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Pauline Réage

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Beschreibung

"O" es una mujer libre e independiente hasta que es llevada por su amante René a un castillo en Roissy. En el castillo, se convierte en esclava de René y otros hombres y experimenta perversiones inimaginables y experiencias de sadomasoquismo, siempre con su consentimiento, ya que ha aprendido a soportar el dolor y a disfrutar de las castigos sufridos. La obra "La Historia de O", escrita por la misteriosa Pauline Réage, fue publicada en 1945 y sigue siendo exitosa en la actualidad. Debido a la calidad literaria y al considerable coraje con el que aborda el tema de la sumisión sexual femenina en un estilo crudo y directo, la novela se convirtió en uno de los íconos de la literatura erótica del siglo XX. El libro provocó fuertes reacciones del público y la crítica en su época debido a su contenido explícito. "La Historia de O" recibió el premio de literatura erótica Les Deux-Magots en 1955. Para los amantes de la literatura erótica, "La Historia de O" es un clásico imperdible.

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Pauline Réage

HISTORIA D’Ó

Sumario

PRESENTACIÓN

Introducción

HISTÓRIA D’Ó

 I – LOS AMANTES DE ROISSY

II - SIR STEPHEN

III – ANNE-MARIE Y LAS ANILLAS

IV – LA LECHUZA

PRESENTACIÓN

La autora

Anne Cécile Desclos, intelectual y escritora francesa, autora de Histoire d'O (Historia de O) bajo el seudónimo de Pauline Réage, la novela erótica prohibida durante años que marcó la década de los 60. Falleció a los 90 años el 30 de abril de 1998.

Eminente figura de la literatura francesa, fue traductora, crítica de cine y editora, siendo la única mujer que se sentó en el comité de evaluación de la editora Gallimard, además de miembro de la Légion d'Honneur. El Gobierno de Francia anunció recientemente que será incluida en una lista de orgullos nacionales.

Dominique Aury, acostada en su cama con un lápiz y su cuaderno de colegio, no pensaba en publicar sus escritos. Escribió como un desafío, una empresa que emprendía para conquistar más a su amante, Jean Paulhan, al que conoció durante la ocupación alemana, cuando elladistribuía una revista llamada Lettres Françaises. Pese a ello, su obra marcó el nacimiento de una nueva subcultura: la del BDSM. Durante largas épocas de su vida, fue una activa militante a favor de la bisexualidaddo século XX.

La obra

Cubierta de una antiga edicion

Difícilmente en un siglo aparecen obras puntuales como esta, obras que son a la vez cristalización de un sentir que hasta entonces flotaba en el aire del tiempo y punto de referencia en el despertar de una sensibilidad todavía imprecisa.

Cuando el editor francés Jean-Jacques Pauvert publicó, en 1954, Historia de O, este libro estalló como una bomba en el puritano mundo postbélico, causando escándalo y desconcierto. Pero lo que una mujer, Pauline Réage, expresaba de pronto con tan desgarradora y brutal belleza, respondía, curiosamente, a lo que millones de lectores, hombres y mujeres, sentían sin osar siquiera formular en forma de deseo. No tardó mucho Historia de O en convertirse en el libro más traducido y leído en el mundo desde El Pequeño Príncipe de Saint-Exupéry, ¡tan distinto, en cambio!…

Historia de O se ha convertido en todo un icono de la literatura erótica y narra la historia de Odeline “O”, una hermosa parisina, fotógrafa de moda, que “obligada” por su amante es conducida al castillo de Roissy, donde una sociedad secreta será la encargada de iniciarla en el rito de la sumisión y la esclavitud sexual, sometiéndola a toda clases de humillaciones, que ella acepta por amor a suamante.

Hoy, esta obra maestra, consagrada ya «clásico del género», sigue siendo manual iniciático de jóvenes de todas las edades. Desde aquellos tiempos sórdidos en que se la leía en la penumbra, enfundada en papel de embalar o de cuaderno escolar, hasta hoy, todos y cada uno de nosotros, sus deudores, la hemos vivido a nuestro modo, al ritmo de nuestras necesidades y carencias, en la convivencia secreta con nuestros propios fantasmas y nuestras propias fantasías. Nadie ha permanecido indiferente a la estremecedora historia deO.

Introducción

História de O, publicado 1957 en supuso una verdadera revolución en la literatura erótica y se considera el origen de muchas de las prácticas BDSM (bondage, dominación, sumisión y masoquismo) que están tan de moda últimamente en la novela erótica. Así que lo mejor cuando uno tiene curiosidad sobre algo, es siempre remitirse a las fuentes y esta puede considerarse una de las primeras novelas modernas en el género. Pero advertencia no es un libro para todos los públicos ni para personas impresionables. Es una obra muy descriptiva con escenas de sexo y violencia muy explícitas.

La escritora una intelectual francesa llamada Anne Cécile Desclos no pensaba en publicar sus trabajos, los escribió como un desafío que emprendía para conquistar más a su amante a modo de juego. Pero su posterior publicación sirvió de guía para las personas con curiosidad por esas prácticas y una revolución en la mentalidad pacata de la postguerra.

El libro literariamente es extraño porque parece un diario al que le faltará el principio y el final. Como si se hubieran encontrado los restos de una historia más amplia que nos deja con la curiosidad…Hay una segunda parte “Retorno a Roissy” que leeré porque he disfrutado de esta lectura. Empieza abruptamente casi sin presentación de los personajes justo en el momento en que la protagonista es llevada con su consentimiento por su amante a un castillo para su sometimiento y para enseñarla a ser una buena sumisa. Con una escena en el coche planteada con maestría con dos posibles comienzos…

Desde ese momento entramos en una especie de fantasía onírica y sexual donde la aprendiz a sumisa experimenta todo tipo de rituales y preparativos para someterse a su señor y a todos lo que participan de esa especie de secta secreta. Moralmente no existen enjuiciamientos porque todo gira en torno a la propia decisión de la protagonista a someterse y siempre queda claro su libre albedrío a la hora de entregarse.

El libro se recrea en la descripción de los accesorios y elementos, las ropas, los perfumes, las estancias, las relaciones de poder y dominación, los sentimientos ante el dolor y la entrega todo desde una perspectiva bastante profunda del personaje.

Al margen de que uno disfrute o no con esas prácticas la novela desprende un profundo erotismo y libertad sexual en todas las páginas donde se tocan temas tan tabúes como la homosexualidad femenina y masculina, la posesión, el placer por el dolor, e incluso las relaciones con menores todas analizadas desde el amor, la entrega y los sentimientos…una extraña combinación.

HISTÓRIA D’Ó

 I – LOS AMANTES DE ROISSY

Un día, su amante lleva a O a dar un paseo por un lugar al que no van nunca, el parque Montsouris y el parque Monceau. Junto a un ángulo del parque, en la esquina de una calle en laque no hay estación de taxis, después de pasear por el parque y de haberse sentado al borde del césped, ven un coche con contador, parecido a untaxi.

 — Sube — le dice él.

Ella sube al taxi. Está anocheciendo y es otoño. Ella viste como siempre: zapatos de tacón alto, traje de chaqueta con falda plisada, blusa de seda y sombrero. Pero lleva guantes largos que le cubren las bocamangas y, en su bolso de piel, sus documentos, la polvera y la barra de labios. El taxi arranca suavemente sin que el hombre haya dicho una sola palabra al conductor. Pero baja las cortinillas a derecha e izquierda y también detrás; ella se quita los guantes, pensando que él va a abrazarla o que quiere que le acaricie. Pero él ledice:

 — El bolso te estorba. Dámelo. — Ella se lo da. El hombre lo deja lejos de su alcance y añade

 — : Estás demasiado vestida. Desabróchate las ligas y bájate las medias hasta encima de las rodillas. Ponte estas ligas redondas.

Ella siente cierto apuro, el taxi va más aprisay teme que el conductor vuelva la cabeza. Por fin, las medias quedan arrolladas. Le produce una sensación de incomodidad el sentir las piernas desnudas bajo la seda de la combinación. Además, las ligas sueltas leresbalan.

 — Quítate el liguero y el slip.

Esto es fácil. Basta pasar las manos por detrás de los riñones y levantarse un poco. Él guardael liguero y el slip en el bolsillo y ledice:

 — No debes sentarte sobre la combinación y la falda. Levántalas y siéntate con la carne desnuda.

El asiento está tapizado de molesquín frío y resbaladizo. Da angustia sentirlo pegado a los muslos. Luego, él le dice:

 — Ahora ponte los guantes.

El taxi sigue corriendo y ella no se atreve a preguntar por qué René no se mueve ni dice nada, niqué significado puede tener para él que ella permanezca inmóvil y muda, interiormente desnuday accesible, y tan enguantada, en un coche negro que va no se sabe dónde. Él no le ha dado ninguna orden, pero ella no se atreve a cruzar las piernas ni a juntar las rodillas. Apoya las enguantadas manos en la banqueta, una a cadalado.

 — Hemos llegado — dice él de pronto.

El taxi se detiene en una hermosa avenida, debajo de un árbol — son plátanos — , ante un chalet que se adivina entre el patio y el jardín, parecido a los del barrio de Saint-Germain. Los faroles están un poco lejos, el interior del coche está a oscuras y fuera llueve.

 — Quédate quieta — dice René — . No te muevas.

Acerca la mano al cuello de la blusa, deshace el lazo y desabrocha los botones. Ella se inclina ligeramente hacia delante, pensando que él desea acariciarle los senos. No. Él sólo palpa el tirante, lo corta con una navajita y le saca el sostén. Ahora, debajo de la blusa, que él vuelve a abrochar, ella tiene los senos libres y desnudos, como libres y desnudas tiene las caderas y el vientre, desde la cintura hasta lasrodillas.

 — Escucha — le dice él — . Ahora estás preparada Yo tedejo. Bajarás del coche y llamarás a lapuerta. Seguirás a la persona que abra y harás lo que te ordene. Si no entraras en seguida, saldrían a buscarte; si no obedecieras, te obligarían a obedecer. ¿El bolso? No vas a necesitarlo. No eres más que la muchacha que yo entrego. Sí, sí, yo estaré también. Vete.

Otra versión del mismo comienzo era más brutal y más simple: la mujer, vestida de este modo, era conducida en el coche por su amante y un amigo de éste, a quien ella no conocía. El desconocido iba al volante y el amante, sentado al lado de la mujer. Y era el desconocido el que explicaba a la mujer que su amante debía prepararla, que le ataría las manos a la espalda, por encima de los guantes, le soltaría y enrollaría las medias, le quitaría el liguero, el slip y el sostén y le vendaría los ojos. Que después la entregarían en el castillo donde recibiría instrucciones sobre lo que debía hacer.

Efectivamente, una vez así desvestida y atada, la ayudaron a bajar del coche, le hicieron subir unos escalones, y cruzar una o dos puertas, siempre con los ojos vendados. Cuando le quitaron la venda, ella se encontró sola en una habitación oscura, donde la tuvieron una hora o dos, no sé, pero fue como un siglo. Después, cuando por fin se abrió la puerta y se encendió la luz, se vio que había estado esperando en una habitación muy banal y confortable aunque extraña: con una gruesa alfombra en el suelo, pero sin un mueble, rodeada de armarios empotrados. Dos bonitas jóvenes habían abierto la puerta. Vestían como las doncellas del siglo XVIII: con faldas largas, ligeras y vaporosas que les llegaban hasta los pies, corpiños muy ajustados que les levantaban el busto, abrochados delante y encaje en el escote y en las bocamangas que les llegaban por el codo; llevaban los ojos y la boca pintados, así como una gargantilla muy ajustada al cuello y pulseras ceñidas a lasmuñecas.

Sé que entonces soltaron las manos de O, que todavía tenía atadas a la espalda y le dijeron que debía desnudarse, que la bañarían y maquillarían. La desnudaron y guardaron sus ropas en uno de los armarios. No dejaron que se bañara sola y la peinaron como en la peluquería, sentándola en uno de esos sillones que se inclinan hacia atrás cuando te lavan la cabeza y que a continuación se levantan cuando te ponen el secador, después del marcado. Para todo esto se necesita por lomenos una hora. Y tardaron, efectivamente, más de una hora, durante la cual ella permaneció sentada en aquel sillón, desnuda, sin poder cruzar las piernas, ni siquiera juntar las rodillas. Y como delante tenía un gran espejo que cubría toda la pared, en la que no había tocador, cada vez que su mirada tropezaba con el espejo, se veía asíabierta.

Cuando estuvo peinada y maquillada, con los párpados sombreados ligeramente, la boca muy roja, los pezones sonrosados y el borde de los labios mayores carmín, mucho perfume enlas axilas y el pubis, en el surco formado por los muslos, debajo de los senos y en las palmas de las manos, la hicieron entrar en una habitación en la que un espejo de tres cuerpos y otro espejo adosado a la pared le permitían verse perfectamente. Le dijeron que se sentara en el taburete colocado en el centro del espacio rodeado de espejos y que esperara. El taburete estaba tapizado de piel negra de pelo largo que le hacía cosquillas, la alfombra también era negra y las paredes, rojas. Calzaba chinelas rojas. En una de las paredes del gabinete había un ventanal que daba a un hermoso y sombrío parque. Había dejado de llover, los árboles se agitaban al viento y la luna corría entre las nubes. No sé cuánto tiempo estuvo en el gabinete rojo, ni si estaba realmente sola como creía estarlo, o si alguien la observaba por alguna mirilla disimulada en la pared. Lo cierto es que cuando volvieron las dos mujeres, una llevaba una cinta métrica y la otra un cesto. Las acompañaba un hombre, vestido con una larga túnica violeta, de mangas anchas recogidas en el puño, que se abría desde la cintura cuando andaba. Debajo de la túnica se le veían unas a modo de calzas ceñidas que le cubrían las piernas, pero dejaban el sexo al descubierto. Fue el sexo lo primeroqueOvioasuprimerpaso,despuésellátigodetirasdecueroquellevabacolgadodel cinturón y, posteriormente, que el hombre tenía la cara cubierta por una capucha negra en la que un tul negro disimulaba incluso los ojos y finalmente que llevaba guantes, también negros, de fina cabritilla.

Le dijo que no se moviera, tuteándola y, a las mujeres, que se dieran prisa. La que llevaba el centímetro tomó las medidas del cuello y de las muñecas de O. Eran medidas corrientes, aunque pequeñas. Fue fácil encontrar en el cestillo que sostenía la otra mujer el collar ylas pulseras adecuados. Así es como estaban hechos: varias capas de cuero (capas bastante delgadas, hasta un espesor de no más de un dedo), cerradas por mecanismo de resorte automático que funcionaba como un candado y que no podía abrirse más que con una llavecita. En la parte exactamente opuesta al cierre había un anillo metálico que permitía sujetar el brazalete, ya que el cuero quedaba demasiado ceñido al cuello o a la muñeca para que pudiera introducirse cualquier cuerda o cadena. Cuando le hubieron colocado el collar y las pulseras, el hombre le dijo que se levantara. Él se sentó en el taburete que ella había ocupado hasta entonces, le ordenó acercarse hasta rozarle las rodillas, le pasó la enguantada mano entre los muslos y por encima de los senos y le explicó que sería presentada aquella misma noche, después de la cena que ella tomaría sola. Y cenó sola, efectivamente, siempre desnuda, en una especie de cabina pequeña en la que una mano invisible le pasaba los platos por una trampilla. Terminada la cena, las dos mujeres fueron a buscarla. En el gabinete, le sujetaron los brazaletes a la espalda, por las anillas, le pusieron sobre los hombros, atada al collar, una larga capa roja que la cubría enteramente pero que se abría al andar, ya que ella no podía cerrarla por tener las manos atadas a la espalda. Una de las mujeres iba delante, abriendo puertas y la otra, detrás, cerrándolas. Atravesaron un vestíbulo y dos salones y entraron en la biblioteca en la que tomaban el café cuatro hombres.

Todos llevaban largas túnicas como el primero, pero no estaban encapuchados. De todos modos, O no tuvo tiempo de verles la cara ni de averiguar si su amante estaba entre ellos (estaba), pues uno de los cuatro la enfocó con un reflector que la cegó. Todos se quedaron inmóviles, las dos mujeres, una a cada lado de ella y los hombres enfrente, mirándola. La luz se apagó y las mujeres se fueron. Pero habían vuelto a vendarle los ojos a O. La obligaron a avanzar, dando un pequeño traspié y ella se sintió de pie delante de la gran chimenea junto a la que estaban sentados los cuatro hombres. Sentía el calor y oía crepitar suavemente los leños en el silencio. Estaba de cara al fuego. Unas manos le levantaron la capa, otras se deslizaban por sus caderas, después de comprobar el cierre de las pulseras. Éstas no estaban cubiertas por guantes y una penetró en ella por las dos partes a la vez con tanta brusquedad que la hizo gritar. Uno de los hombres se echó a reír. Otrodijo:

 — Dadle la vuelta. Veamos los senos y el vientre.

Le hicieron dar la vuelta. Ahora sentía el calor en la espalda. Una mano le oprimió un seno y una boca le mordió la punta del otro. De pronto, ella perdió el equilibrio y cayó hacia atrás, ¿qué brazos la sostenían? Mientras alguien le obligaba a abrir las piernas y le separaba suavemente los labios vaginales. Unos cabellos le rozaron el interior de los muslos. Oyó decir que había que ponerla de rodillas. Y así lo hicieron. Estaba mal de rodillas, pues debía mantenerlas separadas y al tener las manos atadas a la espalda había de inclinar el cuerpo hacia delante. Entonces le permitieron que se sentara sobre los talones, como se ponen las religiosas:

 — ¿No la había atado nunca?

 — Nunca.

 — ¿Ni azotado?

 — Tampoco. Precisamente… El que respondía era suamante.

 — Precisamente — dijo la otra voz — . Si la ata de vez en cuando, si la azota un poco y le gusta, eso no. Lo que hace falta es superar ese momento en el que ella sienta placer, para obtener las lágrimas.

Entonces levantaron a O e iban a desatarla, seguramente para atarla a algún poste o a la pared, cuando uno dijo que quería tomarla primero y en seguida. Volvieron a ponerla de rodillas, pero esta vez con el busto descansando en un taburete bajo, siempre con las manos a la espalda y los riñones más altos que el torso y uno de los hombres, sujetándola por las caderas, se le hundió en el vientre. Después cedió el puesto a otro. El tercero quiso abrirse camino por la parte más estrecha y, forzándola bruscamente, la hizo gritar. Cuando la soltó, dolorida y llorando bajo la venda que le cubría los ojos, ella cayó al suelo. Y entonces sintió unas rodillas junto a su cara y comprendió que tampoco su boca se salvaría. Por fin la dejaron, tendida boca arriba sobre la caja roja, delante del fuego. Oyó a los hombres llenar copas, beber y levantarse de los sillones. Echaron más leños al fuego. Bruscamente, le quitaron la venda. La gran pieza, con las paredes cubiertas de libros, estaba débilmente iluminada por una lámpara colocada sobre una consola y por el resplandor del fuego recién avivado. Dos de los hombres fumaban, de pie. Otro estaba sentado, con una fusta sobre las rodillas y el que se inclinaba sobre ella y le acariciaba el seno era su amante. Pero la habían tomado los cuatro y ella no lo distinguió de losdemás.

Le explicaron que sería siempre así mientras estuviera en el castillo, que vería el rostro de los que la violarían y atormentarían pero nunca, de noche, y que no sabría quiénes eran los responsables de lo peor. Que lo mismo ocurriría cuando la azotaran, pero que ellos querían que se viera azotada y que la primera vez no le pondrían la venda pero, en cambio, ellos se encapucharían y no podría distinguirlos. Su amante la levantó y la hizo sentarse, envuelta en su capa roja, en el brazo de una butacasituada en el ángulo de la chimenea, para que escuchara loque tenían que decirle y viera lo que querían enseñarle. Ella seguía con las manos a la espalda. Le enseñaron la fusta, que era negra, larga y fina, de bambú forrado de cuero, como las que se ven en las vitrinas de los grandes guarnicioneros; el látigo de cuero que llevaba colgado de la cintura el primer hombre que había visto era largo y estaba formado por seis correas terminadas en un nudo; había un tercer azote de cuerdas bastante finas, rematadas por varios nudos y muy rígidas, como si las hubieran sumergido en agua, cosa que habían hecho, como pudo comprobar, pues con él le acariciaron el vientre, abriéndole los muslos, para que pudiera sentir en la suave piel interior lo húmedas y frías que estaban las cuerdas. Encima de la consola había llaves y cadenas de acero.

A media altura, a lo largo de una de las paredes de la biblioteca, discurría una galería sostenida por dos pilares. En uno de ellos estaba incrustado un gancho, a una altura que un hombre podíaalcanzar poniéndose sobre las puntas de los pies y levantando el brazo. Explicaron a O, a quien su amante había tomado entre sus brazos con una mano bajo los hombros y la otra en el hueco del vientre, y que la quemaba, para obligarla a desfallecer, le explicaron que no le soltarían las manos más que para atarla al poste por las pulseras y con ayuda de una de las cadenitas de acero. Que, salvo las manos, que tendría atadas y alzadas sobre la cabeza, podría mover todo el cuerpo y ver venir los golpes. Que, en principio, no le azotarían más que las caderas y los muslos, es decir, de la cintura a las rodillas, tal como había sido preparada en el coche que la trajo, cuandola obligaron a sentarse desnuda. Pero uno de los cuatro hombres presentes, probablemente querría marcarle los muslos con la fusta que deja unas hermosas rayas en la piel, largas, profundas y duraderas. Todo no le sería infligido a la vez y tendría tiempo de gritar, debatirse y llorar. La dejarían respirar, pero, cuando hubiera recobrado el aliento, volverían a empezar y juzgarían los resultados no por sus gritos ni por sus lágrimas, sino por las huellas más o menos profundas y duraderas, que los látigos le dejaran en la piel. Le hicieron observar que este sistema de juzgar la eficacia del látigo, además de ser justo hacía inútiles las tentativas de las víctimas de despertar la compasión exagerando sus lamentos. El látigo también podía ser aplicado fuera de los muros del castillo, al aire libre en el parque, como solía suceder, en cualquier apartamento o habitación de hotel, con la condición, eso sí, de utilizar una buena mordaza (como la que le mostraron inmediatamente) que no deja libertad más que al llanto, ahoga todos los gritos y permite apenas un gemido.

Pero aquella noche no la utilizarían; todo lo contrario. Querían oírla gritar y cuanto antes,mejor. El orgullo que la hacía resistir y callar no duró mucho tiempo: hasta la oyeron suplicar que la desataran, que la dejaran descansar un instante, uno sólo. Ella se retorcía con tanto frenesí para escapar al mordisco de las correas que casi giraba sobre sí misma, pues la cadena que la sujetaba al poste, aunque sólida, era un poco holgada, de manera que recibía tantos golpes en el vientre y en la parte delantera de los muslos como en los glúteos. Después de una breve pausa, se decidió noreanudar los azotes sino después de haberle atado al poste por la cintura, con una cuerda. Dado que la apretaron con fuerza, para fijar bien el cuerpo al poste por su mitad, el torso tuvo que vencerse hacia un lado, lo cual hizo salir la cadera contraria.

A partir de este momento, los golpes no se desviaron ya más que deliberadamente. En vista de la manera en que su amante la había entregado, O habría podido imaginar que apelar a su piedad era el mejor medio de conseguir que él redoblara su crueldad, por el placer que le producía arrancarle o hacer que los otros le arrancaran estos indudables testimonios de su poder. Y, efectivamente, él fue el primero en observar que el látigo de cuero que la había hecho gemir al principio, la marcaba mucho menos quela cuerda mojada y la fusta, por lo que se podía prolongar el castigo y reanudarlo a placer. Pidió que no se utilizara más que éste. Entretanto, aquel de los cuatro al que no gustaban las mujeres más que por lo que tenían en común con los hombres, seducido por aquella grupa, tensa bajo la cuerda atada a la cintura y que, al tratar de hurtarse al golpe no hacía sino ofrecerse mejor, pidió una pausa para aprovecharse, separó sus dos partes que ardían bajo sus manos y penetró en ella no sin dificultad, comentando que habría que hacer aquel paso más cómodo. Le dijeronque era factible y que se buscarían losmedios.

Cuando desataron a la joven, casi desvanecida bajo su manto rojo, antes de hacerla acompañar a la celda que debía ocupar, la hicieron sentar en un butacón al lado del fuego para que escuchara las reglas que debería observar durante su estancia en el castillo y cuando saliera de él (aunque sinrecobrar por ello la libertad) y llamaron a las que hacían las veces de sirvientas. Las dos jóvenes que la recibieron a su llegada trajeron lo necesario para vestirla y para que la reconocieran los que habían sido huéspedes del castillo antes de que ella llegara o que lo fueran después de que ella se hubiera marchado. El vestido era parecido al que llevaban ellas: sobre un corselete muy ajustado y armado con ballenas y una enagua de lino almidonado, un vestido de falda larga cuyo cuerpo dejaba casi al descubierto los senos, levantados por el corselete y apenas velados por un encaje. La enagua era blanca, el corselete y el vestido de satén verde agua y el encaje, blanco. Cuando O estuvo vestida y hubo vuelto a su butaca junto al fuego, más pálida que antes con su vestido pálido, las dos mujeres, que no habían dicho palabra, se fueron. Uno de los cuatro hombres detuvo a una al paso, hizo a la otra seña de que esperase y llevando hacia O a la que había parado, le hizo dar media vuelta, cogiéndola por la cintura con una mano y con la otra levantándole las faldas para mostrar a O lo práctico que era aquel traje, dijo, y lo bien concebido que estaba, pues la falda se podía levantar y sujetar con un simple cinturón, dejando libre acceso a lo que así se descubría.

Por cierto, a menudo se hacía circular por el castillo y por el parque a las mujeres así arregladas, o bien por delante, igualmente hasta la cintura. Se ordenó a la mujer que hiciera a O una demostración de cómo tenía que sujetarse la falda: enrollada en un cinturón (como un mechón de pelo en un bigudí) por delante, para dejar libre el vientre o por detrás, para liberar el dorso. En uno y otro caso, la enagua y la falda caían en cascada en grandes pliegues diagonales. Al igual que O, la mujer tenía marcas recientes de fusta en la piel. Cuando el hombre la soltó, se fue.

Éste fue el discurso que entonces se le pronunció aO:

 — Aquí estarás al servicio de tus amos. Durante el día, harás las labores que te ordenen para labuena marcha de la casa, como: barrer, ordenar los libros, arreglar las flores o servir a la mesa. No serán más pesadas. Pero, a la primera palabra, o a la primera señal dejarás de hacer lo que estés haciendo para cumplir con tu primera obligación, que es la de entregarte. Tus manos no te pertenecen, ni tus senos, ni mucho menos ninguno de los orificios de tu cuerpo que nosotros podemos escudriñar y en los que podemos penetrar a placer. A modo de señal, para que tengas constantemente presente que has perdido el derecho a rehusarte, en nuestra presencia, nunca cerrarás los labios del todo, ni cruzarás las piernas, ni juntarás las rodillas (como habrás observado que se te ha prohibido hacer desde que llegaste), lo que indicará a tus ojos y a los nuestros que tu boca, tu vientre y tu dorso están abiertos para nosotros. En presencia nuestra, nunca tocarás tus senos: el corsé los levanta para indicar que nos pertenecen. Durante el día, estarás vestida, levantarás la falda si se te ordena y podrá utilizarte quien quiera a cara descubierta — y como quiera — pero sin hacer uso del látigo. El látigo no te será aplicado más que entre la puesta y la salida del sol. Pero, además del castigo que te imponga quien lo desee, serás castigada por la noche por las faltas que hayas cometido durante el día: es decir, por haberte mostrado poco complaciente o mirado a la cara a quien te hable o te posea: a nosotros nuncadebes mirarnos a la cara. Si el traje que usamos por la noche deja el sexo al descubierto no es por comodidad, que también podría obtenerse de otra manera, sino por insolencia, para que tus ojos se fijen en él y no en otra parte, para que aprendas que éste es tu amo, al cual están destinados, ante todo, tus labios.

Durante el día, en el que nosotros usamos traje corriente y tú, el que ahora llevas, observarás la misma norma y no tendrás más trabajo, si se te requiere, que el de abrirte la ropa, quevolverás a cerrar cuando hayamos terminado contigo. Además, por la noche, para honrarnos,no tendrás más que los labios y la separación de los muslos, pues tendrás las manos atadas a la espalda y estarás desnuda como cuando te trajeron; no se te vendarán los ojos más que para maltratarte y ahora que ya has visto cómo se te azota, para azotarte. A este respecto, si conviene que te acostumbres al látigo, ya que mientras estés aquí se te aplicará a diario, ello no es menos para nuestro placer que para tu instrucción.

Tanto es así que las noches enlas que nadiete requiera, el criado encargado de este menester te administrará, en la soledad de tu celda, los latigazos que nosotros no tengamos ganas de darte. Y es que, por este medio, al igual que por el de la cadena que, sujeta a la anilla del collar, te mantendrá amarrada a la cama varias horas al día, no se trata de hacerte sentir dolor, gritar ni derramar lágrimas, sino, a través de este dolor, recordarte que estás sometida a algo que está fuera de ti. Cuando salgas de aquí, llevarás en el dedo anular un anillo de hierro que te distinguirá: entonces habrás aprendido a obedecer a los que llevenel mismoemblema; al verlo, ellos sabrán que estás siempre desnuda bajo tu falda, por más correcto y discreto que sea tu traje, y que lo estás para ellos. Los que te encuentren rebelde volverán a traerte aquí. Ahora te llevarán a tucelda.

Mientras el hombre hablaba a O, las dos mujeres que habían ido a vestirla permanecieron de pie a uno y otro lado del poste en el que ella había sido flagelada, pero sin tocarlo, como si las asustara, o lo tuvieran prohibido (que era lo más probable); cuando él hubo acabado de hablar, las dos se acercaron a O, que comprendió que debía seguirlas. De modo que se puso en pie, alzándose el borde de la falda para no tropezar, pues no estaba acostumbrada a los trajes largos y no se sentía segura sobre las sandalias de tacón alto sujetas al pie por una simple tira de satén verde como el vestido. Al inclinarse, volvió la cabeza. Las mujeres esperaban, pero los hombres habían dejado de mirarla. Su amante, sentado en el suelo y apoyado en el taburete sobre el que la habían derribado al principio de la velada, con las rodillas dobladas y los codos sobre las rodillas, jugueteando con el látigo de cuero. Al primer paso que ella dio para acercarse a las mujeres, lo rozó con la falda. Él levantó la cabeza y le sonrió, pronunció su nombre y se puso de pie. Le acarició suavemente el cabello, le alisó las cejas con la yema del dedo y la besó en los labios con suavidad. En voz alta le dijo que la amaba. O, temblando, se dio cuenta, aterrada, de que le respondía «te quiero» y de que era verdad. Él la abrazó diciendo «vida mía», la besó en el cuello y en el borde de la mejilla; ella tenía la cabeza apoyada en el hombro cubierto por la túnica violeta. Él, esta vez en voz baja, le repitió que la amaba yañadió:

 — Ahora te arrodillarás, me acariciarás y me besarás.

La apartó de sí e hizo una seña a las dos mujeres para que se retiraran hacia los lados y él pudiera apoyarse en la consola. Él era alto, la consola más bien baja y sus largas piernas, enfundadas en la misma tela violeta de la túnica, quedaban dobladas. La túnica abierta se tensaba por debajo como una colgadura y el entablamento de la consola levantaba ligeramente el pesado sexo y los rizos claros que lo coronaban. Los tres hombres se acercaron. O se arrodilló en la alfombra y su vestido verde formó una corola alrededor. El corsé la apretaba y sus senos cuyas puntas asomaban, estaban a la altura de las rodillas de su amante.

 — Un poco más de luz — dijo uno de los hombres.

Cuando hubieron dirigido la luz de la lámpara de manera que cayera de lleno sobre su sexo y el rostro de su amante, que estaba muy cerca, y sobre sus manos que lo acariciaban por debajo, René ordenóbruscamente:

 — Repite: te quiero.

 — Te quiero — repitió O con tal deleite que sus labios apenas se atrevían a rozar la punta del sexo protegida todavía por su suave funda de carne. Los tres hombres, que estaban fumando, comentaban sus gestos, el movimiento de su boca que se había cerrado sobre el sexo y a lo largo del cual subía y bajaba, su rostro descompuesto que seinundaba delágrimas cada vez que elmiembro, hinchado, le llegaba a la garganta, oprimiéndole la lengua y provocando una náusea.Con la boca llena de aquella carne endurecida, ella volvió amurmurar:

 — Te quiero.

Las dos mujeres estaban a derecha e izquierda de René, que se apoyaba en sus hombros. O oía los comentarios de los presentes pero, a través de sus palabras, espiaba los gemidos de su amante, atenta a acariciarlo, con un respeto infinito y la lentitud que ella sabía le gustaba. O sentía que su boca era hermosa, puesto que su amante se dignaba penetrar en ella, se dignaba mostrar en público sus caricias y se dignaba, en suma, derramarse en ella. Ella lo recibió como se recibe a un dios, le oyó gritar, oyó reír a los otros y, cuando lo hubo recibido, se des plomó de bruces. Las dos mujeresla levantaron y esta vez se lallevaron.

Las sandalias taconeaban sobre las baldosas rojas de los corredores en los que se sucedían las puertas discretas y limpias, con unas cerraduras minúsculas, como las puertas de las habitaciones de los grandes hoteles. O no se atrevió a preguntar si todas aquellas habitaciones estaban ocupadas ni por quién. Una de sus acompañantes, a la que todavía no había oído hablar, ledijo: