¿Quiénes somos? - Constantino Bértolo - E-Book

¿Quiénes somos? E-Book

Constantino Bértolo

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Si la literatura es una de las herramientas que la sociedad utiliza para construir su identidad, un espejo en el que mirarse y reconocerse, esta propuesta nace de un intento de saber cuál sería la respuesta de la literatura a la pregunta de quiénes somos. El crítico y editor Constantino Bértolo despliega en esta obra su extensa experiencia, su profundo conocimiento de las letras españolas y una capacidad de análisis acerada para ofrecer un recorrido en clave histórico-crítica de la literatura producida durante el siglo XX, ahora que ya ha pasado suficiente tiempo como para volver la mirada hacia él, a través de una selección de cincuenta y cinco obras de autores españoles, escritas en castellano, acompañadas por un breve, lúcido y certero comentario. Por estas páginas transitan desde Azorín y Ramón J. Sender hasta Olvido García Valdés y Luis Magri­nyà, pasando por Luisa Carnés, María Zambrano, Juan Eduardo Zúñiga o Rafael Chirbes. Del mundo rural al proletariado y la revolución, de la Guerra Civil y la posguerra a la resistencia antifranquista, pasando por el feminismo, el poder de la Iglesia, Europa en cuanto destino o la cultura de la Transición, el libro propone una conversación dialéctica, cómplice o crítica, entre la literatura y la historia: la literatura como ecografía de la historia. Historia de un siglo en la vida española: una guía de lectura diferente, ágil y rotunda, un mapa contra el olvido en tiempos de abrumadora velocidad.   "Que Bértolo fuera el primer editor de escritores como Ray Loriga, Luis Magrinyà o Marta Sanz da una idea de su modo de usar eso que llaman olfato lector." Javier Rodríguez Marcos, El País "Bértolo es uno de los mejores lectores que hay y ha habido en este país, además de obcecadamente comprometido con dos condiciones básicas para el ejercicio crítico: la libertad y la responsabilidad. Libertad para argumentar (no sólo para opinar) y responsabilidad para saber lo que se dice, o sea, lo que se hace." Alejandro Gándara, El escorpión  

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Seitenzahl: 213

Veröffentlichungsjahr: 2021

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FUERA DE COLECCIÓN, 6

Constantino Bértolo

¿Quiénes somos?

55 LIBROS DE LA LITERATURA

ESPAÑOLA DEL SIGLO XX

editorial periférica

PRIMERA EDICIÓN: febrero de 2021

DISEÑO DE COLECCIÓN: Julián Rodríguez

Esta obra ha recibido una ayuda a la edición del Ministerio de Cultura y Deporte.

© Constantino Bértolo, 2021

c/o Agencia Literaria CBQ SL | [email protected]

© de esta edición, Editorial Periférica, 2021. Cáceres

[email protected]

www.editorialperiferica.com

 

ISBN: 978-84-18264-87-0

 

La editora autoriza la reproducción de este libro, total o parcialmente, por cualquier medio, actual o futuro, siempre y cuando sea para uso personal y no con fines comerciales.

A Julián, claro

Qué o quién nos lee cuando leemos.

juan carlos rodríguez

introducción

Este libro nace de un encargo. Semanas antes de su inesperado fallecimiento, Julián Rodríguez, director de la editorial Periférica, me propuso su escritura: «Se trata de seleccionar cincuenta y cinco libros de la literatura en castellano1 del siglo xx, a tu criterio, comentando de manera breve cada uno de ellos en no más de folio y medio o dos. Piénsalo y me dices».

No me llevó mucho tiempo decidirme. Proponer o recomendar una lista de libros de la literatura española del siglo xx no es, en sí, algo inusual. En la prensa resulta frecuente la aparición de listas de carácter semejante o muy parecido: diez novelas inolvidables, siete mil libros imprescindibles, las noventa y nueve mejores novelas de la literatura universal, sesenta y nueve poemas de amor, los mil mejores libros del año… Autoras y autores, editoras y editores, periodistas culturales y famosas o famosillos del retablo cultural, a todos ellos se los sigue invitando a presentar sus listas de preferencia, la mayoría de las veces sin necesidad de apostilla o razón explicativa alguna. Lo que hacía diferente la propuesta de Julián era su publicación en forma de libro2 y la pertinencia de las dos condiciones señaladas: número y extensión.

La literatura como conversación

Si la literatura, como señala Juan Carlos Rodríguez, es una manera de intentar decir «yo soy», esta propuesta nace de un intento de saber cuál sería la respuesta de la literatura a la pregunta de quiénes somos. Sería ingenuo pensar que en ella se esconden respuestas claras o unívocas. Y sería pecar de inocente ignorar que toda respuesta depende también de la pregunta planteada y, aunque no hay preguntas sin juicios previos, hemos tratado de plantear las nuestras desde una actitud lo más abierta posible a fin de que la interrogación sobre quiénes somos contuviera miradas y ángulos de refracción diversos y a la vez complementarios.

La literatura como un conjunto enorme e inabarcable de textos que la sociedad, para su acceso y conocimiento, organiza y ordena a través de la historiografía, la enseñanza y la crítica. La literatura en cuanto historia de la literatura y en cuanto jerarquía, dos conceptos que al acoplarse dan como resultado la relación o canon –un concepto teóricamente ya periclitado y que el mercado y las listas de los libros más vendidos se han llevado por delante– de obras literarias tenidas por modélicas según los criterios y gustos de aquellos agentes e instituciones culturales que, en cada momento histórico, detentan y gestionan de manera hegemónica, además de esa competencia, la de otorgar o negar a determinados textos y discursos la condición de obra literaria.

Valdría entender aquí que la literatura es una de las herramientas que la sociedad utiliza para construir su identidad, un espejo semántico en el que mirarse y reconocerse: un mecanismo de autonarración, en definitiva. La literatura como espejo del transcurrir humano, de su ser, de su estar. Huelga señalar que para una sociedad la literatura no es ni el único espejo ni el único medio de construcción de su identidad, pues bien podríamos adjudicar también ese papel al cine, a la arquitectura, a la fotografía, a la música, a la pintura, a los medios de comunicación y, hasta si me apuran, a la numismática. Su relevancia, su singularidad vienen determinadas por el hecho de que la literatura está construida con materiales muy semejantes –palabras, frases, historias, silencios– a los que usamos de manera principal para construirnos en calidad de seres individuales y sociales: hablar, pensar, imaginar, callar.

Sucede que la literatura no es la única herramienta semántica que cumple una función social y cultural parecida. También la historia se nos presenta con el carácter de autonarración del común construida con análogos materiales, como un género que la tradición clásica incluía, pero que las concepciones más contemporáneas parecen haber invertido al integrar en ella la literatura a modo de capítulo o segmento. Ya ese dilema sobre la ubicación relativa de una respecto a la otra da aviso de que sus mutuas relaciones no son fáciles de establecer. Al fin y al cabo, son narraciones que se disputan –metafórica pero también tangiblemente, y eso aun cuando sus espacios y naturalezas sean diversos– un mismo objetivo: ofrecer una visión del mundo y de la vida. Entendemos, pues, la Historia y la literatu­ra como dos narraciones que se abducen mutuamente, que comparten igual fundamento en la palabra y en la sintaxis, que ca­minan juntas (y acaso revueltas) si bien sus bases semánticas y sus metas descansan en presupuestos, al menos en apariencia, distintos: la objetividad es la procura de la historia; lo subjetivo, la fuente de la literatura. Distinción pertinente, aunque haya quien entienda que la literatura es una búsqueda de la verdad y se pudiera admitir que la incertidumbre y la subjetividad son caracteres inherentes a las reconstrucciones históricas.

Frente a la historia como concepción que se quiere fuerte –pero que se ve lastrada y debilitada por la imposibilidad de mostrarse objetiva o ajena a las luchas que se producen en su interior–, la literatura, desde su subjetividad relativa, puede suplir o complementar aquella incertidumbre que toda interpretación de la historia supone. En la imposible objetividad de la historia, la literatura se aposenta para acompañarla, interpretarla y ponerla en escena. Si la tradición humanista nos presenta la historia como búsqueda de una imposible verdad, la literatura sería el consuelo o la nostalgia de esa verdad perdida e inalcanzable.

Ni la historia ni la historia de la literatura dan cuenta de todo lo sucedido o escrito, sino que, ante lo inconmensurable, en su relato proceden por eliminación, sopesando y eligiendo lo distintivo, lo significativo. Historia y literatura, por consiguiente y a modo de hipótesis de partida, entendidas en su condición de narraciones que conviven y en consecuencia intervienen una en la otra, que a veces se reafirman, pero que otras se sospechan, contradicen, contrarían o incomodan. Sobre esa capacidad de mutua intervención descansa nuestro criterio de selección. Al igual que el transcurrir histórico deja su huella en la literatura –con mayor o menor intensidad, con mayor o menor potencia–, también ésta, al actuar sobre los imaginarios colectivos, al introducirnos en ella –la literatura no deja de ser una experiencia compartida–, ejerce su influjo sobre ese relato histórico.

Una doble injerencia que, según la mayor o menor capacidad de intervención que se le otorgue a cada una, da lugar en las páginas y manuales de la teoría literaria a consideraciones más o menos relevantes acerca del grado de autonomía que hay que conceder a la literatura, y también acerca del peso que las realidades políticas, sociales y culturales ejercen en la gestación y recepción de las obras literarias.

Atendiendo a esta relación bilateral y dialéctica, nuestro criterio de selección valora la relevancia de ciertos libros según su capacidad para intervenir directamente no en la realidad histórica, sino en su relato, en la narración que subyace a modo de subjetividad colectiva en toda comunidad. Desde esa posición no abordamos la literatura atribuyéndole el carácter de ente monumental (canon) o religioso (expresión de lo inefable), sino el de interlocutor (diálogo y crítica) con la historia, esa narración difusa pero actuante en medio de la cual somos, vivimos, leemos, escribimos y estamos. En palabras de Jeanette Winterson: «Eso es lo que nos ofrece la literatura: un idioma lo bastante poderoso para contar cómo son las cosas. No es un lugar donde esconderse, es un lugar donde encontrar». Una conversación, por tanto, entre narraciones vivas que se desarrollan en un orden cronológico, aunque no lineal porque cada una tiene su propia dinámica, su propia memoria y sus propios procedimientos, medios de evaluación, legitimación y homologación.

Así, estos cincuenta y cinco libros nos parecen relevantes por ser espejos de esa conversación dialéctica, cómplice o crítica, entre la literatura y la historia. Conversar, confrontar como formas de relación entre personas y cosas, como simpatía. Como careo o cotejo, como acción de poner dos cosas cara a cara, como un enfrentamiento. Conversación que en algunos casos puede dar paso al consenso o al acuerdo, y, en otros, al cuestionamiento, la discordia o el rechazo. Dialéctica, porque esa confrontación entre tesis y antítesis que protagonizan de modo alternativo cada una de esas narraciones da lugar a una síntesis dinámica sobre la que se construyen los imaginarios individuales y colectivos. La literatura como ecografía de la historia, chequeo semántico.

Nuestro propósito es ofrecer una secuencia de la literatura en cuanto espejo proteico en continua evolución y transformación. En este sentido, entendemos que la literatura es espejo, pero a la vez es la historia de ese espejo, de los cambios técnicos que el propio espejo sufre a lo largo del camino. A nuestro parecer, la literatura se erige, pues, en mirada, en forma de ver el mundo, al tiempo que se erige en mirada sobre esa mirada y su evolución. La historia en su sentido de memoria cultural, y la literatura no en su sentido de contramemoria, sino en el de escrúpulo (piedra en el zapato), vigilancia y sospecha frente a una historia que más que ninguna otra narración está escrita desde el poder y para el poder. La literatura como piedra de toque, en disputa con la historia del relato de lo real, que interviene en la construcción de lo verosímil y cuestiona lo dado, lo aceptado, lo que se asume como verdadero.

No estamos proponiendo un contracanon: tratamos de propiciar un diálogo crítico con la historia literaria dominante, ya manifiesta –considerando los manuales al uso–, ya implícita, si atendemos a los prestigios y prejuicios que circulan por nuestro campo literario. En ese diálogo consideramos que la literatura es un servicio público,3 un arte con vocación de intervenir en la esfera pública democrática.

Una propuesta que no aspira a ser académica ni para académicos, que bien podría entenderse a modo de ironía, de gesto de deconstrucción con voluntad de intervenir en los procesos de jerarquización que tienen lugar en el seno de la sociedad. Al igual que sucede en toda selección, ésta supone exclusión, aunque no pretenda ser excluyente por más que a algunos les pueda parecer sectaria. Acusación ésta difícil de soslayar en toda propuesta que no lisonjee los criterios aceptables y aceptados. Una propuesta acaso violenta y no muy pacífica, consciente de que, más allá de los sueños de una horizontalidad anárquica o utópica, cuestionar una jerarquía implica la defensa de otra.

Las pequeñas secuencias

Hemos procurado perseguir algunas secuencias temáticas que, teniendo un orden cronológico, esbozan un mapa de la literatura española del siglo xx: España como problema, el mundo rural, proletariado y revolución, el feminismo, el poder de la Iglesia, la Guerra Civil y la posguerra, la resistencia antifranquista, Europa como destino, la cultura de la Transición y el fin del espejismo. Intentamos situar y comentar cada obra seleccionada según su representatividad y significación en esa conversación dialéctica con la narración histórica.

Es obvio que no todas las obras literarias contienen la misma potencia a la hora de dialogar con la narración histórica. Esa capacidad depende de múltiples factores externos e internos: desde el poder en el medio literario y social de la autoría hasta el número de ejemplares vendidos, pasando por la autoridad del sello editorial donde se haya publicado y por el grado de legitimación obtenido en los espacios de la crítica y la opinión pública, sin olvidar el peso de las circunstancias culturales, sociales y políticas en que la recepción de la obra tiene lugar.

Ésta es una propuesta política, que no propone una lectura neutral ni de la historia ni de la literatura: está realizada desde un criterio que podrá ser compartido o debatido o rechazado. No pretendemos dar ninguna lección moral ni política ni estética, pero tampoco rehuimos las respuestas y conclusiones si las hubiera. Sólo tratamos de mostrar que para la memoria cultural colectiva hay otros recorridos literarios posibles que acaso hablan de otras metas e intereses.

Más allá de una idea autorreferencial y endogámica de la literatura, impermeable y ajena respecto a esa narración histórica de la que venimos hablando, cada libro se convierte en parte de un acontecimiento general –la literatura– y cobra significación histórica porque quiere pasar a formar parte del presente de esa narración de narraciones en la que respiramos y actuamos. Este libro, más que una antología, aspira a ser un ensayo sobre el entendimiento y el sentido de esa larga pregunta sobre lo que llamamos «literatura». Y sobre nuestra respuesta. La literatura: un buen lugar donde permanecer algún tiempo.4

La voluntad

azorín(monóvar, 1873 – madrid, 1967)

En las primeras páginas de esta novela de Azorín, publicada en el año 1902, se lee la siguiente fábula protagonizada por un grupo de «jóvenes indignados»:

En la deliciosa tierra de Nirvania todos los habitantes se sintieron tocados de un grande y ferviente deseo de regeneración nacional.

¡Regeneración nacional! La industria y el comercio fundaron un partido adversario de todas las viejas corruptelas; el Ateneo abrió una amplia información en que todos, políticos, artistas, literatos, clamaron contra el caciquismo en formidables Memorias; los oradores trinaban en los mitins contra la inmoralidad administrativa… Y un buen día tres amigos –Pedro, Juan, Pablo–, que habían leído en un periódico la noticia de unos escándalos estupendos, se dijeron: «Puesto que todo el país protesta de los agios, depredaciones y chanchullos, vamos nosotros, ante este acaso, a iniciar una serie de protestas concretas, definidas, prácticas; y vamos a intentar que bajen ya a la realidad».

La fábula prosigue contando cómo, en contacto con la realidad, ese grupo de jóvenes acabará aceptando que el «ardimiento juvenil les había impulsado a concreciones y personalidades peligrosas» para, finalmente, integrarse en el juego político «haciendo votos para que en futuras edades mejore la suerte del pueblo de Nirvania, sin que por eso se atente a las tradiciones ni a los derechos adquiridos».

En definitiva, y si quisiéramos de manera oportunista trasladar a hoy la moraleja, bien podríamos enunciarla diciendo que es la historia de cómo el podemos se acaba convirtiendo en esto es lo que hay.

Pero no, esta no es una novela profética, sino una novela realista que, a través de la historia de un joven lleno de inquietudes literarias y políticas, nos da cuenta del desencanto político y vital de toda una generación de intelectuales –la llamada «generación del 98»– que, desde posiciones radicales, ya de corte anarquista, ya de raíz socialista, acaban acomodándose, vía pesimismo y escepticismo, «a lo dado», es decir, a la España del bipartidismo de liberales y conservadores.

La voluntad representa dentro de la historia de la literatura española la muerte de la novela decimonónica, es decir, de aquella narrativa caracterizada por una arquitectura lineal, con asiento en el mecanismo de causa efecto, por su ambición de totalidad y por el deseo de objetividad. Para nuestra historiografía literaria, la novela de Azorín –junto con Camino de perfección, de Baroja; las Sonatas,de Valle-Inclán, y Amor y pedagogía, de Unamuno, publicadas también en ese año referencial de 1902– supone un giro radical, un salto, un cambio cualitativo en ese espejo que se pasea a lo largo del camino del que habla Stendhal: el surgimiento de una nueva mirada.

Lo primero que llama la atención, ya desde sus primeras páginas, es la materialidad en el lenguaje:

A lo lejos, una campana toca, lenta, pausada, melancólica. El cielo comienza a clarear indeciso. La niebla se extiende en largas pinceladas blancas sobre el campo y en clamoroso concierto de voces agudas, graves, chirriantes, metálicas, confusas, imperceptibles, sonorosas, todos los gallos de la ciudad dormida cantan.

Vemos, leemos, cómo cristaliza la revolución que el modernismo venía impulsando: tacto, luz, sonido, color y alto nivel de resolución en las imágenes. Una extraña mezcla de impresionismo y nitidez. El uso de la secuencia de adjetivos como filtro para lo sustantivo.

La novela nos cuenta el ser y no ser de Antonio Azorín, joven con una posición propia de rentista, que vive su primera juventud en su provinciano lugar natal, donde crece intelectualmente a la sombra de su maestro Yuste, quien, en cuanto personaje, sirve para mostrar el batiburrillo ideológico –desde un radicalismo anarcoide hasta un idealismo del yo– sobre el que crecen el ser y el llegar a ser del héroe narrativo, mientras que ese Azorín en proceso de aprendizaje se presenta como el no ser o no llegar a ser de ese fracasado feliz con el que finaliza su historia. Aunque, más que de una novela de aprendizaje, habría que hablar de una novela de desaprendizaje arquetípica: alguien quiere cambiar el mundo y el mundo lo cambia a él.

Lo dicho: la juventud de un joven provinciano, Antonio Azorín, que quiere «intervenir» en la sociedad para mejorarla, que se instala en Madrid y durante años se desempeña como «periodista y revolucionario», pero que finalmente se resigna a ver cómo «su pesimismo instintivo se ha consolidado; su voluntad ha acabado de disgregarse en ese espectáculo de vanidades y miserias». De este Azorín hecho y deshecho se nos cuentan, a través de la expresión directa de sus pensamientos y de los diálogos con nuevos y viejos amigos –un trasunto de Baroja entre ellos–, sus ideas sobre esto y lo otro y lo de más allá, con disquisiciones que van desde la política, el periodismo y la literatura hasta el nihilismo, lo inmoral del progreso, el fracaso del socialismo, la democracia como error, el anarquismo y el eterno retorno de Nietzsche. Todo un repertorio ideológico abandonado por un protagonista que ve cuán inú­til e insuficiente es todo. Si el pesimismo es el horizonte, la ironía es el confortable recurso final: «Entre la indignación y la ironía, me quedo con la ironía».

Una novela, en definitiva, sobre un tiempo en el que los intelectuales –la literatura, uno de nuestros espejos– nos devuelven una imagen justamente contraria a la que pocos años después propondría el pensador italiano Antonio Gramsci: «Contra el pesimismo de la inteligencia, el optimismo de la voluntad». Es decir, la voluntad… de la razón.

El pesimismo como excusa.

Aurora roja

pío baroja(san sebastián, 1872 – madrid, 1956)

Éste es el tercer y último volumen de una trilogía, La lucha por la vida, que Pío Baroja escribió alrededor de un personaje, Manuel Alcázar; las dos primeras novelas, cada una con su entidad propia y dándonos cuenta de su infancia y primera juventud, nos permiten asistir a su ascenso social (y geográfico, porque, a modo de correlato narrativo, el protagonista se irá desplazando desde los barrios del sur de Madrid hacia el centro, poblado de pequeños talleres de artesanos, de tenderos y empleados).

Cuando la novela comienza, Manuel, después de haber pasado un sinfín de desventuras, ha entrado en el círculo familiar de su amigo el cajista y consigue, merced al préstamo generoso de un viejo amigo, la propiedad de una imprenta sita en el barrio de Chamberí. En el entretanto ha reaparecido su hermano pequeño, Juan, que tras abandonar el seminario, se ha labrado cierto nombre como escultor y, llevado por su temperamento un tanto místico, se ha convertido en un anarquista radical que choca con las ideas de ese Manuel aburguesado –«Yo, entre explotado o explotador, prefiero ser explotador»–, mientras defiende y practica, sin éxito y en condiciones cada vez más desgarradoras, sus ideales anarquistas hasta que, enfermo y decepcionado, muere y lo entierran en el cementerio civil bajo la aurora roja del amanecer.

Si en las los primeras novelas de la trilogía, La busca y Mala hierba, la figura de Manuel y su desclasamiento, lento y zigzagueante, protagonizan la historia, la aparición de Juan, el hermano anarquista, produce un desdoblamiento de la acción y el consiguiente enfrentamiento y choque entre ambos espacios ideológico-narrativos: el conservador que el desclasamiento de Manuel propicia y el radical anticapitalismo de Juan. Ese contraste, que la novela desarrolla con la agilidad que el estilo directo tan típico del autor provoca, vendría a ser el ADN argumental de la novela –dos largas líneas en espiral–, que aumen­ta su valor narrativo –literario y no solamente humano– cuanto mayor equilibrio estructural establece entre cada una de esas dos líneas de acción que pone en situación de diálogo o de careo, en el sentido más policial del término.

Podemos así hablar de dos novelas: una, la del desclasamiento individual, con sus obstáculos y necesarias adaptaciones a la realidad –«Si quieres hacer algo en la vida, no creas en la palabra imposible. Nada hay imposible para una voluntad enérgica»–, y otra, la de la militancia anarquista con los idealistas y estériles heroísmos de quienes pretenden cambiar con violencia la sociedad sin tener en cuenta las duras consecuencias: «Hay que cauterizar brutalmente la llaga social». Dos novelas que al entrecruzarse nos emplazan a los lectores a posicionarnos en calidad de jueces que no sólo deben juzgar la bondad de los procedimientos formales seguidos para lograr ese equilibrio, sino que inevitablemente han de tomar partido por una u otra de esas dos caras que la novela, por cuanto es una entidad narrativa única, nos muestra. La lectura como responsabilidad.

Campos de Castilla

antonio machado(sevilla, 1875 – colliure, 1939)

Vivimos en tiempos cínicos, donde calificar a alguien de honesto u honrado se acerca más al insulto o menosprecio que al elogio de una virtud. Sobre Machado, don Antonio, se levanta, a modo de espada de Damocles o de techo a punto de derrumbe, la amenaza de tal renombre por más que su consideración en el sistema educativo, así como los éxitos de las adaptaciones musicales de sus versos sigan haciendo de él uno de los poetas españoles más populares y conocidos, aun entre aquellos que no han leído ninguno de sus libros.

Algo semejante me atrevería a decir sucede con Castilla, que se ha quedado más que atrás en la historia, como un nombre, una realidad, un ente y una identidad que apenas consigue trascender su propia geografía, hoy rota y casi –o sin casi– vaciada de contenido político y literario. Si bien hace apenas un siglo constituía por sí misma una ideología y una concepción política de España, hoy carece de fuerza referencial.

Sin embargo, hace todavía poco tiempo, a propósito de lo que alguien llamaba «la eternidad de Campos de Castilla», se recordaba que, en lucha contra el tiempo y los desgastes y erosiones de todo tipo que acarrea, la gran poesía conserva un rasgo y gesto pertinente, a saber: la capacidad para permanecer por encima incluso de la popularidad del nombre y renombre del poeta. Todo un mérito en medio de eternidades tan breves como las que vivimos últimamente. La poesía de Machado, el bueno, es palabra en el tiempo y palabra contra el tiempo.

Escribe Olvido García Valdés, la también poeta, y de las grandes, que el poema vendría a ser la enunciación cabal de un yo poético que es un yo lingüístico, pero que la razón de existir de la poesía es también una «enunciación de realidad» que hace que recibamos el poema como campo de vivencia del poeta.

Y desde ese entendimiento, la Castilla del poema sería leída hoy –es decir, aceptada y asumida por los que a ella se acercan– como una doble experiencia: sensorial y cognitiva. Y ello no por cuanto es paisaje, aunque sin renunciar a él, sino por ser conciencia, proclamación, ecclesia de una voz, la del poeta, que sigue viva porque nos sigue hablando y en ese seguir –sí, poeta, te escucho– reside su mérito y condición literaria. «Imágenes, conceptos, sonidos –escribe Machado–, nada son por sí mismos; de nada valen en poesía cuando no expresan hondos estados de conciencia.»

Del empaque de aquella concepción de Castilla en virtud de la cual ésta es mito, alma y forma de sentir España –tan propia de la generación del 98, pero también de la iconografía y retórica falangista– no queda nada o, si acaso, un eco, más muerto que vivo, de un nacionalismo ajado –«envuelta en sus andrajos, desprecia cuanto ignora»– al que ninguna nostalgia es capaz de darle aliento.

Queda el poema, la voz:

A mi trabajo acudo, con mi dinero pago

el traje que me cubre y la mansión que habito,

el pan que me alimenta y el lecho en donde yago.

Y cuando llegue el día del último viaje,

y esté al partir la nave que nunca ha de tornar,

me encontrareis a bordo, ligero de equipaje,

casi desnudo como los hijos de la mar.

*

Es una hermosa noche de verano.

Tienen las altas casas

abiertos los balcones

del viejo pueblo a la anchurosa plaza.

En el amplio rectángulo desierto,

bancos de piedra, evónimos y acacias

simétricos dibujan

sus negras sombras en la arena blanca.

En el cenit, la luna, y en la torre,

la esfera del reloj iluminada.

Yo en este viejo pueblo paseando

solo, como un fantasma.

*

Érase de un marinero

que hizo un jardín junto al mar,

y se metió a jardinero.

Estaba el jardín en flor,

y el jardinero se fue

por esos mares de Dios.

*

Mi paraguas, mi sombrero,

mi gabán… El aguacero

amaina… Vámonos, pues.