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Este ensayo es el resultado de años de trato con la actividad literaria a cargo de su autor, Constantino Bértolo, uno de los críticos y editores más prestigiosos de España, y es también el resultado de la reflexión sobre algunas de las claves de dicha actividad: la escritura, la lectura y la crítica. Tiene su punto de encuentro y origen en el concepto de responsabilidad: responsabilidad de quien habla y de quien escucha, responsabilidad del que escribe y del que lee. La literatura entendida como pacto de responsabilidad es la noción de lo literario que atraviesa estas reflexiones, y bien puede decirse que su argumentación es el hilo conductor de este libro, reveladoramente subtitulado Sobre lectura y crítica: la lectura como espacio común, aunque marcado por las huellas dactilares de cada lector; la crítica como generadora de discursos públicos e interlocutora que interroga en voz alta, que se pregunta y nos pregunta sobre los textos que leemos. Los textos que transitan estas páginas (Martin Eden, Madame Bovary, La isla del tesoro...) hunden sus raíces en el pasado para reflexionar sobre el presente. Un libro para debatir. "Un pequeño y brillante ensayo que tiene algo tanto de bitácora ética, de guía para navegantes por el complejo universo del libro y sus afluentes, como de antídoto contra los virus que cada vez afectan más al mundo del libro. Uno de esos libros a los que merece la pena volver, igual que si fuese una brújula necesaria para no perder el norte de la literatura." Guillermo Busutil, La opinión de Málaga "Un libro certero." Héctor J. Porto, La Voz de Galicia "Bértolo es uno de los mejores lectores que hay y ha habido en este país, además de obcecadamente comprometido con dos condiciones básicas para el ejercicio crítico: la libertad y la responsabilidad. Libertad para argumentar (no sólo para opinar) y responsabilidad para saber lo que se dice, o sea, lo que se hace." Alejandro Gándara, El escorpión "Un regalo para descreídos, pues, más allá de la deriva y de la disolución posmodernas que, como cantos de sirena, acompañan nuestro presente, la literatura parece poder alzarse aún como lugar de resistencia y desafío a las instancias del poder que rigen los destinos de nuestro mundo. Un regalo también para quienes, aun con fe, no quieran cerrar los ojos ante el desvelamiento de una verdad que hace de la literatura un mero valor económico y la transforma en mercancía." Francisco José Martín, ABC "Uno de los ensayos más interesantes sobre las relaciones entre escritores, editores, críticos y lectores. El título alude a uno de los pasajes de 'El alcalde de Casterbridge', de Thomas Hardy, una parábola sobre las clases sociales. En el escenario de las letras, dice Bértolo, los papeles principales son los del escritor, el lector y el crítico." Francisco R. Pastoriza, La Opinión de A Coruña
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Seitenzahl: 272
Veröffentlichungsjahr: 2021
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PEQUEÑOS TRATADOS, 4
Entre la erudición y lo underground
Constantino Bértolo
LA CENA DE LOS NOTABLES
SOBRE LECTURA Y CRÍTICA
EDITORIAL PERIFÉRICA
PRIMERA EDICIÓN: octubre de 2008
PRIMERA REIMPRESIÓN: diciembre de 2020
DISEÑO DE COLECCIÓN: Julián Rodríguez
© Constantino Bértolo, 2008, 2020
© de esta edición, Editorial Periférica, 2020. Cáceres
www.editorialperiferica.com
ISBN: 978-84-18264-76-4
La editora autoriza la reproducción de este libro, total o parcialmente, por cualquier medio, actual o futuro, siempre y cuando sea para uso personal y no con fines comerciales.
Para Juancho. Y para Carlos Blanco Aguinaga,
Rafael Conte e Ignacio Echevarría.
Ahora pongan atención. Las palabras son de todo el mundo. Ustedes tienen, pues, la obligación de hacer de las palabras lo que nadie ha hecho.
pierre reverdy, Le Gant de crin
Cabe pensar que la escritura nació ligada al poder aunque nos guste pensar que fue creada para dar honra, voz y cobijo a la memoria. Debió de parecer un acto de magia o diabólico, sagrado en cualquier caso: sobre un pergamino pintarrajeado o una tablilla con incisiones viajaban, por encima del espacio y del tiempo, palabras, historias, mandatos. El poder de la memoria y la memoria del poder. Lo memorable. Cabe entender la lectura como una conquista irreversible, incruenta, a la que no acompañan ni explotación ni esclavitud alguna. Como territorio libre, frontera de un horizonte que no acaba, hogar nómada, patria sin patriotismos, grata intemperie, espejo mágico donde la madrastra reconoce sin odio el añorado rostro de Blancanieves. Cabe imaginar la crítica como ágora de las lecturas compartidas, asamblea donde se sopesan las palabras, los silencios y las historias colectivas. Nota y sonido referencial que ayude a afinar el instrumental semántico en medio del bullicio comercial de cada día. Recuento y vuelta a empezar. Tañido de campana que ordene el espacio y las cosechas, el calendario y los encuentros, el ocio y el afán. Y cabe reflexionar por qué cabe lo que cabe y por qué no cabe lo que no cabe.
Los escritos que aquí se reúnen son el resultado, merezca éste el juicio que merezca, de años de trato con la actividad literaria, entendida en el más amplio sentido posible, y de la reflexión sobre algunas de sus claves: la escritura, la lectura y la crítica. Con muy especial acento, presencia y atención a la ficción narrativa, alrededor de la cual gira de modo dominante la constelación de materiales que en el libro se agrupan. Entiendo, sin embargo, que parte de ellos podrían ser trasladables, con la necesaria adecuación, a aquellos otros ámbitos literarios que, como la poesía, el teatro o el ensayo, no se abordan directamente en estas páginas. También quedan fuera de este libro, al menos de manera explícita, aspectos como la publicación, la edición, la distribución, la difusión o la recepción social y cultural que intervienen en la construcción semántica del «acto literario» con relevancia pareja al menos a la de la tríada escritura, lectura, crítica, que la tradición humanista ha venido privilegiando como centro de su interés y de sus intereses.
Quiero pensar que los acercamientos a lo literario que aquí se proponen se levantan sobre unas coordenadas básicas con capacidad suficiente para trazar algún perfil útil y representativo de ese acto literario sobre el que se ha venido construyendo el espacio de interrelación social que llamamos literatura. Sus ejes tienen su punto de encuentro y origen en el concepto de responsabilidad. Responsabilidad del que habla y responsabilidad del que escucha, responsabilidad del que escribe y responsabilidad del que lee. La literatura como pacto de responsabilidad es la noción de lo literario que atraviesa estas reflexiones y bien puede decirse que su argumentación es el argumento de este libro. Entendido el acto literario como singular uso del patrimonio público que el lenguaje representa y mediante el cual nos constituimos como seres sociales que somos, la responsabilidad aparece como elemento necesario, inevitable y deseable. Estas reflexiones y comentarios surgen a partir del análisis de los cambios que el contexto sociocultural concreto introduce en las condiciones de ese pacto.
Lo que atañe a la lectura tiene su raíz en el convencimiento de que es la realidad que nos acompaña quien lee con nosotros, al tiempo que, dialécticamente, esa realidad brota de la lectura que efectuamos de lo existente, material o inmaterial, tangible e intangible. Y que, en efecto, toda lectura es personal, si bien, y precisamente por serlo, es lectura compartida, común, colectiva. La lectura como espacio común, aunque pasado por el tamiz de las huellas dactilares que conforman nuestra personalidad lectora. He tratado de dar cuenta de cómo las relaciones sociales, igual que están presentes en toda comunicación, intervienen en el proceso personal y colectivo que es el acto de leer.
He pretendido abordar la crítica como una actitud y como una posición. La actitud de quien se pregunta por las razones y causas de sus gustos, de sus prejuicios y de su ideología. La posición de combate de quien no está conforme con la narración dominante en la vida social ni con las narraciones dominantes en los medios culturales, ni, menos aún, con la presunción de que lo literario sea un aval estético que funcione como distinguida patente de corso. Un aval que no admite más interlocución que la proveniente de aquellas instancias que se definen tautológicamente por ser dueñas de ese concepto, la literatura, donde se presume su legitimación. Me he acercado a la figura del crítico como generador de discursos públicos y como interlocutor que, de igual a igual, interroga en voz alta los textos que una sociedad se oferta a sí misma a través de unos mecanismos concretos de producción, circulación y consumo que son elaboración y expresión del sistema social sobre el que la sociedad se asienta y en la que la crítica interviene. El crítico como el que lee su lectura y sabe que las circunstancias de toda clase en las que esa lectura tiene lugar son parte de ella.
Soy consciente de que determinados puntos de partida presentes en los textos: la literatura como palabra publicada, el bien común como piedra angular de cualquier pretensión de hacer comunidad, la edición como sistema de legitimación, la usurpación de lo memorable por las élites o la crítica como actividad dependiente de los medios de comunicación de propiedad privada, están siendo hoy cuestionados por la aparición, en la esfera cultural y social, de ese nuevo medio de expresión y relación social que Internet y lo digital representan. Y es válido presuponer que algunos de aquellos presupuestos pueden estar viéndose alterados. El llamado ciberespacio se presenta con vocación de espacio público o nuevo ágora, sin que a mi entender pueda todavía afirmarse si esto llegará a ser un hecho, si logrará de forma efectiva mover las fronteras entre lo público y lo personal o si, en definitiva, nos encontramos ante una mera extensión cuantitativa de la esfera de lo privado que, dadas las relaciones de producción actuantes, el capital acabará controlando y jerarquizando. Entiendo que sería apresurado convenir en que una novedosa tecnología, por sí misma, sin cambios cualitativos en las relaciones sociales, pueda hacer saltar la condición de mercancía que el vigente sistema económico aplica a toda comunicación pública, convirtiendo su posible valor de uso en inevitable valor de cambio. Me resulta difícil compartir al respecto el optimismo de los que creen ver en las nuevas tecnologías una oportunidad para que la economía del don logre ser admitida en el banquete de la economía mercantil.
Todo tiene su historia, y la historia de este libro se remonta hasta el ya lejano día en que alguien le regaló al niño que por entonces éramos una historia fingida, A través del desierto y de la selva, y continuó con el encuentro con otros libros: La isla del tesoro, Martin Eden, Madame Bovary, otros obsequios, otros maestros, otros interlocutores y otras historias reales, sufridas o disfrutadas. En cierto modo estos escritos son el intento de encontrar el sentido de esa narración coral, personal y colectiva.
Alguien dijo que cuando alguien se pregunta sobre el para qué de la lectura acaso sin saberlo ha encontrado una respuesta: leemos para aprender a preguntarnos por qué leemos. Puede ser. En todo caso, en eso estamos.
martin eden
Martin Eden es un marinero de veinte años. Un día, después de verse mezclado en una pelea callejera, conoce a un joven de la buena sociedad que, a modo de agradecimiento, y como quien lleva una curiosidad de circo a casa, lo invita a almorzar a la mansión familiar. Martin entra así en el mundo de los ricos: «Se encontraba rodeado por lo desconocido, con miedo a lo que podría suceder, ignorante de cómo debería comportarse». El piano de cola, los bibelots encima de la chimenea, los amplios salones. Una terra incognita se abre ante él. De pronto, sobre una mesita, unos libros. Martin encuentra o cree encontrar un punto de referencia. El narrador nos dice que se acerca a ellos con «el anhelo de un hombre hambriento a la vista de la comida». Martin lee libros, no sabemos qué clase de libros ha leído hasta entonces, pero sabemos que encuentra en la lectura placer, si bien tampoco sabemos exactamente qué tipo de placer. Los libros serán el lugar de encuentro entre Martin y el nuevo mundo en el que ahora penetra. Lugar de encuentro y desencuentro.
Martin conoce a Ruth, la señorita de la casa. Al verla descubre que ella es como las mujeres de las que se habla en los libros: «Bella, cálida y maravillosa». Y Martin se enamora, es decir, quiere que esa belleza sea suya; esa belleza y, por lo tanto, la casa de lujo, los libros, los sentimientos agradables que la acompañan y construyen. Martin, mientras espera, lee un libro. El autor, Swinburne, es para él un desconocido. A Martin le gustan los poemas que lee, pero Ruth le dice que Swinburne no es un gran poeta porque no es delicado. Y así Martin descubre con sorpresa que su gusto no es gusto sino mal gusto. Descubre el poder del gusto. Como Adán, prueba el fruto prohibido. La llave que encierra la diferencia entre el bien y el mal, entre el buen gusto y el mal gusto. Descubre que él no entiende de eso, descubre que el gusto es algo de lo que se entiende o de lo que no se entiende. Aprende que el gusto no es una cosa personal sino algo que alguien detenta, posee y aplica, ejerce y utiliza. Alguien como Ruth. Él le habla de Longfellow y ella le sonríe «humillantemente tolerante». Alguien como ella, es decir, sensible, culta, noble, delicada, tolerante. Y Martin quiere entender: «La verdad es que de estas cosas (los libros) no entiendo apenas. No es lo mío. Pero voy a hacer que sea lo mío».
La novela de Jack London es la historia de esa decisión –la de entender los libros– y de su correlato novelesco: casarse con Ruth, conquistar su mundo; hacerse un gusto para gustar a alguien.
Martin se entrega a los libros. Piensa que en ellos está todo. Al fin y al cabo, en los libros descubrió la posibilidad de que existieran mujeres como Ruth, y la realidad le ha demostrado que los libros tenían razón. Así que pone toda su voluntad en los libros. Empieza por lo básico: gramática y vocabulario, y no olvida consultar libros de «etiqueta»: la gramática de las buenas costumbres. Martin parece ingenuo pero no lo es tanto. Sabe que para entrar en el mundo al que aspira debe conocer su código.
Hasta entonces los libros, para él, hablaban de fantasías. Ahora es distinto. Ha descubierto que las fantasías pueden ser realidad, y de ese modo la fantasía –Ruth– se convierte en deseo real; es decir, en realizable; es decir, en acción. Ruth y la nobleza que ella encarna están ahí, al alcance (aparentemente, al menos) de la mano. El suplicio de Tántalo comienza. Se trata de leer, de entender los libros, de descifrar su código. Se trata de merecer a Ruth. Martin ha visto el sol y quiere un lugar en el sol. En esto, aunque no sólo en esto, Martin es un precursor de Clyde Griffiths, el protagonista de Una tragedia americana, de Theodor Dreiser.
De vuelta a su modesto alojamiento, Martin descubre que el cuadro con el que hasta entonces adornaba sus paredes es feo, barato. San Pablo ha caído del caballo. A Martin se le ha venido abajo su escala de valores. Es más, descubre que nunca ha tenido escala de valores, que vivía sin sentido, es decir, sin juicio: «Hasta entonces había aceptado la vida como una cosa buena». De pronto se siente perdido. Necesita una nueva brújula y un nuevo mapa: los libros. Sabe cuál es el puerto de llegada: Ruth. El amor le brinda sus fuerzas. Comienza su singladura.
Lee. Incansablemente. Como un galeote. Amarrado al duro banco.
Entra en una biblioteca y de nuevo se siente perdido. También estimulado. «Los muchos libros que leía no le servían sino para aumentar su desasosiego.» Cada página le hace asomarse al horizonte infinito de su ignorancia. Sufre. Lee a Kipling y le sorprende la «luminosidad, la vida y el movimiento que tomaban las cosas vulgares». Le sorprende tanta comprensión de la vida. Lee confusamente, no consigue ordenar lo que lee. Pasa de la filosofía a la economía. No entiende nada. Apenas comprende lo que lee porque no sabe dónde colocar lo que lee. Le falta una base. Y estudia gramática y métrica, y entra en los misterios de la composición poética. Mientras mejora su gramática, se aleja de su origen. Rechaza la aventura sexual con «una trabajadora» porque los otros ojos (la escala de valores), los de Ruth, ofrecen y prometen algo mejor: libros y cuadros, belleza y educación, toda la finura de una existencia superior. Descubre incluso «la vida interior», ese sentimiento que le permite a uno sentirse mejor que el resto de los que te rodean, sobre todo cuando los que te rodean son o parecen feos. Se desclasa, es decir, se desquicia, se sale de su sitio mientras intenta entrar en el sitio de los otros: «Quiero respirar un aire como el que usted respira aquí: aire de libros, de cuadros, de cosas hermosas, de gente que habla en voz baja y no a voces, que son limpios y tienen pensamientos limpios».
La novela nos mostrará narrativamente que detrás de esas voces que hablan en voz baja sólo se oculta el egoísmo de clase, y nos relatará cómo Martin va a ir descubriendo el modo en que, en ese mundo de pensamientos limpios, los libros sólo son un adorno, puro adorno, sin ninguna función de uso, emblemas de estatus, marcas de distinción, signos de complicidad y exclusión. Martin piensa en la escritura como medio de alcanzar el estatus que lo haga digno de Ruth, pero en principio sólo va a encontrar paternalismo y desprecio más o menos encubierto. Su acercamiento al entorno del socialismo, aun cuando se enfrente a él desde su radicalidad individualista, dará lugar a la ruptura con la amada. Le llegará el triunfo literario cuando ya nada espere. Pronto verá la cara oscura de una fama que siente arbitraria y estéril. Deprimido y decepcionado, se embarca hacia los mares del Sur en busca de un paraíso añorado. Durante la travesía, su vida se le presenta como algo absurdo. Al borde de la quiebra de la existencia vuelve a leer a aquel poeta poco delicado que había leído por primera vez en casa de Ruth: Swinburne, el poeta que no era un gran poeta porque no ennoblecía las cosas. Recupera su mal gusto y se deja morir. Los libros lo han llevado a la muerte.
naneferkaptah, el egipcio
Naneferkaptah es un joven perteneciente a la familia real de un faraón de la x dinastía. Vivió en el siglo x antes de nuestra era. No hacía otra cosa –nos cuenta el relato recogido por Santiago Baraíbar en un volumen sobre antigua literatura egipcia– que pasear por la necrópolis de Memphis leyendo las inscripciones de las tumbas de los faraones y las estelas de los escribas de la Casa de la Vida. Un día, mientras seguía la procesión de un enterramiento a fin de leer las inscripciones, ve cómo un sacerdote se ríe de él.
«¿Por qué te ríes de mí?» El sacerdote le contesta que lo hace porque ha observado su manía de leer las inscripciones. «Si de verdad quieres leer cosas de importancia te diré el lugar donde se encuentra el libro que Thot en persona escribió cuando bajó tras los dioses. Se compone de dos encantamientos: si lees el primero, podrás encantar el cielo, la tierra, el más allá, los montes y los mares; podrás saber todo lo que dicen los pájaros del cielo y los reptiles y verás los peces del agua que viven en la profundidad. Si lees el segundo encantamiento, llegarás al reino de los muertos sin haber muerto y podrás ver a Ra apareciendo en el cielo en todo su esplendor.»
«Pídeme lo que sea –contestó el infortunado Naneferkaptah– y te lo daré a cambio de que me digas el lugar donde está ese libro.»
«Llegarás al deseo que ya deseas, pero yo soy un sacerdote y no un comerciante cualquiera, y si quieres que tu oído conozca lo que mi boca ya sabe, tendrás que cederme todos tus bienes y tus prerrogativas y tus privilegios.»
«Sea», respondió el infortunado. Pero el sacerdote pidió ahora la muerte de su esposa y de sus hijos, «pues no quiero que luego litiguen conmigo». Y el infortunado mandó traer a su esposa y a sus hijos, y mandó «que les hagan la atrocidad que te ha venido a la mente». Y mataron a sus hijos delante de él y arrojaron sus cuerpos desde lo alto del templo para ser devorados por los perros y gatos. Y una vez que esto se cumple, el sacerdote dejó que su boca calmara la sed del oído de Naneferkaptah: «El libro de Thot está en medio del agua de los mares de Coptos, dentro de una caja de hierro, y la caja de hierro lleva dentro una caja de cobre, y la caja de cobre lleva dentro una caja de madera, y la caja de madera lleva dentro una de marfil y ébano, y esta caja lleva dentro otra de plata, y dentro de ésta encontrarás una caja de oro, y dentro de esta caja hallarás el libro, pero la caja que lo contiene está custodiada por la serpiente de eternidad».
Y Naneferkaptah, el hombre que sobre todas las cosas amaba la lectura, caminó hacia las orillas del mar de Coptos y, una vez allí, arrojó arena por delante y las aguas del mar de Coptos se abrieron y caminó entre ellas. Llegó al lugar donde estaba la serpiente de eternidad y luchó contra ella y la mató, pero la serpiente revivió otra vez. Luchó de nuevo contra ella por segunda vez y la mató, pero ésta aún revivió. Luchó por tercera vez, la cortó en dos mitades y puso arena entre ambas, y de este modo murió y no revivió. Y abrió las cajas y dentro de la caja de oro encontró el libro. Salió del mar y las aguas se cerraron tras él. Y, de regreso en Memphis, abrió el libro y leyó. Leyó el primer encantamiento, y el cielo y la tierra, el Más Allá y los montes y mares le descubrieron sus secretos, y supo lo que decían los pájaros y los peces y los animales del llano y de las montañas. Y los que lo vieron leer vieron en su cara el resplandor de la alegría y del conocimiento. Leyó el segundo encantamiento y vio a Ra, que aparecía en el cielo. Y entró en el reino de los muertos y vio los despojos profanados de su esposa y sus hijos, y oyó sus desgarradores lamentos. Y se horrorizó y se tapó los ojos, pero los siguió viendo. Y se tapó los oídos y los siguió escuchando. Y los que lo vieron leer vieron su cara llena de espanto y de muerte y vieron cómo el infortunado Naneferkaptah, el hombre que sobre todas las cosas amaba la lectura, se arrancaba los ojos con la sola fuerza de sus dedos y gritaba y no cesaba de gritar, y todavía siguió gritando por toda la eternidad.
emma bovary
Emma es la hija única de un hidalgo de aldea, viudo. Emma estudia en un colegio de señoritas. Lee novelas y descubre que hay otras vidas, es decir, otros horizontes de vida. Vidas más intensas, más «sensibles», más «activas». Vidas con intriga, con drama, con «destino». Vidas novelescas, mundanas, excepcionales, heroicas. Vidas en las que el tiempo es acción y la acción es elección trágica, grandilocuente. Lee toda clase de novelas e historias, y es tal su afán que ante los platos pintados donde le sirven una cena no puede dejar de leer la historia de mademoiselle de La Vallière. Descubre esas vidas y de ese modo descubre el posible sentido de la suya. De la comparación le brota una herida, una llaga. Sale del internado y vuelve a casa con esa herida. Le duele como una esperanza. Mientras hay dolor, hay esperanza. Las novelas alimentan ese dolor, esa esperanza. La esperanza de esa otra vida de la que hablaban las novelas. La esperanza de llegar a saber: «Y quería saber qué se entendía exactamente en la vida por las palabras felicidad, pasión y deliquio, que tan hermosas le habían parecido en los libros». Saber exactamente. Y ese «exactamente» es lo que nos revela la cualidad de su herida, de ese no saber qué le duele. La tentación de saber. La tentación de Lucifer.
Emma lee mientras espera que llegue ese saber. Espera dolorida. Pero en los libros no encuentra alivio. Con los libros, ya lo hemos dicho, incrementa su dolor. El alivio si viene, vendrá de fuera, de la vida. Y la promesa de vida, la promesa de alivio, vendrá curiosamente de manos de una especie de médico: Charles Bovary. Se casan. Peor el remedio que la enfermedad. Emma descubrirá pronto que la vida con Charles no tiene lugar ni para la felicidad ni para la pasión ni para el deliquio. Charles no sabe escribir ninguna de esas tres palabras. Ni siquiera parece haberlas leído nunca. De pronto el dolor se incrementa pero la esperanza disminuye. El libro de su vida avanza y cada vez quedan menos hojas por delante. Mengua la esperanza de vida. Sin esperanza quizá el dolor acabaría remitiendo, pero la esperanza subsiste y se incrementa.
Un buen día, el matrimonio Bovary recibe una invitación para un baile en el palacio del marqués de Ardervilliers. Y van al baile, y Emma comprueba que las novelas no mienten, que existe ese mundo donde la pasión existe, el deliquio tiene lugar y la felicidad es algo más que una promesa. Pero en su libro ese baile sólo es una página. Pasa la página y sólo encuentra mala, gris y predecible prosa: «Y el tedio, araña silenciosa, tejía en la sombra su tela en todos los rincones de su corazón». También la página teje su tela de nostalgia, recuerdo y esperanza. Más dolor, más espera. Acabar con el tiempo, con ese futuro tan imperfecto en el que se está escribiendo su vida. Cambiar de espacio. Otro pueblo, otras gentes, otros libros. «Lo he leído todo.» Otros médicos que alivien su herida. Cuando los Bovary se trasladan a Yonville, Emma no cambia de pueblo, cambia de biblioteca, de novela, de expectativa.
No hay nada que le guste más a un enfermo que hablar de su enfermedad con otro enfermo. Si la enfermedad es la misma, la empatía que ambos sienten se parece al amor: las almas enfermas se sienten almas gemelas y el alivio es mutuo. El síndrome del sanatorio (La montaña mágica). Emma se encuentra con otro amante (de los libros).
–Igual que yo –intervino León–. ¿Qué mejor cosa que estarse por la noche al amor de la lumbre con un libro, mientras el viento pega en los cristales, y arde la lámpara?
–¿Verdad que sí? –exclamó Emma, clavando en él sus grandes ojos negros muy abiertos.
–No se piensa en nada –prosiguió León–, pasan las horas. Se pasea uno inmóvil por unos países que cree estar viendo, y el pensamiento, enlazándose con la ficción, se recrea en los detalles o sigue el contorno de las aventuras. Se identifica uno con los personajes; nos parece palpitar nosotros mismos bajo sus costumbres.
–¡Es verdad! ¡Es verdad! –decía Emma.
Fall in love. Enamorarse. Caer en el amor. Como una ley matemática. Colóquese a dos letraheridos en un espacio prosaico y ambas almas (y cuerpos) se verán sometidas a una fuerza atractiva directamente proporcional a la hondura de sus heridas (es decir, a su número de lecturas) y al prosaísmo del entorno. Falta la variable tiempo. Las almas necesitan para fundirse menos tiempo que los cuerpos, pues éstos han de vencer obstáculos más contumaces: pudor, miedo, riesgos y prohibiciones sociales. Emma y León unen sus almas pero no se atreven a unir los cuerpos. Les falta la ocasión, y la palabra que sale del alma y busca el cuerpo. El verbo hecho carne. Las novelas hechas realidad. Les falta tiempo (y acaso valor). La separación entre alma y cuerpo crea dolor. Emma acude en busca de alivio a la iglesia pero allí no encuentra palabras. Sólo un párroco vulgar que no entiende de palabras (el retrato avant la lettre, en negativo, del Fermín de Pas de La Regenta). Y León, falto de valor (o imprudencia), huye. Él puede huir, cambiar de biblioteca. Emma se queda con su dolor, que ya ningún libro puede calmar. «Pero con las lecturas le ocurría lo mismo que con las tapicerías, que, apenas comenzadas, iban a amontonarse en el armario; las cogía, las dejaba, pasaba a otras.» No encuentra el libro que necesita. La enfermedad se ha agravado, y el diagnóstico y la prescripción de su suegra –«impedir a Emma que leyera novelas»– llegan tarde. (El cura y el bachiller Sansón Carrasco expurgando y quemando los libros de Don Quijote.) Ella ya conoce las palabras de los libros. Su problema es que ahora quiere conocer exactamente su significado. Quiere ser protagonista de las palabras. Quiere actos. El lugar donde las palabras descubren su significado.
Y aparece Rodolfo (el mismo nombre que el protagonista de Los misterios de Paris), que lleva levita verde y guantes amarillos, y que tiene una mansión, y rentas. Y Rodolfo, que sabe leer aunque no haya leído a Walter Scott –«Con tres palabritas galantes, una mujer así le adoraría a uno, estoy seguro»–, va a hacer a Emma sentirse protagonista del libro que siempre ha querido leer. Un libro con felicidad, pasión y deliquio. Y Rodolfo escribe bien la novela que Emma quiere oír. Y en sus brazos conocerá Emma la pasión, el deliquio y la felicidad. «¡Tengo un amante! ¡Un amante!»
Luego vendrán la decepción, el abandono, el sufrimiento. Y la convalecencia. Y el deseo de cambiar de vida, es decir, de libros. De las novelas a los libros religiosos, de los sueños de amante a los sueños de santidad. Y un buen día asiste Emma a la representación de Lucia de Lammermoor y nuevamente surge el horizonte de la esperanza de otra vida. León, que reaparece. Ha estado en París y ha leído otros libros –«su timidez se había gastado al contacto de las compañías alegres»–, y la historia ya está madura para que pasen más que palabras. Y otra vez el adulterio, es decir, la posibilidad de vivir dos vidas, y el deliquio y la pasión. Almas gemelas que vibran. Y se fatigan.
Y Emma, finalmente, descubre el significado exacto de aquellas palabras que tan hermosas le habían parecido en los libros: «No era feliz, no lo había sido nunca… Cada sonrisa disimulaba un bostezo de aburrimiento, cada goce una maldición, todo placer su saciedad». Emma, al fin, ha leído. Demasiado tarde. Las deudas se agolpan. La ruina y el escándalo. El suicidio. Una factura demasiado cara para alguien que lo único que quería, al fin y al cabo, era leer, ser leída.
agua negra
Son tres historias, tres narraciones, tres ficciones pero podrían ser muchas más. Empezando por el Quijote, ese hidalgo a quien la lectura de las novelas de caballería llevó a la locura, la historia de un lector al que la mala literatura le llenó la semántica de mayúsculas y que al salir a la vida para encontrárselas descubre que no, que la realidad se escribe con minúsculas, con hechos concretos atravesados por unas relaciones sociales concretas que dan a las palabras su real sentido y significado. O la historia de Matthew Sharpin, el protagonista de Cazador cazado, de Wilkie Collins, que por efecto de las novelas policíacas termina viendo el mundo como una constelación paranoica de indicios y sospechas. Historias para leer en las que hay un aviso contra la lectura. Historias que parecen confirmar los resquemores y desconfianzas que la ficción narrativa ha despertado de manera recurrente a lo largo de la Historia.
La prevención hacia la lectura nos parece cosa del pasado, pero no lo es. Cierto es que ya nadie dice que la lectura trastoque el entendimiento, pero no es menos cierto que en estos tiempos en que «el fomento de la lectura» forma parte del proyecto cultural de cualquier estado, la vieja desconfianza rebrota en la denuncia de que la lectura de determinados libros fomenta la estupidez del público, estropea el gusto o incrementa la alienación individual o colectiva. No hace falta recordar aquí que la censura, en sus formas más burdas o más sutiles, sigue siendo una constante de nuestro mundo, y no sólo en áreas culturales «de retraso» democrático o ligadas a regímenes fundamentalistas. Se trata ahora de intentar averiguar de dónde puede surgir esa prevención hacia la lectura, sobre todo de novelas, que no deja de convivir junto a la pretensión –políticamente correcta– de que «leer nos hace más libres». Esa prevención, más extendida de lo que parece, la alimentan sobre todo dos tipos de mentalidades: las que piensan que el peligro de la lectura reside en la lectura misma, que conllevaría un peligro «intrínseco»; y las que piensan, más o menos explícitamente, que ese peligro atañe a determinados lectores insuficientemente preparados, a los que la lectura de todos o determinados libros, sobre todo novelas, resultaría dañina.
Quizás sea conveniente rememorar aquí algunos aspectos de lo que viene llamándose Historia de la lectura, no tanto para atender las cuestiones de carácter sociológico –quiénes han leído, cuánto han leído, qué han leído– como para esclarecer las posibles relaciones entre la lectura y las condiciones en que tiene lugar.
Pero antes parece casi insoslayable detenerse en el paradigmático texto del Fedro de Platón, en el que Sócrates vierte su personal opinión sobre «los males de la lectura». Cuenta Sócrates cómo el dios Theuth –el dios Thot de la historia de Naneferkaptah– encomiaba el arte de las letras al faraón Thamus diciéndole que «este conocimiento, oh Faraón, hará más sabios a los egipcios y más memoriosos, pues se ha inventado como un fármaco de la memoria y de la sabiduría». El faraón le responde: «¡Oh artificisísimo Theuth! A unos les es dado crear arte, a otros juzgar qué de daño o provecho aporta a los que pretenden hacer uso de él. Y ahora tú, precisamente, padre que eres de las letras, por apego a ellas, les atribuyes poderes contrarios a los que tienen. Porque es olvido lo que producirán en las almas de quienes las aprendan, al descuidar la memoria, ya que, fiándose de lo escrito, llegarán al recuerdo desde fuera, a través de caracteres ajenos, no desde dentro, desde ellos mismos y por sí mismos. No es, pues, un fármaco de la memoria lo que has hallado, sino un simple recordatorio. Apariencia de sabiduría es lo que proporcionas a tus alumnos, que no verdad. Porque habiendo oído muchas cosas sin aprenderlas, parecerá que tienen muchos conocimientos, siendo, al contrario, en la mayoría de los casos, totalmente ignorantes, y difíciles, además, de tratar, porque han acabado por convertirse en sabios aparentes en lugar de sabios de verdad».
Poco más adelante, el mismo Sócrates le dice a Fedro que «el que piensa que ha dejado un arte por escrito, y, de la misma manera, el que lo recibe como algo que será claro y firme por el hecho de estar en letras, rebosa ingenuidad y, en realidad, desconoce la predicción de Thamus, creyendo que las palabras escritas son algo más, para el que las sabe, que un recordatorio de aquellas cosas sobre las que versa la escritura».