Heridas en el corazón - Francisco Javier Schlatter Navarro - E-Book

Heridas en el corazón E-Book

Francisco Javier Schlatter Navarro

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Beschreibung

Equivocarse es humano. Como el hombre es un ser social, sus errores repercuten en los demás, originando un mayor o menor sufrimiento. Hay muchas maneras de reaccionar ante la ofensa o el error ajeno. Podemos "pagar con la misma moneda", pero también podemos perdonar. Desde su mirada del psiquiatra, Schlatter analiza de modo divulgativo las manifestaciones y el sentido del perdón, y las consecuencias que se producen en la salud de quien perdona.

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Índice

Cubierta

Portadilla

Índice

1. Qué es el perdón

2. El proceso del perdón

3. Quién puede perdonar

4. El objeto del perdón: qué hay que perdonar

5. Qué no es perdón

6. Características y actitudes del que perdona

7. El otro lado del perdón: el perdonado

8. Perdón imperfecto, pero perdón

9. El perdón y la salud

10. Algunas claves del perdón en el matrimonio

Créditos

1. QUÉ ES EL PERDÓN

«Que no es el perdonar cosa perfecta, si en generoso amor no se convierte»

(B. L. de Argensola, Sonetos, XCIV)

«...ha sacudido y despertado las más nobles capacidades del corazón humano, en particular la capacidad de perdonar y de responder con magnanimidad ante el daño sufrido»

(F. M. Dostoyevski, Humillados y ofendidos)

Mucha gente opina que la medicina es una vocación de servicio, de ayuda a los demás. No voy a decir lo contrario, sobre todo porque ese fue uno de los principales motivos que me llevaron a dedicarme a la psiquiatría. Pero pasan los años y cada vez tengo más claro que yo soy el más beneficiado de aquella decisión. Una de las razones que me reafirma en este convencimiento es precisamente el porqué de este libro.

Un día cualquiera de hace aproximadamente un año, al terminar la última consulta de la tarde me quedé pensativo con lo que acababa de presenciar[1]. Néstor, un chico de 24 años, el menor de seis hermanos, me había contado varias sesiones antes que siendo un crío, uno de sus hermanos mayores había abusado de él durante años. Nunca habló de esto con nadie, y aunque se había acostumbrado a «convivir» con sus recuerdos y desahogarse a solas, sospechaba que no podría ser feliz sin perdonar a su hermano. Nunca se vio capaz de hacerlo, y el día que su hermano se marchó de casa fue un auténtico alivio para él. Pero por circunstancias de la vida, su hermano acababa de volver a vivir a casa. Entendía que había llegado el momento de intentarlo y me pidió ayuda. Ahí fue cuando me asaltaron las dudas: ¿Estaría Néstor preparado para dar ese paso? ¿No sería más dañino aún si el intento fracasara? ¿No existen otros modos de resolver este problema?

Tenía además fresca la conversación con Soledad y Sergio de hacía pocos días. Era un matrimonio bien avenido, o al menos, eso parecía. Ella acababa de enterarse por casualidad que él había tenido años atrás una aventura fugaz en un viaje de trabajo. Él lo reconoció a la vez que le dio su palabra de que en ninguna otra ocasión le había sido infiel. Ahora, muchos años después de aquel suceso, venían a pedir ayuda por el dolor inmenso que ella tenía y el rechazo total que sentía hacia él. Sergio sugirió la posibilidad de una terapia conyugal y Soledad aceptó, por sus principios de querer salvar el matrimonio. Después de varias sesiones, ella claudicó. Se sentía incapaz de perdonarle. Abandonaba la terapia e iniciaría un proceso de separación. Ese día me sentí frustrado pues pensaba que podrían reconciliarse y seguir siendo felices, pero... ¿Será realmente algo imperdonable? Y si le perdona, ¿no sería como una falta de respeto hacia ella misma? ¿La dificultad para superar ese daño era por el hecho en sí o por su forma de ser? ¿Hasta qué punto basta quererse para poderse perdonar? ¿Hay daños que solo se pueden perdonar si eres una persona de fe?

Conforme me he adentrado en el estudio del perdón, he comprobado con sorpresa su gran profundidad y riqueza. La literatura universal abunda en el drama de personajes que no quisieron o no supieron perdonar, pero no tanto en personas valoradas por su capacidad de perdón. Recientemente, por contraste, hemos podido disfrutar y revivir con Jean Valjean su historia de perdón en Los Miserables, la magistral novela de Víctor Hugo[2]. Jean era un joven de gran corazón, huérfano desde muy pequeño. Una larga y desproporcionada condena por robar pan para dar de comer a sus sobrinos hambrientos, y las experiencias de la prisión, llenan de odio y miseria su corazón. Al salir de allí percibe cruelmente el rechazo de la sociedad por su condición de ex-convicto, y en su desesperación, encuentra la comprensión y posteriormente el perdón del obispo de esa ciudad. Su corazón cambia, y a partir de ese momento, se sucede una historia en la cual es él quien por diferentes motivos ayuda y se apiada de otras personas de muy distinta condición, aun a riesgo de su libertad y de su vida. En el desenlace final, no solo termina su vida en paz consigo mismo, sino que facilita que otras personas también se muevan a perdonar y a participar de esa paz interior. El autor nos pone como contrapunto al oficial de policía Javert. Este, persigue implacablemente a Valjean sin llegar a valorar sus muestras de bondad y arrepentimiento, como cuando le salva al propio Javert de ser fusilado por unos revolucionarios. Javert, cegado por su rígido sentido del deber y la justicia, termina en cambio desesperado ante la evidencia de su error y mísera mezquindad.

En las páginas que siguen vamos a introducirnos en la definición y en las principales características de esta realidad tan humana y sobrecogedora. Para eso repasaremos también cómo ha sido entendido y vivido a lo largo de la Historia por las principales culturas y religiones.

UNA INTRODUCCIÓN AL CONCEPTO DE PERDÓN

Recuerda una sentencia clásica que equivocarse es humano («errare humanum est»). Si el hombre viviera solo, subsanaría sus propios errores sufriendo en su propia carne las consecuencias y rectificando, o no, tras comprobar su error. Pero afortunadamente, el hombre es un animal social. Y eso hace que nuestros errores puedan hacer daño o provocar sufrimiento en los demás[3].

En otras ocasiones, nos sucede lo que decía Ovidio: «Veo lo mejor y lo apruebo, pero hago lo peor»[4]; de manera que causamos un daño a los otros en el que, además, existe un valor moral negativo —mi interés por encima del de otro, o bien busco el mal del otro directamente—.

Todos hemos sufrido ofensas o daños, físicos o morales. En esas ocasiones, es frecuente que se nos venga a la cabeza, de manera espontánea, devolver el insulto o el daño recibido. Esa reacción se puede considerar natural, lo que no significa que sea automática. Como decía V. Frankl, entre el estímulo y la respuesta existe un espacio para la libertad, y en ese espacio descansa nuestro crecimiento y nuestra felicidad. El perdón está en la raíz de ese descanso.

La reacción espontánea de devolver mal por mal se traduce en una emoción negativa de ira, mezclada con dolor —moral o físico— que repele el ataque. Pretendemos que el agresor cese en su acción, e intentamos protegernos de una nueva agresión. En algunas ocasiones no respondemos de manera activa, pero habitualmente, respondamos o no —sobre todo cuando no respondemos— el dolor por la ofensa recibida suele transformase en ira y odio hacia el agresor[5].

Si ese dolor permanece mucho tiempo se transforma en re-sentimiento. El odio tiende a permanecer al igual que el amor, por su propia estructura interna, salvo que hagamos algo para mitigarlo o dejemos de alimentarlo.

Cuando recibo una ofensa suele suceder que cualquier nuevo estímulo relacionado con ella me la recuerda y me hace volver, intelectual y emocionalmente, al «lugar del crimen». De este modo, si no tomo ninguna determinación, acabo generando una especie de bucle, que se puede repetir y perpetuar indefinidamente. Nada será lo mismo desde ese momento. Es como si el tiempo se parara y nos quedáramos encerrados en ese bucle, anclados en el punto doloroso. Y aunque en algún caso se pueda pensar que son las ofensas o agresiones las que nos producen infelicidad, lo más habitual es que sea el propio resentimiento el que frustra nuestros deseos de felicidad.

Desde esta perspectiva el perdón es, junto con la confianza[6], una de las dos fuerzas que el hombre necesita para vivir, entendiendo por «vivir» el «vivir en sociedad». El hombre necesita del perdón y de la confianza en su calidad de animal-relacional, de ser-para-el-otro. Lo necesita para su estabilidad y su con-vivir diario.

Necesitamos la confianza desde que nacemos[7]. Por su condición limitada, el hombre parte de la inseguridad y la va adquiriendo con la experiencia, con el conocimiento, etc. Pero siempre hay un mañana, un después, un algo nuevo por explorar o experimentar. Por esa razón, necesito confiar en lo que he aprendido y en lo que de alguna manera doy por sentado.

Necesito confiar en que los demás se comportarán como hasta ahora; que el autobús llegará a su hora; que esta noche, cuando me acueste, me quedaré dormido tarde o temprano, etc. Son actos de fe y de confianza, más o menos explicitados, que me permiten vivir con la seguridad de que todo va a ser «normal», conforme a lo previsto. La confianza es necesaria para poder avanzar en la vida, sin tener que comprobar en cada momento que las «clavijas» siguen bien ancladas en la pared.

Algo parecido sucede con el perdón. Necesitamos el perdón para nuestro devenir diario. Las ofensas tienen el poder atrayente del mal, y el daño recibido nos inclina a la autoconservación y la autocompasión; ambas nos llevan a centrarnos en el hecho de la agresión. La persona, que está «diseñada» por naturaleza para vivir en el presente con una expectativa de futuro, necesita del perdón para no quedarse «enganchada en las zarzas del camino».

De no ser así, el hombre pasaría a vivir con una libertad condicionada, atado a una cadena que le une, por medio del dolor, a las ofensas o culpas pasadas. Gracias al perdón, nos liberamos de esa cadena y podemos continuar nuestro devenir en la vida, nuestro ser-en-el-tiempo.

Si me quedo atado en el bucle del rencor, no solo vuelvo a sentir el mismo dolor una y otra vez, sino que se instaura en mi interior una percepción de eternidad o de atemporalidad, acompañada de impotencia y desesperación. Sentiré odio hacia el agresor, un dolor mezcla de su propio dolor y del intento fallido de liberarme de esas emociones negativas. Estas emociones, tienden a atemperarse si se expresan de forma adecuada. Sin embargo, el odio, como la envidia, lo hacen con mayor dificultad. En este sentido, el dolor se podría «conformar» con la queja o con las lágrimas, pero, ¿qué pasa con el odio?

En un primer momento lo normal es asociar la agresión recibida con el agresor: ¿Quién ha sido? El odio no se conforma con la expresión de la queja, sino que «reclama venganza». Una venganza que, lejos de eliminar el dolor, alimenta su origen. Cuando llega a esa situación, la persona sufriente se encuentra en una situación similar a la de los condenados del último círculo del Infierno en la Divina Comedia[8]. Quiere llorar, para desahogar su angustia y su pena, pero comprueba con horror que no puede derramar lágrimas. Sin duda, sus lágrimas aliviarían sus penas, pero en cuanto despuntan se cristalizan, y lejos de aplacar la pena producen un dolor punzante que aumenta su sufrimiento, y con el tiempo, su desesperación[9]. Tampoco cabría —sería ridículo, una falsa salida— negar las emociones y sentimientos negativos. Esto ocurre, por ejemplo, cuando el agredido pone en marcha un mecanismo de defensa que le lleva a sorprendentes actitudes de identificación con el agresor, o incluso a concluir que quizá la culpa la tuvo él, por ingenuo...

Al encontrarse en esa situación, ¿qué salida le queda a la persona agredida? ¿La venganza? Noto que me duele y que el agresor está ahí. Tendré que «disolver» esta asociación agresión-agresor si quiero acceder al perdón para el agresor. Parece lógico que el agredido ponga los medios para no seguir recibiendo daño, aunque solamente sea por su instinto natural de supervivencia. Pero, ¿es eso lo mismo que devolver agresión con odio? Ya sabemos cómo se desarrollan estas espirales de violencia. Es muy fácil que el agredido se convierta rápidamente en agresor y que los papeles se intercambien. Pasamos del no-perdón a la venganza a través del dolor y del odio. La cadena de dolor-odio que ataba al agredido en su mente, pasa ahora a atar al agredido con el agresor, en una dinámica interminable. La ofensa lleva al dolor, que lleva al odio, que lleva a la venganza, que lleva a una nueva ofensa...

Desechada la venganza, ¿qué otra solución me queda? Solo una, que es, sin lugar a dudas, la más enriquecedora y positiva: el perdón. El perdón es el hacha que, con un corte limpio, rompe ese bucle originado, por el dolor y la venganza. Es un golpe semejante al corte de las amarras de una nave, que me libera a mí, y a mi agresor, si es el caso. En la historia de Valjean, él se liberó con el perdón del obispo Myriel, y pudo a su vez obtener ese mismo beneficio para otros; excepto para Javert, que, movido por la desesperación, no fue capaz de creer en esa posibilidad y decidió terminar con su vida. Algunos autores diferencian dos tipos de perdón. El primero es el perdón genuino, con el que deseo perdonar a la persona que me causó el daño, de manera libre y gratuita. Actuando así busco proporcionar un bien al otro, o un bien que mejore mi relación con él, deteriorada tras el daño causado. Se podría decir que es un «perdón para los dos».

Otro tipo de perdón sería el perdón intencionado, que se realiza para alcanzar un beneficio más directo en la persona que perdona. Se siente atada al bucle daño-dolor, y necesita liberarse de esa carga emocional para poder avanzar. Este perdón, que sería el «perdón-para-uno», es igual de «lícito» que el otro, pero no sería tan genuino o completo como el anterior, ya que, sin perder la libertad, tiene una gratuidad limitada.

En ambos casos, al liberarme de la atadura del bucle puedo seguir mi vida y «pasar página». Este «pasar página» no es lo mismo que actuar «como si no hubiera ocurrido nada». Se parece más al habitual pasar página de un relato, en el cual el contenido tiene su dinámica propia, a la vez que guarda relación con la página anterior. El hecho de perdonar no garantiza que todo vuelva a ser como antes. En primer lugar porque nunca nada vuelve a ser exactamente como antes, porque somos seres-en-el-tiempo. En segundo lugar, porque tras el perdón se sustituye el vínculo del dolor-odio por la dignificación del agresor. Cuando se perdona se distingue entre el agresor y la ofensa, lo que supone y permite también un reconocimiento, una dignificación consciente del agresor: Eres una persona que me ha hecho daño y has hecho algo que me duele; pero ante todo eres una persona. Te perdono para que no lo hagas más (amor), y te perdono como un ofensor que soy también yo (compasión).

Por tanto, el perdón produce un cambio real. Del mismo modo que las promesas no se describen sino que se hacen, es más que una declaración: supone una acción, la de la ruptura del bucle y el establecimiento de una nueva relación. De igual manera, como veremos más adelante, pedir perdón puede borrar la culpa como cualidad moral, más allá del sentimiento de culpa[10].

En resumen, aunque el perdón es una realidad fundamentalmente personal, resulta necesaria para conservar y enriquecer las relaciones interpersonales, para sostener el ser-social que somos. Lo consigue gracias a su contenido esencialmente positivo, que no consiste solo en recomponer algo que se ha roto. El perdón enriquece como persona tanto al que perdona como al perdonado. Una vida sin perdón, una vida sin amor, sería inhumana e incluso aborrecible.

LAS CARACTERÍSTICAS DEL PERDÓN

Durante el 50 Congreso Eucarístico Internacional que tuvo lugar en Dublín en el verano de 2012, se leyó una carta de la hermana Geneviève, superviviente del genocidio de Ruanda de 1994. En esa carta, la religiosa explicaba el dolor y el odio que abrigaba en su alma desde que un grupo de individuos llevaron a su familia hasta el interior de una iglesia junto con otras personas y las asesinaron. Un tiempo después ocurrió un hecho inesperado que cambió su vida. Mientras visitaba una prisión, uno de los encarcelados, que había participado en la matanza y sabía que ella había perdido a sus familiares, se le acercó y le pidió de rodillas que le perdonara. «Un sentimiento de piedad y compasión me invadió —evocaba—. Le levanté, le abracé llorando y le dije: “Eres mi hermano y siempre lo serás”. Entonces sentí que se me quitaba un gran peso de encima y en su lugar afloraba la paz interior. Di las gracias al hombre que estaba abrazando. Para mi gran sorpresa, gritó: “¡La justicia puede hacer su trabajo y condenarme a muerte, pero ahora yo soy libre!”».

En este caso fue la manifestación de arrepentimiento la que puso en marcha el perdón de la persona agraviada. Pero no todo el mundo perdona en esas situaciones, ni todas las respuestas posibles a este gesto valiente y sincero se pueden considerar auténtico perdón. Veamos cuáles son las características fundamentales del perdón genuino:

— Libre. Un perdón «obligado», no libre, no es verdadero perdón. Puedo condonar una deuda, ser indulgente, hacer como si nada hubiera ocurrido, pero eso no significa que haya perdonado. La libertad del que perdona es una condición esencial. Me refiero tanto a la «libertad para» escoger o no el perdón, como a la «libertad de» la persona que lo concede.

Se trata de una toma de postura ante un daño recibido, que lleva a querer superarlo y resolver las emociones negativas que lo acompañan, como solo pueden hacerlo las personas. El ofendido se involucra de manera intencional. Es una vivencia de que hay algo que ha cambiado mi relación con el que me ha agredido. Con el perdón siembro una planta nueva, una semilla.

Por otra parte, las heridas no curadas, mal cicatrizadas, limitan y reducen mi libertad. Pueden generar reacciones desproporcionadas que me sorprendan a mí mismo, pueden hacerme insensible o inaccesible a los demás, o volverme hipersensible y susceptible. Como afirmaba en una entrevista Alex Pattakos, discípulo de Víctor Frankl: «El perdón es la llave que abre tu cárcel mental y te libera, te da el control. Porque cuanto más enojo o ira tengas hacia los otros, más poder tienen estos sobre ti»[11].

En esa misma entrevista, este experto recoge las palabras que pronunció Nelson Mandela el día que le liberaron, tras casi treinta años de cautiverio: Bill Clinton —que le acompañó ese día— advirtió que tenía un gesto serio y le preguntó por la causa de esa seriedad. Mandela le respondió: «Sí; al salir y ver a toda aquella gente sentí mucha rabia por los 27 años de vida que me habían robado; pero entonces el espíritu de Jesús me dijo: “Nelson, cuando estabas en prisión eras libre, ahora que eres libre no te conviertas en tu propio prisionero”». El perdón, por tanto, es libre y libera.

Por último, que sea libre no significa, evidentemente, que no suponga esfuerzo. De hecho, como sugiere el poeta, en ocasiones podría llegar a parecer sospechosa la excesiva facilidad para perdonar una afrenta: «Que en parte ya parece que consiente, quien perdona ligera y fácilmente»[12].

— Ante un mal objetivo causado intencionadamente. Es necesario que la persona reconozca que el daño recibido es objetivamente malo en sí mismo, y que está dirigido contra él. No tendría sentido perdonar al policía que me ha puesto una multa por aparcar en un sitio prohibido, o a la enfermera que me pone una inyección dolorosa que me acabará sanando. Debe existir un daño objetivamente malo, y un valor negativo —según algunos autores, un disvalor— anejo al daño objetivo. En este sentido, como cada persona sufre el daño a su manera, lo fundamental es la importancia negativa que tenga ese daño contra él, en la situación concreta en que se haya producido.

En la historia de Néstor, uno de los pasos que tuvo que dar para poder perdonar al hermano que había abusado de él durante su infancia, fue superar sus sentimientos de culpa. Siempre había pensado que todo aquello ocurrió por culpa suya, que tenía que haberse defendido mejor, y eso le impedía ver con nitidez el mal objetivo del daño que había sufrido. Esa vergüenza por su hipotética culpa, aumentaba su humillación y le ataba más al daño sufrido.

— Activo. El que perdona debe ponerse en marcha, venciendo las lógicas resistencias que son fruto, sobre todo, de las emociones negativas sobrevenidas tras el daño. Cuando perdono tengo que esforzarme decididamente por renunciar a la venganza, separar agresor y agresión, valorar lo bueno que haya en el agresor, compadecer con él, construir un nuevo marco de relación con él que supere el anterior y, por último, aceptar esta nueva relación. Cuanto mayor haya sido la agresión y menor mi capacidad de amar, mayor ha de ser mi decisión.