Jardín novelesco - Ramón María Del Valle-Inclán - E-Book

Jardín novelesco E-Book

Ramón María Del Valle-inclán

0,0

Beschreibung

Jardín Novelesco es una colección de cuentos de Ramón María del Valle-Inclán publicada en 1905 e inspiradas, en palabras del autor, por los cuentos de miedo que le contaba la sirvienta de su abuela. En ella, el autor hace una aproximación a las historias de misterio, de toque siniestro, del lado más supersticioso de su Galicia natal en una compilación de lo que él llama Historias de santos, de almas en pena, de duendes y ladrones. En estos cuentos se mezcla la fina ironía de la pluma del autor con una suerte de costumbrismo rural muy cercano al lúgubre sobrenatural becqueriano.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 116

Veröffentlichungsjahr: 2021

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Ramón María del Valle-Inclán

Jardín novelesco

HISTORIAS DE SANTOS: DE ALMAS EN PENA: DE DVENDES Y LADRONES ♦ ♦ ♦ ♦ POR DON RAMÓN DEL VALLE-INCLAN

Saga

Jardín novelesco

 

Copyright © 1908, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726495928

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

Tenía mi abuela una doncella muy vieja que se llamaba Micaela la Galana: Murió siendo yo todavía niño: Recuerdo que pasaba las horas hilando en el hueco de una ventana, y que sabía muchas historias de santos, de almas en pena, de duendes y de ladrones. Ahora yo cuento las que ella me contaba mientras sus dedos arrugados daban vueltas al huso. Aquellas historias de un misterio candoroso y trágico, me asustaron de noche durante los años de mi infancia y por eso no las he olvidado. De tiempo en tiempo todavía se levantan en mi memoria, y como si un viento silencioso y frío pasase sobre ellas, tienen el largo murmullo de las hojas secas. ¡ El murmullo de un viejo jardín abandonado y novelesco!...

* * * * *

¡ MALPOCADO!

La vieja más vieja de la aldea camina con su nieto de la mano por un sendero de verdes orillas, triste y desierto, que parece aterido bajo la luz del alba. Camina encorvada y suspirante, dando consejos al niño, que llora en silencio:

— Ahora que comienzas á ganarlo, has de ser humildoso, que es ley de Dios.

— Sí, señora, sí...

— Has de rezar por quien te hiciere bien y por el alma de sus difuntos.

— Sí, señora, sí...

— En la feria de San Gundián, si logras reunir para ello, has de comprarte una capa de juncos, que las lluvias son muchas.

— Sí, señora, sí...

— Para caminar por las veredas has de descalzarte los zuecos.

— Sí, señora, sí...

Y la abuela y el nieto van anda, anda, anda... La soledad del camino hace más triste aquella salmodia infantil que parece un voto de humildad, de resignación y de pobreza hecho al comenzar la vida. La vieja arrastra penosamente las almadreñas, que choclean en las piedras del camino, y suspira bajo el manteo que lleva echado por la cabeza. El nieto llora y tiembla de frío; va vestido de harapos: es un zagal albino, con las mejillas asoleadas y pecosas: lleva trasquilada sobre la frente, como un siervo de otra edad, la guedeja lacia y pálida, que recuerda las barbas del maíz.

En el cielo lívido del amanecer aún brillan algunas estrellas mortecinas. Un raposo, que viene huido de la aldea, atraviesa corriendo el sendero. Oyese lejano el ladrido de los perros y el canto de los gallos... Lentamente el sol comienza á dorar la cumbre de los montes; brilla el rocío sobre la hierba; revolotean en torno de los árboles, con tímido aleteo, los pájaros nuevos que abandonan el nido por vez primera; ríen los arroyos, murmuran las arboledas, y aquel camino de verdes orillas, triste y desierto, despiértase como viejo camino de sementeras y de vendimias. Rebaños de ovejas suben por la falda del monte; mujeres cantando vuelven de la fuente; un aldeano de blanca guedeja pica la yunta de sus bueyes, que se detienen mordisqueando en los vallados: es un viejo patriarcal: desde larga distancia deja oír su voz:

—¿Vais para la feria de Barbanzón?

— Vamos para San Amedio buscando amo para el rapaz.

—¿ Qué tiempo tiene?

— El tiempo de ganarlo: nueve años hizo por el mes de Santiago.

Y la abuela y el nieto van anda, anda, anda... Bajo aquel sol amable que luce sobre los montes, cruza por los caminos la gente de las aldeas. Un chalán asoleado y brioso trota con alegre fanfarria de espuelas y de herraduras: viejas labradoras de Cela y de Lestrove van para la feria con gallinas, con lino, con centeno. Allá, en la hondonada, un zagal alza los brazos y vocea para asustar á las cabras, que se gallardean encaramadas en los peñascales. La abuela y el nieto se apartan para dejar paso al señor arcipreste de Lestrove, que se dirige á predicar en una fiesta de aldea.

—¡ Santos y buenos días nos dé Dios!

El señor arcipreste refrena su yegua de andadura mansa y doctoral:

—¿Vais de feria?

—¡ Los pobres no tenemos qué hacer en la feria! Vamos á San Amedio buscando amo para el rapaz.

—¿Ya sabe la doctrina?

— Sabe, sí, señor. La pobreza no quita el ser cristiano.

Y la abuela y el nieto van anda, anda, anda.. En una lejanía de niebla azul divisan los cipreses de San Amedio, que se alzan en torno del santuario, obscuros y pensativos, con las cimas mustias ungidas por un reflejo dorado y matinal. En la aldea ya están abiertas todas las puertas y el humo indeciso y blanco que sube de los hogares se disipa en la luz como salutación de paz. La abuela y el nieto llegan al atrio: Sentado en la puerta, un ciego pide limosna y levanta al cielo los ojos que parecen dos ágatas blanquecinas:

—¡ Santa Lucía bendita vos conserve la amable vista y salud en el mundo para ganarlo!... ¡ Dios vos otorgue que dar y que tener!... ¡ Salud y suerte en el mundo para ganarlo!... ¡ Tantas buenas almas del Señor como pasan, no dejarán al pobre un bien de caridad!...

Y el ciego tiende hacia el camino la palma seca y amarillenta. La vieja se acerca con su nieto de la mano y murmura tristemente:

—¡ Somos otros pobres, hermano!... Dijéronme que buscabas un criado...

— Dijéronte verdad. Al que tenía enantes abriéronle la cabeza en la romería de Santa Baya de Cela. Está que loquea...

— Yo vengo con mi nieto.

— Vienes bien.

El ciego extiende los brazos palpando en el aire:

— Llégate, rapaz.

La abuela empuja al niño que tiembla como una oveja acobardada y mansa ante aquel viejo hosco, envuelto en un capote de soldado: La mano amarillenta y pedigüeña del ciego se posa sobre los hombros del niño, anda á tientas por la espalda, corre á lo largo de las piernas:

—¿Te cansarás de andar con las alforjas á cuestas?

— No, señor: estoy hecho á eso.

— Para llenarlas hay que correr muchas puertas. ¿ Tú conoces bien los caminos de las aldeas?

— Donde no conozca, pregunto.

— En las romerías, cuando yo eche una copla, tú tienes de responderme con otra. ¿ Sabrás?

— En aprendiendo, sí, señor.

— Ser criado de ciego, es acomodo que muchos quisieran.

— Sí, señor, sí.

— Puesto que has venido, vamos hasta el Pazo de Cela. Allí hay caridad. En este paraje no se recoge una mala limosna.

El ciego se incorpora entumecido y apoya la mano en el hombro del niño que contempla tristemente el largo camino, y la campiña verde y húmeda, y la lejanía por donde un zagal anda encorvado segando hierba mientras la vaca de trémulas y rosadas ubres pace mansamente arrastrando el ronzal. El ciego y el niño se alejan lentamente, y la abuela murmura enjugándose los ojos: —¡ Malpocado, nueve años y gana el pan que come!... ¡ Alabado sea Dios!...

* * * * *

LA ADORACION DE LOS REYES

¡ Vinde, vinde, Santos Reyes,

Vereil’ a joya millor,

Un meniño

Como un brinquiño

Tan bunitiño,

Que á o nacer nublou ó sol!

 

Y desde la puesta del sol se alzaba el cántico de los pastores en torno de las hogueras, y desde la puesta del sol, guiados por aquella otra luz que apareció inmóvil sobre una colina, caminaban los tres Santos Reyes. Jinetes en camellos blancos, iban los tres en la frescura apacible de la noche atravesando el desierto. Las estrellas fulguraban en el cielo, y la pedrería de las coronas reales fulguraba en sus frentes. Una brisa suave hacía flamear los recamados mantos: El de Gaspar era de púrpura de Corinto: El de Melchor era de púrpura de Tiro: El de Baltasar era de púrpura de Menfis...... Esclavos negros, que caminaban á pie enterrando sus sandalias en la arena, guiaban los camellos con una mano puesta en el cabezal de cuero escarlata. Ondulaban sueltos los corvos rendajes y entre sus flecos de seda temblaban cascabeles de oro. Los tres Reyes Magos cabalgaban en fila; Baltasar el Egipcio iba delante y su barba luenga, que descendía sobre el pecho, era á veces esparcida sobre los hombros... Cuando estuvieron á las puertas de la ciudad arrodilláronse los camellos, y los tres Reyes se apearon y despojándose de las coronas hicieron oración sobre las arenas.

Y Baltasar dijo:

—¡ Es llegado el término de nuestra jornada!...

Y Melchor dijo:

—¡ Adoremos al que nació Rey de Israel!...

Y Gaspar dijo:

—¡ Los ojos le verán y todo será purificado en nosotros!...

Entonces volvieron á montar en sus camellos y entraron en la ciudad por la Puerta Romana, y guiados por la estrella llegaron al establo donde había nacido el Niño. Allí los esclavos negros, como eran idólatras y nada comprendían, llamaron con rudas voces:

—¡ Abrid!..... ¡ Abrid la puerta á nuestros señores!

Entonces los tres Reyes se inclinaron sobre los arzones y hablaron á sus esclavos. Y sucedió que los tres Reyes les decían en voz baja:

—¡ Cuidad de no despertar al Niño!

Y aquellos esclavos, llenos de temeroso respeto, quedaron mudos, y los camellos que permanecían inmóviles ante la puerta, llamaron blandamente con el casco y casi al mismo tiempo aquella puerta de viejo y oloroso cedro se abrió sin ruido. Un anciano de calva sien y nevada barba asomó en el umbral: Sobre el armiño de su cabellera luenga y nazarena temblaba el arco de una aureola: Su túnica era azul y bordada de estrellas como el cielo de Arabia en las noches serenas, y el manto era rojo, como el mar de Egipto, y el báculo en que se apoyaba era de oro, florecido en lo alto con tres lirios blancos de plata. Al verse en su presencia los tres Reyes se inclinaron. El anciano sonrió con el candor de un niño y franqueándoles la entrada dijo con santa alegría:

—¡ Pasad!

Y aquellos tres Reyes, que llegaban de Oriente en sus camellos blancos, volvieron á inclinar las frentes coronadas, y arrastrando sus mantos de púrpura y cruzadas las manos sobre el pecho, penetraron en el establo. Sus sandalias bordadas de oro, producían un armonioso rumor. El niño, que dormía en el pesebre sobre rubia paja centena, sonrió en sueños. A su lado hallábase la Madre, que le contemplaba de rodillas con las manos juntas: Su ropaje parecía de nubes, sus arracadas parecían de fuego, y como en el lago azul de Genezaret rielaban en el manto los luceros de la aureola. Un ángel tendía sobre la cuna sus alas de luz, y las pestañas del Niño temblaban como mariposas rubias, y los tres Reyes se postraron para adorarle, y luego besaron los pies del Niño. Para que no se despertase, con las manos apartaban las luengas barbas que eran graves y solemnes como oraciones. Después se levantaron, y volviéndose á sus camellos le trajeron sus dones: oro, incienso, mirra.

Y Gaspar dijo al ofrecerle el oro:

— Para adorarte venimos de Oriente.

Y Melchor dijo al ofrecerle el incienso:

—¡ Hemos encontrado al Salvador!

Y Baltasar dijo al ofrecerle la mirra:

—¡ Bienaventurados podemos llamarnos entre todos los nacidos!

Y los tres Reyes Magos despojándose de sus coronas las dejaron en el pesebre á los pies del Niño. Entonces sus frentes tostadas por el sol y los vientos del desierto se cubrieron de luz, y la huella que había dejado el cerco bordado de pedrería era una corona más bella que sus coronas labradas en Oriente... Y los tres Reyes Magos repitieron como un cántico:

—¡ Este es!... Nosotros hemos visto su estrella!

Después se levantaron para irse, porque ya rayaba el alba. La campiña de Betleén, verde y húmeda, sonreía en la paz de la mañana con el caserío de sus aldeas disperso, y los molinos lejanos desapareciendo bajo el emparrado de las puertas, y las montañas azules y la nieve en las cumbres. Bajo aquel sol amable que lucía sobre los montes iba por los caminos la gente de las aldeas: Un pastor guiaba sus carneros hacia las praderas de Gamalea; mujeres cantando volvían del pozo de Efraín con las ánforas llenas; un viejo cansado picaba la yunta de sus vacas, que se detenían mordisqueando en los vallados, y el humo blanco parecía salir de entre las higueras...

Los esclavos negros hicieron arrodillar los camellos y cabalgaron los tres Reyes Magos, y ajenos á todo temor se tornaban á sus tierras cuando fueron advertidos por el cántico lejano de una vieja y una niña que, sentadas á la puerta de un molino, estaban desgranando espigas de maíz, y era este el cantar:

Camiñade Santos Reyes

Por camiños desviados,

Que pol’ os camiños reales

Herodes mandou soldados.

EL MIEDO