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Las aventuras del bribón Harry Flashman en el corazón de Europa Otto von Bismarck tiene muy claro que Harry Flashman es un tunante redomado, pero también sabe lo útil que puede resultar semejante personaje para sus propios fines. Bismark confía en que Flashman caiga rendido a los pies de la hermosa Lola Montez y lo ayude en su maquiavélico plan para dominar Europa. Pero Flashman no es fácil de acorralar, y aunque lo de hacerse pasar por príncipe y casarse en nombre de otro no le parece mal, tiene una idea todavía mejor. ¡Vuelve el caballero más divertido, con boda real y robo de joyas de la Corona incluidos! El destino de todo el continente europeo está en manos del bribón Harry Flashman
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Seitenzahl: 533
Veröffentlichungsjahr: 2025
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Portada
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Página de créditos
Sobre este libro
Introducción del autor
Nota aclaratoria
Mapa 1
Mapa 2
1
2
3
4
5
6
7
8
9
Apéndice I
Apéndice II
Notas
Sobre el autor
V.1: mayo de 2025
Título original: Royal Flash
© George Fraser Macdonald, 1969
© de la traducción, Ana Herrera, 2005
© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2025
Todos los derechos reservados, incluido el derecho de reproducción total o parcial de la obra.
Ninguna parte de este libro se podrá utilizar ni reproducir bajo ninguna circunstancia con el propósito de entrenar tecnologías o sistemas de inteligencia artificial. Esta obra queda excluida de la minería de texto y datos (Artículo 4(3) de la Directiva (UE) 2019/790).
Diseño de cubierta: Gino D'Achille, representado por Artist Partners
Mapa: © John Gilkes, 2015
Corrección: Raúl Fernández
Publicado por Ático de los Libros
C/ Roger de Flor n.º 49, escalera B, entresuelo, oficina 10
08013, Barcelona
www.aticodeloslibros.com
ISBN: 979-13-87592-16-5
THEMA: FV
Conversión a ebook: Taller de los Libros
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Otto von Bismarck tiene muy claro que Harry Flashman es un tunante redomado, pero también sabe lo útil que puede resultar semejante personaje para sus propios fines. Bismark confía en que Flashman caiga rendido a los pies de la hermosa Lola Montez y lo ayude en su maquiavélico plan para dominar Europa.
Pero Flashman no es fácil de acorralar, y aunque lo de hacerse pasar por príncipe y casarse en nombre de otro no le parece mal, tiene una idea todavía mejor.
¡Vuelve el caballero más divertido, con boda real y robo de joyas de la Corona incluidos!
El destino de todo el continente europeo está en manos del bribón Harry Flashman
«Siempre que abro un libro de George MacDonald Fraser sé que va a ser un gran día.»
Terry Pratchett
«MacDonald Fraser pertenece a lo que hoy en día es un club exclusivo: los narradores que saben escribir.»
The Sunday Times
«Equitación, lucha con espadas, peleas a puñetazos, huidas, persecuciones… Si alguien busca un sucesor de James Bond, Flashman es el indicado.»
The New York Times
«Hay dos tipos de personas: los que han leído Flashman y los que no.»
Christopher Hitchens
«Si alguna vez me sentí como un astrónomo al descubrir un nuevo planeta fue cuando leí por primera vez las aventuras de Harry Flashman.»
P. G. Wodehouse
«Políticamente incorrecto y divertido, y con una documentación excelente.»
David Yagüe
El texto que figura a continuación lo encontraron los herederos de George MacDonald Fraser en su estudio en el año 2013.
«¿Cómo se le ocurrió la idea de Flashman?» y «¿Cuándo vamos a leer sus memorias de la guerra civil estadounidense?» son preguntas que he eludido tantas veces que ya he perdido la cuenta. A la segunda, mi respuesta invariable es: «Oh, algún día». Y si la persona es un estadounidense impaciente, añado a toda prisa que, para un viejo soldado británico como Flashman, la desavenencia entre los estados no es, ni de lejos, el acontecimiento más importante del siglo xix, sino más bien un episodio menor en comparación con el motín de los Cipayos o Crimea. Antes de que puedan indignarse, añado apresuradamente que su itinerario en la guerra civil ya está trazado; esta es la única forma de evitar que me digan cómo debería ser.
Respecto a la pregunta de cómo se me ocurrió la idea, simplemente respondo que no lo sé. ¿Quién lo sabe? Anthony Hope concibió El prisionero de Zenda mientras paseaba de Westminster al Temple, pero dudo que pudiera decir, después del mes que le llevó escribir el libro, qué desencadenó la idea. En mi caso, Flashman surgió galopando de entre las brumas de cuarenta años de vida y sueños, y aunque puedo enumerar los ingredientes que contribuyeron a su creación, solo el cielo sabe cómo y cuándo se combinaron.
Una cosa es segura: los libros que conforman Los papeles de Flashman nunca se habrían escrito si mi pariente Hugh Fraser, lord Allander, me hubiera confirmado como editor del Glasgow Herald en 1966. Pero no lo hizo, el pequeño bandido astuto, y no diré que estuviera equivocado. No habría durado en el puesto, para el que me había formado en una escuela de periodismo donde los editores eran dioses, y en tres meses como jefe interino mi actitud hacia la gerencia, la oficina principal y los directores había sido la de un señor feudal hacia sus siervos. Incluso puse la entrada de Fraser a la Cámara de los Lores en una página interior, asegurándole que no correspondía al Herald, su propio periódico, alardear de su elevación, y que una foto de dos columnas de él era más que suficiente. ¿Cuán arrogante se puede ser?
Y, sin duda, tenía otras deficiencias editoriales. En cualquier caso, enfrentado a veinte años como editor adjunto (lo que significa hacer todo el trabajo sin asistir a las grandes cenas), le prometí a mi esposa que «escribiría para salir de esto». Tras pasar unas pocas semanas golpeando la máquina de escribir en la mesa de la cocina a altas horas de la madrugada, Flashman estaba medio terminado y, probablemente, habría quedado así, ya que me caí por una cascada, me rompí el brazo y perdí el interés, hasta que mi esposa pidió leer lo que había escrito. Su reacción me espoleó para terminarlo: un borrador, sin revisiones. Durante los dos años siguientes, rebotó de unos editores a otros, británicos y estadounidenses.
No puedo culparlos: las supuestas memorias de un canalla irredimible, matón y cobarde resucitado de una historia escolar victoriana es un tema bastante excéntrico. Para 1968, estaba listo para tirar la toalla, pero gracias a la insistencia de mi esposa y al incomparable conocimiento del mundo editorial de George Greenfield, finalmente encontró un hogar en Herbert Jenkins. Según Christopher MacLehose, para entonces el manuscrito lucía como si hubiera dado la vuelta al mundo dos veces. Y casi lo había hecho.
Lo publicaron tal cual, con resultados que me dejaron perplejo. No fue un superventas al estilo de un gran éxito, pero los críticos se mostraron entusiastas, se vendieron derechos en el extranjero (comenzando por Finlandia) y, cuando se publicó en Estados Unidos, un tercio de unos cuarenta críticos lo acogieron como unas memorias históricas genuinas, para el regocijo descarado del New York Times, que compiló maliciosamente sus reseñas. «El descubrimiento más importante desde los papeles de Boswell» es la frase que todavía me persigue, porque si bien fui lo suficientemente humano como para notar que las costillas se me separaban del orgullo, también me sentí, de algún modo, consternado.
Verán, aunque escribí una introducción sencilla que explicaba el «descubrimiento» de los «papeles» en una sala de subastas en Ashby-de-la-Zouch (eso debería haberlos advertido) y la condimenté con «notas editoriales», no hubo intención de engañar; por un lado, aunque hice todo lo posible por escribir, en primera persona, al estilo victoriano, nunca imaginé que engañaría a nadie. Ni Herbert Jenkins tampoco. Y cincuenta críticos británicos lo reconocieron como una invención. (El único que estaba medio dudoso era mi antiguo jefe de redacción del Herald; tras recibir una solicitud para reseñarlo de otro periódico, le preguntó al editor literario del Herald: «Este libro de Geordie no es verdad, ¿a que no?», y cuando le aseguraron que no lo era, exclamó: «¡El maldito embaucador!», lo que sigo considerando un gran cumplido).
Con la excepción de un periódico de izquierdas que lo consideró un ataque mordaz al imperialismo británico, la prensa y el público tomaron a Flashman, con toda razón, como una historia de aventuras disfrazada de memorias de un viejo bribón impenitente que, a pesar de su cobardía, depravación y engaño, logró salir de terribles pruebas y peligros como un héroe aclamado, con el único mérito de su humor y su desvergonzada honestidad como memorialista. Me sentí satisfecho, aunque un poco desconcertado, al saber que el gran editor estadounidense Alfred Knopf dijo del libro: «No he oído esta voz en cincuenta años», y que el comisionado de la Policía Metropolitana lo recomendaba a sus subordinados. Mi interés creció a medida que escribía más libros de Flashman y observaba las reacciones.
Era, como varios críticos coincidieron, un escritor de sátiras. Uno dijo que me estaba vengando del siglo xix en nombre del xx. Otro, que estaba librando una guerra contra la hipocresía victoriana. Un crítico llegó a decir que claramente estaba influido por Conrad. Una reseña de página completa en un periódico alemán me dejó atónito cuando mi ojo se topó con la palabra «Proust» en el texto. No entiendo el alemán, así que, por lo que sé, la reseña podría decir que Proust era mejor escritor que yo o que usaba más puntos y comas. Pero ahí estaba, y te hace reflexionar. Hace algunos años, una respetada revista religiosa afirmó que Los papeles de Flashman merecían reconocimiento como la obra de un moralista sensible y hablaba de su servicio no solo a la literatura e historia, sino al estudio de la ética.
Mi reacción inmediata fue parafrasear a Poins: «¡Dios me envíe peor fortuna, pero nunca lo dije!», mientras me alegraba de que alguien más lo hubiera dicho. Después, reflexioné solemnemente que esto estaba muy lejos de las largas noches con té frío y cigarrillos, ideando cómo hacer que Flashman cayera en el apasionado abrazo de la emperatriz de China o escapara de las garras de un enano demente al borde de un pozo de serpientes. Pero ahora, más allá de señalar que por desgracia el antiimperialista de izquierdas estaba equivocado, que los victorianos eran meros aficionados en hipocresía comparados con nuestra generación santurrona, adoctrinada, autocensurada y aterrorizada, y que no había leído una palabra de Conrad antes de 1966 (y mi interés desde entonces se ha limitado a Bajo la mirada de Occidente, con la esperanza de convencer a Dick Lester de filmarla como solo él podría), no tengo comentarios que ofrecer sobre las opiniones acerca de mi trabajo.
Sé lo que estoy haciendo, al menos eso creo, y mi objetivo es entretener (primero a mí mismo) siendo fiel a la historia, permitiendo que Flashman hable sobre la naturaleza humana e inhumana, y que el diablo se lleve tanto a los románticos como a los revisionistas políticamente correctos. Pero mi trabajo es escribir, no explicar lo que he escrito, y estoy muy contento y agradecido de que otros encuentren en Flashy lo que quieran (incluso he recibido cartas psicoanalizando al bruto), y volver a la pregunta con la que he empezado este artículo.
Un amor de toda la vida por las aventuras imperiales británicas, alimentado por historietas como El lobo de Kabul y Logan Corazón de León (¿dónde estarán ahora?), Barrack Room Ballads, películas como La carga de la brigada ligera y Las cuatro plumas, y las historias valientes para niños que mi padre ganó en forma de premios escolares en la década de 1890; el descubrimiento, a través de Scott, Sabatini y Macaulay, de que la historia es un gran relato de aventuras; mi experiencia como soldado en Birmania, donde vi el crepúsculo del Raj en todo su esplendor; una formación periodística que me inculcó el deseo de encontrar la verdad detrás de la opinión general; ser un montañés de una familia que prefería contar historias a comer… Supongo que Flashman nació de todas estas cosas, y de leer Los días escolares de Tom Brown de niño, y de tener una mente algo rebelde.
Gracias a ese afán de ir a contracorriente (siempre esperé en secreto que Rathbone matara a Flynn, subvirtiendo la convención y volteando la historia: Basil se queda con Olivia, Claude Rains triunfa, ¡guau!), reconocí a Flashman a primera vista como la estrella del libro de Hughes. El sinvergüenza que vacilaba a los novatos y era un cobarde podía ser un villano, pero era claramente atractivo, porque tenía el aspecto, el porte y el estilo («alto y fuerte», «una actitud franca y despreocupada» y «considerables poderes para ser agradable», según su creador) que siempre logran conferir glamour a la villanía. Sospecho que Hughes lo sabía también, y se deshizo de él antes de que pudiera apoderarse del libro, el cual pierde todo su espíritu y entusiasmo una vez que Flashy hace su salida, deshonrado y borracho.
(Por cierto, era una persona real; me enteré de esto recientemente. Existe una carta de un contemporáneo de Hughes en Rugby que es precisa en este punto, aunque no lo identifica. A veces he especulado sobre un muchacho que estaba en Rugby en la época de Hughes y que más tarde se convirtió en un distinguido soldado y algo así como un rufián, pero como no tengo ni una pizca de evidencia para respaldar esta especulación, me la guardo para mí).
Qué fue de él después de Rugby me parecía una pregunta obvia, que con toda probabilidad se me ocurrió por primera vez cuando tenía unos nueve años, y luego pasaron otros treinta hasta dar con la respuesta. El Ejército, inevitablemente, y ya que Hughes me había dado un punto de partida al expulsarlo a finales de la década de 1830, cuando lord Cardigan estaba en pleno apogeo y la guerra afgana era inminente… fue justo así. Empecé sin idea de adónde me llevaría la trama, pero con la historia victoriana marcando el camino, y ese ha sido mi método desde entonces: elegir un incidente o campaña; bucear en todas las fuentes contemporáneas disponibles: cartas, diarios, historias, informes, testigos oculares, trivialidades (y en textos de ficción, como las primeras publicaciones de Punch, que son minas de detalles); encontrar los hitos para que Flashy los siga más o menos; impacientarme por escribir y lanzarlo con la investigación incompleta, indagando mientras avanzo y cambiando de rumbo según lo dicte la historia o lo sugiera la fantasía.
En suma, dejar que la historia haga el trabajo, con un ojo puesto en las pepitas inesperadas y coincidencias que surgen en el proceso de búsqueda: por ejemplo, que el gabinete estaba borracho cuando tomó su decisión final sobre Crimea; que Pinkerton, el detective, había sido agitador sindical en el mismo lugar donde Flashman estaba destinado en el primer libro; que El hombre que pudo reinar de Kipling tenía una base factual; o que Bismarck y Lola Montez estaban en Londres en la misma semana (de 1842, si mal no recuerdo, lo cual a menudo no hago: cada vez que Flashman ha salido como tema en el concurso Mastermind, siempre he obtenido menos puntos que los concursantes).
Visitar los escenarios ayuda; no me habría perdido por nada del mundo el Little Big Horn, los ríos selváticos de Borneo, el fuerte de Bent o la maravillosa y destartalada Ruta de Oro a Samarcanda. Buscar es la mitad de la diversión, y esa es una de las razones por las que rechazo todas las ofertas de ayuda con la investigación (principalmente de América). Pero la razón principal es que soy un solista: no doy pistas de antemano, ni siquiera a los editores, y no permito interferencias editoriales después. Quizá sea basura, pero es mi basura, y recomiendo encarecidamente a los autores resistir la intrusión en sus creaciones y confiar más en su propio juicio que en el de algún entusiasta entrometido con un diploma en puntuación creativa que se muere de ganas de entrar en acción.
Uno de los grandes placeres de escribir sobre mi viejo rufián ha sido recibir y responder cartas, y maravillarme ante la amabilidad de los lectores que se toman la molestia de decirme que han disfrutado de sus aventuras, o que los ha alegrado, o que los ha acercado a la historia. Sentarse en las escaleras a las cuatro de la mañana y hablar con un grupo de estudiantes que han llamado desde el Medio Oeste estadounidense es tan gratificante como enterarse de que un profesor universitario está usando a Flashman como herramienta de enseñanza. Incluso quienes desean escribir los libros por ti, o se quejan de que es racista (claro que lo es; ¿por qué iba a ser diferente del resto de la humanidad?), o insisten en que no es un cobarde, sino simplemente modesto, y están enamorados de él. Todo esto compensa por los incondicionales que han nombrado pubs en su honor (en Montecarlo y en algún lugar de Sudáfrica, según me han dicho), o han formado sociedades con su nombre. Están ahí fuera, créanme: los Gandamack Delopers de Oklahoma, los Mosstroopers de Rowbotham y la Real Sociedad del Alto Canadá, con camisetas apropiadas.
He descubierto que cuando creas —o, en mi caso, adoptas y desarrollas— un personaje ficticio y lo llevas a través de una serie de libros, ocurre algo extraño. En cierto modo, adquiere vida propia. No quiero decir que te controle; lejos de eso, tiende a desvincularse de ti. En cualquier caso, descubres que no solo estás escribiendo sobre él: te conviertes, de una manera extraña, en su responsable. No eres solo su cronista: también eres su representante, entrenador y agente de relaciones públicas. Es culpa del autor, mi propia culpa, por fingir que es real, por presentar sus aventuras como si fueran sus memorias, situándolo en contextos históricos, añadiendo notas al pie y apéndices, e invitando al lector a aceptarlo como un personaje histórico.
El resultado es que alrededor de la mitad de las cartas que recibo lo tratan como si fuera una persona por derecho propio. Por supuesto, quienes me escriben saben que no lo es. Bueno, la mayoría lo sabe: ocasionalmente, recibo cartas indignadas de personas que se quejan de no encontrarlo en la lista del Ejército o en el Diccionario nacional de biografía. Pero casi todos saben que es ficticio, y cuando fingen que no lo es, solo están participando en el juego. Yo lo empecé, así que no puedo quejarme.
Cuando Hughes eliminó de forma abrupta y sin piedad a Flashman de Los días escolares de Tom Brown (en la página 170, si mal no recuerdo), me pareció un acto bastante insensible abandonarlo con todos sus pecados sobre él justo en la etapa de la adolescencia, cuando un joven necesita toda la ayuda y comprensión que pueda obtener. Así que lo adopté, no por motivos caritativos, sino porque me di cuenta de que había buen material en el chico, y que con el cuidado y la orientación adecuados se podía sacar algo de él.
Y tengo que decir que, con todas sus faltas (¿qué estoy diciendo?, gracias a sus faltas), el joven Flashy ha justificado la fe que deposité en él. A lo largo de los años, él y yo hemos pasado por varias campañas y aventuras diversas, y puedo afirmar sin duda que, por muy cobarde, bribón, adulador, mujeriego y embustero que sea, es un buen compañero con el que meterse en la jungla.
George MacDonald Fraser
Para Kath de nuevo y para
Ronald Colman,
Douglas Fairbanks Jr.,
Errol Flynn,
Basil Rathbone,
Louis Hayward,
Tyrone Power
y todos los demás.
El segundo paquete de Los Diarios de Flashman (esa gran colección de manuscritos descubiertos en la venta de unos enseres domésticos en Ashby, Leicestershire, en 1965) continúa la carrera del autor, Harry Flashman, en el momento en que acabó el primero en el otoño de 1842. El primer paquete, en efecto, se abre con su expulsión de la Escuela de Rugby en 1839 (tal como se refiere previamente en La época escolar de Tom Brown de Thomas Hughes) y se cierra con los años de su carrera militar en Inglaterra, la India y Afganistán. El segundo paquete cubre dos periodos de varios meses que van entre 1842-1843 y 1847-1848. Hay un misterioso lapso de tiempo de cuatro años en los que el autor parece indicar que está encubriendo a alguien más en sus memorias.
La entrega actual es de gran importancia histórica porque describe el encuentro de Flashman con varias personas de fama internacional, incluyendo un eminente hombre de Estado cuyo carácter y comportamiento quizás ahora puedan ser sometidos a alguna reconsideración por parte de los historiadores. Incluso supone un punto de cierto interés literario, ya que no cabe ninguna duda de que existe un nexo entre la aventura alemana de Flashman y una de las novelas más populares del período victoriano.
Tal como sucedía con la primera entrega (que me confió el señor Paget Morrison, el propietario de Los Diarios de Flashman), me he limitado a corregir los ocasionales descuidos ortográficos del autor. Cuando Flashman se refiere a la historia conocida es bastante minucioso, especialmente si uno considera que estaba escribiendo todo aquello cuando tenía ya ochenta años; donde parece deslizarse algún pequei10 error lo he dejado sin corregir en el texto (como, por ejemplo, cuando describe al pugilista Nick Ward como «campeón» en 1842, siendo así que, de hecho, Ward perdió su título el año anterior), pero he añadido notas y comentarios al respecto siempre que me ha parecido conveniente.
Como muchos de los que escriben sus memorias, Flashman no precisa las fechas exactas; cuando las he podido establecer, las he incluido en las notas.
G.M.F.
Si yo hubiera sido el héroe que todo el mundo pensaba que era, o incluso un simple soldado medio decente, Lee habría ganado la batalla de Gettysburg y probablemente hubiera tomado Washington. Esta es otra historia, que dejaré escrita en estos papeles si el brandy y la vejez no me llevan antes, pero dejo constancia aquí de este hecho como muestra de cómo los grandes acontecimientos se deciden por meras trivialidades.
Los estudiosos, por supuesto, no admitirán esto. Es la política, dicen, y los planes sutilmente trazados de los estadistas lo que influye en el destino de las naciones; son las opiniones de los intelectuales y los escritos de los filósofos lo que establece el destino de la humanidad. Bueno, quizá tengan su parte de razón, pero según mi experiencia, el curso de la historia a menudo lo traza alguien que tiene dolor de vientre o no ha dormido bien, un marinero que se ha emborrachado, o una puta aristocrática que mueve muy bien el trasero.
Así que cuando digo que mi comportamiento descortés con cierto extranjero alteró el curso de la historia europea, es un juicio muy meditado. Si hubiera soñado un momento siquiera en lo importante que llegaría a ser ese hombre, no habría sido menos cortés con él que el diablo, le habría dicho a todo «sí señor» y le habría dado palmaditas en la espalda. Pero dadas mi juventud y mi ignorancia, me imaginaba que formaba parte de aquellos con los que podía ser descortés impunemente (sirvientes, putas, vendedores ambulantes, tenderos y extranjeros) y, por consiguiente, di rienda suelta a mi mala lengua. En resumidas cuentas, eso por poco me costó el cuello, aparte de cambiar el mapa del mundo.
Corría el año 1842, yo apenas tenía veinte años, pero ya era famoso. Tomé parte significativa en el fiasco conocido como la primera guerra afgana, salí de ella con los laureles del héroe, fui condecorado por la reina y todo Londres me trató como una celebridad. El hecho de haber vivido la campaña en un estado abyecto de terror (mintiendo, engañando, estafando y huyendo para salvar el pellejo cuando me fue posible) no lo sabía nadie salvo yo mismo. Si había una o dos personas que lo sospechaban, callaron. No habría estado bien visto echar tierra encima del valiente Harry Flashman en aquel entonces.
(Si ustedes han leído la primera parte de mis memorias, sabrán todo esto. Lo menciono aquí por si los paquetes se han separado, para que sepan de una vez por todas que esta es la historia de un cobarde deshonesto que tiene el perverso orgullo de haber llegado a una honorable y avanzada edad, a pesar de sus vicios y su completa falta de virtud… o quizá, precisamente, a causa de todo ello).
Así que allí estaba yo, en 1842, el fuerte, el campechano, el guapo Harry, apreciado por la sociedad londinense, admirado por la Guardia Montada (aunque solo era capitán), casado con una bella esposa, aparentemente acaudalado, visto con las mejores compañías, alabado entusiásticamente por las mamás, respetado por los hombres como el perfecto dandi con sable. El mundo estaba en mis manos; si yo no me aprovechaba de ello, nadie sabría hacerlo mejor.
Aquella era una época dorada. El momento ideal para ser un héroe es aquel en que se ha acabado la batalla y los otros chicos han muerto, que Dios los tenga en su gloria, y tú te llevas todo el mérito.
Incluso el hecho de que Elspeth me estuviera engañando no constituía una verdadera diferencia. Nadie pensaría, al ver su carita angelical, su cabello dorado y su estúpida expresión de mosquita muerta, que era la zorra más grande que jamás desgastó colchón. Pero yo estaba seguro, antes de haber vivido con ella un mes, de que lo había hecho al menos con dos más. Al principio me puse furioso y quise vengarme, pero era ella quien tenía el dinero, ya lo ven, por aquel viejo ricachón escocés de su padre, y si yo jugaba a ser el marido ultrajado me habría encontrado en Queer Street sin techo donde cobijarme. Así que me callé, pero le devolví la pelota dedicándome a las putas con gran entusiasmo. Era una situación extraña. Ambos sabíamos lo que pasaba (al menos, yo creo que ella estaba al tanto, pero era tan tonta que nunca se sabe), pero pretendíamos aparentar ser una pareja felizmente casada. De vez en cuando nos dábamos un revolcón juntos en la cama, y lo disfrutábamos.
Pero la vida real se iba a desenvolver fuera de nuestro entorno; aparte de la sociedad respetable, yo frecuentaba la compañía de los más viciosos y me dedicaba a zanganear, jugar, beber y apostar por toda la ciudad. Era el final de los buenos tiempos de dandis y espadachines; en el trono teníamos a una reina cuya mano fría y blanca y la de su estirado marido se habían clavado como garras sobre la vida nacional, sofocando los viejos tiempos salvajes con su santurronería hipócrita. Estábamos entrando en lo que ahora se llama la época victoriana, en la que lo importante era la respetabilidad. Desaparecieron los calzones y llegaron los pantalones; se cubrían los pechos y los ojos se bajaban modestamente; los políticos se hacían más sobrios, el comercio y la industria se modernizaban, el olor a santidad reemplazaba al feliz aroma del brandy, la edad de los disolutos, de los aventureros y los dandis estaba dando paso a la de la mojigatería, los sermones y el aburrimiento.
Yo estaba asistiendo a la defunción de aquella era, pero al menos puse de mi parte todo lo que pude para alargar su agonía. Todavía se podía jugar en los garitos de Hanover Square, beber en compañía de hampones en Cyder Cellars o Leicester Fields, escoger chicas a tu antojo en Piccadilly, provocar a la policía en Whitehall, robar cinturones y sombreros, romper ventanas y cantar canciones guarras de camino a casa. Todavía se perdían fortunas jugando a las cartas o a los dados, se celebraban duelos (aunque yo me mantenía apartado de ellos; mi único duelo, del cual salí con tremendo crédito a base de engaños, tuvo lugar algunos años antes, y no tenía intención de arriesgarme más). La vida todavía podía vivirse salvajemente, si uno quería. Desde entonces, nada volvió a ser lo mismo. Me dicen que el joven rey Eduardo hace lo que puede hoy en día para bajar el tono moral de la nación, pero dudo que tenga el estilo suficiente para ello. Parece un carnicero.
Cierta noche, mi camarada Speedicut, que había estado conmigo en Rugby y se me pegaba como una lapa alabándome servilmente desde que ascendí a la fama (él era rico), me sugirió que fuéramos a un nuevo centro que se había puesto de moda en Saint James… Creo que era el Minor Club.1 Decía que podíamos probar suerte en las mesas primero, y luego con las fulanas del piso de arriba, para después ir al Cremorne y ver los fuegos artificiales, completando la noche con jamón picante y una jarra de ponche, y quizá con alguna chica más. Sonaba muy bien, así que después de sacarle un poco de dinero a Elspeth, que iba a Store Street a escuchar a un tal señor Wilson cantar canciones escocesas (¡Dios mío!), me puse en marcha con Speed hacia Saint James.2
Fue un fracaso desde el principio. De camino hacia el club, a Speed se le ocurrió la idea de coger uno de los nuevos ómnibus. Quería discutir con el conductor el precio del billete, y provocarlo con insultos. Los conductores de ómnibus tenían fama de ser muy malhablados, y Speed pensó que sería divertido hacer que este se saliera de sus casillas y horrorizara a los pasajeros.3 Pero el conductor era demasiado listo para Speed, así que simplemente nos echó sin demasiados miramientos y los pasajeros se rieron al vernos hacer el idiota de aquella manera, lo cual no contribuyó demasiado en favor de nuestra dignidad o buen humor.
El club resultó ser un garito que no estaba mal. Los precios de los licores y cigarros eran ruinosos, la mesa de cartas era menos fiable que una línea de infantería rusa y más difícil de vencer todavía. Siempre pasaba lo mismo: cuanto más agradable era la compañía, más trampas se hacían en el juego. En mis tiempos había jugado al napoleón4 en los campos mineros de Australia con polvo de oro como prenda, llevé una banca de blackjack en un carguero de los mares del Sur y me convertí en jugador de póquer en un establo de alquiler de Dodge City, con las pistolas debajo del tapete… Había encontrado menos tretas en todos aquellos sitios juntos de las que se pueden encontrar en una sola tarde en un club londinense.
Perdimos unas cuantas guineas y Speed dijo:
—Esto no es muy divertido. Conozco un juego mejor.
Yo estuve de acuerdo, así que cogimos a dos pendonas de la sala de juego y nos las llevamos al piso de arriba a jugar al loo5 con las ropas de cada uno como prenda. Yo le había echado el ojo a la más menuda de las dos, una descocada pájara pelirroja con hoyuelos; pensé que si no conseguía tenerla desnuda y preparada para la acción en una docena de manos, es que había perdido mi talento para barajar y repartir cartas con trampas incluidas. Pero fuera porque había bebido demasiado (ya que habíamos consumido una gran cantidad de licor) o porque las putas estaban haciendo trampas también, el caso es que yo me quedé en camisa antes de que mi pequeña picarona se hubiera quitado algo más que los zapatos y los guantes.
Ella se tronchaba de risa, y yo me ponía cada vez más nervioso, cuando de pronto se empezó a oír un clamor en el piso de abajo. Se mezclaron las carreras con los gritos, los silbatos y los ladridos de los perros, y una voz que gritaba:
—¡Corred! ¡Es la policía!
—¡Cielos! —exclamó Speed, agarrando sus pantalones—. ¡Es una redada! ¡Salgamos de aquí, Flash!
Las putas chillaron aterrorizadas, yo juré una y cien veces pugnando por ponerme la ropa. Desde luego, es un poco absurdo intentar vestirse cuando la policía te está pisando los talones, pero yo conservaba el suficiente sentido común para saber que no había ninguna esperanza de escapar a menos que estuviéramos vestidos por completo. No se puede correr por Saint James en una noche como aquella con los pantalones en la mano.
—¡Vamos! —gritaba Speed—. ¡Estarán encima de nosotros en un momento!
—¿Qué hacemos? —lloriqueó la puta pelirroja.
—Haced lo que os dé la gana, por supuesto —dije yo, poniéndome los zapatos—. Buenas noches, señoras. —Speed y yo salimos al pasillo.
Reinaba la más completa confusión. Parecía que se libraba una auténtica batalla abajo en la sala de juegos. Se oían gritos y alguien aullaba: «¡En nombre de la reina!». En nuestro rellano unas putas asustadas atisbaban detrás de las puertas, y hombres en todos los grados de desnudez saltaban por allí y buscaban algún sitio donde esconderse. Un tipo viejo y gordo, completamente desnudo, golpeaba una puerta aullando:
—¡Escóndeme, Lucy!
Golpeaba en vano. La última imagen que vi fue al viejo tratando de meterse debajo de un sofá.
La gente hoy en día no se da cuenta de que en los años cuarenta la ley era muy estricta con las casas de juego. La policía siempre intentaba hacer redadas y los propietarios solían tener guardaespaldas y matones que vigilaban constantemente. La mayoría de los garitos tenían también lugares especiales para esconder el equipo de juego, para que las cartas, dados y tableros pudieran ser retirados de la vista en un momento y la policía no tuviera razones para efectuar un registro. Si no podían probar que se había estado jugando, se les podía denunciar por intrusión y registro ilegal.6
Evidentemente, habían cogido desprevenido al Minor Saint James Club por alguna venganza, y nos veríamos envueltos en un escándalo en la comisaría de policía y en los periódicos si no salíamos de allí con toda rapidez. Sonó un silbato al pie de las escaleras, las putas gritaron y cerraron las puertas, y se oyeron unos pasos que retumbaban subiendo las escaleras.
—Por aquí —le dije a Speed, y subimos corriendo al piso de arriba. Había otro rellano vacío, el del piso superior, y nos agachamos entre las barandillas, esperando en qué acabaría todo aquello. Se oyó golpear en las puertas de abajo, y de repente llegó alguien corriendo. Era un joven rubio, sin barbilla, con un abrigo rosa.
—¡Oh, Dios mío! —decía—. ¿Qué dirá mi madre? —Miró frenéticamente a su alrededor—. ¿Dónde podría esconderme?
—Ahí —dije, pensando rápidamente, y señalé hacia una puerta cerrada.
—Dios lo bendiga. Pero, ¿qué harán ustedes?
—Les mantendremos ocupados. Entra, estúpido.
Desapareció en el interior, y yo le guiñé el ojo a Speed, cogí el pañuelo que llevaba al pecho y lo tiré delante de la puerta cerrada. Entonces fuimos de puntillas hacia una habitación en el otro extremo del rellano, y nos pusimos a cubierto detrás de la puerta, que dejé enteramente abierta. Por la falta de actividad de aquel piso y las sábanas que cubrían los muebles en la habitación, era obvio que no se usaba.
Enseguida irrumpieron los policías, vieron el pañuelo, echaron un vistazo dentro y sacaron a rastras al joven de rosa. Pero, tal como había calculado yo, no se preocuparon de nuestra habitación, al ver la puerta abierta, y naturalmente supusieron que no había nadie escondido allí. Nos quedamos quietos como estatuas mientras ellos correteaban ruidosamente por el rellano, dando órdenes y diciéndole al joven de rosa que contuviera la lengua; finalmente todos bajaron en tropel, hacia el lugar donde, por lo que parecía, estaban alineando a sus prisioneros, tratándolos con bastante dureza. No era algo que sucediera todos los días, conseguir hacer una redada en un garito y tener la oportunidad de maltratar a sus superiores.
—¡Por san Jorge, Flashy! —susurró Speed alborozado—. Eres un verdadero zorro y nunca te equivocas. Pensaba que estábamos listos.
—Cuando te han perseguido esos malditos afganos —respondí—, aprendes todo lo que tienes que aprender sobre escondites y demás.
Pero yo estaba igualmente encantado de lo bien que había funcionado mi truco.
Encontramos un tragaluz, y por suerte había un tejado plano lo bastante cerca, que para colmo resultó ser una casa vacía. Dimos con otro tragaluz, bajamos dos pisos por las escaleras y salimos por una ventana posterior a un patio. Hasta allí, excelente, pero Speed pensaba que sería interesante volver a la parte delantera y observar desde una distancia prudencial cómo los polis se llevaban a sus víctimas. Pensé que además podría ser divertido, así que nos alisamos la ropa y dimos la vuelta hasta el final de la calle.
Era bastante seguro, porque había una multitud delante del Minor Club apostada para ver el espectáculo: a los policías de altos gorros y anchos cinturones agolpándose en torno a los escalones y conduciendo a los prisioneros a los coches celulares, hombres silenciosos con la cara avergonzada o maldiciendo a sus captores por todo lo más sagrado, y las putas en su mayoría llorando, dando puntapiés y arañándoles, y alguna hasta teniendo que ser arrastrada.
Si hubiéramos sido listos nos habríamos mantenido a distancia, pero cada vez estaba más oscuro y pensamos que podríamos echar un vistazo más de cerca. Nos fuimos acercando al borde de la multitud, y por mala suerte, ¿a quién sacaban en último lugar, quejándose y con la cara blanca, sino al joven del abrigo rosa? Speed soltó una risotada ante el patético aspecto que ofrecía, y gritó:
—Mira, Flashy, ¿qué dirá su madre?
El joven lo debió de oír; y se volvió raudo y nos vio; aquel malvado y despreciable mocoso dio un grito y señaló en nuestra dirección.
—¡Ellos estaban allí también! —gritó—. ¡Esos dos estaban escondidos también!
Si nos hubiéramos quedado quietos podríamos haber disimulado, me atrevo a decir, pero el instinto de huir está demasiado arraigado en mí. Salí corriendo como un gamo antes de que los policías miraran hacia nosotros, y al vernos correr nos persiguieron. Empezamos bien, pero no lo suficiente para perdernos de vista y meternos en algún escondrijo. Saint James es un distrito muy malo para escapar de la policía: las calles son demasiado anchas y no hay callejones adecuados.
Los teníamos quizás a cincuenta metros de distancia durante las primeras dos calles, pero luego empezaron a ganar terreno. Dos de ellos iban esgrimiendo las porras y gritándonos que nos detuviéramos. Me dolía la pierna que me había roto a principios de año en Jallalabad, tenía los músculos todavía tensos, y me daba una punzada en el muslo a cada zancada.
Speed vio lo que pasaba y aminoró la marcha.
—Hola, Flash —me dijo—. ¿Estás acabado?
—La pierna me falla —contesté—. No puedo mantener el paso.
Miró por encima de su hombro. A pesar de los insultos que le dedica Hughes en La época escolar de Tom Brown, Speedicut era tan valiente como un terrier, siempre dispuesto para una riña en cualquier momento… no como yo.7
—Bueno —dijo—, entonces ¡a la mierda! Quedémonos y peleemos con ellos. Solo son dos… no, espera, vienen más detrás, ¡maldita sea! Haremos lo que podamos, viejo amigo.
—Es inútil —jadeé yo—. No estoy en condiciones de luchar.
—Déjamelos a mí —gritó él—. Yo los entretendré mientras tú escapas. No te quedes ahí, hombre, ¿no ves que no pega que el héroe de Afganistán sea detenido por los polis? Escándalo infernal. A mí no me importa. ¡Venid, bastardos tripas azules!
Y se volvió en medio de la calle, lanzando golpes de boxeo y retándolos a que se acercaran.
Yo no dudé. Alguien que es lo suficientemente idiota como para sacrificarse por Flashy merece todo lo que le pase. Por encima del hombro lo vi detener a un poli con un gancho de izquierda, y pasar rozándole con el otro. Entonces volví la esquina, cojeando tan rápido como mi pierna herida me permitía. Seguí a lo largo de la calle hasta la plaza que había poco más allá, y vi que no aparecían más policías. Di la vuelta al jardín central y casi se me dobla la pierna debajo del cuerpo.
Me quedé, jadeando, apoyado contra las rejas. Podía oír débilmente detrás de mí a Speed todavía gritando, y luego un cercano rumor de pasos. Buscando alrededor algún sitio donde esconderme divisé un par de carruajes que se habían detenido al pie de un jardín enrejado de una casa. No estaban lejos y los dos conductores se encontraban juntos, hablando al lado de los caballos del primer coche. No me habían visto. Si podía llegar al coche de atrás y deslizarme en el interior, los polis pasarían de largo.
Saltar sin ruido es difícil, pero logré alcanzar el coche sin ser visto por los conductores, abrí la puerta y trepé al interior. Me agaché casi sin aliento, intentando controlar la respiración, muy atento a si se oían ruidos de persecución. Durante algunos momentos todo permaneció tranquilo; esto es que han perdido el rastro, pensaba yo. De pronto oigo un ruido. Llegaban voces de hombres y mujeres desde la puerta de una de las casas. Eran risas, despedidas de buenas noches, un poco de charla en la acera y rumor de pasos. Aguanté la respiración, con el corazón en un puño y se abrió la puerta del carruaje, deslumbrándome una luz, encontrándome frente a la sorprendida cara de una de las muchachas más bellas que había visto en mi vida.
No… la más bella. Rememoro a todas las mujeres bellas que he conocido, rubias y morenas, delgadas y rellenitas, blancas y negras, cientos de criaturas… aun así, dudo que haya una que pueda comparársele. Ella estaba allí con un pie en el estribo, las manos sujetando la falda de su vestido de satén rojo, inclinándose hacia adelante mostrando un espléndido pecho blanco en el que resplandecía una hilera de brillantes que hacía juego con una diadema en su cabello negro como el azabache. Unos grandes ojos azules, me miraron, y la boca, que no era grande pero sí llena, de labios rojos, se abrió con una pequeña exclamación.
—¡Dios mío! —exclamó—. ¡Un hombre! ¿Qué demonios está usted haciendo aquí, señor?
No era el tipo de saludo que se oía pronunciar normalmente a las damas en aquellos días de la juventud de la reina, si puedo decirlo. Otra cualquiera hubiese gritado y se habría desmayado. Haciéndome dueño de la situación con rapidez, decidí que por una vez la verdad podría ser la mejor respuesta.
—Me estoy escondiendo.
—Ya lo veo —contestó ella socarronamente. Su voz tenía un encantador acento irlandés—. ¿De quién y por qué en mi carruaje, si no le importa?
Antes de que pudiera responder, apareció un hombre a su lado, y al verme soltó un juramento en un idioma extranjero y se echó hacia adelante como para protegerla a ella.
—Por favor, por favor, no voy a hacerles ningún daño —dije precipitadamente—. Me está persiguiendo… la policía… no, no soy un criminal, se lo aseguro. Estaba en un club e hicieron una redada.
El hombre me miró fijamente, pero la mujer mostró sus dientes en una deliciosa sonrisa y luego echó la cabeza hacia atrás, riendo descaradamente. Yo sonreí de la forma más simpática que pude, pero por el efecto que hizo mi encanto en su acompañante, igual podría haber sido Quasimodo.
—Salga de una vez —dijo bruscamente, con una voz fría y cortante—. Ahora mismo, ¿me oye?
Yo sentí un disgusto tremendo por él. No eran solo sus modales y sus palabras, sino su aspecto. Era alto, tan alto como yo, estrecho de caderas y ancho de hombros, pero también condenadamente guapo. Tenía unos brillantes ojos grises, una cara bien formada y un cabello claro que le hacía pensar a uno en los dioses nórdicos: resumiendo, demasiado espléndido para estar en compañía de la belleza que iba con él.
Empecé a murmurar algo, pero me ladró otra vez, menos mal que entonces la mujer vino en mi ayuda.
—¡Oh, déjale, Otto! —dijo—. ¿No ves que es un caballero?
Le habría dado las gracias calurosamente, pero en aquel momento se oyeron recios pasos en el pavimento, y una voz grave preguntó al caballero si había visto correr por la plaza a un hombre. Los polis estaban sobre la pista, y esta vez yo estaba acorralado.
Sin embargo, antes de que pudiera moverme o hablar, la dama se sentó en el coche y susurró:
—¡Levántate del suelo, tonto!
Yo la obedecí, a pesar de mi pierna, y me dejé caer jadeando en el asiento frente a la muchacha. Su compañero, entonces, maldita sea su estampa, dijo:
—Aquí tiene a su hombre, agente. Arréstelo, por favor.
Un sargento de policía metió su cabeza por la puerta, nos examinó y dijo al hombre rubio, dubitativamente:
—¿Este caballero, señor?
—Por supuesto. ¿Quién si no?
—Bueno… —El policía estaba confuso, viéndome sentado como si llevara toda la vida allí—. ¿Está usted seguro, señor?
El rubio echó otro juramento en lengua extranjera y dijo que, por supuesto, que estaba seguro. Llamó idiota al sargento.
—¡Oh, para ya, Otto! —exclamó de pronto la dama—. Realmente, sargento, se está portando muy mal. Le está tomando el pelo a usted. Este caballero viene con nosotros.
—¡Rosanna! —El hombre rubio parecía ultrajado—. ¿En qué estás pensando? Sargento, yo…
—No te hagas el loco, Otto —tercié yo, tomando la palabra, encantado de que la dama me apretase la mano—. Vamos, hombre, entra y vámonos a casa. Estoy cansado.
Me dirigió una mirada furibunda, y se entabló una buena discusión entre él y el sargento, que la dama, llamada Rosanna, pareció encontrar extraordinariamente divertida. El cochero y otro agente se les unieron a la discusión, hasta que, de pronto, el sargento, que fruncía el ceño con extrañeza al mirarme mientras discutía, mete de nuevo la cabeza en el coche y me dice:
—Espere un minuto. Yo lo conozco, ¿verdad? ¡Es usted el capitán Flashman! ¡Por todos los santos!
Yo lo admití, y entonces él juró y se golpeó el puño. —¡El héroe de Jallalabad! —exclamó.
Sonreí modestamente a la señorita Rosanna, que me miraba con los ojos como platos.
—¡El defensor del fuerte de Piper! —exclamó el sargento.
—Bueno, bueno, ya está bien, sargento.
—¡El Héctor de Afganistán! —volvió a gritar el sargento, que evidentemente leía la prensa—. ¡Demonios! ¡Bueno, esto está resuelto!
Tenía la cara radiante, lo que no satisfizo a mi denunciador en absoluto, que agriamente le pedía que me arrestara.
—Es un fugitivo —decía—. Ha invadido nuestro coche sin permiso.
—Me importa un pimiento si ha invadido Buckingham Palace sin permiso —dijo el sargento, volviéndose hacia mí—. Cabo Webster, señor. Tercer Regimiento, al mando del mayor Macdonald en Ougoumont, señor.
—Es un honor conocerle, sargento —dije, estrechándole la mano.
—El honor es mío, señor. Y ahora, señor, acabemos de una vez con esto. Usted no es inglés, ¿verdad?
—Soy un oficial prusiano —respondió el hombre al que llamaban Otto—, y exijo…
—El capitán Flashman es un oficial británico, usted no puede exigir nada —replicó el sargento—. Y ahora, vamos, no quiero problemas. —Se tocó el sombrero ante nosotros y me hizo un guiño—. Le deseo muy buenas noches, señor, y también a usted, señora.
Pensaba que al alemán le iba a dar una apoplejía, porque tenía muy mal aspecto y a su humor no le ayudaba la encantadora risa incontrolada de Rosanna. Se quedó mirándola durante un instante mordiéndose el labio, y ella se contuvo lo suficiente para decir:
—¡Oh, vamos, Otto, entra en el coche! ¡Oh, por favor, por favor! —Y empezó a reírse otra vez.
—Me encanta que te lo pases tan bien —profirió él—. Me has dejado como un tonto: igual que tu conducta de esta noche. —Tenía una expresión maligna—. Muy bien, señora, quizá lo lamente.
—¡No seas tan pomposo, Otto! —le contestó ella—. Solo es una broma, ven y…
—Prefiero elegir la compañía. La de las damas, por ejemplo. —y tocándose el sombrero, se retiró de la puerta del carruaje.
—¡Oh, pues que te lleve el diablo! —gritó ella, súbitamente enfadada—. Arranque, cochero.
Yo me vi obligado a abrir la boca, e inclinándome por encima de ella, lo llamé:
—¿Cómo se atreve a hablar así a una dama, maldito? ¡Es usted un malhablado, perro extranjero!
Creo que si me hubiera quedado callado, se habría olvidado de mí, y aquí paz y después gloria; pero estaba tan obsesionado con ella que se volvió hacia mí con aquellos fríos ojos que parecían perforar como taladros y por un momento me asusté de aquel hombre: tenía la muerte reflejada en la cara.
—Me acordaré de usted —dijo. Y entonces, extrañamente, vi aparecer una mirada de curiosidad en sus ojos, y dio un paso para acercarse. Luego esa mirada desapareció, me observó detenidamente como si intentara memorizar mis rasgos, y con un intenso odio al mismo tiempo, me espetó: «Me acordaré de usted».
El coche arrancó y lo dejó plantado junto al bordillo.
A pesar del momentáneo temor que despertó en mí, yo no hice el menor caso de sus amenazas. El peligro había pasado. Recobré el aliento, ya podía dedicar mi atención a la importante cuestión de la belleza que tenía frente a mí, a examinar el esplendor de su perfil, la amplia frente y el cabello negro como el ala del cuervo, la pequeña nariz ligeramente respingona, los labios rojos y gordezuelos en forma de corazón, el firme mentón y los blancos y redondos pechos surgiendo insolentes del rojo vestido de satén.
El aroma de su perfume, la oblicua mirada de sus ojos azules y la voz irlandesa, sensual y ronca, eran incitantes. Como todo el mundo os confesará, poned a Harry Flashman junto a una mujer como aquella y una de estas dos cosas es inevitable: o hay gritos y bofetadas, o la dama se rinde. A veces ambas cosas a la vez. En aquel caso, solo con ver su aspecto, yo estaba seguro de que no habría gritos ni bofetadas. Unos minutos más me dieron la razón. Desde que la besé hasta que su boca se abrió bajo la mía pasó solo un momento, por lo que yo sugerí inmediatamente que ya que me dolía la pierna todavía, podría aliviar la tensión de los músculos el suave masaje de unas manos femeninas. Ella accedió, muy complaciente, y con la mano libre fue notablemente habilidosa en desviar mis avances al mismo tiempo, mientras el coche llegaba a su casa, que estaba en algún lugar de Chelsea.
En aquel momento estaba yo tan excitado que ni podía mantener las manos quietas mientras ella despachaba a su doncella y me conducía hasta el salón, hablando sonriente de tonterías con ciertos remilgos. Pronto puse fin a todo aquello sacando sus pechos del vestido en el momento en que se cerró la puerta, y echándola sobre el sofá. Su reacción fue inesperada: al instante ya estaba debatiéndose conmigo, clavándome las uñas y entrelazando sus miembros en torno a mí. Su forma vehemente de hacer el amor me daba miedo… He conocido a muchísimas mujeres ansiosas, pero Rosanna era como un animal salvaje.
La segunda vez de aquella misma noche fue incluso más febril que la primera. Estábamos en la cama, yo sin ropa alguna que me protegiera de sus mordiscos y sus afiladas uñas; protesté, pero era como hablar con una loca. Ella incluso se puso a azotarme con algo duro y pesado (un cepillo del pelo, creo) y cuando dejó de contorsionarse y gemir yo me sentí como si hubiera estado copulando con un rollo de alambre de espinos.8 Estaba magullado, arañado, mordido y rascado desde el cuello hasta el trasero.
Era una criatura diferente, alegre, dicharachera, ingeniosa y de una gentileza que hacía juego con su voz y su aspecto. Me dijo que se llamaba Marie Elizabeth Rosanna James, esposa de un oficial que se encontraba de servicio lejos de la ciudad. Como yo mismo, acababa de volver de la India, donde había estado destinado. Ella encontraba la vida en Londres mortalmente insulsa; los amigos que conocía eran adustos y aburridos, no había encontrado la vida brillante que ella anhelaba y deseaba volver a la India o ir a cualquier otro sitio donde hubiese más diversión. Por eso mi aparición en su carruaje había sido tan bien recibida. Acababa de pasar una velada ridículamente aburrida con los parientes de su marido, escoltada por el alemán Otto, a quien encontraba cargante hasta la saciedad.
—Ver a un hombre que parecía como si tuviera algo… algo de vitalidad, fue suficiente para mí —me dijo—. Yo no te hubiera entregado a la policía, querido, ni aunque hubieses sido un asesino. Y era una oportunidad de humillar a ese vanidoso y estúpido prusiano… ¿Creerás que un hombre con un aspecto tan fascinante pueda tener hielo y vinagre en las venas?
—¿Quién es?
—¿Otto? ¡Ah!, es uno de esos alemanes que están haciendo el «gran tour» a la inversa. A veces creo que hay algo diabólico en él, pero lo mantiene bien oculto. Se comporta tan recatadamente porque, como todos los extranjeros, quiere impresionar a los ingleses. Esta noche, solo para tratar de hacer revivir un poco a esa colección de mojigatos, les ofrecí enseñarles un baile español… Parecía que hubiese dicho algo indecente. Ni siquiera dijeron: «¡Oh, cielos!». Se limitaron a volver la cabeza a otro lado, de la forma en que lo hacen esas mujeres inglesas, como si fueran a vomitar. —Se echó para atrás el pelo de manera encantadora, arrodillándose en la cama como una ninfa desnuda—. Pero vi el brillo de los ojos de Otto por un instante. Juraría que no es tan formal con las chicas alemanas de Schönhausen, o de dondequiera que sea.
Pensaba que ya teníamos suficiente de Otto y se lo dije.
—¿Ah, sí, estás celoso? —me dijo, haciendo mohínes—. Te has creado un mal enemigo, querido. ¿O es que al famoso capitán Flashman no le importan los enemigos?
—No me preocupan demasiado ni alemanes ni franceses ni negros —le respondí—. Tampoco pienso mucho en tu Otto.
—Bueno, pues deberías —dijo ella, metiéndose conmigo—. Algún día se convertirá en un gran hombre…
Él mismo me lo dijo: «Tengo un destino». «¿Y cuál es?», le pregunté. «Gobernar», me contestó. Le dije que también yo tenía ambiciones… vivir como quisiera, amar como quisiera, y no hacerme vieja nunca. Él nunca piensa mucho en esas cosas, me parece a mí; me contestó que era una frívola, y que lo había decepcionado. «Solo los fuertes —dijo— pueden permitirse tener ambiciones». A lo que le repliqué diciendo que yo tenía un lema mucho mejor que el suyo.
—¿Y cuál es? —le pregunté, acercándome a ella, pero ella me cogió las manos y las apartó con aire malicioso.
—Paciencia… y barajar —dijo.
—Es un lema mucho mejor que el suyo, desde luego —dije yo, atrayéndola hasta colocarla encima de mí—. Y yo soy un hombre mucho mejor que él, seguro.
—Pruébalo… otra vez —pidió Rosanna, mordiéndome la barbilla, y, al precio de más arañazos y magulladuras, lo hice.
Ese fue el principio de nuestra aventura, una aventura verdaderamente salvaje y febril, que no podía durar mucho. En primer lugar, ella era una amante exigente que por poco me agota, y como novedad, era de un tipo que yo no podía disfrutar completamente: demasiado dominante, yo prefiero a las mujeres más suaves que entienden que es mi placer el que cuenta. No era así con Rosanna, sin embargo; ella usaba a los hombres. Era como si le comieran a uno vivo, y que Dios te ayude si no estás a sus órdenes. Todo tenía que ser a su capricho, y a mí eso me ponía enfermo.
Fue una semana después de nuestro primer encuentro cuando por fin perdí los nervios. Habíamos tenido una noche tempestuosa, pero cuando yo quise echarme a dormir, ella empezó a hablar…, incluso una rauca voz irlandesa llega a cansar cuando la oyes demasiado. Y viéndome distraído, exclamó de repente: «¡En guardia!», que era su grito de guerra antes de un revolcón, y saltó de nuevo encima de mí.
—¡En el nombre del cielo! —exclamé yo—. Déjame en paz. Estoy cansado.
—Nadie se cansa de mí —replicó ella, y empezó a incitarme a la acción, pero yo estaba destrozado y le dije que me dejara. Por un momento insistió, y luego se enfurruñó, pero enseguida se puso a rugir hecha una furia, y antes de que yo me apercibiera vino hacia mí como un gato salvaje, gritando y arañándome.
He tratado con mujeres que eran unas furias, pero nunca con ninguna como ella. Era peligrosa… una belleza, completamente desnuda, arrojando todo lo que caía en sus manos, llamándome por los nombres más ofensivos y (lo admito libremente) aterrorizándome hasta tal punto que cogí mis ropas y salí corriendo. Bastardo y cobarde fue lo menos que oí. Recuerdo que un orinal se estrelló en la jamba de la puerta mientras yo salía a todo escape. Le grité, la amenacé desde el pasillo, pero ella respondió, hecha una furia, blandiendo una botella, y yo ya no esperé más. Probablemente tengo más práctica en vestirme mientras corro que la mayoría de los hombres, pero esta vez no me preocupé de hacerlo hasta que estuve lejos de su alcance, al pie de las escaleras.
Yo estaba hecho polvo, se lo aseguro, así que no volví a ser yo mismo hasta que estuve muy lejos de su casa, considerando, a mi manera filosófica, diversas formas de vengarme de aquella ninfómana viciosa y de genio endiablado. Esta les parecerá la habitual y sórdida conclusión de muchas aventuras amorosas de Flashman, pero me he entretenido explicando esta con más detalle por una buena razón. No solamente porque ella fuera, a su manera, la criatura más magnífica que yo había tenido jamás la fortuna de montar, que vuelve a mi mente cada vez que veo un cepillo del pelo, eso solo no sería suficiente. Mi excusa es que aquel fue mi primer encuentro con una de las mujeres más notables de mi vida… y el de la vida de cualquier hombre del siglo xix, por otra parte. ¿Quién iba a imaginarse que Marie Elizabeth Rosanna James iba a formar parte de la nobleza, regir un gran reino y llevar un nombre comparable al de Dubarry o Nell Gwynn? Bueno, fue la chica de Flashy durante una semana, al menos, algo de lo que ya puedo presumir. Yo me alegré de librarme de ella en aquel momento, y no por la manera en que me había tratado: pronto descubrí que no era del todo sincera consigo misma. No había mencionado, por ejemplo, que su marido, el soldado, estaba en proceso de separarse de ella, lo cual hubiera bastado para espantarme hacia otros lechos mucho menos comprometidos. Aparte de los desagradables aspectos sociales de una denuncia, no me lo habría podido permitir.
Pero ella fue importante en mi vida de otra manera… a través de ella me encontré con el espléndido Otto. Se puede decir también que a través de ella nació el mal entendimiento entre Otto y yo, y nuestra enemistad configuró su futuro y el del mundo.
Nada de esto habría ocurrido, sin embargo, si yo no me hubiera encontrado con él, por pura casualidad, aproximadamente un mes más tarde. Fue en casa de Tom Perceval en Leicestershire, donde asistí a una reunión para ver luchar a Nick Ward9 con un púgil local y salir un poco de caza en el coto de Tom. Estaban allí, entre otros, el joven Conyngham,10 un jugador empedernido, el viejo Jack Gully, excampeón de Inglaterra en una ocasión y que ahora se preciaba de ser un rico magnate del acero y exdiputado de la Cámara de los Comunes, una docena de personas más que he olvidado y también Speedicut. Cuando le conté cómo había pasado yo la noche de su arresto, él simplemente se echó a reír a carcajadas y gritó: «¡Qué suerte tiene Flashy! ¡Bueno, solo los valientes merecen lo mejor!». E insistió en contarles a todos cómo había acabado la aventura, él tirado en una sucia celda llena de borrachos mientras yo me beneficiaba a una belleza.