Flashman y señora - George MacDonald Fraser - E-Book

Flashman y señora E-Book

George MacDonald Fraser

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Beschreibung

Canalla y sinvergüenza, libertino lujurioso, antihéroe infame e irresistible Cuando el cobarde más condecorado de la época victoriana acepta la inocente invitación de Tom Brown para participar en un partido de críquet, no imagina que acabará atrapado en una cadena de desventuras que lo llevarán de Londres a Borneo. Espías, piratas, esclavistas y diplomáticos se cruzan en su camino, pero Flashman solo busca salvar el pellejo, seducir a quien pille y salir airoso, aunque sea por pura suerte. Ahora bien, lo que no podrá evitar es casarse y ¿qué tendrá que decir de todo esto la inigualable señora Flashman? ¡Sumérgete en las aventuras del mayor tunante que ha existido, ahora también contadas por su esposa!   Capturado por piratas, esclavizado por una reina ¡y recién casado! ¿Saldrá Flashman de esta?

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Seitenzahl: 681

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Tabla de contenido

Nota de la traductora sobre el críquet

Nota aclaratoria

1

2

3

4

5

6

7

8

9

10

11

12

13

Apéndice A

Apéndice B

Apéndice C

Sobre el autor

Landmarks

Cover

Primera edición: septiembre de 2025

Título original: Flashman's Lady

© George Fraser Macdonald, 1977

© de la traducción, Ana Herrera, 1998

© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2025

Todos los derechos reservados, incluido el derecho de reproducción total o parcial de la obra.

Ninguna parte de este libro se podrá utilizar ni reproducir bajo ninguna circunstancia con el propósito de entrenar tecnologías o sistemas de inteligencia artificial. Esta obra queda excluida de la minería de texto y datos (Artículo 4(3) de la Directiva (UE) 2019/790).

Diseño de cubierta: Gino D'Achille, representado por Artist Partners

Mapa: © John Gilkes, 2015

Corrección: Pablo López

Publicado por Ático de los Libros

C/ Roger de Flor, n.º 49, escalera B, entresuelo, oficina 10

08013, Barcelona

[email protected]

www.aticodeloslibros.com

ISBN: 979-13-87592-44-8

THEMA: FV

Conversión a ebook: Taller de los Libros

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

George Macdonald Fraser

Flashman y señora

Serie Flashman III 1842-45

Traducción de Ana Herrera

Barcelona - Madrid

Para Kath

Nota de la traductora sobre el críquet

En la primera parte de esta obra el juego del críquet desempeña un papel primordial. El autor da por sentado que los lectores conocen sus reglas, pero al tratarse de un deporte no excesivamente conocido en nuestro país, consideramos oportuno explicar sus rudimentos en esta nota previa.

El cricket (o críquet) es un deporte de origen inglés que se juega al aire libre entre dos equipos de once jugadores. Se practica con una pelota deseis centímetros de diámetro y ciento sesenta y cinco gramos de peso, de corcho forrado de cuero, y un bate (bat) de madera, de noventa y cinco centímetros de longitud y once de anchura. El bate es cilíndrico en su tercio superior y plano en la parte inferior.

En el campo de juego, cubierto de hierba corta o césped, se plantan, a veinte metros uno de otro, dos rastrillos (wickets) formados por tres estacas cilíndricas de madera de setenta y un centímetros de altura, separadas unos veinte centímetros entre sí. En conjunto, el terreno de juego mide ciento treinta y cinco por ciento cincuenta y cinco metros, y en todo su perímetro se colocan los diferentes jugadores (bowlero tirador,pointo punto,coverpointo punto de cobertura,midoffo medio exterior,midono medio interior,slip, longslip, third man o tercer jugador, extra coverpoint, longoffywicketkeepero cogedor).

Elbowler(lanzadorotirador) lanza la pelota para derribar los wickets del contrario, y el bateador (batsman) trata de defenderlos rechazando la pelota y lanzándola lo más lejos posible. El tiempo invertido por la trayectoria de la pelota lo aprovecha para apuntarse tantas carreras (run) como sean posibles. Una vez lanzadas seis pelotas buenas, el árbitro (umpire) ordenaover, y el segundobowlerlanza la pelota al bateador delwicketopuesto. Las carreras y el tanteo continúan hasta que la pelota se arroje fuera del terreno de juego.

Un partido consiste en dos manos completas, en las que todos los jugadores de cada bando han entrado al bate en cada una de ellas, en lo que se llamainning(turno o entrada).

Nota aclaratoria

En la segunda parte de las memorias de Flashman, el famoso bribón de la Escuela de Rugby y héroe militar victoriano, hay un lapso de tiempo entre su primer encuentro con Bismarck y Lola Montez en 1842-1843 y su implicación en la cuestión de Schleswig-Holstein en 1848. La gente se preguntará: ¿qué pasa con esos años «perdidos»?

Este paquete de las seis entregas de los diarios de Flashman proporciona una respuesta parcial, ya que aquí se explican las notables aventuras del autor entre 1842 y 1845. Por su manuscrito sabemos que un párrafo casual en las páginas deportivas de un periódico hizo que decidiera llenar este hueco de sus primeros años, y por el bulto de los manuscritos todavía sin abrir parece que sus recuerdos de la rebelión Taiping, de la guerra civil norteamericana y de los levantamientos de los sioux y de los zulúes todavía están por llegar. En realidad, y dado que un oficial en servicio de los marines de Estados Unidos me ha informado de que los registros de este cuerpo del ejército contienen pruebas concretas de la participación de Flashman en la rebelión bóxer de 1900, no sabemos con certeza dónde acaban.

La importancia histórica de la presente entrega es triple. Como relato de primera mano de una escena deportiva victoriana —en la cual Flashman aparece como distinguido aunque deplorable actor— es ciertamente única; en un plano diferente, proporciona una descripción testimonial de aquella increíble guerra en la que un puñado de caballeros aventureros empujó la frontera imperial británica hacia el este en la década de 1840. Por último, arroja nueva luz sobre los personajes de dos grandes figuras de la época, un legendario constructor de imperios y una reina africana que ha sido comparada con Calígula y Nerón.

Un pequeño detalle puede ser interesante para los estudiosos de las primeras entregas de Flashman, y es que el presente manuscrito muestra signos de haber sido ligeramente corregido por su cuñada, Grizel de Rothschild, probablemente poco después de la muerte de Flashman en 1915. Esta mujer modificó sus blasfemias, pero no alteró en modo alguno la narrativa del viejo soldado. En realidad, y en ocasiones, enriqueció el relato con extractos del diario privado de su hermana Elspeth, la mujer de Flashman, y con sus propios y agudos comentarios marginales. En presencia de tan distinguida editora, me he limitado a proporcionar algunas notas a pie de página y algunos apéndices, y satisfacer mi curiosidad acerca de la exactitud de los hechos históricos relatados por Flashman, siempre que se han podido comprobar.

G. M. F.

1

Así que ya están hablando otra vez de cambiar de nuevo la norma de que la pierna del wicket debe ponerse delante. No sé por qué se preocupan tanto, porque no conseguirán acertar hasta que no vuelvan a la antigua ley que decía que si pones la pierna a propósito delante de la pelota para evitar que golpee las estacas, estás descalificado y se han librado de ti para siempre. Uno puede pensar que aquello ya estaba bastante claro, pero no; todos esos cerebros de mosquito del clubMarylebone*tienen que devanarse los sesos de vez en cuando y darle a la sinhueso durante días y días sobre la línea de lanzamiento y el punto de recogida y Dios sabe qué tonterías más, y todo queda tan incomprensible como antes. Son un hatajo de viejecitas chillonas.

Pero la culpa es de esas almohadillas que se ponen hoy día los bateadores. Cuando yo jugaba al críquet, nada protegía nuestras preciosas espinillas salvo los pantalones, y si uno era lo bastante idiota como para poner el tobillo en la trayectoria de uno de los shooters de AlfieMynn, no importaba que estuvieras delante del wicket o sentado en el reservado del pabellón: tenían que sacarte para enyesarte la pierna, sin duda. Pero ahora se arrastran por la línea de base como paletos con polainas, y el estúpido de Grace gime como un monaguillo herniado si lanzan una bola y le pasa cerca. No me habría gustado tenerlo en el wicket del antiguo Lord’s después de un verano seco, con el terreno duro como una piedra, Mynn lanzando sus trimmers† desde un extremo y yo corriendo como un gamo al otro… No le habrían llamado «campeón» entonces, se lo aseguro; el viejo bribón seguramente estaría más blanco que la nieve después de dos overs. Y lo mismo sirve para ese gordo nabab negro y ese bisoño de Fry.

De todo esto deducirán ustedes que yo era un lanzador, no un bateador, y tengo que decir que era muy bueno. Ahí están los antiguos resultados para probarlo. Siete a treinta y dos contra los Caballeros de Kent, cinco a doce contra los England XI, y tantas carreras como la fase final de un boxeador antes de ser derribado. No es que me sintiera muy orgulloso de mi bateo. Como he dicho, podía ser un jugador peligroso contra los hombres más rápidos de los viejos tiempos, cuando los wickets eran duros, y puedo decirles confidencialmente que me preocupé de no enfrentarme nunca a un lanzador realmente duro sin unas cintas de lana arrolladas en torno a las piernas (debajo de los pantalones) y una vieja hojalata encima de mis partes nobles; los deportes están muy bien, pero no deben incapacitarle a uno para el juego más viril de todos. No, dejemos la cosa en unos ocho o nueve, cuando los lanzadores de lobbers lentos y twisters practicaban sus estratagemas y yo podía tirar con fuerza y seguridad, y, cuando era el turno del otro… me bastaba con tener la pelota y tomar una carrerilla de treinta pasos para hacerles bailar.

Puede sorprenderles que la aproximación del viejo Flashy a nuestro gran juego de verano no fuera exactamente la de su héroe de la época escolar, tan varonil y con sus lindas mejillas de manzana, jugando con amabilidad por el honor del equipo y por amor a su galante capitán y recreándose en la gozosa rivalidad del bate y la pelota mientras su despreocupada risa resonaba por encima del verde césped. No, no es eso exactamente. Yo prefería gloria personal y triunfos fáciles dondequiera que pudiera conseguirlos, y al diablo con el honor del equipo. Mi estilo era recoger unas cuantas libras en apuestas y correr después tras las faldas de las damas deportistas que solían coquetear con nosotros, grandes y rudos jugadores, sonriéndonos bajo sus sombrillas en la Semana de Canterbury. Ese es el espíritu que gana partidos, les doy mi palabra, y si no, mediten sobre nuestro reciente y desastroso resultado contra los australianos.‡

Por supuesto, hablo como uno que ha aprendido a jugar al críquet en su edad dorada, siendo yo un infeliz estudiantillo en Rugby. Me abrí camino en la escuela y traté de conservar intacta la piel en aquella jungla infernal. Uno elige entre sobrevivir a un naufragio moral o a uno físico, y yo estoy orgulloso de decir que nunca dudé, por eso soy hoy el hombre que soy, lo que queda de mí. Con mis llantinas me compraba mi camino a la seguridad cuando era un niño pequeño, y abusé y tiranicé a los demás cuando me hice mayor; cómo demonios no estoy ya en la Casa del Señor, es cosa que no puedo entender. Pero eso no importa; lo importante es que Rugby me enseñó dos cosas realmente buenas: la supervivencia y el críquet, ya que incluso a la tierna edad de once años comprendí que mientras el soborno, la adulación y el engaño podían asegurar la primera, no eran suficientes para ganar una reputación popular, que es una cosa muy necesaria. Para eso uno tiene que destacar en los deportes, y el críquet era ideal para mí.

Al principio no me gustaba nada, pero el otro gran deporte, el rugby, era extremadamente peligroso. En el único contacto que tuve con él, salí cojeando y aullando después de una melée: «¡Ánimo, chicos, vamos! ¡Oh, qué lástima que tenga la pierna coja!» Y usé el truco de no acertar al cargar contra hombres más grandes que yo por una fracción de centímetro, arrojándome al césped demasiado tarde con heroicos jadeos y bramidos.§ El críquet era paz y tranquilidad en comparación con aquello, sin más peligro que recibir algún puntapié. Yo acabé por ser inusitadamente bueno en este juego.

Digo esto con toda modestia; como bien saben ustedes, tengo otros tres talentos principales: los caballos, los idiomas y la fornicación, pero estos son dones de la Providencia, y no puedo reclamar ningún mérito por ellos. En cambio, me esforcé para llegar a ser un buen jugador de críquet, ya lo creo que trabajé, y probablemente por eso cuando ahora recuerdo todas las recompensas y trofeos de una vida llena de acontecimientos: las medallas, la nobleza, el dinero acumulado, la gloria militar, las mujeres satisfechas, en fin, no hay nada de lo que me sienta más satisfecho que de esos cinco wickets por doce carreras contra la flor y nata de los bateadores de los Englands, o aquel glorioso over en Lord’s en 1842 cuando… pero ya llegaré a eso en su momento, porque ahí es donde empieza realmente mi historia. Supongo que si FullerPilch hubiera bajado su bate una décima de segundo antes, todo habría sido diferente. Los piratas Skrang no habrían sido expulsados con fuego de su nido infernal, la reina negra de Madagascar habría tenido un amante menos (y no es que ella hubiera echado de menos a uno solo, a la que me atrevo a llamar esa zorra insaciable), los franceses e ingleses no habrían cañoneado Tamitave, y yo me habría ahorrado un secuestro, la esclavitud, las cerbatanas y el riesgo de muerte y tortura en lugares inimaginables… ¡Ay, el viejo Fuller tenía mucho por lo que responder, Dios le haya perdonado! Sin embargo, estoy adelantando acontecimientos. Estaba contándoles cómo me convertí en el lanzador más rápido de Rugby, que es un preliminar necesario.

Fue en los años treinta, saben, aquella forma de lanzar girando el brazo alcanzó merecida fama y tipos como Mynn empezaron a levantar las manos hasta la altura del hombro. Aquello cambió el juego como no se conocía el momento, ya que vimos lo rápidos que podían ser los lanzamientos. Se habla de Spofforth y Brown, pero ninguno de ellos armó un alboroto comparable a aquellos primeros trimmers. Bueno, yo he visto el lanzamiento de Mynn a cinco slips y tres long-stops, y pasar sus lanzamientos por encima de todos ellos, el primer rebote justo debajo de la puerta de Lord’s. «¡Eso es lo que me hacía falta!», pensé yo, y aprendí el nuevo estilo de lanzar, al principio porque era muy divertido mandar zumbando la pelota junto a los oídos de los pusilánimes y cobardicas que no podían devolverla, pero pronto encontré que aquello no funcionaba contra los bateadores serios, que la devolvían y me mandaban corriendo por todo el campo. Así que me perfeccioné hasta acertar con mi pelota más rápida sobre una moneda cuatro de cada cinco veces, y a medida que me hacía más alto me volvía más rápido, y estaba en el buen camino para ser jefe del Gran Equipo Superior… hasta aquella memorable tarde en que el cerdo puritano de Arnold criticó que me hubieran llevado a casa completamente borracho y me echó de la escuela. Dos semanas antes del partido de Marylebone, además… Bueno, perdieron sin mí, lo cual demuestra que si la piedad y la sobriedad aseguran la vida eterna, no son suficientes para ganar a los MCC.

Sin embargo, aquello representó mi fin para el críquet durante unos cuantos veranos, ya que fui destinado al ejército y a Afganistán, de donde salí temblando todo el trayecto durante la retirada de Kabul y gané una inmerecida pero inmortal fama en el sitio de Jallalabad. Todo esto ya lo he contado en otra parte.¶ Baste con decir que fingí, que me cagué de miedo, que hui para salvar mi querida vida y supliqué misericordia según requería la ocasión, todo en aquella espantosa campaña, de la cual salí con cuatro medallas, el agradecimiento del Parlamento, una audiencia con nuestra reina y un apretón de manos del duque de Wellington. Es asombroso lo que se puede obtener de un mal asunto si uno juega bien sus cartas y adopta un aire noble en el momento adecuado.

De todos modos, volví a casa como héroe popular en el verano de 1842, y fui recibido fervorosamente por el público y por mi bella e idiota esposa Elspeth. Fui agasajado y adulado, aproveché el tiempo perdido yendo de putas y de juerga hasta el exceso, así que no tuve mucho tiempo en aquellos primeros meses para diversiones más ligeras, pero una tarde, casualmente, cuando paseaba por RegentStreet haciendo girar mi bastón y buscando algo que llevarme a la boca, me encontré en la puerta de El hombre verde. Me detuve, despistado, y aquel momento de duda me lanzó a la que quizá sea la más extraña de las aventuras de mi vida.

Ya hace mucho tiempo que desapareció, pero en aquella época El hombre verde era un lugar muy frecuentado por los jugadores de críquet, y fue la visión de los bates y las estacas y demás parafernalia del juego en la ventana lo que de repente me trajo algunos recuerdos, y despertó un extraño apetito no por jugar, ya me entienden, sino solo por oler de nuevo el ambiente, y oír la jerga y los cotilleos de los bateadores y de los lanzadores. Así que entré, pedí un plato de callos y un cuarto de cerveza casera, cambié unas palabras con los alegres fumadores de pipa de la barra y me dejé llevar por la comida casera, la alegre charla, las bromas y el aire limpio y cordial de aquel lugar. Al cabo de un rato hubiera preferido ir a Haymarket y haber pedido un plato bien especiado de pechuga y muslo, pero había tiempo antes de cenar. Acababa de llamar al camarero para pagar cuando vi a un tipo que me miraba desde el otro lado de la sala. Sus ojos se cruzaron con los míos, echó su silla hacia atrás y vino hacia mí.

—Digo —empezó—, ¿no eres tú Flashman? —Lo dijo casi con cierta timidez, como si no pudiera creerlo. Por entonces yo estaba ya acostumbrado a este tipo de cosas, y a tener constantemente a mi alrededor tipos que no dejaban de adular y admirar al héroe de Jallalabad, pero aquel fulano no parecía un mero lameculos. Era tan alto como yo, moreno de rostro y de mentón cuadrado, con un aspecto vehemente en toda su persona, como si no pudiera esperar para tomar un baño frío y correr veinte kilómetros. Un cristiano, seguro, incapaz de fumar el día antes de un partido.

Así que le dije con bastante frialdad que sí, que era Flashman, y qué.

—No has cambiado nada—dijo, sonriendo—. ¿Pero no te acuerdas de mí?

—¿Por qué tendría que hacerlo? —contesté—. Camarero, por favor.

—No, gracias —soltó el tipo—. Ya he tomado mi pinta del día. Nunca tomo más durante la temporada. —Y se sentó a mi mesa, fresco como una lechuga.

—Bueno, me alegra mucho oír eso —dije yo, levantándome—. Ya me perdonará, pero…

—Espera —rio—. Soy Brown. TomBrown… de Rugby. ¡No me digas que te has olvidado de mí!

Bueno, la verdad es que, sí, me había olvidado. Ahora este nombre está adornado de vivos colores en mi memoria, y lo ha seguido estando desde que Hughes publicó en los años cincuenta su detestable libro, pero aquello estaba todavía en el futuro, y, ¡por mi vida!, que yo no podía situar al tipo. Ni tampoco quería hacerlo; tenía ese aire viril, ese tufillo de libertad que no puedo soportar, con su chaqueta de tweed (apuesto a que había frotado a su caballo con ella) y su gorra deportiva. No era mi estilo, en absoluto.

—Tú me pusiste a asar en la chimenea de la sala de descanso una vez —dijo amistosamente, y entonces lo reconocí al instante, y medí la distancia que había hasta la puerta. Ese es el problema de las pequeñas serpientes que siempre están lloriqueando, a las que uno se dedica a martirizar en la escuela: se convierten en corpulentos patanes que practican el boxeo y siempre están en óptima forma. Afortunadamente, este parecía ser tan cristiano como musculoso, y habría asimilado la lunática doctrina de Arnold de amar a nuestros enemigos, ya que mientras yo murmuraba apresuradamente que esperaba no haberle causado ningún daño grave, se rio de buena gana y me dio una palmada en el hombro.

—Hombre, esa es una historia muy vieja —exclamó—. Los chicos siempre son los chicos, ¿verdad? Además, ya sabes… debería ser «yo» quien te debiera «a ti» una disculpa. Sí —y se rascó la cabeza con un aire avergonzado—. A decir verdad —siguió el asombroso zoquete—, cuando éramos más jóvenes no me caías nada bien, Flashman. Bueno, nos tratabas a los pequeños de una manera bastante dura, ya sabes; por supuesto, me imagino que era simple atolondramiento juvenil, pero, bueno, pensábamos que eras un verdadero sinvergüenza y… y… un cobarde, también —se removió incómodo, y me pregunté si se iba a tirar un pedo—. Bueno, nos engañaste completamente a todos, ¿verdad? —dijo, mirándome de nuevo a los ojos—. Quiero decir, que todo ese asunto de Afganistán…, la manera en que defendiste nuestra vieja bandera… todas esas cosas. Bueno, no he oído hablar de nadie tan heroico en toda mi vida, que haya sido un héroe tan grande, y solo quería disculparme, viejo amigo, por pensar mal de ti… porque reconozco que lo hice una vez… y pedirte que choques esa mano, si no te importa.

Estaba allí sentado, con su manaza extendida, con un aspecto confuso y noble, la virtud fluyendo de todos sus poros, y yo me quedé atónito. Lo raro del caso es que su queridísimo amigo Scud East, a quien yo había machacado casi con la misma generosidad en la escuela, dijo prácticamente las mismas palabras unos años más tarde, cuando nos encontramos los dos prisioneros en Rusia… Me confesó cómo me había odiado, pero que mi heroica conducta había borrado todos los viejos rencores y todo eso. Me pregunto todavía si creían de verdad todo eso, si fingían solo para cubrir las formas o si realmente se sentían culpables por haber albergado alguna vez malos pensamientos respecto a mí. Que me parta un rayo si lo sé; la conciencia victoriana es algo que no he comprendido nunca, gracias a Dios.

Sé que si alguien que me hubiera hecho una mala jugada resultase ser el arcángel Gabriel, seguiría odiando al muy hijo de puta; pero bueno, yo soy un desalmado, ya lo ven, carente de sentimientos nobles. Sin embargo, me sentía tan aliviado al comprobar que aquel fornido mocetón estaba dispuesto a olvidar las ofensas, que saqué a la luz todos mis encantos naturales, le estreché calurosamente la mano e insistí en que rompiera sus normas por una vez y tomase una copa conmigo.

—Bueno, lo haré, gracias —aceptó, y cuando llegó la cerveza y bebimos por el viejo y querido Rugby (sinceramente por su parte, sin duda) él dejó su jarra y dijo—: Hay otra cosa… de hecho ha sido el primer pensamiento que me ha venido a la cabeza cuando te he visto… No sé qué pensarás al respecto. Quiero decir que quizá tus heridas no están bien curadas todavía.

Dudó un poco.

—Adelante —dije yo, pensando que quizá quería presentarme a su hermana.

—Bueno, a lo mejor no lo sabes, pero en mi último curso de la escuela, fui capitán y tuvimos un partido interminable contra los hombres de Marylebone. Perdimos los primeros innings, pero con nueve carreras más les habríamos ganado, dado un over más. De todos modos, el viejo Aislabie, ¿te acuerdas de él?, estaba tan entusiasmado con nuestro juego que me ha preguntado si me gustaría formar un equipo compuesto de los alumnos y exalumnos de Rugby para jugar un partido contra Kent. He conseguido ya a algunos buenos elementos… Ya conoces al joven Brooke, y Raggles… y me acuerdo de que tú eras un lanzador muy bueno, así que… ¿Qué te parece jugar con nosotros, si estás en forma, por supuesto?

Esto me decepcionó bastante, y dado que me voy de la lengua con facilidad, me encontré diciendo:

—¿Qué, piensas que tendrás una recaudación mejor si juega el héroe de Afganistán?

—¿Eh? ¡Ah, no, por Dios! —Se puso colorado y se echó a reír—. ¡Qué cínico eres, Flashy! Ya sabes —dijo, con voz suplicante—, estoy empezando a entenderte, creo. Incluso en la escuela decías siempre lo más inteligente, cosas que te sacaban de quicio… casi como si tú estuvieras deseando que pensaran mal de ti. Es lo contrario… todo lo contrario de la verdad, ¿no es cierto? ¡Oh, sí! —dijo, sonriendo con aire de sabihondo—, Afganistán lo probó, sin duda. Los doctores alemanes están trabajando mucho en esos temas… la perversidad de la naturaleza humana, la bondad propensa a destruirse a sí misma, el alma heroica que teme su propia caída en desgracia y trata de anticiparse a ella. Interesante. —Sacudió su cabezota solemnemente—. Estoy pensando en estudiar filosofía en Oxford este curso, ¿sabes? Sin embargo, no quiero ponerme pesado. ¿Qué te parece, viejo amigo? —y maldita sea su desfachatez, me dio una palmada en la rodilla—. ¿Lanzarás para nosotros… en Lord’s?

Estuve a punto de decirle que se fuera con viento fresco con su oferta y su podrido sermón extranjero y los tirara al Serpentine, pero la última palabra me detuvo. Lord’s… Nunca había jugado allí, pero, ¿qué jugador de críquet no saltaría de alegría ante esa oportunidad? Pueden considerarlo algo pequeño comparado con los campos en que yo había jugado últimamente, pero confesaré que hizo latir alocadamente mi corazón. Yo todavía era joven e impresionable a la sazón, y casi le descoyunté la mano al estrechársela. Acepté. Él me dio otra de sus resonantes palmadas en la espalda (se daban palmadas unos a otros sin parar, esos robustos jóvenes campeones de mi juventud) y dijo que fantástico, y que ya estaba todo arreglado.

—Querrás practicar un poco, sin duda —dijo, y enseguida me dio una conferencia acerca de cómo se mantenía él en forma, con carreras y ejercicios y comida especial, tal como había hecho en la escuela. De eso pasó a los viejos y entrañables días, y cómo había ido a llorar y rezar en la tumba de Arnold el mes anterior (nuestro venerado mentor había estirado la pata aquel mismo año, y no antes de tiempo, según mi opinión). Excitado como estaba yo con la perspectiva del juego en Lord’s, no me daba cuenta de que al mismo tiempo estaba bien harto del piadoso Brown, y mientras nos despedíamos en RegentStreet no pude resistir la tentación de desinflar su maldita vanidad.

—No puedo decir lo contento que estoy de haberte vuelto a ver, viejo amigo —dijo, mientras nos estrechábamos la mano—. Encantado de saber que volverás con nosotros, por supuesto, pero, ya sabes, lo mejor de todo ha sido… conocer al nuevo Flashman, ya sabes a qué me refiero. Es curioso —y se metió los pulgares en el cinturón y me guiñó un ojo, a lo búho—, pero eso me recuerda lo que solía decir el doctor en la catequesis para la confirmación… que el hombre vuelve a nacer… solo que has sido tú el que ha nacido… para mí, no sé si me entiendes. De todos modos, soy un hombre mejor ahora de lo que era hace una hora, lo noto. Dios te bendiga, viejo amigo —acabó, y yo escondí la mano antes de que me hiciera ponerme de rodillas para rezar una plegaria y cantar a coro: «Aleluya, aleluya, levantemos nuestros corazones». Me preguntó en qué dirección iba.

—¡Ah!, voy para abajo, en dirección a Haymarket —dije—. Voy a hacer un poco de ejercicio, creo.

—Fantástico —replicó—. Nada como un buen paseo.

—Bueno… estaba pensando más bien en cabalgar, ¿sabes?

—¿En Haymarket? —frunció el ceño—. Allí no hay cuadras, ¿no?

—Las mejores de la ciudad. Pocas monturas inglesas, pero la mayoría potrancas francesas. Cabalgar seda negra y escarlata es un espléndido ejercicio, pero condenadamente cansado. ¿Quieres probar? Durante un momento lo vi desconcertado, y luego, cuando por fin comprendió, un color se le iba y otro se le venía hasta que pensé que se iba a desmayar. —¡Madre mía! —murmuró con voz entrecortada. Yo le di unos golpecitos en el chaleco con mi bastón, muy confidencial.

—¿Recuerdas a StumpsHarrowell, el zapatero de Rugby, qué hermosas pantorrillas tenía? —le guiñé el ojo mientras él me miraba con la boca abierta—. Bueno, hay allí una puta alemana con unas tetas más gordas todavía. Pesa más o menos como tú te lo hace de maravilla.

Lanzó unos ruidos ahogados mientras yo le miraba con gran regocijo.

—Así que bien por el nuevo Flashman, ¿eh? ¿Desearías no haberme invitado a jugar con tus amiguitos de mente casta? Bueno, pues es demasiado tarde, joven Tom; nos hemos dado la mano ya, ¿verdad?

Él se rehízo y tomó aliento.

—Puedes jugar si lo deseas —dijo—. El idiota soy yo por habértelo pedido… pero si fueras el hombre que yo esperaba que fueses, podrías…

—¿Retirarme con gracia… y ahorrarte la contaminación de mi compañía? No, hijo, no… estaré allí, y tan dispuesto como tú. Pero te apuesto a que yo disfruto más de mi entrenamiento.

—Flashman —gritaba él, mientras me alejaba—, no vayas… a ese lugar, te lo suplico. No es respetable…

—¿Cómo lo sabes? —repliqué—; Nos veremos en Lord’s.

Y le dejé hundido en ese mar de angustia cristiana ante el empedernido pecador que se encaminaba derecho hacia el infierno. Lo mejor de todo es que probablemente él estaba tan sumido en santa indignación ante el pensamiento de mis indecentes fornicaciones como si hubiera sido él mismo quien galopase con aquella puta alemana; eso sí que es altruismo. De todos modos, dejarla con él hubiera sido malgastarla.

Sin embargo, solo porque yo rompí las santas ensoñaciones de Tom no imaginen que tomé mi entrenamiento a la ligera. Mientras la suripanta alemana recobraba el aliento y pedía unos refrescos, yo hacía ejercicios de calentamiento en la alfombra, ensayando mi viejo lanzamiento girando el brazo. Incluso pedí a alguna de sus colegas que me tiraran naranjas para coger práctica, y nunca habrán visto a nadie más alegre que aquellas pelanduscas pintarrajeadas correteando por allí con sus corsés, arrojando frutas. Organizamos tal escandalera que los otros clientes asomaron la cabeza y todo aquello se convirtió en un improvisado juego en el rellano, putas contra clientes (debo establecer las reglas para el críquet de burdel algún día, si alcanzo a recordarlas; el coverpoint tomó un significado que no se encuentra en el reglamento, desde luego). Todo el asunto se nos fue de las manos y acabó con golpes en los muebles, las chicas chillando y llorando y yo al final echado por los matones de la madama por alborotar su desordenada casa, cosa que me pareció excesiva.

Al día siguiente, sin embargo, volví a intentarlo en serio con una pelota en el jardín. Para mi satisfacción, mis viejas habilidades parecían no haberme abandonado, el muslo que me había roto en Afganistán no me dio ni una punzada, y coroné mi ejercicio rompiendo la ventana del comedor cuando mi suegro acababa el desayuno. Estaba leyendo algo sobre los tumultos de Rebecca** mientras comía el porridge, al parecer, y como pasaba su miserable vida exprimiendo y explotando a sus trabajadores y tenía una espantosa mala conciencia por ello, su primera reacción ante el cristal roto fue pensar que la multitud hambrienta se había levantado al fin y estaba llegando para darle su merecido.

—¡Maldita sea! —farfulló, quitándose los trozos de cristales de las patillas—. No te importa mutilar o asesinar, ¿verdad? ¡Me podías haber matado! ¿No tienes nada mejor que hacer? —y refunfuñó algo acerca de esos holgazanes desagradecidos que derrochaban su tiempo y su dinero en placeres egoístas, mientras yo besaba a Elspeth y le deseaba buenos días por encima del servicio de café, asombrado, al contemplar su radiante belleza de cabellos dorados y piel de melocotón, por haber desperdiciado mis energías con aquella sebosa alemana la noche anterior, cuando ella me estaba esperando entre las sábanas en casa.

—Vaya familia en la que has entrado —dijo el encantador de su papá—. El hijo armando barullo por doquier, destruyendo las propiedades ajenas, y el padre echado ahí arriba, idiotizado por la bebida. ¿No hay más tostadas?

—Bueno, es nuestra propiedad y nuestra bebida —repliqué yo, sirviéndome unos riñones—. Las tostadas también son nuestras, si se pone así.

—¿Con que así es, eh, muchachito? —dijo, con más aspecto de gnomo malicioso que nunca—. ¿Y quién paga todo esto? Ni tú ni tu vago papá. ¡Ah, puedes guardarte tus malhumorados desdenes para ti, jovencita! —siguió, dirigiéndose a Elspeth—: Digamos las cosas sin tapujos, bien a las claras. Es JohnMorrison quien paga las facturas, con buen dinero escocés, ganado con el sudor de su frente, para ese maridito tuyo y el mantenimiento de su casa y su familia, acuérdate de esto. —Estrujó su periódico, que estaba salpicado de café—. ¡Ah! Todo esto me ha echado a perder el desayuno. «Nuestra propiedad y nuestra bebida» acababa de decir, ¿verdad? ¡Muchos humos! —y salió, para volver al momento refunfuñando—. Y ya que se supone que tú diriges esta casa, hija mía, debes procurar que tengamos mermelada, y no esa asquerosa confitura francesa. ¡Confitura! ¡Bah! ¡Porquería pegajosa! —Y dio un portazo después de salir.

—Oh, querido —suspiró Elspeth—. Papá está de mal humor. ¡Qué lástima que hayas roto la ventana, querido!

—Papá es un maldito aguafiestas —dije yo, devorando los riñones—. Pero ahora que nos hemos librado de él, démonos un beso.

Comprended que nosotros éramos una pareja poco corriente. Yo me había casado con Elspeth a la fuerza hacía dos años, cuando tuve la mala suerte de estar destinado en Escocia y me pillaron tirándomela entre los arbustos… Esto suponía el altar o pistolas para dos con su tío el buscavidas. Luego, cuando el borracho de mi viejo se arruinó con acciones del ferrocarril, el viejo Morrison había cargado con la manutención de la casa Flashman, que había tenido que asumir por el bien de su hija.

Una situación estupenda, si me permiten que se lo diga, porque el muy avaro no nos daba ni a mí ni al viejo ni un penique directamente, sino que se lo daba a Elspeth, a quien tenía que pedírselo yo si quería disponer de algo para mis caprichos. Y no es que ella no fuera precisamente generosa, ya que además de ser una belleza asombrosa era también tan estúpida como un plumero, y me idolatraba, o al menos eso parecía, pero yo empezaba ya a tener mis dudas. Ella sentía un apetito voraz por el «monstruo de dos espaldas», y cada vez tenía yo más sospechas de que en mi ausencia arrugaba las sábanas con el primer tipo que tuviera a mano, y que todavía le seguía otorgando sus favores ahora que yo estaba ya en casa. Como digo, no podía estar seguro… en fin, no lo estoy todavía, sesenta años después. El problema era y es que yo la amaba tiernamente a mi manera, y no solo de forma lujuriosa, aunque ella representaba todo lo que uno pudiera desear como compañera de cama, y por más que yo pudiera hacer el semental por la ciudad y otros lugares, nunca hubo otra mujer por la que me preocupara de verdad aparte de ella. Ni siquiera Lola Montez, o Lakshmibai, o LilyLangtry, o la hija de Ko Dali, o la duquesa Irma, o La-mujer-que-aparta-las-nubes, o Valentina, o… elijan la que quieran, no hay ninguna que esté a la altura de Elspeth.

En primer lugar, ella era la criatura más feliz del mundo, y lastimosamente fácil de complacer. Era feliz con la vida de Londres, que representaba un cambio del cementerio en el que se había criado (Paisley, le llamaban) y con su aspecto, mis laureles recién ganados y —lo mejor de todo— el dinero de su padre, éramos bien recibidos en todas partes, siendo convenientemente olvidados sus orígenes «comerciales». No existe el héroe pasado de moda ni la heredera inadecuada. Esto le chiflaba a Elspeth, ya que ella era una exagerada pequeña esnob, y cuando le dije que iba a jugar en Lord’s, ante lo más florido del mundo del deporte, se extasió: tenía una excusa perfecta para hacerse nuevos sombreros y vestidos, y emperifollarse ante la plebe, según pensaba. Como era escocesa y no tenía ni idea del asunto, se imaginaba que el críquet era un deporte de caballeros, ya saben. Está claro que un cierto nivel del buen mundo lo seguía, pero no eran precisamente la flor y nata, en aquella época: barones rurales, caballeros aficionados a las carreras de caballos, burguesía acomodada, quizá algún obispo o dos, pero bastante rústicos. No era tan respetable como ahora. Una razón era que todavía era un juego de apuestas, y estas podían subir mucho. Yo he visto correr cincuenta mil libras en un solo juego, con apuestas paralelas de lo más salvaje desde una guinea hasta mil sobre cuántos wickets podía hacer Marsden, o cuántas pelotas cogerían los slips, o si Pilch llegaría a cincuenta (que probablemente lo haría). Con tanto dinero en juego, los movimientos clandestinos que funcionaban entonces habrían hecho que una competición de garañones de Hays City pareciera un inocente juego de parchís. Los partidos estaban vendidos y amañados, los jugadores sobornados y amenazados, los wickets arreglados (yo he visto a los once jugadores de un respetable equipo de la región escabullirse en masa y mearse en los wickets en la oscuridad, para que sus twisters pudieran agarrarse bien en ellos a la mañana siguiente; yo cogí un buen resfriado). Por supuesto, la corrupción no era general, ni siquiera común, pero ocurría en aquellos gloriosos días deportivos, y digan lo que digan los puristas, había una alegría y una vitalidad en el críquet entonces que no existe ahora.

«Parecía» diferente, incluso; si cierro los ojos puedo ver Lord’s tal como era entonces, y yo sé que cuando los recuerdos de cama y de batallas hayan perdido sus colores y se hayan reducido a una neblina gris, al menos seguirá siendo tan brillante como siempre. Los coches y carruajes apiñados en la carretera fuera de la verja, la multitud elegante desfilando por la casa de JimmyDark bajo los árboles, las chicas como vistosas mariposas con sus vestidos de verano y sus sombreros, a la sombra de sus sombrillas, y los hombres conduciéndolas hasta las sillas, algunos con altos sombreros y levitas, otros con chalecos a rayas y gorras, los del campo abotonados e incómodos y los más brutos y los de ciudad en mangas de camisa y sombrero hongo, con sus cadenas de reloj y sus pipas; los corredores de apuestas con sus tenderetes fuera del pabellón, voceando las probabilidades; los chulos con sus poderosas patillas y chaquetillas con adornos; los informadores, corredores y petimetres deslizándose entre la muchedumbre como hurones, los criados del pub de Lord’s con las bandejas cargadas de cerveza y limonada, gritando: «¡Dejen paso, caballeros! ¡Dejen paso!»; el viejo JohnGully, el púgil retirado, derecho, fuerte como un roble, con los pies separados, sonriendo amablemente mientras hablaba con AlfredMynn, cuya faja escarlata y sombrero de paja eran un imán para los ojos de los jóvenes adoradores de los ídolos, que se daban empellones a una distancia respetuosa de esos gigantes del mundo deportivo; los lacayos abriendo camino a su viejo y tembloroso duque, que pasaba haciendo inclinaciones de cabeza y daba golpecitos en su sombrero de copa, con su amiguita ocasional del brazo, ella muy pintada y desafiante mientras las damas se apartaban con un susurro de faldas; la bolera en el césped y la hilera de arcos funcionando sin parar, el silbido de las flechas mezclado con el distante estrépito de la banda de artillería, las charlas y gritos de los vendedores, el chirrido de las ruedas de los carruajes y el cálido zumbido del verano evaporándose a través del gran campo verde donde los chicos de StevieSlatter reunían a las ovejas para apartarlas y echaban a los niños que jugaban por allí; las multitudes de diez en fondo en las redes para ver a Pilch en sus prácticas de bateo, o a Félix, ágil como un felino, tal como indicaba su nombre, lanzando esas slowlobs que parecían colgar para siempre en el aire.

O lo veo al sol del crepúsculo, los jugadores con sus sombreros de copa blancos saliendo en tropel del campo, con el murmullo del aplauso en las cuerdas, y los golfillos arremolinándose con adoración, mientras los viejos aficionados fuera del pabellón aplauden y gritan: «¡Bien jugado, bien jugado!» y alzan sus jarras de cerveza; y el capitán le tira la pelota a algún muchacho de ojos como platos que la guardará como una reliquia toda su vida, y el marcador cuelga rígidamente de su alto soporte y las sombras se alargan a través de la idílica escena, la verdadera representación de la feliz y deportiva vieja Inglaterra, con los árbitros recogiendo en un manojo las estacas, los pájaros cantando en los altos árboles, el dulce crepúsculo extendiéndose furtivamente sobre la tierra y el pabellón, y los bancos vacíos, y un montón de leña de sauce delante del aprisco donde Flashy, escondido entre la alta hierba, tiene debajo a la hija del propietario. ¡Ah!, es que entonces el críquet era el críquet.

Aparte del último detalle, que tuvo lugar en otra alegre ocasión, todo era exactamente igual aquella tarde en que los caballeros de Rugby, incluyendo a su humilde servidor, salieron para batir a los campeones de Kent (veinte a uno, y sin apostadores). Al principio pensé que todo iba a ser muy frío, ya que mientras la mayoría de mis compañeros de equipo eran bastante corteses con el Héctor de Afganistán, tal como era de esperar, el egregio Brown estaba sin duda gélido, y también Brooke, que había sido jefe de la escuela en mi época y era la niña de los ojos de Arnold. Eso les dice todo lo que deben saber sobre él: era bien proporcionado y atractivo, iba a la iglesia, no tenía malos pensamientos, era amigo de los animales y de las señoras ancianas y guardiamarina; no tengo ni idea de lo que fue de él, pero espero que huyera con los fondos del barco y la esposa del almirante y pusiera un burdel en Valparaíso. Él y Brown hablaban en voz baja en el pabellón y me dirigían miradas furtivas, regocijándose, sin duda, ante el pecador que no se había arrepentido.

Entonces llegó la hora de jugar, se tiró una moneda al aire y ganó Brown, que eligió batear, lo que significaba que yo pasé la hora siguiente junto a la silla de Elspeth, tratando de acallar sus estúpidas observaciones sobre el juego y esperando que llegara mi turno de intervención. Pasó un buen rato, ya que los de Kent se lo estaban tomando con calma para darnos un poco de juego o Brook y Brown eran mejores de lo que yo pensaba, ya que sobrevivieron al torbellino de apertura del ataque de Mynn, y cuando llegaron los twisters, empezaron a hacer subir el marcador de forma más que interesante. Tengo que decir esto a favor de Brown: era un bateador condenadamente bueno, y Brooke era un buen golpeador. Estábamos a treinta en el primer wicket, el resto de nuestros bateadores estaban eliminados, así que conseguimos los setenta antes de alcanzar el final, y yo me despedí de mi amada, que me fastidió tremendamente diciendo a sus vecinos de asiento que seguro, seguro que yo marcaba un tanto, porque era muy fuerte y muy listo. Corrí hacia el pabellón, agarré una pinta de cerveza del camarero y sin tiempo más que de soplar la espuma, cayeron dos wickets más, y Brown dijo:

—Es tu turno, Flashman.

Cogí un bate de junto al asta de la bandera, me abrí paso entre la multitud que se volvía con curiosidad ante el siguiente jugador y salí al césped. Ustedes mismos lo habrán hecho a menudo, y recordarán el tremendo silencio mientras uno camina hacia el wicket, tan lejos, y quizá un aplauso perdido, o un grito de: «¡Adelante, amigo!», y solo unos pocos espectadores holgazaneando junto a las cuerdas, y el fielding o servidor junto a ellas o paseando perezosamente por allí, estirándose al sol, sin mirar apenas cuando nos acercamos. Conozco bastante bien todo esto, pero mientras caminaba levanté la vista y por primera vez sentí la impresión de ver al verdadero Lord’s. Alrededor del gran campo color esmeralda, liso como una mesa de billar, estaba aquella enorme masa de gente, de diez en fondo en los extremos, y detrás de ellos los coches amontonados, rueda con rueda, atestados de damas y caballeros, la enorme multitud callada y expectante mientras el sol se reflejaba en los brillantes ojos de miles de gemelos de teatro y binóculos dirigidos hacia mí. Era para ponerse nervioso de verdad, tener que atravesar aquel enorme espacio y con la vejiga de repente llena a reventar. Deseé poder escabullirme entre aquel gentío amistosamente enfebrecido que tenía detrás de mí.

Les puede parecer raro que los nervios hicieran presa en mí en aquel momento. Después de todo, mi cobardía natural se había visto estimulada por algunos horrores que realmente valían la pena: impis zulúes, caballería de cosacos y jinetes sioux, todos dedicados a alterar mi sistema circulatorio y nervioso de diversas formas. Pero en aquellas ocasiones había otras personas con las que compartir la atención general, y es un tipo diferente de miedo, de todos modos. Los tragos menores pueden ser condenadamente terroríficos simplemente porque uno sabe que va a sobrevivir a ellos.

No tardé ni un segundo en tragar saliva y vacilar un poco, seguí y entonces ocurrió algo de lo más sorprendente. Se oyó un murmullo entre la gente que fue creciendo hasta convertirse en un rugido, y súbitamente explotó en los más ensordecedores vítores que nunca hayan oído; podía sentirse el impacto de aquellos gritos corriendo a través del campo, y las damas se pusieron de pie y agitaron sus pañuelos y sombrillas, y los hombres gritaron hurras y agitaron sus sombreros, y todos saltaban de los coches, y en medio de todo aquel escándalo, la banda empezó a tocar: «Rule, Britannia». Yo me di cuenta de que los vítores eran para el siguiente jugador, pero vitoreaban en realidad al héroe de Jallalabad, y casi me desmayo por la sorpresa. Sin embargo, creo que lo llevé bastante bien. Levanté mi blanco sombrero y saludé a derecha e izquierda mientras la música y los vítores resonaban con fuerza, y me apresuré a ir junto al wicket como debe hacer un modesto héroe. Y allí estaba el esbelto y pequeño Félix, con sus patillas de colegial y su gorra de niño huérfano, sonriendo con timidez y tendiéndome la mano: Félix, el mejor caballero bateador del mundo, dense cuenta, conduciéndome al wicket y pidiendo tres hurras del equipo de Kent. Y luego se hizo el silencio, y mi bate resonaba con pesadez desacostumbrada mientras yo lo golpeaba en el suelo; los fielders se agachaban y yo pensaba: «Madre mía, esto va en serio, estoy obligado a dejar mi huella en el marcador, sé que lo estoy». Con tan buena acogida, y mientras me rugían las tripas, miré al wicket y a AlfredMynn.

Era Mynn un hombre robusto que estaba en sus mejores momentos, de algo más de metro ochenta de alto y cerca de noventa kilos de peso, con una cara como una loncha de jamón frito guarnecido con una orla de patillas negras, pero ahora parecía como Goliat, y si piensan que un hombre no puede parecer gigante desde una distancia de más de veinte metros, no han visto al joven Alfie. Sonreía, tirando indolentemente hacia arriba la pelota, que no parecía mayor que una cereza en su enorme puño, moviendo un pie sobre el césped… Dios mío, escarbando como un caballo. El viejo Aislabie me avisó, dijo trémulo: «¡Juego!». Yo agarré mi bate y Mynn dio seis rápidos pasos y balanceó el brazo.

Vi la pelota en su mano, a la altura del hombro, y algo silbó junto a mi rodilla derecha, me preparé para levantar el bate y el wicket-keeper estaba ya lanzándole la pelota a Félix en el punto de recogida. Tragué saliva con horror, porque juro que no vi pasar aquella maldita cosa, y alguien en la multitud gritó: «¡Bien perdida, señor!». Se elevó una nubecilla de polvo a un metro de distancia de mí; «ahí es donde va a lanzar —pensé—, oh, Dios mío, ¡no dejes que me haga daño!». Félix, agachado frente a mí, apenas a diez pasos de distancia, se acercó un poco, con los ojos fijos en mis pies; Mynn tenía de nuevo la pelota, y de nuevo dio los seis pasitos, y yo estaba ya abalanzándome hacia adelante, con los ojos bien cerrados, para poner el bate donde había saltado el polvo la última vez. Toqué el suelo, el bate brincó y resonó un golpe como un martillazo, que me dejó las muñecas doloridas, y yo abrí los ojos y vi la pelota corriendo hasta el espacio detrás del wicket.Brooke gritó: «¡Venga!», y Dios sabe que yo quería, pero las piernas no me respondían, y Brooke tuvo que volver atrás, meneando la cabeza.

«Esto se tiene que acabar —pensé—, ya que me quedaré lisiado para el resto de mi vida si me quedo aquí». Y el pánico, mezclado con el odio y la rabia, me invadió mientras Mynn volvía de nuevo. Fue andando hasta el wicket, con el brazo balanceándose hacia atrás, y yo volví a mi terreno dando un salto desesperado, agitando el bate con todas mis fuerzas. Hubo un espantoso ruido seco y en un instante de exaltación supe que le había dado de lleno, la maldita pelota debía de estar en Wiltshire por lo menos, a cinco carreras, seguro, y yo a punto de salir corriendo cuando vi que Brooke estaba de pie en su terreno, y Félix, que había estado sirviendo casi pegado a mi lado, tenía la pelota en la mano izquierda y la tiraba al aire con indolencia, moviendo la cabeza y sonriéndome.

Cómo la había cogido, solo él y Satanás lo saben; debió de haber sido como atrapar una bala con los dientes. Pero él ni se había despeinado siquiera, y a mí solo se me daba la posibilidad de volver al pabellón, mientras la multitud rugía comprensiva y yo meneaba mi bate hacia ellos y me daba golpecitos en la chistera. Después de todo, yo era lanzador, no bateador, y al menos había colocado un buen golpe. Y me había enfrentado a tres pelotas de AlfredMynn.

Cerramos nuestra mano a noventa y uno, Flashy atrapó a Félix a cero, y conseguimos una puntuación bastante buena, aunque era seguro que Kent la superaría fácilmente, y como era un partido de una sola mano así fue al final. A pesar de mi nula puntuación —¡cómo deseé haber salido para marcar un tanto después de la segunda pelota!— fui bien recibido en el pabellón, dado que ya se sabía quién era yo, y varios caballeros vinieron a estrecharme la mano, mientras las damas miraban mi robusto aspecto y se sonreían unas a otras debajo de sus sombrillas. Elspeth estaba resplandeciente por la espléndida figura que yo ofrecía ante sus ojos, pero indignada porque había tenido que salir y sin embargo no habían tirado mi wicket, porque, ¿acaso no era ese el objetivo del juego? Le expliqué que yo estaba fuera de juego, y ella dijo que era una ventaja muy desleal, y que aquel hombrecillo de la gorra debía de ser un tipo muy solapado, a lo cual los caballeros de alrededor rieron a carcajadas y la miraron con lujuria, pidiendo ponche de soda para la dama y asegurando que ella debía entrar en el comité para arreglar las normas.

Yo me contenté con un vaso de cerveza antes de salir al campo, ya que quería estar preparado para lanzar, pero Brown me dejaba sin hacer nada fuera del campo, sin duda para recordarme que yo era un putañero y por lo tanto no era la persona adecuada para conseguir un over. No me importó, sino que me quedé por allí indolente, charlando con los espectadores cerca de las cuerdas, y encogiéndome de hombros con elocuencia cuando Félix o su compañero marcaban un buen tanto, lo cual hicieron a cada pelota. Ellos machacaron a nuestros compañeros, y tenían una ventaja de cincuenta ya antes de una hora. Les dije a los espectadores que lo que queríamos era un poco de animación, y me puse a hacer ejercicios de calentamiento con el brazo, y ellos me vitorearon y empezaron a gritar: «¡Sacad al viejo Flash! ¡Hurra por Afganistán!» y cosas así, lo cual era muy gratificante.

Yo estaba consiguiendo mi cuota de atención de las damas que estaban en los carruajes, cerca de mi puesto de vigilancia, y en realidad había estado tan concentrado guiñándoles el ojo y haciendo el gallito, que me perdí un largo golpe, por lo cual Brown me llamó bastante agriamente para que me fijara. Ahora, un par de señoritas de las más fogosas, empezaron a hacer eco a los hombres, que las incitaron, así que empezó a resonar por todo el campo: «¡Que salga el viejo Flash!», en roncos tonos bajos y agudas voces de soprano. Finalmente, Brown no pudo soportarlo más y me hizo seña de que saliera, y la multitud vitoreó de lo lindo. Félix esbozó una sonrisa tranquila y se puso en guardia.

En conjunto trató mi primer over con respeto, porque solo me sacó once, lo cual era mucho más de lo que yo merecía. Ya que; por supuesto, lancé mis bolas con terrible energía, la primera de lleno a su cabeza, y las tres siguientes excesivamente cortas, con aguda excitación nerviosa. A la gente le encantó, y también a Félix, Dios le maldiga; él no alcanzó el primero, pero atrapó el segundo con gracia, interceptó el tercero de puntillas y apartó el último que iba derecho a su labio superior y lo mandó hacia los coches cerca del pabellón.

¡Cómo rio y vitoreó la multitud! Brown se mordía los labios con humillación y Brooke fruncía el ceño con disgusto. Pero ellos no podían sacarme después de un solo turno; vi a Félix que le decía algo a su compañero, y el otro rio, y mientras yo volvía a mi posición de vigilancia un pensamiento se abrió paso en mi cabeza, fruncí el ceño y di una palmada muy enfadado, ante lo cual los espectadores gritaron más fuerte que nunca. «¡Dale un poco de pimienta afgana, Flashy!», gritaba uno, Y «¡saca los cañones!», vociferaba otro. Yo sacudí el puño y me encasqueté el sombrero en la cabeza, y ellos gritaron y rieron de nuevo.

Hubo una aguda exclamación cuando Brown me sacó para mi segundo turno, y todos se prepararon para disfrutar de más diversión y frenesí. Pues lo vais a tener claro, chicos, pensé yo, mientras pasaba junto al wicket, con la multitud contando cada paso. Mi primera pelota rebotó a mitad de camino del campo, voló alta por encima de la cabeza del bateador y ellos cambiaron tres posiciones. Aquello hizo que Félix se enfrentara conmigo otra vez, y yo retrocedí, cerrando los oídos al griterío y los reproches de Brown. Me volví, y por la elevación de los hombros de Félix comprendí que se estaba preparando para enviarme a los árboles; fijé mis ojos en el punto muerto en línea con la estaca exterior —él era zurdo, lo cual dejaba el wicket lateral abierto como una puerta de granero ante mi lanzamiento— y corrí decidido a lanzar la pelota más rápida y certera de toda mi vida.

Y lo hice. Muy bien. Ya les he dicho que era un buen lanzador, y aquella fue la mejor pelota que lancé jamás, lo cual quiere decir que era inmejorable. Había dejado la primera corta a propósito, solo para confirmar lo que todo el mundo suponía desde el primer over: que yo era un lanzador impetuoso, sin más cabeza que una cerveza sin espuma. Pero la segunda tenía cada fibra dirigida a aquel punto, con un poco menos de fuerza de la que yo podía dominar para mantenerla firme, y desde el momento en que dejó mi mano, Félix estaba listo. Acepto que tuve suerte, porque el punto tenía que haber estado cubierto; fue un tiro bajo, que se deslizó junto a sus pies cuando esperaba oírlo junto a sus oídos, y antes de que pudiera detenerlo su estaca había saltado dando vueltas en el aire.

El grito que se alzó llegó hasta el cielo, y él pasó junto a mí sacudiendo la cabeza y dirigiéndome una extraña mirada mientras los compañeros me palmeaban la espalda e incluso Brown condescendió a gritar: «¡Bien lanzada!». Me tomé todo aquello muy informalmente, pero por dentro estaba pensando: «¡Félix! ¡Félix, por Dios!». No habría cambiado aquel wicket por un título de lord. Entonces volví bruscamente a la tierra, porque la multitud estaba animando al nuevo hombre que entraba, y yo cogí la pelota y volví a enfrentarme con la alta y angulosa figura de largos brazos que sujetaba el bate en corto.

Yo había visto jugar a FullerPilch en Norwich cuando era solo un muchacho, en aquella ocasión en que venció a Marsden de Yorkshire por el campeonato de single-wicket†† de Inglaterra; si yo había tenido alguna vez un héroe en mi infancia, ese era Pilch, el mejor profesional de su época… y algunos dicen que de todas las épocas, aunque pienso que ese chico nuevo, Rhodes, puede ser también igual de bueno. Bueno, Flash, pensé yo, no tienes nada que perder, así que ve a por él.

Ahora bien; lo que yo había hecho a Félix era un lanzamiento de primera, pero lo que vino a continuación fue suerte, y nada más que suerte. Todavía no puedo explicármelo, pero el caso es que sucedió, y así fue como sucedió. Hice lo que pude para repetir mi gran esfuerzo, pero incluso más rápido esta vez, y en consecuencia me faltó algo de longitud; si Pilch estaba sorprendido por la velocidad, o por el hecho de que la pelota pasara más alta de lo que tenía derecho a hacer, no lo sé, pero fue un segundo demasiado lento en lanzarse hacia adelante, que era su gran tiro. No bajó el bate a tiempo, la pelota cayó fuera y yo casi me arrojé en plancha al campo, con brazos y piernas extendidos, agarrando una pelota que podía haber sujetado con la boca. Por poco se me cae, pero se quedó entre mis dedos, y lo siguiente que recuerdo es que estaban dándome palmadas en la espalda, y los espectadores gritando a pleno pulmón, mientras Pilch se volvía golpeando el bate con irritación.

—¡Maldita sea! —gritó—. ¿Es que Dark no tiene escobas, o qué?

Bueno, quizá tuviera razón.

Por entonces, como ustedes pueden imaginar, yo estaba más allá de toda preocupación. Félix y Pilch. No me quedaba nada más que hacer en esta vida, o eso pensaba yo; ¿qué otra cosa podía superar a aquellos dos gloriosos golpes? Mis nietos nunca lo creerían, pensaba, suponiendo que tuviera alguno… Dios mío, compraré todos los ejemplares de la prensa deportiva del mes próximo, y empapelaré el dormitorio del viejo Morrison con ellos. Y sin embargo, lo mejor estaba todavía por llegar.

Mynn iba andando hacia la línea de base. Lo iba mirando y recordaba un texto escrito por Macaulay aquel mismo año: «Y ahora todos gritan: “¡Aster!” y ¡mirad!, las filas se separan, mientras el gran Señor de la Luna llega con paso majestuoso». Así era exactamente Alfred el Grande, majestuoso y magnífico, con su ancha faja escarlata y el bate como una pala de niño en la mano. Me dirigió una sonrisa mientras caminaba, se puso en guardia, miró pausadamente en su entorno, se encasquetó el sombrero de paja en la cabeza e hizo una señal al árbitro, el viejo Aislabie, que temblaba de excitación mientras gritaba: «¡Juego!».

Bueno, yo no tenía ninguna esperanza en absoluto de mejorar lo que había hecho, pueden estar seguros, pero estaba decidido a lanzar lo mejor que pudiera, y mientras me volvía se me ocurrió una idea: el viejo Aislabie es un hombre de Rugby, y era un orgullo para la vieja escuela que él arbitrara este encuentro; honesto como Dios, seguro, pero como todos los fanáticos, vería lo que quisiera ver, ¿no es así? Y Mynn es tan grande, joder, que no puedes evitar darle en algún sitio si te concentras en ello, y lanzas lo más rápido que puedas. Todo aquello iba ya tomando forma mientras yo corría hacia el wicket, había vencido a Félix gracias a mi habilidad, a Pilch por suerte, a Mynn le iba a vencer con trampas o a morir en el intento. Casi me arrojé encima de la línea de base y lancé un tiro perfecto, de corto alcance pero a sus buenos treinta centímetros de la pierna junto a la estaca. La bola llegó hasta él y Mynn dio unos pasos rápidamente para dejarla pasar, pero esta le rozó la pantorrilla. Por entonces yo estaba ya saltando para interceptar la visión de Aislabie, a un metro fuera del campo, volviéndome mientras saltaba y gritando con todas mis fuerzas: «¿Cómo estaba él, señor?».

Pues bien; un lanzador que es también un caballero de Rugby no reclama nada a menos que lo vea claro; aquel viejo loco de Aislabie con sus ojos de mosca no había visto absolutamente nada, porque yo me interponía entre él y la escena del crimen, pero concluyó que tenía que haber pasado algo, como yo imaginaba que sucedería, y en el momento en que pudo poner su mirada acuosa en Mynn, este, que había dado unos pasos, estaba delante de las estacas. Aislabie habría sido más que humano si hubiera resistido la tentación de decir la palabra que todo el mundo en aquel campo excepto Alfie quería oír. «¡Fuera!», gritó. «¡Sí, fuera, clarísimo! ¡Fuera, fuera!»

Hubo un jaleo espantoso. Los espectadores se volvían locos, y mis compañeros de equipo simplemente me cogieron y dieron la vuelta al campo conmigo. Los vítores eran ensordecedores, e incluso Brown me sacudía la mano y me daba palmadas en la espalda, gritando: «¡Bien lanzado, oh, bien lanzado, Flashy!». Ya ven cómo es la moral: cubre a todas las rameras de Londres si te apetece, eso no significa nada mientras puedas hacer unos wickets.Mynn se acercó, moviendo la cabeza y levantando una ceja en dirección a Aislabie. Él sabía que era una decisión censurable, pero sonrió ampliamente con su gran cara roja como buen deportista que era, e hizo algo que pasó al lenguaje popular: se quitó el sombrero, me lo presentó con una inclinación y dijo:

—Este truco vale un sombrero nuevo, joven.

Que me parta un rayo si sé a qué truco se refería,‡‡ y no me preocupa demasiado; solo sé que la regla de la pierna delante del wicket es una regla perfectamente espléndida, si se usa bien.

Después de todo esto, por supuesto, solo quedaba por hacer una cosa: retirarme. Le dije a Brown