La carnada - Alfredo Triay Colomé - E-Book

La carnada E-Book

Alfredo Triay Colomé

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En la temprana fecha de 1963, fuerzas mercenarias estadounidenses intentan arribar por el cabo de San Antonio, en Pinar del Río, donde un joven pescador se ve envuelto en el más cruento acto de injusticia. Ante la fatalidad, la infiltración enemiga y el posible despliegue de operativos terroristas en la urbe habanera, la contrainteligencia cubana, acompañada por las fuerzas del Ministerio del Interior y la efectividad de la Policía Nacional Revolucionaria, se verá en la necesidad de convocar a más de un agente dispuesto a sacrificar su vida.

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Seitenzahl: 185

Veröffentlichungsjahr: 2024

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Edición:Amanda Echevarría Silva

Corrección: María de los Ángeles Navarro González

Diseño de cubierta: Jadier I. Martínez Rodríguez

Diseño interior, composición y conversión a ebook: Idalmis Valdés Herrera

 

©Alfredo Triay Colomé, 2024

©Sobre la presente edición:

Ruth Casa Editorial, 2024

 

ISBN 9789962740582

 

Prohibida la reproducción total o parcial, por cualquier medio, sin la autorización de Ruth Casa Editorial. Todos los derechos de autor reservados en todos los idiomas. Derechos reservados conforme a la ley.

 

Ruth Casa Editorial

Calle 38 y Ave. Cuba,

Edif. Los Cristales, oficina no. 6

Apdo. 2235, zona 9A, Panamá

www.ruthtienda.com

www.ruthcasaeditorial.com

[email protected]

 

Índice de contenido
Sinopsis
Datos del autor
¿Verdad o ficción?
PRIMERA PARTE
El último beso
II
III
En la casa azul vive Matías
II
Mar revuelto
II
Enfrentamiento en La Bóveda
II
SEGUNDA PARTE
Sobrina de los Bernal
II
III
Comienza el operativo
Como fiera acorralada
Hijo de mártir

Sinopsis

 

En la temprana fecha de 1963, fuerzas mercenarias estadounidenses intentan arribar por el cabo de San Antonio, en Pinar del Río, donde un joven pescador se ve envuelto en el más cruento acto de injusticia. Ante la fatalidad, la infiltración enemiga y el posible despliegue de operativos terroristas en la urbe habanera, la contrainteligencia cubana, acompañada por las fuerzas del Ministerio del Interior y la efectividad de la Policía Nacional Revolucionaria, se verá en la necesidad de convocar a más de un agente dispuesto a sacrificar su vida.

 

Datos del autor

 

Alfredo Triay Colomé (Santiago de Cuba, 1990). Licenciado en Periodismo y máster en Estudios Interdisciplinarios sobre América Latina, el Caribe y Cuba (Mención Cuba). Autor del libro Tras los barrotes de Boniato. Historia de la Cárcel Provincial de Oriente (2022) y coautor de Ministerio del Interior. Con la fuerza del pueblo (2020) y de Yo tengo la evidencia (2022), todos publicados por la Editorial Capitán San Luis; en la actualidad, se encuentra en proceso de edición otra obra de la cual es compilador: «Soldados del pueblo. Hazañas de los mártires del Minint».Guionista y director de los documentales televisivos Morir por la patria es vivir, dedicado a Frank País García; La Protesta de Baraguá: intransigencia y continuidad; y Mella. 90 años de su inmortalidad, producciones que realizó para el Ministerio del Interior.

A mi esposa Milena (Mily), por animarme a terminar esta historia.

¿Verdad o ficción?

Hacer esta pregunta desde el inicio es un atrevimiento de mi parte, amigo lector, con el objetivo de tentarlo a leer esta novela, que tiene verdades ocultas detrás de la ficción.

Algunos de sus personajes existieron. Tal es el caso de Eliseo Reyes Rodríguez, Capitán San Luis, como era conocido desde la Sierra Maestra cuando ingresó al Ejército Rebelde, jefe del Ministerio del Interior (Minint) en Pinar del Río en el año en que se desarrolla la obra y uno de sus principales protagonistas. Igualmente, los recuerdos que en ocasiones le vienen a la mente y las distintas responsabilidades que ocupó son verídicos; como verídico fue el hecho ocurrido en La Bóveda, el cual conocerán si se adentran en la lectura.

También existieron dos de los personajes negativos: Alberto del Busto, capturado por Capitán San Luis el 26 de octubre de 1963, y Bertha Machado, hija del expresidente Gerardo Machado, y miembro activa de la contrarrevolución, afiliada principalmente a la Junta Cívica Militar.

El Frente Unión Occidental (FUO) fue de las organizaciones que nucleaban la oposición reaccionaria y terrorista en la Isla, aunque su disolución en Pinar del Río y La Habana no ocurrió durante las acciones narradas.

Todo lo demás es parte de la imaginación surgida del conocimiento general que cada cubano tiene sobre lo que ocurría durante los primeros años de la Cuba revolucionaria: las infiltraciones por nuestras costas, el asesinato de personas inocentes por bandidos y agentes pagados por la Agencia Central de Inteligencia (CIA, por sus siglas en inglés), y los distintos atentados a sectores económicos como las tiendas departamentales, hoteles y centros nocturnos, con la colocación de aparatos explosivos. Para frenar todo eso, y más, fue primordial la labor de los hombres y mujeres de los Órganos de la Seguridad del Estado,1 quienes se infiltraban en aquellos grupos con el objetivo de desbaratar sus planes.

Por último, se percatarán de que existe más de una carnada en la historia, pero solo una se ajustará al título de la obra y esa será la que ustedes, por sí solos, develarán.

1Conocido en aquella época como G-2, y con posterioridad, Departamento de Seguridad del Estado (DSE).

PRIMERA PARTE

El último beso

Francisco se sentía inquieto esa madrugada. En toda la noche no pudo pegar un ojo, aunque era de aquellas personas que con solo poner la cabeza en la almohada caía rendido al instante y no había dios que lo levantara hasta el otro día. Pero aquella noche fue distinta, daba vueltas y vueltas, sin saber cuál era la causa de su insomnio; hasta su esposa María Teresa se encontraba preocupada por la intranquilidad de su marido, que no le permitía dormir. Él, en su mente, no dejaba de proyectar recuerdos del pasado, rememoraba problemas cotidianos y pensaba absurdos inventos; su cuerpo se sentía fatigado, adolorido, como si presintiese que era su última noche en la tierra de los vivos. Y realmente lo fue, porque en la mañana del 21 de octubre de 1963, el pescador Francisco Pérez Hernández sería asesinado.

A las cuatro de la mañana decidió no seguir fajado con la cama, medio molesto se levantó y fue hasta la cocina de su pequeño bohío para colar un poco de café. Entonces se percató de que debía buscar leña para prenderla, pero la que tenía en la parte de atrás de la casa se encontraba algo mojada, y apenas pudo encender el fogón. Luego de lograr que la aromática infusión calmara el mal genio provocado por tantos inconvenientes, se dispuso a preparar su equipo de pesca mientras su mujer, aún somnolienta, le hacía el desayuno.

—Paquito, ayer parece que tenías picapica, no me dejaste dormir con tu mueve pa’ quí mueve pa’ ca. ¿Algo te preocupa? —le preguntó cariñosamente María Teresa cuando puso un plato de vianda hervida y una jarra de leche sobre la mesa.

—No sé mujer… Na’, boberías que le entran a uno —respondió mientras terminaba de preparar la caña de pesca y el arpón.

—¿Y con la mala noche que pasaste tú piensas ir a pescar?

—¿Qué voy a hacer? Este es nuestro pan de cada día, si no salgo al mar no gano los pesos pa’ comprar las cosas que necesitas en la casa. Además, ¿qué podría pasar?, tú sabes que to’ esos arrecifes me los conozco desde que era un vejigo y tenía que buscar con el viejo qué darles de comer a mi mamá y a mis ocho hermanos.

—Debes estar cansado y eso no es bueno si piensas meterte en lo profundo. ¿Y si te pasa algo?

—Bueno, si el mar me traga, vende la casa y vete a vivir con tus padres en Guane —dijo jocosamente, aunque la broma no fue del agrado de la esposa, quien le frunció el ceño y se fue molesta al cuarto, donde dormía su hijo de dos años.

Francisco y María estaban casados desde 1958, cuando aún no había triunfado la Revolución cubana y él era solo un muchacho de veinticinco años que, además de pescar con su padre, confeccionaba hornos de carbón junto a otros guajiros de la península de Guanahacabibes para ganarse unos centavos, mientras los terratenientes de la zona se embolsillaban el dinero de la venta de ese mineral en el exterior. Con un cuerpo curtido por el trabajo duro, el joven de 1.70 m de altura, piel blanca, aunque enrojecida por el sol, y un rostro con facciones finas, era el anhelo de todas las jovencitas de la zona; sin embargo, solo tenía ojos para la hija del viejo Crescencio, la que, desde un principio, se le hizo difícil. Y es que María no era de esas que buscaban un marido, aunque podía tener al que quisiera. A los diecisiete años parecía una princesa por su delicado cuerpo trigueño, de mediana estatura, piernas bien definidas, una cintura estrecha que le daba aires de esbeltez y a la cual rodeaba su pelo negro como el azabache. Sus ojos grandes, además de ser llamativos, penetraban en el alma de las personas, y sus pequeños labios y nariz perfilada hacían simétrico su rostro.

En varias ocasiones Francisco la cortejó, siempre al cuidado de que el cascarrabias de su padre no se percatara, pero ella no cedía. Pasaron varios meses cuando, en un guateque que se celebró en el pueblito de Guane, la invitó a bailar y, mientras lo hacían, la condujo hacia un apartado rincón donde le robó un beso. Al principio la insolencia le dio a María deseos de abofetearlo, pero se dejó llevar por la suavidad y la dulzura con que la besaba; en su interior, aunque nunca se lo demostró, desde hacía tiempo lo deseaba. Esa noche Paquito no solo le confesó su amor, sino el deseo de casarse con ella. Le tenía algo de temor al temperamento de Crescencio, no obstante, al otro día iría a pedir la mano de la joven en matrimonio.

No fue fácil enfrentarse al viejo, pero al cabo de un mes, este les permitió el noviazgo porque conocía las buenas intenciones de Francisco. A principios de diciembre de 1958 se casaron, luego de haber terminado un pequeño bohío que el joven construyó con la ayuda de sus amigos en las inmediaciones de un poblado algo distante de la playa de Las Tubas, en el cabo de San Antonio. Todas las tardes pasaba por la casa de Crescencio y en la sala, sentados cada uno en el extremo de un rudimentario sofá, vigilados por la madre, le contaba a María cómo avanzaba la construcción de la casita, y ella, tímidamente, le solicitaba que incluyera algunas cosas para hacerla más cómoda; peticiones que Francisco acataba con el mayor de los gustos. Allí vivieron momentos felices y amargos, conocieron del triunfo de la Revolución y, por las noches, a la luz de un candil, repasaban las clases que un maestro alfabetizador les impartía; allí tuvieron a su único hijo, al que nombraron Fidelito.

—Mary, ya me voy, ¿no me vas a dar un besito de despedida? —voceó desde el portal de la casa, mientras se ponía las botas de goma. María seguía molesta por la jarana que hacía unos minutos le había hecho—. Anda mi bella, tírame un beso, que no sabes si vuelva —siguió Francisco.

—Acábate de ir y no jodas más —le contestó abriendo una ventana del cuarto que daba al portal.

—Bueno… está bien, pero después no te arrepientas por no haber besado por última vez a tu maridito. Por si acaso, ahí te mando uno con el viento —con voz juguetona le fue diciendo mientras se alejaba por el trillo. En un momento volteó el rostro para verla y una sensación extraña le colmó el pecho. Ella se quedó mirándolo, aunque enojada, puso su mano en los labios y le mandó el último beso.

II

En la madrugada del 21 de octubre, a las costas del cabo de San Antonio se acercaba el buque pirata Rex, en el que viajaban Ernesto Puentes, Fabián González y Gilberto Barroso; tres agentes de la CIA que habían recibido la misión de realizar varias acciones terroristas en Cuba, además de hacer contacto con un colaborador del bandido Alberto del Busto, a quien le entregarían un radiotransmisor con el cual comunicarse y recibir órdenes para una próxima infiltración por las costas pinareñas.

El buque surcaba las aguas a gran velocidad; a pesar del recelo con que evitaban ser detectados por los radares cubanos, en la cubierta el silencio denunciaba el temor de los tripulantes a ser descubiertos. Era la segunda vez que la navegación realizaba esta travesía bajo la fachada de un buque mercante, la misma que le podría salvar en aguas internacionales.

A varias millas de la costa echaron al mar una lancha de goma con motor, en la que continuaron los tres terroristas con su arsenal. El timonel, después de dejarlos en la playa de Las Tubas, regresó hacia el buque, que se perdió rápidamente en el horizonte.

—Apúrense, carajo, que debemos salir rápido de esta playa. Si los guardafronteras comunistas nos cogen, no hacemos el cuento —dijo Ernesto Puentes a sus dos compañeros, quienes arrastraban desde la orilla una caja de madera donde tenían varias armas largas, municiones, granadas de mano y algunas pistolas Browning 9 mm. Además de cargar con el radiotransmisor y una tanqueta llena de C-4.

—¿Y tú crees que no estamos tratando de ir más rápido? Lo que pasa es que toda esta mierda pesa con cojones. Yo no sé por qué cargamos con tantas cosas si lo nuestro solo es poner dos o tres bombitas y largarnos pa’l carajo —le contestó Gilberto, cansado por la carga y el evidente nerviosismo de su jefe.

—Pa’l carajo no, para Miami —aclaró Fabián—. Para Estados Unidos, donde nos van a recibir como héroes y nos van a forrar en verdes.

—Bueno, eso es si no la pasmamos aquí, así que hay que apurarse. Y para tu información, Gilberto, todas estas cosas también son parte del trabajo que tenemos que hacer y por el que nos están pagando. Estas armas son para cuando Alberto del Busto y su gente desembarquen y se unan a la lucha en el Escambray. La orden precisa que me dieron fue de enterrarlas, contactar con el colaborador de Del Busto y decirle el lugar donde las ocultamos, junto con la radio esta, que pesa como un demonio —respondió autoritario Ernesto, imponiendo su condición de jefe.

 

 

Ernesto Puentes, antiguo sargento del ejército de Fulgencio Batista, se había destacado en un pequeño cuartel de Songo la Maya, en Santiago de Cuba. Mulato, de alta estatura y con un cuerpo atlético, se ganó el mote de el Boxeador porque le gustaba pegarles a sus víctimas con varias combinaciones de puñetazos, hasta matarlas. Al principio había entrado al regimiento por la necesidad de contar con un trabajo que le aportara dinero para el hogar, pero con el tiempo se fue corrompiendo al reunirse con sicarios, fervientes seguidores del batistato y masferreristas. De las extorsiones a los comerciantes del pueblo pasó a la persecución de jóvenes que no estuvieran de acuerdo con el régimen, y luego a las torturas y asesinatos. Cuando las tropas del comandante Raúl Castro Ruz comenzaron a ganar terreno en la liberación del Segundo Frente Oriental, viendo que podría ser apresado por sus fechorías, se largó para La Habana junto a sus compañeros de crímenes, Fabián y Gilberto. El 1.o de enero, al enterarse de que Batista había abandonado el país y, huyéndole a la justicia por los quince muertos que arrastraban, los tres asaltaron a punta de pistola un embarcadero en Cojímar, del que se llevaron una lancha rápida rumbo a Miami.

Allí el exsargento comenzó a reunirse con asesinos, terratenientes, mafiosos y desafectos al nuevo gobierno. Logró integrarse a la organización contrarrevolucionaria La Rosa Blanca y participó en algunas acciones contra la Isla, como ataques a las costas. Gracias a su temeridad no tardó en ser reclutado por la CIA en la que gestionó el contrato de sus cómplices Fabián y Gilberto.

Una tarde de mayo se reunieron con él los agentes Jone McGregor y Paul Stevens, en una lujosa residencia de Star Island, para plantearle la misión de infiltrarse en la Isla por el cabo de San Antonio.

—Señor Ernesto, nos hemos reunido con usted porque conocemos de su larga hoja de servicio contra el comunismo —inició la conversación McGregor—. La tarea que le vamos a proponer no es nada fácil y necesitamos de hombres probados, que no les tiemblen las manos a la hora de asesinar a alguien.

—Sabemos que usted fue del ejército de Batista —siguió Stevens—, y que no puede volver a Cuba, por lo menos por los canales oficiales, porque no sería bien recibido, pero estoy seguro de que le gustaría retornar algún día como una persona influyente, cuando el país sea capitalista.

—Claro que me gustaría algún día volver, pero para eso, como ustedes saben, deben caer los Castro.

—Y por eso lo estamos contactando —aprovechó McGregor esa afirmación— para que nos ayudes a tumbarlos.

—Con mucho gusto, pero, ¿cómo?

—Nosotros necesitamos que te infiltres en el país y pongas explosivos en distintos sectores económicos, como las tiendas departamentales de la capital o algún que otro hotel.

—¡¿Poner bombas en La Habana?! Eso es muy arriesgado, además de que traerá consigo muchos muertos.

—Daños colaterales —apuntó Stevens—, como en toda guerra.

—Sí, daños colaterales que me llevarán al paredón de fusilamiento si me descubren.

—Es por eso que debes trabajar con mucha cautela. Además, seguro que tus amigos del FUO te ayudan —le dejó saber McGregor que conocía de su afiliación a la organización contrarrevolucionaria radicada en Cuba.

—Y, ¿cómo pueden unas cuantas bombas en los hoteles ayudarlos a derribar a Fidel?

—Todo es parte de un plan bien elaborado —explicó McGregor mientras sorbía un trago dewhiskyy se llevaba a la boca un habano. Luego de exhalar el humo del tabaco, continuó—. Cuando las bombas exploten, el pueblo entrará en pánico, algunos comenzarán a desconfiar de la Revolución, y nosotros enviaremos a nuestros reporteros de las agencias cablegráficas de noticias para que divulguen, a nivel internacional, que en Cuba existe una revuelta popular. Ahí también les daremos visibilidad a las organizaciones contrarias al comunismo y hablaremos de los valientes hombres que se encuentran en el Escambray —terminó diciendo mientras una sonrisa se le escapaba de los labios. En su mente disfrutaba la farsa que estaba montando, aquel teatro que orquestaría para desacreditar al gobierno cubano por todo el mundo.

—Ese será el momento para enviar tropas a la Isla, bajo el pretexto de ayudar al pueblo que sufre. Con el apoyo de las bandas que allí combaten, lograremos abrirnos camino desde las playas hasta La Habana, donde retomaríamos el poder —continuó Stevens la línea de mensaje que estaba transmitiendo su superior—. Y, como bien sabes, Estados Unidos invertirá nuevamente en Cuba, volverán los casinos y otros negocios de los que usted también se podría beneficiar.

—Sigo pensando que el riesgo es muy alto —insistió Ernesto.

—Al igual que la suma que te vamos a pagar —respondió McGregor.

—¿De cuánto estamos hablando?

—De un millón de dólares.

—Sí que es considerable el pago, pero yo solo no podría llevar a cabo la misión. Para eso necesitaría que fueran conmigo dos hombres de mi entera confianza. Y si es así, entonces el pago ya no será tan sustancial.

—Ya veo que eres una persona con ambiciones… que sabe lo que quiere —dijo McGregor sonriendo—. Está bien, les pagaremos en total tres millones, pero solo cuando realicen el trabajo. No habrá pagos por adelantado —astutamente, contratacó.

—Me parece justo. Entonces, ¿cómo será la cosa? —preguntó Ernesto, interesándose por los detalles de la infiltración.

—Calma, amigo mío, calma —intervino Stevens—. Primero serán entrenados para la misión y luego les precisaremos la vía y el momento en que viajarán a Cuba.

Por cuatro meses estuvieron en una base estadounidense enclavada en Panamá. En ese tiempo los instruyeron en la guerra de guerrillas, el uso de explosivos y les enseñaron tácticas de Inteligencia y Contrainteligencia. Concluido el curso, McGregor volvió a entrevistar a Ernesto, le precisó que serían enviados en el buqueRex. Como parte de la misión debían llevar armas y un radiotransmisor del mercenario Alberto del Busto, pieza esencial del plan.

III

—Si la orden que te dieron fue la de enterrar las armas y el radio, ¿por qué no lo hacemos aquí mismo? —preguntó Fabián.

—Porque estamos muy cerca de la playa. Si cualquier pescador o los guardias que peinan las costas pasan por aquí y se percatan del enterramiento, darán la alarma y nos estarán buscando palmo por palmo de esta puñetera Isla.

—¿Entonces? —volvió a inquirir Fabián.

—Nada, sigamos hacia esos árboles de uva caleta y enterremos esto allí —dijo señalando hacia adelante donde, a unos trescientos metros, se divisaba el lugar escogido.

Cuando llegaron descansaron un buen rato bajo la sombra de la arboleda, para luego ponerse a escarbar en la arena.

 

 

Con la caña de pescar en un hombro y la escopeta del arpón en la mano, Francisco se encaminaba hacia la playa de Las Tubas donde tenía, en un amarradero rústico, su pequeño bote de madera. Por el camino recordaba la primera vez que su padre lo había llevado a pescar, apenas tenía ocho años y ya debía ayudar al viejo. En aquel tiempo no podía ir a la escuela, además de que por toda la zona, no había un solo maestro; ahora, su hijo no tenía que preocuparse por trabajar, podía estudiar y elegir, al crecer, la profesión que quisiera. Esa dicha era producto de la Revolución y en honor a ella, había pintado su pequeño navío, renombrado 26 de julio, de rojo y negro.

Él fue de los primeros hombres del pueblo que se enroló en las milicias y en muchas ocasiones había ayudado a los guardafronteras en la búsqueda de bandidos por las playas del cabo.

Absorto en sus recuerdos, seguía caminando cuando se percató de que, allá a lo lejos, tres hombres abrían un hueco en la arena. Se fue acercando con cierto recelo y curiosidad, porque sus rostros no le eran familiares ni su vestimenta era común por aquellos sitios. Estando a poca distancia de los desconocidos, se ocultó tras unos árboles para observar mejor lo que hacían y tratar de escuchar.

—Tremenda tareíta esta —se quejó Fabián sentándose en una piedra.

—No protestes, que ya el hueco está abierto, ahora la cosa es más fácil —lo regañó Ernesto.

—Ven acá, ¿y de estos hierros no nos vamos a llevar alguno? —preguntó Gilberto.

—¿De cuáles hablas?

—De estos, chico —indicó mientras sacaba de la caja un fusil M1.

—Tú estás loco, cómo crees que andaremos por ahí con semejante arma, ya mejor píntanos una diana en la espalda —ripostó el jefe arrebatándosela de las manos—. Lo que sí podemos llevarnos son tres pistolas, porque tampoco vamos a estar de mansa paloma por las calles de La Habana, infestadas de comunistas.

—Y con la tanqueta de C-4, ¿qué hacemos? —volvió a preguntar Gilberto.