Una princesa de vacaciones - Elizabeth Harbison - E-Book
SONDERANGEBOT

Una princesa de vacaciones E-Book

ELIZABETH HARBISON

0,0
2,99 €
Niedrigster Preis in 30 Tagen: 2,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Tan solo deseaba disfrutar de un soplo de libertad La princesa Teresa de Corsaria necesitaba tomarse un descanso de tantas galas benéficas y revistas de cotilleo, pero encontró mucho más cuando se le averió el coche en aquella pequeña ciudad de Carolina del Norte. Encontró un lugar que la recibió con los brazos abiertos. Bueno, recibió a una mujer llamada Tess McDougall… Y entonces conoció a Dylan Parker, el médico del lugar, y empezó a tener ganas de acabar con las mentiras. Pero ¿qué haría un hombre tan honesto y tan guapo como Dylan cuando se enterara de quién era realmente la mujer que tenía entre sus brazos?

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Veröffentlichungsjahr: 2015

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2003 Elizabeth Harbison

© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Una princesa de vacaciones, n.º 1806 - agosto 2015

Título original: Princess Takes a Holiday

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Publicada en español 2003

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-6868-7

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

Habían pasado más de diez años desde que la princesa Teresa de Corsaria había conducido un coche por última vez.

Aquella tarde, mirando por la ventana de su suite en el Hotel Four Seasons en Washington D.C., había sentido un pinchazo de envidia al ver a la gente andando por la Avenida de Pennsylvania. Andando, conduciendo, incluso simplemente permaneciendo de pie en una esquina… ninguno de ellos se daba cuenta de la suerte que tenía al poder salir a la calle sin que nadie les dijese que era un riesgo para su seguridad.

La princesa Teresa, que había pasado sus primeros veintiún años de vida como Tess McDougall, de Liberty, Ohio, se acordó de lo que era aquello. Hasta sus diecinueve años había estado en un colegio en Inglaterra, en un programa de intercambio. Nadie se había fijado particularmente en nada de lo que ella había hecho. Hasta que su compañero de clase, Philippe Carfagni, le había pedido salir en una cita. Entonces todo el mundo se había interesado por ella. Porque Philippe Carfagni, daba la casualidad que era el príncipe heredero de Corsaria, un pequeñísimo, pero muy elegante principiado en la costa italiana.

El romance había sido anunciado a los cuatro vientos. Los titulares sobre la boda habían llenado los periódicos de toda Europa. Todos habían comentado su vida junto al guapo príncipe y su maravilloso castillo de hacía más de quinientos años a la orilla del mar. Ella debería haber sabido que aquella rocosa costa, preciosa pero peligrosa, era el presagio de acontecimientos venideros.

Tess había pensado que estaba enamorada de Philippe, realmente lo había pensado, pero no le había costado mucho darse cuenta de que realmente se había enamorado de la idea de estar enamorada de un príncipe. Y la idea de un príncipe había chocado fuertemente con la caprichosa realidad.

La imprudencia había acabado con la vida de Philippe. En un viaje de esquí en Suiza había retado a su guardaespaldas a bajar una pista muy peligrosa. Casi inmediatamente, una pequeña avalancha había derribado a los dos, convirtiendo a Tess en una princesa viuda. Si no hubiese sido por la hermana pequeña de Philippe, María, Tess hubiera vuelto a Estados Unidos tan pronto como hubiera pasado un periodo respetable de luto. Desgraciadamente, no lo había hecho. Revistas y periódicos habían seguido considerando su historia rentable y no habían dejado de escribir sobre ella. La situación se había hecho todavía más difícil al estar rodeada por dispositivos de seguridad que no dejaban de decirle que no era seguro ir a aquel barrio o a tal tienda, o que en aquel restaurante había demasiada gente.

–¿Madame? –la voz encogida de su secretaría personal, Clara, la sacó de sus pensamientos.

–Lo siento –Tess echó un último vistazo a la gente de la calle, suspiró y se dio la vuelta hacia Clara–. ¿Qué estabas diciendo?

–Que la Fundación Boden acaba de llamar y ha dicho que la función benéfica de esta noche ha conseguido aproximadamente tres millones de dólares para la investigación de cáncer de mama.

–¡Estupendo! –dijo Tess dando palmaditas–. Entonces ha merecido la pena el viaje.

Se acercó hasta su armario y colgó su vestido de diseño. Era espectacular y muy poco práctico, como la gran mayoría de las cosas en su vida.

–Tiene otros compromisos –señaló Clara–, su cita con el embajador…

Tess suspiró recordando su última cita con el embajador. Se había pasado dos horas declarándose.

–La inauguración de la nueva tienda de Luigi, el diseñador de Corsaria…

Luigi había estado intentando relacionar el nombre de la princesa con su moda durante años y había ganado mucho dinero con sus negocios, de una manera un tanto deshonesta. Ella no quería tener nada que ver con él.

–¿Por qué no lo cancelas? –dijo ella mirando el vestido–, y la cita con el embajador también. Simplemente diles que me encuentro mal –dijo ella poniéndose el camisón.

–Muy bien, madame. Si así lo desea…

–Así es –respondió ella dirigiéndose hacia su cama y retirando la colcha que la cubría–. ¿Hay algo que merezca la pena en el calendario de esta semana?

–Una fiesta benéfica de la Fundación Gatos Necesitados, una asociación que ayuda a respetar a los gatos.

–Creo que me he acatarrado, cancela todos los compromisos de esta semana.

–Sí, madame. Ahora mismo –dijo Clara mirándola por última vez antes de salir de la habitación.

Tess la miró hasta que se fue, entonces apagó la luz y se tumbó en la cama. Su corazón latía con fuerza. No podía seguir viviendo aquella vida. Gatos necesitados, diseñadores mimados, diplomáticos lascivos… aquello no era la vida que ella se había imaginado tener. Quería ser útil a las personas, ser una ayuda genuina, contribuir positivamente a la sociedad. Una vez había querido ser profesora de colegio, probablemente hubiera tenido una vida más llena.

Quería ser una de aquellas personas que andaban por la calle, ¿por qué no? María pronto la sustituiría en los actos benéficos en Corsaria y ya no habría ninguna razón para quedarse allí. Podría empezar una nueva vida.

Aquello la emocionaba tanto que su corazón seguía latiendo con fuerza. Empezar de nuevo… y qué mejor momento que aquel. Después de todo, Clara había dejado su calendario libre de compromisos. Por primera vez en muchos años, Tess era la dueña de su tiempo y quería disfrutarlo en paz y tranquilidad. Sola.

Decidió lo que iba a hacer. Iría a la playa de Sapphire, en el norte de la costa californiana, donde pasaba sus veranos cuando era una niña. Sin guardaespaldas, sin secretaria, sin nadie que interfiriese en su privacidad. Tess se iba a tomar unas vacaciones.

Capítulo 1

 

Ella se fue a las seis de la mañana siguiente.

No le dijo nada a nadie, porque sabía que intentarían detenerla o averiguar exactamente sus planes.

Tess metió un par de cosas en una maleta muy grande y tomó mil doscientos dólares en metálico del fondo que había para imprevistos. Se sentó en el escritorio de madera que había en su habitación y escribió una nota explicando que se iba un par de días a visitar a una amiga y que nadie debería intentar buscarla. Sabía que Clara respetaría su privacidad, aunque se preocuparía por ella.

Una hora más tarde, después de pagar seiscientos dólares por un coche de segunda mano, se dirigió hacia la Avenida de Connecticut en su Volkswagen «escarabajo». Se sentía estupendamente. Mientras esperaba en un semáforo encendió la radio, subiendo el volumen cuando escuchó una vieja canción de Peter Gabriel de sus días en el instituto. Aquello sí que era vivir. Olvidarse de las cenas y de las fiestas llenas de glamour. Conducir y escuchar la radio la hizo sentirse más viva de lo que se había sentido en años. Se iba a la playa. Casi podía oler la sal en el aire.

Cinco horas después, su optimismo y el motor de su coche se apagó justo cuando pasaban la señal que les daba la bienvenida a Mayford, North Carolina. Intentó volver a encender el motor, pero su esfuerzo fue en vano. El coche estaba muerto.

Buscó con la mirada su bolso, llamaría a una grúa con su teléfono móvil, pero su bolso no estaba allí. De pronto se acordó de haberlo dejado sobre el mostrador de la tienda de coches de segunda mano.

–¡Diablos! –dijo en voz alta.

Salió del coche y abrió el capó para mirar el motor. Suspiró, ¿qué iba a hacer? Miró a su alrededor. Había una vieja oficina de correos, una tienda de juguetes, y, al otro lado de la calle, un restaurante. Comprobó el dinero que tenía en los bolsillos. Tenía unos cuarenta y ocho dólares para salir de aquel lío. Decidió tomarse una taza de café. Fue a cerrar el capó, pero no pudo, estaba atrancado. Apretó los dientes y lo intentó de nuevo, pero aquella vez poniendo todo su peso en el esfuerzo. El capó cedió más fácilmente de lo que ella se había imaginado, perdió el equilibrio y se encontró tirada en mitad de la calle, justo en el momento en que una camioneta doblaba la esquina y se acercaba a ella.

 

El doctor Dylan Parker estaba teniendo un día muy largo y ni siquiera era mediodía. En un día normal, su trabajo de médico lo tenía muy ocupado, pero, además, él era el alcalde de Mayford. La verdad era que Dylan no había querido aceptar aquel trabajo en absoluto, pero era una ciudad muy pequeña y no le robaba mucho tiempo a su prioridad, que era la medicina.

Barbara Lee, la única obstetricia de la ciudad, estaba de vacaciones y Dylan, médico de familia, la estaba sustituyendo. Cuando se había ido, hacía cuatro días, a Las Vegas, le había asegurado que ninguna de sus pacientes estaba a punto de dar a luz. Por eso había sido una sorpresa para Dylan recibir una llamada, a las cinco y media de la madrugada, de Marilu Lyons diciendo que estaba teniendo los síntomas típicos que precedían al parto aunque solamente estuviera de treinta y cinco semanas. Dylan había salido de la cama de un salto y se había ido a su casa inmediatamente con la esperanza de que todo se tratase de una falsa alarma, pero, en cambio, había terminado trayendo a un bebé al mundo. Había sido un niño sano y precioso, pero el parto había sido muy difícil. Aunque los paramédicos no habían llegado a tiempo, todo había terminado felizmente. Justo cuando la madre y el niño habían sido trasladados al hospital, el busca de Dylan había empezado a sonar de nuevo. La pierna con gota del viejo Harry Murphy estaba dando problemas. Dylan había accedido a echarle un vistazo.

Entonces fue, mientras cruzaba la ciudad, cuando una mujer saltó frente a su camioneta, tomándolo totalmente por sorpresa. Sus reflejos lo hicieron frenar instantáneamente, pero unos segundos tarde. Su camioneta golpeó a la mujer y la lanzó por los aires, aterrizando unos pasos más allá.

Aparcó la camioneta y rápidamente salió, sin molestarse en cerrar la puerta, en su ayuda.

–¿Señorita? –dijo él mientras se arrodillaba a su lado.

Tenía una dolorosa expresión en la cara y unos arañazos en los brazos y las piernas. Su tobillo estaba torcido de una manera muy rara.

–Señorita, ¿puede oírme?

Ella seguía tumbada sin inmutarse. Él le tomó la muñeca para verificar su pulso, pudo sentirlo fuertemente, gracias a Dios. Probablemente no tendría ninguna hemorragia interna.

–¿Qué sucede, Dylan? –preguntó una voz en la distancia.

Se trataba de Bob Didden, el cartero, que tenía una expresión de consternación en su cara alargada.

–¿La has golpeado? –volvió a preguntar Bob.

–Sí –contestó Dylan brevemente.

–Lo he visto todo, Dylan –dijo el sheriff Mose Lambert, limpiándose la boca con una servilleta y saliendo del restaurante de Nola–. No ha sido culpa de nadie.

Dylan sabía que había sido suya.

–¿Deberíamos llevarla al interior? –preguntó Bob.

Dylan sacudió la cabeza.

–No quiero moverla hasta que no esté seguro de que no tiene el cuello roto.

–Miraré dentro de su coche para ver si encuentro alguna identificación –dijo Mose ajustándose los pantalones–. Carolyn, cariño –añadió eligiendo a la chica más joven y más atractiva de todos los espectadores que se habían reunido en torno a ellos–. ¿Por qué no me echas una mano?

Carolyn se sonrojó.

–Me encantaría, sheriff.

Cuando era joven, Mose había sido un muchacho muy atractivo, incluso había aparecido como extra en una película.

Dylan volvió a concentrarse en la mujer inconsciente que tenía a su lado. No pudo evitar darse cuenta de que era muy guapa. Era horrible ver aquellos brazos y piernas tumbados, inmóviles, llenos de heridas. Afortunadamente, no parecía muy grave. Todo había sido culpa suya, iba conduciendo demasiado rápido. Movió con mucho cuidado a la mujer, sorprendiéndose de lo poco que pesaba. Llevaba el pelo recogido en una cola de caballo, y se la deshizo para que, al apoyar la cabeza contra el suelo, estuviera más cómoda.

–No he encontrado nada, doctor –dijo Mose acercándose a la escena–, solamente una bolsa con algo de ropa. No hay ni monedero, ni permiso de conducir, nada de nada –añadió haciendo una mueca–. Nunca entenderé a la gente que no lleva ninguna identificación encima.

–Debe de haber alguna manera de averiguar su identidad.

–Comprobaré la matrícula, pero eso llevará un par de días; además, es una matrícula temporal.

–Esperemos que en pocos minutos podamos preguntarle quién es –dijo Dylan, aunque dudaba mucho que ella fuera capaz de hablar tan pronto.

Poco a poco se había formado un corro de gente alrededor de Dylan. Ethel Moore se había acercado para examinar a la mujer; su perfume era denso y demasiado dulce para el aire tan caluroso que corría.

–Mírala, es muy guapa. Es como una princesa. ¿Se pondrá bien? –dijo preocupada.

–Eso espero.

–Menos mal que el doctor estaba aquí –dijo alguien.

Hubo un murmullo de aprobación.

«¿Menos mal que estaba allí?», pensó Dylan. Si no hubiera estado allí, nada de aquello hubiera sucedido.

De pronto ella murmuró algo y se puso de lado.

–Tenga cuidado, señorita –dijo Dylan ayudándola para que no se sentase muy rápidamente.

Ella lo miró con los ojos perdidos y se sentó de forma poco estable. Se pasó una mano por la frente y pestañeó.

–Me temo que le va a doler durante un par de días –dijo él intentando disimular su ansiedad.

Ello lo miró, sus ojos seguían perdidos.

–¿Entiende lo que le estoy diciendo? –le preguntó Dylan. ¿Estaría su cabeza más dañada de lo que parecía?

Ella lo miró, como si fuera a hablar, pero entonces suspiró y cayó entre sus brazos.

–¿No deberíamos llamar a Urgencias? –preguntó Bob Didden.

–Será más rápido si la llevamos a mi consulta –dijo Dylan. Su consulta estaba muy cerca de allí y él estaba preparado para examinarla. Los médicos de Urgencias de la ciudad eran muy buenos para un hueso roto o un tobillo torcido, pero cuando se trataba de algo más sofisticado, sabía que él era el mejor.

–Mose, ¿te importaría sacar la camilla que hay en mi camioneta? Podemos transportarla más cómodamente en ella.

–Buena idea.

–¿Necesitáis ayuda? –preguntó alguien.

–No, lo haré yo mismo –contestó Mose.

–¿Qué ha pasado? –preguntó alguien que acababa de llegar–. ¿Quién la ha golpeado?

–Yo lo hice –dijo Dylan mirando la preciosa cara de aquella mujer y preguntándose quién sería.

Mose apareció con la camilla, Dylan tomó a la mujer entre sus brazos y la depositó sobre ella con mucho cuidado. Tenía que ponerse bien, aunque aquello significase pasarse cada minuto del día a su lado cuidándola.

 

Tess se despertó con un insoportable dolor de cabeza y con la boca tan seca como el algodón.

–¿Che cosa?… –murmuró en el italiano que había estado utilizando durante los últimos diez años en Corsaria. Pestañeó e intentó reconocer su alrededor. Parecía que estaba en una antigua consulta de un doctor y tumbada en una dura camilla.

Había un esqueleto en una esquina. Alguien le había puesto un sombrero en la cabeza y un fonendoscopio alrededor del cuello.

–¿Ha dicho usted algo? –escuchó decir a alguien, que no veía–. ¿Está despierta? –volvió a decir la voz de un hombre.

Ella intentó entender la situación, pero sentía su cabeza tan suave como un jersey de angora.

–¿Dove sono…? –intentó preguntar ella, pero en realidad solamente pudo susurrarlo levemente. Pero algo en su interior le dijo que no hablara en italiano–. ¿Dónde estoy?

Una cara apareció ante ella. No una cara corriente, la cara de un hombre increíblemente atractivo. Su pelo castaño era un poco largo y se rizaba a la altura de la nuca. Sus ojos eran los más verdes que había visto en su vida.

Probablemente estaba teniendo uno de sus sueños.

–¿Puede entenderme? –preguntó él.

Por alguna razón, el cuerpo de ella se sacudió increíblemente.

Él tocó su brazo.

–¿Puede oírme? –volvió a insistir.

Ella asintió con la cabeza. Parecía que la tenía llena de piedras.

–Bien –dijo él frunciendo el ceño–, soy médico. Ha tenido un accidente, pero se va a poner bien. ¿Me entiende?