Deseos de medianoche - Elizabeth Harbison - E-Book

Deseos de medianoche E-Book

ELIZABETH HARBISON

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Beschreibung

Aquella mujer era demasiado peligrosa para él... y para su corazón Para el sexy jefe de policía Dan Duvall, un hombre de pocas palabras, la feria anual de Beldon era una verdadera molestia. La gente del pueblo montaba mucho escándalo, y todo se llenaba de turistas. Un asco. Pero ese año, una visitante de Nueva York había puesto el pueblo patas arriba. La esbelta e inteligente Josephine Ross había sembrado el caos en el lugar, y el agente de la ley se estaba volviendo loco. Dan no estaba dispuesto a dejar que otra chica de ciudad le rompiera el corazón, precisamente por eso no entendía por qué no dejaba de soñar con esos labios que estaban pidiendo un beso a gritos...

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Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2003 Elizabeth Harbison. Todos los derechos reservados.

DESEOS DE MEDIANOCHE, N.º 1549 - Diciembre 2012

Título original: Midnight Cravings

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Publicada en español en 2005

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Julia son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-1249-9

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Prólogo

Bajo el punto de vista de Dan Duvall, el jefe de policía, el concurso anual de preparación en directo de chili era siempre como un grano en el trasero.

El problema no eran sólo los borrachos, aunque había de sobra gracias a que el concurso lo patrocinaba una empresa local de cerveza. Lo peor eran los turistas. Todos los habitantes de Beldon, un pueblecito de Carolina del Norte de ocho mil habitantes, renacían como si fueran los protagonistas de una comedia musical para atender a los visitantes. Todos los años, durante una semana, los normalmente tranquilos habitantes del pueblo levantaban a toda prisa quioscos para vender camisetas, chucherías y refrescos a cuatro dólares para los acalorados y sedientos visitantes.

—Así que estoy pensando en vender alubias, ¿sabes?

Eso iba diciendo Jerry, el hermano de Dan, mientras caminaban calle abajo por la arteria principal del pueblo. Faltaba sólo una semana para el concurso y Jerry, como siempre, ya estaba maquinando una idea para hacerse rico a toda prisa.

—Porque, ¿qué es lo que quiere la gente cuando prepara chili? Alubias. Amasaré una fortuna.

Dan miró a Jerry con desconfianza.

—¿Esto es? ¿Es ésta la magnífica oportunidad de inversión de la que me habías hablado?

Dan observó la caseta de madera medio derrumbada que el viejo Jeb Currier se había ofrecido a alquilarle a Jerry por el «ventajoso» precio de novecientos dólares. Estaba situada en un pequeño recodo con césped de la calle principal.

—Sí. Por fin podrás tener un trabajo seguro. Qué demonios, ya te han disparado una vez en el trasero mientras cumplías con tu deber.

—Fue en la cadera —respondió Dan con impaciencia.

Ocho años atrás, Dan había cometido el error de entretenerse con una rubia platino del sur que participaba en el concurso de cocina. Su chili no era muy bueno, pero tenía otros talentos. Por desgracia resultó que también tenía marido, y cuando la encontró con Dan hizo lo que haría cualquier borracho con una pistola en aquellas circunstancias: Disparar y errar el tiro.

Jerry no sabía la historia completa. Igual que el resto del pueblo, pensaba que a su hermano le había disparado un turista.

—Bueno, lo que sea —gruñó Jerry—. Entonces, ¿te interesa?

—No.

¿Cuántas veces tendría que repetirlo?

—Me gustaría que todo el mundo dejara de pensar en los turistas que vienen al concurso como si fueran una mina de oro. Es como dar de comer a las palomas. Si lo hacemos seguirán viniendo.

—Eso es lo que queremos —aseguró Jerry apartándose el pelo de la frente—. No entiendes nada.

—Claro que lo entiendo. Lo entiendo perfectamente. Cada año este pueblo se llena de gente de la ciudad estresada, mandona, impaciente y en ocasiones armada. Y aquí todo el mundo se prepara para servirlos. Sé que lo hacen por codicia, pero cada caseta de refrescos ilegal, cada puesto de camisetas sin licencia y cada punto de venta de judías sin permisos complica mucho el trabajo de mi gente. Estamos hablando de seis agentes que todos los años por esta época terminan por trabajar las veinticuatro horas del día sin que nadie les dé las gracias. ¿Lo entiendes o no?

Jerry lo miró durante un instante antes de meter los pulgares en las trabillas de sus pantalones vaqueros.

—Voy a entrar en el negocio de las judías, tío. Puedes unirte a mí o no.

Dan observó un momento a su hermano y sacudió la cabeza.

—Consigue un trabajo de verdad.

—De acuerdo. Dame uno. Contrátame.

Dan debería habérselo imaginado. Aquello también sucedía todos los años.

—Eso ni hablar, Jerry.

—Vamos —suplicó su hermano—. Acabas de decir que te falta personal. Haré un gran trabajo. Dame una oportunidad. Dame una placa. Es la oportunidad perfecta para conseguir chicas.

—Olvídalo. Si no puedes ligar sin una placa tampoco lo conseguirás con ella.

—Para ti es muy fácil decirlo —respondió Jerry poniéndose a la defensiva—. Todas van detrás de ti.

Dan levantó una mano.

—No digas una palabra más. Ni una palabra más.

—¡Dan Duvall! —gritó una voz a su espalda.

Dan se dio la vuelta y se encontró con Buzz Dewey, presidente de la compañía cervecera, acercándose hacia él todo lo que le permitían sus cortas piernas y su prominente estómago. Cuando terminó de cruzar la calle principal estaba resoplando.

—Tranquilo, Buzz —le dijo Dan, que cada vez que veía a aquel hombre pensaba en una bomba de relojería a punto de estallar—. Despacio.

—Estoy bien —jadeó Buzz—. Vamos, demos un paseo. El médico dice que necesito hacer un poco de ejercicio todos los días.

—De acuerdo.

Comenzaron a andar calle abajo bajo la sombra de los robles y las coloridas fachadas. Allí estaba la farmacia de Smith, fundada en mil novecientos veinticinco, la floristería de Liz Clemens, la panadería de Beldon... Podría ser el decorado perfecto para rodar una película de Frank Capra.

—¿Y cómo va este año el tema de la seguridad, Dan?

—Como siempre —respondió el aludido deteniéndose un instante para que Buzz no se extenuara.

—Te lo pregunto porque este año es todavía más importante.

—¿Por qué lo dices?

Buzz se subió los pantalones hasta que el cinturón le llegó casi a la altura de los sobacos.

—Va a venir una autora de libros de cocina muy famosa, Beatrice Beaujold. Ha escrito un libro de recetas para hombres: Platos picantes, aperitivos, postres... Ya sabes, el tipo de comida que nos gusta. Supongo que con la intención de que se animen a declararse.

—Ah, ese libro.

Dan había leído hacía unas semanas un artículo en el periódico sobre las opiniones en contra de algunas feministas.

Buzz asintió con la cabeza.

—Tengo la sensación de que la autora debe de ser una damisela delicada. No quiero que se sienta ofendida por el comportamiento... digamos brusco de algunos de nuestros paisanos durante la preparación de las recetas.

Cuando una compañía cervecera patrocina un concurso de chili había que esperar un comportamiento brusco, pensó Dan. En la comisaría se recibían llamadas durante toda la noche de visitantes ofendidos, probablemente con pijamas de seda y mascarillas de pepino, quejándose del ruido. De ninguna manera podría mantener en silencio a todo el pueblo por una dama quisquillosa.

—Échale un vistazo —dijo Buzz sacando del bolsillo la página de una revista y pasándosela a Dan—. Ésta es toda la protección que va a traer.

Allí, rodeada con un círculo, estaba la fotografía de una mujer preciosa de cabello cobrizo y sonrisa resplandeciente. En el pie de foto se indicaba que era el miembro más reciente de una agencia de publicidad.

—No tiene aspecto de guardaespaldas —dijo Dan.

De lo que tenía aspecto era de chica de ciudad sensual e inteligente. Si él no estuviera ya escaldado como para liarse con las de su clase seguramente sería como barro entre sus manos. Pero había aprendido la lección. La había aprendido desde la Universidad, cuando cometió la estupidez de entregarle su corazón en bandeja de plata a una chica de la ciudad que lo utilizó como una pelota de goma, jugueteando con él hasta que lo dejó plano. Y desde entonces seguía plano. Sobre todo en lo que se refería a las chicas de ciudad sensuales e inteligentes.

—¡Exacto! Mírala: No tendrá más de veinticinco años y si pesa más que mi pierna izquierda me comprometo a tragarme mi sombrero. En cualquier caso, lo único que conseguirá es que haya todavía más brusquedad.

Como si las reducidas fuerzas de seguridad del pueblo no fueran a tener ya bastante. No tenían tiempo para proporcionarle protección privada a la autora. De hecho, si Dan les pedía a sus agentes que se quedaran más tiempo temía que más de uno firmara la renuncia. Seguramente tendría que ocuparse él mismo de aquel asunto.

—A ver qué te parece esto, Buzz —dijo—. ¿Y si yo personalmente mantengo vigilada a tu autora de libros de cocina?

El hombre se pasó un pañuelo por la frente húmeda de sudor y pareció agradecido.

—Eso sería todo un detalle por tu parte —aseguró—. Eres un buen hombre, Dan. Y un buen policía. Igual que tu padre.

—Bueno, gracias, Buzz.

Todo el mundo en Beldon recordaba con cariño a su padre, Jack Duvall, a quien Dan había sustituido como jefe de policía.

—La señorita Beaujold llega el jueves por la tarde —continuó diciendo Buzz—. Si pudieras estar en el hotel La Luna de Plata te lo agradecería.

—Allí estaré. No te preocupes por nada —respondió Dan, resignado.

El concurso de cocina iba a celebrarse. Otra vez.

Y algo en la foto que Buzz le había enseñado de Josephine Ross le hizo pensar que aquel año iba a ser más problemático que normalmente. Definitivamente, se mantendría alejado de aquella mujer.

Capítulo 1

El jueves por la tarde a última hora, Josie Ross estaba en el vestíbulo de La Luna de Plata con el maletín y el teléfono móvil en una mano, la maleta en la otra, el ordenador portátil colgado del hombro y preguntándose si era allí donde de verdad tenía que estar o en la agencia habían cometido un error.

Deseaba de todo corazón que no se tratara de lo último. Si alguien se había confundido probablemente habría sido ella, ya que con sólo dos meses en nómina era el miembro más joven de la plantilla. Había tenido la suerte de que le asignaran la misión de atender aquel fin de semana a Beatrice Beaujold, una de las mejores clientes de la casa. Así que era absolutamente necesario que no cometiera ningún error.

Por eso había hecho bien los deberes y se había estudiado la historia del concurso, la del pueblo, y sobre todo la de la autora.

Josie estaba preparada. Eso la hacía sentirse bien.

Recuperada la seguridad en sí misma, caminó por el vestíbulo de madera oscura. En busca de algún rastro de Beatrice Beaujold.

—Hola, nena —dijo un hombre moreno de barba con las comisuras manchadas de blanco y gorra de una marca de cerveza—. ¿Hace calor aquí o eres tú? —preguntó levantando una jarra y dejando caer algo de espuma en el suelo.

Josie siguió caminando, maravillada de que cierto tipo de gente, sobre todo los peores hombres, pudiera encontrarse en todas partes. Tenía la sensación de que aquel fin de semana se toparía con más de lo habitual.

¿Qué pensaría Lyle si pudiera verla en aquel momento? Lyle Brancroft había sido su prometido durante casi cinco años. La había dejado plantada en el altar la noche del ensayo general de su boda. Su excusa, cuando por fin lograron localizarlo, fue que Josie pertenecía a la clase media. Demasiado vulgar. No era el tipo de mujer adecuado para un Brancroft.

Y si Lyle pudiera verla ahora, metida en un hotel de tercera, rodeada de borrachos que olían a ajo y a chili, seguramente sentiría que su decisión estaba completamente justificada. Mientras trataba de pensar qué diferenciaba aquel hotel de una residencia de estudiantes, Josie dejó atrás el vestíbulo y se acercó a la recepción que había al fondo.

Allí sentada había una joven pálida de pelo castaño.

—¿Puedo ayudarla, señorita? —le preguntó.

—Sí, ¿podría decirme si Beatrice Beaujold se ha registrado ya?

—No lo sé —respondió la joven con aire distraído.

—¿Podría comprobarlo, por favor? —le pidió Josie al ver que no decía nada más.

—Sí, sí que podría.

Josie esperó otra vez y de nuevo la joven no hizo nada.

—¿Le importaría hacerlo? —le preguntó por fin al darse cuenta de que el juego consistía en dar con las palabras adecuadas.

—Claro que no —respondió la recepcionista mirando la pantalla del ordenador que tenía delante—. No, no ha llegado todavía. Ya lo decía yo —aseguró asintiendo muy seriamente con la cabeza.

—Gracias por comprobarlo —dijo Josie con cierta irritación—. Bueno, supongo que podré registrarme yo.

Se hizo de nuevo el silencio.

—Mi nombre es Josephine Ross —aseguró señalando la pantalla con un gesto—. Creo que me encontrará en la habitación de al lado de la señorita Beaujold. De hecho, ya que he reservado yo las dos, podría registrarla a ella también.

Así le facilitaría la vida a su cliente. Josie sacó la tarjeta de crédito nueva que le habían dado en la agencia, la dejó sobre el mostrador y esperó. El olor a cerveza inundaba el aire como una neblina.

La joven agarró la tarjeta, la pasó por el lector y tecleó algo en el ordenador. Aproximadamente diez minutos después alzó la vista y anunció:

—Me han rechazado la tarjeta.

—¿Cómo? —preguntó Josie con la boca abierta.

—La rechazan —repitió la recepcionista abriendo el cajón del mostrador para sacar unas tijeras.

—¡Espere! —intervino Josie arrebatándole la tarjeta—. Debe de tratarse de un error. Llamaré a mi agencia. Mientras tanto, utilice esta.

Entonces le tendió la suya personal y rezó por que hubiera la cantidad de dinero suficiente para cubrir los costes.

Aguardó con incomodidad unos cinco minutos hasta que la joven le devolvió su tarjeta de crédito acompañada del justificante para que lo firmara.

—Ya está registrada. Aquí tiene las llaves —dijo entregándoselas sin que hiciera falta pedírselo específicamente.

Josie le dio las gracias y se apartó del mostrador para dejar que el siguiente y sufrido huésped probara suerte. Tras guardarse las llaves en el bolsillo, sacó el móvil para llamar a la agencia y ver dónde estaba el error.

Por desgracia, el teléfono le indicó que no había señal. Josie se movió por el vestíbulo para intentar encontrar cobertura.

—Es inútil, por aquí no hay ninguna torre de telefonía móvil —le dijo una mujer de aspecto agradable y grandes ojos azules.

Josie se sintió como si hubiera encontrado a una compatriota estadounidense en el extranjero.

—¿Usted ya lo ha intentado?

La mujer sonrió y sacó del bolso un teléfono parecido al suyo.

—Desde que salí de Charlotte.

—Bueno —se rindió Josie guardando el móvil—. Supongo que podré vivir unos días sin él.

Utilizaría su tarjeta de crédito y cuando regresara entregaría una hoja de gastos. Dejó las maletas en el suelo y extendió la mano.

—Josie Ross.

—Dolores Singer —respondió la otra mujer estrechándosela con una sonrisa—. Pero puedes llamarme Buffy.

—A juzgar por tu acento no pareces de aquí.

—No. Soy de Cleveland. ¿Y tú?

—De Manhattan. Esto parece otro planeta, ¿verdad?

—Entiendo lo que quieres decir —reconoció Buffy—. Es demasiado relajado, ¿verdad?

—Eso es quedarse corto —murmuró Josie—. Y dime, ¿has venido a participar en el concurso como representante de Ohio?

Buffy negó con la cabeza.

—Lo cierto es que he venido para conocer a Beatrice Beaujold. Es la autora de ese libro de recetas para seducir a los hombres. Estoy en deuda con ella.

—¿Ah, sí? ¿Por qué?

—Porque gracias a ella estoy prometida y a punto de casarme.

—¿De verdad? —preguntó Josie, que no era una gran fan del romanticismo—. ¿Gracias a sus recetas?

—Creo que sí —respondió Buffy sonrojándose—. Se puso de rodillas tras probar su pastel dulce de patatas en un picnic. Supongo que tuvo algo que ver con la receta porque fue totalmente inesperado.

Josie era extremadamente escéptica, pero sabía que su trabajo consistía en alimentar aquella idea, no en rebatirla. Así que para no tener que mentir guardó silencio.

—Sé que parece una locura, pero supongo que cosas más raras se habrán visto.

—Felicidades. Espero que seas muy feliz —dijo Josie sonriendo antes de consultar el reloj—. Me ha encantado hablar contigo, pero tengo que ir a mi habitación a hacer una llamada.

—No hay teléfono en las habitaciones.

—¿Cómo?

—Que las habitaciones no tienen teléfono —repitió Buffy con una sonrisa comprensiva—. Parece un atraso, pero creo que contribuye a crear una atmósfera de paz.

Josie suspiró. Aquello no le daba a ella ninguna paz.

—Inténtalo en el pasillo que hay justo al lado de la puerta —sugirió Buffy—. Creo que he visto ahí una cabina.

Josie le dio las gracias, llevó sus cosas hasta el pasillo que la otra mujer le había indicado y dejó en el suelo la pesada maleta. Desde luego, era una cabina de teléfono. Pero debía de tener al menos cien años y en cuanto descolgó el auricular y pulsó una tecla se dio cuenta de que no funcionaba.

Desesperada, soltó un improperio sobre los pueblos pequeños y colgó. Con un poco de suerte tal vez habría un teléfono de trabajo en su dormitorio. Subiría deprisa a llamar para no perderse la llegada de Beatrice. Satisfecha con su plan, fue a buscar su maleta.

Ya no estaba.

¿Cómo era posible que alguien se la hubiera llevado? La había dejado a menos de dos metros de ella y no había nadie alrededor.

Josie miró a su alrededor pensando que tal vez alguien la habría movido por alguna razón. Pero no vio nada. Subió para ver la habitación de Beatrice y la suya, donde dejó sus cosas. Cuando volvió a bajar le preguntó a la recepcionista si alguien del hotel le había metido la maleta en algún cuarto.

—No tenemos cuartos para las maletas —se limitó a responder la joven.

—Por favor, me gustaría hablar con el gerente —pidió Josie, que estaba a punto de perder la paciencia—. Ahora —concluyó para que no hubiera equívocos.

La recepcionista asintió con la cabeza y desapareció en un cuarto que había detrás del mostrador. Josie le echó otro vistazo al vestíbulo. Ni rastro de la maleta. Entonces oyó el sonido de un acento sureño que parecía directamente sacado de un personaje de Lo que el viento se llevó.

—Disculpe, ¿señorita Ross?

Cuando se giró vio a una mujer que parecía estar interpretando el papel de dama sureña en una película y que tenía sujeto del brazo a uno de los hombres más guapos que Josie había visto en su vida.

—Señorita Ross, soy Myrtle Fairfield. Él es Dan Duvall —dijo la mujer con voz dulce—. Es agente de policía. Tengo entendido que ha habido un pequeño problema con su maleta. El señor Duvall está aquí para ayudarla.

No tenía aspecto de policía. Parecía más bien un actor de cine. Era alto, de pelo oscuro y ondulado y tenía los ojos del color de un cielo de verano. Unas líneas de expresión rodeaban sus ojos azules, contribuyendo a dar la impresión de que era un hombre que sonreía mucho.

—Gracias por preocuparse, agente —dijo Josie, consciente de pronto de que no había tenido la oportunidad de arreglarse tras dos horas de vuelo y tres de coche para llegar hasta allí aquella mañana.

En su cabeza sonó una alarma que hizo nacer en ella el absurdo impulso de arreglarse y ponerse más presentable para aquel Adonis, aunque era consciente de que no debería importarle lo que él pensara de su aspecto.

No sólo estaba molesta por su reacción, sino también sorprendida. Hacía siglos que no sentía aquel tipo de nudo en el estómago, pero no le apetecía nada tener pensamientos románticos con un hombre tan extremadamente guapo como aquél, que seguramente tendría un regimiento de mujeres entre las que escoger.

Él sonrió, mostrando unos dientes blancos bien alineados.

—Llámame Dan, por favor —dijo.

—De acuerdo, Dan —respondió Josie tragando saliva.

Él avanzó un paso en su dirección. Olía bien. A jabón de marfil y ropa limpia. Curiosamente, Josie encontró aquel aroma tranquilizador.

—Así que te han robado la maleta —dijo Dan—. ¿Te han hecho algún daño a ti?

—No, no me han atacado —respondió ella tratando de calmar el ritmo de su corazón—. Yo no estaba.

—No estabas...

—No. Bueno, sí.

Aquel hombre la hacía sonrojarse. Eso no estaba nada bien.

—Quiero decir que estaba a un par de metros. Mira: La dejé un momento en el suelo mientras me acercaba al teléfono del vestíbulo para intentar hacer una llamada. La cabina no funcionaba, así que no pude entretenerme más de un minuto. Pero cuando colgué, ya no estaba la maleta.

—No deberías haber perdido de vista tus cosas ni un instante —aseguró Dan Duvall con un tono de voz mucho más desagradable del que había utilizado antes—. Cualquiera pudo venir y llevárselas.

—¿Viste a alguien sospechoso andando por aquí? —preguntó Myrtle con preocupación.

—Ya me ocupo yo de los detalles —aseguró Dan palmeando a la señora suavemente en el hombro—. Creo que Lily Rose necesita ayuda.

Señaló con un gesto a la joven del mostrador, que en aquel momento se estaba mirando las manos como si fueran pájaros en movimiento mientras una cola de clientes esperaba impacientemente.

Myrtle soltó una exclamación y salió corriendo para ayudar mientras murmuraba entre dientes algo sobre los bebedores de cerveza.

Dan Duvall la vio marcharse con una sonrisa y luego se giró hacia Josie. En aquel momento su sonrisa desapareció y le pidió una descripción de los objetos desaparecidos.

Ella se la dio y se dio cuenta de que el agente no se molestaba en apuntar nada.

—En el bolsillo exterior había un sobre a nombre de Beatrice Beaujold —explicó—. Pensé que tal vez alguien del hotel lo habría llevado a su habitación pensando que era suyo, pero cuando subí a comprobarlo no estaba.

—¿Qué había en ese sobre?

—Nada interesante para alguien que no sea yo. Una biografía de Beatrice, su foto, información sobre este concurso, mis notas... Y un cheque para Beatrice —concluyó suspirando—. El dinero que le entrega la cervecería por su participación.

—Bueno, si está a su nombre no creo que nadie pueda ir a cobrarlo.

—Tal vez no, pero ella espera recibirlo a su llegada.

—Comprendo. ¿A ti te han robado algo de dinero?

—No —respondió Josie tratando de aparentar calma.

—Bueno, eso está bien. Me temo que no creo que podamos hacer mucho por ayudarte —aseguró Dan con aspecto de no tener ninguna intención de hacer nada—. Pero estaremos pendientes por si vemos algo.

Se escuchó entonces en la esquina el sonido de un vaso al romperse. Dan Duvall dirigió la mirada hacia la escena y apretó los labios.

—No pasa nada —dijo alguien con voz pastosa haciendo un gesto con la mano—. Ha sido un accidente.