La derecha contra el Estado - José Antonio González Casanova - E-Book

La derecha contra el Estado E-Book

José Antonio González Casanova

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A diferencia de otras derechas europeas, la española ha sido históricamente incapaz de asumir un régimen democrático y el pacto social interclasista que fundamenta el moderno Estado de Derecho. Desde la monarquía absolutista de Fernando VII a la monarquía autoritaria del General Franco, las clases dominantes y conservadoras han defendido sus intereses económicos y su ideología (más reaccionaria que liberal), con el poder político de una oligarquía, centralizada en Madrid y caciquil en provincias, además de la fuerza represora militar y la influencia ideológica clerical. Puede decirse que hasta el cambio democratizador y la Constitución de 1978, España ha carecido de un verdadero Estado. Con todo, la tradición autoritaria y antidemocrática de nuestro liberalismo capitalista no ha desaparecido con la democracia. Sus herederos han pretendido utilizar las instituciones políticas y los cauces jurídicos del Estado para impedir los avances políticos y sociales promovidos desde la izquierda, y lograr en lo posible reducir la democracia que impide al capitalismo salvaje imponer su ley de la selva. El papel del Partido Popular, en el gobierno o en la oposición, durante los ocho últimos años ilustra, con las hemerotecas como testigos de cargo, lo que sigue siendo la Derecha española bajo el lifting de un centrismo engañoso.

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J. A.González Casanova

LA DERECHA CONTRA EL ESTADO

El liberalismo autoritario en España 1833-2008

Editorial Milenio

Lleida

© J. A. González Casanova, 2008

© de esta edición: Editorial Milenio, 2009

Sant Salvador, 8 - 25005 Lleida (España)

www.edmilenio.com

[email protected]

Primera edición: febrero de 2009

Depósito legal: L-29-2009

ISBN: 978-84-9743-285-6

Impreso en Arts Gràfiques Bobalà, S L

© de esta edición digital: Editorial Milenio, 2010

Primera edición digital: mayo de 2010

ISBN digital (epub): 978-84-9743-371-6

Conversión Digital: O.B. Pressgraf, S L

Jaume Balmes, 52, bxs.

08810 Sant Pere de Ribes

A Xabier.

Índice

Introducción

I - La desleal oposición

II - El estado liberal o una derecha sin estado

III - La derecha contra el estado democrático

1. De Cánovas del Castillo al “cirujano de hierro”

2. Maura y la “revolución desde arriba”

3. La guerra de la derecha contra la República democrática y autonomista

IV - La derecha y el régimen franquista

V - La derecha y la transición a la democracia

VI - La herencia franquista del partido popular

VII - Las dos legislaturas de josé maría aznar

VIII - Cuatro años de oposición desleal

1. La teoría de la conspiración

2. El Estatuto de Cataluña

3. El proceso de paz en Euskadi

4. Más oposición desleal

5. Contra la estrategia de la crispación

6. La crispación mediática

7. Qué opinaron los españoles sobre la estrategia del PP

IX - A la conquista del poder judicial

1. El asalto al Tribunal Constitucional

2. El bloqueo del Consejo General del Poder Judicial

3. La utilización de la judicatura

4. Problemas con el poder judicial

X - La complicidad de los obispos

XI - Las elecciones generales del 9 de marzo de 2008

1. La precampaña

2. La campaña (23F - 7M)

3. Las elecciones del 9-M y sus lecciones

4. El último lifting de la derecha

XII - ¿A dónde va la derecha española?

Introducción

Desde el conocimiento vulgar que tenemos de la derecha y del Estado parece un sinsentido unir ambos conceptos con la preposición contra. ¿Cómo puede estar la derecha (o las derechas) en contra del Estado si éste evoca legitimidad, estabilidad, autoridad, orden, seguridad y poder de coerción, valores todos ellos proclamados y defendidos por los grupos conservadores de la sociedad precisamente porque los creen esenciales para su conservación? Pero, cabe preguntarse: ¿conservación de la sociedad o de los propios conservadores? Ellos responden, escandalizados, que se trata, por supuesto, de conservar la sociedad, y que sus ideas y sus actos son más beneficiosos para la misma que los proyectos de la izquierda (o izquierdas), promotores, a su juicio, de la ausencia de autoridad, de inestabilidad, de inseguridad y desorden.

Como es sabido, los términos derecha e izquierda, aplicados a la política, provienen de la Revolución Francesa a finales del siglo xviii, debido a la colocación de los grupos conservadores o moderados y progresistas o radicales, respectivamente, a la derecha o a la izquierda de las asambleas. Desde entonces la tradición no ha variado. En cuestiones políticas, sociales e ideológicas cualquier organización pública o cualquier colectividad humana cuenta con un ala derecha y un ala izquierda: conservadores de lo que hay y progresistas hacia lo que debiera haber. Cuando los conservadores reaccionan frente al supuesto progreso, intentando retornar a un tiempo pasado por creerlo mejor, suelen ser tachados de reaccionarios y, aunque la palabra les aterra, llegan a proclamarse artífices de una revolución… reaccionaria, que en el fondo implica una contrarrevolución porque, para ellos, los progresistas son unos insensatos o unos pérfidos revolucionarios. Una señal muy significativa del poder ejercido desde el principio por la derecha en el ámbito lingüístico es el valor positivo o negativo que se le asigna popularmente a las palabras derecha e izquierda. La derecha es diestra, recta, correcta. La izquierda es sencillamente siniestra. En la Biblia se habla de un Dios que en el Juicio Final pone a los justos, a los corderos a su derecha mientras que a los pecadores, a los cabritos, los coloca a su izquierda. Para corregir esta maldición lingüística que las derechas han lanzado sobre las izquierdas, un chiste gráfico del humorista Máximo dibujaba a Dios alterando su conocida frase con intención claramente política: “Los de derechas que se pongan a mi izquierda, los de izquierdas a mi derecha”.

Pero en los últimos tiempos se ha creado un tertium genus, un tercer grupo muy extenso de ciudadanos que se consideran de centro. La pretensión de los partidos de derecha y de izquierda de representar y dirigir al conjunto de la sociedad, disimulando así su condición partidista con la promesa de que “gobernaremos para todos”, ha conducido a unas organizaciones que, implícita o explícitamente, se declaran centristas. Los partidos del ex presidente Suárez se titulaban Unión de Centro Democrático (UCD) y Centro Democrático y Social (CDS). Todo pura retórica para captar votos, al igual que los partidos más poderosos, para seguir interesando a esa masa flotante y desideologizada de ciudadanos a quienes aterran los extremos y tienden a autocalificarse de centro-derecha o de centro-izquierda. Esto ha contribuido en las democracias liberales a ilegitimar, por extremistas, radicales o antisistema, a los grupos considerados de extrema derecha, ultras o fachas (en recuerdo del fascismo-nazismo) y, asimismo, a los de extrema izquierda, que también serían radicales e igualmente antisistema. Por tanto, las derechas y las izquierdas moderadas tienden a hacer una política centrada en el centro, y con ello dicen aspirar a la centralidad en el seno del régimen políti co democrático, entendida como la ocupación del terreno central de juego, donde se fragua y se conquista el poder político y social, es decir, donde han de desarrollar y fortalecer su hegemonía. No parece sectario atribuir a la derecha el invento del centrismo. Responde muy bien a su moderna afirmación de que ya no se puede hablar de derechas e izquierdas a no ser que se sea de izquierda. E incluso se duda que haya una derecha ultra cuando ésta se incorpora a un partido que presume de centro-derecha como el PP. Con esta presunción, la derecha resultaría ser más progresista que una izquierda anticuada por seguir siendo de izquierdas. Con ese lema ganó Aznar a Felipe González y logró su única mayoría absoluta el año 2000. Ante tal reto, no le quedaría a la izquierda más remedio que moderarse, aproximándose a la derecha centrada, centrista y central. De ese modo, como demostró la victoria del PP en 1996, la moderación que aproxima a la derecha acaba con la izquierda. Por eso ya no habría derechas e izquierdas: porque sólo hay la derecha fagócita. Todo a la izquierda de esa derecha será tachado (como lo ha hecho el PP aznariano) de radical, extremo y perjudicial para la nación y el Estado.

Con el título de este libro se pretende llamar la atención sobre lo erróneo de creer que la derecha es favorable a la existencia de un Estado, porque éste se debe a un proceso de lenta construcción histórica cuyo protagonista ha sido precisamente la izquierda en sus diferentes versiones temporales. Por eso puede afirmarse que las “derechas de toda la vida” no han sido partidarias del Estado, sino tan sólo de su poder y en cuanto tal poder protegía sus intereses y reprimía a quienes los pusieran en peligro. A mayor abundamiento, no era poco poder en sí mismo cubrir con la legitimidad social que otorgaba la palabra Estado unas políticas que sólo beneficiaban a las derechas. Pero su proyecto de dominio social y económico no admitía limitaciones políticas y, aún menos, de signo democrático. Antes que una verdadera institución estatal, propia de la modernidad, se prefería el orden antiguo: la monarquía absolutista o la dictadura militar. La derecha sólo se mueve con libertad en ese estado de naturaleza salvaje de la que hablaba Hobbes. La ley de la selva es su única ley. Con razón se habla en todos los países del capitalismo salvaje. Cuando el verdadero Estado, el democrático y social de derecho, tal y como lo define nuestra Constitución, ha intentado realizarse en la práctica cotidiana, cumpliendo así con los valores proclamados de libertad, igualdad y solidaridad para todos los ciudadanos, la derecha ha luchado siempre en nuestro país en contra del Estado. Cuando éste ha intentado someter los poderes e intereses particulares a las necesidades generales de la sociedad y de los ciudadanos, la derecha ha reivindicado un liberalismo basado en su propia libertad por encima de la del resto y se ha encastillado en una mentalidad de señor feudal. Cuando el progreso de todos exige dejar de conservar un poder económico, social y político, egoista e injusto, la derecha se opone y busca destruir el Estado minando sus instituciones democráticas o bien, en casos de extremo peligro, se tira al monte y provoca golpes de Estado, guerras civiles y dictaduras perdurables que aseguran la conservación de los bienes que en su día heredaron u obtuvieron en empresas guerreras y expoliadoras anteriores. El sarcasmo del pueblo español solía, hace años, llamar a los conservadores “conserva duros”. No se sabe si por su avarienta riqueza antisocial o por la dura defensa de la misma, con empleo incluso de la violencia. Probablemente por ambas cosas a la vez, inseparables.

Este libro dedica su mayor parte a la estrategia política del Partido Popular durante la última legislatura (2004-2008). La finalidad de tal dedicación es mostrar con datos fidedignos, extraídos de las hemerotecas, la persistencia hasta el inicio del siglo xxi de los fines y los medios que la derecha tradicional española ha empleado históricamente contra el Estado tras la muerte de Fernando VII y su reinado absolutista. Hay una larga tradición de liberalismo autoritario, de 1833 hasta nuestros días, que enlazó con el régimen antiliberal fernandino en lo que tenía éste de tiránico, con olvido de la preocupación económica y social del despotismo ilustrado, representada por la figura de Carlos III. A ese olvido se sumó otro: el del exaltado idealismo liberal y constitucional que ha simbolizado el general Rafael del Riego para la España democrática durante más de cien años. Una España que en los años treinta del siglo xx vio frustrada una vez más su tenaz aspiración de un régimen democrático y de justicia social cuando la derecha eterna movilizó a unos militares golpistas y no se detuvo durante tres años de una terrible guerra incivil hasta vencer la resistencia popular, exiliar a los políticos e intelectuales demócratas y ejecutar, con simulacro de juicio, a miles de ciudadanos acusados de rebelión militar por oponerse a la iniciada por el general Franco.

La razón por la que se narra, de forma forzosamente resumida y lo más objetiva posible, las vicisitudes de la estrategia opositora del Partido Popular y de su caudillo José María Aznar es la tremenda impresión que le causó a media España un fenómeno abrumador. Desde la cruenta Guerra Civil de 1936-1939, cuyo fantasma pareció esfumarse con la Constitución de 1978 tras estar de cuerpo presente durante la larga cuarentena franquista, la derecha española no había bordeado tan cerca la reaparición de ese fantasma por mucho que hubiera rondado ya, amenazador, durante la última legislatura de Aznar. Los historiadores jóvenes que durante la misma iniciaron el olvidado estudio de los orígenes de la guerra, las fechorías de los golpistas militares y civiles o la represión franquista posterior, parecía que hubieran sido incitados a ello por las similitudes que la ideología, la actitud y el comportamiento moral y político del aznarismo mostraban con aquel fantasma del pasado; guardadas, por supuesto, todas las distancias con aquella cruenta realidad bélica. Sin duda, también colaboró a esta inédita recuperación de la memoria histórica, ocultada por los demócratas durante la Transición para hacer ésta más digerible a los franquistas, la aparición, coincidente con la hegemonía del PP, de unos supuestos historiadores dedicados a revisar la realidad de la España republicana y la Guerra Civil en clave claramente sectaria y favorable a las bien conocidas razones de la derecha, justificadoras del golpismo. Ese afán legitimador del golpe de Estado y de sus bélicas secuelas se complementaba con una paradójica versión del tránsito a la democracia a la muerte del autócrata. Se pretendió demostrar contra toda evidencia que no habían sido los demócratas ni el Rey los “motores del cambio”, sino la propia derecha franquista, la cual, generosamente y por su archiconocido amor a la libertad y a la democracia, habría dado el primer paso hacia la reconciliación definitiva de los españoles y el perpetuo olvido de la Guerra Civil.

No extrañará, por tanto, al lector que, a lo largo de los cuatro años del PP en la oposición, sus dirigentes y medios de comunicación, afines o inductores, hayan acusado al presidente Rodríguez Zapatero y al PSOE de lo mismo que ellos han estado practicando todo el tiempo: volver a dividir y a enfrentar a los españoles con ideas, actitudes y conductas guerracivilistas. De la legítima oposición democrática se pasó a una declaración de guerra total (como siempre, en nombre de toda España y no de una parte) contra la anti-España roja y separatista. Con ello, los entonces dirigentes del PP plantearon a los cultivadores de la Historia Presente, a los politólogos y a cualquier ciudadano español sinceramente demócrata, la gran incógnita de cuándo será posible contar en nuestro país con una derecha lo suficientemente evolucionada y moderna como cualquiera otra europea, sin el fantasma, evocado por el gran poeta nacional Antonio Machado, de que una de las dos Españas (en este caso la reaccionaria) haya de helarnos el corazón de nuevo.

I - La desleal oposición

Treinta años de régimen democrático en España deberían haber enseñado a la generación más joven que la derecha política, como la izquierda o el llamado “centro”, son piezas legítimas e imprescindibles de la balanza democrática, factores de equilibrio en el pluralismo partidista, grandes espacios ideológicos connaturales al ritmo histórico, cuyo latido expresa la sístole de la conservación del pasado (derecha) y la diástole del progreso hacia el futuro (izquierda). Según las estadísticas y las encuestas, la mayoría de los españoles se autositúan en el fiel de esa balanza, con una perceptible inclinación a la izquierda. Con todo, el Partido Popular (PP), que desde 1989 ha logrado aglutinar a casi toda la derecha, incluida la extrema, ha llegado a tener el apoyo electoral de entre nueve y diez millones de ciudadanos; apoyo del que este partido tiende a presumir y que enarboló cada vez que se consideraba preterido y aislado por el Gobierno socialista o, incluso, por la mayoría parlamentaria del Congreso de los Diputados. Es evidente que, como cualquier país europeo, existe en España un amplio sector social que se siente representado por un partido conservador dentro de la confrontación política, propia de un régimen democrático liberal y sometida a las reglas constitucionales y consuetudinarias del mismo. En buena ley, tanto la derecha como la izquierda y el tan decisorio centro que las une y separa son elementos fundamentales de un pacto social de convivencia civilizada entre intereses, grupos e ideologías, consistente en que todos ellos se han comprometido a colaborar en el bien común de toda la población por encima de sus intereses particulares y a zanjar sus posibles conflictos de una forma pacífica bajo el imperio de la ley y en sede judicial cuando corresponda. Los gobiernos surgidos de las mayorías parlamentarias han de contar, por tanto, con la leal asistencia de la oposición minoritaria y, a cambio, han de procurar asumir el control y la crítica razonable de ésta y llegar al máximo consenso posible en beneficio de la ciudadanía común. Gran Bretaña ideó ese juego limpio (fair play) y bautizó el papel de esa minoría crítica con el nombre de Leal Oposición de Su Majestad. Si recordamos que la Corona británica significa lo que en la Europa continental es el Estado, se entiende que ser oposición de la Corona y no a la Corona implica desempeñar una actividad al servicio del Estado, el cual sólo puede ser leal al mismo si ha de desempeñarse correctamente según el sentido previsto. La lealtad consiste, pues, en servir a la nación de ciudadanos, no al propio partido que ejerce la oposición; el cual no se opone por sistema al que gobierna, sino que colabora con él vigilando su gobernación como un autocontrol que el Estado se impone para su mejor funcionamiento y respeto a las normas constitucionales que rigen la actividad democrática. De algún modo, ese autocontrol participa del juego equilibrante de checks and balances, pesos y contrapesos, en que consiste el principio de separación de unos poderes colaborantes, característico del Estado liberal de derecho. Obviamente, esta idea de una oposición leal es común a la derecha y a la izquierda políticas y, en último término, se corresponde con otro principio teórico del régimen democrático: la alternancia en el gobierno por decisión del electorado cuando éste cree mayoritariamente que la oposición ha de substituir a los que antes gobernaron, entre otros motivos porque se ha ganado la confianza popular por la corrección y creatividad de su control del Gobierno, por sus propuestas alternativas, justas y acertadas, durante la legislatura anterior y, en definitiva, por el prestigio personal de sus dirigentes y portavoces, alcanzado en la tarea, siempre leal, respetuosa, cortés y argumentada, de dicho control.

Sin duda, éste es el esquema teórico ideal de una convivencia política civilizada y noble, que, naturalmente, nunca se cumple del todo en la realidad práctica, aunque no por eso deja de ser imprescindible para que dicha convivencia no degenere en guerra civil larvada, más o menos incruenta, y se rompa o se resquebraje el frágil y delicado marco democrático de la vida política. Cada país tiene su historia pasada, condicionante ineludible de su presente. No se entenderían ciertas actitudes y conductas políticas de nuestros partidos, a derecha e izquierda, sin recordar con objetividad científica los orígenes históricos y sociales del Estado creado por la vigente Constitución de 1978, que ahora cumple sus treinta años de existencia. La tradición democrática europea tiene como mínimo cerca de dos siglos y ha padecido en ese tiempo algún breve paréntesis reaccionario y belicoso. Exactamente lo contrario que en España, donde dos breves paréntesis, que juntos no pasan de una década, han acogido, en dos centurias, un par de intentos de instaurar un régimen democrático, ambas veces frustrados por las armas militares que azuzaban los grupos sociales dominantes y conservadores del sistema establecido en su provecho. El resto del tiempo histórico ha consistido en un anchísimo páramo (“¡Ancha es Castilla!” suele decirse para indicar que todo vale y se hace sin trabas) donde el poder de los ciudadanos ha brillado por su ausencia o ha debido expresarse con desesperada violencia. Sin democracia no pudo haber Estado verdadero en el sentido pleno que hoy le damos. Pero quienes tuvieron el monopolio de la vida política durante el siglo xix y casi todo el xx fueron los grupos sociales dominantes (aristocracia y burguesía terratenientes y financieras, algunos industriales periféricos, altos mandos militares y eclesiásticos) que formaban una oligarquía poderosa cuyo centro se asentó en la Villa y Corte madrileña, desde donde ejercían sus poderes de forma radial sobre todo el territorio según el modelo carcelario de la época, vigilante y represor. Dichos grupos se opusieron siempre a cualquier tipo de democracia manteniendo, como si fuera un Estado liberal y moderno, una Monarquía autoritaria; un Ejército colonial y represor que, junto a la Guardia Civil, aplastaba toda insurrección popular aquí o en Ultramar; un sistema electoral censitario o falsamente universal, de base caciquil y de compra de votos; y, en fin, un bipartidismo cómplice, dirigido por élites de notables que se alternaban en la gobernación del país, vinculados a los intereses de los grandes negocios. El teórico espíritu liberal de aquellos políticos sólo lo fue en el campo económico, eludiendo la acción estatal que reparara o aboliera el injusto orden social de una minoría burguesa, enriquecida con el expolio de los bienes comunales de tierras, montes y pastos y la especulación financiera, mientras se mantenía a la masa campesina y obrera en un permanente estado de pobreza miserable y de incultura por falta de instrucción pública suficiente.

Frente a las sucesivas explosiones airadas de esa masa humana y a las propuestas reformadoras de los primeros políticos demócratas (republicanos, federales, socialistas), el gobernante conservador Cánovas del Castillo auguró en 1874 que si la democracia llegaba a instaurarse un día en España, el socialismo (que él llamaba “comunismo”) sería inevitable y que, en tal caso, las clases propietarias recurrirían a la acción de un dictador para conservar o recuperar su poder secular. Se estaba profetizando cínicamente el golpe militar y la prolongada dictadura personal del general Franco. Este régimen, surgido de una terrible guerra civil de tres años contra la II República y un gobierno legitimado por las urnas en 1936, no fue nunca un verdadero Estado, como no lo habían sido los anteriores ni la fugaz dictadura de otro general, el señorito jerezano Primo de Rivera. Pero sí fue la tranquila consolidación que la derecha “liberal” necesitaba tras el miedo sufrido por la amenaza de una democracia con justicia social. Sus lemas fueron autoridad, orden, propiedad privada, religión consoladora y caritativa y expulsión de la vida política de quien pretendiera alterar el poder económico recuperado. Todo ello con la bendición de una Iglesia jerárquica, que, a cambio de poder continuar su acción ideológica en el púlpito, la escuela, la cátedra y en los medios de comunicación, así como participar en la ficción de un Parlamento no representativo del país real, se negaba a denunciar la tremenda represión política, la ausencia de libertades públicas y de sindicatos obreros o las miserables condiciones de vida y de trabajo de las clases subalternas. Con todo ello, el régimen franquista culminó la división secular que la mentalidad conservadora había hecho entre españoles “buenos” y “malos”. Los que aspiraban a un verdadero Estado, moderno, de liberalismo y democracia reales, que uniera o federara sus diversos pueblos históricos e impulsara la urgente justicia social y la cultura que el pueblo necesitaba y que, en consecuencia, se habían opuesto al autoritarismo, al centralismo oligárquico y caciquil y a un orden social injusto impuesto por los poderes económicos, fueron de nuevo tachados de subversivos, enemigos y traidores de la patria, antiespañoles, promotores peligrosos de una España rota y roja: lo que Franco acuñó con el calificativo de rojoseparatismo. Esa división y esos epítetos calaron en una gran parte del país; sobre todo en las zonas de menor ilustración y más sometidas servilmente a los poderosos de todas las épocas. Nuevos caciques y nuevos clérigos perpetuaron el viejo poder y su propia mentalidad reaccionaria y belicosa entre unas clases medias pacatas y otras, subalternas, vencidas y aterrorizadas por la cruel represión padecida tras la guerra civil. Esa mentalidad impregna todavía a miles de españoles y es la que se muestra más reacia al cambio modernizador y democrático de los usos sociales, de la institución familiar, de la autonomía de la sociedad civil frente a las ingerencias militares y eclesiásticas y del reconocimiento de todas las regiones y nacionalidades hispanas como partes legítimas de la soberanía nacional. A esa misma mentalidad se suman interesadamente ciertos sectores de la burocracia centralizada en Madrid, los grupos financieros o con poder mediático y los grandes negocios inmobiliarios, que concentran e irradian su potencia desde la capital, así como los jueces y magistrados más conservadores, formados en la ideología franquista. Para todos ellos las exigencias del bien común que impone un auténtico Estado democrático y social de derecho son un peligro para sus intereses de poder y de lucro. En consecuencia, piensan que si ya parece imposible volver al régimen preferido de un poder autoritario que les permita monopolizar la libertad sin responsabilidades sociales, al menos que el actual, forzosamente democrático, se asemeje al que impusieron en España “las derechas de toda la vida”, las anteriores a las dos repúblicas democratizadoras, cuando aún no se habían hecho necesarios los golpes militares que acabaron con ellas en 1874 y 1939 y que les devolvieron el perdido disfrute tranquilo.

¿Hasta qué punto la derecha española actual es heredera y continuadora de esa “derecha eterna” que siempre consideró a España su cortijo particular en trance de ser asaltado por unos facinerosos? ¿Se ha adaptado al tiempo democrático o se siente forzada por él y sigue convencida que su enemigo existencial es ese “rojerío” antiespañol y separatista que en cualquier otro país de Europa no es un enemigo, sino un adversario o rival legítimo que representa a unos ciudadanos dignos de ser respetados y servidos porque forman parte del Estado nacional común? Si la Política con mayúscula es por definición la vida de la polis, de toda una comunidad, y, por tanto, es la forma más digna y poderosa de oponerse a la injusta dominación de una minoría sobre la mayoría de la población, ¿acepta la nueva derecha la Política, la primacía de lo colectivo sobre su particular interés y que éste no se anteponga aunque el resto padezca?

Como veremos en los próximos capítulos, la derecha española en democracia ha intentado adaptarse a ella y ha pretendido ofrecer una imagen moderada o “centrista”. Incluso ha protestado cuando se la identifica con un neofranquismo sin Franco o con la extrema derecha neofascista. Sobre todo en los últimos años se ha declarado defensora única tanto del espíritu de consenso de la transición democrática como de la Constitución resultante. Las palabras libertad, Estado de derecho y democracia son las más repetidas en sus declaraciones y discursos. Sus críticas a la izquierda se presentan siempre como fundadas en esos valores y principios constitucionales. Nadie como la derecha española actual para dar la impresión a un ignaro extraterrestre de que si alguien ha sido “demócrata de toda la vida” ha sido ella. Nadie habría defendido y respetado la Constitución como ella. Nadie lucharía por la libertad, la dignidad y el progreso de los ciudadanos como su partido más representativo, el Partido Popular, el cual por eso se llama así: porque es el partido del pueblo por antonomasia y no los de izquierda, de ideología sectaria que divide y enfrenta a los españoles.

No obstante, los hechos demuestran y las hemerotecas recogen que, pese a la indudable buena intención de algunos dirigentes y al deseo de una gran parte de sus votantes, al PP, al gran partido de la derecha creado por el ex ministro de Franco Manuel Fraga, le ha costado mucho en todo momento desembarazarse de los rasgos esenciales de la derecha histórica y de su inmediato origen franquista para convertirse en un partido conservador de centro-derecha como sus homólogos europeos; tan tentados como él de involución reaccionaria y autoritaria, pero generalmente vencedores de dicha tentación. Al igual que toda formación política, el PP no se halla sometido a una fatal dependencia de sus antecedentes históricos y, como escribió Antonio Machado, “hombres de España, ni el pasado ha muerto,/ ni está el mañana ni el ayer― escrito”. Tampoco para un partido que pretenda gobernar democráticamente en una sociedad de cambio acelerado, cada día más alejada de la España de medio siglo atrás. Todo partido político, gobierne o no, puede colaborar a que la sociedad nacional progrese material y moralmente y tiene el deber constitucional de propagar e inculcar los valores éticos y políticos que la Constitución española consagra para servir así a sus conciudadanos por encima de su legítimo interés partidario. Por eso veremos a continuación lo difícil que le ha sido al PP lograr ese objetivo, deseable como digo para un gran número de seguidores, de ejercer el papel de una derecha democrática y moderna. Veremos cómo las urnas, máximo juez de las conductas políticas, le han ido indicando el camino correcto o cuando los sondeos de opinión le han señalado el acierto o el error de su comportamiento. Sin pretender abusar de la comparación, el PP podría fijarse en la relativa facilidad con la que su principal rival, el Partido Socialista Obrero Español (PSOE), partido más que centenario, ha evolucionado desde Pablo Iglesias, Largo Caballero, Rodolfo Llopis y Felipe González, y cómo se ha adaptado a los cambios de la sociedad española y a las exigencias de la democracia moderna. El ritmo positivo de toda nación viva late, como dijimos, conservando y progresando. El primer deber del progresismo es progresar lo que se conserva. El primer deber del conservadurismo es conservar lo progresado. La colaboración de ambos es el primer deber patriótico de la ciudadanía y de los grupos de acción política que, libre y pluralmente, forma aquella al servicio de ella misma, para que el Estado de todos funcione y para que una convivencia fraternal fomente en todos el orgullo de pertenecer a una misma patria.

II - El estado liberal o una derecha sin estado

No es necesario aclarar que el propio concepto de derecha o de izquierda conlleva un elemento dinámico y temporal. Aunque se haya olvidado, en un momento histórico originario la derecha fue de “izquierdas”. Frente a los conservadores del Antiguo Régimen, con su monarquía absolutista y una aristocracia terrateniente y clerical, privilegiada y con mando (la famosa unión del Trono y el Altar), la burguesía y las clases medias algo ilustradas actuaron como progresistas al derrocar unos poderes tradicionales desde la época medieval. El monarca dejaba de ser soberano y la soberanía se imputaba a la nación. La nación eran los ciudadanos, ya no siervos, pero los burgueses monopolizaron y se identificaron de tal manera con ella que, de hecho y a menudo de derecho, la mayoría de la población era ciudadana en teoría, pero no en la práctica política. El pueblo, tan exaltado por la burguesía revolucionaria para que fuera carne de cañón en su lucha contra la nobleza y que había dado su sangre para que triunfara el bello lema “Libertad, Igualdad, Fraternidad” frente a la tiranía, pasó a ser simple plebe y, cuando, con algaradas y motines, mostraba su indignación ante sus traidores amos, se le desdeñaba con la palabra populacho. La nación burguesa, ya soberana, dijo crear un Estado en substitución de la mera monarquía personal al darse una Constitución y someter el poder político al imperio de la Ley y al respeto de unos Derechos del Hombre y del Ciudadano de carácter individualista que sólo las clases propietarias podían hacer valer ante la intrusión del propio Estado. La nueva institución política y su organización administrativa debían servir a la libertad de empresa de la propiedad privada. El Estado liberal sería generoso con la nueva clase dominante: la dejaría en libertad total, recaudaría entre toda la población, con un sistema fiscal regresivo que favoreciera a las mayores fortunas, los ingresos que el aparato de poder político requería, especialmente el Ejército y la Policia, salvaguarda del orden social vigente. El Estado sería muy débil, casi inexistente, frente a la burguesía y la nobleza colaboracionista, adaptada al nuevo régimen de cosas, pero sería un Estado fuerte frente a las clases subalternas, envidiosas, rebeldes y subversivas de lo que para ellas era, más que un orden, un desorden establecido. ¿Cómo se las agenció la burguesía revolucionaria, la derecha progresista y de izquierdas del incipiente Estado liberal, para que fuera tan débil con ella y tan fuerte con el resto de la población?

Frente a la historiografía de manual, que traza divisiones y cortes taxativos y simplistas en el continuum de los procesos historicosociales, la realidad se presenta siempre ambivalente y compleja. La Bastilla, símbolo de la revolución política burguesa en Francia, tardó en tomarse un siglo hasta que la III República en 1876 pudo presumir de haber alcanzado los objetivos revolucionarios de la ideología liberal. En casi toda Europa, el enfrentamiento bélico y la lucha de clases entre la nobleza decadente y la burguesía en ascenso se trocó muy pronto en el ennoblecimiento burgués por la vía matrimonial, tan plásticamente simbolizado por Luchino Visconti en el baile final de El Gatopardo, que hizo famosa y de repetido uso la frase de Lampedusa puesta en boca de Alain Delon: “Es preciso cambiarlo todo para que nada cambie”.

España no fue en esta ocasión, como en otras, diferente. Las clases medias, la burguesía rural y urbana, se hicieron liberales, acabaron con los privilegios y supremacía de la nobleza, desamortizaron la propiedad territorial e inmueble de la aristocracia y de la Iglesia católica, anteponiendo su interés económico a su presunta fe cristiana, pero procuraron entroncar con las familias de la admirada y envidiada clase nobiliaria de antaño, tan llena de blasones y glorias militares como de riqueza obtenida expulsando a moros y judíos, expoliando a los indios americanos o cobrando duros tributos a sus vasallos. Se creó un estatus, un estado de libertad que permitía la movilidad y el ascenso social, basado éste preferentemente en la riqueza, de la que no fue ajena la entrega al mercado de tierras, montes y pastos que hasta entonces habían sido de propiedad comunal o municipal. La llamada acumulación primitiva de capital de nuestra burguesía, como no podía ser otra cosa, se produjo, en medida nada desdeñable, mediante el expolio, denunciado por Joaquín Costa, de unos bienes colectivos y populares. La burguesía revolucionaria se convirtió así en conservadora de su nuevo poder económico, social y político, sin más intervención de los poderes públicos que dictar leyes favorables a sus intereses, la creación de una burocracia administrativa centralizada y radial por todo el territorio de la nación y la elaboración de un presupuesto financiero con escasísimo gasto social. El supuesto Estado se limitaba al limitado gobierno del monarca, en cuya persona seguía residiendo el poder ejecutivo civil y militar y siempre obligado a tener muy en cuenta a las camarillas cortesanas y los altos mandos militares. Estos formaron una auténtica guardia pretoriana, como la llama Raymond Carr, alrededor del monarca y de las fuerzas vivas conservadoras, con las que solían compartir intereses, conjuras, cambios de gobierno e incluso pronunciamientos llenos de soflamas patrióticas y gritos de ¡Viva España! o ¡Viva la Nación! cuando apoyaban las pugnas en que pronto se dividió la clase política. La burguesía de liberalismo moderado, llamado también doctrinario por su dogmatismo reduccionista del concepto de libertad como algo opuesto a la democracia, se vio enfrentada a las clases medias de liberalismo progresista (sincero y predemocrático), pero, al igual que los moderados, no dejaban de temer que el ideal de la democracia condujera, por culpa de sus creyentes más exaltados, al caos social que crearían unas masas de gente empobrecida, analfabeta y sedienta de venganza.

La realidad social que se enmarcaba en el referido status quo de las clases propietarias no podía ser más deprimente. La nobleza conservaba su hegemonía mediante el régimen de tenencia de la tierra (no alterado completamente por la desamortización y la pérdida de jurisdicción) y sus relaciones tradicionales de poder clientelar. La agricultura persistió bajo estructuras latifundista, señorial y minifundista, con un alto grado de improductividad, favorecedora de hambrunas, pues muchas tierras fueron destinadas por propietarios absentistas, domiciliados en la Corte, a la caza o a la cría de reses bravas, eje de la “fiesta nacional”. Los terratenientes no acumulaban ni reinvertían capital en sus posesiones, pertenecientes a sólo diez mil familias, cerca de la mitad del territorio catastrado. En definitiva, lo lucrativo no era trabajar o crear puestos de trabajo, sino la economía financiera, los negocios desde el ocio. La economía productiva y la primera industrialización se limitaron a las burguesías catalana y vasca. En el resto de España se retrasaron más de un siglo, si se exceptúan las comunicaciones ferroviarias, imprescindibles para crear la unidad de mercado, y la minería, en manos de capital extranjero. La oligarquía vasca, emparentada a menudo con la madrileña, se concertó con ella en la creación de poderosos bancos, los cuales, en 1901 y en número de cinco, controlaban el 35% del capital.

La élite burguesa se impuso con sus títulos profesionales y controló la judicatura. La burocracia administrativa fomentó las prebendas en las alturas y el parasitismo en los niveles inferiores. La clase política formó una oligarquía en la cúspide del poder, con partidos muy personalizados, llamados partidos de notables que fueron más bien partidas, cuyos dirigentes y pequeños caudillos se reclutaban entre la nobleza, la burguesía ilustrada y los militares. Esa oligarquía actuaba a través de los caciques locales en la base rural y municipal. El Ejército aumentó considerablemente sus efectivos a nivel de altos y medios cargos mientras las clases propietarias libraban a sus hijos del servicio militar mediante el pago de una cuota económica, ya que sólo ellas podían redimirlos de una peligrosa actividad guerrera en las colonias, en las luchas intestinas entre liberales y carlistas, moderados y progresistas, o frente al pueblo llano, alzado en revueltas campesinas u obreras; el mismo pueblo que se mataba entre sí por no poder pagar la cuota redentora. Tras dos fracasados intentos de democratizar el Estado liberal en 1854 y 1868, el Ejército, dividido hasta entonces por las luchas internas de la derecha, volverá a ser el guardián del orden social conservador y, junto a la Guardia Civil, el gran poder represor de las últimas colonias en trance de independencia (Cuba y Filipinas) y de los movimientos sociales en el campo y en las ciudades más desarrolladas.

La Iglesia católica, despojada de gran parte de su patrimonio territorial e inmueble durante la revolución burguesa, encontró apoyo en el Vaticano y en las insurrecciones carlistas, llamadas así por ser su primer instigador el hermano de Fernando VII, Carlos, preterido en la sucesión del trono por los partidarios de la hija de aquél, Isabel II, menor de edad y fácilmente manipulable por el bando doctrinario. El carlismo, de ideas absolutistas y enemigo declarado del liberalismo por considerarlo ateo, revolucionario y antiespañol, se convirtió en martillo de herejes liberales y de una corte madrileña corrupta, presidida por una reina joven y casquivana. Con su habilidad acostumbrada, Roma y la jerarquía eclesiástica española maniobraron bien y tras la derrota militar de los carlistas, que habían llegado a dominar gran parte del norte y el levante del país, se firmó un Concordato con la Santa Sede en 1855. Los moderados atrajeron a antiguos carlistas clericales, integraron en sus negocios al alto clero, restauraron la influencia de la Iglesia en la educación de la burguesía y en las obras pías de caridad que substituían la justicia social por la beneficencia entre los más miserables y, en fin, desde la Restauración del poder de los moderados en 1876, la religión católica fue la confesión oficial del Estado. Y éste se obligó a mantener el culto y a los ministros de la Iglesia, el monopolio del ritual público a favor de la religión estatal y hasta llegó a conceder a prelados y cardenales, como más tarde haría el general Franco, que formaran parte del Senado por su mera condición de tales. A partir de ese momento, la influencia de la Iglesia en la sociedad española se hizo omnímoda. La educación ideológica (dogmática, excluyente y combativa de la minoría dirigente y de las clases medias) le fue encomendada por la derecha como factor de adoctrinamiento en el respeto y promoción del orden social establecido. En las parroquias rurales y más populares, el clero se mostró servilmente agradecido a los señores del territorio y denunció como pecado contra la voluntad divina cualquier asomo de indocilidad, de protesta o de rebelión contra ellos, ganándose así merecida fama entre la población de estar al lado de los ricos y en contra de los pobres, invirtiendo el mensaje cristiano en el que de buena fe creía pese a todo. La Iglesia venía a suplir la educación pública, abandonada por la derecha en el poder en favor de la selección clasista, concentrada hasta entonces en la educación media y alta de la burguesía, mientras que la instrucción primaria fue muy escasa en el resto de la población. Entre 1877 y 1940 el analfabetismo pasó tan sólo del 72% de los españoles al 33,7%. El dicho popular “pasar más hambre que un maestro de escuela” lo dice todo.

Como es de ver, el supuesto Estado oficial no se correspondía, bien entrado el siglo xx, con el país real. Hoy diríamos que España era una nación subdesarrollada y tercermundista, similar, social, económica y políticamente a muchos países de América y de África. Su capital, Madrid, no pasaba de ser un pueblo provinciano que se iba ampliando con la inmigración interior proveniente de zonas sin trabajo y hambrientas, convirtiéndose la condición de “madrileño” en un título de ascenso social que acabó despreciando el origen regional de los nuevos capitalinos y dividió a España en Madrid y las provincias. En Madrid residía la Corte regia y la fortaleza burocrática y militar de unos terratenientes absentistas y unos banqueros apátridas que imponían desde el centro geopolítico de España su poder radial, represor y excluyente. Para la derecha, el centro de sus operaciones financieras y políticas era la capital de su capital y, lógicamente, Madrid era toda España y las provincias eran sólo como “segundas residencias” de su poder, meros cortijos, explotadas colonias. Que alguna vez fueran comunidades autónomas con su presidente electo, con parlamentos legislativos y gobiernos propios (es decir, auténticas repúblicas) le hubiera parecido a la derecha una aberración increíble y algo de ese parecer subsiste aún. Como resultado de todo ello, la población analfabeta, adoctrinada en el servilismo por los curas, crecida en el temor a la Guardia Civil y a sus amos, explotada en los trabajos más duros y peor pagados, no formaba parte del “Estado” y era muy consciente de su exclusión. El Estado eran “ellos”, los ricos, los poderosos, la gente con estudios, los militares, los obispos, el cacique, el gobernador civil. Por eso la gente pronto identificó a la derecha con el Estado y con la defensa del Estado. El verdadero Estado, no su ficción legitimante del poder de la derecha, no existía como sistema de pluralidad de poderes democráticos ni como servicio público social.

So pretexto de combatir el corporativismo de los antiguos gremios se prohibió hasta muy adentrado el siglo xix todo tipo de asociaciones, particularmente, las obreras del incipiente industrialismo catalán y vasco. Los partidos políticos no fueron reconocidos oficialmente hasta que se distinguió entre los defensores del sistema imperante y los subversivos (demócratas, republicanos, federales, anarquistas, socialistas) que estuvieron prohibidos hasta que su presencia real en la sociedad obligó a aceptarlos, con exclusión de la I Internacional obrera. Los abundantes estados de excepción, la suspensión de garantías constitucionales, la censura de prensa, convirtieron en pura declaración los proclamados derechos ciudadanos, mínimamente reconocidos y garantizados en los dos únicos intentos de crear un verdadero Estado. La compra de votos, el pucherazo o fraude electoral, las triquiñuelas legales para alterar los resultados de las elecciones, eran costumbres políticas que demostraban el carácter antidemocrático del Estado liberal tanto como su individualismo posesorio, privatizador y antisocial. A las masas sin Estado (hoy las llamaríamos “extraparlamentarias”) sólo les quedaba el servilismo, la emigración o la insurrección a la desesperada. Una insurrección presidida por la fe religiosa, purificadora y justiciera, en una sociedad más humana. Aunque fuese más cristiana que la impuesta por los curas, no tendrían en ella fácil remedio los vicios inoculados en su mente por la ideología dominante: luchar por la salvación de España de forma radical y violenta.

A esa insurrección se refería el político conservador Cánovas del Castillo, padre de la restauración del poder de la derecha tras el golpe militar contra la República federal de 1873, cuando en uno de sus discursos en el Ateneo de Madrid pronunció la frase que ya sabemos: “Cuando las minorías inteligentes, que serán siempre las minorías propietarias, encuentren que es imposible mantener en igualdad de derechos con ellas a la muchedumbre (…) buscarán donde quiera la dictadura, y la encontrarán”. Estas palabras las complementan muy bien estas otras del mismo discurso: “El sufragio universal será siempre una farsa, un engaño a las muchedumbres (…) o será, en estado libre y obrando con plena independencia y conciencia, comunismo fatal e irreductible. Escójase, pues, entre la falsificación permanente del sufragio universal o su supresión si no se quiere tener que elegir entre su existencia y la desaparición de la propiedad y el capital”. Se justificaba así, con lúcido cinismo, el principio del liberalismo moderado de que sólo los propietarios tenían derecho al voto. Y esa fue la práctica de las elecciones censitarias, basadas en el censo de población y en función de la riqueza del elector, hasta que, en 1890, la derecha presumió de haberse adelantado a Gran Bretaña en el sufragio universal, el cual se practicó siguiendo las sabias advertencias del señor Cánovas del Castillo. Es decir, sin necesidad de suprimirlo y para que el “comunismo” no hiciera desaparecer la propiedad y el capitalismo, la derecha optó por la falsificación permanente de dicho sufragio.