La bicicleta de Sumji - Amos Oz - E-Book

La bicicleta de Sumji E-Book

Amos Oz

0,0

Beschreibung

Publicada por primera vez en hebreo en 1978, La bicicleta de Sumji es, según palabras del propio autor, una sencilla historia sobre un niño «a quien una vez le regalaron una bicicleta y la cambió por un tren, el tren, por un perro, el perro, por un sacapuntas, y el sacapuntas, por amor».Pero es mucho más que eso. Es una historia sobre los cambios, sobre hacerse mayor, sobre los sueños. Una historia acerca de las familias, sus amores y hasta sus políticas. Es una historia sobre la ocupación y el colonialismo. Es una historia de Jerusalén. Pero, sobre todo, es una historia sobre un niño que consigue su primera bicicleta y declara su primer amor, todo en el mismo día. Y que, seguramente, llegará a los corazones de todos aquellos que alguna vez han crecido (o que nunca han dejado de hacerlo).En la tradición de personajes tan memorables como Huckleberry Finn o Holden Caulfield, Sumji, salido de la pluma magistral del novelista Amos Oz, es un pequeño gran héroe divertido, puro y muy muy simpático.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 82

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Índice

Cubierta

Portadilla

Nota previa

La bicicleta de Sumji

Prólogo. Acerca de algunos cambios

1. En donde florece el amor

2. De todo corazón

3. ¿Quién ha de ascender a la colina del Señor?

4. La bolsa o la vida

5. Al cuerno con todo

6. Todo está perdido

7. Una noche de amor

Epílogo. Bien está lo que bien acaba

Créditos

Nota previa

Como en la novela de Amos Oz aparecen numerosas festividades y meses de calendario hebreo para localizar temporalmente los sucesos narrados, introducimos a continuación el calendario hebreo, que es lunar, y sus equivalencias con el calendario solar de uso en Occidente, así como algunas de las festividades litúrgicas hebreas, ligadas a los ciclos naturales y a la agricultura.

Tishri: Septiembre

Jeshván: Octubre

Kislev: Noviembre

Tevet: Diciembre

Shevat: Enero

Adar: Febrero

Nisán: Marzo

Iyar: Abril

Siván: Mayo

Tamuz: Junio

Av: Julio

Elul: Agosto

Las equivalencias, como bien se ve, no son exactas debido a la distinción existente entre el ciclo solar y el lunar. Así, el calendario hebreo requiere, a cada determinado número de años, la introducción de un decimotercer mes, que no es sino la reduplicación de Adar. De otro modo, festividades originariamente primaverales caerían, a la larga, en invierno.

En Januká (en diciembre, entre Kislev y Tevet) se conmemora una revuelta en la que Yehudá se alzó contra los griegos, que habían pretendido destruir los símbolos judíos del templo para instaurar las estatuas de sus divinidades. Tras la reconquista, se produce un milagro consistente en que una pequeña cantidad del aceite especial para iluminar el candelabro de los siete brazos ardió durante ocho días, que es lo que dura la fiesta. Januká quiere decir «inauguración». En Purim (14 de Adar, 17 de marzo) se conmemora el intento de exterminar a los judíos de Persia que perpetró el emperador Asuero. Pésaj (equivalente a la Pascua católica; 16 de Nisán, 7 de abril) es la conmemoración de la salida de Egipto del pueblo hebreo tras 400 años de esclavitud.

Lag Baomer (18 de Iyar, 9 de marzo) es el equivalente de la Januká bajo la dominación romana, pues también los romanos trataron de prohibir las costumbres y ritos del pueblo hebreo. La Fiesta del Árbol, también llamada Año Nuevo de los Árboles, celebra el renacer de la naturaleza. Tiene lugar el 15 de Shevat (6 de febrero), y en ella se pone de relieve el paralelismo existente entre un árbol, que renace y muere y necesita profundas raíces, y el pueblo hebreo.

Shavuot (7 de Siván, 27 de mayo) es la conmemoración de la entrega de la Torá —los cinco primeros libros del Antiguo Testamento, que constituyen el libro sagrado de la religión hebrea— a Moisés en el monte Sinaí.

En el capítulo segundo del libro aparecen también algunos nombres relacionados con alguna de estas festividades; son Theodor Herzl (1860-1904), padre del sionismo; Hayyim Najman Bialik (1873-1934), que es el más grande poeta en lengua hebrea de los últimos tiempos; Joseph Trumpeldor (1880-1920), soldado y símbolo del valor militar por su actuación destacada y su heroísmo en numerosas guerras, tanto en el ejército ruso como en el asentamiento del pueblo israelí en Palestina, previo a la proclamación del Estado de Israel en 1947.

La bicicleta de Sumji

Para Fania, Gallia y Daniel

Prólogo

Acerca de algunos cambios

En el que pueden encontrarse diversos recuerdos y reflexiones, comparaciones y conclusiones. Puedes saltártelas si así lo prefieres, y pasar directamente al capítulo primero, que es donde empieza propiamente mi historia.

Todo cambia. Mis amigos y conocidos, por ejemplo, cambian las cortinas del cuarto de estar como cambian de empleo, cambian de domicilio, cambian acciones por bonos del Estado, o viceversa, y bicicletas por motos; truecan sellos, postales, monedas, los buenos días, ideas y opiniones; algunos intercambian también sonrisas.

En un barrio de Jerusalén conocido por el nombre de Shaare Jesed vivió en un tiempo un cajero que, en el transcurso de solo un mes, cambió de hogar, de mujer y de aspecto (se dejó crecer un gran bigote pelirrojo y patillas del mismo color), cambió de nombre propio, de apellido, cambió sus horarios de comidas y de descansos; por decirlo en pocas palabras, cambió absolutamente de todo. Un buen día cambió incluso de trabajo, se convirtió en batería en un club nocturno y dejó su empleo en el banco (si bien no es este, por cierto, un asunto que tenga mucho que ver con los cambios, sino más bien algo parecido a darle la vuelta a un calcetín).

Incluso mientras nos paramos a reflexionar sobre ello, el mundo que nos rodea cambia sin cesar. Aunque la transparencia azul del verano aún pende sobre la tierra, aunque aún hace calor y el cielo resplandece todavía sobre nuestras cabezas, con eso y con todo, cerca del atardecer se percibe una nueva tibieza: de noche llega una cierta brisa que trae consigo el aroma de las nubes. Y a medida que las hojas empiezan a enrojecer, asimismo se torna el mar un punto más azul, la tierra algo más ocre, hasta las colinas más lejanas se diría que están más lejos incluso.

Todas las cosas.

Y en cuanto a mí, que tengo casi once años y dos meses, he cambiado por completo, cuatro o cinco veces, en el curso de un solo día. Así que ¿por dónde empezaré a contar mi historia? ¿Por el tío Zémaj o por Esti? Cualquiera de los dos serviría. Pero creo que empezaré por hablar de Esti.

1

En donde florece el amor

Y en donde por fin se revelan los secretos que han permanecido ocultos hasta este día, entre ellos el amor y otros sentimientos.

En la calle Zacarías, cerca de nosotros, vivía una niña llamada Esti. Por la mañana, sentado en la mesa de la cocina mientras desayunaba con una rebanada de pan, susurraba para mis adentros: «Esti».

A lo cual solía responder mi padre: «Anda, come y calla».

Asimismo, de noche, decían de mí: «Este chiquillo está chiflado; ya ha vuelto a encerrarse en el cuarto de baño a jugar con el agua».

Solo que yo no estaba jugando con el agua, sino que, sencillamente, llenaba el lavabo y trazaba con el dedo su nombre sobre las ondas de la superficie. Algunas veces soñaba que Esti me señalaba por la calle y gritaba: «¡Al ladrón, al ladrón!». Y yo me asustaba y echaba a correr, y ella me perseguía, todos me perseguían: Bar-Kojba Sujovolsky y Goel Germansky y Aldo y Eli Weingarten, todos; la persecución se desarrollaba a través de solares vacíos y escombreras y patios traseros, por encima de verjas y de montones de chatarra oxidada, entre ruinas, por senderos, hasta que mis perseguidores empezaban a cansarse y poco a poco se quedaban rezagados, y al final solo Esti y yo corríamos uno junto al otro, a punto de alcanzar los dos juntos algún lugar remoto, un alpendre quizá, o un lavadero, o el oscuro hueco de la escalera de una casa desconocida, y en ese punto el sueño se volvía a la vez dulce y terrible: me despertaba sobresaltado y lloraba, poco menos que de vergüenza. Escribí dos poemas de amor en el cuaderno negro que después perdí en la arboleda de Tel Arza. Seguramente es mejor que lo perdiera.

Pero ¿qué sabía Esti?

Esti no sabía nada. O bien sabía algo y quería saber más.

Por ejemplo, una vez levanté la mano en clase de Geografía y dije con autoridad:

—El lago Jula es conocido también con el nombre de lago Sumji.

La clase entera, acto seguido, se echó a reír a carcajadas y sin poder parar. Lo que dije era verdad. De hecho, era la verdad exacta; está en la enciclopedia. A pesar de lo cual, el profesor, el señor Shitrit, se quedó un momento confuso y me pidió de mala manera, muy malhumorado:

—Sea usted tan amable de aducir los datos en que se basa su conclusión.

Pero la clase, ingobernable, gritaba a pleno pulmón:

—¡Venga, Sumji! ¡Demuéstralo, Sumji!

Mientras, el señor Shitrit se hinchó igual que un sapo, se puso colorado y bramó, como siempre:

—¡Callaos todos! ¡Callaos! ¡No quiero oír ni el vuelo de una mosca!

Cinco minutos después, la clase se había calmado. Pero hasta el final del octavo curso me siguieron llamando Sumji. No tengo mayores motivos para contar todo esto. Sencillamente, quiero subrayar un detalle muy significativo, una nota que me envió Esti al final de aquella clase, que decía así:

Estás como una cabra. ¿Por qué siempre tienes que decir cosas que solo te traen problemas? ¡Para de una vez!

Tras esto, había doblado una de las esquinas de abajo y había escrito con letra muy pequeña: «Pero no importa. E.».

Entonces, ¿qué sabía Esti?

Esti no sabía nada o, tal vez, algo sabía y quería saber más. Lo que es a mí, bajo ningún concepto me habría dado por esconder una carta de amor en su mochila, tal como hizo Eli Weingarten en la de Nurit, ni enviarle un mensaje a través de Raanana, el celestino de la clase, como hizo Tarzán Bamberger, también con Nurit. Muy al contrario, lo que yo hacía era esto: a la primera de cambio le tiraba de las coletas o, en cuanto podía, le pegaba su bonita rebeca blanca a la silla con un chicle.

¿Que por qué lo hacía? Pues porque sí. ¿Por qué no había de hacerlo? Para enseñarle, para que se enterase. Y a punto estuve de retorcerle a la espalda sus delgados brazos, casi con toda la fuerza que pude, hasta que empezó a insultarme y arañarme, pues nunca aceptó rendirse. Eso es lo que le solía hacer. Y cosas peores. Fui yo quien le puse el mote de Clementine (por la canción que cantaban los soldados ingleses de los barracones Schneller, que en aquellos días estaban por todo Jerusalén: «Oh my darling, oh my darling, oh my darling Clementine!». Las chicas de nuestra clase, por asombroso que pueda parecer, no se lo tomaron a mal, y durante Janucá, seis meses después, cuando todo había acabado, seguían llamando Tina a Esti. Tina, por Clementina. De Clementine, claro).