Informe Brennan - Kathy Reichs - E-Book
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Kathy Reichs

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  • Herausgeber: RBA Libros
  • Kategorie: Krimi
  • Sprache: Spanisch
  • Veröffentlichungsjahr: 2018
Beschreibung

Un terrible accidente aéreo ha dejado numerosos cadáveres en una zona boscosa de Carolina del Norte. Hasta allí se desplaza la antropóloga forense Temperance Brennan para identificar los restos mortales de las víctimas. Durante su arduo trabajo, la doctora descubre algo inesperado: un pie que no pertenece a ninguno de los pasajeros.

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Título original: Fatal Voyage

© Temperance Brennan, L.P, 2001.

© de la traducción: Gerardo di Masso, 2002.

© de esta edición digital: RBA Libros, S.A., 2018. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

www.rbalibros.com

REF.: ODBO354

ISBN: 9788491871743

Composición digital: Newcomlab, S.L.L.

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Todos los derechos reservados.

Índice

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AGRADECIMIENTOS

KATHY REICHS

NOTAS

DEDICADO CON ENORME ORGULLO A

KERRY ELISABETH REICHS, DOCTORA EN DERECHO, M. P. P.,

UNIVERSIDAD DE DUKE, PROMOCIÓN DE 2000

COURTNEY ANNE REICHS, LICENCIADA EN ARTES, UNIVERSIDAD DE GEORGIA, PROMOCIÓN DE 2000

BRENDAN CHRISTOPHER REICHS, LICENCIADO EN ARTES

(CUM LAUDE), UNIVERSIDAD DE WAKE FOREST,

PROMOCIÓN DE 2000

¡BRAVO!

1

Miré a la mujer que había salido volando por entre los árboles. La cabeza por delante, la barbilla alzada, los brazos extendidos hacia atrás como la pequeña diosa de cromo del capó de un Rolls Royce. Pero la dama del árbol estaba desnuda, sin vida, con el torso que acababa en la cintura, aprisionado entre ramas y hojas ensangrentadas.

Bajé la mirada y eché un vistazo alrededor. Excepto por el estrecho camino de grava donde había aparcado, hasta donde alcanzaba la vista se extendía un bosque denso, poblado sobre todo de pinos, entre los que unos pocos robles señalaban, como festones, la muerte del verano con una gama de rojos, amarillos y anaranjados del follaje.

Aunque en Charlotte hacía calor, aquí arriba el clima de principios de octubre era muy agradable. Pero pronto empezaría el frío.

Cogí la cazadora del asiento trasero, me quedé en silencio y presté atención.

Trinos de pájaros. Viento. La huida precipitada de un pequeño animal. Luego, a lo lejos, un hombre que llamaba a otro. Una respuesta apagada.

Me amarré la cazadora alrededor de la cintura, cerré el coche y me dirigí hacia el lugar del que venían aquellas voces distantes, arrastrando los pies a través de un lecho de hojas muertas y pinaza.

Cuando hube recorrido una decena de metros por el interior del bosque, pasé junto a una figura recostada contra una piedra cubierta de musgo, las rodillas flexionadas contra el pecho y un ordenador portátil a un lado. Le faltaban ambos brazos y en la sien izquierda tenía un chichón.

La cara descansaba sobre el ordenador, en los dientes llevaba aparatos de ortodoncia, un delicado aro de oro le atravesaba una ceja. Tenía los ojos abiertos de par en par y las pupilas dilatadas le daban al rostro una expresión de alarma. Sentí un temblor en todo el cuerpo y apuré el paso.

Pocos metros más adelante vi una pierna, el pie aún calzado con bota de montaña. La pierna había sido cercenada a la altura de la cadera y me pregunté si pertenecería al torso del Rolls Royce.

Junto a la pierna dos hombres, sentados uno al lado del otro, con los cinturones de seguridad abrochados y los cuellos empapados de sangre. Uno de ellos sentado con las piernas cruzadas, como si estuviera leyendo algo.

Reanudé la marcha y me interné un poco más en el bosque, oía gritos y llamadas que el viento, caprichosamente, me enviaba por entre los árboles. Continué avanzando mientras apartaba las ramas bajas con los brazos, sorteando grandes piedras y troncos caídos.

Equipajes y trozos de metal se habían esparcido entre los árboles, marcando una amplia zona. La mayor parte de las maletas se había quemado, derramando su contenido al azar. Ropa, secadores de pelo y máquinas de afeitar se mezclaban con botes de crema para manos, champú, loción para después del afeitado y perfume. Una pequeña maleta había vomitado cientos de artículos de tocador robados de los hoteles. El olor a productos de perfumería y combustible de avión se mezclaba con el aroma de los pinos y el aire de la montaña. Y, a lo lejos, un rastro de humo.

Avanzaba a través de un profundo barranco de laderas empinadas cuya densa envoltura de ramas y hojas apenas permitía que la luz del sol alcanzara el suelo y acabase formando un dibujo moteado. Hacía frío en la sombra, pero tenía la frente perlada de sudor y sentía la ropa pegada a la piel. Tropecé con una mochila, caí y me rasgué la manga con una rama astillada por todos aquellos restos.

Permanecí unos momentos tendida en el suelo, con las manos temblando y la respiración agitada. Aunque me había acostumbrado durante años a ocultar las emociones, sentí claramente que me invadía la desesperación. Tanta muerte. Dios mío, ¿cuántas víctimas habría?

Cerré los ojos, hice un esfuerzo por centrarme y me levanté.

Eché a andar y salté un tronco putrefacto, rodeé un grupo de rododendros y, como no parecía encontrarme más cerca de las voces, me detuve para intentar orientarme. El sonido apagado de una sirena me confirmó que la operación de rescate se estaba desarrollando más allá de una colina que se alzaba hacia el este.

Excelente forma de encontrar el camino, Brennan.

Pero no había tenido tiempo de informarme. Los primeros en responder a los accidentes aéreos o desastres similares suelen ser personas bien intencionadas pero escasamente preparadas para tratar con gran cantidad de víctimas. Yo iba de Charlotte a Knoxville, cerca de la frontera estatal, cuando me pidieron que me dirigiera de inmediato hacia el lugar donde se había producido el accidente. Entonces giré en un cambio de sentido en la 1-40, tomé un atajo hacia el sur en dirección a Waynesville, luego al oeste a través de Bryson City, una pequeña población de Carolina del Norte situada a unos 280 km al oeste de Charlotte, 80 km al este de Tennessee y 80 km al norte de Georgia. Seguí por la autopista del condado hasta donde acababa el mantenimiento estatal y continué por un camino de grava del Servicio Forestal que serpeaba montaña arriba.

Aunque había recibido unas instrucciones bastante precisas, sospechaba que debía haber una ruta mejor, tal vez un sendero estrecho pero que al menos me permitiera un mejor acceso al valle contiguo.

Por un momento consideré la posibilidad de regresar nuevamente al coche, pero luego decidí seguir andando. Tal vez quienes se encontraban en el lugar del accidente habían atravesado el bosque a pie igual que yo. La carretera del Servicio Forestal no parecía continuar hacia ninguna parte más allá del punto donde había dejado el coche.

Después de una agotadora ascensión, me aferré al tronco de un pino, apoyé un pie con fuerza y conseguí izarme hasta un saliente rocoso. Al incorporarme me topé de golpe con los ojos de una muñeca de trapo, una Raggedy Ann. La muñeca colgaba boca abajo con el vestido enganchado en las ramas bajas del voluminoso pino.

Una imagen de la muñeca de mi hija cruzó por mi cabeza y extendí la mano.

¡No lo hagas!

Bajé el brazo, consciente de que había que clasificar y registrar todos y cada uno de los objetos antes de recogerlos. Solo entonces alguien podría reclamar el triste recuerdo.

Desde mi posición del saliente tenía una excelente visión del lugar donde debía de haberse estrellado el avión. Distinguí un motor, medio enterrado entre la hojarasca junto a otros restos, y lo que parecían ser piezas de un ala. Una sección del fuselaje tenía la parte inferior arrancada, y parecía un diagrama de manual de instrucciones para maquetas de aviones. A través de las ventanillas se veían los asientos. Había algunos ocupados, pero en su mayor parte iban vacíos.

Trozos de cuerpo y restos del aparato cubrían el paisaje como si fuesen desechos en un vertedero. Desde donde me encontraba, los trozos de cuerpos humanos cubiertos de piel parecían asombrosamente pálidos, contrastando con el fondo compuesto por arbustos, vísceras y partes del avión. Diversos objetos colgaban de los árboles o se esparcían enredados en ramas y hojas. Tela. Alambre. Planchas de metal. Material aislante. Plástico.

Los efectivos de la policía local y los voluntarios ya habían llegado y estaban acordonando el lugar y buscando supervivientes. Algunos escudriñaban entre los árboles, otros señalaban con cinta amarilla el perímetro del terreno donde se hallaban los restos del aparato. Llevaban chaquetas amarillas que indicaban «Departamento del Sheriff del Condado de Swain» en la espalda. Otros solo vagaban por el lugar o estaban reunidos en pequeños grupos, fumando, hablando o mirando el desolador espectáculo que tenían ante los ojos.

Más allá, entre los árboles, se veían destellos de luces rojas, azules y amarillas que indicaban la ruta de acceso que yo no había sido capaz de encontrar. Imaginé los coches patrulla, los camiones de bomberos, las ambulancias, los furgones de los equipos de rescate y los vehículos de los voluntarios que al día siguiente obstruirían la carretera.

En ese momento el viento cambió de dirección y el olor a humo se hizo más intenso. Me volví y descubrí una delgada columna de humo negro que ascendía un poco más allá de la siguiente colina. Sentí que se me formaba un nudo en el estómago; estaba lo bastante cerca para detectar otro olor que se mezclaba con el olor ácido y penetrante del humo.

Como antropóloga forense, mi trabajo consiste en investigar las muertes violentas. He examinado centenares de víctimas del fuego para jueces y forenses y conozco muy bien el olor de la carne carbonizada. En el siguiente barranco todavía ardían algunos cadáveres.

Hice un esfuerzo por tragar saliva y volví a concentrarme en la operación de rescate. Algunos de los que habían permanecido inactivas se movían ahora por la zona del desastre. Vi que uno de los ayudantes del sheriff se inclinaba para inspeccionar unos restos que se hallaban a sus pies. Se irguió y lanzó unos destellos con un objeto que elevaba en la mano izquierda. Otro de los ayudantes había comenzado a hacer una pila con restos.

— ¡Mierda!

Comencé a descender la colina, aferrándome a las ramas bajas y zigzagueando entre los árboles y el suelo rocoso para mantener el equilibrio. El terreno era muy empinado y un tropezón podía convertirse en una peligrosa zambullida de cabeza.

A pocos metros del pie de la colina tropecé con una plancha de metal que se deslizó y me lanzó por los aires como si fuese uno de esos críos que se tiran en sus tablas entre dos toboganes. Caí a tierra como un peso muerto y comencé a rodar colina abajo, arrastrando conmigo una avalancha de piedras, ramas, hojas y pinaza.

Para frenar la caída busqué desesperadamente algún punto donde asirme, me desgarré las palmas de las manos y me rompí algunas uñas hasta que choqué con la mano izquierda contra algo sólido y conseguí aferrarme con los dedos a ello. Sentí un dolor agudo en la muñeca que tuvo que soportar todo el peso de mi cuerpo y parar el movimiento descendente.

Me quedé colgada un momento, luego giré sobre un costado, me apoyé en ambas manos y conseguí sentarme. Alcé la vista sin soltarme de mi providencial punto de apoyo.

El objeto que había conseguido frenar mi caída era una larga barra de metal que formaba un ángulo recto desde la roca en que me apoyaba con la cadera hasta un tronco cortado unos metros colina arriba. Me afiancé con ambos pies, hice una prueba para ver si podía levantarme y me las arreglé para recuperar la posición vertical. Me limpié la sangre de las manos en las perneras del pantalón, volví a sujetarme la cazadora a la cintura y continué descendiendo hasta llegar a terreno llano.

Una vez allí aceleré el paso. Aunque la superficie distaba bastante de ser firme, al menos ahora la fuerza de la gravedad estaba de mi parte. Al llegar a la zona acordonada, levanté la cinta amarilla y pasé por debajo.

—Un momento, señora. No tan rápido.

Me detuve y me volví. El hombre que había hablado llevaba una chaqueta del Departamento del Sheriff del Condado de Swain.

—Estoy con el DMORT.

—¿Qué demonios es el DMORT?

—¿Está el sheriff en el lugar de accidente?

—¿Quién lo pregunta?

El ayudante del sheriff tenía una expresión tensa y los labios, apretados, formaban una delgada línea. Llevaba una gorra de caza anaranjada encasquetada hasta las cejas.

—La doctora Temperance Brennan.

—No vamos a necesitar a ningún médico por aquí.

—Mi trabajo consiste en identificar a las víctimas.

—¿Tiene alguna credencial?

Cuando se produce un desastre de proporciones masivas, cada agencia gubernamental tiene responsabilidades específicas. La OEP, el Dispositivo de Emergencias, gestiona y dirige el NDMS, Sistema Médico para Desastres Nacionales, que proporciona la respuesta médica, la identificación de las víctimas y los servicios funerarios en el caso de un accidente con gran número de víctimas.

Para hacer frente a sus misiones, el NDMS decidió crear el DMORT, los sistemas Equipo de Respuesta Operativa Funeraria en Desastres, y el DMAT, Equipo de Asistencia Médica en Desastres. En los casos oficialmente declarados como desastres, el DMAT se hace cargo de las necesidades de los supervivientes, mientras que la función del DMORT es encargarse de los fallecidos.

Extraje mi identificación del NDMS y se la mostré al ayudante del sheriff.

El hombre la estudió detenidamente y luego hizo un gesto con la cabeza señalando el fuselaje del aparato siniestrado.

—El sheriff está con los jefes de bomberos.

Se le quebró la voz y se pasó el dorso de la mano por los labios. Luego bajó la vista y se alejó, avergonzado de no haber podido reprimir su emoción.

No me sorprendió el comportamiento del ayudante del sheriff. Los policías y miembros de los equipos de rescate más duros y capaces, no importa el grado de entrenamiento o experiencia que puedan tener, nunca están preparados psicológicamente para su primer major.1

Majors. Así es como el Consejo Nacional de Seguridad del Transporte califica estas catástrofes. Yo no estaba segura de qué es lo que se necesita para merecer esa calificación, pero había trabajado en muchas de ellas y había algo que sabía con certeza: todas eran espantosas. Tampoco yo estaba preparada para ese espectáculo y compartía la angustia que sentía aquel hombre. Solo que yo había aprendido a ocultarla.

Mientras iba hacia el fuselaje del avión, pasé junto a otro ayudante del sheriff que estaba cubriendo un cadáver.

—Quite eso —ordené.

—¿Qué?

—No cubra los cadáveres.

—¿Quién lo dice?

Volví a sacar mi credencial.

—Pero están al descubierto. —Su voz sonaba plana, como la grabación de un ordenador.

—Todo tiene que permanecer en su sitio.

—Tenemos que hacer algo. Está oscureciendo. Los osos percibirán el olor de esta... —se interrumpió buscando la palabra adecuada— gente.

Yo había visto lo que un Ursus era capaz de hacer con un cadáver y comprendí la preocupación de aquel hombre. Sin embargo, no podía dejar que cubriese los restos de las víctimas.

—Hay que tomar fotos y clasificarlo todo antes de que se pueda tocar y mover.

Apretó la manta con ambas manos y una expresión de dolor se le dibujó en el rostro. Yo sabía exactamente cómo se sentía. La necesidad de hacer algo, la angustia de no saber qué. La sensación de impotencia en medio de aquella tragedia abrumadora.

—Por favor, haga correr la voz de que no hay que mover nada. Luego póngase a buscar supervivientes.

—Debe de estar de broma. —Sus ojos recorrieron la escena que nos rodeaba—. Nadie puede haber sobrevivido a esto.

—Si alguien está vivo tiene más motivos para temer a los osos que esta gente. —Señalé el cadáver que había a sus pies.

—Y a los lobos —añadió con voz hueca.

—¿Cómo se llama el sheriff?

—Crowe.

—¿Cuál es?

El hombre desvió la mirada hacia el grupo que se encontraba junto al fuselaje.

—La persona más alta del grupo, la de la chaqueta verde.

Dejé al ayudante y me dirigí rápidamente hacia Crowe.

El sheriff estaba examinando detenidamente un mapa con media docena de bomberos voluntarios cuya vestimenta sugería que habían llegado desde varias jurisdicciones diferentes. Incluso con la cabeza inclinada, Crowe era la persona más alta del grupo. Bajo la chaqueta sus hombros se adivinaban anchos y fuertes, lo que indicaba sesiones regulares de gimnasia. Esperaba no encontrarme con el típico sheriff macho de las montañas.

Cuando me acerqué al grupo, los bomberos dejaron de prestar atención y desviaron la vista hacia mí.

—¿Sheriff Crowe?

Crowe se volvió y comprendí que la cuestión del macho no sería un problema. Crowe era una mujer.

Sus pómulos eran altos y marcados, la piel color canela. El pelo rizado, que escapaba por debajo del sombrero de ala ancha, era de un rojo zanahoria. Pero lo que me llamó poderosamente la atención fueron sus ojos. El iris era del mismo color del vidrio de las viejas botellas de Coca-Cola. Realzado por el naranja de las pestañas y las cejas, el verde pálido era extraordinario. Calculé que rondaría los cuarenta años.

—¿Y usted es? —La voz, grave y profunda, indicaba con claridad que su dueña no estaba para tonterías.

—Doctora Temperance Brennan.

—¿Y tiene alguna razón para estar aquí?

—Trabajo con el DMORT.

Nuevamente la credencial. Crowe estudió detenidamente la tarjeta y me la devolvió.

—Viajaba en mi coche de Charlotte a Knoxville cuando escuché por la radio un boletín que informaba de un accidente aéreo. Llamé a Earl Bliss, el jefe del equipo de la Región Cuatro, y me pidió que me desviara de mi ruta y acudiese para ver si necesitaban ayuda.

Fui algo más diplomática de lo que había sido Earl.

La mujer no dijo nada. Luego se volvió hacia los bomberos, les dio unas breves instrucciones y los hombres se dispersaron.

Acortando la distancia que nos separaba, Crowe me tendió la mano. El apretón podía causar daños.

—Lucy Crowe.

—Por favor, llámeme Tempe.

La sheriff separó los pies, cruzó los brazos y me miró con sus ojos de botella de Coca-Cola.

—No creo que ninguno de estos desdichados vaya a necesitar atención médica.

—Soy antropóloga forense, no médico. ¿Ha buscado supervivientes?

Asintió con un breve movimiento de cabeza, el tipo de gesto que había visto en la India.

—Pensaba que de estas cosas se encargaba el forense.

—De estas cosas nos encargamos todos. ¿Ha llegado ya el NTSB?

Yo sabía que el Consejo Nacional de Seguridad del Transporte nunca tardaba demasiado en presentarse en el lugar de los hechos.

—Están en camino. He tenido noticias de todas las agencias del planeta. NTSB, FBI, Oficina de Tráfico Aéreo (ATF), Cruz Roja, Agencia Federal de Aviación (FAA), Servicio Forestal, Agencia del Valle del Tennessee (TVA), Ministerio de Gobierno. No me extrañaría nada que se presentara el papa en persona.

—¿Ministerio del Gobierno y TVA?

—Los federales son los dueños de la mayor parte de este condado; alrededor de un ochenta y cinco por ciento es parque nacional, un cinco por ciento es reserva. —Extendió la mano a la altura del hombro y la movió describiendo un círculo en el sentido de las agujas del reloj—. Estamos en lo que se conoce como Big Laurel. Bryson City está hacia el noroeste, el Parque Nacional de las Great Smoky Mountains se extiende más allá de Bryson. La reserva india de los cherokee está en el norte y el Nantahala Game Land y el National Forest se extienden hacia el sur.

Tragué saliva para aliviar la presión en los oídos.

—¿A qué altura estamos?

—A un poco más de mil doscientos metros.

—Sheriff, no es mi intención decirle cómo hacer su trabajo, pero hay un par de sujetos a los que quizá le gustaría mantener apartados...

—El tío de la compañía de seguros y el abogado listillo. Puede que Lucy Crowe viva en las montañas, pero ha hecho algunos viajes.

No tenía ninguna duda con respecto a eso. También estaba segura de que nadie se pasaba de la raya con Lucy Crowe.

—Seguro que es buena idea mantener a la prensa fuera de esto.

—Seguro.

—Tiene razón en cuanto al forense, sheriff. Llegará en cualquier momento. Pero el plan de emergencia diseñado por Carolina del Norte requiere la actuación del DMORT cuando se produce una catástrofe de esta magnitud.

En ese momento oí un estallido seco, seguido de órdenes impartidas a gritos. Crowe se quitó el sombrero y se pasó la manga de la chaqueta por la frente.

—¿Cuántos fuegos siguen ardiendo?

—Cuatro. Los estamos sofocando pero resulta complicado. En esta época del año la montaña está muy seca. —Golpeó ligeramente el sombrero contra un muslo casi tan musculoso como sus hombros.

—Estoy segura de que su equipo está haciendo todo lo que puede. Han acordonado el área y están combatiendo los incendios. Si no hay supervivientes, no se puede hacer nada más.

—La verdad es que no están entrenados para este tipo de cosas.

Por encima del hombro de Crowe vi que un hombre mayor con una chaqueta de los Voluntarios Cherokee del Departamento de Policía removía unos desechos con un palo. Decidí actuar con discreción.

—Estoy segura de que le ha advertido a su gente que el sitio de un accidente debe tratarse como si fuese el lugar de un crimen. No hay que tocar nada.

Repitió su gesto característico asintiendo con la cabeza.

—Seguro que se sienten frustrados, quieren ser útiles pero no saben qué hacer. Recordárselo nunca hace daño.

Hice una señal en dirección al tío que hurgaba entre los desechos.

Crowe maldijo en voz baja, luego se dirigió hacia el voluntario con unas zancadas propias de una velocista olímpica. El hombre se alejó y un momento después la sheriff volvió a reunirse conmigo.

—Esto nunca es fácil —dije—. Cuando llegue el NTSB asumirá la responsabilidad de toda la operación.

—Sí.

En ese momento el teléfono móvil de Crowe empezó a sonar. Esperé mientras hablaba.

—Noticias de otra agencia —dijo, enganchando el teléfono al cinturón—. Charles Hanover, presidente de TransSouth Air.

Aunque nunca había volado en ella, había oído hablar de esa línea aérea, una pequeña compañía de transporte regional que conectaba una docena de ciudades en ambas Carolinas, Georgia y Tennessee con Washington, D. C.

—¿Es uno de sus aviones?

—El vuelo 228 salió con retraso de Atlanta con destino a Washington, D. C., tuvo que esperar en la pista unos cuarenta minutos, despegó a las doce cuarenta y cinco de la noche. El avión volaba a unos dos mil metros de altura cuando desapareció de la pantalla del radar a la 1:07. Mi oficina recibió la llamada del 911 a las dos.

—¿Cuántas personas iban a bordo?

—El avión era un Fokker-100, transportaba ochenta y dos pasajeros y una tripulación de seis miembros. Pero eso no es lo peor.

Sus siguientes palabras vaticinaban el horror de los próximos días.

2

—¿Los equipos de fútbol de la Universidad de Georgia? —pregunté.

Crowe asintió.

—Hanover dijo que viajaban los chicos y las chicas para disputar una serie de partidos en alguna parte cerca de Washington.

—¡Dios santo!

Las imágenes comenzaron a estallar como luces de magnesio. Una pierna amputada. Dientes con aparatos de ortodoncia. Una mujer joven atrapada entre las ramas de un árbol.

Una súbita punzada de pánico.

Mi hija. Katy estudiaba en Virginia, pero solía ir a ver a su mejor amiga a Athens, sede de la UGA, la Universidad de Georgia. Lija disfrutaba de una beca deportiva. ¿Era de fútbol?

Oh, Dios. Mi mente discurría a toda velocidad. ¿Había mencionado Katy un viaje? ¿Cuándo eran las vacaciones del semestre? Resistí la tentación de coger el móvil.

—¿Cuántos estudiantes?

—Cuarenta y dos pasajeros hicieron las reservas a través de la universidad. Hanover piensa que la mayoría eran estudiantes. Además de los jugadores había preparadores, entrenadores, novias, novios y algunos aficionados que viajaban con el equipo. —Se pasó la mano por la boca—. Lo normal.

Lo normal. Se me partía el corazón ante la pérdida de tantas vidas jóvenes. Luego tuve otro pensamiento.

—Esto se convertirá en una pesadilla cuando vengan los medios.

—Fue lo primero que dijo Hanover. —La voz de Crowe no podía ocultar el sarcasmo.

—Cuando el NTSB se haga cargo de la situación también tratará con la prensa.

Y con las familias, pensé sin decirlo. Ellos también estarían aquí, gimiendo y apretujándose en busca de consuelo, algunos mirando con ojos aterrados, otros exigiendo respuestas inmediatas, la ira enmascarando su insoportable dolor.

En ese momento se oyó el inconfundible sonido de las hélices de un helicóptero y vimos un aparato que se acercaba rozando las copas de los árboles. Alcancé a divisar una figura familiar sentada junto al piloto, y otra silueta en el asiento trasero. El helicóptero describió un par de círculos y luego se dirigió en la dirección opuesta a la que se suponía que estaba la carretera.

—¿Adónde van?

—Que me cuelguen si lo sé. En esta zona no andamos sobrados de pistas de aterrizaje. —Crowe bajó la vista y volvió a ponerse el sombrero, ocultando un mechón de pelo rojo con un gesto de la mano—. ¿Café?

Media hora más tarde el forense jefe de Carolina del Norte llegó al lugar del accidente, seguido del vicegobernador del estado. El primero llevaba el uniforme básico compuesto de botas y vestimenta caqui, el segundo vestía un traje. Los observé mientras se abrían paso a través de los restos del accidente. El patólogo miraba a su alrededor, evaluando mentalmente la situación, el político con la cabeza gacha, sin mirar ni a derecha ni a izquierda, mantenía una postura rígida, como si cualquier contacto con aquello que le rodeaba pudiese convertirle en participante más que en un simple observador. En un momento determinado se detuvieron y el forense habló con uno de los ayudantes del sheriff. El hombre señaló en nuestra dirección y la pareja se dirigió hacia nosotros.

—Vaya, vaya. Nos han enviado a todo un profesional.

Lo dijo con el mismo sarcasmo con el que se había referido a Charles Hanover, el presidente de TransSouth Air.

Crowe aplastó el vaso de plástico y lo arrojó dentro de una bolsa en la que llevaba un termo. Le di mi vaso, intrigada por la vehemencia de su desaprobación. ¿No estaba de acuerdo con la política del vicegobernador o había algo personal entre Lucy Crowe y Parker Davenport?

Cuando los dos hombres se acercaron, el forense extrajo su credencial.

Crowe hizo un gesto con la mano.

—No es necesario, Doc. Sé quién es usted.

Yo también había trabajado con Larke Tyrell desde que le habían nombrado forense jefe de Carolina del Norte a mediados de la década de los ochenta. Larke era un hombre cínico y un dictador, pero como patólogo era uno de los mejores administradores del país. Trabajando con un presupuesto del todo insuficiente y una administración indiferente, se había hecho cargo de una oficina sumida en el caos y la había convertido en uno de los sistemas de investigación criminal más eficientes de Estados Unidos.

Yo estaba dando los primeros pasos de mi carrera forense en la época del nombramiento de Larke; acababa de conseguir mi licencia del Consejo Americano de Antropología Forense. Nos conocimos mientras yo hacía un trabajo para el Departamento Federal de Investigaciones del Estado de Carolina del Norte. Mi tarea era identificar los cadáveres de dos traficantes de drogas que habían sido asesinados y descuartizados por una banda de motoristas. Fui una de las primeras personas que Larke contrató como asesores especialistas, y desde entonces había tratado con esqueletos y con todo tipo de cadáveres descompuestos, momificados, quemados y mutilados de Carolina del Norte.

El vicegobernador extendió la mano derecha, mientras con la izquierda apretaba un pañuelo contra los labios. Estaba pálido. No dijo nada mientras le estrechábamos la mano.

—Me alegro de que estés en el país, Tempe —dijo Larke, aplastándome también los dedos con su manaza.

Empecé a replantearme todo este asunto del apretón de manos.

La expresión «en el país» empleada por Larke pertenecía a la jerga militar de la época de Vietnam y su acento era puro Carolina. Nacido en las tierras bajas, Larke se crió en el seno de una familia de marines, se reenganchó al servicio militar y después ingresó en la facultad de medicina. Tenía el aspecto y hablaba como si fuese una versión pulida del actor Andy Griffith.

—¿Cuándo te marchas al norte?

—La semana que viene empiezan las vacaciones de otoño —respondí.

Larke entrecerró los ojos mientras barría nuevamente el lugar con la mirada.

—Me temo que tal vez Quebec tenga que quedarse sin su antropóloga este otoño.

Hacía una década yo había participado en un intercambio académico con la Universidad McGill. Aprovechando que estaba en Montreal, había empezado a colaborar como asesora en el Laboratorio de Ciencias Jurídicas y de Medicina Legal, el principal laboratorio criminal y médico-legal de Quebec. Al final de año, y como reconocían la necesidad de contar con un antropólogo forense en plantilla, el gobierno provincial creó un puesto, equipó un laboratorio y me contrató como consultora permanente.

Desde entonces había estado viajando entre Quebec y Carolina del Norte, impartiendo clases de antropología física en la Universidad de Carolina del Norte-Charlotte y actuando como asesora en ambas jurisdicciones. Como habitualmente mis casos implicaban muertos que no eran recientes, el arreglo había funcionado bien. Pero había entre ambas partes un acuerdo tácito: mi disposición inmediata para prestar testimonio ante un tribunal y en las situaciones de crisis.

Un desastre aéreo de estas características era sin duda una situación de crisis. Le aseguré a Larke que cancelaría mi viaje a Montreal en octubre.

—¿Cómo es que has llegado tan rápido?

Expliqué nuevamente mi viaje a Knoxville y la conversación telefónica que había mantenido con el jefe del DMORT.

—Ya he hablado con Earl. Mañana por la mañana ya habrá desplegado un equipo en la zona. —Larke miró a Crowe—. Los muchachos del NTSB llegarán esta noche. Hasta entonces todo tiene que quedarse tal como está.

—Ya he dado la orden —dijo Crowe—. Esta zona es bastante inaccesible, pero aumentaré los puestos de seguridad. Los animales serán probablemente el mayor problema. Sobre todo cuando los cadáveres empiecen a descomponerse.

El vicegobernador profirió un ruido extraño, dio media vuelta y se alejó. Lo vi aferrarse al tronco de un laurel, se inclinó hacia adelante y vomitó.

Larke nos miró fijamente a Crowe y a mí.

—Señoras, están consiguiendo que un trabajo muy difícil se convierta en una tarea infinitamente más sencilla. No tengo palabras para expresar cuánto aprecio su profesionalidad. —Cambio de expresión—. Sheriff, quiero que mantenga la situación controlada en la zona. —Volvió a cambiar la expresión—. Tempe, ve a dar tu charla a Knoxville. Luego quiero que recojas todo el equipo que puedas necesitar y te presentes aquí mañana. Te quedarás un tiempo, de modo que es mejor que informes a la universidad. Te conseguiremos una cama.

Quince minutos más tarde uno de los ayudantes de Crowe me llevaba hasta el lugar donde había dejado aparcado mi coche. No me había equivocado en cuanto a la existencia de una ruta mejor. Aproximadamente a medio kilómetro de donde había dejado el coche, un desvío de la carretera del Servicio Forestal daba paso a un camino polvoriento. Utilizado en otro tiempo para transportar la madera, el estrecho camino daba la vuelta a la montaña y desembocaba a unos cincuenta metros de la zona donde se había estrellado el avión.

Ahora había un montón de vehículos aparcados en fila a ambos lados del camino forestal y, mientras descendíamos la colina, nos habíamos cruzado con otros recién llegados. Al amanecer habría atascos importantes en las carreteras comarcales y los caminos del Servicio Forestal.

En cuanto me acomodé detrás del volante busqué el móvil. No había línea.

Realicé dos o tres maniobras para poder dar la vuelta y dirigirme colina abajo hacia la carretera del condado. Una vez en la autopista 74 intenté llamar nuevamente. Esta vez hubo suerte y marqué el número de Katy. Después de cuatro tonos respondió el contestador.

Intranquila, dejé un mensaje para mi hija y empecé a repetirme el tema «no-seas-una-madre-imbécil». Durante la hora siguiente intenté concentrarme en mi inminente presentación, apartando de mi mente las imágenes de la carnicería que había dejado a mis espaldas y el horror con el que tendría que enfrentarme al día siguiente. Fue absolutamente inútil. Las imágenes de rostros y miembros amputados flotando por el aire hicieron añicos mi concentración.

Encendí la radio. Todas las emisoras informaban de la tragedia aérea. Los locutores hablaban con gravedad y respeto de la muerte de los jóvenes deportistas y especulaban con solemnidad sobre las causas del accidente. Considerando que el clima no parecía haber influido en absoluto en la catástrofe, las principales teorías apuntaban al sabotaje o a un fallo mecánico.

Cuando caminaba por el bosque detrás del ayudante de Crowe había divisado un grupo de árboles cercenados y orientados en dirección opuesta al lugar por donde yo había llegado. Aunque sabía que esos daños señalaban el tramo final del descenso del aparato, me negué a sumarme a las especulaciones.

Entré en la 1-40, cambié de emisora por centésima vez y conseguí captar los comentarios de un periodista que informaba desde el aire acerca del incendio de un almacén. Los sonidos del helicóptero me recordaron de inmediato a Larke y pensé que no le había preguntado en qué lugar habían aterrizado el vicegobernador y él. Guardé la pregunta en un rincón de mi cabeza.

A las nueve volví a marcar el número de Katy.

No hubo respuesta. Volví a repetirme el tema.

Al llegar a Knoxville, me registré en el hotel, llamé a mi anfitrión y me comí el pollo Bojangles que había comprado en las afueras de la ciudad. Llamé a mi exmarido a Charlotteville para que se ocupase de Birdie. Extrañado, Pete accedió a hacerlo, añadiendo que me pasaría la factura por el transporte y la alimentación del gato. Me dijo que hacía varios días que no hablaba con Katy. Después de darle una versión reducida de mis temores, Pete me prometió que intentaría localizarla.

Luego llamé a Pierre LaManche, mi jefe del Laboratorio de Ciencias Jurídicas y de Medicina Legal, para informarle que la semana siguiente no acudiría a Montreal. Ya había tenido noticias del accidente y estaba esperando mi llamada. Por último, llamé al jefe de mi departamento en la Universidad de Carolina del Norte.

Después de haber cumplido con todas mis responsabilidades, dediqué una hora a seleccionar las diapositivas y colocarlas en sus respectivas bandejas en el proyector, luego me duché y traté de comunicarme nuevamente con Katy. Nada.

Miré el reloj. Las once y cuarenta.

Katy está bien. Ha salido a comer una pizza. O está en la biblioteca. Sí. La biblioteca. Había utilizado esa excusa un montón de veces cuando estaba en la facultad.

Tardé mucho tiempo en dormirme.

A la mañana siguiente Katy no había llamado y tampoco estaba localizable. Intenté el número de Lija en Athens. Otra voz robótica me pidió que dejase un mensaje.

Me dirigí en coche al único departamento de antropología de Estados Unidos que se encuentra en un estadio de fútbol y di una de las conferencias más incoherentes de mi carrera. En su presentación, el anfitrión de la conferencia mencionó que formo parte del DMORT y añadió que iba a trabajar en el rescate de los cuerpos de la tragedia aérea de TransSouth Air. Aunque la información que yo podía suministrar era escasa, las preguntas que siguieron a mi presentación desdeñaban por completo el tema de la conferencia y se centraron en el accidente. El turno de preguntas y respuestas pareció prolongarse eternamente.

Cuando, finalmente, la multitud enfiló hacia la salida, un hombre de aspecto esperpéntico, vestido con pajarita y chaleco de punto, se dirigió directamente hacia el podio balanceando sobre el pecho sus gafas de media luna. Al pertenecer a una profesión que cuenta con relativamente pocos miembros, la mayoría de los antropólogos se conocen, nuestros caminos se habían cruzado una y otra vez en reuniones, seminarios y conferencias. Me había encontrado con Simon Midkiff en numerosas ocasiones y sabía que, si no me mostraba firme, me tendría allí todo el día. Eché una mirada exagerada al reloj, recogí mis cosas, cerré el maletín y bajé de la tarima.

—¿Cómo estás, Simon?

—Perfectamente.

Tenía los labios agrietados, la piel seca y escamosa, como la de un pez muerto bajo el sol. Una red de venas diminutas cruzaba el blanco de unos ojos cubiertos por unas cejas muy espesas.

—¿Cómo va la arqueología?

—Excelente también. Considerando que uno debe comer, estoy trabajando en varios proyectos para el departamento de recursos culturales de Raleigh. Pero, fundamentalmente, dedico mi tiempo a organizar datos. —Profirió una risa aguda y se dio unos golpecitos en la mejilla—. Parece que he recogido una extraordinaria cantidad de datos a lo largo de mi carrera.

Simon Midkiff se doctoró por la Universidad de Oxford en 1955 y luego viajó a los Estados Unidos para cubrir un puesto en Duke. Pero la superestrella de la arqueología no publicó ningún artículo y, seis años más tarde, le relevaron de su cargo. Midkiff tuvo una segunda oportunidad en la Universidad de Tennessee, tampoco publicó trabajo alguno y, nuevamente, perdió el puesto académico.

Durante treinta años, incapaz de obtener un cargo permanente en una facultad, Midkiff se había dedicado a merodear por la periferia del mundo académico, realizando trabajos arqueológicos por encargo e impartiendo cursos cada vez que se necesitaban suplentes en colegios y universidades de ambas Carolinas y Tennessee. Era famoso por excavar en los sitios, redactar únicamente el informe indispensable y luego fracasar en la publicación de los hallazgos.

—Me encantaría que me lo contases, Simon, pero me temo que no tengo tiempo.

—Sí, no lo dudo. Una tragedia terrible. Tantas vidas jóvenes. —Meneó la cabeza tristemente de un lado a otro—. ¿Dónde cayó el avión exactamente?

—En el condado de Swain. Y debo regresar allí.

Intenté continuar mi camino, pero Midkiff cambió sutilmente el peso del cuerpo de un pie al otro, bloqueándome el paso.

—¿Dónde está el condado de Swain?

—Al sur de Bryson City.

—¿Podrías ser un poco más concreta?

—No tengo las coordenadas a mano.

No hice nada para ocultar mi irritación.

—Por favor, disculpa mi brusquedad. He estado excavando en el condado de Swain y estaba preocupado por los daños que podría haber sufrido el lugar. Qué egoísta por mi parte. —Nuevamente la risa falsa—. Te pido perdón.

En ese momento mi anfitrión se reunió con nosotros.

—¿Puedo? —Alzó una pequeña Nikon.

—Claro.

Me esforcé por asumir la sonrisa Kodak.

—Es para el boletín del departamento. Parece que ha gustado a los estudiantes.

Me agradeció la conferencia y me deseó buena suerte con el rescate de los cuerpos. Yo, a mi vez, le agradecí el alojamiento, me disculpé con ambos, recogí mis cajas con diapositivas y salí rápidamente del auditorio.

Antes de abandonar Knoxville pasé por una tienda de deportes y compré botas, calcetines y tres equipos de campaña, uno de los cuales me puse en ese momento. En una farmacia compré dos paquetes de bragas de algodón. No eran mi marca, pero servirían. Metí todo en la mochila y me dirigí hacia el este.

Nacida en las colinas de Terranova, la cadena de los Apalaches discurre paralela a la costa Este de norte a sur, en las proximidades de Harpers Ferry, Virginia Occidental, y se separan para formar las cadenas de las Great Smoky y las Blue Mountains. Las Great Smoky Mountains, una de las regiones elevadas más viejas del mundo, se alzan a más de 2 200 metros en Clingman Dome, en la frontera entre Carolina del Norte y Tennessee.

Tras una hora de haber salido de Knoxville ya había atravesado los pueblos de Sevierville, Pigeon Forge y Gatlinburg en territorio de Tennessee y viajaba al este del Dome, asombrada, como siempre, por la belleza irreal de esa región. Esculpidas por millones de años de viento y lluvia, las Great Smoky Mountains se extienden al sur de una serie de picos y valles tranquilos. La vegetación del bosque es exuberante y una gran parte se ha conservado como parque nacional. El Nantahala. El Pisgah. El Cherokee. El Parque Nacional Great Smoky Mountains. Los verdes suaves y la tenue bruma que dan nombre a esta sierra ejercen una fascinación incomparable. La tierra en su máxima expresión.

Sobre el fondo de ese paisaje maravilloso, la muerte y la destrucción constituían un terrible contraste.

Justo al salir de Cherokee, por Carolina del Norte, llamé nuevamente a Katy. Mala idea. Otra vez me respondió la voz metálica del contestador. Nuevamente dejé un mensaje: «Llama a tu madre».

Tenía la mente a cientos de kilómetros de la tarea que me esperaba en adelante. Pensé en los pandas del zoológico de Atlanta, la pérdida de audiencia de la NBC, la retirada del equipaje del aeropuerto de Charlotte. ¿Por qué era siempre un procedimiento tan lento?

Pensé en Simon Midkiff. ¡Qué tío tan extraño! ¿Qué probabilidades había de que un avión se estrellase precisamente en el lugar donde estaba realizando una excavación?

Evité la radio, puse un CD de Kiri Te Kanawa y escuché los temas de Irving Berlin con la maravillosa voz de la diva.

Cuando llegué al lugar del accidente ya eran casi las dos de la tarde. Dos coches patrulla bloqueaban la carretera comarcal justo antes de la intersección con la carretera del Servicio Forestal. Un miembro de la Guardia Nacional se encargaba de dirigir el tráfico, enviaba a algunos motoristas montaña arriba y ordenaba a otros que bajaran. Mostré mi credencial y el guardia comprobó mi nombre en su lista.

—Sí, señora. Su nombre está en la lista. Puede dejar el coche en la zona de aparcamiento.

Se apartó y pasé a través de un pequeño espacio entre los dos coches de la policía.

La zona de aparcamiento estaba en un mirador en el que se construiría una torre de vigilancia de incendios y en un pequeño terreno sembrado al otro lado de la carretera. Se había rebajado la pared del risco para aumentar el tamaño y habían esparcido grava como medida de precaución en caso de lluvia. Desde este lugar se darían las instrucciones para trabajar en la zona del accidente y se asistiría a los parientes de las víctimas hasta que se pudiese trasladar la operación a otro lugar.

Un creciente número de personas y vehículos ocupaban ambos lados de la carretera. Remolques de la Cruz Roja. Unidades de la televisión con antenas parabólicas. Furgonetas. Un camión de materiales peligrosos. Logré deslizar mi pequeño Mazda entre un Dodge Durango y un Ford Bronco en la zona que descansaba contra la ladera de la colina, cogí mis cosas y me dirigí hacia la zona del mirador.

Al llegar al lugar vi una mesa de escuela plegable colocada en la base de la torre, fuera de uno de los remolques de la Cruz Roja. Una cafetera de grandes dimensiones brillaba bajo el sol. Alrededor de la máquina había un grupo de familiares, abrazados, apoyados unos en los otros. Algunos lloraban, otros permanecían inmóviles y en silencio. Muchos de ellos se aferraban con ambas manos a los vasos de plástico llenos de café, unos pocos hablaban por el móvil.

Un sacerdote paseaba entre los afligidos, palmeando hombros y estrechando manos. Lo observé mientras se inclinaba para hablar con una mujer mayor. Por la espalda doblada, la cabeza calva y la nariz aguileña, guardaba un notable parecido con las aves carroñeras que había visto en las llanuras de África Oriental, una comparación totalmente injusta.

Recordé a otro sacerdote. Otra vigilia. La actitud compasiva de aquel hombre había echado por tierra cualquier esperanza de que mi abuela pudiese recuperarse. Recordé la agonía de aquella vez y me sumé de corazón a los que se habían reunido para reclamar a sus seres queridos.

Periodistas, cámaras de televisión y técnicos de sonido ocupaban sus posiciones junto al muro de piedra de baja altura que rodeaba el mirador; cada equipo buscaba el mejor telón de fondo para su reportaje. Como había sucedido en 1999 durante el accidente del avión de Swissair en Peggy’s Cove, Nueva Escocia, yo estaba segura de que las vistas panorámicas se destacarían de modo notorio en todos los telediarios.

Afiancé la mochila que llevaba colgada al hombro y continué colina abajo. Otro miembro de la Guardia Nacional me franqueó el paso al camino forestal utilizado para el transporte de madera y que, de la noche a la mañana, habían convertido en un camino de grava de dos carriles. Ahora una ruta de acceso llevaba desde el camino ampliado hasta el lugar del desastre. La grava crujía bajo mis pies mientras caminaba a través del túnel de árboles recién cortados. El aroma de los pinos estaba viciado por el tenue olor de los primeros estadios de la putrefacción.

Los remolques encargados de la descontaminación se alineaban junto a barricadas que bloqueaban el acceso a la zona principal del accidente, y dentro del área restringida se había instalado un Centro de Mando de Incidencias. Podía ver la silueta familiar del remolque del NTSB, con su antena parabólica y su cobertizo para proteger el generador. Junto a él habían aparcado camiones frigoríficos y en el suelo había varias pilas de bolsas de plástico para los cadáveres. Este depósito sería el lugar provisional hasta el traslado de los restos a otro más permanente.

Excavadoras, grúas hidráulicas, camiones de basura, coches de bomberos y de policía se hallaban diseminados por una amplia zona. Una ambulancia solitaria me confirmó que la operación había cambiado oficialmente de «búsqueda y rescate» a «búsqueda y recuperación». Ahora su función era atender a los trabajadores heridos.

Lucy Crowe se encontraba en la zona interior de las barricadas hablando con Larke Tyrell.

—¿Cómo están las cosas? —pregunté.

—Mi teléfono no deja de sonar. —Crowe parecía agotada—. Anoche estuve a punto de apagar el maldito chisme.

Por encima de su hombro podía ver la zona cubierta de restos donde los equipos de buscadores, provistos de mascarillas y monos de protección, avanzaban en línea recta con los ojos clavados en el suelo. Ocasionalmente alguien se agachaba, inspeccionaba un objeto y luego marcaba el lugar. Detrás del equipo, banderas rojas, azules y amarillas punteaban el terreno como chinchetas de colores en el plano de una ciudad.

Otros trabajadores, vestidos completamente de blanco, se movían alrededor del fuselaje, el extremo del ala y el motor, tomando fotografías, apuntando datos y registrando comentarios orales. Las gorras azules les identificaban como miembros del NTSB.

—No falta nadie —dije.

—NTSB, FBI, SBI, FAA, ATF, CBS, ABC. Y, naturalmente, el CEO. Si tienen siglas, están aquí.

—Esto no es nada —dijo Larke—. Solo tienes que darles uno o dos días.

Se quitó un guante de látex y echó un vistazo al reloj.

—La mayoría de los miembros del DMORT están reunidos en el depósito provisional, Tempe, así que no tiene sentido que te vistas ahora. Continuemos. —Intenté protestar pero Larke me interrumpió—. Volvemos juntos a pie.

Mientras Larke se dirigía a la zona de descontaminación, Lucy me indicó dónde se encontraba el depósito. No era necesario. Había visto la actividad que se desarrollaba a su alrededor mientras subía por la carretera comarcal.

—El Departamento de Bomberos de Alarka está a unos doce kilómetros. En otra época era una escuela. Verá unos columpios y unos toboganes, y los camiones, que están aparcados en un prado contiguo.

Cuando nos dirigíamos a la zona donde se concentraban los servicios de rescate, el forense me puso al tanto de los últimos acontecimientos. Entre todos los datos destacaba una información anónima recibida por el FBI acerca de una bomba a bordo del avión siniestrado.

—El buen ciudadano fue lo bastante amable y generoso para compartir esa información con la CNN. Todos los medios de comunicación están actuando como sabuesos con una presa.

—Cuarenta y dos estudiantes muertos convertirán esta tragedia en un suceso de Pulitzer.

—También está la otra mala noticia. Cuarenta y dos puede ser un número bajo. Parece que fueron más de cincuenta las personas que hicieron las reservas a través de la UGA.

—¿Has visto la lista de pasajeros? —Me costó un gran esfuerzo hacer la pregunta.

—La tendrán cuando hagamos la reunión.

Sentí un escalofrío.

—Sí, señor —continuó Larke—. Si metemos la pata, la prensa nos va a comer vivos.

Nos separamos para dirigirnos a nuestros coches. En un tramo de la carretera entré en una zona en la que había cobertura y el teléfono comenzó a lanzar un pitido. Pisé el freno, temiendo perder la señal.

El mensaje era apenas audible a través de la electricidad estática.

—«Doctora Brennan, soy Haley Graham, la compañera de cuarto de Katy. Hmmm. He escuchado sus mensajes, cuatro, creo. Y también del padre de Katy. Llamó un par de veces. Bueno, después oí las noticias del accidente aéreo, y... —Interferencias—. Bien, esto es lo que hay. Katy se marchó el fin de semana y no estoy segura de dónde pueda estar. Sé que Lija la llamó un par de veces a principios de semana, de modo que estoy un poco preocupada pensando que Katy podría haber ido a verla. Estoy segura de que es algo estúpido, pero pensé que lo mejor sería llamarla para preguntarle si había hablado con Katy. Bueno... —Más interferencias—. Parezco una chiquilla asustada, pero me sentiría mejor si supiera dónde está Katy. Adiós».

Llamé a Pete. Aún no tenía noticias de nuestra hija. Volví a llamar. Lija seguía sin contestar al teléfono.

Un miedo helado me atravesó el pecho y se me enroscó alrededor del esternón.

Una camioneta hizo sonar la bocina y me apartó de la carretera.

Continué bajando por la montaña, anhelando pero temiendo la inminente reunión, segura de cuál sería mi primera pregunta.

3

Una de las primeras responsabilidades del DMORT cuando se produce un desastre masivo es establecer un depósito provisional en un lugar lo más próximo posible al lugar de la tragedia. En general, los lugares preferidos para la instalación del depósito de cadáveres suelen ser las oficinas del examinador médico y el forense, hospitales, funerarias, hangares, almacenes y cuarteles de la Guardia Nacional.

Cuando llegué al Cuartel de Bomberos de Alarka, el lugar escogido para recibir los restos mortales del vuelo 228 de la TransSouth Air, la zona de aparcamiento principal ya estaba llena y había gran cantidad de vehículos esperando en la entrada. Me coloqué en la larga cola y comencé a avanzar despacio, haciendo tamborilear los dedos en el volante mientras echaba un vistazo a mi alrededor.

La zona de aparcamiento trasera estaba reservada para los camiones frigoríficos que se encargarían de transportar los cuerpos de las víctimas. Vi un par de mujeres de mediana edad que cubrían la valla con un plástico opaco a la espera de una presencia masiva de fotógrafos, tanto profesionales como aficionados, que llegarían para violar la intimidad de los muertos. Una ligera brisa movía y hacía crujir el plástico mientras ambas mujeres se esforzaban por asegurarlo a la valla metálica.

Finalmente llegué hasta donde se encontraba el guardia, mostré mi credencial y me autorizó a aparcar. En el interior, docenas de trabajadores estaban colocando mesas, unidades portátiles de rayos X y aparatos para revelar radiografías, ordenadores, generadores y calentadores de agua. Se limpiaban y esterilizaban los cuartos de baño y se construían áreas para que el personal se cambiara de ropa y descansara. En una esquina trasera se había creado una sala de conferencias. Y en otra estaban levantando un centro informático y la central de rayos X.

Cuando entré, la reunión ya había comenzado. La gente se alineaba junto a las paredes provisionales y alrededor de mesas portátiles que se habían juntado en el centro de la «sala». Las lámparas fluorescentes, colgadas del techo con alambres, arrojaban una luz azulada sobre los rostros tensos y pálidos. Me deslicé hacia la parte posterior y me senté.

El investigador del NTSB, Magnus Jackson, estaba acabando su exposición acerca del Sistema de Mando de Incidencias. El TIC, como llamaban a Jackson, era delgado y duro como un doberman, con la piel casi tan oscura como la de esos perros. Llevaba gafas ovaladas con una fina montura metálica y el pelo gris muy corto.

Jackson estaba describiendo el sistema de «equipo en acción» empleado por el NTSB. Uno por uno fue presentando a quienes encabezaban los grupos de investigación bajo su mando atendiendo a estructuras, sistemas, plantas generadoras de energía, actuación humana, incendios y explosiones, meteorología, datos del radar, registro de sucesos y declaraciones de testigos. Los investigadores se levantaban de sus asientos o alzaban la mano a medida que Jackson repasaba la lista, cada uno de ellos con una gorra y una chaqueta con las letras «NTSB» en letras mayúsculas de color amarillo.

Aunque yo sabía que estos hombres y mujeres determinarían la causa que había provocado que el vuelo 228 de la TransSouth Air cayera del cielo, la sensación de profundo vacío que me inundaba el pecho no desaparecía. Me resultaba muy difícil concentrarme en otra cosa que no fuera la lista de pasajeros del avión.

Una pregunta me devolvió a la realidad.

—¿Se han encontrado la CVR y la FDR?

—Aún no.

La grabadora de voz de la cabina, CVR, registra las transmisiones de radio y los sonidos en la cabina de los pilotos, incluyendo las voces de los pilotos y el ruido de los motores. La grabadora de datos de vuelo, FDR, controla las condiciones operativas del vuelo como la altitud, la velocidad del aire y la dirección. Todos estos factores tienen una importancia fundamental a la hora de determinar la causa probable del accidente.

Cuando Jackson acabó su intervención, un especialista en asistencia familiar del NTSB procedió a explicar el Plan Federal de Asistencia Familiar para Desastres Aéreos. Dijo que el NTSB actuaría como enlace entre la compañía TransSouth Air y las familias de las víctimas. En el Sleep Inn de Bryson City se estaba instalando un centro de asistencia familiar que actuase como central de información para la identificación de las víctimas, recogiendo datos que los miembros de la familia pudieran aportar para ayudar a identificar los restos de un hijo o una hija. No pude evitar sentir un estremecimiento.

El siguiente orador fue Charles Hanover. Tenía un aspecto de lo más corriente, más parecido a un farmacéutico y miembro de los Elks que al presidente de una compañía aérea regional. Su rostro era grisáceo y no podía controlar el temblor de las manos. En el ojo izquierdo tenía un tic permanente, otro movimiento involuntario le deformaba las comisuras de los labios y un lado de la cara parecía saltarle cuando ambos tics actuaban al unísono. Había algo triste y afable en aquel hombre, y me pregunté cómo era posible que Crowe lo hubiese encontrado ofensivo.

Hanover informó de que la TransSouth Air había establecido un número gratuito para atender las consultas públicas. En el centro de asistencia familiar se estaban instalando teléfonos y se había asignado personal que atendiese regularmente a los familiares presentes y que mantuviesen contacto con los que no habían venido. También se había dispuesto lo necesario para brindarles apoyo espiritual y psicológico.

Mi agitación crecía a medida que la reunión avanzaba. Yo ya había me sabía todo aquello de memoria y solo quería ver la lista de pasajeros.

Un representante de la Agencia Federal de Gestión de Emergencias analizó la cuestión de las comunicaciones. El cuartel general del NTSB, el centro de mando en el lugar del accidente y el depósito provisional estaban ahora unidos, y el FEMA colaboraría estrechamente con el NTSB en la difusión de información pública.

Earl Bliss habló acerca del DMORT. Era un hombre alto, de rasgos angulosos, con el pelo fino y castaño peinado con raya en el medio. Cuando estudiaba en el instituto, Bliss trabajaba a tiempo parcial recogiendo cadáveres los fines de semana. Diez años más tarde tenía su propia funeraria. Llamado Early debido a su prematura llegada al mundo,2 Earl había vivido sus cuarenta y nueve años en Nashville, Tennessee. Cuando no se encontraba en el sitio de algún accidente con numerosas víctimas, se ponía una pajarita y tocaba el banjo en una banda que interpretaba música country.

Earl les recordó a los representantes de las otras agencias que cada equipo del DMORT estaba compuesto por ciudadanos de experiencia específica en un determinado campo, incluyendo a patólogos, antropólogos, odontólogos, especialistas en huellas dactilares, encargados de pompas fúnebres, técnicos y transcriptores de historias médicas, técnicos en rayos X, especialistas en salud mental y personal de seguridad, administrativo y de apoyo.

Uno de los diez equipos regionales del DMORT se había activado a petición de los oficiales locales para desastres naturales, accidentes aéreos y de otros medios de transporte, incendios, atentados con bombas, ataques terroristas e incidentes de asesinatos y suicidios masivos. Earl mencionó las actuaciones recientes del DMORT. El atentado con explosivos contra el Edificio Federal Murrah, Oklahoma City, 1995. El descarrilamiento del tren de Amtrak, Bourbonnais, Illinois, 1999. Accidentes aéreos, Quincy, Illinois, 1996, y Monroe, Michigan, 1997. Vuelo 801 de Korean Air, Guam, 1997; Vuelo 990 de Egypt Air, Rhode Island, 1999, y vuelo 261 de Alaska Airlines, California, 2000.

Presté atención mientras Earl describía el diseño modular del depósito provisional y explicaba cómo se tratarían los restos en su interior. Todas las víctimas y los efectos personales serían clasificados, codificados, fotografiados y sometidos a la acción de los rayos X en la sección de identificación de restos. Se crearían paquetes de víctimas del desastre, PVD, y los cadáveres, las partes del cuerpo y los tejidos serían enviados a la sección de recolección de datos post mortem para su autopsia, incluyendo los exámenes antropológicos, dentales y dactilares:

Todos los hallazgos post mortem serían informatizados en la sección de identificación. Los datos suministrados por los familiares de las víctimas también serían incorporados a la base de datos informáticos y se procedería a comparar toda la información anterior y posterior a la muerte. Después de realizados los análisis correspondientes, los restos serían enviados a un área de mantenimiento hasta el momento de su envío.

Larke Tyrell fue el último en ocupar la tribuna de oradores. El forense agradeció la intervención de Earl, respiró profundamente y recorrió con la mirada el ala improvisada.

—Damas y caballeros, ahí fuera tenemos a un montón de familias angustiadas que buscan un poco de paz y consuelo. Magnus y sus muchachos las ayudarán imaginando qué pudo haber derribado a ese avión. Nosotros también ayudaremos en el proceso, pero nuestra tarea principal aquí está relacionada con la identificación de los cadáveres. Tener algo que se pueda enterrar acelera la curación, y haremos todo lo que esté a nuestro alcance para enviar un ataúd a casa a todas y cada una de las familias.

En ese momento recordé mi caminata a través del bosque y sabía perfectamente lo que contendrían muchos de esos ataúdes. En las próximas semanas, el personal del DMORT y el personal local y estatal llevarían a cabo una tarea titánica para identificar cada fragmento de tejido asociado al accidente. Huellas dactilares, registros médicos y dentales, ADN, tatuajes y fotos familiares serían las principales fuentes de información y los antropólogos del equipo estarían estrechamente comprometidos en el proceso de identificación de las víctimas. A pesar de todos nuestros esfuerzos, quedaría muy poco para meter dentro de algunos ataúdes. Un miembro amputado. Una corona molar carbonizada. Un fragmento craneal. En muchos casos, lo que viajara dentro del ataúd pesaría solo unos gramos.

—Cuanto se haya completado el rastreo de la zona del accidente, todos los restos serán trasladados aquí desde el depósito provisional —continuó Larke—. Esperamos que el traslado comience en las próximas horas. Entonces va a ser cuando empiece para nosotros el verdadero trabajo. Todos sabéis lo que debéis hacer, de modo que solo os recordaré un par de cosas y luego cerraré la boca.

—Sería la primera vez.

Algunas risas.

—No separéis ningún efecto personal de ningún grupo de restos hasta que se haya fotografiado y registrado.

Mi mente se deslizó hacia la muñeca de trapo Raggedy Ann.