de los hombres fuertes del emperador Diocleciano, y Helena, heroína de la cristiandad pues se le atribuye la conversión de su hijo a la nueva fe que desterraba a los clásicos y acomodados dioses romanos, heredados del Olimpo griego, remitiendo al practicante directo a las fauces de los leones del Circo Máximo. A los treinta y dos años, cuando su padre falleció en plena campaña contra los pictos, Constantino fue asociado al trono con el título de «augusto y césar», que, en aquellos tiempos turbulentos, sólo significaba ser candidato en liza para proclamarse emperador. Antes de obtener el cargo, había que deshacerse de los rivales: el primero, su suegro, el temible Maximiano Hercúleo, que quiso matarle por su propia mano –con un puñal– pero falló, confundiéndole con un esclavo. El estremecido Constantino tuvo que obligarle a abrirse las venas para no ser ajusticiado con deshonor, cosa que el viejo aceptó, pero Fausta jamás perdonaría a su esposo por este hecho. También desapareció Galerio, compañero anticristiano de su padre, por enfermedad, dejando al cruel Licino que, después de asociarse a él, tuvo que ser desterrado y asesinado. Por último estaba el imponente Majencio, jefe de la guardia pretoriana, al que Constantino derrotó, al frente de su caballería, en las mismas riberas del Tíber; el jefe de los pretorianos murió al hundirse el puente que los suyos, en masa, cruzaban sobre el río.

Ingenuo, Constantino creyó haberse librado de todos sus enemigos, cuando la peor, Fausta, rumiaba la venganza en su propia almohada. Le dio al menos cuatro hijos, Crispo, Constantino El Joven, Constancio y Constante, y la mujer no tuvo mejor idea que indisponer al primero –que era un sol– contra él, siendo acusado de traición. Constantino, implacable, ordenó ejecutarle y, luego, también a Fausta, culminando así una tragedia digna de Shakespeare. Atormentado por el remordimiento (al fin y al cabo, era cristiano), el emperador proyectó su aversión sobre Roma, de la que no quiso saber nada más, ordenando la mudanza a la ciudad del Bósforo, que, al tomar su nombre, iniciaba su andadura con una tragedia y la culminaría, 1.123 años después, con otra absoluta, nada menos que la pérdida del símbolo de la cristiandad –la propia ciudad–, que cayó en manos de los turcos tras un célebre asedio que ha pasado a los anales de la historia. Mentalmente, sin embargo, suele relacionarse la caída de Constantinopla con una terrorífica pugna a muerte sobre una muralla derruida, algo parecido a la Toma de Jerusalén, cuando, en realidad, en el cerco y sitio del último bastión del Imperio cristiano de Oriente (Bizancio) tuvieron lugar nada menos que tres batallas navales, circunstancia lógica tratándose de una ciudad que no sólo era un gran puerto marítimo comercial –el Cuerno de Oro–, sino que se asomaba al mar casi cerniéndose sobre él, de la mar recibía el sustento y cuyas aguas, el estratégico Bósforo, podía controlar desde su privilegiada posición. Puede que los barcos no decidieran la caída de Constantinopla, pero sí podemos afirmar que el fracaso de las armadas cristianas –aun demostrando ser superiores a las otomanas– fue una de las causas que propiciaron el desastre final.

En tiempos de gloria, Constantinopla era una brillante urbe llena de riquezas que todo monarca habría deseado; de ahí que, a lo largo de su dilatada historia, tuviera que soportar repetidos asedios, casi todos fallidos. La capital de Bizancio combinaba la majestuosidad de Occidente con el exotismo y voluptuosidad orientales, erigiéndose en auténtica meca de la ostentación, donde ceremonias muy parecidas a nuestras fashion weeks –pero con otros matices– se prodigaban cada semana. Altas construcciones competían en sofisticación y lujo, y los palacios reales, sede del emperador y la emperatriz, estaban preservados por un halo de misterio enigmático que defendían, a punta de espada, auténticos ejércitos de incondicionales eunucos, versión bizantina de los pretorianos romanos.

El emperador o basileus de Bizancio era el elegido por Dios, e infalible. Dueño de las vidas de todos sus súbditos y con autoridad para llevar a cabo las peores atrocidades sin tener que encomendarse ni pedir permiso a nadie, subordinaba todo –incluso la religión– a la razón de Estado, ejerciendo poder ejecutivo, legislativo y judicial absoluto, como alma que era, al fin y al cabo, de un imperio que, entregado a la fe cristiana (tras Constantino, Juliano El Apóstata quiso retornar al culto a los dioses, pero su sucesor, Joviano, volvió a instaurar la cruz en Bizancio), llenó Constantinopla de templos e iglesias repletas de todo tipo de reliquias y símbolos venerables, como las sandalias de Jesucristo o los cabellos de Juan Bautista, entre los que destacaba el Lábaro, estandarte en cruz de Constantino que, según la leyenda, se le apareció con el lema: «Con esta enseña vencerás».

En rango seguía al emperador y la emperatriz el patriarca de la Iglesia ortodoxa. Los centros de salud no existían en Constantinopla, pues templos e iglesias ocupaban su lugar, siendo además lugares culto, iluminación y guía; los monjes eran muy venerados por su sabiduría en todo tipo de materias, aunque, para servicios «especiales», estaban los astrólogos y adivinadores. El harén oriental se transformaba en Bizancio en gineceo, donde muchas mujeres moraban y la gran mayoría trabajaban para una industria textil en régimen de monopolio del Estado. El Hipódromo sustituía al Foro romano como lugar de encuentro, reunión, conspiración y manifestaciones; en 532, con el emperador Justiniano en el trono, se amotinaron treinta mil ciudadanos que, congregados en el Foro, fueron aniquilados por el general Belisario, al que envió la emperatriz y exprostituta Teodora. Por las calles de la ciudad, con casas de dos pisos, circulaba un crisol de razas, asiáticos y orientales, escitas e ilirios, africanos y griegos; Bizancio nunca practicó el racismo, sino todo lo contrario, aunque la homosexualidad recibía condena de muerte. La espléndida catedral de la Divina Sabiduría, Santa Sofía, construida por Antemio de Tralles, era orgullo de la cristiandad. Siendo así, como era Constantinopla, tentador pastel lleno de asombrosos monumentos, delicias y curiosidades, a nadie puede extrañar que bárbaros invasores y codiciosos, por Oriente y Occidente, trataran secularmente de hacerse con ella.

Los asedios fueron innumerables pero, entre los más destacados, la tentativa de 717 d. C. merece especial atención por lo que concierne a nuestro propósito. El último emperador romano había sido Justiniano, puesto que sus sucesores se consideraron sólo bizantinos, proclamándose así el Imperio de Oriente. Uno de ellos, Heraclio, gran guerrero, hubo de hacer frente, en 626, tanto al peligro del este como al del oeste, es decir, a los persas por un lado y eslavos, búlgaros, ávaros y gépidos por el otro, que decidieron atacar Constantinopla por ambos flancos, fracasando precisamente gracias al dominio bizantino del mar. Después, Heraclio derrotó a los persas en Nínive, pero eso no era nada comparado con la avalancha que se le venía encima, esta vez desde el sur: en 630 comenzó el despegue fulgurante y abrumador del islam, de la mano de los sucesores del profeta Mahoma, Abu Bakr y Omar, cuyos generales derrotaron a los bizantinos en Ajnadain, Yarmuk y Heliópolis, haciendo caer en manos de los musulmanes Persia, Irak y la joya de la corona, el granero de Egipto, esta última en 642. Un peligroso enemigo surgía para disputar Oriente a Bizancio, dispuesto al acoso y derribo sin descanso.

En 655, el califa («sucesor», del Profeta, se entiende) Otmán decidió conquistar Constantinopla por mar, enviando una flota contra la ciudad que derrotó por completo a la escuadra bizantina, pero Otmán fue asesinado y, mientras Moavia y Alí (yerno de Mahoma) se disputaban el poder, los victoriosos barcos musulmanes prefirieron retirarse. Cuando ganó Moavia pudo enviarla de nuevo, en 672, pero los repetidos ataques fueron brillantemente rechazados por la repuesta escuadra bizantina de Constantino IV, ya en el poder, actuando desde su base en el Cuerno de Oro. El brazo de mar que constituye el puerto de Estambul era la base de estos barcos, protegidos mediante una cadena flotante u obstrucción que iba desde la punta del Serrallo (en el encuentro entre las aguas del Cuerno de Oro y el mar de Mármara, vértice «marino» del perímetro de la ciudad) hasta la orilla de enfrente en el poblado de Gálata o Pera, posición estratégica. Finalmente, un enorme temporal causó muchos daños a la flota árabe, cuyos restos fueron luego exterminados por los bizantinos.

Al gran Constantino IV le sucedió Justiniano II, viéndose sumido el Imperio en un caos –setecientos cincuenta años antes de su hundimiento inapelable– que parecía prólogo de su definitivo final. En el verano de 717, Maslama, hermano del califa Solimán, emprendió el camino de Constantinopla con dos mil barcos y ochenta mil hombres; cruzó el Helesponto (Dardanelos) no sin antes ordenar a los beyes en África y Egipto mandarle refuerzos lo antes posible. Llegó ante la ciudad el 15 de agosto, comenzando el asedio. Surge entonces la notable figura del emperador León El Isáurico, que, como general, conocía muy bien a Maslama, pues le había derrotado en el cerco de Amorio (716). Lo primero que hizo fue establecer una alianza con Tervel, rey de los búlgaros, lo que obligaba a Maslama a cuidar muy bien su retaguardia. Luego, ambos ejércitos se enzarzaron por el lado de tierra, con los típicos aparatos y machinas «asaltamurallas» medievales, una guerra de trincheras que no dio resultado.

La resolución vendría por mar: Maslama había decidido, con buen criterio, bloquear el Cuerno de Oro –es decir, el tránsito comercial bizantino, por donde podían llegar refuerzos y provisiones– mediante dos flotas, una que cerraría el Egeo y, la otra, el paso del Bósforo en su desembocadura al mar Negro. Se hallaba esta tratando de alcanzar su puesto en contra de la poderosa corriente, a la altura de la punta del Serrallo, cuando bajó la cadena del Cuerno de Oro y zarpó de improviso la flota de galeras al mando de León, acometiendo la vanguardia musulmana no sólo a base de arietes y abordajes, sino también –y fundamentalmente– con la nueva «arma secreta», el fuego griego, mezcla de nafta, sulfuro y cal viva que se incendiaba al simple contacto con el agua. Veinte naves musulmanas fueron destruidas y otras tantas apresadas, pero, ante la llegada del grueso de la escuadra enemiga, que podía envolverles con su número, León ordenó el regreso al abrigo del Cuerno de Oro, manteniendo la cadena bajada en abierto desafío.

Los musulmanes, sin embargo, habían tenido bastante. La flota para el bloqueo del Bósforo no sólo no se atrevió a penetrar en el Cuerno de Oro, sino que tampoco continuaron su ascenso al norte, regresando a las seguras aguas del mar de Mármara. Maslama no logró, así, cerrar el cerco, y entretanto falleció su hermano el califa, Solimán, de indigestión. El invierno de 718 resultó extremadamente duro pero, llegada la primavera, apareció al fin la flota de Egipto, cuatrocientos barcos al mando de Sofiam Pachá, a los que se encomendó inmediatamente establecer el hasta entonces fallido bloqueo del Bósforo. En su estela llegaron trescientos barcos africanos al mando de Yezid Pachá, revitalizando su maltrecha escuadra el bando islámico. Sofiam logró, en plena noche, remontar las corrientes del Bósforo para establecerse aguas arriba, en Argos, cerrando así para los bizantinos el paso al mar Negro, mientras los africanos, con base en Bitinia, bloqueban el Egeo.

Lo que pudiera parecer una tubería de gran diámetro se trata en realidad de uno de los cañones turcos emplazados en Rumili Hissar, fuerte edificado en el lado europeo por Mahomet II para completar, con el de Anadolu en la orilla de enfrente, el control del Bósforo. El empleo de artillería en el sitio de Constantinopla fue decisivo.

La situación para la ciudad volvía a ser crítica, así que León, ni corto ni perezoso y dispuesto a jugarse el todo por el todo, mandó bajar la cadena lanzándose sobre la flota de Argos, a la que atrapó completamente desprevenida. Los egipcios no sólo fueron aniquilados, sino que, habiendo desertado gran parte de los prisioneros cristianos que bogaban en sus galeras, estas fueron empujadas a tierra y destruidas con fuego griego, emprendiendo luego el bravo León y los suyos persecución por tierra hasta destruir el ejército musulmán de la parte asiática. Aislado en Europa Maslama, era el momento de Tervel y su horda búlgara, que hizo perecer más de veintidós mil enemigos en el encuentro al sur de Adrianópolis. El asedio había terminado, y Maslama, responsable del fracaso, fue llamado por el nuevo califa, Omar II, a la corte de Damasco, donde respondería de sus actos. Para colmo de desdichas, en su retirada la armada musulmana fue sorprendida por un nuevo temporal, sobreviviendo únicamente cinco galeras de las más de dos mil quinientas que tomaron parte en el asedio a Constantinopla. Tómese buena nota de que este asedio fracasó en batallas navales, ambas en el Bósforo, que decidieron la suerte de la ciudad, es decir, el triunfo de León y su dinastía isaúrica, a la que seguirían otras siete, frigios, macedonios, comnenos, angeles, latinos, nicenos y paleólogos; le quedaba aún mucha cuerda a la fastuosa ciudad salvada desde la mar.

Mientras en Europa prosperaba el Imperio carolingio, heredero del de Occidente, Bizancio se veía revitalizada por la dinastía macedonia, que tuvo origen en el esclavo Basilio y contó con emperatrices como Zoe o Teodosia. Las armadas musulmanas tampoco levantaban cabeza, sufriendo una gran derrota en 849 en aguas de Ostia, ante las galeras del papa. A partir del año 1000, Constantinopla entra en franca decadencia, de cuyas consecuencias se va librando gracias a la debilidad de sus vecinos o a su habilísima diplomacia, pero siempre presa de desórdenes internos que tanto la debilitaban. Su política de neutralidad ante las cruzadas, gran esfuerzo de la cristiandad, acabaría por costar caro a una ciudad que presumía de ser faro de aquella y, a la hora de la verdad, se puso de costado, ganándose el desprecio de todos; y es que la apariencia, el deslumbramiento y la ostentación tienen un límite. Para el Imperio bizantino, este llegó en 1204, año en que se produjo otro gran asedio a la ciudad. Esta vez, para sorpresa de todos, los asaltantes eran… cristianos, reconducidos por una de las potencias dominantes del momento, Venecia, que, junto con Génova, competía por apoderarse de las rutas comerciales de Bizancio.

EL ATAQUE VENECIANO

Ya en 1171, a consecuencia de esta rivalidad, el emperador Manuel I ordenó arrestar a todos los venecianos en sus dominios y confiscar sus propiedades; en represalia, Venecia mandó una armada a la que dispersó la peste. En 1199, el papa Inocencio III produjo una nueva oportunidad para la revancha veneciana, al llamar a toda la cristiandad a la Cuarta Cruzada para la recuperación de los Santos Lugares. Como esta vez ni Francia ni el papa disponían de escuadra para trasladar a Oriente a los cruzados, se contrató a la República de Venecia, gobernada por el dux Enrico Dandolo, viejo y ciego pero todo un carácter, como pudo comprobar el emperador Manuel, que lo conoció en misión de paz. Se construyó una enorme flota en el Arsenal, pero, llegados los cruzados a sus campamentos del Lido, resultó que… no tenían con qué pagar a los venecianos, con los que habían acordado un flete de 85.000 marcos.

Ahí estaba, sin embargo, el veterano Dandolo para solucionar el problema, proponiéndoles pagar con el botín obtenido en la captura de la ciudad de Zara, que el rey de Hungría les había quitado unos años atrás. El legado papal se indignó ante la perspectiva de atacar una ciudad cristiana; Dandolo le dijo que, si no estaba conforme, podía regresar a Roma. En octubre de 1202 partió la Cuarta Cruzada de Venecia, a bordo de una armada veneciana de más de doscientos barcos de transporte y escolta, entre los que sobresalían el Peregrino, el Aguila y el Paraíso. En noviembre llegaron a Zara, rompieron la obstrucción a la entrada del puerto y la asediaron durante dos semanas, cayendo la ciudad en sus manos. El papa, entretanto, se subía por las paredes, y los cruzados suplicaron su perdón, quedando excomulgados todos los venecianos.

Fue entonces cuando, en mala hora, el príncipe Alejo acudió a Zara a pedir ayuda a los cruzados para su padre, el emperador Isaac II Angeles, destronado y encarcelado por su propio hermano, Alejo III. El joven príncipe bizantino ofreció doscientos mil marcos a los cruzados y venecianos si restablecían a su padre en el trono, además de añadir diez mil soldados a la cruzada. No hizo falta mucho más para «reconducir» la cruzada hacia Constantinopla, con la que tantas cuentas pendientes tenían los venecianos. La flota, con los cruzados a bordo, zarpó rumbo a los estrechos, y a fines de la primavera de 1204 llegaban frente a los muros de la ciudad, vistos desde el mar de Mármara. Las condiciones para la defensa eran lamentables: de la valiente flota de León Isaúrico y Constantino IV apenas quedaban veinte galeras podridas y sin dotación. No obstante, el frente de mar de las murallas, desde el Studion hasta la Acrópolis y la punta del Serrallo, pasando por los puertos fortificados de Eleuterio, Contoscalion, Julián y Bucoleón, les pareció a los cruzados, a bordo de los buques, formidable e inexpugnable, haciéndoles hasta «sentir escalofríos» y quedar «anonadados de asombro». Y eso que, desde allí, no podían ver el lado amurallado del Cuerno de Oro, desde el puerto Prosforiano –al lado de la cadena– hasta el barrio de Blanchernas, ni el formidable frente terrestre de las murallas dobles, desde este último, pasando por la puerta Carisia y el valle del río Lycus (Mesoteichíon) hasta la puerta Dorada que daba acceso al Studion, donde se alzaba la iglesia de San Juan.

Pronto tendrían ocasión de convencerse de la inasequibilidad de estas últimas murallas, dotadas de foso con parapeto, cuyo trasdós, o períbolos, lo separaba de la muralla exterior de Constantino, a su vez dotada de un parataichíon hasta la formidable muralla interior o de Teodosio, en total noventa y seis bastiones defensivos. El campamento cruzado quedó instalado aguas abajo del Bósforo, mientras las galeras venecianas, a falta de flota bizantina, establecían un férreo bloqueo del Cuerno de Oro. El primer ataque lo llevaron a cabo veinte mil hombres, que cruzaron el Bósforo la mañana del 5 de julio. Penetraron sin dificultad en las márgenes del Cuerno de Oro, dirigiéndose a la ribera sur, al pie de la muralla sencilla, que esperaban tomar para apoderarse de la cadena. Ante el impresionante desembarco, los bizantinos corrieron a las murallas, entablándose la batalla en torno a la torre de Eugenio, en el extremo de la cadena. Mientras que más y más cruzados subían a la torre, desbordando a los defensores, el transporte Aguila se lanzó contra la cadena con viento favorable y la rompió, irrumpiendo en el Cuerno de Oro. La flota veneciana se lanzó por la brecha tras él y, en muy poco tiempo, los cruzados habían tomado el puerto.

Avanzando entonces por la muralla hacia el oeste, creyeron encontrar un punto débil en el vértice occidental, que era el barrio de Blanchernas con la iglesia de Santa María del mismo nombre. Se pusieron a batir los lienzos más débiles, del lado del puerto, pero los bizantinos contraatacaron en sorpresivas salidas que desbarataban sus planes. Por fin, el 17 de julio, cruzados y venecianos, por tierra con máquinas y torres de asalto, por mar con las grandes embarcaciones y galeras equipadas con saetería, catapultas y puentes colgantes, se prepararon para un ataque general a los debilitados muros del Cuerno de Oro; los bizantinos estaban preparados. A los primeros, los recibieron en las murallas mercenarios daneses, varangios y britanos que, con su acostumbrada ferocidad, rechazaron el ataque. El ataque anfibio pareció quedar paralizado al no hallar los capitanes punto por el que asaltar los muros, pero, entonces, el viejo dux Dandolo saltó a tierra y mostró el camino con el estandarte de san Marcos. A pesar de todo lo que los defensores arrojaron desde las murallas, incluidas simples piedras y fuego griego, lograron capturar veinticinco de los bastiones de este lado. Todo parecía estar decidido cuando Alejo III, con todos los hombres que le quedaban, lanzó un contundente ataque contra el campamento cruzado; muy a su pesar, Dandolo y los suyos tuvieron que renunciar a su conquista para defender la retaguardia.

En realidad, el ataque no había fracasado, puesto que Alejo III, tras el postrer esfuerzo, decidió escapar de la ciudad con su hija y casi media tonelada de oro y piedras preciosas. Los bizantinos libertaron a Isaac II Angeles, reponiéndolo en el trono, con lo que el objeto de cruzados y venecianos estaba conseguido. Sólo quedaba cobrar la factura; el deudor, el joven príncipe Alejo, fue asociado al trono de su anciano padre como Alejo IV, lo que le permitió saquear iglesias y arcas reales. Mas ni por asomo consiguió acercarse a los doscientos mil marcos prometidos. Dandolo, que tenía poca paciencia con las deudas, fue a exigírselos, y Alejo IV, pensando que la dignidad real le protegería, le respondió altivamente la verdad, es decir, que no podía pagar. Fue su último error, puesto que el dux veneciano, que tenía malas pulgas, no aceptó, respondiéndole: «Necio muchacho, del estiércol os elevamos y al estiércol os arrojaremos de nuevo». Era una declaración de guerra que pronto se haría realidad con un segundo y más brutal asalto a la ciudad.

Alejo IV no habría de contemplarlo. Rebelados sus propios súbditos contra él, que sólo había traído desgracias, le depusieron aclamando a un nuevo Alejo, noble apellidado Ducas y de mote El Salvaje, al que creyeron más adecuado para ofrecer resistencia, subiendo al trono como Alejo V. En la pequeña tregua concedida por los cruzados –hasta el 9 de abril– reforzó la muralla y reorganizó sus fuerzas lo mejor que pudo. Fue capaz de rechazar el primer ataque, en dicha fecha, pero el día 12 la flota veneciana avanzó en línea de frente por el Cuerno de Oro, con sus barcos amarrados de dos en dos para mejor soportar las monstruosas máquinas de guerra, enormes puentes de madera que, abatidos sobre las murallas, y apoyándose en el bombardeo de sesenta catapultas, resultaron imparables incluso para el fuego griego que caía de las murallas. Los Peregrino y Paraíso, convertidos en catamarán, embistieron el bastión principal y lo tomaron tras sangrienta lucha. Otras torres fueron cayendo al empuje de los demás barcos, cuyas tripulaciones las asaltaban inmediatamente, tomándolas una tras otra. Alejo V trató de detener a sus hombres, pero casi todos huyeron y cruzados y venecianos penetraron en la ciudad, perpetrando una feroz carnicería. Al día siguiente se rendía Constantinopla, que fue entregada, según costumbre de la época, a tres días de saqueo a manos de la soldadesca. Se abrieron tumbas y forzaron conventos, violentando a las monjas y matando a los religiosos, y en Santa Sofía fue profanado el altar mayor, entrando las mulas a recoger el tesoro mientras una prostituta embriagada cantaba en el trono del Patriarca. Las barbaridades de los cruzados llegaron a tal punto que se llegó a decir que «hasta los sarracenos habrían sido más misericordiosos». Inocencio podía estar orgulloso de sus muchachos.

EL PELIGRO OTOMANO

Esta primera toma de Constantinopla a manos de la Cuarta Cruzada selló, a manos de cristianos, el futuro de la ciudad, mostrando al mundo todas sus debilidades. Los venecianos la aprovecharon bien, apoderándose de Morea, Creta, Naxos, Eubea y Ragusa como botín, tomando el control de las rutas del Adriático y Oriente Medio. Los cruzados, para reconciliarse con el papa, impusieron en Constantinopla la Iglesia latina frente a la ortodoxa, fomentando la comedia de que habían terminado con el cisma religioso Oriente-Occidente. Era una burda mentira, pues los griegos no aceptaron la imposición y cincuenta y siete años después, en 1261, Miguel III Paleólogo reconquistaba la ciudad con una dinastía griega, que regresó a la ortodoxia. Miguel y sus sucesores tenían otros gravísimos problemas puesto que, por aquellas fechas, el jefe turco Osmán, hijo del emir ghazi Ertughrul, asentado en Anatolia, había iniciado la expansión hacia el oeste con sus hordas. En principio, los almogávares –es decir, la Compañía Catalana del templario Roger de Flor– fueron capaces de rechazarlas hasta la cordillera del Tauro derrotándolas en Leuke. Pero Miguel IX Paleólogo, celoso de su poder, mandó asesinar a Roger en Adrianópolis en 1305. Los sucesores de Osmán, Orkhan y Murad, pasaron entonces a tierras europeas –con el peligro que ello representaba– venciendo repetidamente a búlgaros y húngaros. El último, hijo de la griega Nilúfer, venció a los serbios junto al río Maritsa (frontera, hoy día, entre Grecia y Turquía) apoderándose definitivamente de Adrianópolis, a orillas de ese río, donde instalaba su capital occidental.

Con los turcos por Oriente y Occidente, Constantinopla jamás estaría segura. Murad fue asesinado por un desertor serbio en su propia tienda, en la llanura de Kosovo («llanura de los Cuervos») pero su hijo Bayaceto –apodado Yilderin, «el Rayo»– tomó el mando y aniquiló a los serbios. Cuando planeaba volverse contra Constantinopla, los cruzados de Hungría se alzaron en nueva cruzada, siendo completamente derrotados por Bayaceto en Nicópolis. Retomó entonces el turco su proyecto contra Bizancio, corriendo el emperador Manuel II a pedir socorro en la corte francesa de Carlos VI El Tonto y la inglesa de Enrique IV, que enviaron las tropas del mariscal Boucicault. Bayaceto decidió entonces construir un castillo en la margen asiática del Bósforo, Anadolu Hisar, y, en 1402, tras haberse marchado los franceses, conminó a Manuel II a rendirse, ultimátum que fue rechazado.

Tuvo suerte Constantinopla, puesto que quien entró en escena en aquel momento, a retaguardia de Bayaceto, fue un peligro formidable, el tártaro Timur o Tamerlán, que, como una plaga, arrasó Oriente Medio apoderándose de Alepo, Damasco y Bagdad. Por último, en este verano de 1402, derrotó por completo a las huestes turcas de Bayaceto en Ankara, capturándolo. Por desgracia, el inesperado momento de debilidad turco no fue aprovechado por los cristianos para expulsar o someter a los turcos en su cabeza de puente europea; había otros intereses. Venecia se había apoderado, como sabemos, de numerosos enclaves comerciales de Grecia, y los genoveses, que no iban a la zaga, dominaban por completo el puerto del Cuerno de Oro, instalándose en su ribera norte, Pera o Gálata, desde donde su posición era al menos tan difícil como la de los bizantinos… con la ventaja de que ellos no tenían imperio alguno, salvo el comercial, que defender.

Así pues, los turcos se regeneraron con más fuerza aún, si cabe, de la mano del sultán –«amable y culto», según Runciman– Mahomet I, alias Chelabi (‘el caballero’). Se impuso a los otros hijos de Bayaceto, muerto en el cautiverio tártaro, encargándose de reconquistar Anatolia y afianzarla definitivamente, entablando relaciones de amistad con Manuel II que no alteró durante todo su reinado. El bizantino abdicó en su hijo Juan, quien tuvo la mala ocurrencia de, a la muerte de Mahomet, pedir un hijo de uno de los pretendientes como rehén para insidiar a los otomanos. Murad II, proclamado finalmente heredero, respondió estableciendo inmediatamente el sitio de Constantinopla (1422). Atascado, sin embargo, ante sus murallas, tuvo lugar una revuelta en Konia (Anatolia), su antiguo reino, obligándole a levantar el asedio. Resueltos sus problemas internos, regresó a Europa en 1428, fracasando de nuevo en el asalto de Belgrado, que terminó en acuerdo al serle entregada la hija del déspota serbio Mara Brankovich. Murad II era un sultán reflexivo e inteligente, que sólo deseaba retirarse a la vida contemplativa. Respetó la paz, pero en 1444, irritado por la falsedad y doblez de sus aliados cristianos, los derrotó decisivamente en Varna, y después (1448) en Kosovo, donde alemanes, húngaros, valacos y polacos quedaron sin opción alguna.

Culto, irascible e inteligente, el sultán Mahomet II reivindicaría el título del Conquistador rindiendo finalmente Constantinopla tras un largo asedio que, a pesar del casi completo cerco y aislamiento (salvo por mar) de la ciudad, pudo fracasar gracias a las victorias de las flotas bizantina y genovesa.

Se consolidaba así, definitivamente, la Turquía europea al este del río Maritsa, nunca después modificada. Tras la pérdida de Egipto, Grecia, Tracia y Anatolia, el Imperio bizantino (es decir, Constantinopla) rodeado por todas partes, era a mediados del siglo XV (1450) una isla en medio del pujante Imperio otomano. Auténtica y cierta fruta madura cuya única posible comunicación debía ser por mar, a través de los estrechos –Bósforo y Dardanelos– y sólo conquistable mediante una contundente campaña naval, materia en la que los turcos nunca se habían sentido muy seguros. Hay descripciones lamentables de la Constantinopla de esta época; el boato y presunción de otros tiempos habían caído en la más vergonzosa miseria. Penetrando en la ciudad por la puerta Carisia, al avanzar por la calle principal o Media (que conducía a los palacios reales y el Hipódromo) se encontraba en ambos márgenes una especie de mercadillo de puestos y chamizos. El Hipódromo estaba derruido, y los palacios reales inhabitables, trasladándose el emperador a su palacete de Blanchernas. Sólo se encontraban en buenas condiciones las mejores iglesias, Santa Sofía a la cabeza, y también los Santos Apóstoles. En los otrora pudientes barrios del sur, apenas quedaban descampados y huertos rodeados de ruina, suciedad y decadencia; el puerto podía mantenerse en buen estado gracias a sus propietarios, los genoveses. La población de la ciudad, que en su día alcanzara el millón de habitantes, no llegaba entonces a cien mil, de los cuales sólo veinticinco mil podían tomar las armas; aunque, a la hora de la verdad, sólo se presentaron cinco mil.

Esta es la degradada urbe, otrora centro del Universo, que en 1449 recibió en herencia Constantino XI, llamado Dragasses por su madre, Helena Dragasses; un buen gobernante, íntegro, honrado y sensato, con experiencia de gobierno y hecho a las adversidades, en lo mejor de la edad para su cargo, la cuarentena. Pero ningún soberano, por bueno que sea, puede hacer frente a un enemigo masivo e inmensamente superior con una ciudad derruida moralmente, despoblada y sin lugar en el mundo que ocupa. Las campanas doblaban ya, en efecto, para la Constantinopla de Bizancio. Bastante hizo Constantino transfiriéndole su única riqueza, una pulcra dignidad, protagonizando una heroica defensa que, de forma verdaderamente increíble, estuvo a punto de ganar.

Tenía enemigo de talla: el hijo de Murad II, Mahomet II, de apenas veinte años, en principio no destinado al trono como hijo de una esclava turca, Uma Hatum, aunque por sus venas, como sabemos, corría sangre griega por su bisabuelo Murad. Fueron las inesperadas muertes de los dos favoritos de Murad II, Ahmed y Ala ed-Din, las que lo dejaron como heredero con sólo once años. Su padre nunca lo quiso, aunque ordenó para él una seria instrucción, llevada a cabo por su madrasta serbia, Mara Brankovich, el profesor kurdo Ahmed Kurani y, finalmente, el sabio y anciano visir de su padre, Chalil Bajá. El producto fue un muchacho reservado, repentinamente impulsivo y cruel, pero consciente de su poder y que aprendió a controlarse. Hablaba seis idiomas, turco, árabe, griego, persa, eslavo y caldeo, aunque no era pulcro ni tímido: de jovencito, cuando Murad II le dejó gobernar para que se «soltase», logró enfurecer al pueblo, la nobleza y, sobre todo, a sus tutores con sus actos. Rebelde, se emparejó con una esclava y no hizo ni caso a su esposa «oficial», Sitt Hatun. Poco a poco, sin embargo, fue puliendo sus «aristas», proclamándose sultán en 1451, a la muerte de su padre. Hoy día, los turcos le recuerdan como Mahomet II el Conquistador.

Mahomet mantuvo en sus cargos a todos los ministros de su padre, dedicando una buena temporada a organizar y entender su reino. Pero, para horror del atribulado Chalil, enseguida empezó a mostrar evidente obsesión por Constantinopla, ante cuyos muros fracasaron todos sus predecesores. No tenía nada de particular; bajo su punto de vista, Constantinopla no era otra cosa que un grano en medio de sus dominios, un Gibraltar heredado del Imperio bizantino por el que podían penetrar insospechados enemigos desde la mar, y que le impedía ejercer absoluto control de los estrechos, cobrando el peaje correspondiente. Fue tal vez esta última idea la que guio su mente: acordándose tal vez del fracaso de los árabes en el asedio de 717 por la pugna por el control del Bósforo y las comunicaciones con el mar Negro, decidió acometer este problema incluso antes que el propio asedio de la ciudad; en la primavera de 1451, irritado por una impertinencia de Constantino, inició, sobre la orilla europea del Bósforo, la construcción de un castillo enfrente al de Anadolu Hissar levantado por su abuelo Bayaceto en la costa asiática, Rumili Hissar, terminado en verano del año siguiente, sobre el que emplazó tres monstruosos cañones. Ya no habría batallas navales por el Bósforo, puesto que Mohamed, emplazando un castillo en cada orilla, podía controlarlo a su antojo. Para que todos lo supieran, difundió un «aviso a la navegación»: los buques que efectuaran el tránsito del Bósforo debían detenerse al pie de los castillos y facilitar la inspección de las autoridades otomanas, o serían echados a pique.

LA CIUDAD ACORRALADA

Constantino XI se dio cuenta inmediatamente de lo que esto significaba: una de las dos «tuberías» de aire que mantenían a Constantinopla con vida, el Bósforo –con la comunicación al mar Negro y las riquezas de Ucrania– había quedado cortada. Protestó enérgicamente sin recibir respuesta; ordenó entonces encarcelar a todos los ciudadanos turcos de Constantinopla, pero, arrepentido, los liberó después, optando por una política conciliatoria: enviar a Mahomet regalos para que no hiciese daño a las poblaciones griegas del Bósforo. Tampoco hubo réplica, pues el sultán percibía la debilidad de su oponente. En tiempos de Constantino IV o León Isaúrico una flota cargada de explosivos o de asaltantes se habría dirigido, de noche, Bósforo arriba para tomar al asalto o destruir Rumili Hissar. Desgraciadamente para Bizancio, aquellos tiempos quedaban muy atrás.

El gran y definitivo asalto de Constantinopla iba a dar comienzo, puesto que a la vieja ciudad se le había acabado el tiempo, y la proverbial suerte. Los nombres propios para esta última defensa del Imperio fueron griegos, el propio Constantino XI y el megadux Lucas Notaras, puesto que el patriarca Gregorio Mammas estuvo ausente, aunque no el metropolita de Kiev, Isidoro. Otras personas hubieron de venir de fuera a defenderla, los más interesados sin duda alguna venecianos y genoveses. De los primeros, destacaron dos capitanes mercantes, Gabriel Trevisano y Alviso Diedo, que se hicieron cargo de la flota bizantina, y otros como Vernier, Contarini, Cornaro o Mocenigo; de los genoveses, algunos, como el podestá de Pera, fueron tibios al proclamar su neutralidad (aunque consintieran colgar de sus muros la cadena) pero de sus filas llegaría el refuerzo más apreciado por el emperador, Giovanni Giustiniani Longo, soldado pariente de los Doria que trajo setecientos hombres, más de la mitad con armadura, y el ingeniero Grant, especialista en explosivos; se les sumaron los hermanos Di Langasco, Bocchiardi y Cattaneo. De Aragón llegó Peré Juliá con algunos catalanes, y de Castilla Francisco de Toledo, que se decía primo de Constantino. El famoso rehén turco, Orchán, decidió también incorporarse a la defensa. En total, y según todos los autores, no llegaban a siete mil hombres. Por su parte, los turcos estaban divididos en tres cuerpos: tropas de élite –los célebres jenízaros– casi todos de ascendencia cristiana y fanática fidelidad otomana, unos veinte mil hombres; otros tantos las tropas regulares turcas, los bashi-bazouks, y el resto soldados de leva y provinciales hasta un número aproximado de ochenta mil, aunque algunos autores dan por buena la cifra de ciento cuarenta mil turcos del completo ejército otomano extendido por las provincias limítrofes del Bósforo, entre Europa y Asia. Mahomet II disponía así de un contingente al menos diez veces más numeroso que el de Constantino XI, último emperador.

En Constantinopla, sin embargo, las cifras de los ejércitos podían ver rebajada su importancia frente a las flotas; ¿de cuántos buques podía disponer Constantino? Cuando, a finales de 1452, se tuvo la certeza del inminente ataque turco, había 33 naves mercantes fondeadas en el Cuerno de Oro, diez bizantinos, una docena venecianos, cinco genoveses, tres griegos de Creta, un catalán, un provenzal y el último de Ancona; eran naves de alto bordo, muy capaces de ser transformadas en buques de guerra, con algunos capitanes experimentados en largas travesías incluso del Atlántico muchos de ellos. Construidos como veleros, difícilmente se moverían a remo, pero sus costados, bien protegidos, podían ser inabordables. Para eterna vergüenza, siete del contingente veneciano –del comercio de Creta– desertaron en la noche del 26 de febrero, encabezados por Pietro Davanzo y con seiscientos italianos a bordo. Pero el resto, es decir, 26 unidades, permanecieron tras la cadena para la defensa de la ciudad, divididos en dos cuerpos, uno «volante» a cargo de Trevisano para patrullar el Cuerno de Oro, y otro al mando de Diedo custodiando la cadena.

La composición de la flota turca, aun siendo muy superior numéricamente, resulta decepcionante en sí misma: a pesar de los casi quince siglos transcurridos desde la batalla de Accio (31 a. C.), en la que Cleopatra dejó en la estacada a Marco Antonio frente a Octavio, los turcos alineaban seis enormes trirremes y diez birremes, por aquel entonces auténticos «dinosaurios». Pero, como a todo profano, a los otomanos debía parecer que cualquier cosa que flota es útil. Quince galeras eran el único cuerpo verdaderamente al día de la escuadra, pero el grueso de la flota turca (apostando, a ciencia cierta, por las tácticas «masivas») eran setenta y cinco fustas, veinte parandarias (barcazas) y una constelación de pequeños buques, es decir, unidades de remo pequeñas y ágiles, cuya única táctica posible era envolver al adversario y asaltarlo al abordaje. Así, el número total de unidades otomanas resulta engañoso, pues según qué circunstancias, lugar en que se entablara el combate, viento y mareas, un navío de vela bien armado y pertrechado podía valer por una veintena de fustas y aniquilarlas.

Lo único en que Mahomet se mostró verdaderamente innovador fue en la artillería. En 1452, mientras ultimaba su castillo de Rumili Hissar, se le presentó un húngaro valaco de nombre Orbón o Urbano, ofreciendo fabricarle cañones; el sultán aceptó. Tras diversas pruebas, construyó en Adrianópolis un prototipo de unos nueve metros de largo y más de un metro de calibre, capaz de lanzar balas de seiscientos kilos a casi una milla de distancia, debiendo ser arrastrado por sesenta bueyes. En las pruebas hubo que avisar a los habitantes de la ciudad, para que no la abandonaran presas del pánico con el descomunal estampido. El primitivo cañón-bombarda lanzó una bala que hizo un cráter de dos metros de profundidad; Mahomet, satisfecho, mandó montar tres ejemplares en Rumili Hissar. En el mes de noviembre y a despecho de su «aviso a la navegación», tres grandes buques venecianos se dispusieron a cruzar el Bósforo de regreso del mar Negro con viento favorable, burlándose de las «trompetas» de Orbón. Los dos primeros debieron reír a gusto, pues pasaron por delante de los cañones sin que estos, de muy aparatosa maniobra, lograran apuntarles. Pero el tercero y último, al mando de Antonio Rizzo, les haría enmudecer. Orbón logró apuntar la pieza, y el monstruoso proyectil acertó en el barco veneciano, echándolo fulminantemente a pique. Los naúfragos fueron rescatados y el capitán veneciano llevado ante el sultán, que ordenó empalarlo. El paso del Bósforo quedaba así, definitivamente, cerrado.

En primavera del año siguiente la flota turca, al mando de un renegado búlgaro, Solimán Balta Oghe (llamado por los cristianos Baltoglú) se puso en marcha para cruzar los Dardanelos y el mar de Mármara, mientras Mahomet reunía sus tropas en Tracia. Por fin, a primero de abril de 1453, todas las fuerzas terrestres convergieron sobre los muros de Constantinopla, tendiéndose un puente aguas arriba del Cuerno de Oro para el paso de las tropas otomanas; con ello quedaba bien claro que Mahomet, seguro de sus fuerzas, a diferencia de árabes y cruzados iba a atreverse con la triple muralla terrestre, teóricamente el punto más fuerte que podía ofrecer la ciudad. Fue un tremendo error estratégico, puesto que, desde tiempos inmemoriales, se sabía que la «llave» de la ciudad era el Cuerno de Oro. Tomando el Cuerno de Oro, la ciudad no tendría salvación. Y, para conquistar el puerto, había que vencer la flota bizantina y abatir la cadena: era el papel de la flota otomana.

Inmediatamente, Constantino ordenó cerrar las puertas de la ciudad, inundó los fosos y distribuyó sus fuerzas en los diferentes bastiones de las murallas. Viendo que las intenciones de Mahomet apuntaban hacia la triple muralla, no sin satisfacción emplazó en su punto menos fuerte –el valle del río Lycus o Mesoteichíon– a Giustiniani con sus guerreros de armadura. Si se lograba el milagro de desgastar la fuerza otomana contra los muros de Teodosio y el primer Constantino, se abriría una ventana al milagro de salvar la ciudad. Los hermanos Bocchiardi defenderían el otro punto débil, el barrio de Blanchernas, y el megadux Notaras las murallas del Cuerno de Oro, por donde entraron los cruzados en 1204. Los contingentes de Peré Juliá y Orchán ocuparon los muros del mar de Mármara, donde no se esperaban en principio ataques. Mahomet inició el asedio posicionando tropas y la artillería; como las piezas apenas podían disparar ocho o diez veces al día, la demolición de las murallas –especialmente las del valle del Lycus– llevaría tiempo, que decidió aprovechar para reducir las fortalezas de extramuros, Terapia y Studium, cuyos bravos defensores fueron todos empalados.

Entretanto, Balta Oghe llevaba a cabo algo parecido en las islas de los Príncipes, en el mar de Mármara, su primer fondeadero. Echó el ancla en la isla de Prinkipo y tomó su monasterio al asalto, quemando dentro a los defensores y matando a los que se rindieron. Urgido por el sultán, el 9 de abril se decidió al fin a una primera tentativa en la cadena del Cuerno de Oro, donde fue rechazado. Estableció entonces, aguas arriba en el Bósforo, la base de las Dobles Columnas en la costa europea, aproximadamente en lo que hoy es Dolmabahce, bien respaldada la flota por los castillos de Anadolu y Rumili que protegían su retaguardia. Vemos así que, mientras las cosas estaban bien hechas para lanzarse a la conquista del Cuerno de Oro, Mahomet se obstinaba en atacar en dos frentes, allí y en la triple muralla, dividiendo absurdamente sus fuerzas. El 12 de abril tuvo lugar la primera batalla naval, arrojándose Balta Oghe con sus ágiles fustas contra los trece grandes barcos de Diedo, que les estaban esperando. Los barcos turcos iniciaron el ataque lanzado varias andanadas de flechas contra los barcos cristianos, obligando a los venecianos a protegerse bajo los parapetos y superestructuras preparadas al efecto. Las bombardas turcas dispararon entonces, pero los proyectiles no acertaron; acto seguido, las fustas acostaron sobre los grandes cascos enemigos, arrojando sobre ellos teas encendidas mientras trataban de abordarlos y cortar los cables del ancla.

Pero los venecianos, ayudados por Notaras, demostraron estar bien organizados; los trenes –mano a mano– de cubos para extinción de incendios funcionaron a la perfección, y las lanzas y flechas lanzadas sobre las inermes fustas desde los altos castilletes de los buques cristianos hicieron una carnicería. También se disparó a los barcos turcos con catapultas, provocando un gran destrozo. Finalmente, tras varias horas de lucha feroz, los otomanos fueron rechazados. Mahomet no pudo aceptar este primer fracaso de su escuadra; en días subsiguientes, ordenó ubicar un gran cañón de Orbón frente a la cadena, por el lado de Gálata, y disparó contra la masa de barcos de Diedo que protegían la cadena. El proyectil dio de lleno en una galera, echándola a pique al instante con muchos muertos. Pero el Cuerno de Oro seguía a buen recaudo. Por otro lado, para el 18 de abril, sus cañones habían logrado abrir una gran brecha en el Mesoteichíon, pero Giustiniani, ayudado por la brigada de albañiles, y respaldados estos por gran número de ciudadanos, trajeron todo tipo de materiales para volver a levantar un nuevo muro de madera y sacos terreros. Mahomet decidió entonces dar la orden para el primer ataque, al atardecer, durando cuatro horas: tras durísima lucha para colmar el foso y pasar al parapeto, los jenízaros toparon en el períbolos –callejón hasta el muro exterior– con los hombres «acorazados» de Giustiniani, que fueron capaces de rechazarlos, pues en espacios tan confinados la superioridad numérica, lejos de ventaja, era inconveniente para los invasores. Hubo doscientos muertos turcos y, lo que es peor, tuvieron que acabar retirándose. Mahomet se había equivocado, y sus desgracias se prolongarían aún dos días más.

BATALLA POR UN CONVOY

Puesto que el viernes, 20 de abril, llegaron a la vista de las murallas del mar de Mármara tres grandes galeras genovesas, mandadas por el papa con armas y provisiones, pero que habían tenido que fondear en la isla de Quíos por un temporal (un Meltemi tempranero, se entiende, pues este viento del norte, causado por el anticiclón asiático, alcanza su máxima virulencia en verano). En los Dardanelos se unió al convoy un buque imperial –bizantino– cargado con trigo al mando del capitán Flatanelas, experto y avezado marino. Ante la aproximación de los buques enemigos, sonaron las trompetas en el fondeadero de las Dobles Columnas, ordenando el sultán a Balta Oghe capturarlos o echarlos a pique al precio que fuera, de lo que respondía el almirante otomano con su cabeza. Los turcos decidieron usar exclusivamente buques de remo, por si el viento del sur les complicaba el ataque. Mahomet se dispuso a ver esta segunda batalla naval, que podríamos denominar «del convoy», junto a las murallas de Pera, mientras las de Constantinopla, desde la Punta del Serrallo hasta el puerto del Faro –área defendida por las tropas del cardenal Isidoro– se llenaban de emocionados espectadores cristianos; incluso desde las faldas de la Acrópolis, en lo alto del promontorio, podían verse ambas flotas convergiendo a la entrada de Bósforo.

El viento soplaba en contra del sentido de la corriente a la salida del Bósforo, levantando una caótica marejada; condiciones que afectaban mucho más a los pequeños barcos de remo turcos que a los grandes mercantones cristianos. Casi ciento cincuenta embarcaciones otomanas de todos los tamaños –trirremes, birremes, galeras, fustas y parandarias– se lanzaron contra los cuatro barcos del convoy, que parecían perdidos sin remedio. Los turcos podían haberlos aguardado a resguardo de la Punta del Serrallo, donde la corriente estaría atenuada y sería más fácil abordar y aferrarse a los buques cristianos, pero, claro, esperando allí, la flota turca habría quedado entre la de Diedo –guardando la cadena– y el convoy, es decir, atrapada entre dos enemigos. También es cierto que Mahomet podía haber ayudado a sus marinos castigando a Diedo a base de artillería (como había hecho días antes) para permitir una correcta zona de acecho a Balta Oghe.

Sea como fuere, la multitud de barcos turcos se acercó a los cristianos, momento en que el almirante otomano ordenó a estos últimos arriar velas y entregarse. Haciendo caso omiso, bizantino y genoveses siguieron adelante, abriéndose paso entre las desordenadas filas otomanas, mientras, desde sus altos parapetos y castilletes, se disparaba sobre las descubiertas embarcaciones enemigas. El almirante turco intentó inicialmente no acercarse demasiado, incendiando primero las grandes velas enemigas para detener los grandes veleros. Pero los cristianos apagaban pronto los fuegos de las flechas incendiarias y, de no apretar el cerco, se escaparían. El navío imperial de Flatanelas, al frente, parecía el más vulnerable, por lo que Balta Oghe aproó el trirreme hacia su popa, seguido de birremes, fustas y parandarias, que, con su gran número, fueron rodeando a los genoveses; cinco trirremes al primer barco papal, una treintena de fustas al segundo y decenas de parandarias (barcazas) al genovés que cerraba la marcha. Pero, en aquellas condiciones, los grandes veleros de alto bordo eran difíciles de trincar con garfios y anclotes, arrastrando y volcando las pequeñas embarcaciones turcas que lo conseguían; a otras, las embistieron averiándolas o les rompieron los remos, dejándolas al garete. Por si esto fuera poco, se defendían bien, los imperiales lanzando fuego griego desde las cubiertas, y los genoveses con las bordas cubiertas por hombres con armadura que no permitían que nadie los abordara. Los escasos barcos turcos que consiguieron aferrarse lanzaban oleadas de combatientes a escalar los costados, sólo para verlos caer al agua desde arriba acto seguido.

En cualquier caso, la oportunidad para el asalto masivo tenía que llegar, y lo hizo cuando, pasado el promontorio de la Acrópolis, el viento del sur se escaseó, ralentizando al convoy cristiano; conforme fueron montando la Punta del Serrallo, la masiva flota turca les rodeó por completo, amenazando una completa aniquilación. Mahomet, entusiasmado, no contento con mirar desde la cercana playa de Pera, espoleó su corcel y lo metió en el agua, como si quisiera tomar parte en el combate, arengando a sus hordas de abordaje y, como el entrenador de un equipo, dando órdenes a Balta Oghe que este no podía escuchar. Realmente, parecía el fin de los barcos cristianos, pero Flatanelas y los suyos, con avezada destreza, antes de quedarse sin viento fueron arrimando sus buques unos a otros, trincándolos finalmente para ofrecer un campo de batalla conjunto, como un castillo de madera, en el que la borda que daba al colega podía quedar desguarnecida transformándose en paso hacia el «frente» por donde atacaban los contingentes otomanos. La desventaja era evidente: si un barco caía presa del enemigo arrastraría a todos los demás. La lucha alcanzó entonces su clímax, durando hasta el anochecer; llegado ese momento, los feroces turcos, incansables en sus intentos hasta ese momento, empezaron a ser presas del desaliento: ni un solo buque cristiano habían podido tomar.

Por último, la suerte se puso descaradamente del lado cristiano: un fuerte meltemi, del norte, comenzó a soplar aguas abajo del Bósforo, hinchando las velas de los barcos del convoy, que se pusieron en marcha como pudieron, rumbo a la cadena; de pronto se vio cómo caía la obstrucción, y las tres mejores galeras imperiales del «escuadrón volante», con Gabriel Trevisano al mando, salieron en su auxilio. Con sus hombres diezmados y fracasados, muchos barcos hundidos y sin haber logrado abordar los navíos del convoy, Balta Oghe comprendió que se exponía a una masacre de permanecer en el sitio, por lo que ordenó la retirada a la base de las Dobles Columnas. Los cuatro valientes buques del convoy, que habían combatido con enorme acierto y derrotado por completo a sus rivales, pudieron entonces aproar hacia el Cuerno de Oro; escoltados por las galeras de Trevisano, llegaron finalmente a su destino en medio de un inmenso clamor de alivio y alegría de los habitantes de Constantinopla. Lo habían conseguido, logrando la segunda gran victoria naval cristiana durante el sitio de la ciudad.

Mahomet no pudo controlar su irritación en un primer momento; había sido espectador privilegiado del completo fracaso de los suyos, que ahondó con motivos su inseguridad acerca de su propia fuerza naval. Ordenó empalar sin piedad a Balta Oghe, pero sus propios capitanes, una vez pasado el primer momento de ira, lograron salvar la vida al marino, aunque perdió el cargo y fue apaleado y expulsado del campamento del sultán. Ya que no eran capaces de romper el cerco por donde debían, es decir, por el Cuerno de Oro, ni interrumpir el tránsito marítimo enemigo desde el Egeo, los turcos se concentraron en el hueso más duro, el frente de las triples murallas, que tampoco les proporcionaba satisfacciones. Prosiguió el bombardeo y cayó el bastión de Bactatinia, en el sector del valle del Lycus, que debía ser a estas alturas una muralla precaria edificada sobre un escombral. El sultán le daba vueltas a la cabeza, dándose cuenta de que, si no podía triunfar en combate naval abierto, respondería con su capacidad para construir y negar terreno al enemigo, como había hecho al construir en la orilla europea el castillo de Rumili Hissar, que le dio el control del Bósforo.

NAVEGANDO POR TIERRA

El proyecto, puesto en práctica sólo cuatro días después (24 abril), demostró ser clave para cuestionar un dominio marítimo que parecía absoluto en manos de los cristianos. A instancias de un renegado italiano, Mahomet decidió trasladar al menos la mitad de su flota –setenta fustas– por tierra, alrededor de Pera, desde su base en las Dobles Columnas hasta el Cuerno de Oro, siguiendo un camino, allanado por su ejército previamente, de kilómetro y medio de longitud. Así pues, para ganar la campaña naval, como no lograba imponerse en las aguas Mohamet decidió intentarlo haciendo pasar sus barcos sobre el terreno firme. La ruta, aproximadamente, saldría hoy de los muelles de Dolmabahce hacia la calle del profesor Bedri Karafa-Kioglu, donde desemboca a la famosa y televisiva plaza Taksim; de allí, por las avenidas Tarlabasi y Piyalepasa, llegaría al parque Zindan Arkasi (en aquellos tiempos, Kasimpasa) donde terminó aquella inaudita procesión, se botaron los barcos y las dotaciones pasaron a bordo. Tomó inmediatamente el mando de esta flota el sustituto de Balta Oghe, Hamza Bey o Hapoud, apoderándose de la ribera septentrional del Cuerno de Oro, y obligando a Trevisano a retirarse, con su «escuadra volante», al abrigo de las murallas de la ciudad, y, más tarde, al puerto Prosforiano, en la cadena. La flota imperial no podía patrullar el Cuerno de Oro porque ya no era suyo; Mahomet, sin ganar una sola batalla naval, se lo había arrebatado.