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La corte de los milagros es la primera parte de la trilogía El ruedo ibérico. En ella, Ramón María del Valle-Inclán aborda los acontecimientos que rodean a la revolución "La Gloriosa", desde los meses de febrero a agosto de 1868. Con un estilo certero y afilado, Valle-Inclán recorre diferentes niveles, desde la realeza al populacho, para expresar el sentir y el azoramiento previo a la revolución.
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Seitenzahl: 379
Veröffentlichungsjahr: 2021
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Ramón María del Valle-Inclán
Saga
La corte de los milagros
Cover image: Shutterstock
Copyright © 1927, 2021 SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726485998
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.
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El reinado isabelino fue un albur de espadas: Espadas de sargentos y espadas de generales. Bazas fulleras de sotas y ases.
El General Prim caracoleaba su caballo de naipes en todos los baratillos de estampas litográficas: Teatral Santiago Matamoros, atropella infieles tremolando la jaleada enseña de los Castillejos:
—¡Soldados, viva la Reina!
Los héroes marciales de la revolución española no mudaron de grito hasta los últimos amenes. Sus laureadas calvas se fruncían de perplejidades con los tropos de la oratoria demagógica. Aquellos milites gloriosos alumbraban en secreto una devota candelilla por la Señora. Ante la retórica de los motines populares, los espadones de la ronca revolucionaria nunca excusaron sus filos para acuchillar descamisados. El Ejército Español jamás ha malogrado ocasión de mostrarse heroico con la turba descalza y pelona que corre tras la charanga.
—¡Pegar fuerte!
La rufa consigna bajaba de las alturas hasta la soldadesca, que relinchaba de gusto porque la orden nunca venía sin el regalo del rancho con chorizo, cafelito, copa y tagarnina. Los edictos militares, con sus bravatas cherinolas proclamadas al son de redoblados tambores, hacían malparir a las viejas. El palo, numen de generales y sargentos, simbolizaba la más oportuna política en las cámaras reales. La Señora encendida de erisipelas, se inflaba con hucheo de paloma:
—¡Pegar fuerte, a ver si se enmiendan!
¡No se enmendaban! Ante aquella pertinaz relajación, la gente nea se santigua con susto y aspaviento. Las doctas calvas del moderantismo enrojecen. Los banqueros sacan el oro de sus cajas fuertes para situarlo en la pérfida Albión. La tea revolucionaria atorbellina sus resplandores sobre la católica España. Las utopías socialistas y la pestilencia masónica amenazan convertirla en una roja hoguera. El bandolerismo andaluz llama a sus desafueros rebaja de caudales. El labriego galaico, pleiteante de mala fe, rehúsa el pago de las rentas forales. Astures y vizcaínos de las minas promueven utópicas rebeldías por aumentar sus salarios. El huertano levantino, hombre de rencores, dispara su trabuco en las encrucijadas, bajo el vuelo crepuscular de los murciélagos. El pueblo vive fuera de ley desde los olivares andaluces a las cántabras pomaradas, desde los toronjiles levantinos a los miñotos castañares. Falsos apóstoles predican en el campo y en los talleres el credo comunista, y las gacetas del moderantismo claman por ejemplares rigores. Entre tricornios y fusiles, por las soleadas carreteras, cuerdas de galeotes proletarios caminan a los presidios de África.
Se pegó muy a conciencia. No faltó la ley de fugas, ni se excusaron encarcelamientos regidos de ayuno y maltrato de verdugones, como pide el restablecimiento del orden, frente al desmán popular que rompe faroles y apedrea conventos. Los edictos militares, con sus hipérboles baladronas, se emulaban en aquel retórico escupir por el colmillo. Desde todas las esquinas nacionales lanzaban roncas contra las logias masónicas, que en sus concilios de medianoche habían decretado la revolución incendiaria, el amor libre y el reparto de bienes. Con tales alarmas se asustaba la gente crédula, y las comunidades de monjas rezaban trisagios, esperando la hora de ser violadas. El maligno andaba suelto, sin que pudiese fusilarlo el General Narváez. ¡Y todo lo exigía el restablecimiento del orden! Se zurró con tan generosa voluntad y se quebraron en la fiesta tantas varas, que se peló de florestas Castilla. Valladolid estuvo tres días con tres noches tartamuda bajo las ráfagas del tiroteo, con las manos en las orejas, medio ojo abierto sobre la soldadesca tiznada de pólvora, que penetraba a culatazos en las tabernas y hacía servicio de retén a la custodia de conventos y Bancos.
En Santa Clara, de Valladolid, la monja organista quedó loca para muchos días, suceso no extraño si se atiende a que una bala le rozó las tocas cuando sacaba agua del pozo. En aquel tiroteo hubo cinco muertos en la calle y un lorito en el balcón de Capitanía. Todo lo acarreaba la judaica pasión por los bienes terrenales, ahora más temosa con la quiebra fraudulenta del Banco de Castilla. Eran muchos los que se lloraban arruinados, y unánimes en el rencoroso clamor por el castigo del presidente y los consejeros, santones de la opinión moderantista en las riberas del Pisuerga. Una providencia judicial, alzando el auto que los tenía en cárcel, sirvió de pretexto a los enemigos del orden. Comenzó la jarana con pedrea y rotura de cristales, alarma de gritos y susto de carreras. Salió la tropa, resbaló un caballo, holgóse el motín callejero alternando chifles y vayas, abroncáronse con esto los pechos militares, sonaron cornetas, encendió el aire la fusilada, y entre cirrus de pólvora, en charcas de sangre, cantaron su triunfo las ranas del orden. Cinco paisanos muertos, y aquel verdigualda cotorrín antillano, que las furias populares inmolaron a pedradas en el balcón de Capitanía. El restablecimiento del orden nunca se logra sin el sacrificio de vidas inocentes. La muerte de su cotorrín desconsoló a la señora generala. Recibía visitas de pésame en el estrado, y con mimos de cuarterona solicitaba del veterano esposo un castigo ejemplar para los crímenes de la demagogia. El general, marido complaciente, dictó un bando de farrucas retóricas y extremó ternezas conyugales disponiendo que fuese disecado el cotorrín para consuelo de su dueña y adorno de consola. La generala, entre soponcios y congojas, con beata simplicidad, prometía donárselo a las monjas de Santa Clara: Su mitológica fantasía de criolla cuarterona ambicionaba que la maravilla verdigualda del cotorrín, emulase en los limbos monjiles a la blanca paloma del Espíritu Santo.
La gente nea rezaba trisagios implorando la salvación de España. Toda Andalucía, delirante de rencores proletarios, sentíase convulsa por la fiebre anarquista. En Lucena, Montilla y Villar del Duque, los gremios menestrales y las peonadas agrarias asaltaban los archivos municipales y les ponían lumbre. Era su clamor por el reparto de tierras. Con el susto de las represalias se fugaban a las capitales de provincia los caciques y alcaldes de Real Orden. Se desvanecían los alguaciles y chulos del resguardo. En las Casas Consistoriales, llenas de humo, sólo aparecían por raro caso los famélicos chupatintas que se dejan crecer la uña del meñique: Aparentaban simpatía por la causa popular, y con falso guiño leguleyo aconsejaban cordura: Sórdidos, desgalichados, retuertos, insinuaban tramposos arbitrios convenientes a la defensa de los amotinados si, fallado el golpe, los empapelaban en un proceso. Y, a hurto, echaban un ojo por las ventanas, en avizorada espera de que asomase la Guardia Civil.
En Villar del Duque, el alcalde, un usurero ricachón con mucha gramática parda, salvó la vida declarándose conforme con el reparto de bienes. Caído en poder de los revoltosos, cuando a lomos de un asno se fugaba con disfraz de melero, fue arrastrado hasta la Casa Consistorial: Entre pitos y befas, a empellones, siempre en un cerco de roncos y estentóreos amotinados, salió al balcón:
—¡Ea, caballeros, haremos el reparto, y no se hable más cosa ninguna! A lo que sea de razón no ha de negarse vuestro alcalde.
Se arrancó un curda:
—¡Eso es canela!
El alcalde le descubrió entre los amotinados bajo el laurel de una taberna: Era un viejo cañí, esquilador de oficio, con ribetes de cuatrero. Le cayó encima el alguacil, que aún llevaba en el quepis las telarañas del desván donde se había ocultado:
—¡Cállate la boca y no metas el corvejón! Esto es muy serio.
El alcalde se enjugaba el sudor:
—¿Un botijo, no tenéis a mano?
Salió una voz del grupo que lo cercaba:
—¡Un botijo para el señor alcalde! Otra voz oficiosa:
—¡Mejor una limoná si está acalorado! Un malasangre:
—¡Que reviente! Sorna del señor alcalde:
—¿Y quién os hace la partijuela? Yo no os la hago sin refrescarme el gaznate.
Por encima de las cabezas, de mano en mano, volaba una pintada botija de Andújar. El alcalde, luego de beber largo y despacio, la posó a su lado, en el arrimo del balconaje:
—¡Vamos allá! Para mis luces, antes de adelantar paso ninguno, todos los presentes os habéis de disponer en tres bandos: Los que tengan más de una yunta: Los que no pasen de la pareja, y los pelanas.
Un tío lagartón:
—Baje su merced a ponerse en el bando que le corresponde.
Un disidente:
—Lo primero es el reparto de tierras.
Otro:
—Y de yuntas.
Un pelanas:
—Conmigo no reza.
El alcalde:
—Donde que no haya avenencia, nombráis una comisión de vuestro seno para que se entienda con mi autoridad.
Un terne:
—No hay autoridad.
Otras voces:
—¡Abajo los Consumos!
Un violento:
—¡Haremos una degollina!
El alcalde:
—¡El que tenga dos parejas dará una!
Cada bando encrespaba su protesta:
—¡Eso no es razón!
—¡Queremos el reparto de tierras!
—¡La rebaja de caudales!
—¡Abajo los Consumos!
—¡Abajoo!...
—¡Abajo las quintas!
—¡Abajoo!...
Cuando mayor era el tumulto oyóse el toque de militares cornetas que sonaban fuera de la villa, y del balcón municipal se fugaron los amotinados que rodeaban al señor alcalde. Por la lontananza amarilla del rastrojo, moviéndose en hileras, fulgían de roses y fusiles. Los pantalones colorados escalaban los cerros: Latían los gozques de corral sobre las bardas: Eran un clamoroso guirigay todos los gallineros.
Al dramatismo libertario y anárquico de las peonadas andaluzas, romántica falseta de cante jondo, respondían bromas de vinazo, bermejas de pimentón, las ribereñas cabilas del Ebro. Los bonetes de aldea predicaban la cruzada carlista, y el jaque valentón rasgueaba el guitarrín patriótico, cantando la jota. La musa popular coronada de ajos y guindillas romanceaba en el lauredo umbral de los ventorros: El rejo temerón y selvático de aquellas métricas, era punteado por todos los guitarros del Ebro. En las sacristías se iniciaban colectas para contrabandear fusiles por la muga de Francia: Las comunidades de monjas bordaban escapularios con el detente, bala. Si en el silencio de la medianoche oían el punteado de las rondallas, deslizábanse, furtivas y descalzas, de sus catres penitentes, para acechar, como novias, tras de las rejas:
—Levantaremos pendones
por la Santa Religión,
que nos sobran los riñones
a los hijos de Aragón.
La tea anarquista y las hogueras inquisitoriales atorbellinaban sus negros humos sobre el haz de España. La furia popular trágica de rencores, milagrera y alucinante, incendiaba los campos, y en el cielo rojo del incendio creía ver apariciones celestiales. La fiebre revolucionaria, en la hora de máxima turbulencia, se infantilizaba con apariciones y presagios del mileno. El clero aldeano, predicador de la cruzada carcunda, conducía a sus feligreses a las gándaras de los ejidos comunales. Ágiles pastores de cándidos ojos mostraban el sendero, como en las viejas crónicas que refieren las batallas contra el moro, con la blanca aparición de Santiago. Las negras sotanas escalaban los cerros capitaneando las fanáticas rogativas. Sobre el horizonte incendiado, los niños pastores señalaban las celestes apariciones. La comunión de feligreses esperaba inmovilizada. En el silencio atento, rompía los cristales de la tarde el suspiro histérico de las beatas como en una cópula sagrada. Sobre las rojas lumbres de las represalias se encendían las cándidas luces del milagro. Todos los ojos contemplaban el teologal prodigio de las escalas angélicas y el trono de nubes donde pacen ovejas e hila su copo de oro Nuestra Señora. Y el incendio de las furias populares corría sobre los campos, y el rico avariento huido de su fundo, se refugiaba en las ciudades, y por las hispánicas veredas, con los últimos reflejos del día destellaban tricornios y fusiles.
En las sedientas villas labradoras, negras de moscas, cercadas de corrales, encendidas de sol, los alcaldes de capa y monterilla reclamaban el amparo de la Guardia Civil. Temían el desmán de las glebas hambrientas desbandadas por los caminos con adusto duelo, sin hallar trabajo: En cuadrillas, implorando limosna, emigraban a las tierras bajas ribereñas del mar, menos castigadas del hambre que las altas llanuras trigueras: Dormían bajo el cielo de luceros, por las lindes de los campos asolados. En los villajes de la ruta pedían pan. Algunas mozuelas bailaban a la puerta de los ricos: Viejas de greña caída y ojos de brasa se metían por los zaguanes enlabiando bernardinas: Lloriqueaban los críos encadillados al refajo de las madres, pardas mujerucas en preñez: Tenían una canturía lastimera, y las madres les daban lección de humildad cristiana enseñándoles a besar el mendrugo de la limosna. Las sarracenas peonadas que aún cargaban al hombro las hoces en huelgo, pedían un polvo de tabaco, la palabra adusta, los ojos esquivos bajo el negro zorongo, el rojo pañolete, el catite o la montera, según fuese su éxodo riberas del Ebro, del Guadalquivir, del Tajo, del Sil, del Duero. Se salían del camino real para rastrear por los majuelos algún racimo olvidado del gorrión: Divertían el hambre con raíces y langostas silvestres como los Profetas del Desierto: Soportaban con enconado rencor la ceñuda hostilidad de la Guardia Civil: Temían su encuentro en el despoblado de las carreteras: Se descubrían y saludaban:
—¡Con Dios la Señora Pareja!
Entre tricornios y fusiles, cuerdas de proletarios sospechosos de anarquismo acezaban por todas las carreteras de España: En los páramos y soledades camperas se atribulan con el presentimiento de la muerte: Sus ojos, quemados del sol y del polvo, tienen lumbre de rencores: Aletea su pensamiento en una noche de recelos y penas: Caminan esposados, taciturnos: Cargan escuetos hatillos sobre los hombros, y con miradas de través acechan las dañinas intenciones de los tricornios. Nunca se les autoriza para descansar en poblado: Frecuentemente son conducidos fuera del camino real por tajos de rastrojeras, sendas de olivar y negros pinares de silencio, con huellas de lobos y raposos. Entre luces salen a la vista de algún remoto villorrio de los que todavía tienen cárcel con cadena, cepo para borrachos y blasfemos, y en la plaza el rollo labrado por toscos y barrocos cinceles. En torno del campanario aletean vencejos y murciélagos. Dan un humo azul los tejados. Una guitarra llora penas. El nocturno morado del cielo solemniza las voces y las sombras. Los tricornios se contraseñan en silencio, inician un despliegue sobre los flancos, retroceden de espalda con los fusiles prevenidos, ganan distancia, hacen fuego. Un guardia lleva el parte al villorrio. El alcalde lo convida a unas copas. El secretario, en la misma mesa, moja la pluma en el tintero de asta. Redacta entre dientes: Viéndose esta fuerza agredida por un grupo que intentaba facilitar la fuga de los presos...
El monterilla bebe con el guardia:
—Y menos mal que por esta vez los habéis caído cerca del pueblo.
Las tropas salían de los cuarteles batiendo marcha, se acantonaban en los villorrios, merodeaban por los corrales. Las mujerucas que sufrían el daño sacaban de lejos las uñas, enronqueciendo clamores. Los pantalones colorados perseguidos por la zalagarda de los perros, el gruñido de los marranos y el rebuzno de los asnos escapaban trasponiendo las bardas. Los jaques de pueblo se reunían en la taberna: Si el mosto acaloraba los ánimos y encendía la trifulca popular, tres toques de atención para empezar la fusilada y restablecer el orden como previenen las sabias leyes marciales. El Caballo de Espadas, levantado en corneta, arenga con rutilantes tropos. En las mochilas cacarea un gallinero. Ladran los perros, innúmeros perros, nubes de perros: En fuga, cojeando, se expanden por la redondez del ruedo ibérico. Y sobre todos los horizontes, en el curvo límite, donde se juntan la tierra sin sembrar y el cielo, roses y pantalones colorados, brillo de bayonetas, fusilada y humo de pólvora. De la mochila de un quinto vuelan plumas de gallina. El Caballo de Espadas comenta en plática doctrinal con el rucio de Sancho:
—¡El mundo se arregla pegando fuerte!
Los Generales de la Unión Liberal conspiraban fumando vegueros en las tertulias del Casino de Madrid. Aquellos Martes con reuma sifilítico, con juanetes, con bigotes y perillona de química buhonera, compadreaban por las prebendas en ciernes, y comprometían pactos para coronar al Duque de Montpensier. En la espera acudían al tapete verde para probar fortuna, y firmaban pagarés a cuenta de la cucaña revolucionaria: Con sesuda cuquería de tresillistas, premeditaban una función de pólvora, sin plebe, sin muertos, liberal en el reparto de mercedes, y les ponía en cuidado la ambiciosa condición del Conde de Reus. ¡Aquel soldado de aventura que caracoleaba un caballo de naipes en todos los baratillos de estampas litográficas!
El reinado isabelino fue un albur de espadas. Espadas de sargentos y espadas de generales. Bazas fulleras de sotas y ases.
La Santidad de Pío IX, corriendo aquel año subversivo de 1868, quiso premiar con la Rosa de Oro, que bendice en la Cuarta Dominica Cuaresmal, las altas prendas y ejemplares virtudes de la Reina Nuestra Señora. A la significación de tan fausto suceso, no correspondió, como prometía, el cristiano sentimiento de la Nación Española: Aquellos que más debieran celebrarlo tenían intrigado en las camarillas vaticanas contra la designación de esta señalada merced para la Reina Nuestra Señora. Hubo una difusa intriga diplomática con mitras, frailes y monjas, recordando el tiempo de los Apostólicos. Personajes muy señalados terciaron en aquel enredo: Del Padre Fulgencio, Confesor del Rey Don Francisco, parece probado, y acaso no estuvo tan ajeno como debiera el Augusto Consorte. Una monja milagrera también anduvo en ello, según se propaló en murmuraciones de antecámara: Esta monja, que tenía captadas las regias voluntades, preciaba sus artes políticas por mejores que las de Roma. El Confesor y la Madre Patrocinio estimaban más eficaces que las muestras de amor indulgentes los anatemas con su cortejo de diablos y espantos: La monja y el fraile trataban de purificar al pueblo español de la contaminación masónica, y, escarmentados de otras veces, recelaban que por el conforto de las bulas pontificias, se les fuese de las manos el gobierno de la Señora. La Reina, libre de miedos, candorosa y desmemoriada, podía volver a los descarríos de antaño y firmar paces con las facciones liberales, que, emigradas, conspiraban en Francia. Eran machos los palaciegos que acogían este linaje de suspicacias cuando llegó a la Corte el Enviado Apostólico. Con tal motivo hubo grandes fiestas en el Real Palacio: Capilla con señores obispos y cantantes de la Opera: Besamanos v parada: Banquete de gala y rigodón diplomático. Todo el lucido y barroco ceremonial, de la Corte de España.
La Rosa de Oro, salvado el símbolo y mirada en su ser de orfebrería, no era un primor del cincel: Si deslumbraba a los legos ingenuos, a los peritos edificaba contándoles las estrecheces del Santo Padre. Su Majestad La Reina, muy experta tasadora de alhajas, en el ceremonial de la entrega se afligió con un ahogo de lágrimas, secundado por todo el cortejo de plumas y bandas que llenaba la Real Capilla. Fue la solemnidad del acto, en consonancia a la señalada muestra con que distinguía a su Amada Hija en Cristo, la Santidad de Pío IX. Ofició e! Señor Patriarca, asistido por los mitrados de Tuy y Salamanca. Estrenóse un terno pluvial, que la regia munificencia había encargado a las Seráficas Madres de Jesús. Era muy rico y refulgente, sin que pasase a competir con otros más antiguos que guarda aquella Real Sacristía. Alguna gente de tonsura lo denigró más de lo justo, comentándose que, por sólo el bordado de aquellos sacros paños, hubiesen percibido doscientos mil reales las Benditas de Jesús. Vicarios y sacristanes de otras monjas promovían estas murmuraciones. El reparto de las regias mercedes siempre acongoja más ánimos de los que congracia.
Fue muy conmovedor el momento, y escasos ojos permanecieron enjutos cuando se alzó para leer la salutación pontificia el rojo Legado Apostólico:
—Nos, Sumo Vicario de la Iglesia, para conocimiento y edificación de todos los fieles, queremos atestiguar solemnemente, con acendrado empeño y perenne monumento, el amor ardentísimo que te profesamos, carísima hija en Cristo. Con excelso gozo te confirmamos en esta predilección, así por las altas virtudes con que brillas como por tus egregios méritos para con Nos, para con la Iglesia y para con esta Sede Apostólica.
Se oían suspiros y sollozos. El Reverendo Padre Claret, Arzobispo de Trajanópolis, había traducido al romance castellano el mensaje latino, y los monagos repartían la bula en vitelas impresas con oros chabacanos. Salmodiaba ante el altar refulgente de luces el Legado de Roma:
—Nos, Sumo Vicario de Cristo, asistido de su gracia, desde esta Sede Apostólica, te hacemos presente de la Rosa de Oro, como símbolo de celestial auxilio para que a tu Majestad, y a tu Augusto Esposo, y a toda tu Real Familia, acompañe siempre un suceso fausto, feliz y saludable.
Las cláusulas prosódicas subían en ampulosas volutas con el humo de los incensarios, y el cortejo palatino, asegurado en la bula del fraile, se maravillaba entendiendo aquel latín ungido de dulces inflexiones toscanas. La Familia Real tenía un resplandor de códice miniado. La Señora, particularmente, estaba muy majestuosa con el incendio que le subía a la cara: Sobre su conciencia, turbada de lujurias, milagrerías y agüeros, caían plenos de redención los oráculos papales.
Cuando, al término de la ceremonia, el palatino cortejo de plumas, bandas, espadines y mantos se acogió a los regios estrados, la Reina Nuestra Señora hubo de pasar a su camarín para aflojarse el talle. La Doña Pepita acudió pulcra y beatona: Era dueña del tiempo fernandino, una sombra familiar en las antecámaras reales. La Señora, al aflojarla la opresa cintura las manos serviles de la azafata, suspiró aliviándose: Estaba muy conmovida y olorosa de incienso: En la capilla, oyendo leer la salutación del Santo Padre, casi se transportaba, y el ahogo feliz del ceremonial veníale de nuevo. La Reina sentíase desmayar en una onda de piedad candorosa, y batía los párpados presintiendo un regalado deleite:
—Pepita, voy a confiarte un secreto. ¡Es para ti sola y no vayas a publicarlo por los desvanes!
Saltó la Doña Pepita, muy avispada:
—¡No me cuente ninguna cosa la Señora, porque hay duendes en Palacio! Sin fin de veces me tiene ocurrido callar como una muerta —tampoco es otra mi obligación— y divulgarse cosas muy secretas que me había confiado Vuestra Majestad. ¡Y más no digo!
—Haces bien, porque eres un badajo cascado. ¡Mira que con lo que sales!
—No he querido disgustar a la Señora. ¡Ay, Jesús, qué pena tan grande!
Se arrugaba la vieja con un fuelle rumoroso de enaguas almidonadas. La Reina se abanicaba con aquel su garbo y simpatía de comadre chulapona:
—¡Pepita, no hagas visajes!
—¡Si Vuestra Majestad querría desenojarse conmigo!
—No seas pánfila.
—¡Estoy desolada!
Isabel II abultaba con una sonrisa de picaras mieles el belfo borbónico heredado del difunto Rey Narizotas:
—Mira, dame un dedal de marrasquino. Se me barre la vista y creo que va a darme un vahído.
La Doña Pepita pasó del remilgarse compungido al remilgo consternado:
—¡No es de extrañar con tanta opresión del talle!
—¡Y la emoción oyendo leer aquellas expresiones cariñosísimas del Santo Padre!
—¡Eso lo primero!
—¡Naturalmente, tarambana!
La Reina Nuestra Señora extasiaba el claro azul de sus pupilas sobre la pedrería de las manos, y un suspiro feliz deleitaba sus crasas mantecas. Salió del éxtasis para mojar los labios en la copa de marrasquino, y melificada totalmente con la golosina, paró los ojos sobre la vieja azafata:
—¡Ay, Pepita, no debía contarte nada!
—¡Mi Reina y Señora, yo hablé como hablé, por un escrúpulo! ¡Estoy traspasada!
La Majestad de Isabel, benévola y zumbona, hacía el ademán de espantarse un tábano:
—Pues he pensado mandar un millón de reales para la limosna de San Pedro. ¿Te parece que será poco? Yo, francamente, no sé lo que puede hacerse con esos cuartos.
Reflexionó la Doña Pepita, con los ojos en el techo de amorcillos:
—Con un millón, bien se hace una casa.
—¡No, mujer! Se harán muchas.
—Casitas pequeñas. Yo hablaba de una casa de renta, una casa como las del barrio.
—Y tú, grandísima tonta, ¿crees que un millón no da para más misas?
—¡Yo, por lo que oigo!
—¿Pero entonces un millón no es nada?
—Paco Veguillas compró en treinta mil duros un cascajo en la calle de la Cabeza.
—Le habrán timado.
—¡Bueno es Veguillas!
—¡Ay, hija! ¿Y quién es ese personaje?
—Paco Veguillas, el barbero de Su Majestad el Rey Don Francisco.
—¡Rigoletto! Hablarás claro. ¿Conque compró una casa? Mucho se gana rapando barbas de papanatas.
La Reina de España un momento quedó suspensa, hilvanando recuerdos de tantas intrigas, donde había mediado muy principalmente aquel ilustre personaje uno de los que más valimiento alcanzaba en la Camarilla de Nuestro Señor Don Francisco. Cuando se celebraron las bodas reales había entrado en Palacio con la servidumbre ultramontana del Augusto Consorte, y, desde entonces, pesaba su consejo en los negocios de Estado. La Señora almibaró el acíbar de aquellos recuerdos volviendo a catar el marrasquino:
—¿Y tú cuándo te compras una casa, Pepita?
—Cuando junte una peseta y muchos cuartos y no tenga una población de sobrinos a quien ayudar... El Gervasio, que está de guarda en el Real Sitio de Aranjuez, quiere cambiar de puesto y venir al Buen Retiro... Si Vuestra Majestad se interesase...
—Claro que me intereso, y he dado la nota. ¡Por tu sobrino me intereso, y basta!
De un sorbo apuró el marrasquino, poniendo el sello a su palabra real.
La Majestad de Isabel II, pomposa, frondosa, bombona, campaneando sobre los erguidos chapines, pasó del camarín a la vecina saleta. La dama de servicio, con el aire maquinal de los sacristanes viejos cuando mascullan sacros latines, le prendió en los hombros el manto de armiño. Los regios ojos, los claros ojos parleros, el labio popular y amable, agradecieron con una sonrisa a !a cotorrona de Casa y Boca. Aquella estantigua de credo apostólico, nobleza rancia, cacumen escaso, chismes de monja y chascarrillos de fraile, también intrigaba en las tertulias de antecámara desde el año feliz de las bodas reales. Era Duquesa de Fitero y Marquesa de Villanueva de los Olivares, con otros títulos y sobrenombres de claro abolengo, mucha hacienda en cortijos, dehesas, ganados, paneras, cotos, granjas, castillos y palacios. El escudo de sus armas está repartido por toda la redondez de España. La vejancona, confusamente, se sabía de un gran linaje, sangre bastarda de reyes aragoneses y judíos castellanos. Luego, tras estas exiguas luces, todo el saber histórico y familiar de la rancia señora constituía una fábula trivial, llena de incertidumbre, cubierta de polvo como los legajos de Simancas. En la puerta, cuando salía, se detuvo la Reina Nuestra Señora:
—Eulalia, de ti para mí, y no vayas más lejos...
Respondió hueca y espetada la rancia infanzona:
—¡Sobradamente me penetro, Señora!
—Tengo en pensamiento mandar dos millones a la limosna de San Pedro. ¿Será poco? Claro que no pretendo pagar tan señaladas muestras de amor como me da el Santo Padre. ¡Eso no se paga! ¿Quedaré mal con dos millones, Eulalia?
—Yo creo que no.
—¿Qué se puede hacer con dos millones?
—Muchas mandas y sufragios para tener lejos a Patillas.
La Duquesa de Fitero era muy temerosa de que la muerte la sorprendiese en pecado, y al dormirse la veía ensabanada como un antruejo, terrible y burlona con su hoz. Aquella vieja orgullosa y pueril trascendía todos sus conceptos a imágenes corporales: El Infierno con sus calderas de pez hirviendo y su tropa de rabos v cuernos entenebrecíale los nocherniegos trisagios: El Purgatorio también le daba espeluznos, sin ser parte a confortarla el pensamiento de que con llamas a los pechos pudiera verse entre un tiarado y un coronado, conforme al ritual de todos los retablos de ánimas. Se hacía cruces la Reina de España:
—¡Qué cosas sacas! El Santo Padre tiene poder para confundir a Patillas.
La rancia estantigua, bajo las plumas del moño, acentuaba su gesto de cotorra disecada:
—Con dos millones también puede comprarse papel del Listado.
La Majestad de Isabel II recapitulaba:
—Dos millones, tengo idea de que en los últimos monos le pedía Paco a Narváez... Dos millones debe ser una cantidad decente, porque en el pedir nunca se queda corto Pacomio.
La Duquesa petrificaba su gesto magro y curvo de pajarraco:
—Esa limosna debe darla el Gobierno.
—No querrá.
—¡Herejes!
—¡Mujer!...
—¡Herejotes y masones todos ellos!
—¡No me impacientes! Narváez es muy escrupuloso y defiende el dinero del presupuesto como si fuese suyo.
—Porque es un cascarrabias. Del General nada digo, pero el que no me entra es el tal don Luis Bravo.
—Pues me ha servido lealmente.
—Es un ambicioso con una historia muy negra. Narváez y otras personas debían estar muy sobre sí con ese gitano.
—Eulalia, no me traigas cuentos, porque los creo, y entre unos y otros me revolvéis la cabeza.
—¡Vuestra Majestad es demasiado buena!
—Ya lo sé, pero eso no tiene remedio. Nací buena, como nació marraja Luisa Fernanda. ¡Mira que revolucionar para quitarle a su hermana el Trono! ¡A su hermana, de quien sólo ha recibido favores y muestras de cariño! ¿Has visto maldad tan refinada?
La Duquesa de Fitero hizo el comentario de protocolo:
—Vuestra Majestad tiene el amor de sus súbditos y le basta. ¿La Señora ha reparado qué mala cara tiene hoy Narváez?
—¡Bilis que le hacen tragar esos pilletes que conspiran en Francia!
La Duquesa, en la punta de los pies, aseguraba con sus manos de momia los postizos y la diadema, que hacían un guiño en la cabeza de la Reina Nuestra Señora.
Entre un cortejo de plumas fatuas y chafados visajes paso la Reina Nuestra Señora al salón de Gasparini. Una gran mesa fulgente de cristal y argentería estaba dispuesta a fin de que hubiesen reparo para sus fallecidos ánimos las ilustres personas que habían recibido el pan eucarístico en la solemne función de Capilla. Para todos tenía una zumba popular y amable la Majestad de Isabel II. El Rey Don Francisco hacía chifles de faldero al flanco opulento de la Reina. Las Augustas Personas, agotado el repertorio de sonrisas y lisonjas, se entretuvieron largo espacio con el Duque de Valencia: Estaban los tres en el hueco de un balcón, tan profundo y amplio, que parecía una recámara. El Rey, menudo y rosado, tenía un lindo empaque de bailarín de porcelana. La Reina, con el pavo sanguíneo, se abanicaba. El Espadón, puesto en medio, abría las zancas y miraba de través, bajando una ceja, a las Personas Reales:
—Mi deber es aconsejar lealmente, sin perder de vista los intereses políticos y las altas responsabilidades de mis actos. La Real Familia no puede reconocer públicamente, ni tampoco con relaciones privadas, el origen misterioso de ese personaje.
Acudió severa la Reina:
—¡Es nieto de reyes, Narváez!
—Señora, dice serlo.
—Haces mal en dudarlo. Estoy bien enterada y creía que tú lo estuvieses. A Luis Fernando, fruto de unos amores de mi padre, tú le has conocido en París. Ese es su hijo.
El Augusto Consorte se arrimó, con respingo de perro faldero, el recaden propincuo de la Reina:
—¡Nuestro sobrino, Narváez!
El Espadón, bajando el párpado, miraba al bailarín de porcelana, como los esquiladores al jaco antes de esquilarle:
—Señor, mi deber es advertir a Vuestras Majestades. Insistió la Reina:
—Yo tengo secretas razones de conciencia para recibir al Príncipe Luis de Borbón.
—Señora, permitidme que os recuerde los disgustos pasados cuando os visitó en Zarauz el Infante Don Juan.
—Porque yo dije una cosa y mi primo entendió otra.
—Seguramente.
—¿Y ahora qué temes? Sé franco.
—No puedo serlo.
El Rey Don Francisco, como a impulsos de un resorte, sacó del buche los enojados tiples de su voz:
—¿Y si te lo exigiese Isabelita?
—No podría menos de complacerla. Acudió la Reina:
—Pues yo te lo pido. ¿Cuál es tu recelo?
Se impacientó el Espadón:
—Señora, mi deber es hablaros lealmente. El Gobierno tiene pésimas referencias del que se titula sobrino por la mano izquierda de Vuestras Majestades: Ha recorrido varias Cortes Europeas, llamándose unas veces Conde Blanc y otras Príncipe Luis María César de Borbón. En todas partes ha vivido de un modo turbio: La Policía, alguna vez, le condujo a la frontera: Últimamente acompañaba al Infante Don Juan, en Italia: No me extrañaría que hubiese llegado aquí bajo el patrocinio de alguna monja.
Cortó con un hipo de paloma buchona, envuelta en majestuosos arreboles, la Reina Nuestra Señora:
—Está bien, Narváez. Has hablado lealmente y te lo agradezco. Como Reina Constitucional he querido someterte este asunto de familia. Haré lo que me aconsejes y no recibiré a mi sobrino, a ese personaje, como tú has recalcado con la intención de un colmenareño. Eres un cascarrabias, y me has ofendido, porque se trata de mi sangre.
El Rey Consorte acucó la voz, acogido al flanco matronil de la Reina:
—¡Nuestra sangre, Narváez!
La Majestad de Isabel II tenía en el celaje de los ojos el azul de la mañana madrileña. Murmuró con donosa labia:
—Mira, Narváez, amor con amor se paga. Deseo atraer a mi lado con algún cargo al hijo de un leal servidor que no ha sido recompensado. ¡Los reyes, algunas veces, somos muy ingratos! El Barón de Bonifaz ha sacrificado su vida por mi Causa. Yo quiero que el hijo venga a mi lado, con un puesto en la Alta Servidumbre de Palacio. Tengo una deuda sagrada con la memoria del padre, y para borrar ese olvido, esa ingratitud, te recuerdo al hijo de aquel servidor tan leal, a fin de que le tengas presente en la nueva combinación de cargos palatinos.
Resopló el Espadón:
—¿Sabe Vuestra Majestad que ese pollo es un perdis?
Se acachazó burlona la Reina de España:
—Aquí le sentaremos la cabeza.
El Espadón bajaba el párpado y abría el compás de las zancas, con aire de jácaro viejo:
—Señora, mi deseo es complacer siempre a Vuestras Majestades, y si el nombramiento no halla oposición en el seno del Gobierno...
—¡Me traes la cabeza del que disienta!
La Reina Nuestra Señora, chungona y jamona, regía y plebeya, enderezaba con su abanico el borrego del toisón que llevaba al cuello el adusto Duque de Valencia, Presidente del Real Consejo.
La Majestad de Isabel II —luego de haber repartido retratos con laudosas dedicatorias entre obispos, monseñores y palaciegos— se retiró a los limbos familiares de su Cámara. El Excelentísimo Señor Don Jerónimo Fernando Baltasar de Cisneros y Carvajal, Maldonado y Pacheco, Grande de España, Marqués de Torre-Mellada, Conde de Cetina y Villar del Monte, Maestrante de Sevilla, Caballero del Hábito de Alcántara, Gran Cruz de la ínclita Orden de Carlos III, Gentilhombre de Casa y Boca con Ejercicio y Servidumbre, Hermano Mayor de la Venerable Orden Tercera y Teniente Hermano de la Cofradía del Rosario, hacía las veces como Sumiller de Corps. En la Cámara de la Reina el personaje ponía los ojos en blanco, doliéndose respetuosamente, pues también había esperado un retrato de la graciosa voluntad de la Señora. Era un vejete rubiales, pintado y perfumado, con malicia y melindres de monja boba: En cuanto a letras y seso, no desdecía en las cotorronas tertulias de antecámara: Vano, charlatán, muy cortés, un poco falso, visitaba conventos por la mañana, lucía hermosos troncos por la tarde, a la hora del rosario acudía secretamente al reclamo de una suripanta, y ponía fin a la jornada en un palco de los Bufos, donde se hablaba invariablemente del cuerpo de baile y de caballos. La Señora le consoló populachera y jovial:
—¿No comprendes, calabaza, que a las personas de mi íntimo aprecio quiero hacerles un presente más señalado? ¿Te parece mandar fundir una medallita? Precisamente quería consultarte.
El Marqués de Torre-Mellada se desbarató con una escala de gallos:
—¡Señora, es una gran idea la medallita!
—¿De oro o de plata?
Se precipitó el palaciego:
—¡De oro!
La Majestad de Isabel II abultaba el belfo con chunga borbónica:
—Tú no te paras en barras. Mira, Jeromo, el retrato no te lo di porque no quise. ¿Hasta cuándo le van a durar a tu mujer las jaquecas nerviosas?
Se atontiló el repintado vejete:
—¡Pobrecita! ¡Esta madrugada ha tenido un ataque que nos ha consternado!
—¡Vaya, vaya! Dile a Carolina que si quiere ponerse buena inmediatamente y contentarme renuncie a ser dama de la Duquesa de Montpensier.
—¿Es el deseo de Vuestra Majestad?
El palatino estafermo inclinábase con tan arrugada pesadumbre, que se compadeció la Reina Nuestra Señora:
—Yo agradezco mucho las muestras de amor y lealtad de mis súbditos. El que me quiere, ya me tira tierra a los ojos. Mi deseo es hacer la felicidad de los españoles y que ellos me quieran. Pero esto debe ser algo muy malo, porque sólo recibo ingratitudes. Mi hermana y su marido, que tanto me deben, conspiran para destronarme: El Gobierno ha sorprendido una carta del franchute a Serrano: ¡El General Bonito se ha vuelto contra mí! ¡Le hice cuanto es, no he podido hacerle caballero! ¡Figúrate si con esta espina puedo mirar con buenos ojos a tu mujer en el puesto de dama de la Duquesa de Montpensier! Narváez ya te hizo una advertencia. Estoy enterada. Por lo visto querías oírlo de mis labios.
—¡Señora, no me dolería más un puñal que me hubiesen clavado!...
—El Puñal del Godo.
La Reina, siempre indulgente, tendió la mano al palaciego, que la besó inclinándose cuanto el corsé le autorizaba. Viéndole arrugar el apenado visaje, entre crédula y burlona, le ofreció su pomo de sales la Reina:
—No he dejado de quereros. Tú, para mí, eres siempre el mismo. Mí confianza en ti no ha menguado, y precisamente quería someter a tus luces una duda. ¿Qué se puede hacer con dos millones?
—¡Muchas cosas!
—No me entiendes. ¿Cuánto dinero es?
—¡Pues dos millones! ¡Cien mil duros! ¡Quinientas mil pesetas!
Se embobó la Reina:
—Ponlo también en reales.
—Pues dos millones de reales son precisamente dos millones de reales.
La Majestad de Isabel II hizo un aspaviento de graciosa soflama:
—¡Qué talento matemático tienes, Torre-Mellada! Pues verás, quiero hacer un donativo a Roma... Había pensado algo... Pero con certeza no sé. Tú, si te lloviesen dos millones, ¿qué harías?
El Marqués de Torre-Mellada no dudó, que de antiguo lo tenía meditado:
—Yo, Señora, tendría una cuadra de caballos como las mejores de Inglaterra.
—Tú sí... ¡Pero el Santo Padre!
—¡Es que, francamente, no sé por dónde puede irse el dinero siendo Papa!
—¡Nadie lo sabe y nadie me saca de la duda!
Se levantó con mecimiento de bombona, pasando al camarín por aliviarse de nuevo.
El besamanos estaba señalado para las tres de la tarde, pero comenzó lindando las cuatro. La clara luz de la tarde madrileña entraba por los balcones reales, y el séquito joyante de tornasoles, plumas, mantos y entorchados evocaba las luces de la Corte de Carlos IV. La Reina Nuestra Señora, revestida de corona y armiños, empecinada como una matrona popular, entró con mucha ceremonia en el Salón del Trono. El Rey Don Francisco dábale el brazo: Vestido de capitán general, muy perejil, todo colgado de cruces y bandas, casi desaparecía al flanco pomposo y maduro de la Señora: Asidos levemente de la mano, subieron ¡as gradas del trono: Se saludaron con una genuflexión, como pastores de villancico, y tomaron asiento, sonrientes para el concurso, con gracia amanerada de danzantes que miman su dúo sobre un reloj de consola. Su Alteza Real el Príncipe de Asturias, vestido con marcial uniforme y luciendo divisas de cabo, hizo besamanos el primero: Era un niño pálido, con las orejas muy separadas: El enclenque desparpajo de la figura, la tristeza de la mirada, llena de prematuras curiosidades, promovían, con aquel disfraz del charrasco y el pantalón colorado, un recóndito dejo de cruel mojiganga. La expresión aguzada, enfermiza y precoz del Augusto Niño no prometía una vida lozana. Le agasajó con maternal orgullo la Señora. Alargó el Rey, sin llegar a tocarle, una mano blanca y llena de hoyos. Resplandeció el palatino cortejo, con sonrisa extasiada, y todos los rostros se asemejaron en una expresión de embobamiento familiar. El bálsamo cadencioso de la ceremonia religiosa se decantaba en los pechos cruzados de bandas: Todos eran felices en aquel momento y casi se amaban, complacidos en el júbilo maternal de la Reina Nuestra Señora. Sentían la protección celeste, estaba en sus corazones como una miel acendrada. El besamanos fue largo, pero tan lucido de mantos y oropeles, que muchos, en su embeleso, no lo reputaron candado, y las horas se les hicieron instantes. La Señora, siempre de la mano de su Augusto Esposo, sonriendo, purpúrea bajo la coronal real, descendió del Trono: Tuvo palabras gratas para sus cortesanos. Era pimpante, donosa y feliz de malicias en la vana charla de la etiqueta: Entonces advertíase reina. ¡Hada de alcázares! Pero en las asperezas del gobernar político se le desvanecía la atención, dolorosamente incomprensiva. En este año de la Rosa de Oro se amargaba con la duda de que muchos españoles habían dejado de quererla. ¡Eran bien ingratos! ¡Y cuántos tendrían que condenarse por sus ideas extraviadas de progreso! ¡Condenarse! La Señora no deseaba el fuego eterno ni a sus mayores enemigos: Era pecado del que jamás había tenido que lavar su conciencia ante el Santo Tribunal. ¡El infierno, para nadie! La Señora, por el hilo de los pensamientos, llevó la mirada de sus claros ojos al Señor Duque de Valencia, que, vestido de gran uniforme, destacaba en medio del dorado salón su angosto talle de gitano viejo. La Señora le sonrió llamándole: Y hablaron a solas. Los que estaban vecinos, respetuosamente se distanciaban:
—Te estuve mirando, y me parece que algo te pasa. Estás preocupado. ¿Hay malas noticias? ¿Se han pronunciado en algún cuartel?
—Vuestra Majestad puede estar tranquila.
—¿De manera que reina la paz en Varsovia?
—Por ahora tienen buen vino.
—Pero a ti algo te sucede.
—Estoy enfermo, y me retiraría si mereciese de Vuestra Majestad.
—¿De veras estás enfermo? ¿No me engañas? muy mala cara! Dame la mano. ¡Ardes! Cuídate mucho. Te necesitan España y la Reina. Retírate. Afortunadamente no será nada. Voy a poner una esquelita para que iluminen la santísima imagen de Jesús. Si mañana continúas mal, yo iré a rezarle. No será nada.
Murmuró displicente el Espadón:
—Un enfriamiento esta mañana en la Capilla Real. Creo, en efecto, que con un ponche y sudar...
—¡El ponche, bien cargado!
El General Narváez cambió en sonrisa el gesto de vinagre;
—¡De campamento!
La Señora le dio a besar su real mano y apagó el celaje de los ojos bajo el vuelo de un presentimiento que la llenó de pavorosa inquietud. El General Narváez, abriendo el flamenco compás de las zancas, desaparecía como un fantasma, entre el fatuo susurro de las Camarillas.
Por las galerías y a lo largo de las escaleras, uniformes y mantos susurraban al despedirse loores de aquel paso donde habían sido vistosos comparsas. Con aire de pedrisco pasó, de pronto, la nueva y el comento del agrio talante con que se tenía despedido de las Reales Personas el Señor Duque de Valencia. Algunos políticos decían que enfermo: Casi todos los palatinos, que enojado. El Marqués de Torre-Mellada se afligía, y en secreto comunicaba sus temores al Marqués de Redín: Eran cuñados los dos Marqueses: Este de Redín, casado con una hermana de Torre-Mellada: Bajaban despacio, y retardándose, la gran escalera. Sobre la gala de los uniformes destacaban los guantes blancos su cruel desentono, y eran todas las manos manos de payaso. El Marqués de Redín, que pertenecía al Cuerpo Diplomático, comentó con inflexiones perspicaces y erres francesas de salón de Embajada:
—Lo peligroso, realmente, sería una auténtica enfermedad del General Narváez.
Bajaron tres escalones, y en un rellano:
—¡Después de O'Donnell, Narváez! Habría para preocuparse.
Un tramo de la gran escalera madurando reflexiones. Otro descanso. Voz de confesonario:
—En París y en Londres, unionistas, progresistas y radicales conspiran para cambiar el Trono. ¡Y aquí no queda otro hombre que González Bravo!...
Pausa. El soplo del aire:
—¡Un vesánico!
Chascó afligida la caña hueca del otro Marqués:
—¡Calla, por favor, Fernandito! ¡Las paredes oyen! ¡Ya nos han mirado! ¡No pareces de la carrera!
El Marqués de Redín, ante la simpleza pueril y medrosa del palaciego, sonrió con un rincón de la boca, entornando desdeñoso los párpados. Torre-Mellada se esquivó refitolero, saludando a unas damas que estaban detenidas en la escalera. Luego emparejaron los maridos, ataviados como para comedia antigua, con plumas y capas de maestrantes: Eran primos remotos, pero extremados en el parecido: Los dos, zancudos, pecosos y ojiverdes, muy angostos de mejillas, aguileños y de narices tuertas. Los dos hablaban borroso, con un casi baladro, y eran por igual de gran linaje extremeño, con guarros v dehesas hipotecadas en las lindes de Villanueva de la Encomienda. El Marqués de Redín, bajando la escalera, respondía con gestos y cabezadas al General Fernández de Tamarite, un viejo embetunado y completamente sordo. Se les juntó, disculpándose cumplimentero, el Marqués de Torre-Mellada. Pasaban otras madamas risueñas, que hacían monadas y saludos, tocando con los abanicos el hombro de los caballeros. El Marqués de Torre-Mellada las acogía cacareando un añejo repertorio de donosuras galantes. La Duquesa de Santa Fe de Tierra Firme y la Condesa de Olite, en espera de sus carruajes, las celebraban con guiños de burlas. Comentó la Santa Fe:
—¡Jeromo, para ti no hay penas!
El repintado palatino filosofó con epicúreo cacareo:
—¡Y si las hay, me las espanto!
Insinuó delicadamente la de Olite:
—¡Con el rabo!
Y la Santa Fe completó el juego de sales madrigalescas con un susurro en el oído de la otra:
—Se las espanta con la cuerna.
La Condesa de Olite se sofocó reprimiendo la risa. Curioseó el palatino fingiendo candor:
—¿Qué ha dicho esa loca?
—¡Nada!
—¿Con qué me las espanto, Pilín?
La Santa Fe respondió con descoco:
—Acércate. No es para publicarlo.
El Marqués de Torre-Mellada, salvando en la punta de los pies colas y mantos, pasó al costado de la madama:
—¿Qué has dicho, Pilín?
Silabeó la Santa Fe en la oreja del palaciego:
—Un eufemismo del rabo.
El vejestorio repitió, turulato:
—¿Un eufemismo? ¿Cuál? ¡No lo entiendo! ¿Qué eufemismo?
La Santa Fe, impaciente, le sopló en la oreja con popular desgaire:
—¡Carraco!