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Más allá de sus diferencias, las distintas tradiciones que se han desarrollado a lo largo de la historia -como la judeo-cristiana, la musulmana, la china, la maya o la hindú, entre otras- coinciden en poner el énfasis en la centralidad de la transformación del ser humano. Sócrates, Jesús, Tolstói o Martin Luther King han sido algunos de los portavoces de esta filosofía perenne, que aún hoy conserva la misma fuerza y validez que antaño. Filosofía rebelde propone un viaje a la fuente de esta sabiduría universal, sobre la que han sentado sus bases casi todas las religiones, movimientos filosóficos y hasta escuelas de desarrollo personal o coaching modernas. Con un lenguaje desenfadado y contemporáneo, Víctor Gay nos invita a descubrir el tesoro más precioso de la nueva revolución: "Sed vosotros mismos el cambio que queréis ver en el mundo", como resumió Gandhi.
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Seitenzahl: 189
Veröffentlichungsjahr: 2011
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FILOSOFÍA REBELDE
Un viaje a la fuente de la sabiduría
Editorial Kairós, S.A.Numancia 117-121, 08029 Barcelona, Españawww.editorialkairos.com
Nirvana Libros S.A. de C.V.3ª Cerrada de Minas 501-8, CP 01280 México, D.F.www.nirvanalibros.com.mx
Primera edición: Febrero 2011Primera edición digital: Mayo 2011
ISBN: 978-84-7245-791-1ISBN epub: 978-84-9988-011-2
Composición: Grafime. Mallorca 1. 08014 Barcelona
Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita algún fragmento de esta obra.
Prólogo: La búsqueda de la verdad por Borja Vilaseca
Introducción
Capítulo 1: El origen de la sabiduría
Capítulo 2: Tres ideas para iniciar el viaje
Capítulo 3: El mapa hacia el saber
Capítulo 4: El laberinto del egocentrismo inconsciente
Capítulo 5: Rebeldes Inspiradores
Capítulo 6: La magia de cambiar(nos)
Capítulo 7: El Tesoro de la Humanidad
Recetas prácticas para aplicar la filosofía rebelde en tu día a día
Epílogo
Anexo
Agradecimientos
«Por más que alguien nos explique a qué sabe el fruto del baobab, no lo sabremos hasta que lo probemos por nosotros mismos.»
(Proverbio malgache)
“Hablar de la verdad” es un oxímoron, es decir, una contradicción en sí misma. Sobre todo porque la verdad no puede pronunciarse con palabras; tan sólo puede experimentarse. Eso sí, los conceptos y las reflexiones pueden guiarnos, e incluso mostrarnos la dirección que se ha de seguir para adentrarnos en el camino que conduce hasta nuestro propio autoconocimiento.
Al tratarse de un asunto tan delicado, no hemos de creernos nada de lo que nos digan, ni de lo que leamos, incluyendo, por supuesto, el contenido de este prólogo. Es más, hemos de analizar, diseccionar y cuestionar detenidamente toda la información que nos llega desde el exterior. Y en la medida de lo posible verificarla a través de nuestra propia experiencia. Sólo así podemos acceder a la auténtica comprensión, que a su vez nos abre las puertas de la sabiduría.
En este sentido, y con el fin de aprovechar al máximo los tesoros que se encuentran a lo largo de esta senda, es importante que no confundamos “arrogancia” con “escepticismo”. Más que nada porque el arrogante parte de la premisa de que lo sabe todo con respecto a sí mismo y a los misterios de la existencia. No suele plantearse interrogantes porque cree que cuenta con todas las respuestas, erigiéndose como portavoz de la verdad. Paradójicamente, la enfermedad del arrogante es que ignora su propia ignorancia. Reconocer que no sabe, o que puede estar equivocado, es demasiado doloroso para su ego. Así es como va encerrándose en una cárcel intelectual, construida a base de creencias.
Por más seguridad que aparente, la arrogancia es una fachada que suele esconder un profundo miedo al cambio. Así, el arrogante hace todo lo posible para no modificar su postura rígida y estática frente a la vida. De ahí que cuando entra en contacto con información nueva se sienta molesto y amenazado, poniendo de manifiesto su falta de autoestima. Por eso tiende a ridiculizar, demonizar e incluso a oponerse violentamente cada vez que escucha ideas diferentes a las suyas.
El quid de la cuestión es que la arrogancia es una actitud ineficiente e insostenible que limita nuestra capacidad de ver y comprender las cosas desde una nueva perspectiva. Desde un punto de vista biológico es antinatural, pues nos impide evolucionar psicológicamente como seres humanos. Por el contrario, la humildad al reconocer que no sabemos y que estamos dispuestos a aprender nos permite desarrollar un sano y constructivo escepticismo.
Así, el verdadero escéptico explora aquello que desconoce para descubrir lo que todavía no comprende. Su interés no se centra en tener razón, sino en ser feliz. A diferencia del arrogante, el escéptico sabe que no sabe; y es precisamente en su humildad donde reside su grandeza. Al reconocer su ignorancia se muestra abierto al aprendizaje y, en consecuencia, a la transformación. De todas las personas que se adentran en el viaje del autoconocimiento, sólo los humildes pueden ser escépticos, y sólo los escépticos pueden considerarse verdaderos buscadores de la verdad. No en vano, esta actitud nos permite enfrentarnos con la ignorancia de no saber quiénes somos y la inconsciencia de no querer saberlo.
Llegados a este punto, ¿a qué alude la búsqueda de la verdad? ¿Y qué relación tiene ésta con Filosofía rebelde? Para responder a estas preguntas voy a basarme en mi propia experiencia. Movido por un profundo desasosiego interior, a los dieciocho años dejé de creer en el Dios creado por la Iglesia católica, convirtiéndome en un ateo militante. Eso sí, dado que fui condicionado para creer que entre las nubes habita un ser malhumorado con barba y vestido de blanco, de vez en cuando solía mirar hacia el cielo, temeroso de morir fulminado por un rayo.
Más tarde, influido por una generación de filósofos existencialistas, liderados por Friedrich Nietzsche, Martin Heidegger, Jean Paul Sartre y Emile Cioran, concluí categóricamente que la vida carecía de propósito y significado. Fue en aquella época cuando, debido a mis miedos, carencias e inseguridades, abracé la arrogancia como filosofía de vida. Por aquel entonces estaba convencido de que lo sabía todo acerca de todo. De hecho, me reía de los libros y autores especializados en desarrollo personal y espiritualidad. Y no sólo eso. Vivía tiranizado por la prepotencia de imponer mi punto de vista sobre los demás. Así es como pretendía, inútilmente, reafirmar mis débiles creencias sobre el lugar que ocupábamos los seres humanos en el mundo.
Si bien me había liberado de mis creencias religiosas, para conseguirlo había adoptado las creencias opuestas, igualmente limitantes e ineficientes a la hora de construir una vida plena y con sentido. No en vano, el teísmo y el ateísmo son las dos caras de una misma moneda, cuyo valor no lo da la experiencia, sino la creencia. Ninguna de estas dos corrientes de pensamiento antagónicas promueve nuestra verdadera libertad psicológica. Las dos nos condenan a un mismo tipo de esclavitud mental, sólo que con diferentes nombres. Por eso, a pesar de haberme liberado de la religión seguía siendo esclavo de la ignorancia y, en consecuencia, de la insatisfacción, el vacío y el sufrimiento.
Y así seguí hasta los veinticuatro años, perdido en el laberinto del egocentrismo. Fue entonces cuando me reencontré con Víctor. Recuerdo que él también atravesaba un momento de búsqueda y exploración personal. Y fue precisamente este objetivo común el que nos unió, convirtiéndonos en inseparables amigos y compañeros de viaje. A su lado me adentré en el autoconocimiento y el desarrollo personal. Y lo hicimos a través del Eneagrama de la personalidad. Sin duda alguna, descubrir que tenía ego y comprender de qué manera éste condicionaba y limitaba mi percepción de la realidad fue una gran bofetada a mi arrogancia.
No recuerdo haber llorado nunca tanto. Reconocer la ignorancia propia es un trago amargo, pero necesario para crecer y evolucionar como ser humano. Lágrima tras lágrima fui deshaciéndome de mi rígido sistema de creencias. Me despedí de la arrogancia y, esta vez, de forma voluntaria, madura y consciente, me incliné de rodillas, honrando la humildad como filosofía de vida. Me miré en el espejo y me dije: «No sé de dónde vengo. No sé quién soy. No sé hacia dónde voy. Y, en definitiva, no sé nada de nada». Paradójicamente, sentí un gran alivio en mi interior.
Ése fue el comienzo de una nueva etapa en este apasionante camino de aprendizaje. Al día siguiente dejé de leer a Nietzsche y empecé a interesarme por otros filósofos como Hermann Hesse, Aldous Huxley, Anthony de Mello o Jiddu Krishnamurti. Paso a paso me di cuenta de que me habían condicionado para ser una víctima, pero que podía entrenar el músculo de la responsabilidad; y de que me habían programado para sufrir, pero que podía entrenar el músculo de la felicidad. De la mano de grandes místicos, como el Buda, Lao Tsé, Sócrates y Jesús de Nazaret, aprendí a priorizar la experiencia en detrimento de la creencia, convirtiéndome en discípulo de la vida.
Tan sólo un año más tarde, inspirado por las enseñanzas del sabio Gerardo Schmedling, tuve una experiencia mística que cambió para siempre mi manera de ver y comprender la vida. Fue como un gran despertar, que me llevó a conectar con mi desconocida y demonizada dimensión espiritual. Desde entonces sé de dónde vengo, quién soy y hacia dónde voy. Y no sólo eso. Sólo conservo palabras y sentimientos de agradecimiento por todo lo que me ha sucedido, pues ha sido justamente lo que he necesitado para encontrar mi lugar en el mundo. A raíz de este encuentro con mi verdadera esencia confío plenamente en mí mismo y en la vida. Curiosamente, siete años después de matar en mi mente al “Dios-creencia”, di a luz al “Dios-experiencia” en mi corazón. No es que crea en esta fuerza creadora, sé que existe porque la he experimentado en mi interior.
Y es precisamente esta experiencia transformadora la que ha movido a Víctor a escribir Filosofía Rebelde. Este libro es un regalo que nos hace la vida a través de una de las personas más sabias, y a la vez más humildes, que he conocido en toda mi existencia. Víctor forma parte de una nueva generación de buscadores de la verdad, cuya única pretensión es allanar el camino de aquellos que todavía no han encontrado la fuente de dicha que se encuentra en nuestro interior.
La búsqueda de la verdad es el viaje por el cual cada uno de nosotros puede liberarse de las creencias con las que hemos sido condicionados por la sociedad para descubrir quiénes somos y de qué manera podemos construir una vida rebosante de felicidad, paz y amor. Y como muestran las páginas de este lúcido y ameno ensayo, hay tantos caminos para llegar a esta misma verdad como seres humanos hay en este mundo. Cada uno está llamado a seguir su propia senda, guiado por su voz interior. Por eso no es necesario aferrarse a ningún gurú ni a ninguna doctrina. Cuando te conoces a ti mismo te das cuenta de que no existen maestros, sólo espejos donde verte reflejado.
Por más que nos resistamos a enfrentarnos con nuestra ignorancia e inconsciencia, protegiéndonos tras la máscara de la arrogancia, todos tenemos una profunda sed de verdad. Más que nada porque nuestra vida se ha construido –en mayor o menor medida– a base de engaños, distorsiones y mentiras. Por eso tantos seres humanos viven en la oscuridad de la desdicha. Y este hecho no es bueno ni malo: es necesario. El sufrimiento es la consecuencia de seguir un sistema de creencias erróneo y, curiosamente, el motor que nos impulsa a buscar nuestra verdad.
Pero… ¿cómo podemos saber que hemos encontrado lo que andamos buscando? Pues de la misma manera que uno sabe cuándo está enamorado. Simplemente se sabe. Así, la verdad es toda aquella información que, cuando la interiorizamos a través de nuestra propia experiencia, nos transforma y nos libera. La verdad nos llena el corazón de confianza, alegría y serenidad. La verdad es el alimento que nos permite convertirnos en lo que estamos destinados a ser: la mejor versión de nosotros mismos. Descubrir y comprender la verdad es una experiencia que hace de puente entre el victimismo y la responsabilidad, entre la inconsciencia y la consciencia, entre el sufrimiento y la felicidad, entre la ignorancia y la sabiduría, entre la lucha y la aceptación, y entre el conflicto y el amor incondicional.
Gracias, querido Víctor, por compartir con todos nosotros el tesoro que has encontrado en tu corazón. A tu lado he comprendido que, aunque al principio quema, la verdad es la luz que finalmente nos ilumina.
BORJA VILASECA
Periodista de El País y director del máster en Desarrollo Personal y Liderazgo de la Universidad de Barcelona
No soy, ni pretendo ser, un “gurú”, un guía o un “iluminati”. Sólo soy un humilde comunicador, un mensajero. Mi propósito es hacer de puente, de traductor y de facilitador. No sé nada que no puedas comprobar, investigar o experimentar por ti mismo. Todo lo que diré ya había sido escrito y compilado en otras épocas.
No hace tanto, viví una crisis profunda. Aún recuerdo cómo la oscuridad y una desgarrante sensación de vacío existencial dominaban mis días. Acababa de regresar a mi ciudad natal tras un enriquecedor periodo en Londres pero ante la crudeza de mi nueva situación, los buenos tiempos pasados parecían tan lejanos como remotos a mis actuales y oscuras circunstancias. Aquellos días, el miedo a no poder ser yo mismo y a defraudar las expectativas, que creía tenían los demás, me hacían sentir que mi vida no tenía ningún sentido. Estos sentimientos me acompañaban como una molesta sombra de la cual no me podía deshacer por más voluntad y esfuerzo pusiera. Sin embargo, y haciendo justicia al dicho de que no hay mal que por bien no venga, empujado por mi insoportable malestar emprendí una búsqueda en diferentes culturas y formas de entender la vida con la firme convicción de que cualquier alternativa podía ser una mejor opción a mi profunda depresión. Empecé leyendo a los grandes pensadores de Occidente. Conecté especialmente con Friedrich Nietzsche, su filosofía me ofreció un poético consuelo a mi crisis. Aunque como no encontré en ella ninguna solución, me decidí a proseguir mi búsqueda en otros lugares del planeta. Durante el año trabajaba para poder costearme los viajes y mis investigaciones que, si bien aparentemente podían parecer unas vacaciones, me servían para buscar salidas a mi crisis. Recuerdo especialmente cómo en India me pude entrevistar con diferentes maestros a los que interrogaba inquisitivamente acerca del sentido de la vida, como un hombre que se ha perdido en el desierto y lleva días sin beber, se abalanza de una manera desesperada, patética y necesitada sobre el primer oasis con un poco de agua que vislumbra. Un buen día en Varanasi, en las orillas del sagrado río Ganges, siempre atestadas de devotos peregrinos, turistas y embaucadores, por enésima vez le pregunté a un sabio brahmán qué debía hacer para que mi vida tuviera sentido. Él, con la serenidad de un Buda, la elocuencia de Jesús y la sabiduría de Lao Tsé, me lanzó una penetrante mirada y con una enigmática sonrisa me dijo: “hagas lo que hagas, digas lo que digas, cada día llegará la aurora, habrá mañana, mediodía, y cuando se ponga el sol, se hará la noche y con ella vendrá la oscuridad”. Tras pronunciar estas palabras, su expresión daba a entender que la conversación había terminado. En el momento me sorprendió mucho oír esa respuesta pero no supe qué decirle. Yo anhelaba una explicación racional, algo que mi mente pudiera comprender, argumentar y razonar. ¿Por qué me había dicho algo tan obvio? ¿Es que acaso pensaba que yo no sabía que el sol y la luna saldrían cada día? ¿Qué había querido decir el misterioso sabio con sus enigmáticas palabras? Durante las semanas siguientes, todavía por India, en un orfanato tuve la ocasión de ayudar a un discapacitado mental. El chico, no se podía valer por sí mismo en nada, necesitaba ayuda para jugar, comer, ir al lavabo y incluso hasta para dormir. Sirviéndole empecé a sentir emociones muy fuertes: una enorme compasión hacia él, un sentimiento de gratitud por ser tan afortunado, un amor absoluto e incondicional hacia la realidad y una aceptación plena del momento presente. Escuchaba sus inteligibles ruidos y sus incomprensibles palabras pero solo podía ver bondad, sentir amor y oír una amable melodía. Hubo un instante en que empecé a notar una energía que me envolvía y que incluso la sentía salir de mi cuerpo. Esta indescriptible y misteriosa energía la notaba alrededor de mí y en todo aquello que me rodeaba. De vuelta al albergue intenté escribir lo que había sentido: “¡la verdad ha de ser el amor! El olvido de mí mismo, el fluir con el tiempo, el disfrute del presente, el olvido del pasado y del futuro, amar con fuerza, amar con locura y ternura, saber que estás siendo amado, saber que te quieren y te necesitan, abrazar y bailar con todas las almas (negras y blancas) que te rodean al son de la vida. ¿Pensar? Sí, lo mínimo. Solo si es necesario. ¡Llorar de alegría!¡Qué gran lección de la vida y qué maestro tan inesperado!”.
Después de esa experiencia comprendí que si quería darle un sentido a mi vida este nunca podría venir por mi mente. Más bien mi mente estaba siendo el problema y se había convertido en mi perdición. No había hecho ni dicho nada especial pero en la dulce resaca de esa experiencia todo parecía tener sentido. Me vinieron a la cabeza las misteriosas palabras del sabio brahmán que había conocido en la húmeda orilla del Ganges: “hagas lo que hagas, digas lo que digas, cada día llegará la aurora (…) y se hará la noche” y empezaron a tener algo más de sentido.
Esta primera experiencia, supuso una auténtica revolución. La manera en que empecé a relacionarme con la realidad cambió para siempre. Dejé de buscar orientación fuera de mí y empecé a mirar más en mi interior. Mi búsqueda había dado un fruto y a partir de entonces ese sentimiento de plenitud fue lo que realmente me empezó a importar. Gracias a esta primera experiencia pude dar un nuevo giro en mi búsqueda orientándola hacía aquel tesoro que había descubierto en mi propio interior.[1]
Dice un antiguo cuento que hace mucho tiempo, en un antiguo reino, delante de una Iglesia había cuatro mendigos con la mano tendida. De pronto, un hombre que salía del templo les dio una limosna. «Podéis comprar lo que os apetezca», dijo.
El primer mendigo, que era persa, propuso comprar angour y compartirlo. «¡Ni hablar! –dijo el segundo mendigo, árabe–. Compremos ‘inab.» El tercer mendigo se indignó y exclamó: «¡compraremos uzum!». El cuarto mendigo, que era griego, tampoco estuvo conforme y propuso comprar stafil. Y así los cuatro mendigos empezaron una disputa que nunca acababa. Se pegaban, discutían y se gritaban, pero nadie podía usar la moneda.
Finalmente una mujer les preguntó que les pasaba y ellos se lo explicaron. La mujer esbozó una sonrisa y exclamó: «todos estáis reclamando lo mismo en vuestros idiomas: un racimo de uvas». Los cuatro mendigos querían el racimo para poder compartirlo, calmar el hambre y la sed que padecían.
Como los mendigos del cuento, la Humanidad lleva discutiendo desde siempre y ha llevado a cabo las más enormes barbaridades para defender verdades. Hemos provocado las guerras más crueles y se han hecho correr caudalosos ríos de sangre en nombre de la Verdad. Lo que para los cristianos es Verdad los ha enfrentado a los musulmanes. Lo que para los taoístas es Verdad los ha enfrentado a los confucionistas. Y así muchos más ejemplos. Si pudiéramos contar todas las víctimas de la Verdad, se contarían por millones.
Como en el caso de los mendigos, todos los pueblos, imperios y religiones han discutido por lo que era Verdad para ellos. No obstante, y a medida que, movido por mi profunda crisis, fui investigando las claves para encontrar un sentido a mi vida en diferentes culturas, siempre hallaba atisbos de una esencia común. Ya fuera hablando con sabios brahmanes, chamanas mexicanas, ancianos de las tribus del valle del Omo, o bien con sabios monjes jesuitas oía muchas ideas que me resultaban parecidas. A medida que proseguía con mis investigaciones y mi búsqueda vital fui llegando a la conclusión de que el fondo del mensaje de todas las religiones es muy similar, y en algunos puntos idéntico. Según pude ir viendo, y como iré explicando, todos estos sabios hablaban de la posibilidad de dar un sentido a nuestra vida transformándonos a nosotros mismos. Como los vagabundos del cuento con la uva, cada pueblo ha llamado a esta transformación de una manera. Por ejemplo, un rabino experto en la Cábala judía me explicó que el pueblo judío se formó mientras un grupo de hebreos huía de Egipto, donde eran esclavizados por un faraón. Durante la huída y liderados por Moisés, este grupo se constituyó como una religión. Aquel pueblo que huía necesitaba una infraestructura política que lo gobernara, así que el hermano de Moisés fundó la nación judía. El mensaje de fondo del judaísmo apela a transformarnos a nosotros mismos, pero las circunstancias de su origen hicieron que fuera necesario crear la nación judía. En otro ejemplo, los primeros cristianos prepararon la uva para gente analfabeta y con un bajo nivel cultural. Esta uva, la vistieron de tal manera, que los conceptos más complejos fueran explicados con sencillas metáforas y milagros: multiplicar panes, caminar sobre las aguas… El objetivo de las parábolas y los milagros era facilitar la comprensión de su mensaje a las gentes de su tiempo, y su esencia también apelaba a nuestra propia transformación. Entrevistándome con diferentes sabios eruditos y diseccionando varias culturas fui descubriendo cómo algunas tradiciones y pueblos habían “vestido” y “adornado” su uva para que pudiera ser entendida y aceptada de la mejor manera por sus contemporáneos.
Las conclusiones a las que iba llegando y que iremos mostrando en el libro me llevaron a otras preguntas… ¿Si todas las religiones y tradiciones místicas son esencialmente lo mismo, por qué no hay un gran acuerdo entre ellas? ¿Cuál es el motivo por el que tantas instituciones, países y religiones siguen clamando por la irreductibilidad de su Verdad? ¿Cómo es que la esencia de estas tradiciones apela a nuestra propia experimentación y a no creernos nada, y ellos nos obligan a aceptar ciertos dogmas y creencias? Estas cuestiones retumbaban en mi mente y me alentaban a seguir en mi trabajo; como a un atlético corredor de fondo que ya se acerca a la meta, un misterioso espíritu le da una energía extra para proseguir y finalizar épicamente su tarea. A medida que avanzaba me fui dando cuenta de que este mensaje transformador nos da conocimiento y sabiduría sobre nosotros mismos y nuestro entorno, precisamente un elemento que nos hace más difíciles de controlar y una potencial amenaza para la supervivencia del status quo. A nadie le ha interesado nunca comunicar esta filosofía, y muchos de sus portavoces han tenido un destino común: Sócrates fue envenenado, Jesús murió en la cruz, Gandhi, Kennedy y Martin Luther King fueron vilmente asesinados, etcétera. También descubrí que filósofos e incluso algún que otro religioso ya habían indagado sobre esta cuestión y habían llamado a este mensaje común la «sabiduría perenne», ya que al contrario de otras filosofías o religiones era perenne en el tiempo y siempre había estado disponible para aquellos que hubieran tenido el coraje de buscar la Verdad más allá de los dogmas, creencias y mitos que ofrecía el status quo predominante en la época.
Según muchos testimonios de esta sabiduría, al llegar a ser lo que realmente somos, trascendemos la sensación de ser “algo” separado. Desde esa trascendencia surge un verdadero sentimiento de unión. Desde esta unión puede nacer el verdadero amor. Martin Luther King, uno de los líderes más influyentes y carismáticos de la Historia decía: