La coincidencia - Harlan Coben - E-Book

La coincidencia E-Book

Harlan Coben

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Beschreibung

LA VERDAD PUEDE MATARTE. Él siempre ha sido Wilde, el chico que encontraron en unas montañas de Nueva Jersey viviendo solo y de forma salvaje. Han pasado más de treinta años de aquello y nunca ha sabido cuáles eran sus orígenes. Ha llegado el momento de averiguar algo de su familia, para lo cual recurre a los servicios de una empresa de análisis de ADN. Los resultados le conducen hasta su padre biológico, pero su encuentro genera más preguntas que respuestas. Esa no es la única sorpresa. La búsqueda de ADN acaba revelando otra coincidencia, otro familiar, un personaje mediático. Sin embargo, tan pronto como lo encuentra, este desaparece repentinamente. Wilde no se va a detener ahora: quiere averiguar la verdad por muy terrible que sea. UN THRILLER VIBRANTE QUE RECUPERA A WILDE, EL ENIGMÁTICO PROTAGONISTA DE EL CHICO DEL BOSQUE.

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HARLAN COBEN

LA COINCIDENCIA

Traducción de Jorge Rizzo

Título original inglés: The Match.

© del texto: Harlan Coben, 2022.

© de la traducción: Jorge Rizzo Tortuero, 2023.

Diseño de la cubierta: Luz de la Mora.

© Imagen de la cubierta: Sergey Nivens / Shutterstock.

© Fotografía del autor: JR / Inside Out Project.

© de esta edición: RBA Libros y Publicaciones, S. L. U., 2024.

Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

rbalibros.com

Primera edición: enero de 2024.

ref.: obdo269

isbn: 978-84-1132-529-5

aura digit • composición digital

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47). Todos los derechos reservados.

ÍNDICE

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43

Agradecimientos

Navegación estructural

Cubierta

Portada

Créditos

Índice

Dedicatoria

Comenzar a leer

Agradecimientos

Notas

Colección

en memoria de penny hubbard

1966-2021

1

A una edad que rondaría entre los cuarenta y los cuarenta y dos años —no sabía exactamente cuántos años tenía—, Wilde encontró por fin a su padre.

Wilde no había visto nunca a su padre. Ni a su madre. Ni a ningún pariente. No sabía cómo se llamaban, ni dónde había nacido ni cuándo o cómo había acabado viviendo y arreglándoselas solo en los bosques de los montes Ramapo, cuando todavía era un niño. Ahora, más de tres décadas después de que lo «rescataran» —«¡abandonado y salvaje!», proclamaba un titular; «¡el nuevo Mowgli!», destacaba otro—, Wilde se encontraba a menos de veinte metros de un pariente de sangre y de todas aquellas respuestas que siempre había buscado y nunca había encontrado acerca de su misterioso origen.

Por lo que acababa de descubrir, su padre se llamaba Daniel Carter. Carter tenía sesenta y un años y estaba casado con una tal Sofia. Tenían tres hijas adultas —Wilde supuso que debía considerarlas sus hermanastras—: Cheri, Alena y Rosa. Carter vivía en un rancho de cuatro dormitorios en Sundew Avenue, en Henderson, en el estado de Nevada. Ocupaba el puesto de director de obras de su propia empresa, la DC Dream House Construction.

Treinta y cinco años antes, cuando descubrieron al pequeño Wilde viviendo solo en el bosque, los médicos calcularon que tendría entre seis y ocho años de edad. Él no recordaba a sus padres, ni a nadie que le hubiera cuidado, ni ninguna otra vida anterior a la que había llevado en esas montañas, buscándose el sustento por sí mismo. Aquel niño consiguió sobrevivir colándose en cabañas y casas de verano desocupadas, vaciando las neveras y las despensas. A veces dormía en casas sin habitar o en tiendas de campaña que robaba de algún garaje, pero la mayoría de las veces, si el tiempo lo permitía, el joven Wilde prefería dormir al raso, bajo las estrellas.

Y aún lo hacía.

Después de que lo «rescataran» de aquella vida indómita, el Servicio de Atención a la Infancia asignó al niño a una familia de acogida temporal. Con toda la repercusión mediática que había tenido la noticia, la mayoría pensaba que alguien reclamaría enseguida al «Pequeño Tarzán». Pero los días se convirtieron en semanas. Y luego en meses. Y en años.

Y luego en décadas.

Tres décadas.

No se presentó nadie.

Corrían rumores, por supuesto. Había quien creía que Wilde había nacido en el seno de una tribu de las montañas, misteriosa y secreta, que el pequeño había huido o había sido entregado a alguien de forma encubierta, por lo que los miembros de la tribu no se atrevían a reconocer que era de los suyos. Otros sostenían que los recuerdos del niño no eran fiables, que era imposible que hubiera sobrevivido solo en el bosque durante todos esos años, que tenía la mente demasiado clara y era demasiado inteligente como para haberse criado sin padres. Al pequeño Wilde debía de haberle ocurrido algo terrible, suponían; algo tan traumático que su mecanismo de supervivencia había bloqueado todos los recuerdos del incidente en cuestión.

Eso no era cierto, Wilde lo sabía. Pero qué más daba.

Sus únicos recuerdos de infancia le llegaban en forma de visiones fugaces y sueños: una barandilla roja, una casa oscura, el retrato de un hombre con bigote y, a veces, cuando las visiones decidían ir acompañadas de sonido, una mujer chillando.

Wilde —su padre de acogida le había puesto aquel nombre, que le iba al pelo—* se convirtió en una especie de leyenda urbana. En un ser temible de los bosques. A él recurrían muchos padres y madres para asegurarse de que sus hijos no regresaran tarde a casa, o de que no se adentraran solos en el monte: bastaba con recordarles que, cuando caía la noche, el Chico del Bosque salía de su escondrijo, sediento de sangre.

Habían pasado tres décadas y nadie, ni siquiera el propio Wilde, había encontrado ni una sola pista sobre su origen.

Hasta ese momento.

Desde su coche de alquiler aparcado al otro lado de la calle, Wilde observó a Daniel Carter, que abría la puerta de casa y se dirigía a su camioneta. Hizo zoom con la cámara de su iPhone para ver mejor la cara de su padre y tomó unas fotos. Sabía que Daniel Carter estaba trabajando en una nueva urbanización —doce casas, cada una con tres dormitorios, dos baños, un aseo y, según el sitio web, una cocina con «armarios de color lignito». En la web de DC Dream House Construction, bajo el epígrafe «Acerca de nosotros», decía «desde hace veinticinco años, DC Dream House Construction diseña, construye y vende viviendas de máxima calidad, personalizadas para que se ajusten a tus gustos y necesidades».

Wilde le envió tres de las fotos por SMS a Hester Crimstein, conocida abogada de Nueva York y probablemente lo más parecido que tenía a una figura materna. Quería saber si ella veía algún parecido entre él y el hombre que se suponía que era su padre biológico.

Cinco segundos después de apretar el botón de envío, Hester le llamó.

—¿Y bien?

—¡Caray!

—¿«Caray» en el sentido de que se me parece?

—Si se te pareciera más, Wilde, pensaría que has usado una de esas aplicaciones de envejecimiento virtual.

—Así que tú crees…

—Es tu padre, Wilde.

Wilde se quedó con el teléfono pegado a la oreja.

—¿Estás bien? —le preguntó Hester.

—Sí, bien.

—¿Cuánto tiempo llevas observándolo?

—Cuatro días.

—¿Y qué vas a hacer?

Se lo pensó un momento.

—Podría dejarlo estar, sin más.

—No.

Wilde no dijo nada.

—¿Wilde?

—¿Qué?

—Eres un cagón —dijo Hester.

—¿Cagón?

—Me lo ha enseñado mi nieto. Significa cobarde.

—Sí, ya lo he pillado.

—Ve a hablar con él de una vez. Pregúntale por qué abandonó a un niño en el bosque. Ah, y luego llámame inmediatamente, porque me muero de la curiosidad.

Hester colgó.

Daniel Carter tenía el cabello blanco, la piel morena y los antebrazos musculosos, probablemente a consecuencia de toda una vida de trabajo manual. Por lo que había observado Wilde, la familia parecía estar bastante unida. Ahora mismo su esposa, Sofia, se despedía de él moviendo la mano y sonriendo, mientras él se subía a la camioneta.

El domingo anterior, Daniel y Sofia habían celebrado una barbacoa en el patio trasero, y habían acudido sus hijas Cheri y Alena con sus respectivas familias. Daniel se había dedicado a la parrilla, luciendo un gorro de cocinero y un delantal que decía «Marido Florero». Sofia servía sangría y ensalada de patata. Cuando el sol cayó, Daniel encendió el fuego del jardín y toda la familia se puso a tostar nubes de azúcar y a jugar a juegos de mesa, como si fuera un cuadro de Rockwell. Wilde esperaba sentir una especie de punzada al observarlos y darse cuenta de todo lo que se había perdido, pero la verdad es que no sentía gran cosa.

No era una vida mejor que la suya. Simplemente era diferente.

Algo en su interior le decía que se dirigiera al aeropuerto y que tomara el avión de vuelta a casa. Se había pasado los últimos seis meses viviendo una vida más o menos familiar en Costa Rica, con una madre y su hija, pero había llegado el momento de volver a su ecocápsula en el bosque de los montes Ramapo. Aquel era su lugar, donde se sentía en casa.

Solo. En el bosque.

Tal vez Hester Crimstein y el resto del mundo «se murieran» de curiosidad por conocer el origen del «Niño del Bosque», pero el niño del bosque no. Aquello no le había inquietado nunca. Para él, sus padres estaban muertos o le habían abandonado. ¿Qué importaba saber quiénes eran o cuáles habían sido sus motivos? Eso no iba a cambiar nada; o al menos no para mejor.

Wilde estaba bien, muchas gracias. No había motivo para crear una agitación innecesaria en su vida.

Daniel Carter puso en marcha su camioneta. Recorrió Sundew Avenue y giró a la izquierda por Sandhill Sage Street. Wilde le siguió. Unos meses antes, Wilde había sucumbido a la tentación y había mandado a regañadientes una muestra de ADN a una de esas bases de datos genealógicas que tan de moda estaban. «Eso no significa nada», se dijo. Si aparecía alguna coincidencia, podía decidir no hacer caso. Era un primer paso que no le obligaba a nada, solo eso.

Cuando llegaron los resultados, no encontró nada revelador. La coincidencia más cercana era con alguien que tenía las iniciales PB, que según el sitio web debía ser su primo segundo. Poca cosa. PB quiso ponerse en contacto con él. Pero cuando Wilde estaba a punto de responder, su existencia dio un vuelco y Wilde se sorprendió incluso a sí mismo dejando el bosque que había sido su hogar hasta entonces para intentar iniciar una vida en familia en Costa Rica.

No había salido como pensaba.

Y ahora, dos semanas atrás, mientras hacía el equipaje para volver de Costa Rica, el sitio web de análisis de ADN le había enviado un correo electrónico con el asunto: «¡actualización importante!». Habían encontrado una coincidencia con «un familiar que compartía mucho más ADN» que «ningún otro en tu cadena de parentesco». La persona en cuestión tenía las iniciales DC. Y al final del correo, un hipervínculo le proponía «descubra más». Pese a que su instinto le decía que no debía hacerlo, abrió el vínculo.

Por la edad, el sexo y el porcentaje de coincidencia, DC tenía que ser el padre de Wilde. Al leer aquello, se quedó mirando la pantalla, sin reaccionar.

¿Y ahora qué? Tenía delante una puerta abierta a su pasado. Lo único que había que hacer era girar el pomo. Aun así, vaciló. Este sitio web tan indiscreto funcionaría también en el otro sentido, ¿no? Si Wilde había recibido una notificación diciéndole que habían localizado a su padre, ¿no era lógico pensar que su padre también habría recibido un aviso diciéndole que habían encontrado a su hijo?

¿Por qué no se ponía en contacto con él el tal DC?

Wilde dejó pasar dos días. En un momento dado estuvo a punto de borrar todo su perfil genealógico. De ahí no podía salir nada bueno. Eso lo tenía claro. A lo largo de su vida, había barajado una y otra vez todas las hipótesis posibles para que un niño acabara en el bosque, abandonado durante años, condenado a una muerte casi segura.

Cuando llamó a Hester para contarle lo de la coincidencia genética paterna y que tenía muchas dudas de si seguir la pista, ella le dijo:

—¿Quieres que te diga lo que pienso?

—Claro.

—Eres un bobo.

—Eso me ayuda mucho.

—Escúchame bien, Wilde.

—Vale.

—Soy mucho mayor que tú.

—Es cierto.

—Calla. Estoy a punto de verter algo de conocimiento en tu mente.

—¿Esa frase la has sacado de Hamilton?

—Pues sí.

Se frotó los ojos.

—Sigue.

—La verdad más fea es mejor que la mentira más bonita.

—Y eso lo has sacado de una galletita de la suerte, ¿no? —dijo él, frunciendo el ceño.

—No seas listillo. No puedes darle la espalda a esto. Y lo sabes. Necesitas saber la verdad.

Por supuesto, Hester tenía razón. Quizá Wilde no quisiera girar aquel pomo, pero tampoco podía pasarse el resto de la vida contemplando la puerta. Volvió a abrir el sitio web y le escribió un mensaje a DC. Un mensaje conciso y directo:

Podría ser tu hijo. ¿Podemos hablar?

Cuando apretó enviar, recibió al momento una respuesta automática. Según el sitio web, DC ya no estaba en la base de datos. Eso era, a la vez, raro y sospechoso —que su padre decidiera borrar su cuenta—, pero hizo que de pronto aumentara su necesidad de obtener respuestas. A la mierda eso de girar el pomo; era hora de derribar la maldita puerta de una patada. Volvió a llamar a Hester.

Si a alguien le resulta familiar el nombre de Hester, quizá sea porque es la famosa abogada televisiva Hester Crimstein, presentadora del programa Crimstein on Crime. Ella hizo unas llamadas, recurrió a sus contactos. Wilde también aprovechó contactos que tenía de los años en que había trabajado en una «empresa de seguridad». Tardaron diez días, pero al final consiguieron un nombre:

Daniel Carter, 61 años, de Henderson, Nevada.

Hacía cuatro días que Wilde había volado desde Liberia, Costa Rica, hasta Las Vegas, Nevada. Y ahí estaba, en un Nissan Altima azul de alquiler, siguiendo la camioneta Ram de Daniel Carter hasta llegar a un terreno en obras. Había pospuesto aquello demasiado tiempo. Cuando Daniel Carter aparcó frente a la casa en construcción, Wilde paró y salió del coche. Las obras hacían un ruido tremendo, ensordecedor. Wilde estaba a punto de pasar a la acción cuando vio a dos obreros que se acercaban a Carter. Wilde esperó. Un hombre le dio a Carter un casco de obras. El otro le entregó una especie de tapones para los oídos. Carter se puso ambas cosas y se llevó a sus acompañantes a algún sitio en el interior del solar. Las botas de trabajo de los tres levantaron tanto polvo del desierto que al final resultaba difícil verlos. Wilde se quedó observando. Un cartel apoyado en listones de cinco por diez anunciaba con una tipografía de lo más vistosa que Vista Mews —¿podían haber escogido un nombre más genérico para la urbanización?— contaría con «casas de lujo de tres dormitorios» desde 299.000 dólares. Y una tira roja que cruzaba en diagonal, de izquierda a derecha, decía: «¡Disponibles muy pronto!».

Daniel Carter sería el jefe de obras, el constructor o comoquiera que se llame al que manda, pero desde luego no le importaba mancharse las manos. Wilde se quedó mirando cómo daba ejemplo a sus obreros. Encajó una viga con el mazo. Se puso gafas protectoras y taladró. Inspeccionó la obra, asintiendo ante las cosas que veía bien y señalando los defectos que encontraba. Los obreros le respetaban, eso estaba claro. O quizá Wilde estuviera proyectando algo. Era difícil de decir.

Lo vio dos veces solo y quiso acercarse, pero siempre llegaba alguien antes. En el solar había mucha gente, mucho movimiento y mucho ruido. Wilde odiaba el ruido. Desde siempre. Decidió esperar y salir al encuentro de su padre cuando volviera a casa.

A las cinco de la tarde los obreros empezaron a marcharse. Daniel Carter fue uno de los últimos. Saludó con la mano y se subió a su camioneta. Wilde le siguió otra vez hasta el rancho en Sundew Avenue.

Cuando Daniel apagó el motor y salió de la camioneta, Wilde se situó junto a la acera y aparcó delante de la casa. Carter vio a Wilde y se paró. La puerta delantera del rancho se abrió. Su esposa, Sofia, le saludaba desde la distancia, con una sonrisa casi celestial.

Wilde salió del coche y se dirigió a él.

—¿Señor Carter?

Su padre se mantuvo cerca de la puerta abierta de la camioneta, casi como si se planteara volver a meterse en ella para alejarse de allí. Se tomó su tiempo, observando al intruso de arriba abajo. Wilde no tenía muy claro qué decir, así que optó por lo más directo:

—¿Podríamos hablar un momento?

Daniel Carter echó una mirada a Sofia. De algún modo se entendieron, en el lenguaje sin palabras de una pareja que lleva junta más de tres décadas, supuso Wilde. Sofia volvió al interior y cerró la puerta.

—¿Quién es usted? —preguntó.

—Me llamo Wilde —dijo, y se acercó unos pasos para no tener que levantar la voz—. Creo que usted es mi padre.

2

Daniel Carter no dijo gran cosa.

Permaneció en silencio mientras Wilde le hablaba de su pasado, del sitio web de análisis de ADN, de que había llegado a la conclusión de que muy probablemente fueran padre e hijo. Carter mantuvo un gesto neutro todo el rato, asintiendo de vez en cuando, quizá retorciéndose las manos, palideciendo ligeramente. El estoicismo de Carter impresionó a Wilde, y curiosamente se vio reflejado en él.

Seguían en el patio delantero. Carter no dejaba de echar miradas fugaces a su casa. Al final dijo:

—Vamos a dar una vuelta.

Se subieron a la camioneta y condujo en silencio; ninguno de los dos sentía la necesidad de hablar. Wilde supuso que sus palabras habrían aturdido a Carter, que estaría usando el paseo en camioneta como un boxeador aprovecha la cuenta del árbitro hasta el ocho. Pero quizá no fuera así. No siempre es fácil interpretar las reacciones de la gente. Podría estar aturdido, o podría estar tramando algo.

Diez minutos más tarde se sentaron en un cubículo en el Mustang Sally’s, un diner ambientado en los años sesenta situado en el interior de un concesionario Ford. El cubículo tenía los asientos de vinilo rojo e intentaba evocar el ambiente de otra época, pero, cuando vienes de Nueva Jersey, los diners de falsa temática retro no cuelan.

—¿Vienes a por dinero? —le preguntó Carter.

—No.

—Ya me lo parecía —dijo, y soltó un suspiro prolongado—. Supongo que para empezar podría poner en duda lo que dices.

—Podría —concordó Wilde.

—Podríamos hacer una prueba de paternidad.

—Podríamos.

—Pero lo cierto es que no veo la necesidad. Es evidente el parecido.

Wilde no dijo nada.

Carter se pasó la mano por el blanco cabello.

—Caray, chico, qué raro es esto. Tengo tres hijas. ¿Lo sabías?

Wilde asintió.

—Son lo mejor que me ha pasado en la vida. —Meneó la cabeza—. Vas a tener que darme unos minutos para que me haga a la idea, ¿vale?

—Vale.

—Supongo que tienes un montón de preguntas. Yo también.

Una camarera joven se acercó y saludó:

—Hey, señor C.

—Hey, Nancy —dijo Carter, con una sonrisa afable.

—¿Cómo está Rosa?

—Está muy bien.

—Salúdela de mi parte.

—Lo haré.

—¿Qué les puedo traer?

Daniel Carter pidió un sándwich club con patatas fritas. Señaló a Wilde con la mano, y él pidió lo mismo. Nancy les preguntó si querían algo de beber. Ambos negaron con la cabeza a la vez. Nancy recogió las cartas y se fue.

—Nancy Urban fue al instituto con mi hija pequeña —dijo Carter cuando se hubo alejado—. Una chica estupenda.

—Ajá.

—Ambas jugaban en el mismo equipo de voleibol.

—Ajá —repitió Wilde.

Carter se le acercó un poco.

—La verdad es que no lo entiendo.

—Pues ya somos dos.

—No puedo creerme lo que me estás contando. ¿De verdad eres ese niño que encontraron en el bosque hace tantos años?

—Sí.

—Recuerdo las noticias. Te llamaban el Pequeño Tarzán, o algo así. Te encontraron unos excursionistas, ¿no?

—Sí.

—¿En los Apalaches?

Wilde asintió.

—En los montes Ramapo.

—¿Y eso dónde está?

—En Nueva Jersey.

—¿En serio? ¿Los Apalaches llegan hasta Nueva Jersey?

—Pues sí.

—No tenía ni idea. —Carter volvió a menear la cabeza—. No he estado nunca en Nueva Jersey.

¿Cómo? Su padre biológico no había estado nunca en el estado donde él había vivido toda la vida. Wilde no sabía qué pensar, si es que había algo que pensar.

—Uno no se imagina que en Nueva Jersey haya montañas —dijo Carter, intentando encontrar sentido a algo de todo aquello—. Más bien te vienen a la cabeza imágenes de ciudades atestadas, polución, Springsteen y Los Soprano.

—Es un estado complicado —dijo Wilde.

—Nevada también. No te creerías los cambios que he visto.

—¿Cuánto tiempo lleva viviendo en Nevada? —preguntó Wilde, intentando redirigir la conversación con suavidad.

—Nací cerca de aquí, en un pueblo llamado Searchlight. ¿Has oído hablar de él?

—No.

—Está a unos setenta kilómetros al sur de aquí. —Señaló con el dedo, como si eso aclarara las cosas, pero luego se miró el dedo, meneó la cabeza y bajó la mano—. Estoy hablando de cosas insustanciales sin motivo. Lo siento.

—No pasa nada —dijo Wilde.

—Es que es… un hijo —dijo, y dio la impresión de que los ojos se le humedecían—. Me cuesta asimilarlo.

Wilde no dijo nada.

—Antes de nada, déjame que te diga una cosa, porque estoy seguro de que te lo estás preguntando. —Bajó la voz—. Yo no sabía nada de ti. No sabía que tenía un hijo.

—Cuando dice «no sabía»…

—Quiero decir nunca. Hasta este mismo momento. Todo esto es una sorpresa tremenda para mí.

Wilde sintió algo frío que le atravesaba el cuerpo. Se había pasado toda la vida esperando respuestas. Pero había bloqueado ese deseo, fingiendo que no le importaba, y en cierto sentido no le importaba, aunque claro, no podía evitar sentir curiosidad. En un momento dado había decidido que no permitiría que lo desconocido le afectara. Lo habían abandonado en el bosque, condenándolo a muerte, y de algún modo había logrado sobrevivir. Eso evidentemente cambia a cualquiera, lo moldea, se convierte en parte de lo que hace o de lo que es.

—Como ya te he dicho, tengo tres hijas. Descubrir a estas alturas, después de tantos años, que tuve un hijo antes de que ellas nacieran… —Meneó la cabeza y parpadeó—. Caray, chico, aún tengo que hacerme a la idea. Dame un momento para recuperar el aliento.

—Tómese su tiempo.

—¿Dijiste que te llamaron Wilde?

—Sí.

—¿Quién te puso ese nombre?

—Mi padre de acogida.

—Te va al pelo —dijo Carter—. ¿Se portó bien contigo? ¿Tu padre de acogida?

A Wilde no le apetecía tener que dar respuestas sobre eso, pero dijo que sí, sin más.

Carter aún llevaba su camisa de trabajo. Estaba cubierta de una película de polvo. Se llevó las manos al bolsillo del pecho y sacó un bolígrafo y las gafas de cerca.

—Dime otra vez cuándo te encontraron.

—Abril de 1986.

Carter lo escribió en el mantel individual de papel.

—¿Y qué edad dijeron que podías tener?

—Seis o siete años, algo así.

Eso también lo apuntó.

—Así que eso significa que, año arriba o abajo, naciste hacia 1980.

—Sí —dijo Wilde.

Daniel Carter asintió, con la vista fija en lo que había escrito.

—Yo calculo, Wilde, que serías concebido en algún momento del verano de 1980 y que nacerías nueve meses más tarde, entre marzo y mayo de 1981.

Una pequeña vibración sacudió la mesa. Carter cogió su teléfono móvil y frunció los párpados para ver mejor la pantalla.

—Sofia —dijo en voz alta—. Mi mujer. Más vale que responda.

Wilde le indicó con un gesto que lo hiciera.

—Hola, cariño… Sí, estoy en el Mustang Sally’s —dijo Carter, mirando de vez en cuando a Wilde—. Un proveedor. Está haciéndome una oferta para las tuberías de PVC. Sí, claro. Ya te lo contaré más tarde. —Hizo otra pausa antes de añadir un «te quiero» de corazón.

Colgó y volvió a dejar el teléfono sobre la mesa. Se lo quedó mirando un buen rato.

—Esa mujer es lo mejor que me ha ocurrido nunca —dijo. Y sin apartar la mirada del teléfono, añadió—: Debe de haber sido duro para ti, Wilde. No saber nada de tu pasado. Lo siento.

Wilde no dijo nada.

—¿Puedo confiar en ti? —preguntó Carter. Pero antes de que Wilde pudiera responder siquiera, hizo un gesto con la mano dejando claro que no tenía que contestar—. Qué pregunta más tonta. Casi insultante. No tengo ningún derecho a pedirte nada. Y un hombre puede mantener su palabra o no independientemente de que se lo preguntes. Los mayores embusteros que he conocido son los que menos problemas tienen para hacer promesas y mirarte a los ojos.

Carter juntó las manos y las apoyó en la mesa.

—Supongo que has venido buscando respuestas.

Wilde no sabía si le fallaría la voz, así que asintió.

—Te diré lo que pueda, ¿vale? Aún no sé muy bien por dónde empezar. Supongo que con… —Levantó la vista, parpadeó y se lanzó—: Sofia y yo empezamos a salir durante el último año de bachillerato. Nos enamoramos enseguida. Aunque éramos unos críos. Ya sabes cómo es eso. En cualquier caso, Sofia es mucho más lista que yo. Cuando nos graduamos, ella se fue a la universidad. A otro estado. A Utah. Era la primera de su familia en ir a la universidad. Yo me alisté en la aviación. ¿Has estado en el ejército?

—Sí.

—¿En qué rama?

—Tierra.

—¿Entraste en acción?

A Wilde no le gustaba hablar de eso.

—Sí.

—Yo no. Mi generación tuvo suerte. Después de Vietnam, en los años setenta y hasta que Reagan bombardeó Libia, en 1986, daba la impresión de que no volveríamos a ir a la guerra. Sé lo raro que suena eso, pero es cierto. Vietnam dejó secuelas en todo el país. Nos provocó un síndrome postraumático colectivo, lo cual quizá no sea tan malo. Yo serví sobre todo en Nellis, a una media hora de aquí, pero también me enviaron al extranjero, en misiones breves. A Ramstein, en Alemania. A Mildenhall, en Reino Unido. Yo no pilotaba, ni nada por el estilo. Trabajaba en Pavimentación y en el equipo de Construcción, básicamente levantando bases. Ahí es donde aprendí el trabajo de constructor. La camarera Nancy le interrumpió:

—Las patatas fritas ya están, así que os las traigo antes. Están mejor recién hechas.

Carter volvió a mostrarle su encantadora sonrisa.

—Vaya, todo un detalle. Gracias, Nancy.

Nancy Urban colocó una gran cesta de patatas fritas entre los dos hombres y les puso unos platitos delante. El kétchup ya estaba en la mesa, pero la camarera colocó la botella en el centro, como para recordarles que estaba ahí. Cuando se fue, Carter alargó la mano y cogió una sola patata frita.

—Sofia y yo nos prometimos justo antes de que me mandaran a mi misión de verano de Ramstein. Aún éramos muy jóvenes, y me preocupaba perderla. Ella estaba conociendo a un montón de gente interesante en la universidad. Todas las parejas del instituto ya habían cortado, o se habían casado a toda prisa porque ella se había quedado embarazada. El caso es que compré un anillo de compromiso. En una tienda de empeños, nada menos. —Frunció los párpados—. ¿Has tenido problemas con el alcohol, Wilde?

—No.

—¿Drogas? ¿Algún tipo de adicción?

Wilde cambió de posición.

—No.

—Me alegro de oír eso —dijo Carter, sonriendo—. Yo tuve un problema con el alcohol, aunque ahora llevo veintiocho años sobrio. Pero no puedo echarle la culpa a eso. En pocas palabras: viví un verano loco en Europa. Era mi última oportunidad como hombre soltero, y seguramente pensé que debía vivir la vida, o cualquier otra tontería que justificara mi actitud. Ese verano fue la única vez que engañé a Sofia, y a veces, incluso después de todos estos años, la miro mientras duerme y me siento culpable. Pero lo hice. Planes de una noche, solíamos llamarlos. Bueno, supongo que siguen llamándolos así, ¿no?

Miró a Wilde como si esperara que le diera una respuesta.

—Supongo —dijo él, para no frenar la conversación.

—Ya. ¿Estás casado, Wilde?

—No.

—Perdona, no es asunto mío.

—No pasa nada.

—El caso es que durante el verano de 1980 me acosté con ocho chicas. Sí, sé el número exacto. Patético, ¿verdad? Son las únicas mujeres con las que me he acostado en toda mi vida, aparte de Sofia. Así que la conclusión obvia es que tu madre debe ser una de esas ocho mujeres.

«Concebido durante un plan de una noche», pensó Wilde. ¿Importaba eso? No veía por qué iba a importar. Quizá fuera irónico que Wilde se sintiera más cómodo en relaciones cortas o, por decirlo más directamente, en planes de una noche. Había tenido novias, mujeres con las que había intentado conectar, pero, por algún motivo, nunca había funcionado.

—Esas ocho mujeres —dijo Wilde.

—¿Qué?

—¿Tiene sus nombres o direcciones?

—No. —Carter se frotó la barbilla y levantó la vista—. Solo recuerdo algunos nombres de pila, lo siento.

—¿Alguna de ellas se puso en contacto con usted?

—¿Quieres decir después? No, no volví a saber nada de ellas. Tienes que pensar que era el año 1980. No había teléfonos móviles, ni correo electrónico. Yo no sabía sus apellidos; ellas no sabían el mío. ¿Escuchas alguna vez a Bob Seger y la Silver Bullet Band?

—La verdad es que no.

Una sonrisa nostálgica le atravesó el rostro.

—Oh, vaya, pues te estás perdiendo algo bueno. Apuesto a que habrás oído alguna vez «Night Moves» o «Turn the Page». Bueno, pues en «Night Moves», Bob canta: «La utilicé, ella me utilizó, pero a ninguno de los dos nos importó». Así es como viví yo ese verano.

—¿Así que todas fueron planes de una noche?

—Bueno, una de ellas fue más bien un rollito de fin de semana. En Barcelona. Fueron tres noches.

—Y ellas solo le conocían como Daniel —dijo Wilde.

—Suelo presentarme como Danny, pero sí.

—Nada de apellidos. Ni de direcciones.

—Exacto.

—¿Les dijo que era soldado o dónde estaba destinado?

Se quedó pensando.

—Quizá sí.

—Pero aunque lo hubiera hecho —prosiguió Wilde—, Ramstein es enorme. Hay más de cincuenta mil estadounidenses.

—¿Lo conoces?

Wilde asintió. Había pasado tres semanas entrenando para una misión secreta en el norte de Irak.

—Así que si una joven se quedaba embarazada y decidía ir en busca del padre a la base, preguntando por un tal Danny o Daniel…

—Un momento —le interrumpió Carter—. ¿Tú crees que tu madre iría en mi busca?

—No lo sé. Era el año 1980. Estaba embarazada. Tal vez sí. O tal vez no. Quizá ella también buscara planes de un día, o más de uno, y hubiera estado con varios tíos, o quizá no le importara quién era el padre. No lo sé.

—Pero tienes razón —dijo Carter, y de pronto pareció que su rostro palidecía—. Aunque hubiera intentado localizarme, nunca habría podido encontrarme en la base. Y solo estuve allí ocho semanas. Para cuando se enteró de que estaba embarazada, tal vez yo ya estuviera de vuelta en casa.

Nancy regresó con los sándwiches. Colocó un plato delante de Carter y otro delante de Wilde. Los miró a los dos, pero se dio cuenta de que hablaban de algo serio y se fue enseguida.

—Ocho mujeres —dijo Wilde—. ¿Cuántas de ellas eran estadounidenses?

—¿Y eso qué importa? —Pero luego añadió—: Oh, claro, ya veo. Te dejaron en un bosque en Nueva Jersey. Tendría lógica que tu madre fuera estadounidense.

Wilde esperó.

—Solo una. A la mayoría las conocí en España. Por aquel entonces era como un destino de vacaciones para todo tipo de europeos.

Wilde intentó mantener la calma.

—¿Qué recuerda de ella?

Carter cogió otra patata, la sostuvo entre el pulgar y el índice y se la quedó mirando como si pudiera darle la respuesta.

—Creo que se llamaba Susan.

—Vale —dijo Wilde—. ¿Dónde conoció a Susan?

—En una discoteca de Fuengirola. Es un pueblo de la Costa del Sol. Recuerdo que le dije hola y me sorprendió su acento, porque había muy pocos estadounidenses de vacaciones por allí.

—Así que en una discoteca —insistió Wilde—. Intente recordar. ¿Con quién estaba?

—Con algunos tipos de mi regimiento, supongo. No lo recuerdo. Lo siento. Quizá estuvieran ahí. Solíamos ir de discoteca en discoteca.

—¿Le dijo Susan de dónde era?

Carter meneó la cabeza.

—De hecho, ni siquiera estoy seguro de que fuera estadounidense. Tal como te he dicho, raramente veíamos a chicas americanas por allí. En 1980 no solía haber muchas. Pero su acento era claramente estadounidense, así que yo supongo que sería americana. Por otra parte, yo había bebido mucho. Recuerdo que bailé con ella. Eso es lo que solíamos hacer. Bailábamos como locos y luego nos íbamos a otro sitio.

—¿Y a dónde fueron?

—Había alquilado una habitación en un hotel a medias con un colega.

—¿Recuerda el nombre del hotel?

—No, pero estaba muy cerca de la discoteca. Un rascacielos. Recuerdo que el edificio era redondo.

—¿Redondo?

—Sí. Cilíndrico. Tenía una forma muy particular. Nuestra habitación tenía balcón. No me preguntes por qué me acuerdo, pero me acuerdo. Si viera fotografías de hoteles en internet, probablemente lo reconocería. Si es que sigue ahí.

«Como si eso sirviera de algo», pensó Wilde. Como si pudiera tomar un avión hacia España, presentarse en un hotel y preguntarles si una joven americana llamada Susan había pasado una noche allí en 1980.

—¿Recuerda cuándo ocurrió exactamente?

—¿Quieres decir la fecha?

—Lo que sea, sí.

—Creo que fue hacia el final de mi estancia allí. Sería la sexta o séptima chica, así que probablemente agosto. Pero no es más que una suposición.

—¿Ella también se alojaba en ese rascacielos redondo?

—No lo sé —dijo él con una mueca—. Lo dudo.

—¿Con quién viajaba ella?

—No lo sé.

—Cuando empezó a hablar con ella, ¿estaba con alguien?

Él meneó la cabeza lentamente.

—Lo siento, Wilde. No lo recuerdo.

—¿Qué aspecto tenía?

—Cabello castaño. Guapa. Pero… —Se encogió de hombros y pidió perdón otra vez. Hablaron de otras posibilidades. De una tal Ingrid de Ámsterdam. De Rachel o Racquel de Mánchester. De Anna de Berlín. Pasó una hora. Luego otra. Al final se comieron los sándwiches y las patatas fritas, que ya estaban frías. El teléfono de Daniel Carter vibró varias veces. Él no hizo caso. Hablaron, aunque sobre todo fue Carter quien lo hizo. Wilde no era propenso a abrirse a los demás.

Cuando el teléfono volvió a vibrar una vez más, Daniel Carter le hizo un gesto a Nancy para pedirle la cuenta. Wilde dijo que pagaría él, pero Carter se negó.

—Te diría que es lo mínimo que puedo hacer, pero sería demasiado insultante.

Volvieron a subirse a la camioneta y se encaminaron a la casa de Sundew Avenue. El silencio era tan denso que se podía tocar. Wilde fijó la mirada en el cielo nocturno, del otro lado del parabrisas. Se había pasado la vida mirando las estrellas, pero allí, al anochecer, el cielo tenía un color particular, un tono turquesa que solo se ve en el suroeste de Estados Unidos.

—¿Dónde vas a dormir? —le preguntó su padre.

—En el Holiday Inn Express.

—Está muy bien.

—Sí.

—Necesito pedirte un favor, Wilde.

Wilde observó el perfil de su padre. El parecido era innegable. Carter tenía la mirada puesta en el parabrisas, y sus nudosas manos agarraban el volante en una posición perfecta de dos menos diez.

—Te escucho.

—Tengo una familia estupenda —dijo—. Una mujer que me quiere, unas hijas magníficas, incluso nietos.

Wilde no dijo nada.

—Somos gente bastante sencilla. Trabajamos duro. Intentamos hacer lo correcto. Hace tiempo que tengo mi propio negocio. Nunca engaño a nadie. Doy un buen servicio a mis clientes. Dos veces al año Sofia y yo nos vamos de vacaciones en caravana a un parque nacional, siempre a uno diferente. Antes las chicas solían venir con nosotros, pero ahora… Bueno, ahora ya tienen sus propias familias.

Carter accionó el intermitente con delicadeza y giró el volante. Luego miró a Wilde.

—No querría soltar una bomba que lo pusiera todo patas arriba —dijo—. Lo entiendes, ¿verdad?

Wilde asintió.

—Lo entiendo.

—Cuando volví a casa después de aquel verano, Sofia vino a verme a la base. Me preguntó qué había hecho por allí. Yo la miré a los ojos y le mentí. Puede parecer que hace mucho tiempo, y así es, no me malinterpretes, pero si ahora Sofia se enterara de que nuestro matrimonio se construyó sobre una mentira…

—Lo entiendo —dijo Wilde.

—¿Puedo… puedo tomarme un tiempo? ¿Para pensar en ello?

—¿Pensar en qué?

—En si debo contárselo. En cómo debo contárselo.

Wilde se quedó pensando. Tampoco estaba seguro de que quisiera nada de eso. ¿Quería tener de pronto tres hermanas? No. ¿Quería o necesitaba un padre? No. Era un espíritu libre. Había escogido vivir solo en el bosque. Prefería seguir alejado de todo. La única persona de la que se sentía responsable era su ahijado, Matthew, que estaba acabando el bachillerato. Y eso era solo porque David, el padre de Matthew y único amigo de Wilde, había muerto a causa de una negligencia de Wilde. Estaba en deuda con el chaval. Siempre lo estaría.

Había otras personas en su vida. Ningún hombre, ni siquiera Wilde, es una isla. ¿Pero necesitaba todo eso?

Cuando pararon en Sundew Avenue, Wilde sintió que su padre se ponía tenso. Sofia y su hija Alena estaban frente a la puerta.

—¿Qué te parece si hacemos una cosa? —propuso Daniel Carter—. Quedamos mañana a las ocho en el Holiday Inn Express para desayunar. Lo hablamos y trazamos un plan.

Wilde asintió, y Carter entró con la camioneta en la vía de acceso a la casa. Ambos bajaron. Sofia se acercó enseguida a su marido, que empezó a soltarle el rollo del contrato de las tuberías de PVC, pero a juzgar por cómo ella lo miraba, Wilde no tenía nada claro que se lo estuviera tragando. Sofia no le quitaba los ojos de encima.

Esperó un momento, para no parecer maleducado, y luego Wilde miró ceremoniosamente su reloj, para añadir a continuación que tenía que marcharse. Se dirigió a su coche de alquiler a paso ligero. No volvió la vista atrás, pero sentía las miradas puestas en él. Se acomodó en el asiento del conductor y apretó el acelerador. No se giró ni una sola vez. Cuando llegó al Holiday Inn Express, preparó la bolsa. No había traído muchas cosas. Pagó la cuenta, se fue al aeropuerto y dejó el coche en la agencia de alquiler.

Luego cogió el último vuelo de Las Vegas a Nueva Jersey. Se sentó junto a la ventana y repasó la conversación. No quería soltar ninguna bomba sobre aquella familia. Tampoco quería tirarse ninguna bomba encima.

«Se acabó», pensó.

Pero se equivocaba.

3

Chris Taylor, antes llamado el Desconocido, dijo:

—El siguiente: Jirafa.

Jirafa se aclaró la garganta.

—No quiero parecer melodramático.

—Siempre pareces melodramático —intervino Pantera. Todos soltaron unas risitas.

—Ya, vale. Pero esta vez… Bueno, este tío se merece una acción devastadora.

—Del nivel de un huracán de categoría 5 —confirmó Alpaca.

—Del nivel de la peste negra —añadió Gatito.

—Si alguien se merece que nos empleemos a fondo —dijo Pantera—, es este tipo.

Chris Taylor se recostó en la silla y observó los rostros en el monitor gigante de la pared. A simple vista aquello parecía un videochat al estilo Zoom, cargadito de esteroides. Sin embargo, la reunión se estaba celebrando a través de un programa de videoconferencias seguras que había diseñado el propio Chris. En la pantalla había seis personas, tres arriba y tres abajo. Sus imágenes reales quedaban ocultas tras unos animojis digitales de cuerpo entero de —obviamente— una jirafa, una pantera, una alpaca, un gatito, un oso polar y la máscara del Desconocido, el líder del grupo: un león. Chris, que se escondía en plena ciudad, en un elegante loft de Franklin Street, con vistas al Tribeca Grill de Manhattan, no quería ser el león. Le parecía que el león era una imagen algo chulesca para el líder, que lo distanciaba, por decirlo así, de la manada.

—No nos adelantemos —dijo Chris—. Por favor, presenta el caso, Jirafa.

—La solicitud la ha rellenado una madre soltera, o exmadre soltera, llamada Francine Courter —empezó a explicar Jirafa. El animoji de la jirafa siempre le recordaba a Chris la tienda de juguetes a la que solía ir de niño: Geoffrey la Jirafa había sido la mascota de la cadena de jugueterías Toys «R» Us. Sus padres solo lo llevaban allí en las ocasiones más especiales, y nada más entrar quedaba prendado por la magia de aquel lugar maravilloso. Era un recuerdo feliz, y a menudo se preguntaba si Jirafa, quienquiera que fuera (podía ser hombre o mujer), habría escogido aquel animoji por ese mismo motivo.

—Francine solo tenía un hijo. Se llamaba Corey y fue asesinado en el tiroteo de Northbridge el pasado mes de abril. Corey tenía quince años. Hacía teatro. Tenía talento para la música. Estaba en un ensayo para el concierto de primavera cuando el pistolero entró y le disparó en la cabeza. Dieciocho chavales fueron alcanzados por las balas, no sé si lo recordáis. Doce murieron. —Jirafa hizo una pausa y recuperó el aliento—. ¿León?

—¿Sí?

—¿Debo dar más detalles sobre el tiroteo?

—Creo que no, Jirafa —dijo Chris/León—. Todos nos acordamos de la noticia. A menos que alguien diga lo contrario…

Nadie dijo nada.

—Vale, pues dejadme continuar —dijo Jirafa—. Incluso con la app de transformación de la voz, Chris podía percibir el temblor en las palabras de Jirafa. Todos usaban alguna tecnología para cambiar la voz. Formaba parte de las medidas de seguridad para garantizar el anonimato. Y los animojis no solo les cubrían la cara: reemplazaban su imagen por completo.

»Después de enterrar a su único hijo, Francine cayó en un estado de profunda tristeza. Os lo podéis imaginar, claro. Y para canalizar esa tristeza intentó hacer algo que contribuyera a que otros padres no tuvieran que pasar por aquel calvario. Se convirtió en activista en defensa de las leyes de control de las armas.

—¿Jirafa?

Era Oso Polar.

—¿Sí, Oso?

—Quizá no debería sacar el tema, pero yo estoy a favor de la Segunda Enmienda. Si alguien más está en contra del punto de vista de esta mujer, por mucho que haya sufrido la pérdida de su hijo…

Jirafa le cortó en seco:

—No se trata de eso.

—Vale. Es que no querría que nos metiéramos en política con este asunto.

—En eso estamos todos de acuerdo —intervino Chris—. Nuestra misión es la de castigar la crueldad y los abusos, no meternos en política.

—Esto no tiene que ver con la política —insistió Jirafa—. Alguien realmente malvado está atacando a Francine Courter.

—Sigue —le dijo Chris.

—¿Dónde estaba? Ah, sí… Bueno, ella se une a la causa. Naturalmente, como ha dicho Oso, había quien no estaba de acuerdo con ella. Eso era previsible. Pero lo que empezó como un crudo debate acabó convirtiéndose en una campaña de terror en su contra. Francine empezó a recibir amenazas de muerte. Usaron bots para perseguirla y acosarla por internet. Hicieron pública su dirección. Tuvo que irse a vivir con la familia de su hermano. Pero lo que nunca hubiera imaginado es lo que ocurrió después.

—¿Y qué ocurrió?

—Un conspiranoico colgó un vídeo según el cual el tiroteo en realidad nunca se produjo.

—¿En serio? —dijo Gatito.

—Supongo que a esos psicópatas no les bastaron las grabaciones de circuito cerrado en las que se ve cómo matan a los niños —añadió Pantera.

—Un fake —dijo Jirafa—. Eso decía el vídeo del conspiranoico. Un montaje de los defensores del control de las armas, para así usurparles la posibilidad de ir armados. Francine Courter era una «actriz de crisis», sea lo que sea lo que eso signifique, y ahora viene lo peor, el vídeo llegaba a afirmar que Corey no había existido nunca.

—Dios mío. ¿Cómo lo…?

—Básicamente se inventaron la información. O manipularon la narrativa hasta niveles increíbles. Por ejemplo, encontraron otra Francine Courter que vive en Canadá y que no tiene hijos, y grabaron una conversación por teléfono en la que «Francine Courter» afirmaba que nunca había tenido un hijo llamado Corey y que, por lo tanto, evidentemente, no había perdido a ningún hijo en ningún tiroteo. Conclusión: es un montaje.

—No puedo con esta gente —exclamó Alpaca.

—Ya es suficientemente duro perder a un hijo —dijo Gatito, que tenía acento inglés, aunque también eso podía ser obra de su app de distorsión de voz—, para luego tener que sufrir el ataque de esos lunáticos…

—¿Y hay alguien tan tonto como para creerse todas esas teorías? —preguntó Oso Polar.

—Te sorprenderías —respondió Jirafa—. O quizá no tanto.

—¿Qué más dice el vídeo conspiranoico? —preguntó Chris.

—Nada con sentido. Dejan preguntas en el aire, como: «¿Por qué algunos de los vídeos de circuito cerrado del instituto son en blanco y negro y otros en color?», como si eso demostrara que son falsos. Luego manipulan fotografías, o muestran imágenes falsas. Así, por ejemplo, y esto es de una mezquindad…, un bot colgó una foto en que se ve a alguien que se parece levemente a Corey en un partido de los Mets que tuvo lugar después del tiroteo. Yescriben: «¡Aquí está el actor que interpreta el papel de Corey Courter en el tiroteo de Northbridge, en un partido de béisbol la semana pasada!» y otros responden con comentarios del tipo: «Vaya, esto demuestra que fue todo un montaje. A mí no me parece nada afectada, es un fraude, y la gente se lo traga sin pensar. ¡Dejad de creeros lo que os cuentan los medios e investigad un poco! Francine Courter es una traidora», y cosas así.

—Por terrible que sea este asunto —dijo Oso Polar—, a mí me parece que hay demasiadas personas implicadas como para poder hacer algo efectivo.

—A mí también me preocupaba eso —dijo Jirafa—, hasta que di con el segundo vídeo.

—¿Segundo vídeo?

—Sí. El primer vídeo colgado en YouTube diciendo que el tiroteo fue un montaje estaba en una cuenta llamada Bitter Truth. Con el tiempo lo retiraron, pero, como siempre ocurre con estas cosas, ya era demasiado tarde. Para entonces, acumulaba más de tres millones de visualizaciones. Había sido copiado y difundido, ya sabéis cómo funciona todo esto. Pero luego salió otro vídeo bajo el nombre de Truth de Bitter.

—Como pseudónimo no es gran cosa —observó Chris.

—No, desde luego. Pero con una leve variación en el concepto «verdad amarga», parecía querer dejarnos claro que se trataba del mismo tipo.

—Has dicho «tipo» —señaló Pantera.

—Sí.

—¿Así que es un hombre?

—Sí.

Ninguno de ellos se mostró sorprendido. Sí, hay mujeres que trolean. Pero no como los hombres. Y eso no es sexismo. Son datos.

—Su segundo vídeo… —Jirafa se detuvo, sobrecogida.

Silencio. Pantera lo rompió. Con delicadeza, dijo:

—¿Estás bien, Jirafa?

—Tómate tu tiempo —dijo Chris.

—Sí, solo un segundo. Es que solo verlo ya resulta duro. Encontraréis el vínculo en mi informe, pero el caso es que el tipo va a donde está enterrado Corey. A la tumba de un chico de quince años. Lleva un traje ninja negro y una máscara, así que no se le puede reconocer. Acarrea consigo un aparato, que recuerda a uno de esos detectores que algunos llevan a la playa. Y probablemente lo sea. Pero él afirma que es un «DCE»: un Detector de Cadáveres Enterrados. Y muestra cómo, pasándolo por el suelo de otras tumbas, da una lectura. Un sonido parecido al de una descarga de electricidad estática. Así es como el aparato señala que hay realmente un cadáver bajo la lápida, afirma. Cuando lo pasa sobre la tumba de Corey, ¿imagináis qué ocurre?

—Oh, Dios mío —dijo Alpaca.

—Exacto. Afirma que la lectura demuestra que ahí no hay ningún cadáver.

—¿Y la gente se lo traga?

—Si encaja con sus ideas —intervino Chris—, la gente se cree lo que sea. Eso lo sabemos todos.

—Pero, desgraciadamente, la cosa no acaba ahí —dijo Jirafa, soltando un suspiro prolongado—. Al final del vídeo, el tipo se orina sobre la tumba de Corey.

Silencio.

—Y luego, en todas las páginas relacionadas con Francine Courter, cuelga el vídeo donde se le ve meando.

Silencio. Chris es el primero en romperlo:

—¿Y cómo se llama el tipo? —preguntó, con los dientes apretados.

—Kenton Frauling. Me llevó un tiempo, pero conseguí rastrear al menos diez de los bots y vincularlos con la misma cuenta, como Bitter Truth y Truth de Bitter.

—¿Cómo lo has encontrado?

—Envié un correo electrónico haciéndome pasar por periodista y diciendo que creía su historia. Él hizo clic en el vínculo, y bueno, el resto ya lo sabéis…

—Así que el tal Frauling no solo creó esos dos vídeos terribles…

—También escribió la mayoría de comentarios, sí. Recreó conversaciones falsas consigo mismo. Un ataque orquestado. También alquiló una granja de bots en el extranjero para que el incesante acoso a Francine aún fuera mayor. Además de colgar montones de posts en Twitter, Facebook y otras redes, también se dedica a llamar a Francine a todas horas. Le manda cartas a casa con fotografías de Corey, e incluso le deja volantes en el coche.

—¿Y a qué se dedica Frauling?

—Es director de ventas de una gran compañía de seguros. Gana cientos de miles de dólares al año.

Inconscientemente, Chris apretó los puños. Esa información, que el tal Kenton Frauling tuviera una vida propia, tendría que haberle sorprendido, pero no fue así.

La mayoría se imagina que los trols destructivos que acosan a la gente son perdedores sin empleo que dan rienda suelta a su rabia colgando posts desde el sótano de mamá, pero en casi todos los casos son personas con cultura, empleo y solvencia económica. Lo que tienen en común es una visión distorsionada de la realidad, un resentimiento ficticio, la sensación de que son víctimas de algo que en verdad es imaginario.

—Frauling tiene dos hijos. Se ha separado hace poco. Esas son las líneas básicas del caso. Os he enviado a todos un archivo con los vídeos y los posts.

—En nombre de todos los miembros de Boomerang —dijo Chris—, quiero dar las gracias a Jirafa por su dedicación a este caso.

Se oyeron murmullos de aprobación.

—Votemos —añadió Chris—. ¿Todos a favor de ir a por Kenton Frauling?

Todos votaron que sí. Era el sexto y último caso que se presentaba en aquella asamblea de los Boomerang. La norma era que, si dos miembros votaban en contra, no se actuaba contra el trol. De los seis casos del día, cinco se habían aprobado. El único que se había rechazado era el que afectaba a un chico guapo convertido en estrella de un reality show, que sufría acoso mediático. Lo había presentado Pantera, pero la víctima no caía nada bien al público en general, así que decidieron emplear sus energías en alguien que se lo mereciera más.

La elección del nombre del grupo, Boomerang, era por motivos bastante evidentes: el karma es como un búmeran; lo que das es lo que recibes. El grupo escogía cuidadosamente a sus objetivos tras un proceso de candidatura y de veto. En su versión anterior, cuando era el Desconocido, Chris había aprendido por las malas que solo hay que buscar justicia cuando no hay duda —ninguna duda— de que el que ha causado el mal se lo merece. Para estar completamente seguro, ahora estudiaría a fondo el dosier presentado por Jirafa, para garantizar que todos los detalles coincidían con su presentación. Aunque la verdad es que no tenía dudas de que sería así. Jirafa era el más metódico de todo el grupo.

—Muy bien —dijo Chris—. Pues responderemos. Jirafa, ¿qué categoría de huracán aplicarías tú?

Jirafa no vaciló:

—Si hay algún monstruo que se merezca una categoría 5…

—Desde luego —interrumpió Pantera—. Categoría 5.

Los demás enseguida se mostraron de acuerdo.

Los Boomerang no aplicaban la categoría 5 a menudo. La mayoría de trols encajaban más en una categoría 2 o 3, en cuyo caso el castigo implicaba alterar sus informes bancarios o vaciarles alguna cuenta, o quizá hacerles chantaje, algo para que aprendieran la lección, pero que no les destruyera.

La categoría 5, en cambio, suponía un cataclismo. La categoría 5 no provocaba daños, sino la aniquilación total.

Dios podía ser piadoso, pero con Kenton Frauling los Boomerang no iban a tener compasión.

4

cuatro meses más tarde

Hester Crimstein, famosa abogada defensora, observó a su oponente, el fiscal Paul Hickory, que se ajustaba la corbata mientras se disponía a iniciar su alegato final.

—Damas y caballeros del jurado, este no es solo el caso de asesinato más claro y evidente al que me he enfrentado en mi vida, sino que es el más claro y evidente que ha visto nunca nadie de mi departamento.

Hester hizo un esfuerzo por no poner los ojos en blanco. No era lo más oportuno.

«Déjale que disfrute de su momento».

Hickory levantó el mando a distancia con un gesto afectado, lo enfocó hacia el televisor y apretó el botón con el pulgar. La pantalla cobró vida. Podría haber tenido lista la imagen en el monitor, pero no, a Paul Hickory le gustaba generar un poco de suspense, hacer un poco de espectáculo. Hester puso cara de aburrimiento, de modo que si alguno de los miembros del jurado la miraba, se diera cuenta de lo poco que la impresionaba todo aquello.

Al lado de Hester se sentaba su cliente, Richard Levine, el acusado en este caso por asesinato. Ya había discutido en profundidad con Richard cómo debía comportarse, cuál debía ser su actitud, cómo debía reaccionar (o, lo más importante, cómo no debía reaccionar) ante el jurado. Ahora mismo, su cliente, que se iba a pasar el resto de su vida entre rejas si Hickory se salía con la suya, tenía las manos cruzadas y apoyadas sobre la mesa, y la mirada fija.

«Buen chico».

En la pantalla se veía a una docena de personas concentradas junto al famoso arco del parque de Washington Square, en Nueva York. Paul Hickory apretó ceremoniosamente el botón de puesta en marcha y el vídeo arrancó. Hester no se alteró lo más mínimo.

«No muestres ninguna reacción», se recordó mentalmente.

Por supuesto, Paul Hickory ya había puesto ese vídeo antes. Varias veces. Pero, tal y como dictaba el sentido común, no hasta el punto de crear una sobreexposición y que el jurado se volviera insensible ante la brutalidad de las imágenes.

El fiscal quería que siguiera provocándoles un nudo en el estómago. Quería que siguiera siendo algo visceral.

En la grabación, Richard Levine, el cliente de Hester, llevaba un traje azul, sin corbata, y unos mocasines negros Cole Haan. Se acercaba a un hombre llamado Lars Corbett, levantaba una mano en la que empuñaba una pistola y, sin la menor vacilación, le disparaba dos tiros en la cabeza.

Chillidos.

Lars Corbett caía a plomo, muerto antes incluso de tocar el suelo.

Paul Hickory apretó el botón de pausa y abrió los brazos.

—¿Realmente hay algo más que decir?

Hizo una pausa de varios segundos, dejando que su pregunta retórica resonara en la sala, mientras recorría de un extremo al otro los asientos del jurado, mirando a los ojos a todo aquel que encontraba en su trayectoria.

—Eso, damas y caballeros, es una ejecución. Es un asesinato a sangre fría en las calles de nuestra ciudad, en el corazón de uno de nuestros parques más queridos. Nada más. No admite discusión. Tenemos a la víctima, Lars Corbett, ahí mismo —añadió, señalando en la pantalla al hombre tendido en el suelo, en un charco de sangre—. Tenemos a nuestro acusado, Richard Levine, ahí mismo, disparando una Glock 19, que balística ha confirmado que fue el arma del asesinato, una pistola que Levine compró solo dos semanas antes del crimen en un almacén de armas en Paramus, en Nueva Jersey. Hemos traído al estrado a catorce testigos que presenciaron el asesinato y que han identificado al señor Levine como el autor de los disparos. Hemos presentado otros dos vídeos de fuentes independientes que muestran los hechos desde diferentes ángulos.

Hickory meneó la cabeza.

—Por Dios…, ¿qué más necesitamos?

Suspiró con una carga melodramática que a Hester le pareció algo excesiva. Paul Hickory era joven, tendría menos de cuarenta años. Hester había estudiado Derecho con el padre de Paul, un espléndido abogado defensor llamado Flair (sí, Flair Hickory era su nombre real), que actualmente era uno de sus mayores competidores. El hijo era bueno, y aún sería mejor —la manzana nunca cae lejos del árbol—, pero todavía no era como su padre.

—Nadie, ni siquiera la señora Crimstein o la defensa, ha negado ninguno de los hechos clave. Nadie ha sostenido que él —dijo, señalando la imagen del vídeo en pausa— no es Richard Levine. Nadie ha proporcionado una coartada al señor Levine, ni ha demostrado de ningún otro modo que no fuera él quien mató brutalmente al señor Corbett. —Hizo una pausa y se acercó a la tribuna del jurado.

—Esto. Es. Todo.