Feliz engaño - Elizabeth Harbison - E-Book

Feliz engaño E-Book

ELIZABETH HARBISON

0,0
2,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

La norteamericana Emma Lawrence sabía que era demasiado corriente para que un aristócrata inglés se enamorara de ella. Pero cuando se encontró entre los brazos del conde de Palliser, su corazón no pudo evitar albergar esperanzas... Instalada en la espléndida mansión de Brice Palliser, Emma vio lo diferente que era su vida cotidiana de la del conde. Y aunque él hacía que se sintiera como una princesa, cuando el reloj diera las campanadas de medianoche, ¿se convertiría su carruaje en una calabaza... o vivirían felices para siempre?

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 181

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 1999 Elizabeth Harbison

© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Feliz engaño, n.º 1091- marzo 2022

Título original: EMMA AND THE EARL

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-1105-570-3

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

 

 

 

 

3431 41st, N.W.Apto 202

Washington, D.C. 20017 U.S.A.

9 de junio de 1998

 

Al Honorable Brice, Conde de Palliser

Sheldale House. St. Peter Port

Guernsey, Islas del Canal GY1 2NU

Reino Unido

 

Estimado Señor, Por favor, perdone mi atrevimiento por escribirle a su residencia. Soy horticultora farmacéutica de NBL Botanical Laboratory en Washington, D.C., y estaré en Inglaterra entre el 5 y el 12 de julio.

Después de ver su mansión en el libro de fotografía de John Turnhill sobre jardines ingleses, tengo motivos para creer que hay una planta medicinal muy rara en los terrenos de Sheldale House. Si existe algún modo de que pudiera recorrer los jardines durante mi viaje, le estaría muy agradecida. Así como soy consciente de que se trata de una petición inusual, considero que sería invaluable para mi trabajo en NBL.

Me disculpo por no haberle avisado con más antelación, pero acabo de hacer planes para visitar su país. Por favor, puede comunicármelo a la dirección del encabezado o, en julio, al Sunnington Hotel, Hampstead, Londres.

 

Reciba mi más cordial saludo, Emma Lawrence

 

 

3431 41st, N.W. Apto 202

Washington, D.C. 20017 U.S.A.

9 de junio de 1998

 

18 Cecile Park Road

Crouch End

Londres, N8 9AS

Reino Unido

 

Estimado John, Perdona mi anticuada postal de Washington, D.C., pero quería enviarte esta nota lo antes posible, de modo que tuve que conformarme con lo que vendían en la cafetería donde almuerzo enfrente del trabajo. Era esto o el papel con el espantoso membrete de mi oficina. A propósito, al intentar buscar tu número de teléfono, la operadora internacional me comunicó que no aparecías en el listín.

De todos modos, ¿estás preparado para la gran noticia? ¡Al fin vamos a conocernos!

Del cinco al doce de julio el laboratorio va a enviarme al Reino Unido. El seis y el siete se va a celebrar un simposio al que tengo que asistir, pero después, aparte de algunas cosas que debo arreglar, mi agenda va a ser bastante flexible. Espero que la tuya también… Me muero por ver cómo eres: ¡¿Por qué nunca me mandaste una foto?! Sé que te lo comunico con poca antelación, pero así es como son casi siempre las cosas por aquí, como bien sabes.

Si no recibes esta postal a tiempo para escribirme a casa, puedes ponerte en contacto conmigo en un hotel llamado Sunnington, en Hampstead, a partir del día cinco.

¡Me voy! ¡Debo darme prisa!

 

Un abrazo, Emma

Capítulo 1

 

 

 

 

 

A VER si lo he entendido. ¿Esa jardinera americana a quien has estado enviando notas de amor durante dos años en mi nombre al fin va a venir a Londres y quiere conocerte?

Robert Brice Sorrelsby Palliser, decimoséptimo conde de Palliser, miró a su amigo, John Turnhill, a través del espejo.

—Es horticultora farmacéutica, y no calificaría nuestras cartas como «notas de amor». Pero aparte de eso, sí, lo has entendido.

—¿Y quieres mi permiso para continuar la charada y hacerte pasar por mí? —John sonrió con expresión relamida.

—No veo otro modo de hacerlo —Brice asintió con gesto resignado.

—No puedo creerlo —John meneó la cabeza, disfrutando con el dilema de su amigo—. ¿Es el mismo Brice Palliser que vendió el diario de más éxito de Gran Bretaña porque consideraba que ese tipo de periodismo era deshonesto?

—Es deshonesto.

—Igual que fingir que eres alguien que no eres —rió John.

Brice fue a objetar, pero calló. John tenía razón. Durante dos años había mantenido correspondencia con Emma Lawrence utilizando el nombre y la dirección de su amigo en Londres, cuya casa estaba a unos pocos kilómetros de la que el propio Brice tenía en la capital. Sin importar los motivos que pudiera alegar, que eran buenos y completamente comprensibles, en esencia se trataba de un engaño.

Dos años atrás, John había publicado un libro de fotografías de jardines ingleses y Emma, que observó una flor inusual en una foto del jardín de Sheldale House propiedad de Brice, en Guernsey, en las Islas del Canal, le había escrito a John para preguntar por ella. Como Brice estaba más familiarizado que su amigo con la flor, John le pasó la carta. Brice, a su vez, había contestado por John. En ese momento le había parecido un modo positivo y eficiente de responder a la pregunta de Emma.

La correspondencia que mantuvo con Emma al principio había sido muy impersonal. Pero ella volvió a escribirle y algo en su carta lo había conmovido. «No pude evitar reír cuando mencionaste que ponías fin a la carta para ir a preparar una lamentable cena de pollo en el microondas. Lo creas o no, ahora mismo tengo delante de mí la misma comida. Empiezo a pensar que estamos cortados por el mismo patrón. Si me dijeras que estaba demasiado hecho y duro, a pesar de todos tus esfuerzos, no me cabría la menor duda…» Él contestó, sin desear romper la ilusión que había creado, tanto para Emma como para sí mismo. Antes de darse cuenta, había nacido una buena amistad. Por ese entonces ya era demasiado tarde para contarle que no era quien ella pensaba.

—¿Cómo decides cuándo está bien mentir y cuándo no? —le preguntó John en ese momento, y su rostro pecoso exhibió una sonrisa de burla.

—No fue una mentira típica —repuso con calma—. La diferencia radica en la intención. No le conté a Emma que era John Turnhill por algún motivo malicioso ni para aprovecharme de ella. Tú sabes tan bien como yo que escribí esa carta en tu nombre como un favor a ti, porque te hallabas en un apuro. Jamás imaginé que podría haber conducido a una correspondencia personal.

—Vamos, viejo —palmeó el hombro de su amigo—. Has dispuesto de un par de años para contarle la verdad. ¿Por qué no lo has hecho?

—Es irónico, lo reconozco —Brice se contuvo. La verdad sonaba a mentira incluso a sus propios oídos—. Pero el motivo es que ella tiene una… una cosa, según su propia expresión, sobre la sinceridad.

—¿Una cosa?

—Para ella es realmente importante. Y con causa —no quiso decir nada más. Había sido algo que Emma le había confiado a él. No pensaba darle los detalles a John, sin importar lo mucho que pudieran justificar su caso—. La cuestión es que cuando debí haberle contado la verdad, ya era demasiado tarde.

—Nunca es demasiado tarde para contarle a una mujer que eres el conde de Palliser —John emitió una risa cínica y señaló la habitación elegante—. Seguro que le encanta averiguar tu verdadera identidad en vez de creer que eres un tipo normal como yo.

—No, no le va a encantar —repuso Brice con seriedad.

John lo estudió unos momentos, luego se sentó en la silla Luis XVI que había junto a la luz de una ventana alta y estrecha.

—Aunque eso fuera verdad, sinceramente no veo cómo vas a conseguirlo. Mucha gente en este país te conoce de vista, en especial las mujeres que leen artículos titulados Los Diez Solteros Más Deseados de Europa. ¿Cómo piensas evitar esa clase de reconocimiento?

Brice suspiró. John tenía razón, a lo largo de los años había recibido ese tipo de publicidad. De vez en cuando se enteraba de que otra revista o periódico lo había puesto en una lista de solteros.

—Seguro que Emma no lee esos artículos.

—¿Y si lo hiciera?

—¿Cuántas personas me reconocerían en carne y hueso después de haber visto una o dos fotos mal reproducidas? —se encogió de hombros.

—Esa es la cuestión. Si quieres saberlo, se te reconoce incluso a través de unas fotos malas.

Brice observó su reflejo en un espejo de pared de marco dorado. Su pelo oscuro, levemente ondulado y un poco más largo de lo habitual, era bastante corriente. Por otro lado, la nítida estructura ósea de los Palliser, los pómulos altos y la frente recta, era fácil de distinguir. Los ojos verdes, que todo el mundo comparaba con los de su padre, eran muy reveladores.

—Mira —continuó John, interrumpiendo sus pensamientos—. ¿Por qué no le dices la verdad y dejas que la suerte lo decida? Parece mucho más sencillo que toda esta intriga.

—No quiero perderla —se oyó responder, y se dio cuenta de que era verdad. Podía ser un acto egoísta, pero quería conservar su amistad con Emma a cualquier precio—. Es la única relación que he tenido con alguien que me acepta sólo por mí mismo y no por este… —gesticuló indicando la estancia—, este personaje.

—Al dejar fuera al personaje —John imitó el gesto de su amigo—, ¿no has dejado una gran parte de quien realmente eres?

Brice siguió el arco trazado por el brazo de John, evaluando el despacho de su casa londinense. Alfombras orientales cubrían un suelo lustroso. Las paredes altas estaban adornadas con cuadros y tapices invaluables. Sus ojos se posaron en una pintura de Remington, cuyo valor era muy superior al de las casas de muchas personas. Sabía que esa no era la impresión que le había dado a Emma de su vida.

—Tal vez.

—Y empleaste mi nombre para hacerlo —asintió John—. Ahí veo dos mentiras enormes. Se trata de un asunto enmarañado.

«Casi esquizofrénico», pensó Brice. Pero a pesar de todo lo que había ocultado sobre su persona, le había revelado algo más importante, en muchos sentidos más verdadero. De hecho, ahí radicaba la esencia del dilema; uno de los motivos principales por el que se mostraba renuente a contarle a Emma quién era se centraba en que en las cartas se había sentido libre de ser el hombre que realmente quería ser, pero que no podía. En momentos se había mostrado ligero y extravagante, incluso divertido. En ningún instante había tocado el tema de sus deberes, de su personaje público, de las mansiones históricas que debía mantener, de la empresa internacional que debía dirigir. La gran carga de sus responsabilidades se evaporaba cada vez que tomaba la pluma en el papel de John.

Emma quedaría muy decepcionada al enterarse de que el hombre al que le había estado escribiendo era un aristócrata serio y responsable, que quizá habría soñado en las cartas con bailar desnudo delante de la fuente del Ritz pero que jamás consideraría algo semejante en su vida real.

—Recuerda que debes ser muy cuidadoso en lo referente a involucrarte con alguien —comentó John con absoluta seriedad.

—Lo sé.

—A menos que estés dispuesto a decirle la verdad a tu madre acerca de Caroline…

Caroline Fortescue era la hija del socio de su padre. Aunque ambos hombres habían fallecido hacía unos años, entre los familiares de Brice, en especial su madre, se esperaba que se casaran.

Tenía lógica como fusión comercial: la floreciente tecnología de microchips de Fortescue con la tecnología en telecomunicaciones Palliser dominaría el mercado. Sus padres pensaban que era «una buena pareja», y se habían mostrado insistentes desde que Caroline y Brice cumplieron los veinte años. Al final, más que nada por vivir en paz con sus respectivos padres, los dos habían decidido fingir que aceptaban el plan hasta que hubieran averiguado qué era lo que querían de verdad. Sin embargo, de una cosa estaban seguros, jamás se iban a casar.

—Si le digo a mi madre que Caroline y yo no tenemos ninguna intención de casarnos, se pondrá en campaña para buscarme pareja y hasta el mismo Wellington temería enfrentarse a ella —gimió y meneó la cabeza—. Aún no estoy preparado para eso.

Los padres de Brice habían formado «una buena pareja», y como resultado de ello él había crecido con unos padres fríos y distantes que pensaban más en las apariencias que en el otro. Y su madre estaba plenamente dispuesta a extenderle ese legado. A los veinte años había averiguado que vivir solo era una experiencia mucho más cálida que hacerlo con dos personas que llevaban una vida tan separada. Quizá cuando dos seres se amaban, vivir juntos era algo distinto de lo que él había experimentado hasta ese momento. Pero el amor incondicional era para otros. Él jamás lo había conocido… ¿cómo hubiera podido? Su mismo nombre creaba unas condiciones con las que sería difícil convivir, entre ellas el esporádico escrutinio público.

—Hasta que expongas con claridad otra cosa —indicó John—, Caroline debe tomarse en consideración.

—Es cierto.

—Entonces tendrás que contárselo a esa tal Emma —insistió su amigo—. Antes de que se haga ilusiones para ambos y tú, inadvertidamente, siembres el caos en vuestras vidas.

Por suerte, esa no era una preocupación a tener en cuenta.

—Emma carece de interés romántico hacia mí. De modo que eso se puede obviar. No necesita saberlo —John no pareció convencido.

—¿Si estás tan seguro…?

—Estoy seguro —afirmó con absoluta convicción—. Bueno, ¿qué me dices? ¿Puedo usar tu casa mientras ella esté aquí? Además, tú vas a ausentarte, ¿no es cierto?

—Sí.

—Entonces será perfecto. Tengo que marcharme de aquí —se apoyó en el alféizar de la ventana. El jardín se extendía a una gran distancia hasta la valla de hierro forjado que delimitaba la propiedad de la tranquila calle de South Kensington. Aunque era un día soleado y templado, no había nadie en la calle. Nunca había nadie.

No podía invitar a Emma ahí, aunque deseara hacerlo. El vecindario era austero, lleno de gente como él, que llevaba una vida serena y discreta. Se preguntó si alguna vez alguien se había divertido en esa casa. ¿Era posible? Lo dudó. Tenía que usar la casa de John para la visita de Emma, por si insistía en ver dónde vivía.

—Sabes que no te lo pediría si no lo considerara absolutamente necesario.

—Lo sé —John lo observó en silencio unos momentos, luego sonrió—. De acuerdo. Si insistes en seguir con esto, no veo cómo puedo protegerte de ti mismo —metió la mano en el bolsillo y sacó un llavero. Lo dejó caer sobre la mesita—. Ahora que lo pienso, quizá sea lo que te haga falta para salir de tu letargo.

—¿Qué letargo? —Brice lo miró fijamente.

—El que te ha convertido en el hombre más sombrío y serio del país —lo miró con expresión paciente—. Ése en el que llevas desde… ¿cuántos años tienes?

—Exageras. No es para tanto.

—¿No? Hace poco The Independent te mencionó como un donante de corazón vivo.

—Se trata de una broma muy antigua —hizo una mueca—. Pensé que se les ocurriría algo mejor —no quiso reflexionar sobre la verdad que podía haber detrás de semejante declaración.

—Debes reconocer que no has sido el tipo más alegre del mundo —John se encogió de hombros—. Quizá esto te avive un poco. En cuanto a mi casa, Sarah se va a Venecia el dos de julio. Yo la seguiré un día después. A partir de ese momento, es tuya.

—Excelente.

Una llamada discreta a la puerta los interrumpió. Entró una doncella con una bandeja de plata en la que llevaba una carta urgente. Extendió la bandeja hacia Brice, quien recogió el sobre y asintió en gesto de despedida. Miró la carta y experimentó inquietud. La abrió, la leyó y palideció.

—Santo cielo.

—¿Qué pasa?

—Problemas. Me la acaban de enviar de Sheldale House, en Guernsey —meneó la cabeza y le alargó la carta a John.

—«Estimado señor» —leyó John en voz alta—. Bla, bla, bla, «estaré en Inglaterra entre el cinco y el doce de julio. Si existe algún modo de que pudiera recorrer los jardines durante mi viaje», bla, bla, bla, «puede comunicármelo a la dirección», bla, bla, bla… —miró a Brice y enarcó las cejas—. ¿Y?

—Mira la firma.

—Emma Lawrence —leyó, luego quedó boquiabierto—. ¿Es la misma mujer? —su amigo asintió.

—Debió enviarla el mismo día que me escribió a Londres —le quitó la hoja a John y la estrujó. Habían pasado años desde que en la correspondencia habían vuelto a tocar el tema de los jardines de Sheldale. Ni siquiera se le había ocurrido que aún pudiera estar interesada en visitarlos.

—¿Y cuál es el problema? —inquirió John.

—Que no puede presentarse allí sin descubrir quién soy.

—Pídele al personal que quite todos los retratos y las fotos —sugirió John.

—¿Y pedirles que finjan que soy otra persona, que no me reconozcan? Sé serio.

—No tienes por qué acompañarla. Que vaya sola a ver el lugar y reúnete con ella cuando vuelva.

—¿Y correr el riesgo de que vea u oiga algo que me delate sin siquiera saberlo yo? —las posibilidades lo marearon—. No puedo arriesgarme.

Entre los dos reinó un silencio prolongado.

—¿Qué vas a hacer? —quiso saber John al final.

—No voy a contestar —soltó el aire despacio. No hacerlo iba contra todas las fibras de su responsabilidad—. Es lo único que puedo hacer. El conde desaparece por el momento.

—Hasta que ella te vea —señaló John—. Es evidente que está más familiarizada con «el conde» de lo que pensabas. Logró encontrar tu dirección.

—Cualquier persona emprendedora lo habría conseguido. Eso no significa que sepa cómo soy. Probablemente crea que soy un anciano.

—¿Y cuando llegue aquí? Con Palliser Telecommunications del dominio público, tu imagen ya ha aparecido varias veces en los diarios esta semana.

—Son noticias locales —afirmó, más para sí mismo que para John—. Eso no debe haber aparecido en los Estados Unidos. En cualquier caso, no va a leer la sección financiera mientras esté aquí.

 

 

Al salir de la aduana del aeropuerto de Heathrow, Emma estuvo a punto de chocar con el vendedor del quiosco de prensa, tirando al suelo uno de los periódicos.

—Lo siento —dijo, y se agachó para recoger las distintas secciones que se habían separado.

Un titular captó su atención: Las Acciones de Palliser Telecommunications se Disparan. ¡Palliser! El hombre al que quería ver. Le echó un vistazo a la sección de economía.

—¿Piensa comprarlo? —espetó el vendedor, sobresaltándola.

—Oh. Sí, desde luego —fue a sacar la cartera y recordó que aún no había cambiado dólares—. Lo siento, no llevo nada suelto… —bajo el atento escrutinio del hombre, volvió a arreglar el diario y se lo devolvió—. Cielos, bienvenida a Inglaterra —musitó.

Se alejó, deseando haber podido ver una foto del conde de Palliser. No le había contestado a la carta que le envió antes de marcharse y empezaba a ponerse nerviosa. Esperaba que fuera un amable anciano que se mostrara encantado de dejarla recorrer los jardines de su mansión, pero a medida que pasaba el tiempo comenzaba a imaginarlo como un dandy de mediana edad, puntilloso y arrogante, que había tirado la carta a la papelera nada más recibirla, maldiciendo su insolencia por solicitar semejante favor.

Quizá se había enfadado con John, ya que ella había mencionado su libro en la carta. Tal vez era por eso que John se mostraba tan vago cada vez que le preguntaba algo por el conde o Sheldale House. Esperaba que no fuera así. No se le había ocurrido pensar que si al conde le desagradaba el contacto personal, podría culpar a John.

No. John le habría dicho algo si el conde le hubiera planteado algún problema. No solía ocultarle cosas. Sonrió ante la idea de que al fin iba a conocerlo, pero de inmediato experimentó nervios. Por la cabeza se le pasó la idea de que quizá se sintiera decepcionado al verla. Era imposible saber cómo la imaginaba, y le preocupaba que esperara una belleza californiana alta, delgada y rubia. De ser así, le aguardaba una sorpresa.

Emma era sencilla. Tenía unos rasgos corrientes, ojos castaños, nariz recta y una sonrisa normal. Con un metro setenta, era alta, pero no especialmente esbelta, ni mostraba ninguna de las cosas que hacían que ser alta fuera una característica deseable para una mujer.

Por lo general en su vida y en el trabajo se desenvolvía sin pensar mucho en su aspecto. Usualmente era algo que no importaba. Y se dio cuenta de que tampoco debería importar en ese momento. John y ella ya eran grandes amigos, y ninguno de los dos esperaba que eso condujera a otra cosa.

La atracción no era algo que se hubieran planteado.

Era lo positivo en su relación con él. Se gustaban por lo que realmente eran, no por su aspecto, sus trabajos, sus finanzas o cualquier cosa que pudiera ser resumida en una estadística.

Era la relación más… ¿Qué palabra se podía aplicar? Honesta. Era la relación más honesta que jamás había tenido.