José Ortega Spottorno (1916-2016). Un editor, puente entre generaciones - Varios Autores - E-Book

José Ortega Spottorno (1916-2016). Un editor, puente entre generaciones E-Book

Varios autores

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Beschreibung

José Ortega Spottorno, el menor de los tres hijos de José Ortega y Gasset, compaginó a lo largo de toda su vida el empeño en conservar, difundir y, en su labor editorial, continuar la obra de su padre, reanudando las actividades de Revista de Occidente, e impulsando la creación de iniciativas propias. Con un talante auténticamente liberal, laico y siempre discreto, fundó Alianza Editorial en 1966 y lanzó el diario El País diez años después. Tendió puentes culturales entre la generación de intelectuales, artistas y escritores que habían acompañado a su padre en las primeras décadas del siglo XX, la llamada Edad de Plata de la cultura española, y las generaciones más jóvenes que despertaban en la dura España de la posguerra y, sobre todo, las que crecieron y se educaron en los años cincuenta y sesenta, y fueron actores y protagonistas de la Transición a la democracia. En este libro, coordinado por Mercedes Cabrera, que conmemora el centenario de su nacimiento, se ha recogido el análisis y testimonio de filósofos, historiadores y escritores, además de amigos, que le conocieron personalmente o cuyos trabajos de investigación han tenido como objeto el tiempo que le tocó vivir y sus empresas. También se incluyen escritos y documentos del propio Ortega Spottorno. Como escribió Javier Pradera en su necrológica, José Ortega Spottorno, ese gran emprendedor en la sombra, tiene su lugar en el Olimpo de la fama entre esos hombres ilustres que «consagran vocacionalmente su vida a difundir, conservar o promover las obras ajenas». Con la colaboración de: Mercedes Cabrera Juan P. Fusi Aizpurua Francisco García Olmedo José María Guelbenzu Diego Hidalgo Santos Juliá José Lasaga Medina Azucena López Cobo Javier Zamora Bonilla

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Seitenzahl: 510

Veröffentlichungsjahr: 2016

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José Ortega Spottorno (1916-2016)

Un editor, puente entre generaciones

Edición a cargo de Mercedes Cabrera

Índice

Presentación, por Mercedes Cabrera

Vida y vivencias de José Ortega Spottorno: Tradición e innovación en la cultura española (1916-2002), por Javier Zamora Bonilla

En la estrella del padre, por José Lasaga Medina

José Ortega Spottorno: la persona, por Diego Hidalgo

Aquellos agrónomos, por Francisco García Olmedo

Revista de Occidente, el renacer de una editorial en el erial del franquismo, por Azucena López Cobo

Los años sesenta o la conflictiva estabilidad de una situación transitoria, por Santos Juliá

Revista de Occidente (1963-1977), por Juan P. Fusi Aizpurua

José Ortega Spottorno y Alianza Editorial, por José María Guelbenzu

José Ortega Spottorno, presidente fundador de PRISA y de El País, por Mercedes Cabrera

Nuestro padre, por José, Inés y Andrés Ortega Klein

Apéndice de textos de José Ortega Spottorno

1. Carta a su padre del 16 de julio de 1931.

2. Postal a su padre del 10 de enero de 1932, desde París.

3. Carta a sus padres del 31 de octubre de 1939.

4. «Por un periódico liberal», El País, 19 de febrero de 2002.

5. «Por la cultura y la libertad de expresión», El País, 16 de junio de 1977.

6. Entrevista (1981): «La historia de Alianza: Ortega, Salinas, Pradera, Gil, Hidalgo»

7. «Una aventura que mereció la pena», El País, 20 de junio de 1984.

8. «Amigo y tocayo», El País, 2 de junio de 1986.

9. «1916», El País, 8 de junio de 1986.

10. «El nombre de los periódicos», El País, 4 de junio de 1990.

11. «El último tranvía», El País, 23 de septiembre de 1996.

12. «El entusiasmo y el deber», El País, 14 de noviembre de 1996.

13. «Los jóvenes y la Constitución», El País, 26 de mayo de 2000.

Créditos

José Ortega Spottorno durante su exilio en París (hacia 1936).

José Ortega Spottorno (hacia 1966).

Presentación

MERCEDES CABRERA

José Ortega Spottorno dijo en más de una ocasión que su vida había estado marcada por décadas. Nació en 1916, y sobre ese año “de gracia y desgracia” escribió un artículo, «1916» (El País, 8 de junio de 1986, Apéndice), en el que después de recordar el horror de la matanza de Verdún, rendía homenaje a otros cuatro personajes que nacieron aquel mismo año: el “poeta comprometido” Blas de Otero, “el violinista más grande del mundo” Yehudi Menuhin, el “dueño del castellano” Camilo José Cela, y F. H. Crick, el premio Nobel descubridor del ADN. Lo cerraba con la cita de un cúmulo de acontecimientos ocurridos en él, entre ellos el inicio de la decadencia del periódico que había publicado su abuelo, El Imparcial, fundado por su bisabuelo Eduardo Gasset y Artime y cuyo famoso suplemento, Los Lunes, dirigió su abuelo José Ortega Munilla, o el primer viaje de su padre, el filósofo Ortega y Gasset a Argentina. Toda una declaración de sus aficiones, de sus preocupaciones y de su enciclopédica curiosidad.

A José Ortega Spottorno le habría gustado saber que este año, 2016, en el centenario de su nacimiento, se celebran también los aniversarios de sus principales iniciativas, que jalonan las décadas que él señalaba como hitos en su vida: la tragedia de otra fecha, la de 1936, la vuelta de su padre a España en 1946. En 1966, la ampliación de actividades de Alianza Editorial permitió iniciar la publicación de El Libro de Bolsillo, gran éxito, que conmemora ahora su cincuentenario. Diez años más tarde, el 4 de mayo de 1976 salió el primer ejemplar de El País, el periódico lanzado por PRISA, que José Ortega había fundado cuatro años atrás. El País, la última de sus creaciones, cumple este año su cuarenta aniversario.

José fue el menor de los tres hijos de Ortega y Gasset. Era ingeniero agrónomo, entre otras razones porque su padre le aconsejó que estudiara una carrera técnica. No se arrepintió, la ejerció en contados momentos y guardó siempre el interés sobre los temas relacionados con ella. Además, otros ingenieros, compañeros de estudios o conocidos con posterioridad, le acompañaron y ayudaron de manera determinante en sus empresas. Pero, como contestó a Joaquín Soler Serrano en una entrevista en televisión, en mayo de 1976, en cuanto terminó sus estudios y pudo decidir por sí mismo, se dedicó «no a las hojas de las plantas sino a las hojas de los libros».

En esa dedicación a las hojas de los libros —y de la prensa— compaginó el empeño en conservar y continuar la obra de su padre, tarea a la que se dedicó con profundo sentido del deber reanudando las tareas editoriales de Revista de Occidente y también la publicación mensual, con las iniciativas propias, la fundación de Alianza y de El País, en las que se volcó con entusiasmo. Desde esas atalayas fue testigo y también protagonista de las radicales transformaciones ocurridas en la España del siglo XX, pasada la fecha que marcó otra de sus décadas, 1936. José Ortega tendió puentes entre la generación de intelectuales, artistas y escritores que había acompañado a su padre en las primeras décadas del siglo XX, la llamada Edad de Plata de la cultura española, y las generaciones más jóvenes que despertaban en la dura España de la posguerra y, sobre todo, las que crecieron y se educaron en los años cincuenta y sesenta, y fueron actores y protagonistas de la transición a la democracia.

Fue capaz de mantener la memoria de los primeros, de los que fueron al exilio y de los que se quedaron, brindándoles cobijo y posibilidades de publicar sus obras, y al mismo tiempo puso en marcha iniciativas originales, empresas modernas y adaptadas al requerimiento de los nuevos tiempos, tanto en el mundo editorial como en el periodístico, donde escribieron los más noveles.

Fue un empresario de la cultura cuyas acciones resultaron claves en la formación de las generaciones que protagonizaron la transición a la democracia en España. La inmensa mayoría de ellos se inició en la lectura de los clásicos y los modernos gracias a Alianza Editorial, los mismos que probablemente se convirtieron después en lectores y muchos también en colaboradores de El País. Cuando fue designado senador real en las primeras Cortes de la democracia, aceptó el cargo porque entendió que no había sido nombrado como político, sino como un ejemplo de respeto a la creación intelectual y de defensa de la libertad de expresión, que creía haber mantenido en todas sus empresas culturales. No había tratado sino de continuar, en la medida de lo posible, las fundadas por su padre, «con el empeño de contribuir a la formación de una España europea, más culta y realmente libre». Le tranquilizaba pensar que su designación como senador tenía ese significado y que no era un puesto vitalicio, que incluso podría llegar a desaparecer, como efectivamente ocurrió («Por la cultura y la libertad de expresión», El País, 16 de junio de 1976).

Tímido, pero a la vez enérgico en el trato y minucioso en la atención a sus múltiples tareas, dedicó muchas horas a sacar adelante sus iniciativas, en situaciones de penuria a veces, con la sorpresa del éxito económico en otras. No fue nunca tarea fácil. Demostró su capacidad para allegar recursos, tirando de sus amistades y conocimientos, que eran muchos, y movilizando también a las instituciones. El reconocimiento a su apellido ayudaba, pero no le eximía de la obligación de ser tenaz, que lo era. Tampoco de las responsabilidades que siempre asumió en la persecución de sus objetivos, y que le ocasionaron más de un disgusto. No sacó rédito personal de los errores que pudo cometer, que le procuraron perjuicios económicos, además de sinsabores y disgustos.

Consciente de las estrecheces, de las carencias de todo tipo y de las limitaciones impuestas por la censura tras la guerra civil, recuperó sin embargo la actividad de la editorial Revista de Occidente e inició, ya en los años sesenta, una segunda etapa de la revista mensual, al calor de la relativa liberalización que supuso la Ley de prensa del ministro Fraga Iribarne, y posteriormente una tercera etapa con formato más moderno. Excelente conocedor de las peculiaridades y de los problemas de la industria editorial, supo adivinar la oportunidad que ofrecía la ampliación del público lector en los años sesenta del pasado siglo. Entendió que llegaba la hora de modernizar el sector editorial abriéndolo a un público mucho más amplio, sin abandonar la preocupación por la calidad de los libros que se publicaban. Para ello fundó Alianza y supo rodearse de quienes consideró los más aptos para responder con él a los desafíos, depositando en ellos su confianza y concediéndoles la máxima independencia. Siempre reconoció en público que Alianza no habría sido posible sin la participación, entre otros, de Jaime Salinas, Javier Pradera y Daniel Gil.

La misma perspicacia tuvo para adivinar la necesidad en España de otro tipo de periódico, independiente y capaz de medirse con la mejor prensa de otros países. Tenía a sus espaldas una larga tradición familiar, que conocía muy bien y de la que siempre se sintió orgulloso. Acarició por primera vez la idea a mediados de los sesenta, pero no la puso en marcha hasta comienzos de la década siguiente, cuando vio que el régimen franquista se agotaba, convocando de nuevo los apoyos de quienes compartían sus objetivos. El nacimiento de El País fue un proceso largo que no culminó hasta después de la muerte de Franco. Fue un éxito casi desde el comienzo, pero pocos como él supieron de sus problemas y dificultades, de las rivalidades y desencuentros entre quienes estuvieron juntos en los inicios. Escribió primero y defendió después los principios ideológicos fundacionales frente a quienes pregonaron que el periódico los había traicionado. Su posición, que le costó comentarios muchas veces denigrantes en la prensa y más de una denuncia ante los tribunales de las que siempre salió indemne, resultó finalmente decisiva para la consolidación de El País. También aquí reconoció el mérito de quienes le acompañaron, fundamentalmente de Jesús de Polanco, el consejero delegado, al que conocía de antes como empresario editor; de Juan Luis Cebrián, el director en la época fundacional del periódico, y de Javier Baviano, el primer gerente. En 1984 consideró que su tarea estaba cumplida, que llegaban nuevos tiempos en la expansión de PRISA para los que hacía falta alguien distinto, más joven y con otra visión empresarial. Dejó la presidencia de la sociedad en manos de Polanco, aunque mantuvo la presidencia honorífica y, todavía durante un tiempo, la de El País S. A. Se fue afirmando que había sido «una aventura que mereció la pena» (El País, 20 de junio de 1984) y recordándole a Cebrián la responsabilidad que le incumbía por la influencia que el periódico había alcanzado, convertido ya en líder de la prensa española. En los años siguientes, aunque pudiera discrepar en ocasiones, se lo señaló en privado tanto a Polanco como a Cebrián, y estuvo siempre dispuesto a salir en defensa del periódico, especialmente en los momentos en que fue objeto de polémicas y ataques públicos.

Se dedicó entonces a escribir. «Yo no he escrito» —le dijo a Soler Serrano en aquella entrevista— «yo me he dedicado a que los demás escriban, pero todo editor tiene un libro dentro que algún día dará». Él tenía más de uno. Escribió con frecuencia en El País, brindando recuerdos y rindiendo homenaje a muchos otros escritores, ingenieros, amigos que le acompañaron en sus tareas y también reflexionando sobre sus pasiones, como el periodismo. Escribió una novela, El área remota (1986), y dos libros de cuentos, Relatos en espiral (1990) y Amores de cinco minutos (1996),además de dos libros dedicados a su familia materna y paterna: Historia probable de los Spottorno (1992) y Los Ortega (2002), que consiguió terminar y cuya presentación se convirtió en un homenaje póstumo.

Este libro ha sido una iniciativa de sus hijos, José, Inés y Andrés, que me pidieron que la coordinara, y fue acogido con entusiasmo y generosidad por Alianza Editorial y por su directora, Valeria Ciompi. Entre todos hemos querido recoger el testimonio de alguno de sus amigos más próximos, junto a textos de filósofos, historiadores y escritores que le conocieron personalmente o que han trabajado sobre el tiempo que le tocó vivir y sobre sus empresas. También hemos reproducido algunos textos escogidos entre los que él mismo escribió: cartas, artículos en la prensa, intervenciones o entrevistas.

Javier Zamora Bonilla, profesor de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Sociales y Políticos en la Universidad Complutense de Madrid, así como director del Centro de Estudios Orteguianos en la Fundación Ortega-Marañón, autor de Ortega y Gasset (Barcelona, Plaza y Janés, 2002) y miembro del equipo editor de las Obras completas del filósofo (Madrid, Taurus/Fundación José Ortega y Gasset, 2004-2010), toma a su cargo acercarnos a la biografía de José Ortega Spottorno.

José Lasaga Medina, profesor en la Facultad de Filosofía de la Universidad Nacional de Educación a Distancia y autor de José Ortega y Gasset. Vida y filosofía (1883-1955) (Madrid, Biblioteca Nueva/Fundación José Ortega y Gasset, 2003), escribe sobre la relación entre José Ortega Spottorno y su padre, una relación sin la cual resulta imposible entender las iniciativas del hijo.

Diego Hidalgo, filántropo, intelectual y empresario, fundador y presidente de la Fundación para las Relaciones Internacionales y el Diálogo Exterior (FRIDE), recuerda la amistad entre las dos familias, y la suya especial con él, así como su colaboración en momentos felices y también en los difíciles, en Alianza Editorial y como accionista y consejero de PRISA.

Francisco García Olmedo, ingeniero agrónomo, catedrático de la Universidad Politécnica de Madrid y miembro de la Real Academia de Ingeniería, rememora los estudios de José Ortega Spottorno en la escuela Técnica Superior de Ingenieros Agrónomos y las segundas vocaciones despertadas en él y en otros que fueron sus compañeros.

Azucena López Cobo, profesora investigadora de la Fundación Ortega-Marañón y miembro del equipo editor de las Obras completas de Ortega y Gasset, presenta una investigación sobre las dificultades y los logros en el empeño de recuperar la editorial Revista de Occidente desde la inmediata posguerra civil.

Santos Juliá, catedrático de Historia Política y de los Movimientos Sociales, es autor de numerosos libros sobre la historia política e intelectual de la España contemporánea, entre ellos Historias de las dos Españas (Madrid, Taurus, reed. 2010) y Nosotros, los abajo firmantes. Una historia de España a través de manifiestos y protestas (1896-2013) (Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2014). Su texto constituye una interpretación de la década de los años sesenta, del desarrollo y el cambio social, de los conflictos y el horizonte político de las fuerzas del régimen franquista y de la oposición, una década clave en la trayectoria de José Ortega Spottorno que introduce los siguientes tres capítulos.

En el primero de ellos, Juan P. Fusi Aizpurua, catedrático de Historia Contemporánea y miembro de la Academia de la Historia, autor, entre otros libros, de Breve historia del mundo (Barcelona, GalaxiaGutenberg, reed. 2016), Historia mínima de España (Madrid, Turner, 2012), El efecto Hitler. Una breve historia de la Segunda Guerra Mundial (Madrid, Espasa, 2015), presenta la reaparición de la Revista de Occidente en su segunda etapa, precisamente en la mencionada década de los 60, y del papel de la cultura en la conquista de espacios de libertad.

En el segundo, a José María Guelbenzu, escritor, autor de numerosas novelas y crítico literario, en su día director de la editorial Taurus y también de Alfaguara, que también conoció a fondo el mundo editorial de aquella época y sus protagonistas, le ha correspondido escribir sobre lo que significó Alianza Editorial, tanto El Libro de Bolsillo como el resto de sus colecciones.

El tercero y último, del que me he encargado, está dedicado a la que fue también la última de sus iniciativas: la fundación de una sociedad, PRISA, cuyo objetivo fundamental fue la publicación de un periódico diario moderno e independiente. Así nació El País que, para propios, pero sobre todo para extraños, también para los editores y directores de algunos de los más importantes diarios extranjeros de entonces, logró convertirse en un tiempo récord en el primer periódico español.

«Los candidatos por excelencia» —en el ámbito de la cultura— «a ese género vicario de inmortalidad que es la fama son los filósofos, ensayistas, investigadores, músicos, poetas, cineastas o narradores cuya obra creativa hace mejores más sabios y menos infelices a sus contemporáneos o a sus descendientes. Pero la división social del trabajo también concede un lugar en ese Olimpo —aunque sea secundario— a quienes consagran vocacionalmente su vida a difundir, conservar o promover las obras ajenas.»

Con esas palabras despidió Javier Pradera a José Ortega Spottorno en las páginas de El País («Las dianas del arquero», 19 de febrero de 2002), cuando murió aquel promotor de obras ajenas. Al final dejó también las suyas propias, las que escribió en sus últimos años. Esperamos, con este libro, haber contribuido a mantener su recuerdo y el de aquella época de grandes cambios que le tocó vivir.

Vida y vivencias de José Ortega Spottorno: Tradición e innovación en la cultura española (1916-2002)1

JAVIER ZAMORA BONILLA

 

José Ortega y Gasset con su esposa, Rosa Spottorno, y sus hijos en la terraza de la casa de Serrano número 47 (1920). (A la izquierda se encuentran Miguel y Soledad; a la derecha, José.)

 

La felicidad de la infancia: familia y vocación

«Los primeros besos paternos los recibí por cable», solía contar José Ortega Spottorno, que nació el 13 de noviembre de 1916. Su madre, Rosa Spottorno Topete, mandó poner un telegrama al padre ausente, y éste, el filósofo José Ortega y Gasset, contestó «entusiasmado» desde el otro lado del Atlántico con besos para el recién nacido2. Se encontraba en Argentina desde julio, invitado por la Institución Cultural Española de Buenos Aires para impartir una serie de conferencias, que tituló «Introducción a los problemas actuales de la filosofía», y un seminario sobre la kantiana Crítica de la razón pura. El éxito obtenido en los mismos le obligó a alargar la estancia con otras conferencias en la ciudad porteña, en varias provincias argentinas y en Montevideo, la capital uruguaya, por lo que no llegó a Madrid para el nacimiento de su tercer hijo. Miguel, en 1911, y Soledad, en 1914, le precedieron.

Este viaje a América situó al joven filósofo español en un plano de reconocimiento internacional, de momento hispanoamericano, que confirmó su liderazgo en la que sería conocida como Generación de 1914. Él fue la voz de un centenar de integrantes de la misma, agrupados en la Liga de Educación Política Española, cuando ésta se presentó al público en el Teatro de la Comedia de Madrid el 23 de marzo de 1914 con una conferencia titulada «Vieja y nueva política». A finales de julio de ese mismo año, sus Meditaciones del Quijote mostraron la capacidad literariamente creativa y la profundidad del pensamiento de este catedrático de Metafísica de la Universidad Central, el cual desarrolló en los años posteriores una de las filosofías más importantes del siglo XX: el método de la razón vital e histórica. Su pluma era bien conocida porque desde 1902 aparecía con frecuencia en la prensa y pronto fue un intelectual de referencia obligada. Su fama se reconfirmó en los años siguientes con libros como la primera entrega de El Espectador (1916), publicado poco antes de su viaje a Argentina, España invertebrada (1922), El tema de nuestro tiempo (1923), La deshumanización del arte e Ideas sobre la novela (1925) y La rebelión de las masas (1930), que supuso la consagración internacional de su autor cuando fue traducido enseguida al alemán y al inglés y poco después a las más diversas lenguas.

El padre de Ortega y Gasset y abuelo de Ortega Spottorno era José Ortega Munilla, periodista, escritor, miembro de la Real Academia Española desde 1902 y diputado desde 1901 en varias Cortes. Se hizo famoso cuando en 1879 alcanzó la dirección de la página literaria Los Lunes, de El Imparcial, principal periódico liberal de la época, propiedad de la familia de la que sería su mujer, Dolores Gasset y Chinchilla. El diario fue fundado por el padre de ésta, Eduardo Gasset Artime, en 1867, por entonces en la órbita de la Unión Liberal de O’Donnell. Gasset participó en la revolución de septiembre de 1868 y apoyó, con Juan Prim, la monarquía de Amadeo de Saboya, que le nombró ministro de Ultramar. Aunque no fue partícipe de la Restauración de Alfonso XII, consiguió convertir El Imparcial en el más importante periódico liberal de aquella época. Murió en 1884, muy joven, por lo que su hijo Rafael Gasset, con apenas 18 años, tuvo que hacerse cargo de la empresa, para lo que contó con la ayuda del director de El Imparcial, Andrés Mellado, y de su cuñado Ortega Munilla, que más tarde, en 1900, pasó a dirigir el periódico. En 1906 se constituyó el llamado trust de la prensa, la Sociedad Editorial de España, que agrupaba a El Imparcial, El Liberal, Heraldo de Madrid y otras publicaciones de provincias que sumaban una tirada de más de 400.000 ejemplares. Ortega Munilla fue su vicepresidente —la presidía Miguel Moya, de El Liberal—, en representación de los intereses de su cuñado Rafael Gasset, quien desde 1900 se dedicó activamente a la política y fue ministro, casi siempre de Fomento, en diez ocasiones hasta 1923. Su nombre está asociado a los primeros planes hidrológicos y la construcción de pantanos que había impulsado el ideario regeneracionista desde finales del siglo XIX.

El pequeño José no pudo disfrutar mucho de su abuelo Ortega Munilla porque falleció en 1922, cuando él apenas contaba con seis años, aunque recordaba algunas anécdotas suyas de sus visitas a su casa de la calle de Claudio Coello número 81. Cuando nació José Ortega Spottorno las relaciones de los Ortega con El Imparcial y la rama Gasset de la familia atravesaban dificultades. Ortega Munilla salió del periódico en 1911 y su hijo Ortega y Gasset lo hizo en 1913 tras publicar un artículo titulado «De un estorbo nacional»3, en el que calificó así al Partido Liberal, uno de cuyos grupos acaudillaba su tío Rafael Gasset. La puesta a su servicio de El Imparcial acabó socavando la credibilidad de este periódico, según recordaría el propio Ortega Spottorno. Ortega y Gasset sólo volvió a publicar en el diario familiar en 1917, cuando el empresario Nicolás María de Urgoiti quiso hacerse con su control para convertirlo en punta de lanza de un gran proyecto editorial que satisficiese los intereses comerciales de la Papelera Española, que también dirigía. Contó entonces con Ortega y Gasset, quien seguía manteniendo acciones en la empresa por parte de su madre, y lo incorporó al Consejo Editorial, pero un artículo suyo titulado «Bajo el arco en ruina»4, publicado en junio y en el que pedía convocar Cortes Constituyentes, echó al traste el proyecto. Ortega y Urgoiti salieron de El Imparcial porque los Gasset y varios políticos, invocando incluso la mediación del joven rey Alfonso XIII, impidieron que el acuerdo firmado se plasmase en escritura pública. Del fracaso de esta iniciativa nació unos meses después, en diciembre, El Sol, que se convirtió en el gran diario del momento, con Ortega como una de las anónimas plumas editoriales hasta 1920, y articulista y principal cabeza pensante de la Redacción. En marzo de 1931, otro artículo suyo nuevamente, «El error Berenguer»5, publicado en noviembre del año anterior y en el que hacía un llamamiento para derrocar la Monarquía, obligó a su autor y a Urgoiti a abandonar la empresa, en la que habían surgido disputas por el control de la misma y por la línea editorial. Este gran diario, liberal y reformista, fue para José Ortega Spottorno referencia ineludible para sus propias empresas, pero no adelantemos acontecimientos.

A Los Ortega dedicó Ortega Spottorno su último libro, publicado ya de forma póstuma en 2002, año de su muerte. Diez años antes, había hecho lo propio con la otra rama familiar en su Historia probable de los Spottorno6, una familia que llegó a España a finales del siglo XVIII procedente del norte de Italia. Su descendiente los define como «representantes paradigmáticos de la burguesía liberal, tercos creyentes […] en la libertad y el progreso»7. Instalados en Cartagena y dedicados al comercio y la minería, hicieron fortuna y desempeñaron puestos políticos y diplomáticos. Varios ocuparon cargos consulares de diversos países, que otorgaron una posición y unas relaciones, desde que los desempeñó su bisabuelo Bartolomé Spottorno a partir de la década de los 40 del siglo XIX. Fue este mismo antepasado quien alcanzó la alcaldía en 1855, tiempos del Bienio progresista, con los que se identificó, y luego en el primer Ayuntamiento democrático del Sexenio. Admirador de Juan Prim, llegó a ocultarle en su casa de La Palma, a diez kilómetros de Cartagena, en una de sus necesarias huidas de España tras un frustrado pronunciamiento antes del éxito de la Revolución Gloriosa de 1868. Don Bartolomé fue de los que recibió a Amadeo de Saboya en Cartagena, desolados todos por el asesinato del general que tanto había hecho para que el príncipe italiano alcanzase el trono de España. Bartolomé Spottorno aceptó la República sin mucho convencimiento y se opuso con él al cantón cartagenero. En su finca de La Palma, se instaló el general Martínez Campos durante el sitio de la ciudad que puso fin a la revuelta confederal. Con la Restauración, volvió a ser alcalde en 1881, aupado por los seguidores del liberal-fusionista Práxedes Mateo Sagasta. Los Spottorno pusieron su nombre en las principales instituciones de la sociedad civil de Cartagena: la Económica de Amigos del País —que propició una Caja-Banco de la que don Bartolomé fue vocal de su Junta Directiva—, la Cofradía de los Cuatro Santos, el Hospital de la Caridad, la Casa de la Misericordia, la Junta de Comercio y, naturalmente, el Casino. Entre sus iniciativas, estuvo la de promover la llegada del ferrocarril a la ciudad. La explotación se adjudicó a José de Salamanca, con quien la familia tuvo una buena relación y participó en este negocio.

Uno de los hijos de don Bartolomé, Juan Spottorno y Bienert, fue abuelo de nuestro biografiado. Se marchó a Madrid para cursar la carrera de Derecho en la Universidad Central, pero volvió a Cartagena, donde ejerció de abogado y juez de instrucción. Se casó con Josefina Topete y Cavaillon, hija del contraalmirante Ramón Topete y Carballo, entonces Capitán General de Cartagena, hermano del más famoso Juan Bautista que tanta importancia tuvo en la Gloriosa. En lugar de seguir la carrera política y empresarial de su padre, aunque fue diputado en 1893 por El Ferrol —en Cartagena chocó siempre con el conservador Juan de la Cierva y no pudo obtener nunca un escaño—, Juan Spottorno hizo carrera militar en el cuerpo jurídico de la Armada. Por esto, la familia se trasladó a Madrid ya a finales del siglo XIX. Con ellos, iba su hija Rosa Spottorno Topete, madre de José Ortega Spottorno. Juan Spottorno alcanzó el máximo rango en el cuerpo jurídico de la Armada al ser nombrado ministro togado en el Consejo Supremo de Guerra y Marina. Por su relación con los Topete y su vinculación con la Armada, mantuvo una estrecha amistad con Pascual Cervera y Topete, comandante de la Escuadra derrotada en Santiago de Cuba en 1898, quien depositó en él confidencialmente algunos documentos que mostraban su oposición a las decisiones militares del Gobierno sobre el modo en que había de afrontarse la guerra contra los rebeldes cubanos y el ejército de los Estados Unidos, por si en su día hicieran falta para salvaguardar su honor. Así lo hizo, dándolos a conocer, Juan Spottorno en uno de los hitos que han quedado más anclados en la memoria familiar. Se jubiló en 1918, dos años después de nacer su nieto José. Esto le permitió dedicarle mucho tiempo al chiquillo, con el que le unió una estrecha relación. El abuelo vivía, junto a su hijo Juan, en un piso del número 12 de la calle Ramón de la Cruz, muy cerca del domicilio de su hija Rosa, en Serrano número 47. Ésta dejaba muchos días a sus hijos en su casa. Llevaba una vida modesta porque su hermano Ricardo había dilapidado buena parte de la fortuna familiar con poco acertadas inversiones. José cuenta en la Historia probable de los Spottorno que en casa de su abuelo leyó varios tomos de Julio Verne, en la edición con grabados de Hetzel, y también la Revista General de Marina, que recibía su abuelo y que le hizo desde entonces interesarse por las cosas del mar. El abuelo también pasaba con ellos los largos veranos de Zumaya, que luego referiré. Se conserva alguna carta entre ellos, en la que el abuelo afea al nieto alguna falta de ortografía y la mala letra —aunque era peor, con diferencia, la del abuelo8—. En las páginas que su nieto le dedica en la citada historia familiar, se ve la intimidad con que se trataron.

José tuvo una infancia muy feliz, unido muy estrechamente a sus padres, a sus hermanos y a otros familiares como abuelos y tíos. Las amistades de sus padres y los hijos de éstas lo fueron luego suyas: los Vela, los Marañón, los Baroja, los Hernando, los Zuloaga, los Luzuriaga, los Pittaluga, los Yebes... Así lo ha reflejado en varios escritos. Si por su padre tuvo un amor filial inmenso y, como veremos, una no menor admiración intelectual, por su madre sintió auténtica devoción. En su Historia probable de los Spottorno, recuerda que de niño lo bañaba ella misma mientras jugaba con los barcos de corcho que había construido su hermano Miguel, y que siempre les traía un regalo al volver de sus compras, algo que siguió haciendo con los nietos, por lo que su marido le decía: «Rosa, tú no mimas a los nietos, los sobornas…». Al comentar estos recuerdos, José escribe unas líneas nacidas desde el hondón de la infancia pero pasadas por la criba de la madurez: «la figura de la madre no desaparece nunca de la mente, en cualquier época de tu vida, mientras ella vive y aún después. Mas los recuerdos más entrañables vienen de la infancia, en que estás más pendiente y dependiente de ella». No me resisto a copiar las palabras que le dedica en el libro citado cuando recuerda «lo guapa que era ella, belleza que conservó hasta sus 96 años. Sus ojos, azules, eran preciosos y el ligero ángulo de su nariz le daba un gran atractivo. Era muy presumida aunque nada coqueta y tenía el prurito de no parecerse a nadie; ni siquiera le gustaba reconocer que [su nieta] Inés había heredado esa inflexión nasal afortunada. Su cutis era lozano, sin requerir afeites ni tratamientos, cuya suavidad yo aún la recuerdo en las yemas de mis dedos porque me gustaba acariciar sus mejillas […]. Iba bien vestida, sin gastar en ese particular nada extraordinario […]. La elegancia […] consiste en no hacerse notar y esa elegancia la tenía asimismo en su forma de ser»9.

La vida familiar fue muy intensa en los años de la infancia. Los pequeños Ortega Spottorno solían ir con su madre a “La Colonia”, la finca que el abuelo de ésta, Ramón Topete, tenía en la carretera de Aragón, por el límite de lo que luego sería la Ciudad Lineal de Arturo Soria, en la colonia de Pueblo Nuevo de la Concepción, donde vivía con su hija Rosa, hermana soltera de la madre de Rosa Spottorno, entonces una zona muy alejada del centro de Madrid y en pleno campo. El pequeño José se quedaba a dormir muchos fines de semana en la finca y jugaba en el viejo invernadero y en una cabaña que se hizo en un castaño del jardín, herido por un rayo. A su madre le gustaba ir allí, donde su entonces novio le había dado el primer beso, a ver a su abuelo y a su tía, y en verano, cuando partían de vacaciones, les dejaba los dos enormes galgos rusos con los que convivían en su piso del barrio de Salamanca, Taiga y Borzoi. Siempre tuvieron animales en casa. José recuerda que con el perro que más jugó fue con un basset de pelo alazán llamado Pum, y que todos recordaban a Sil, que él no llegó a conocer. Se conserva una carta de Reyes que muestra el goce ingenuo de la vida y la felicidad de aquellos años tiernos: «Queridísimos Melchor, Gaspar y Baltasar, si puede ser traerme un burro de cartón, un auto de pedales y lo que quieran. José Ortega. Serrano 47. Madrid»10. Hizo la primera comunión en la capilla de Nuestra Señora de Lourdes el 30 de mayo de 1925. Aunque su padre no era católico, se había comprometido con su mujer a que sus hijos fuesen educados en esta fe. El mismo José cuenta que «la enseñanza liberal y laica» que recibió en el Instituto-Escuela hizo que dicha fe «se alejara de mí sin ningún trauma espiritual»11.

José Ortega Spottorno (en primera fila, con jersey a rayas) a los siete años en un aula del Instituto-Escuela (1923).

El Instituto-Escuela se fundó en 1918 por decreto firmado por el ministro liberal Santiago Alba. Era un organismo vinculado a la Junta para Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas, ideado con el fin de introducir el proyecto pedagógico de la Institución Libre de Enseñanza en la educación pública. El alumno se ponía en el centro del proceso educativo para fomentar su creatividad y su implicación en su propia educación, por medio de profesores seleccionados con criterios que primaban su capacidad pedagógica. No sólo se buscaba que los niños aprendiesen cosas, sino que se interesasen en el conocimiento de sus capacidades, en cómo aplicar éstas a su formación y a la sociedad, y en la belleza de la sabiduría, de ahí que la educación en humanidades se completase con un conocimiento de las ciencias exactas y del medio físico y social, y también de la estética y de las artes manuales. Eran frecuentes los viajes a ciudades para conocer los monumentos y los museos, y también las excursiones al campo para empaparse de la geografía, la flora y la fauna locales. El método de evaluación estaba basado en un seguimiento continuo de distintas actividades del alumno y no en exámenes finales, algo revolucionario en la educación pública española. Allí se educó José. En una nota de María de Maeztu de 21 de marzo de 1923 se puede leer: «Según opinión de la Profesora de Párvulos, su hijo José sigue adelantando y es muy aplicado, dócil y obediente». Parece que la docilidad de este primer año no se mantuvo en los siguientes, porque en una nota de la misma Maeztu del 20 de diciembre de 1924 escribe: «Según opinión de las Profesoras su hijo José, alumno de Primer Grado de la Sección Preparatoria, es muy inteligente, aplicado y adelanta bastante. Estos últimos días es menos inquieto que a principio de curso», pero en otra del año siguiente afirma la misma Maeztu que el chico «es muy inquieto». En un cuestionario sobre el Instituto-Escuela al que José responde en 1982, destaca a sus profesores Sr. León, de Física, y Sr. Gómez Llueca, de Biología, y como clave del éxito de su colegio la labor pedagógica de María de Maeztu y de María Goyri de Menéndez Pidal. Entre lo más sobresaliente del Instituto-Escuela, recuerda la convivencia con compañeros y profesores, la coeducación de chicas y chicos, el laicismo, que le enseñasen a escribir bien y que no hubiera exámenes. En cambio, critica que no se fomentase más la memoria y que, en tanto que el Instituto-Escuela creció mucho, tuvieron que contratar a profesores de menor calidad. Obtuvo una buena formación y consiguió el título de bachiller en 1932, año en el que en otra nota del día 18 de mayo podemos leer que «sigue un curso normal bastante bueno, salvo en Agricultura y Francés en donde debe trabajar más». Debió aplicarse en esto, no sólo porque, como cuenta él mismo en la respuesta al referido cuestionario, mejoró mucho su francés y se casó años después con una francesa, Simone Klein, que también tenía nacionalidad española por su primer matrimonio, sino porque acabó haciéndose ingeniero agrónomo después de la Guerra Civil12.

Su padre, muy implicado en las actividades de distintas instituciones vinculadas a la Junta para Ampliación de Estudios, como la Residencia de Estudiantes, el Centro de Estudios Históricos y la Residencia de Señoritas, también fue uno de los que alentó el Instituto-Escuela, de cuyo Patronato llegó a ser miembro. Con María de Maeztu, persona clave en el mismo como acabamos de ver, le unía una estrecha amistad. Había sido su alumna en la Escuela Superior del Magisterio en 1909 y fue él quien propuso que dirigiese la Residencia de Señoritas, tan vinculada al propio Instituto-Escuela, pues al estar sus instalaciones juntas en los hotelitos de la calle Fortuny número 30 y Miguel Ángel número 8, cedidos por el Instituto Internacional, la colaboración era casi natural. El padre de José Ortega Spottorno confiaba en la pedagogía de la Institución Libre de Enseñanza, que tan bien conocía y que le resultaba tan afín por su relación con el fundador de la misma, Francisco Giner de los Ríos, con Alberto Jiménez Fraud, director de la Residencia de Estudiantes, y con José Castillejo, secretario de la Junta para Ampliación de Estudios, entre otros muchos institucionistas. A las ventajas que ofrecía el modelo educativo de su colegio, en la formación de José, un excelente lector desde niño, hay que sumar lo mucho que aportaba un entorno familiar rodeado de libros y de personas abiertas a las ciencias, las artes y las humanidades. En varios lugares, relata que su padre les solía leer cuentos en la sobremesa de la cena, que era cuando toda la familia coincidía en torno a la mesa. Recuerda que un día les leyó uno de su abuelo José en el que el reloj del Ayuntamiento de un pueblo se estropea y viene un relojero a arreglarlo, el cual, después, desaparece y el reloj empieza a ir para atrás13. Con ello, su padre les quería mostrar las vueltas, no siempre agradables, que da la vida.

El pequeño José intentó pronto emular lo que veía en su más inmediato entorno e ideó una novela, la cual no pasó de proyecto, titulada En busca del capicúa 5555; iba a ser publicada por entregas a 10 céntimos, editada por su propia editorial: la Compañía de Publicaciones Ortega. Para hacer más atractiva su venta, pensó que los miércoles le acompañase un suplemento humorístico. Su padre había sido, nuevamente junto a Urgoiti, uno de los impulsores de la editorial Calpe en 1918, fusionada con Espasa en 1925. Además, en 1923 fundó la Revista de Occidente, y al año siguiente la editorial del mismo nombre que, como veremos, fue tan esencial en la biografía de Ortega Spottorno. El niño, por tanto, jugaba a lo que veía hacer en casa. Esta anunciada novela no fue el único proyecto editorial del pequeño —cuenta que su tío Juan Spottorno se reía de estos proyectos—, ni seguramente el primero, porque entre los papeles de su infancia que ha conservado la familia encontramos un boceto titulado El Arte Mudo, del domingo 6 de mayo de 1923 —tenía sólo 6 años—, que anuncia como «N.º 1 – Año I – Publicación semanal», acompañado con fotos de actrices y actores recortadas de la prensa (Leni Riefenstahl, protagonista de La montaña sagrada; Vera Reynolds; Imperio Argentina), y añade un anuncio para ver El pequeño cornetín «en el aristócrata cine del Callao». Era consciente de la importancia de la publicidad para financiar la prensa, en el momento en que su padre estaba metido de lleno en el lanzamiento de Revista de Occidente, que saldría en julio. Fue una diversión que le duró años al pequeño José y que luego se transformó en oficio. Se conservan otros bocetos, uno de ellos titulado El Diario Nocturno, de 1926, en el que escribe, muy acorde con los tiempos de la Dictadura de Primo de Rivera: «Este número ha sido revisado por la censura». Otro boceto lo titula El Pirata. Y, otro, en el que se implicaron varios amigos y llegaron a editar en imprenta, se llamó Juventud. El promotor de la iniciativa, en cuya casa de la calle Serrano número 43 ubicaron la infantil Redacción, fue Gregorio Marañón Moya, hijo del doctor Marañón. José conservó un ejemplar del 1 de enero de 1929. En la portada, indican que es un número extraordinario y que se publica los días 1 y 15 de cada mes. Los redactores fueron: Joaquín Sánchez Covisa, Pascual Gimeno, Gregorio Marañón Moya, Enrique Miret, Miguel Moya Huertas, Álvaro D’Ors, José Ortega, Juan Pérez de Ayala, Carlos Pittaluga, Luis López Roberts, Fernando Ruiz. Incluye una foto de la Redacción en la que aparece también Rafael Gasset. Como puede verse, eran todos ellos hijos de intelectuales, científicos, editores y periodistas. En abril de 1930, con tres folios doblados por la mitad, José idea otra pequeña revista titulada Caminos de hierro, que incorpora un relato acompañado de dibujos de un ferrocarril, un mapa de parte de la costa Este de Estados Unidos y una estación de tren; además había previsto un apartado de chistes y varios espacios para publicidad. La vocación de escritor, periodista y editor estaba fraguándose.

José Ortega Spottorno a los nueve años.

No fue José, no obstante, un niño encerrado en los libros. A sus padres les cuenta en algunas cartas que pasaba por temporadas de intensa lectura, de lo que colegimos que había otras en que los libros dejaban de atraerle tanto. Le encantaba jugar, juntarse con amigos, salir por el barrio y hacer excursiones. Entre sus diversiones, cuenta que iba, con su hermana Soledad, a veces acompañados de su madre, otras de Lesmes —el chófer de la familia— y otras de su tío-abuelo Antonio Spottorno, al cine Príncipe Alfonso o al Royalty, ambos en la calle de Génova, donde acudían los compañeros del colegio. Allí vio las películas de Douglas Fairbanks, Mary Pickford y otras estrellas de Hollywood. Su tío era un viva-la-vida que, mientras pudo, vivió de la fortuna y la caridad familiar, pero con un alma grande y al que José tuvo mucho cariño, quizá porque admiraba ese tipo de vida abandonada y mujeriega, sin ocupaciones ni preocupaciones, que sería tan distinta a la suya. Cuenta que cuando volvió a Madrid en 1939, nada más terminar la guerra, se interesó por él y supo que vivía a costa de un familiar en una pensión, pero que cuando fue a verlo le dijeron que había muerto y que no sabían dónde le habían enterrado. La preocupación de que hubiera sido en una fosa común aún le carcomía cuando escribió la Historia probable de los Spottorno. También tuvo mucha relación con su tío Juan Spottorno Topete, que vivía con su abuelo Juan, como queda dicho. Hizo gala de su nombre pues fue un Don Juan, figura que siempre atrajo al sobrino como atraía a su padre, quien le dedicó varios ensayos. En los textos literarios que Ortega Spottorno escribió cuando se fue alejando de sus ocupaciones editoriales, muchos personajes representan esta figura, por ejemplo en su novela El área remota y en su colección de relatos Los amores de cinco minutos, tan llenos de escarceos amorosos.

A José le gustó viajar y llegó a escribir una lista de los lugares en que pasó sus vacaciones y también escribió algunos diarios de varios viajes, que completó a veces con las impresiones que su mujer anotaba en su propio diario. En una entrevista que le hicieron en TVE en 197614, cuenta que su padre, siempre «tierno» y pendiente de sus hijos, les descubrió toda España porque le encantaba hacer excursiones, de las que recuerda varias, por ejemplo, a Zorita de los Canes y a Pedraza, y los recorridos hacia el norte cuando iban a pasar las vacaciones a Zumaya y paraban en Soria y Calatañazor. Su padre contemplaba y comentaba el paisaje castellano, tan árido, que le encantaba. En Zumaya, la familia Ortega Spottorno pasó casi todos los veranos desde 1920 hasta la Guerra Civil. Así lo describe José: «Puerto de pesca y pequeño cabotaje, con industria importante, aún equilibrada por una vida rural en los caseríos de las tierras en torno, dedicadas al maíz, al pastoreo, a la manzana y a otros varios frutos de suelo y vuelo, Zumaya era uno de los rincones con mayor encanto de España, y muy adecuada para familias poco adineradas, con niños, que gozaban de la playa, de la bicicleta, de las tardes de romería en aldeas o caseríos próximos y de excursiones a los pueblos cercanos —Guetaria, Zarauz, Orio, Deva Iciar— y, para los mayores, la hermosura de San Sebastián, o de Hendaya y Biarritz en el País Vasco francés»15. Sus padres alquilaban dos pisos de la casa del empresario José Ibarguren. Por allí pasaban todos los amigos que visitaban la zona o tenían casa cercana como Pío Baroja, que vivía temporadas en Vera de Bidasoa, e Ignacio Zuloaga, que tenía su estudio en Santiago-Echea.

El despertar de la conciencia cívica y el choque tremendo con la realidad política de España

Por algunas cartas de los años treinta a su padre que se conservan en el archivo familiar, podemos ver que el joven José Ortega Spottorno fue consciente pronto de que su progenitor era una figura excepcional de la vida española. En los años veinte, Ortega y Gasset ejercía ya, como bien dijo Vicente Cacho Viu, un liderazgo intergeneracional. Sólo Miguel de Unamuno, enfrentado con el rey y con el dictador Primo de Rivera, y exiliado entre 1924 y la muerte del dictador en 1930, tenía tanta fama como él. Las claves del éxito de Ortega y Gasset fueron su destacado papel en El Sol, en el que publicaba con asombrosa regularidad sobre los temas más diversos —política, filosofía, antropología, literatura, arte— sin eludir nunca las polémicas, tanto políticas como literarias; el renombre que enseguida consiguió la Revista de Occidente, en la que colaboraron no sólo las mejoras plumas nacionales sino muchísimas extranjeras del mayor peso en la literatura y las ciencias; su influencia en el mundo editorial a través de Espasa-Calpe y de la Editorial Revista de Occidente; la propaganda que de su obra hacía un núcleo de discípulos y admiradores que se fue creando en torno al ejercicio de su cátedra en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Central y el desarrollo de su original filosofía que iba mostrando en libros, los cuales recogían lo publicado previamente en los periódicos; y su presencia intelectual en América a través de sus ensayos, de la revista y de sus artículos en La Nación, de Buenos Aires, a partir de 1923, desde donde se difundían por todo el continente.

En 1929, a la vuelta de un nuevo viaje a Argentina, Ortega y Gasset dimitió como catedrático por su oposición a la política universitaria de la Dictadura de Primo de Rivera, a la represión que se ejerció contra los estudiantes que se manifestaron contra la misma y al cierre de la Universidad. Muestra de la influencia que entonces Ortega ejercía en la sociedad española es que, cuando decidió continuar su curso universitario, titulado «¿Qué es filosofía?», en la Sala Rex, se encontró que la misma se llenó, a pesar de que la matrícula era de pago, y tuvo que trasladar sus lecciones al Teatro Infanta Beatriz para dar cabida a los más de seiscientos asistentes. Sus jóvenes discípulos le reclamaron durante este año y el siguiente que se declarase republicano, pero Ortega no lo hizo hasta noviembre de 1930, primero en el último artículo de una serie sobre la reforma universitaria, publicada más tarde en forma de libro con el título Misión de la Universidad, y unos días después en otro que alcanzó mayor fama y fue reproducido por medios nacionales y foráneos: «El error Berenguer». Terminaba el mismo: «Españoles, vuestro Estado no existe. Reconstruidlo. Delenda est Monarchia»16. Dicha diatriba antimonárquica, como ya hemos contado, supuso el abandono forzado de El Sol por parte de Ortega, de Urgoiti y de otros miembros de la redacción, ya en marzo de 1931. No era el filósofo, ni mucho menos, la primera gran figura que se declaraba a favor de la instauración de la República. Lo habían hecho multitud de ellas ese año de 1930. Incluso había tenido lugar una reunión más o menos clandestina de las fuerzas republicanas en San Sebastián para organizar un golpe contra la Monarquía, pero que Ortega y Gasset diera el paso hacia la República fue un acicate más para su concreción. Con Gregorio Marañón y Ramón Pérez de Ayala, fundó a principios de 1931 la Agrupación al Servicio de la República, que apoyó las candidaturas republicano-socialistas en las elecciones municipales del 12 de abril que acabaron convertidas en un referéndum contra la Monarquía y permitieron el «advenimiento», como se dijo entonces, de la República el 14 de abril. Ortega y Gasset convirtió en partido la Agrupación y se presentó a las elecciones a Cortes Constituyentes, saliendo elegido diputado, junto a otros doce de su grupo.

El pequeño José vivió aquellos acontecimientos con gran intensidad. Así lo expresa en la carta que envió a su padre el 10 de julio de 1931, en la que le dice que Mariano Granados «ha tomado sitio para todos» los diputados de la Agrupación «juntos, por lo cual os podréis apuntar unos a otros», y le pregunta que si quería que le mandase «los dos tomos grandes de las Constituciones», suponemos que para que su padre tuviese a mano una referencia con la que preparar la labor que como diputado constituyente iba a empezar a ejercer. Pocos días después, el 16 de julio, desde El Escorial, regaña a su progenitor diciéndole que le «parece muy mal» que no haya ido «a la inauguración de las Cortes, día en que tan magnífico discurso pronunció Alcalá Zamora». Y añade: «Tengo ganas de que las Cortes estén constituidas para ver cómo discuten los Srs. diputados. Pienso ir muchos días a oírlos. ¿Qué ocurrió con tus dos actas? Pues según parece en Jaén no ha habido elecciones para cubrir vacante […]. Tengo ganas de verte pues contigo estaba más acercado a la política»17 ( Apéndice).

Siguió con mucho interés los discursos de su padre en las Constituyentes, como ha dejado escrito en su libro Los Ortega, y escuchó por radio, junto a su madre y a su hermana Soledad, en el despacho de la Revista, la conferencia que con el título «Rectificación de la República» pronunció su padre en el cine de la Ópera el 6 de diciembre de 1931. Les había instalado el aparato de radio Ricardo Urgoiti, hijo de don Nicolás y fundador de Unión Radio, que transmitió la alocución orteguiana a toda España. Todo un acontecimiento social. El filósofo, tras su saludo a la «sencillez» de la República, empezó a intuir, después de la quema de conventos que se produjo en mayo, que el camino para la instauración constitucional del nuevo régimen no iba a ser de rosas y que los elementos extremistas podían echar por tierra lo que había llegado por vías democráticas y pacíficas. A principios de septiembre, el día 4, en uno de sus primeros discursos en las Constituyentes sobre el proyecto constitucional, avisó de que en el mismo se incluían algunos «cartuchos detonantes» que la harían pronto estallar. Unos días después intentó dar «un aldabonazo» desde las páginas de Crisol, en un artículo publicado el día nueve con dicho título y que concluía: «La República es una cosa. El «radicalismo» es otra. Si no, al tiempo»18. No le convenció el modo en que se resolvió el tema religioso en la Constitución, el famoso artículo 26 que llevó a la dimisión del presidente del Gobierno, Alcalá Zamora, y del ministro de Gobernación, Miguel Maura, ni las pretensiones federalistas de los catalanistas, ni las políticas clientelares del ministro de Trabajo Francisco Largo Caballero, ni las políticas hacendísticas de Indalecio Prieto, por lo que en diciembre pidió una «Rectificación de la República» e intentó formar un Partido Nacional, invocando el liderazgo de Miguel Maura si prescindía de su derechismo, pero apenas encontró apoyos. En otoño de 1932 disolvió la Agrupación y dejó la vida política.

El joven José empezaba entonces a despertar a la vida adulta. En enero de 1932 hizo un viaje de veinte días a París y otros lugares de Francia con quince compañeros del Instituto-Escuela, acompañados por el catedrático Oliver, invitados por Jean Herbette, embajador de Francia en Madrid. Entre otras actividades, acudieron a la lectura de una tesis en La Sorbonne sobre la filosofía de Platón, defendida por el abate Baudry; a una conferencia de Jean Cassou sobre España en los locales de L’Europe Nouvelle; al Instituto Pasteur; a la Cité Universitaire, donde se estaba construyendo el Colegio de España; al Ayuntamiento y a la redacción del diario L’Intransigeant, que le pareció «formidable», con «una cantidad de rotativas enorme», según le dijo a su padre en una carta del 5 de enero. Asimismo, asistieron a la Ópera y buscó allí, según cuenta a sus padres en una postal del día 10, el palco número 5 para encontrar «al fantasma». También les recibió el ministro de Instrucción pública, M. Rousstand, y el presidente de la República, M. Doumer, que le pareció «muy simpático» y sobre todo le gustó que en la audiencia no hubiera discursos19 ( Apéndice).

Su padre se había alejado de la política y emprendido lo que él mismo llamó en el «Prólogo» a sus Obras de 1932 su «segunda navegación» —la cual debía desembocar en un libro en el que expusiese su filosofía, anunciado por aquellos años con el nombre de Aurora de la razón histórica, aunque nunca publicado como tal—, pero no pudo resistirse a enviar dos artículos a El Sol —en el que volvió a publicar cuando Fernando Vela fue director— en que gritó «¡Viva la República!» y pidió «En nombre de la nación, claridad!» a la CEDA de José María Gil Robles, cuando ésta triunfó en las elecciones generales de noviembre de 1933, porque sospechaba que las derechas podían quebrar el espíritu democrático que había traído la República en 1931. Los acontecimientos de estos años, especialmente la radicalización política de las posiciones extremistas, desde los anarquistas a la Falange, pasando por la del propio Partido Socialista que promovió la Revolución de Octubre de 1934, secundada por los separatistas catalanes, le hizo perder las pocas esperanzas que le quedaban de que la República caminase por la senda democrática y liberal que él había soñado. Aunque no tenemos constancia de la posición política de su hijo José en aquellos años, por la que adoptó ante la Guerra Civil, pensamos que no debía andar muy distante de los planteamientos de su padre.

Postal que José Ortega Spottorno envió a su padre desde París el día 10 de enero de 1932 ( Apéndice).

Cuando se conoció el golpe de Estado de varios generales el 18 de julio de 1936, la familia Ortega se trasladó al domicilio del abuelo Juan Spottorno, en Serrano número 47, que era el que ellos ocuparon antes de instalarse en 1934 en un chalecito de la Colonia del Viso. Pensaron que allí estarían más protegidos que en una zona entonces solitaria y alejada del centro de Madrid. A los pocos días, Ortega y Gasset, que estaba muy enfermo por problemas del aparato digestivo, recibió el ofrecimiento de su amigo Alberto Jiménez Fraud para refugiarse con su familia en la Residencia de Estudiantes, donde la presencia de alumnos extranjeros parecía entonces una salvaguarda frente a las milicias que se habían armado. Allí recibió la visita de algunos intelectuales antifascistas que intentaron hacerles firmar —tanto a él como a otros viejos intelectuales liberales como Ramón Menéndez Pidal y Gregorio Marañón— un manifiesto a favor del Gobierno de la República. No quisieron firmar la versión que les traían y acabaron poniendo su rúbrica en una tan escueta que mostró su falta de entusiasmo hacia una República que consideraban había traicionado sus principios. Y no es que el otro bando les ofreciese mayores garantías o alguna esperanza. Muchos de estos intelectuales liberales acabaron, no obstante, apoyándolo durante la guerra —no después—, incluido Ortega y Gasset, en su caso sin hacer apenas manifestaciones públicas de adhesión.

José Ortega Spottorno (a la izquierda) con sus padres y sus hermanos, Soledad y Miguel (1935).

El filósofo temió por su vida y pensó que en cualquiera de las dos zonas podría ser represaliado. Desde la Residencia, en los Altos del Hipódromo, escuchaban a diario los fusilamientos de gentes que los milicianos consideraban traidores a la revolución con que replicaron al golpe de Estado. Las milicias obreras se habían hecho en Madrid con el control del orden público. Los Ortega sabrían pronto que la violencia era aún mayor en el otro bando. A finales de agosto la familia Ortega Spottorno salió, vía Alicante, hacia Francia, ayudados por el embajador francés en Madrid —gracias al prestigio de Ortega y Gasset y a que tenía la Legión de Honor—, por su hermano Eduardo, uno de los líderes radical-socialistas que había sufrido en abril un atentado por parte de miembros de la Falange, y por Vicente Iranzo, médico y exministro radical, que había sido diputado de la Agrupación, apoyado por su hijo Vicente, los cuales se encargaron de arreglar algunos trámites administrativos de los pasaportes. Se instalaron temporalmente en una pensión de La Tronche, cerca de Grenoble. A finales de 1936 llegaron a París. Algunos amigos argentinos, entre ellos Victoria Ocampo y Elena Sansinena de Elizalde, mandaron a su amigo Ortega y Gasset un dinero que les permitió vivir una temporada. En cuanto pudo, lo devolvió religiosamente. Al domicilio alquilado en el número 43 de la rue Gros, fueron llegando varios familiares, entre ellos el abuelo Juan, a quien su hija fue a buscar a Cérbere. Residió con ellos unos meses hasta que se marchó de nuevo a España, a la zona nacional, y al pasar por Burgos se presentó a las autoridades de la Marina con su viejo fajín de almirante, por si hacía falta. No le hicieron mucho caso y se marchó a Puente Genil, donde estaba la abuela materna de los Ortega Spottorno, Dolores Gasset, que también pasó una temporada con ellos en París. Asimismo lo hicieron su tía Rafaela Ortega y Gasset y otros amigos y familiares como la mujer y los tres hijos de Manuel Ortega y Gasset —que quedó en Madrid refugiado en la embajada de Panamá—, a quienes habían asesinado treinta y cinco parientes en zona republicana, el amigo Vicente Iranzo hijo, la tía Ángeles Gasset, y la condesa de Yebes, muy amiga de sus padres, entre otros. Llegaron a ser 16 a dormir y 19 a comer, por lo que cuenta Ortega Spottorno en su libro Los Ortega, lo que obligó a su padre a alquilar también el piso de arriba.

En la primavera de 1937, José Ortega Spottorno acompañó a su padre a Holanda, adonde acudió invitado por Johan Huizinga, y donde acabó su famoso «Prólogo para franceses» de La rebelión de las masas. De regreso a París, el joven José decidió, en diciembre, marcharse a la zona nacional porque su quinta había sido llamada a filas. Oigamos sus propias palabras: «No tenía otra solución —haber vuelto a la zona republicana, suponiendo que ésa hubiera sido mi intención, significaba para mí, por lo menos, la prisión—, y no quería quedarme exiliado en un exilio, además, solitario, sin el apoyo económico que tenían muchos republicanos exiliados. Mi padre había aceptado sin demasiada ilusión mi ida a Burgos y tanto él como mi madre quedaron muy entristecidos sin sus hijos varones». Miguel también se marchó y fue médico en el ejército franquista; antes de salir de España ya había terminado la carrera. «Sí añadiré —concluye José Ortega Spottorno su comentario sobre su incorporación al ejército— que acabé destinado a una batería en el frente de Teruel como soldado raso»20.

José estuvo a cargo de la radio, pendiente siempre de tender el cable para las comunicaciones con el mando. Su conocimiento del alemán fue clave para entender las instrucciones del aparato. También se ocupó de recargar la batería del mismo, por lo que muchas veces tenía que regresar a la retaguardia. El 30 de junio de 1938 escribió a su padre desde Zaragoza. Le contó que había regresado su hermano Miguel y que le trajo noticias suyas y de la familia, la cual estaba pasando una temporada en San Juan de Luz, y un reloj de regalo, que, añade, le «ha venido como anillo al dedo» porque «el otro había sucumbido en una hora fatal». El 14 de julio, cuando lo movilizaron para ir a la primera línea de fuego, empezó un diario. En una de las primeras entradas, el domingo 17, escribe: «Encontramos un camión rojo abatido, el piloto aún en el suelo, destrozado, amoratado. Primer muerto que veo, visión altamente desagradable». En el diario se refleja la preocupación constante por su hermano Miguel, con el que coincidió unos meses en el frente. El lunes 18 escribe que al volver a la batería encontró a «Miguel muy preocupado por mí», porque se habían retrasado mucho y la batalla había sido dura. En otra entrada del miércoles 20 narra que Miguel está curando a los heridos. Y en otra, fechada el viernes 29, escribe: «Me he encontrado a Miguel repuesto. Dice que en septiembre se vuelve a Sevilla. Yo no quiero pensar en el futuro como no sea el inmediato de mi permiso. Por fin hoy he cogido un libro, de Camba, por más señas». Nada hay en el diario ni en la correspondencia consultada que muestre interés por la parte más truculenta del conflicto, ni siquiera una crítica al otro bando, sólo un deseo de que la guerra concluyese.

Vuelta a una normalidad que ya no lo era. La Editorial Revista de Occidente renace entre los escombros de la guerra