Tiempo de amores - Elizabeth Harbison - E-Book

Tiempo de amores E-Book

ELIZABETH HARBISON

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Beschreibung

Desde que el prometido de Jennifer había muerto, su despiadado padre había estado intentando hacerse con la custodia de su hijo. Era cierto que se trataba de un hombre rico, pero él jamás podría querer al pequeño como lo hacía ella. Entonces se le ocurrió decir que el niño era de otro y pensó en su jefe, Matt Holder. ¿Qué diría él si le pidiese que fingiera ser el padre de su hijo... y su prometido?

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2001 Harlequin Books S.A.

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Tiempo de amores, n.º 1327 - julio 2014

Título original: A Pregnant Proposal

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Publicada en español en 2002

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-687-4649-4

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Prólogo

Lo siento –Jennifer Martin se secó los ojos llorosos con un pañuelo de papel e intentó contener un sollozo–. No sé qué me pasa.

–¿No sabes qué te pasa? –repitió con incredulidad su amiga, Susan Bane–. Hace cinco semanas tu novio murió en el Caribe durante una relación íntima con una mujer casada... ¿y no sabes por qué estás molesta?

Jen se limpió la nariz y trató de ponerse cómoda en el sillón de cuero que Philip había insistido que era más «elegante» que el anterior, acogedor y coqueto, que había tenido. Era una cosa más que la irritaba, y esa irritación con un hombre muerto potenciaba su culpabilidad. Últimamente sus emociones se movían en un círculo vicioso; primero ira, luego tristeza, después culpa.

–Muy bien –dijo, sacando un frasco de antiácidos de la mesita lateral para llevarse uno a la boca. Se obligó a tragarlo–. Es evidente que hay cosas por las que se justifica mi enfado, pero no dejo de llorar por cualquier nimiedad, jamás por un motivo claro. Parece empeorar, no mejorar.

Susan se adelantó desde su sillón y con gesto preocupado palmeó el antebrazo de su amiga.

–Cariño, no tenía ni idea de que todavía fuera tan intenso. ¿Quieres que me quede aquí contigo unos días?

–Gracias –logró sonreír–, pero no creo que cambiara algo. Además, los niños te necesitan en casa –se limpió otra vez la nariz–. Dejaré pasar el tiempo con la esperanza de que mejore.

–¿Has pensado en recibir ayuda profesional? –Jen descartó la idea con un gesto. Susan insistió–. Muy bien, entonces quizá una charla profunda con una amiga. No quiero parecer irrespetuosa, pero Philip no vale un ataque de nervios. Es terrible que muriera, por supuesto, pero, por el amor del cielo, sucedió porque su amante tiró la bata de seda sobre una de las cuarenta velas que él había encendido en la suite nupcial de algún hotel de St. Thomas, después de haberte dicho que estaba en Boston por asuntos de negocios. No era un tipo agradable. Sin importar la causa, estás mejor sin haberte casado con él.

Jen apretó los labios y asintió.

–Estoy de acuerdo. Al saber lo que sé ahora, no habría sido un buen marido –no añadió que se sentía aliviada de que la boda se hubiera frustrado.

–No estuvo nunca a tu altura –bufó Susan.

–Es gracioso, porque sus padres creían que «yo» no era buena para él. Supongo que una chica trabajadora de Michigan no era lo que tenían en mente para un emprendedor abogado de Chicago. La empresa de su padre se centra en la imagen, y yo no encajaba. Todos conducen el mismo tipo de coche. Incluso del mismo color –movió la cabeza–. No encajaba con las esposas con rancheras azules de lujo.

–¿Lo ves? También estás mejor sin ellas –sonrió con simpatía y añadió con gentileza–: Debes dejarlo atrás y seguir adelante.

–Es eso –indicó Jen mientras las lágrimas le quemaban los ojos. Con impaciencia sacó un pañuelo de papel de la caja y lo pegó a sus ojos un instante–. Ni siquiera creo que sea Philip o lo que habría sido nuestro matrimonio lo que me tiene tan trastornada. No sé qué es –vertió dos antiácidos más en su mano.

–¿Por qué tomas tantos antiácidos? –inquirió Susan.

–Últimamente tengo unos ardores que me matan –se encogió de hombros.

–Hmmm.

–Quizá se deba a mi constante estado de irritación.

–Tiene sentido –convino Susan tras meditarlo–. Más pruebas de que necesitas controlar la situación. ¿Qué te parece una copa de vino?

–No tengo ganas –repuso con una mueca–, pero quizá me ayude a dormir esta noche.

–Como si necesitaras ayuda para conseguirlo –rio Susan al levantarse. Fue a la cocina y sacó dos copas de vino del armario–. Matt comentó que ayer te vio apoyada sobre un montón de papeles en tu escritorio.

–Oh, no, ¿me vio? –se imaginó dormida con la boca abierta, quizá con un poco de baba en la comisura de los labios, y se sintió avergonzada–. ¿Por qué no me despertó?

–Dijo que parecías tan apacible que no soportó la idea de despertarte –descorchó una botella–. Supuso que necesitabas el descanso, así que bajó las persianas y te dejó tranquila.

–¡Fue él! Santo cielo, pensé que me estaba volviendo loca –aunque no habría sido la primera vez que hubiera hecho algo para olvidarlo luego. En las últimas semanas incluso había sufrido unos lapsos momentáneos en los que se perdía de camino al trabajo.

–El estrés puede hacer que sientas que te vuelves loca.

–Dímelo a mí –suspiró y se apartó el tupido pelo castaño rojizo de los ojos–. No puedo creer que Matt me viera de esa manera. ¿Comentó algo más? ¿Roncaba?

Susan le entregó una copa y bebió un sorbo de la suya.

–Sí. Y también babeabas. Sonaba horrible –rio–. Vamos, aunque así fuera, sabes que Matt no lo diría.

–Supongo que no –la verdad era que apenas conocía a Matt Holder. Como Director de Recursos Humanos de Kane Haley, S.A., su camino rara vez se cruzaba con el de Jen, que era Directora de Ganancias. El despacho de él se hallaba en la planta dieciséis, el de ella en la catorce. Hasta unos meses atrás, él no era más que una cara vista desde lejos. Una cara atractiva, desde luego, con pelo corto oscuro y levemente ondulado, cálidos ojos castaños y una sonrisa pícara que le transformaba toda la cara–. No obstante, se dedicó a contarle a la gente que me quedé dormida en el trabajo.

–No se lo contó a la «gente» –corrigió Susan–. Me lo contó a mí, y solo porque lo tenías preocupado. De hecho, estaba muy preocupado.

La poca indignación que Jen había podido mostrar se desinfló en el acto. Matt era un tipo estupendo y ella lo sabía. Cuando una hija de Susan se rompió una pierna, él había ido al rescate, abarcando una gran parte del trabajo de su amiga para asegurarse de que pudiera pasar todo el tiempo que fuera posible en casa con la pequeña Margaret sin sufrir problemas en el trabajo. Jamás le había mencionado a nadie que Susan faltaba. No era el tipo de hombre que propagara rumores desagradables de nadie.

–No tenéis que preocuparos por mí.

–Bueno, pues lo haremos de todos modos. Es hora de que lo asumas, Jen, sufres la maldición de que tienes amigos a quienes les importas.

Jen sintió que el pecho comenzaba a dolerle y una quemazón ya familiar le llegó a los ojos.

–Gracias –las lágrimas corrieron por sus mejillas–. ¿Ves a qué me refiero? Últimamente todo me hace llorar –alzó la copa de vino y bebió un sorbo. Tenía un sabor amargo y le quemó la garganta. Dejó la copa al tiempo que la recorría una oleada de frío.

–Es evidente que estás en una montaña rusa emocional –oyó que decía Susan, pero antes de poder responder, sintió una arcada.

–Voy a vomitar –anunció.

–Vas a ponerte bien, Jen, necesitarás algo de tiempo para...

–No, voy a vomitar. ¡Ahora! –se levantó de un salto y corrió al cuarto de baño justo a tiempo.

Cuando salió, Susan se había llevado las copas y puesto algunas galletas saladas en un plato.

–Toma, te ayudarán. ¿Tienes algún refresco?

–No –se llevó una mano a la frente helada–. Ojalá tuviera.

–Entonces iré a comprarte uno. Junto con una prueba de embarazo.

–¿Una prueba de embarazo? ¿De qué estás hablando?

–Tus emociones son como un péndulo, tomas antiácidos como si fueran caramelos y un sorbo de vino hace que corras al cuarto de baño. He estado embarazada dos veces y los signos son bastante inconfundibles.

–No es posible –se sentó en el frío sillón de cuero y echó la cabeza atrás–. Tomaba la píldora.

–Que te saltaste esos dos días en que Philip y tú fuisteis a St. Louis. ¿Recuerdas?

–Es verdad –frunció el ceño.

–Pues algo así puede alterar tu fertilidad todo el mes, aunque duplicaras la ingestión de la píldora un par de días al regresar.

–Sí, lo había oído. Pero no... le presté atención –algo le carcomía el corazón. No supo si se trataba de miedo o esperanza. Fuera lo que fuere, lo desterró de inmediato–. Pero tuve el período hace un par de semanas.

–¿Fue normal? –Susan enarcó las cejas.

–De hecho –respondió tras meditarlo–, fue escaso –reconoció despacio, aunque su mente era un torbellino. ¿Sería posible?– Oh, santo cielo, ¿de verdad crees que...?

–¿Tienes que hacer pis cada cinco minutos?

–Como mínimo.

–¿El olor a tabaco o perfume te revuelve el estómago?

Al pensarlo, se dio cuenta de que había estado más sensible a los olores.

–Mucho.

–Voy a traerte la prueba.

Jen tragó saliva, pero eso no la ayudó a eliminar el nudo que tenía en la garganta.

–Date prisa.

Capítulo 1

Siete meses después.

El sonido del timbre la despertó a las siete de la mañana. Primero se dio la vuelta e intentó volver a quedarse dormida, con la esperanza de haberlo imaginado, pero sonó otra vez con insistencia. Se incorporó con torpeza y se puso una bata alrededor de su abultada figura.

–Voy, voy –dijo al cruzar el salón de su apartamento a oscuras. Llegó a la puerta y apoyó la mano en la cadena del cerrojo–. ¿Quién es?

–Abigail Sedgewick –respondió una voz que no mostró indicio alguno de sentirse culpable por la temprana intrusión–. La madre de Philip.

Como si Jen no fuera a recordar quién era Abigail Sedgewick. En las semanas posteriores al fallecimiento de Philip, había mantenido bastante contacto con Abigail y su marido, Dutch. Exigieron que les devolviera todo lo que hubiera de Philip en su apartamento, desde la ropa hasta los cortaúñas. Incluso le habían quitado el anillo de compromiso que él le había regalado. Según ellos, todo tenía «valor sentimental», sin molestarse jamás en preguntarle a Jen si había algo de valor sentimental para ella.

Aunque la verdad era que nada lo tenía, porque los recuerdos de él se modificaban a diario con nuevos descubrimientos sobre su carácter. Al parecer Philip había disfrutado de muchas, muchas relaciones con mujeres, la mayoría casadas, durante su compromiso con Jen. En el funeral se presentaron tantas mujeres llorosas con alianzas en los dedos que aquello había parecido un convento.

Jen se apoyó en la puerta y musitó una oración pidiendo fuerzas.

–¿Qué puedo hacer por usted, señora Sedgewick?

–Podrías abrir la puerta, querida, en vez de dejarme de pie en el pasillo –fue la respuesta seca.

Jen la abrió un poco y observó a la mujer perfectamente arreglada que tenía ante ella.

–Aún no me he vestido...

–¿No estás vestida? ¿A las siete de la mañana? –exhibió una clara expresión de desaprobación–. A esta hora casi todo el mundo ya va de camino al trabajo.

–No he de presentarme hasta las nueve y solo han pasado diez minutos... –calló. No le debía ninguna explicación a Abigail Sedgewick–. ¿Qué puedo hacer por usted, Abigail? –el nombre no salió con mucha facilidad. La mujer mayor jamás le había sugerido que empleara algo que no fuera su título formal.

–Es por la raqueta de tenis de Philip.

–¿Su raqueta de tenis? –tuvo que contener un comentario sarcástico.

–Creo que la tienes aquí –indicó con inconfundible tono de acusación–. La queremos. No es tuya, y posee un gran valor sentimental para su padre y para mí.

–No intentaba robarla. La dejó aquí cuando...

–¿Sabes dónde está? –interrumpió Abigail–. ¿O espero mientras la buscas?

Jen tenía la raqueta y sabía dónde estaba, porque unas semanas antes la había usado para alisar un borde del nuevo papel de la pared de la habitación de su bebé. Suspiró, se cerró la bata todo lo que pudo y abrió.

–Pase, la traeré del cuarto de atrás.

Abigail avanzó un paso y esperó mientras Jen iba hacia el pequeño dormitorio que estaba convirtiendo en la habitación del bebé. Recogió la raqueta, le quitó un poco de pegamento del mango y la llevó otra vez a la puerta, donde esperaba Abigail.

–Aquí tiene –contuvo un bostezo–. ¿Algo más? –no obtuvo respuesta–. ¿Hay algo más? –repitió; luego, sobresaltada, comprendió el motivo para el silencio de Abigail.

Tenía la vista clavada en el vientre de Jen.

–... y solo el cielo sabe el tiempo que puede estar ausente Jennifer Martin cuando tenga ese bebé. No tiene un marido que la ayude con el trabajo en casa. Debemos contratar de inmediato a tres empleados temporales para liberar a otros para que se ocupen del trabajo de Jen. Y si fuera tú, Matt, me cercioraría de que al menos uno esté interesado en quedarse de forma permanente. Quizá Jennifer no vuelva.

–¿A qué te refieres con eso? –Matt Holder frunció el ceño al formularle la pregunta a su ayudante, Leila.

–¿Está soltera? –inquirió Kane Haley antes de que Leila pudiera responderle–. Es la pelirroja de Ganancias, ¿verdad?

–Es la directora –le informó Matt, luego se volvió hacia Leila–. ¿Por qué dices que tal vez no vuelva? ¿Te ha comentado algo?

–Creía que estaba casada –continuó Kane.

–Estaba prometida, pero su novio murió –explicó Leila–. No le contó a nadie que estaba embarazada hasta que pasaron unos meses.

–Leila –dijo Matt con firmeza–. Contéstame.

–¿Cuántos meses después? –quiso saber Kane. Sus ojos marrones mostraban un profundo interés.

Matt lo miró con incredulidad.

–Kane, ¿a qué viene este súbito interés en la vida privada de tus empleados?

El otro se mostró momentáneamente mortificado, luego respondió:

–Sabes mejor que nadie que la salud de una empresa depende de la salud y felicidad de sus empleados –enarcó una ceja–. Doy por hecho que ese es el motivo por el que tú también tienes tanto interés por saber si Jennifer va a permanecer en la empresa.

A Matt le importaba un bledo la compañía comparada con la salud y la felicidad de Jen, pero no pensaba reconocerlo ante Kane y Leila.

–Me preocupa cualquier cambio que pueda producirse en el personal –fue la respuesta esquiva.

–Al parecer te preocupa mucho –Kane esbozó una leve sonrisa–. Me complace verlo –volvió a dirigirse a Leila–. Matt preguntaba por los planes de Jennifer para su futuro en la empresa. ¿Qué sabes sobre eso?

Leila se ruborizó y se echó el pelo detrás de la oreja.

–Bueno, al estar sola y todo eso, he oído que quizá busque un trabajo que pueda hacer desde casa.

–El centro de día de cuidados infantiles es una preocupación para varias mujeres de la empresa –murmuró Kane, luego le preguntó a Matt–. ¿Has realizado alguna investigación al respecto? ¿Qué piensas de instalar una guardería aquí?

–Creo que podría funcionar –hacía semanas que le daba vueltas a la idea, desde que Kane le mencionara por primera vez la posibilidad–. He realizado algunos cálculos preliminares y creo que en última instancia le ahorraría a la empresa una suma considerable de dinero. Por no mencionar el hecho de que fomentaría la sensación de bienestar en los empleados que acabas de defender –sonrió.

–Lo mismo que pensaba yo –Kane le devolvió la sonrisa–. ¿Dónde propones instalarla?

–En los despachos de la planta quince, que en la actualidad contienen ordenadores viejos y componentes aislados. Podríamos donar el equipo a un centro local para la tercera edad, conseguir una buena deducción fiscal y convertir los despachos en un centro de día para niños.

–Parece que lo tienes todo calculado.

–Todo menos su realidad. Aún debo hablar con los padres, averiguar cuáles son sus necesidades y determinar si nosotros podemos satisfacerlas –de hecho, Jen sería la persona perfecta con quien hablar.

–Adelante –indicó Kane–. Dame un informe detallado, incluye los pros y los contras, y veremos lo que podemos hacer.

–Hecho.

–También quiero que se contrate a cuatro temporales para cubrir los retrasos. Tengo la impresión de que durante una temporada la situación va a ser bastante volátil aquí –se levantó y palmeó el hombro de Matt–. Continúa con el buen trabajo.

–Gracias, Kane –lo vio irse y se volvió hacia Leila–. ¿Fue Jen quien te lo contó?

Leila tenía los ojos clavados en la espalda de Kane. Era como una adolescente con una fijación. A la mitad de las mujeres de la empresa le sucedía lo mismo con Kane.

–¿Qué? –preguntó distraída.

–Jen Martin. ¿Te dijo ella que quizá no permaneciera en la empresa?

–Me llegó por la vía de los rumores –movió la cabeza y lo miró–. Kane tiene razón, pareces muy preocupado por ella.

Iba a tener que dignificar esa implicación con una respuesta. Se puso de pie.

–Me preocupan los cambios de personal. Iré a averiguar qué es lo que tiene que decir al respecto –se dirigió hacia la puerta–. Imprime ese informe sobre el absentismo y la guardería.

–De acuerdo. ¿Te transfiero las llamadas que recibas al despacho de Jen?

–Toma mensajes –instruyó por encima del hombro.

Apretó el botón del ascensor y movió con impaciencia un pie. No veía mucho a Jen en el trabajo, pero lo lamentaría mucho si se fuera. Había algo agradable en tenerla cerca. Echaría de menos ver su cara. Quizá si de verdad le estaba dando vueltas a la idea de irse, la guardería ayudara a convencerla de quedarse.

Cuando se abrieron las puertas del ascensor, de su interior salió Susan Bane.

–¿Está Jen en su despacho? –preguntó sin preámbulos.

–Acabo de verla. ¿Por qué?

–Necesito hablar con ella un minuto.

–Será mejor que te des prisa, se marchará pronto.

–¿A qué te refieres?

–Se preparaba para salir a almorzar –lo miró sorprendida.

–Oh –dijo aliviado–. Quizá pueda alcanzarla.

Al llegar al despacho de ella, Jen salía. Ya se había puesto el abrigo y la bufanda. En una mano enguantada sostenía un donut, y al tratar de cerrar la puerta de su despacho, las llaves se le escurrieron de la otra.

Matt se agachó para recogerlas. Le entregó el llavero.

Ella exhibió un bonito rubor y sus ojos verdes parecieron brillar más que de costumbre.

–Gracias. ¿Qué haces por aquí?

–De hecho, venía a verte.

–¿A mí?

–Sí. ¿Puedes dedicarme unos minutos?

–¿Ahora?

–A menos que tengas mucha prisa.

–Me iba a casa a comer –se encogió de hombros–. No hay problema.

–¿Qué te parece si te invito a comer a Slate’s?

–Slate’s –repitió con las cejas enarcadas–. ¿Qué se celebra?

–Necesito hablar contigo.

–No irás a despedirme, ¿verdad? –palideció–. Sé que voy a necesitar algo de tiempo libre, pero...

–No, Jen, no –lo conmovió tanto esa inesperada muestra de vulnerabilidad que tuvo ganas de abrazarla–. De hecho, quiero conocer tu opinión sobre una guardería. A Kane le interesa abrir una en la empresa para ti y los otros padres que trabajan con nosotros.

–Sería una bendición del cielo –relajó los hombros.

–Estupendo. Vamos, entonces. Quizá podamos perfilar bastantes detalles como para empezarlo pronto.

Jen se pasó el bolso al hombro.

–¿De quién fue la idea? ¿Tuya?

–Me gustaría llevarme el mérito –negó con la cabeza–, pero fue idea de Kane.

–¿Bromeas? –pareció sorprendida.

–No.

–Vaya, últimamente se está ablandando. Lo vi hace unos diez minutos y pareció inusualmente interesado en cómo me sentía. Ni siquiera sabía que supiera quién era yo.

–Sabe quién eres –recordó la conversación mantenida antes con Kane–. Es difícil pasarte por alto.

–Lo sé –hizo una mueca–. Gracias por recordármelo –se señaló el vientre con gesto de impotencia–. Falta poco.

–No me refería a eso –rio–. Aunque llevas razón. Pero de todos modos llamas la atención.

–¿Bien o mal?

–Bien, desde luego. Si fuera lo contrario, no habría dicho nada –mantuvo la cara seria–. Te habría despedido.

Ella ladeó un poco la cabeza, pero antes de que pudiera responder, un hombre gordo y con gafas al que ninguno de los dos conocía apareció en el otro extremo del pasillo.

–¿Señorita Martin?