Isolina - Dacia Maraini - E-Book

Isolina E-Book

Dacia Maraini

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Beschreibung

Verona, año 1900. La joven Isolina Canuti se queda embarazada de su amante, el teniente Carlo Trivulzio. Forzada a abortar, muere durante la operación, y su cuerpo, descuartizado, es arrojado al río Adige. Cuando sus restos son hallados accidentalmente por una lavandera, se abre un proceso salpicado de trabas, que la prensa sigue con morbosa atención. Por un lado, un intachable oficial amparado por las instituciones militares; por el otro, nada más que el desvanecido recuerdo de una humilde costurera: la pruebas desaparecen misteriosamente, los testigos son intimidados y la investigación acaba finalmente en punto muerto. La existencia de Isolina, considerada un mero accidente hasta por su propio padre, es borrada, renegada, ultrajada. Ochenta años después, otra mujer, la escritora y activista feminista Dacia Maraini, vuelve a investigar sobre este caso real, y tras una paciente y minuciosa reconstrucción de los hechos a través de los artículos periodísticos de la época y de los documentos procesales, devuelve a Isolina esa justicia, ese rescate moral y ético que los mecanismos de autodefensa de la sociedad patriarcal le negaron hace cien años.

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Si aún tuviera ojos

PAULA BONET

 

 

 

 

Las vísceras estaban acomodadas en la parte inferior de la cavidad abdominal, parecían un ovillo encarnado. Cuando se calentaban, el fulgor llegaba hasta los huesos y mi estructura sólida canicular, mi blanca estructura menuda, mantenía vesícula, hígado y páncreas recogidos y tibios.

 

Ahora mis vísceras son cetrinas y danzan como anguilas.

 

Antes, la luz calentaba la Tierra, penetraba en la piel y templaba los músculos; es posible que la nueva luz tapone los oídos: ya no se escucha nada. Los miembros, sosegados, se mecen sin tiempo y sin espacio. Puede ser que arriba sea abajo, o un no tan arriba, o que de un más abajo llegue la claridad que atraviesa el tejido fino de los párpados.

 

Un brazo va hacia atrás, hacia la espalda, pero detrás podría ser delante, detrás podría ser abajo. Rozo una piedra suave con la mano derecha y arrastro barro y liquen. Echo de menos algunas de las uñas. También hablar y las habladurías, y esperar a mi amado con mi corsé bordado, y desnudarlo, y lamerlo, y sentir mi cuerpo entero. Mi cuerpo menudo con chepa, sentirlo entero. Mi cuerpo menudo entero con chepa encima del cuerpo hermoso de mi oficial. Y yo, su escorpioncillo, su mona, haciéndole cariños.

 

Cómo me gustaría poder abrir los ojos.

 

Doy vueltas

y vueltas

y vueltas.

Y allá queda una pierna, más allá la cabeza.

 

Se llevó la corriente un trozo de mi vientre.

Una placenta con el cordón umbilical

todavía incrustado

viaja por este río,

se va también mi sangre cuando abro la boca. Se aleja. Se eleva hacia lo que debe ser arriba y unas lenguas largas me acarician la espalda. Sabría que son verdes si aún tuviera ojos, las cojo con la mano que todavía tengo y así me muevo menos.

 

El agua de este río vellosidades coriales sangre y un líquido amarillento el fluido alcanzaba la rodilla membranas ovulares y orinal fetal. Un hijo de una cheposa raquítica como esa no, jamás, dirá el bello oficial fecundador si le preguntan. ¿Iba a ser madre? ¿Y mi seno derecho? No tengo huesos pélvicos.

 

Recuerdo estar tendida en una mesa.

Un grito.

Una mordaza.

Un tenedor.

Y el agua de este río.

Los hechos

I

 

 

 

Verona, 16 de enero de 1900. Dos lavanderas se arrodillan para enjabonar las sábanas a orillas del río Adigio, un poco más allá del puente Garibaldi.

Gracias a algunas fotografías de la época podemos reconstruir el aspecto del río en aquel entonces: turbio, impetuoso, forzado desde hacía poco a discurrir entre los nuevos diques (el Adigio se había desbordado en 1882 y había destruido media ciudad), agitado por el continuo paso de barcas que llevaban arena, de gabarras con anchas velas marrones y de transbordadores que iban y venían continuamente de una orilla a la otra. Donde el agua era más profunda y turbulenta, se habían construido norias cuyas palas sucias y chorreantes giraban y emitían un chirrido leñoso.

A lo largo de la orilla, en los tramos de playa pedregosa, filas de mujeres bien abrigadas se arrodillaban para lavar la ropa, ya hiciera buen tiempo o mal tiempo, y charlaban alegremente entre ellas.

Hoy, el puente Garibaldi asienta sus arcos de granito en el agua tranquila. Un muro se alza para sujetar las aceras de un paseo por el que circulan los coches. A lo largo de la pared de ladrillos aún se pueden ver las huellas de las escalerillas por las que las lavanderas bajaban al río.

En este punto, donde hoy el agua amontona trozos de plástico, latas y trapos, la lavandera Maria Menapace, en la mañana del 16 de enero de 1900, vio un saco enredado entre la maleza. Le hizo una señal a su amiga Luisa Marconcini diciéndole, como se evidenció después en su testimonio, «será carne de estraperlo».

Poco más allá había un muchacho pescando. Iba abrigado con un chaquetón negro, con una gorra vieja en la cabeza y un par de botas de tela remendada. Se llamaba Paride Baggio. Tenía quince años. La señora Menapace le pidió que la ayudara a arrastrar aquel saco hasta la orilla.

Era un «envoltorio atado con un cordel, voluminoso», como lo describió después la policía fluvial. «Seguro que es para el contrabando», se oyó decir a alguien que curioseaba desde la orilla. Las dos mujeres abandonaron la colada para abrirlo. El muchacho sacó una navaja con mango de madera. Cortó el cordel. Cuatro manos curiosas desplegaron la tela. Y se encontraron ante sus ojos «seis trozos de carne humana con un peso total de 13 kilos y 400 gramos», como apareció escrito al día siguiente en el periódico L’Adige.

Los pedazos fueron identificados como «la parte derecha del tórax, con el seno entero, envuelto en un trozo de tela escarlata. La parte izquierda del tórax con el seno envuelto en el mismo tipo de tela. La parte inferior del vientre envuelta en una tela verde con un ribete igual. Parte de los huesos pélvicos descarnados y envueltos en la misma tela verde. Una parte de la pierna izquierda envuelta en una servilleta. El fémur descarnado envuelto en unas bragas con puntillas en la parte de abajo».

Un detalle: a la servilleta le habían cortado una esquina, como para hacer desaparecer un código de reconocimiento.

A las 12, el procurador del rey hizo las «constataciones legales». Al día siguiente, los soldados del 4º Genio, especializados en construcción de puentes, empezaron a rastrear el cauce del río. En unas pocas horas encontraron otros trozos de un cadáver de mujer: «dos fardos con el intestino y otro con el esófago, una placenta con el cordón umbilical todavía incrustado».

Una vez reunidos los pedazos, los peritos determinaron que se trataba de una mujer joven (de entre dieciséis y veintidós años) con una visible desviación en la espina dorsal, embarazada de unos tres meses. Sobre la fecha estimada del embarazo, habría después peritajes contradictorios e infinitas discusiones.

La ciudad se encuentra en estado de alarma. A todos en Verona les fascina este crimen. Empieza la caza al asesino. Muchos se empeñan en rastrear el río para encontrar la cabeza de la mujer, que hasta entonces no había sido recuperada.

El 17 de enero un molinero encuentra otro trozo: una cadera envuelta en un trozo de falda. Entre los pliegues de la falda, escondido en un bolsillo, hay un recibo de la compra. Los caracteres son vacilantes, denotan una mano tosca e infantil; cubren una hojita de papel de un cuaderno a cuadros: «Calzones para el papá: 15 liras. Medias: 0,30 liras. Muselina y franela: 8,35 liras. Lana roja: 1,50 liras. Total: 25,15 liras».

El jefe de policía, el cavalier Cacciatori, que lleva a cabo las primeras investigaciones, hace una búsqueda entre las muchachas desaparecidas. En los registros consta que el 5 de enero un tal Felice Canuti denunció la desaparición de su hija, Isolina. Lo manda llamar, le muestra el recibo. El hombre reconoce la caligrafía de su hija.

Felice Canuti, al que el Corriere della Sera describe como «un viejo encorvado, tembloroso, con barba y cabellos blancos desaliñados, la nariz larga y aguileña, grandes ojeras marcadas, pómulos salientes, pequeño, con la ropa desgastada» tiene sesenta y un años y habla de su hija Isolina con mucho amor: «Era mi ídolo», dice, «la niña de mis ojos… no puedo creer que esté muerta… se fue el 5 por la mañana y ya no volvió…».

—¿Y dónde iba? —pregunta el policía.

—No lo sé… mi hija Clelia la vio encaminarse hacia el círculo y la gasolinera.

—¿Reconoce estas ropas?

—Creo que sí. Pero pregúntele a Maria Policante. Eran amigas íntimas. Lo sabrá mejor que yo.

El jefe de policía manda llamar a Maria Policante, la interroga durante largo rato. Pero lamentablemente de este interrogatorio no se ha conservado nada, ni en el Archivo de Estado, ni en el tribunal, ni en la Biblioteca de Verona. Todo se ha destruido, no se sabe si casual o deliberadamente.

Lo que todavía existe y se puede consultar son los artículos de los periódicos de entonces, el Gazzettino di Venezia, el Corriere della Sera, L’Arena, L’Adige, el Verona del Popolo, el Verona Fedele, L’Italia militare, Il Resto del Carlino, La Stampa. Periódicos que, a medida que avance la investigación, se convertirán en enemigos mortales y se dividirán en dos bandos enfrentados: unos lo querrán inocente; otros, culpable.

La cuestión es que entre los primeros sospechosos se señaló desde el principio a Carlo Trivulzio, un teniente del cuerpo militar de los alpini que había alquilado una habitación en casa de los Canuti y había mantenido una relación con Isolina.

Trivulzio pertenecía a una familia noble de Udine, era rico, gozaba de aprecio y simpatía entre sus compañeros soldados y sus superiores. «Un joven leal, valiente, sincero, incapaz de cometer semejante horrenda acción», este es el comentario que se oye entre los militares.

En pocos días se llega a la identificación definitiva de la muchacha descuartizada. Hablan de ello todos los periódicos italianos. Se trata de Isolina Canuti, de diecinueve años, hija de Felice Canuti, empleado desde hace veinticinco años en la administración de una gran empresa, la Tressa de Verona, y de Nerina Spinelli.

Isolina tenía tres hermanos: Viscardo, de doce años, Alfredo, de trece, y Clelia, de dieciséis. La madre había muerto hacía más de diez años. Los muchachos vivían solos con el padre.

Se supone que puede tratarse de un aborto fallido y del posterior descuartizamiento para deshacerse del cuerpo. Los peritos concuerdan en que los cortes han sido realizados por una «mano experta», que podría ser tanto «de un cirujano como de un carnicero».

«En Verona se ha desencadenado un interés morboso por este caso. En la ciudad no se habla de otra cosa y la multitud se parapeta tras los setos a lo largo del Adigio con la esperanza de ver emerger algún fardo ensangrentado».

Un moralista se pregunta, en La Gazzetta di Treviso, si «es un legítimo sentimiento de curiosidad o si el horror que se busca no será, en cambio, un indicador poco reconfortante de excitabilidad nerviosa y por tanto de decadencia mental y física».

II

 

 

 

El 22 de enero los periódicos abren con una noticia inesperada: el teniente Trivulzio y la partera Friedman han sido arrestados. Se tienen noticias indirectas de los interrogatorios a los dos sospechosos a través de las indiscreciones de la prensa. Trivulzio admite que ha sido amante de Isolina, aunque por un corto espacio de tiempo. Admite que sabía que Isolina estaba embarazada, pero niega haberla exhortado a abortar. Niega haber salido nunca con ella, aunque hay testigos (un cura y un posadero) que los han visto juntos, a él y a Isolina, precisamente en el mesóndel Chiodo, donde se dice que fue asesinada la muchacha. Trivulzio niega haber tenido contacto con la joven en el periodo que va desde su desaparición hasta el hallazgo de sus restos.

La partera Friedman, en cuya casa consta que estuvo Isolina junto a su amiga Maria Policante, lo niega todo, aun admitiendo que conocía a Isolina y que había hospedado a su amiga Maria Policante.

Las principales acusaciones al teniente provienen de la hermana menor de Isolina, Clelia Canuti, de dieciséis años. Clelia cuenta que por la puerta entreabierta escuchó a Trivulzio que le preguntaba a su hermana si se había tomado los polvos abortivos para los que le había dado el dinero. E Isolina había respondido: «Los polvos me los he tomado, pero no han hecho nada». A lo que él había contestado: «Yo no quiero bajo ningún concepto que tú te quedes a parir en Verona, o abortas o te mandaré a Milán».

Interrogan también a Maria Policante, que había sido sirvienta en la casa de los Canuti y que acabó yéndose porque no le pagaban regularmente. Pero esa es su versión, porque Felice Canuti sostiene que la despidió porque era un mal ejemplo para la hija. De todos modos, Isolina era íntima amiga suya y cuando Maria tuvo que abortar —donde Friedman— iba todos los días a llevarle algo de comer.

Maria Policante confirma las palabras de Clelia. Sí, Isolina estaba embarazada de Trivulzio pero no quería abortar. El teniente le había dado dinero para comprar unos polvos abortivos, pero ella no los tomaba; en realidad fingía que los tomaba, pero en lugar de eso ingería otra medicina que el médico le había prescrito contra el raquitismo.

También ella oyó a Trivulzio decirle a Isolina la famosa frase sobre Milán. El teniente no quería que la muchacha pariese, no quería hijos y estaba dispuesto a pagar lo que fuera con tal de librarse de este «incordio».

El teniente, según se lee en el Corriere della Sera, «tiene 25 años, pertenece al 6º regimiento de los alpini. Ha sido arrestado a las 3:30 en la casa de la calle Cavour, número 25, donde vivía también Isolina Canuti. El teniente se da a la buena vida, y aquella noche había estado fuera, de paisano, hasta las dos con otros amigos en el baile de máscaras del Teatro Ristori».

El Corriere della Sera describe así a Friedman: «Originaria de Milán, tiene la cara desfigurada por una horrenda cicatriz que le deforma la parte inferior del rostro, dejando al descubierto los dientes protuberantes. Friedman es partera desde hace diecinueve años. Ha tenido ya problemas con la justicia cuando en dos ocasiones abandonó a un recién nacido en las escaleras de un orfanato. Conoció a Isolina Canuti hace dos años cuando atendió en su casa a la sirvienta de los Canuti, Maria Policante. Añade que mandó a Isolina que se fuera porque era demasiado malhablada. Desde entonces no la volvió a ver hasta el pasado octubre».

Los periódicos, sobre todo aquellos que tomaron partido en favor de Trivulzio, empezaron a difundir el rumor de que Isolina «no era una mujer de costumbres irreprensibles». Dicen de ella que «era una muchacha que no toleraba el freno paterno», que «volvía a casa tarde por las noches», que «tenía amigas y amigos con los que salía a cenar, a desmadrarse», que «últimamente dormía en el salón con su hermana Clelia».

Según Clelia, «Isolina quería tener el hijo, pero Trivulzio no quería». «Un hijo de una cheposa raquítica como esa no, jamás», habría dicho el teniente.

«De alta estatura, de carácter jovial, Carlo Trivulzio, salido en 1894 de la Escuela de Módena, prestó servicio primero con el grado de sargento en el 4º de Infantería y luego como subteniente en el 6º de los alpini. Había ascendido a teniente en 1898. De regreso de Bassano, el año pasado fue a vivir a la casa de Felice Canuti, donde había forjado una íntima amistad con Isolina, muchacha poco agraciada, pero de ligeras costumbres…».

«El padre, ausente durante todo el día por razón de su trabajo, viudo desde hacía diez años, necesitaba que Isolina hiciera las veces de madre con sus hermanos menores. En cambio, la muchacha, de acuerdo con lo que también dicen los vecinos, se daba a placeres desenfrenados y se dedicaba poco a las labores domésticas. Las consecuencias de tales conductas no tardaron en manifestarse. Los vecinos murmuran que Isolina había tenido que acudir varias veces a casa de la señora Friedman».

Mientras tanto, desde la prisión Gli Scalzi, Carlo Trivulzio proclama su inocencia. Jura que en la noche en la que se consumó el asesinato él estaba de servicio.

La gente se pregunta: ¿Dónde estuvo Isolina desde el 5 de enero hasta el día del crimen? ¿Dónde murió? ¿Dónde fue descuartizada? «¿Por qué los asesinos lanzaron su cuerpo en pedazos al Adigio y dejaron en la falda aquel recibo comprometedor en lugar de enterrarlo todo, como se presumía que habían hecho con la cabeza?».

Los periodistas se regodean. Salvo L’Adige y otros periódicos locales que apelan a los privilegios de los oficiales, el Corriere della Sera e Il Gazzettino desarrollan investigaciones paralelas presentándose en casa de los Canuti o en la de Trivulzio.

«A última hora de la tarde, nuestro reportero va a ver a la familia Canuti. Abre la puerta una vieja y a la mesa están sentados tres jóvenes. Ante las preguntas, la vieja, con lágrimas en los ojos, pide a uno de los muchachos que responda él: “Habla tú porque yo no tengo el valor”».

Los jóvenes eran Viscardo, Alfredo y Clelia. Alfredo contó que normalmente vivían solos porque el padre trabajaba y la madre había muerto. La anciana tía Angela Spinelli había llegado unas horas antes. Contó que Isolina se había ido el 5 de enero y que ya en otras ocasiones se había ausentado durante varios días. «Cuando a esos mismos muchachos les preguntamos si querían a su hermana nos respondieron a coro que “no, porque le daba muchos disgustos a papá”». Solo Alfredo añadió: «Pero como comprenderá, ¡pese a todo era nuestra hermana!».

Otro va a interrogar al médico de la familia Canuti. «Isolina tenía anemia», dice el doctor al reportero, y «era escrofulosa». Casi dos meses antes había ido con el padre para pedirle un tratamiento para la anemia y él le había recetado hierro, pero no se había dado cuenta de que estaba embarazada. Si hubiera estado embarazada de cuatro meses, como luego se dijo, se habría dado cuenta. El día 7, el médico volvió a ver a Felice Canuti, que le dijo: «No sabe nada de la desgracia que me ha tocado: ¡Isolina se me ha escapado de casa!».

Tampoco se olvidaron de la amiga Maria Policante, que informa haber «escuchado yo misma al teniente Trivulzio decir a Isolina que tampoco era para tanto lo que le pedía, y que otras chicas ya lo habían hecho por él y que estaban bien contentas por ello. Un día que intervine para dar mi opinión, el teniente me dijo que Isolina era una cabecita terca».

«Joven y simpático», el teniente Trivulzio, «siempre sonriente, acudía con asiduidad a las más elegantes y alegres reuniones de la ciudad. Para todos aquellos que lo conocen es, desde luego, el último sobre el que podría recaer la sospecha de responsabilidad en este horrible caso. Y de nuevo esa noche estaba allí, feliz y despreocupado —al menos en apariencia— en los juveniles festejos del carnaval».

La noticia de su arresto sorprende a todo el mundo. A su madre, la señora Verzegnassi, la noticia «le fue comunicada con grandes miramientos por un oficial. La madre dice que Carlo tenía que haber ido de permiso a Udine, pero por motivos de servicio no se lo permitieron. Otro hijo está en el Ejército».

La Gazzetta di Venezia reivindica los privilegios de los oficiales y lamenta que ya no existan. Y concluye: «Por otra parte, nosotros apuramos con nuestros votos que la liberación del teniente Trivulzio sea pronto un hecho y estamos firmemente convencidos de que las autoridades, sean las que sean, esta vez han pecado aplicando una medida tan injusta como inútil con el fin de asegurarse un presunto culpable. Esperemos que el Gobierno quiera dar una severa lección a esos funcionarios tan bestialmente inferiores a la posición que ocupan».

El 27 de enero el alcalde hace una visita al comandante del 6º regimiento de los alpini para asegurarle que los hechos en cuestión no han «modificado en absoluto la actitud del pueblo hacia el Ejército en general, y hacia los alpini en particular».

III

 

 

 

Por primera vez un periódico, el Verona del Popolo, escribe que, según testigos precisos, el crimen fue cometido en un restaurante, Il Chiodo, en el callejón Chiodo, durante una cena de oficiales. Y que la partera Friedman no tiene nada que ver en el caso.

Mientras, Trivulzio escribe una carta a su coronel desde la cárcel.

 

Mi coronel:

Discúlpeme si me tomo la libertad de escribirle, pero usted es ahora para mí como un segundo padre. Ayer lloré de gratitud cuando supe que usted se había ocupado inmediatamente de mi madre: yo puedo solo agradecer la delicadeza de este gesto. He llorado lágrimas amargas pensando en el dolor que habrán sentido por esto todos los que me aman y a los que yo amo; pero luego me he reafirmado en la convicción de que ninguno de ellos creerá jamás que yo pueda ser un delincuente. Le juro, señor coronel, que si yo fuera el culpable, ya me habría matado. Pero es necesario que yo sobreviva porque mi honor y el de mi uniforme así lo exigen.

Tengo que demostrarles a todos que soy tan digno como antes y que si bien fatales circunstancias me han implicado en un asesinato, nada, se lo juro, nada hace que me remuerda la conciencia. Y para ello tendré antes que deshacer una maraña de inexplicables indicios que confabulan en mi contra. Estoy seguro de que saldré de esta con la ayuda de Dios porque la verdad siempre aflora, antes o después. Mientras, le ruego que haga llegar a mis compañeros mi más sentido agradecimiento por no haber perdido la confianza en mí y por lo que han hecho tanto por mí como por mi madre. Mi madre es anciana. Es un golpe que puede matarla. Dios no lo quiera. Por eso lloro, no por otra cosa. Todo lo demás lo afrontaré serenamente. A esta hora el teniente Moratti (el que salió hacia Udine para llevarle la triste noticia a mi madre) estará allí. Quizá en estos momentos ella ya sabe. ¡Que Dios me asista! A usted, señor coronel, se la encomiendo. Perdóneme, señor coronel, si le pido tanto.

Su subordinado,

Trivulzio Carlo

 

Y sigue:

 

P.D. Perdone, señor coronel, espero verle de nuevo muy pronto; tengo fe en la justicia de los hombres y más aún en la de Dios; esto, cuando se tiene la conciencia tranquila, lo es todo.

 

La carta, publicada en L’Arena, provoca una cierta conmoción en la ciudad. Esa misma noche hay una manifestación en la plaza Bra. La orquesta de los alpini «es aplaudida y acompañada hasta el cuartel entre vítores al Ejército y a los alpini».

«Corren voces de que un periódico de Verona ha recibido hoy una postal anónima sellada en Ruan que dice que la señora descuartizada es una noble de Ginebra y que el asesinato fue cometido en un sótano de la calle Colomba donde todavía están, emparedados, la cabeza y los brazos…».

«Se habla también de un telegrama enviado por Isolina y por su amante al padre, pero este hecho ha sido firmemente desmentido esta misma tarde».

Los periódicos chismorrean. Isolina se ha convertido en un caso nacional e Italia se divide en dos. Por un lado, los que creen en una conjura contra el Ejército y dicen: «un oficial no puede estar implicado en semejante degeneración; además, ¿quién era la víctima? ¡Una chiquilla, una prostituta! ¡Si ha sufrido violencia quiere decir que se la habrá buscado! ¿Quién puede fiarse de alguien así? ¡Desde luego que el hijo sería de otro, y ahora estamos ante una maniobra que pretende enfangar el 6º de los alpini a través de uno de sus más estimados oficiales! Naturalmente, los socialistas se aprovechan para hacer de esto una sucia propaganda antimilitarista, ¡es una vergüenza!». Por el otro lado, los que opinan que se está cometiendo una injusticia horrenda: «Una chiquilla ha sido asesinada y descuartizada, todas las pruebas apuntan a Trivulzio, el comisario que lo interrogó en primer lugar lo hizo arrestar, pero luego llegan presiones de arriba, el presidente del Gobierno es un militar, imagínense, ya se habla de excarcelación, solo los socialistas mantienen vivo el caso acusando a Trivulzio, si no de ser él el culpable, sí como mínimo de ser cómplice de homicidio y de dispersión del cadáver».

En todo este asunto una morbosa atención se concentra en la figura del teniente Trivulzio.

«El teniente recibe cada día los alimentos previo pago de un suplemento en la cárcel de Gli Scalzi. Se levanta pronto por la mañana y pasa tranquilamente la jornada leyendo libros de la biblioteca de la prisión».

La madre, la señora Verzegnassi, a la que la noticia del arresto de su hijo le fue comunicada con gran delicadeza por un oficial de paisano, está destrozada, inconsolable.

Verona del Popolo, el semanal socialista, hace comentarios severos y retóricos: «En una sociedad como la nuestra, donde se le permite al hombre que practique brillantemente el deporte de dar caza a la mujer alegre, mientras que a la mujer —designada víctima de leyes que no ha redactado y de prejuicios que no hace otra cosa más que sufrir— se le estampa sobre la frente el estigma del deshonor solo porque los dardos del amor le traspasaron el corazón y, al margen de la legalidad, le dejaron el embrión de una nueva existencia… Para evitar las manchas de infamia causadas, son las desgraciadas mujeres quienes deben expiar unos errores que, si son tales, los cazadores tendrían que expiar con el doble de culpas, y ellas recurren al aborto porque la cobardía del cómplice puede llegar a la destrucción de una vida humana con tal de no doblegar el propio egoísmo…».

Luego se dirige a las mujeres veronesas: «Mujeres de Verona, esposas, madres, hijas, hermanas, que leyendo L’Arena de estos últimos días habréis sentido toda la repulsión que un alma puede sentir ante la profanación infame que ese periódico escupe sobre los restos sin sepultura de la pobre Isolina Canuti, sed capaces de no olvidar, sed capaces de recordar…

»Honor a todos esos funcionarios que, una vez descubiertos los culpables, no podían imaginar que los descuartizadores de Isolina Canuti iban a ser protegidos por el jefe de ese mismo Gobierno que había prometido un premio para incentivar la afanosa búsqueda de todos los culpables. De todos, porque existía la firme convicción de que el culpable no era uno solo, sino que eran varias las personas que debían estar involucradas en tan horrendo crimen.

»Y, sin embargo, del mismo sitio que partió la promesa del premio, partió también la orden que obligó a quien sabía a permanecer en silencio. Después de aquella orden, un periódico cambió de táctica. Mientras que el delito podía atribuírsele a alguien de los bajos fondos de la sociedad, no se ahorraba su habitual violencia verbal; pero tras el arresto del teniente Trivulzio, y de los asesinos más o menos hipotéticos de Isolina, que parecen formar parte de la clase social que pasea con guantes, ese periódico empezó a sembrar las dudas…».

«Es un nuevo caso Dreyfus», dice el Corriere della Sera del 27 de enero, «de hecho no ha aflorado ninguna prueba aplastante contra los sospechosos, ni siquiera hay un reconocimiento definitivo del cadáver». De este modo el Corriere della Sera se alinea con la posición de L’Adige.

Las autoridades militares confirman que, la noche entre el 15 y el 16, Carlo Trivulzio estaba de guardia. A su vez, las autoridades de la Seguridad Pública confirman la acusación de «homicidio voluntario con premeditación» contra el teniente Trivulzio.

Ante las preguntas de un reportero, el comisario responde que se han encontrado ante un cadáver y que todos los indicios recogidos incriminan al teniente Trivulzio. En aquella ocasión el comisario protesta porque ha recibido presiones por parte de ciertos ámbitos del Ministerio del Interior para la excarcelación del teniente.

«A las dos de hoy (27 de enero de 1900), el teniente se ha reunido de nuevo con su hermano en la cárcel Gli Scalziy le ha encomendado que cuide de la madre».

El periódico militar La Sentinella publica otra carta de Carlo Trivulzio a su amigo abogado Cantù, de Brescia, que espontáneamente se ha ofrecido para sostener su defensa.

 

Querido Mario:

En los malos momentos afloran los buenos amigos. Durante siete años tu voz ha callado para después resurgir, amiga, en el momento de la desventura. Es inútil que me extienda mucho contigo en vanas reivindicaciones de inocencia. Solo quiero darte las gracias desde lo más profundo del alma. Espero no tener necesidad de aceptar tu amable ofrecimiento, puesto que está ya en marcha una probatoria que podría aclarar muchas cosas; mas en el caso de que hiciera falta cuento con el socorro de tu sabiduría, de tu palabra, de tu fe y de tu amistad.

Adiós de corazón, un beso.

Tuyo, Carlo.

 

Más adelante, sin embargo, el abogado Cantù no defenderá a Trivulzio en los tiempos del proceso Todeschini.

IV

 

 

 

El 6 y el 7 de febrero, los acusados son interrogados de nuevo. «Al no haber surgido pruebas aplastantes en su contra, el juez instructor garantiza que el día 10 se pronunciará para decretar la liberación de ambos».