Memoria de un socialista indignado - José Antonio González Casanova - E-Book

Memoria de un socialista indignado E-Book

José Antonio González Casanova

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Beschreibung

José Antonio González Casanova, pasa revista a su trayectoria con un fraterno sentido del humor y de la amistad y aprovecha para saldar alguna que otra cuenta pendiente. Repaso biográfico a la vez que reflexión acerca de los logros y los fracasos de los luchadores antifranquistas de su generación en la configuración de la España democrática, este libro es además una invitación al lector de fe socialista y revolucionaria (más allá de la obediencia a unas siglas concretas) a no claudicar ante la ofensiva neoliberal y la dictadura del mercado.

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Memoria de un socialista indignado

ha recibido el Premio Gaziel de Biografías y Memorias 2014

convocado por la Fundación Conde de Barcelona y RBA Libros.

El jurado estaba formado por Borja de Riquer, Màrius Carol,

Sergio Vila-Sanjuán, Josep M. Muñoz y Joaquim Palau

© José Antonio González Casanova, 2015.

© de esta edición digital: RBA Libros, S.A., 2015.

Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

www.rbalibros.com

REF.: OEBO390

ISBN: 9788490068632

Composición digital: Àtona-Víctor Igual, S. L.

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Todos los derechos reservados.

Índice

Dedicatoria

1. La forja de un rebelde

2. Un frente revolucionario para liberar al pueblo

3. Catedrático agitador en una Galicia agitada

4. De catedrático autogestionado a articulista a destajo

5. En donde se explica la diferencia entre un socialista y un socialdemócrata

6. De la convicción responsable a la responsabilidad convincente

7. De Kit Carson autonómico a Cyrano constituyente

8. Mi difícil «colaboracionismo» con la socialdemocracia

9. De socialista en paro a «bestia negra» del PP y de CiU

10. Una hija valiente y un padre obligado a una segunda juventud

11. Vuelvo a mi infancia con un franquismo sin Franco y a mi juventud con un nuevo «Felipe»

12. Un fin sin final

Fotografías

AFRANCESCCASARESIPOTAU,

ABOGADODELOSTRABAJADORES, SOCIALISTASINMIEDO

YSINTACHA, MAESTROYAMIGOEJEMPLAR,

CONADMIRACIÓN, GRATITUDYCONSTANTEAFECTO.

Y

ALAQUERIDAMEMORIADEMARIAROSAVIRÓSIGALTIER,

MICOMPAÑERALEALYVALEROSA, SIEMPRE

ALSERVICIODELAGENTEYDESUSJUSTASCAUSAS.

1

LAFORJADEUNREBELDE

Un socialista, ¿nace o se hace? Recuerdo tres anécdotas de mi primera infancia que parecen demostrar lo innato de mi socialismo. La primera parece relacionada con mi ser más inconsciente. Debía yo de tener tres años. Cogí un fajo de billetes nuevecitos del bargueño de mi padre y los fui tirando plácidamente al retrete... Mi instinto reconoció la identidad fecal del dinero, demostrada por el estreñimiento, símbolo de la avaricia, y por la fase sádico-anal freudiana. Mi viejo amigo Isidre Molas cree que mi fobia infantil al dinero no es propia de un socialista, sino un ideal del anarquismo. Bueno, por algo se empieza...

La segunda anécdota se refiere al conductor del autocar que me recogía cada mañana para ir al colegio. Me dijo que no tenía dinero para comprarle un libro de estudio a su hijo. Lo comenté con mis padres y les pedí su ayuda económica, la cual me fue concedida para no frustrar mis buenos sentimientos. Este acto monetario, al ser ya un acto consciente, significó una comprensión positiva del valor del dinero. En el fondo (en el retrete), el dinero es mercancía fecal, pero tiene un valor de cambio, ya que con él puede pagarse todo («poderoso caballero es don dinero» había leído en Quevedo). El dinero, en buena lógica, servía para comprar lo necesario y para posibilitar esa compra a quien careciera de él. Por supuesto, a cambio de nada, como no fuera, en mi caso, la sonrisa agradecida del conductor de mi autocar colegial.

La tercera anécdota enlaza con las anteriores y les da un sentido unitario a las tres. Pese al modesto sueldo de mi padre como oficial técnico del Banco de España (por eso tenía siempre billetes recién salidos del horno), en casa había dos sirvientas, o criadas, o «chachas». El piso era pequeño y una dormía en el pasillo sobre un catre plegable. No les era permitido bañarse más que en la habitación de una y en un barreño por turno. Mi madre, como típica señora de clase media madrileña, se pirraba por tener una cocinera y una camarera con cofia y guante blanco. Cuando mi hermano era muy pequeño, lo sacaba a pasear, en un cochecito que parecía una carroza, el «ama seca», una campesina de rostro arrugadísimo y moreno, emperifollada por mi madre como una mona de circo. Sobre el vestido de color añil, un aparatoso delantal blanco de frunces con lazo espectacular en el trasero. El cabello recogido en moño con el consabido capillo y, para redondear el uniforme de gala, unos pendientes con forma de botafumeiro, más el collar de abalorios alrededor de tal pechera que proclamaba un supuesto pasado de ama de cría. Recuerdo con qué felicidad mesocrática mi madre oyó al ama contarle cómo, en el paseo marítimo de Sitges, le habían preguntado en qué casa con título servía (¿condes?, ¿marqueses...?).

Pero toda esa presunción cursi, típica de la pequeña burguesía española del siglo pasado, ocultaba a su vez una curiosa manía visceral por el servicio doméstico, al que mi madre calificaba de «enemigos pagados». Yo diría que «pagados» más bien poco. Y «enemigos» ¿por qué? ¿Por ser campesinas empujadas por el hambre de la posguerra a Barcelona, Madrid o Bilbao a fin de comer caliente, dormir bajo techo y ganarse un parvo salario para el cine o el baile de los jueves a cambio de no parar ni un momento en tareas caseras como «chicas para todo»? En cierta ocasión, mi madre descubrió que la pareja de sirvientas hurtaba pequeñas raciones de alubias o garbanzos, para después, vaya usted a saber, venderlas o ayudar, en aquel tiempo de suma escasez, a algún hambriento conocido. Llamó a un hermano suyo, todo un abogado del Estado, para que las amenazara con llevarlas a la cárcel. Las chicas, entre sollozos, pidieron perdón y prometieron no reincidir. Mi madre, que pese a todo tenía buen corazón, les regaló a cada una un rosario para que la Virgen María les impidiera caer en la tentación de nuevo.

Estas y otras experiencias infantiles de lo que hoy podríamos calificar como «lucha doméstica de clases» entre las fámulas y el poder materno me llevaron a «desclasarme», a efectos caseros y familiares, a tomar partido por el bando proletario en los pequeños conflictos cotidianos. Debió de impulsarme a ello una vaga culpabilidad por haber sido causa directa, unos años antes, del despido de una aragonesa, Saturnina, que hacía honor a su nombre porque no podía ser más seca y adusta, y suscitaba en mí una extraña antipatía. Quizá yo proyectaba en ella la inconsciente frustración afectiva que me producía la falta de ternura materna, al fin y al cabo una Aries, aragonesa también y con la afinidad de carácter que puede suponerse con la tal Saturnina, la cual, nada menos, había sido «hermana de leche» de mi abuelo materno. El caso es que, como explicaba mi madre, a mis cinco años, en el libro Mi hijo (esa crónica almibarada que las mamás escribían sobre sus niñitos hasta que eran púberes): «Es un niño muy travieso y revoltoso, pero tiene muy buen corazón y es un buen español. Se pelea muchísimo con la muchacha y todo su afán es decir que el Caudillo es el mejor de los hombres». En la ingenua redacción materna está la clave de muchas cosas de mi futuro. En un par de frases relaciona dos cosas «malas» y dos cosas «buenas» que me definen: soy travieso y revoltoso, pero eso no es óbice para que sea de muy buen corazón y un buen español. Seguidamente, extrae las consecuencias: se pelea con la muchacha y considera el mejor de los hombres al Caudillo, Francisco Franco. ¿Cuál es la clave de todo ello? La clave está en que mi insulto preferido dedicado a Saturnina era llamarla «roja», pues era lo peor que podía ser una persona, según deduje de la opinión de mis allegados. Un día, la pobre mujer se despidió, con harto dolor de mi madre. Preguntada por el motivo (que parecía inconcebible por la buenísima relación entre las dos mujeres, igualmente semiperfectas en su papel doméstico), la sirvienta adujo el peligro que para su vida suponía que el niño de la casa, por muy niño que fuera, anduviera diciendo por ahí que ella era «roja». Yo no podía saber entonces cuánta razón tenía Saturnina para huir de mi casa. Y es que, mientras yo, con tanta inocencia como mala intención, la llamaba «roja», se fusilaba diariamente en Montjuïc o en el Campo de la Bota a centenares de «rojos», muchos de ellos sin otra prueba de su «rojez» que haber sido calificados así por algún vecino vengativo. En el resumen citado de mis cinco años puede reconocerse, después de lo dicho, mi contradicción como pequeño ser humano con una conciencia política incipiente y precoz. Si para mí el Caudillo era «el mejor de los hombres» es porque de algún modo simbolizaba la figura paterna que mis padres me inculcaban con sus alusiones a que aquel general golpista era el Salvador de España y nuestro Salvador. Da fe de lo que digo otro texto materno fechado en 1939: «José Antonio presume de ser falangista y dice que el mejor de los españoles es el Caudillo y en Italia, el Duce y Ciano». Lo cierto era que, por instinto, tendía mi propio ego mandón a identificarse con la figura de más alto mando en mi universo infantil. Todavía me sonrío ante el asombro y las carcajadas de las personas mayores, en aquel tren que nos conducía, al término de la guerra, de Madrid a Oviedo, cuando se paró en la estación de Burgos y yo me hice el ofendido «porque no ha venido a saludarme Franco». Si yo me ponía a la altura del jefe del Estado (o mejor dicho, le ponía a él a mi altura), era lógico que a Saturnina, una de mis «enemigas de clase» (una de los «enemigos pagados», según mamá), la considerara «roja». Pero eso era una muestra de mi carácter rebelde, que no admitía que me mandara nadie: ni mi madre ni menos aún una criada que, por serlo, era «roja». Y no obstante, yo tenía muy buen corazón y era un buen español. Sin duda, me había ganado lo de «buen español» por creer que Franco era el mejor de los españoles. Lo de «buen corazón» podía ser debido a dicha creencia patriótica más que a mi compasión humana, pues no parecía ser compatible con insultar a una sirvienta. ¿O sí? Podía ser una opinión familiarmente correcta que pelearse, insubordinarse ante una criada y llamarla «roja» no fuera muestra de mal corazón, teniendo en cuenta la muy reciente Guerra Civil, la cual, aunque no se quisiera reconocer, había sido una trágica lucha de clases, o así, al menos, la había vivido una pacata, cobarde y pretenciosa clase media española. El elogio sobre mi buen corazón debía de venir no, obviamente, por mis primeros maltratos al servicio doméstico (más tarde, cambiaron las cosas), sino por mis obsesionados interrogantes de un corazón sensible. «Papá, ¿por qué hay ricos y pobres? ¿Por qué hay cojos, ciegos, mancos y tullidos por las calles? ¿Por qué algunos piden limosna por el amor de Dios, como si Dios tuviera algo que ver con su pobreza? Cuando los pordioseros piden “por caridad” ¿será que nunca han oído ese villancico que dice: “...porque en esta tierra / ya no hay caridad / ni nunca la habido / ni nunca la habrá”. ¿Tiene razón ese villancico?».

Las respuestas de mi padre eran tan acertadas que provocaban en mí, como suele ocurrir con los niños pequeños lógicos y espabilados, un sinfín de nuevas preguntas. Si había tullidos y mendigos se debía a una guerra civil de tres años. ¿Por qué la guerra? Porque los «rojos» querían acabar con España y vino un militar patriota llamado Francisco Franco que se alzó contra el Gobierno masón y comunista y ganó la guerra. ¿Y por qué los «rojos» querían acabar con España? Porque eran unos malos españoles que pretendían que Rusia mandase en España. ¿Y por qué en Rusia querían mandar aquí? Sí, porque es un país comunista, «rojo», y el comunismo es una dictadura que mata y tortura para imponer a la gente de todos los países una vida terrible. Ellos presumen de que todos somos iguales, pero en la miseria y en la esclavitud. El comunismo es muy bonito en teoría. Cristo fue el primer comunista, pero en la práctica no es así; además, los «rojos» no creen en Dios.

En los años adolescentes, las evocaciones, bastante nítidas, de mis pocas experiencias de la Guerra Civil me llevaban a nuevas preguntas con las consiguientes respuestas paternas apasionadas, convencidas, pero no todas convincentes. Más tarde supe que Miguel de Unamuno les había augurado a los seguidores de Franco: «Venceréis pero no convenceréis». Un par de ejemplos se me ocurren ahora. «Si los “nacionales” nos querían librar de los “rojos”, ¿por qué bombardearon tanto Barcelona, que por poco nos mataron a mamá y a mí aquel día en que tuvimos que huir al campo...? Si los “rojos” eran tan malos, ¿por qué había tanta gente que les hacía caso y les seguía? Un niño de mi colegio me ha dicho que a su abuelo, falangista, le salvó la vida un tal señor Companys, pero a ese señor, después, Franco mandó fusilarlo por “rojo” y separatista».

Decidí que la falta de lógica del discurso paterno era una manera como cualquier otra de incoherencia propia del pensamiento de los adultos. Me refugié, por tanto, en el mundo feliz de las aventuras bélicas, de los héroes «fascistas» (Juan Centella, Roberto Alcázar, Jorge y Fernando, El Hombre Enmascarado, El Guerrero del Antifaz...), de los tebeos del nuevo Régimen (Flechas y Pelayos, Chicos). Con todo, me seguía doliendo la enfermedad, la miseria de la gente. En el colegio de curas cumplía los aburridos ritos religiosos con frío estoicismo. Aquellos jesuitas eran rígidos y secos, sin la más mínima ternura. La Compañía de Jesús era más bien una compañía o un batallón militar, y de Jesús no tenía nada, al menos del Jesús cuya vida nos explicó un sacerdote más franciscano que jesuita, el padre Armengol. Ese Jesús sí que me llegó al alma. Probablemente consiguió de mí que identificara para toda la vida mi «buen corazón» con el mensaje cristiano de que Dios es amor. No tardé mucho en hacer del amor mi dios personal diario. Fue un tierno y consciente amor el que me llevaba todos los domingos por la mañana a visitar a los enfermos de los hospitales de Barcelona y, por la tarde, a acudir a la catequesis que la Congregación Mariana (a la que no pertenecí nunca) impartía en barrios obreros, generalmente de barracas o bidonvilles. Los pequeños oyentes de mi disertación religiosa esperaban con impaciencia que yo acabara para recibir el pan con chocolate que, como premio (o cebo) a su atención, llevaba preparado en una bolsa. Mas el indudable amor que me movía no se premiaba a sí mismo con el placer del «deber cumplido» o con el regodeo de saberse bondadoso. Podía más la insufrible sensación de que todos aquellos males, incluida la enfermedad, eran inhumanos, injustos y que además se concentraban y cebaban en unos grupos sociales determinados, diferentes de los que yo acostumbraba a frecuentar. Poco a poco fui atando los cabos de un panorama urbano en el que el Mal aparecía ligado preferentemente a las clases llamadas «humildes», «necesitadas», «pobres», «menesterosas». Las denominaban así las señoras caritativas que veían en esas clases una ocasión magnífica de ejercer su caridad, su limosna y su mesa petitoria. Eran años precedentes al de «Ponga un pobre a su mesa». En puridad, se trataba de lo que la sociología definía como «clase obrera», pero era de mal gusto hablar de las condiciones de vida y de trabajo de los obreros y obreras. Había que llamarlos «productores»; productores de la riqueza nacional, aunque no tanto consumidores de ella.

Pese a las apariencias de una mansedumbre resignada y mendicante, una sorda ira vengativa y violenta sacudía a la clase «baja», incluida su prole infantil. Se daba una implícita continuidad de la Guerra Civil de clases entre los chavales de los pueblos de veraneo burgués y la «colonia», es decir, los niños de papá en vacaciones. Tardé un tiempo en saber que una colonia la forman los nativos de un país sometido, política y económicamente, a otro, más poderoso y rico, precisamente gracias a los bienes y trabajos de los colonizados. Los chiquillos de Sitges (que hablaban una jerga extraña para mí, llamada catalán) se liaban a pedradas con los de la «colonia» como máxima distracción de su vida sin ilusiones.

Yo jamás participé en esa divertida salvajada. Me correspondía el bando de los senyorets (señoritos), pero ni siquiera me divertían sus costumbres lúdicas, aparte de nadar. A los catorce años me aparté definitivamente de mis compañeros «colonos» y formé parte de un grupo mixto de veraneantes de la pequeña burguesía, nada pijos y algo ilustrados, y de retoños de familias sitgetanas. Me fui acostumbrando al catalán, aunque no abandoné hasta mis años de universidad el tópico inculto de que esa lengua románica es un dialecto del castellano. En el colegio de jesuitas, mi desclasamiento era el inverso, pero conducía a un resultado idéntico. Los chicos me llamaban «murciano» por dos razones: por mi castizo castellano, distinto del «catallano» mal hablado de la burguesía españolista de posguerra, y por la forma de vestir: ropa de segunda mano y delantal comprado en los almacenes El Barato, más propio de un orfanato o de una escuela municipal que de un colegio «fino». También en el colegio me aparté de los compañeros pijos, con moto, bocadillo de jamón «pata negra» y abrigo «piel de camello», y pasé a relacionarme con «fámulos» (becados con obligación de notas altas y servicio de camareros en los refectorios escolares); con alumnos marginados por su rareza o por problemas psíquicos; con tipos originales, indóciles o apáticos, los cuales, con su actitud «inasequible al desaliento», los veía yo como unos valerosos rebeldes frente al tinglado pedagógico-clerical. Hasta cierto punto, yo era uno de ellos, pero mi fórmula era relativamente pacífica y no retadora. Opté por un humorismo entre surrealista y payaso, con lo cual me gané fama de estrambótico y de histrión. Mi espíritu crítico, ejercitado con mis padres y cualquier adulto conocido, me permitió entender y comprender los evidentes y crasos errores pedagógicos de mis educadores. Sufrí en mis carnes varios de ellos, pero, con una curiosa mezcla de comprensión y desdén, lo peor que pensaba de los curas es que eran tontos. Me acordaba de la frase evangélica «Perdónalos, Señor, porque no saben lo que hacen». Por otra parte, mi ego se hallaba suficientemente satisfecho porque, desde los once años, me convertí en el cronista de los eventos festivos y publiqué mis primeras narraciones en la revista del colegio. La fama de escritor precoz me ayudó, de modo pintoresco, a superar la terrible prueba de una expulsión anunciada. En la adolescencia, mi falta de gregarismo, mis inquietudes intelectuales, además de unos versos «eróticos» descubiertos en mi pupitre, me condujeron a un encuentro inquisitorial con el padre rector. Este pretendía que confesara unas supuestas conductas irregulares de las cuales estaba muy bien informado, pero que yo me desesperé intentando recordarlas. Al final, el cura me las recordó. Y cuál no sería su indignación, ante lo que le pareció cinismo o total inconsciencia pecadora, cuando le espeté con la mayor ingenuidad: «Ah, ¿pero era eso?». Lo cual quería decir que ni por asomo creía conducta incorrecta haber leído libros de lectura perniciosa; ir a clase por mi cuenta, fuera de filas; introducirme en el jardín romántico con su lago e isleta encantadora, pese a ser zona de clausura; pasarme toda la comida de los mediopensionistas de charla seguida, como quien da una clase, con los cinco compañeros de mesa, boquiabiertos o riendo a carcajadas, según fuera de veras o de bromas. Todas esas «irregularidades» eran demasiado, en 1950, para un colegio de la Compañía. Y además tenía algún antecedente que me marcaba: haber merecido un 2 (sobre 10) en Piedad y ser reprendido públicamente por culpa de un preocupado diálogo con otro compañero sobre los «misterios de la vida». ¿Qué tendría que ver la fecundación, el embarazo o el parto con la piedad? Y ¿por qué la mía se merecía un guarismo cercano al 0 (impiedad absoluta) si me interrogaba sobre algo tan esencial como la creación de los seres humanos? Una vez comunicada a mi padre mi expulsión del colegio, me libró de ella con un argumento que aún me deslumbra por lo eficaz que fue. «Mi hijo ha demostrado su precoz capacidad literaria. Si ustedes lo expulsan, el día de mañana dirá pestes de los jesuitas ¡Puede ser un Voltaire!».

UNÁLTEREGOTAMBIÉNLLAMADOJOSÉANTONIO

En el recibidor de casa, mi padre había dedicado una especie de altar a su hermano Ernesto, militar fusilado por las «hordas marxistas» por haberse alzado en el año 1936. Según el Código Militar, el alzamiento en armas contra el Gobierno legítimo de la Segunda República era un delito castigado con la muerte. Mi tío pudo fugarse. No lo hizo por solidaridad con los otros reos y asumió la condena responsable y digno. Bajo un farolillo siempre encendido había un escudo en forma de águila donde en un pergamino figuraba una inscripción: «Ernesto González Bans, capitán de Artillería, muerto por Dios y por España ¡Presente!». Bajo el escudo, una bomba lanzada sobre Barcelona por la aviación fascista italiana que no había llegado a explotar, flanqueada por dos vainas, en bronce dorado, de balas de cañón. En mis juegos y correrías por el largo pasillo siempre llegaba a la meta de este monumento a mi tío, el «caído», que me inspiraba un respeto misterioso. Su figura, mitificada por la familia, se convirtió, sin darme cuenta, en un referente patriótico y moral: yo no quería morir fusilado como él, pero sí quería vivir por lo que el pergamino decía que murió: por Dios y por España. En mi cabecita, ambos entes se fundieron durante muchos años. Cuanto yo hiciera por uno se lo hacía al otro. Estaba ya programado para ser héroe y víctima a la vez de lo que, años más tarde, un jesuita amigo, Alfonso Álvarez Bolado, definió como el «nacionalcatolicismo de la España de Franco»: una coyunda blasfema entre la Derecha y el clero.

Entre los escasos libros que había en casa, mi atención recayó particularmente en uno, encuadernado, de color marrón, que contenía los discursos de José Antonio Primo de Rivera. Él era, junto con el Caudillo, el otro personaje mítico de mis padres y, por lo que vi, de todo el mundo. Le llamaban «el Ausente», pero, al igual que mi tío Ernesto, seguía estando presente en los gritos de ritual que daban por la radio y en otros sitios. Mi padre me había enseñado a leer y a escribir a los cuatro años y medio. Aparte de la revista Signal, elaborada por los nazis alemanes, yo me distraía y aprendía de Vértice, que editaban los falangistas. En ella me impresionaron las fotos de unos muchachos con camisa azul y antorchas encendidas que trasladaban el féretro de José Antonio desde el cementerio de Alicante al monasterio de El Escorial. Después leí la antología de sus discursos, los cuales no solo me impresionaron, sino que fueron la revelación de mi propio pensamiento. De ahí la rápida y precoz identificación con su figura como héroe, de la cual eran simples imitadores mis personajes preferidos en los cómics o tebeos de aquel entonces: Juan Centella y Roberto Alcázar. Para mayor semejanza, yo me llamaba igual que él. No podía ser casual, y aunque el nombre con que se me bautizó no era en homenaje a él, para mí y para todos los niños nombrar es algo más que una voz para llamarte. Nombrar es decir quién eres, qué arquetipo te define radicalmente, de qué relato mítico eres protagonista. A los catorce años pude ya verter literariamente mi identidad joseantoniana. Escribí en alejandrinos, imitando los de Rubén Darío, lo que era como un juramento de fidelidad, con el que yo mismo me armaba caballero desfacedor de entuertos y prometía servir a España, mi señora, mi dulce Dulcinea.

Como un fruto violento bautizado en mil sangres

vine al mundo escuchando los acordes vibrantes

de aquel himno valiente entonado ante el sol.

Vine al mundo luchando, pues luchaban mis padres

y en el pecho materno aprendí que los hombres

se batían, poetas, por España y por Dios.

Yo nací, José Antonio, para ser algún día

un soldado poeta de fusil y de lira

que cantase a la patria en la pugna sin par.

Porque tú me miraste, con la fe de un lucero

y dijiste: ¡Adelante, tú tendrás mi Ideal!

Sí, lo tengo y lo guardo y me guía constante

por las cumbres del alma en tenaz ascensión.

Yo me siento poeta y guerrero incesante

y ante todo y por todo, yo me siento español.

José Antonio, el Ausente, pero queda aquí otro

que además de tu nombre aún conserva el tesoro

de una lira dispuesta y una espada leal.

¡Ya son mías tus flechas y tu noble Ideal!

Llegué a aprenderme de memoria algunos párrafos de sus discursos, sobre todo el de la fundación de Falange Española pronunciado en el teatro de La Comedia:

Nada de un párrafo de gracias. Escuetamente, gracias, como corresponde al laconismo militar de nuestro estilo. Cuando en marzo de 1762, un hombre nefasto, que se llamaba Juan Jacobo Rousseau, escribió El contrato social, dejó de ser la verdad política una entidad permanente...

Conservo aún, entre miles de libros, aquellas obras completas de José Antonio, publicadas en 1938, en donde se hallan diversos escritos de un hombre joven, cuya muerte a los treinta y tres años resultaba fácil comparar con la de Cristo. Igual de injusta porque, como a este, le condenó un malentendido. Su testamento es una joya humana y literaria. De él se me quedó grabado, al hablar de sus camaradas:

Dios haga que su ardorosa ingenuidad no sea nunca aprovechada en otro servicio que el de la grandeza de España.

Y al hablar de sí mismo:

Ojalá fuese la mía la última sangre española que se vertiera en discordias civiles. Ojalá encontrara, ya en paz, el pueblo español, tan rico en buenas calidades entrañables, la patria, el pan y la justicia.

Releídos aquellos viejos textos medio siglo después, sigo estando de acuerdo en lo fundamental. Tan solo un mayor conocimiento de la Historia de la España contemporánea y una cierta madurez ideológica me permiten ser crítico con el pensamiento de mi homónimo y darme cuenta de los inmensos errores de apreciación política que él tenía por ser hijo del militar jerezano y Grande de España Miguel Primo de Rivera, marqués de Estella, conocido como «el Dictador». Su catolicismo, de sincera buena fe religiosa, era el tradicional en su tiempo, país y clase. Su españolismo se nutría de las ideas de Marcelino Menéndez Pelayo y de José Ortega y Gasset. Hoy calificaría su pensamiento de «empanada mental» ingenua y caritativa. Más que un fascista, José Antonio me parece un católico social belga de la década de 1920, pero a mil años luz del hipócrita y reaccionario catolicismo propugnado por la Asociación Católica Nacional de Propagandistas (ACNdP) de Ángel Herrera Oria y El Debate o de la fascistizante Confederación Española de Derechas Autónomas (CEDA) de José María Gil-Robles, aclamado por los suyos como «el Jefe» (versión española del Duce italiano o del Führer nazi). Todo esto lo ignoraba en 1950, pero tenía la sensación de que los ataques al bolchevismo ruso eran debidos a lo que él veía como perversión totalitaria del socialismo marxista, lo cual me sigue pareciendo a estas alturas más que acertado. Por otro lado, su nacionalcatolicismo era lo más parecido a lo poco que yo había asimilado de las enseñanzas jesuitas como algo bueno. Y esa vinculación de Dios con la Patria (por ambos, se decía, sacrificaron su vida los caídos) me parecía la síntesis que mi temperamento buscaba, pues, en el fondo, yo me sentía conciliador, pacificador, superador de banderías particulares, integrador mediante entidades englobadoras, universales. Mi tocayo tenía como repetidos leitmotivs las frases «España es una unidad de Destino en lo universal» y «Ni derechas ni izquierdas: España». Pero no era nacionalista: «Ser nacionalista es una pura sandez, porque el nacionalismo es el individualismo de los pueblos». En cambio, presumía, como yo, de españolidad porque «somos españoles, que es una de las pocas cosas serias que se pueden ser en el mundo». Lo que me agradaba de esta frase, en sí misma infantilmente presuntuosa, era su énfasis en la seriedad como virtud innata. Es que yo hacía a menudo el payaso como una descoyuntada protesta por la falta de seriedad, por la frivolidad, de tanto adulto. De ahí que me hicieran íntima mella afirmaciones como estas: «Lo religioso y lo militar son los dos únicos modos enteros y serios de entender la vida», o sea, la máxima tan repetida de que hemos de ser «mitad monjes, mitad soldados». No otra cosa vino a decir, no hace mucho tiempo, el desaparecido católico hindú Raimon Panikkar: «Solo si somos políticos y monjes podremos realizarnos plenamente como personas». Donde el hijo de militar dice «soldados», el malogrado gurú catalán dice «políticos». El primero, tal vez por timidez y finura, se obligaba a justificar la violencia («los puños y las pistolas»); el segundo, más coherente y seguro de sí mismo, era pacifista como Gandhi. Pero ha habido tiempos en que la política y la guerra se confundían y hasta los partidos de izquierda denominaban a sus afiliados «militantes». Otra frase joseantoniana que me impactó fue la siguiente: «Tenemos que adoptar ante la vida entera, en cada uno de nuestros actos, una actitud humana, profunda, completa. Esta actitud es el espíritu de servicio y de sacrificio». Era lo mismo, casi literalmente, de lo que nos machacaban en los Ejercicios espirituales de San Ignacio, pero no sé por qué, dicho por un laico, por un político y por un sacrificador de su vida al servicio de lo que él creía bueno para sus compatriotas, me parecía más verdadero, más libre, más digno de convertirse en lema ético para un adolescente que empezaba a sentir el aguijón moral de la Política con mayúscula.

Un factor que debía de hacer irremisible mi fascinación por José Antonio Primo de Rivera era su capacidad poética, mítica y casi mística, que convertía la política en una auténtica actividad misionera universal. Si para él España tenía como destino la evangelización práctica del mundo (idea pintoresca pero muy atractiva para un misionero jesuita in péctore o un «capitán de quince años»), alguien que, según su madre, siempre estaba «pensando en engrandecer a España», se sintió atraído por la promesa que, con estas palabras, le hacía su ya mentor preferido:

En la más humilde de nuestras tareas diarias estamos sirviendo, al par que a nuestro modesto destino individual, al destino de España y de Europa y del Mundo, al destino total y armonioso de la Creación.

Tal vez mi mentor de entonces hubiera leído a Leibniz, con su armonía prestablecida del universo, pero seguro que no conocía el pensamiento del jesuita Teilhard de Chardin, quien tanto me influyó en mi primera juventud y aún me impresiona. Bueno, en realidad, la idea que une el destino humano con el del universo se encuentra, sin ir más lejos, en Pablo de Tarso (Romanos, 8, 18-23) o en la oración de Jesús de Nazaret «así en la tierra como en el cielo».

Yendo a las cuestiones más concretas de la vida política española, hay textos de José Antonio que aún me conmueven:

La vida de España sangra con la injusticia de que millones de nuestros hermanos vivan en condiciones más miserables que los animales domésticos.

O este otro:

¿Qué quiere decir ser antimarxista? ¿Quiere decir que no apetece el cumplimiento de las previsiones de Marx? Entonces, estamos todos de acuerdo. ¿Quiere decir que se equivocó Marx en sus previsiones? Entonces, los que se equivocan son los que le achacan ese error. Las previsiones de Marx se vienen cumpliendo más o menos deprisa, pero implacablemente.

Sobre el socialismo español, el falangista distingue, como lo hacía con Karl Marx y el experimento soviético, entre el ala socialdemócrata del PSOE (Indalecio Prieto) y el extremismo revolucionario de Francisco Largo Caballero, apodado por los comunistas el «Lenin español». En un artículo del 23 de mayo de 1936 (esto es, menos de dos meses antes del golpe de Estado militar-fascista) que tiene el interesante título «Prieto se acerca a la Falange», José Antonio comenta con estas palabras un discurso en Cuenca del dirigente del partido obrero:

El discurso del tribuno socialista se pudo pronunciar, casi de la cruz a la fecha, en un mitin de Falange Española. [...] Es un deleite comprobar cómo frases textuales nuestras y, sobre todo, pensamientos característicos, han sido trasplantados al discurso del orador de Cuenca. [...] ¿Qué lenguaje es este? ¿Qué tiene que ver esto con el marxismo, con el materialismo histórico, con Ámsterdam ni con Moscú? Esto es preconizar, exactamente, la revolución nacional, la de Falange. Y hasta con la cruda descalificación de la España caduca que la Falange fulminó muchas veces.

Entre Prieto y Primo de Rivera se había trabado, en el ámbito parlamentario, una leal amistad. Tras el fusilamiento del jefe de Falange, el líder socialista recuperó una maleta con la ropa y documentos personales del ajusticiado y la conservó en una caja fuerte en México, encargando por testamento que, a su fallecimiento, le fuese entregada a los herederos de José Antonio. Parece ser que Franco trató durante toda su vida de hacerse con ella infructuosamente. En estos escritos desde la cárcel de Alicante hoy pueden leerse cosas, desconocidas o, como mucho, intuidas o sospechadas, acerca de la evolución del mentor político de mi adolescencia. Si las transcribo, al hablar de los orígenes de mi socialismo de ahora, es para aportar una imagen antitópica del Primo de Rivera «fascista» que, de paso, justifica mi entusiasmo juvenil a quien nunca tuve por inspirador genuino de las bandas de pistoleros que, en su nombre, asesinaron durante la guerra y la posguerra y, en flagrante olvido, practicaron la corrupción económica de la derecha capitalista, como los historiadores más imparciales atestiguan. Todo lo que se le ocultó, por supuesto, a la juventud que en la década de 1950 todavía creía, como yo, en la bondad del régimen «falangista» de Franco.

Si aspirásemos a reemplazar un partido por otro, una tiranía por otra, nos faltaría el valor —prenda de almas limpias— para lanzarnos al riesgo de esta decisión suprema (un golpe militar contra el Gobierno republicano). Nuestro triunfo no será el de un grupo reaccionario ni representará para el pueblo la pérdida de ninguna ventaja.

Esto se escribe el mismo 17 de julio de 1936, ignorante su autor de tal coincidencia. Ya conocedor de la rebelión militar, José Antonio comenta por escrito lo que piensa de ella:

Detrás de los militares están 1) el viejo carlismo intransigente, cerril, antipático; 2) las clases conservadoras, interesadas, cortas de vista, perezosas; 3) el capitalismo agrario y financiero, es decir, la clausura en unos años de toda posibilidad de edificación de la España moderna. La falta de todo sentido nacional de largo alcance.

Y en otro texto se dice:

La terrible incultura o, mejor aún, la pereza mental de nuestro pueblo (en todas sus capas) acabará por darnos o un ensayo de bolchevismo cruel y sucio, o una representación flatulenta de patriotería alicorta de algún figurón de la derecha. [¿Gil-Robles? ¿Franco?]

Por los textos póstumos nos enteramos hoy de que, tras el triunfo electoral del Frente Popular en febrero de 1936, el jefe nacional de Falange Española y de las JONS da las siguientes instrucciones a sus militantes:

1.- Los jefes cuidarán que por nadie se adopte actitud alguna de hostilidad hacia el nuevo Gobierno ni de solidaridad con las fuerzas derechistas derrotadas. 2.- Nuestros militantes desoirán terminantemente todo requerimiento para tomar parte en conspiraciones, proyectos de golpe de Estado, alianzas de fuerzas de orden y demás cosas de análoga naturaleza.

Asimismo, el 24 de junio de 1936, a un mes escaso del golpe de Estado militar-fascista, se envía una orden, titulada «A todas las jefaturas territoriales y provinciales. Urgente e importantísimo», en la que, entre otras muchas cosas, se dice:

La participación de la Falange en uno de esos proyectos prematuros y candorosos constituiría una gravísima responsabilidad y arrastraría su total desaparición aun en caso de triunfo [...] tomar parte como comparsa en un movimiento que no va a conducir a la implantación del Estado nacionalsindicalista; sino a reinstaurar una mediocridad burguesa conservadora, de la que España ha conocido tan largas muestras, orlada, para mayor escarnio, con el acompañamiento coreográfico de nuestras camisas azules.

¡Qué trágica lucidez de un próximo ejecutado por fascista y golpista! ¡Qué clarividencia de lo que será el falangismo de guerra y de posguerra! ¡Qué intuición sarcástica de los futuros Primeros de Mayo con sus Coros y Danzas! En sus últimas reflexiones políticas, José Antonio dejó escrito que «el fascismo es fundamentalmente falso porque quiere sustituir la religión por una idolatría».

Soluciones extremas: 1.- El anarquismo o disolución de la colectividad en individuos. 2.- El fascismo o absorción del individuo en la colectividad. [...] Solución religiosa: el recobro de la armonía del hombre y su entorno en vista de un fin trascendente. Este fin no es la patria, ni la raza, que no pueden ser fines en sí mismos; tienen que ser un fin de unificación del mundo, a cuyo servicio puede ser la patria un instrumento, es decir, un fin religioso. ¿Católico? Desde luego, de sentido cristiano.

Tras lo transcrito, me alegra concluir esta curiosa exégesis del fundador de la Falange Española que puede resultar curiosa por venir de un veterano socialista que escribe su Memoria en un momento histórico de su patria española en la que él, como otros muchos ciudadanos, expresan su indignación contra el capitalismo, contra una derecha que no ha cambiado nada desde antes de que José Antonio denunciara su egoísmo disfrazado de patrioterismo. Insisto en mi visión actual de un supuesto fascista que en rigor, más allá de ciertos condicionantes heredados y de ciertas formas superficiales, fue por encima de todo un precoz ejemplo de cristiano, no en todo católico al uso, socialista nacional contrario al nacionalsocialismo y con suficiente perspicacia amarga para intuir que, a su muerte, el falangismo puro y espiritual, que él imaginaba de forma lírica y visionaria, sería adulterado y utilizado por una derecha que siempre es potencialmente fascista. Hasta que la democracia auténtica o un socialismo pujante la desenmascaran y ella, sin dudarlo, empieza a disparar.

Un personaje como el descrito había forzosamente de impresionarme en la vena más romántica, idealista y literaria de mis quince años. Incluso la violencia que se deducía como acompañante de su dialéctica de «puños y pistolas» la veía yo como lo debían de ver aquellos chicos del Sindicato Español Universitario (SEU) de 1935: como una aventura juvenil, justificada unas veces por la «santa indignación» a los supuestos «ultrajes a Dios o a la Patria», y otras, al clima colectivo de guerra civil callejera, hábilmente promovido por la derecha más reaccionaria, que utilizaba a los chavales de Falange Española y de las JONS como guerrilla urbana para desestabilizar la Segunda República. Claro está que mi ignorancia acerca de los hechos criminales de los falangistas antes, durante y, sobre todo, tras la contienda iniciada el 17 de julio de 1936 era total y, por tanto, no empañaban la imagen del para mí incomprendido político, ejecutado por las izquierdas con el visto buenísimo de las derechas. Eso de perder en los dos bandos me parecía una situación sublime. Fomentaba mi tendencia natural a la síntesis, al acorde, a la superación de los contrarios. De ahí mi tentación persistente de hallar una «tercera vía», de «ni esto ni aquello», un hegeliano deseoso de abrazarlo todo aunque hubiera que forzar algo sus partes. Mi futura vocación por el derecho tendía asimismo a la conciliación, al arbitraje y, en definitiva, a la paz como finalidad de la justicia. Por tales razones me entusiasmó el laberinto surrealista y arbitrista de Ernesto Giménez Caballero en su obra Genio de España. Este autor ha pasado por ser el ideólogo del fascismo español, pero en realidad se trataba de un fabuloso inventor de extravagancias y un oportunista ingenuo. Su relevancia como agente cultural en la década de 1930 es reconocida por todos, incluidos sus mayores críticos, pero su obra escrita y su persona no presentan unos perfiles éticos nada claros. Hoy me parece un personajillo inofensivo y tragicómico. No obstante, a mis diecisiete años me aportó el fundamento ideológico de un pacto temperamental entre lo clásico y lo innovador. El genio de España era la superación del genio de Oriente y del de Occidente. El genio español ¡era Cristo!, porque abrazaba la fraternidad sin libertad del comunismo soviético y la libertad sin fraternidad del capitalismo occidental. ¡Justamente lo que yo andaba buscando!

UNGRANODEMOSTAZAÚNICAMENTE

El siguiente paso lo daría junto con algunos de mis compañeros del colegio, un grupo de piadosos exalumnos de los jesuitas, «El reino de Dios es semejante a un grano de mostaza, la más pequeña de las semillas que, cuando crece y llega a ser árbol, las aves del cielo anidan entre sus ramas» (Mt. 13, 31-32), al que bauticé con el evangélico nombre de El Grano de Mostaza (Tomeu Martorell, Antoni Ribas, Luis Bartrina y Jorge Pérez Casabayó). El cristianismo práctico, político e intelectual era nuestra misión. Ser apóstoles que convirtiesen a España y al mundo entero a un cristianismo fraternal, justiciero, al servicio de los pobres, de los marginados, de los pueblos primitivos. Éramos un grupo que se reunía para formarnos en la ascética del estudio y la oración a fin de llegar a influir como juristas, como educadores, escritores o políticos en el pueblo español. Descubrimos el «mediterráneo» de la misión religiosa y patriótica que desempeñaban, cada uno a su manera y sin ocultar sus recelos mutuos, las organizaciones católicas y las del Movimiento Nacional; las primeras, avaladas por el Episcopado y los jesuitas, y las segundas, por la burocracia más o menos falangista, en especial el SEU. Nosotros, o mejor dicho yo, buscaba la entente entre el nacionalcatolicismo y el nacionalsindicalismo. De tanto hermanarlos en el genio de España que era Cristo, lo nacional patriótico se volvió catolicismo sindical o sindicalismo cristiano.

El paso siguiente lo daríamos, juntos, varios compañeros de la Facultad de Derecho (José Antonio Ubierna, Jesús Fernández, Luis Carreño) y un estudiante de ingeniería llamado a tener una grandísima influencia, no solo en mi vida, sino en la de mucha gente. Hasta entonces, mis mentores habían sido el católico falangista José Antonio Primo de Rivera y el católico vanguardista-fascista Ernesto Giménez Caballero. El tercero sería el católico carlista Alfonso Carlos Comín Ros, hijo de un dirigente de la Comunión Tradicionalista de Aragón muerto al final de la Guerra Civil tras haber sido decisivo su apoyo armado para que triunfara el golpe de Estado del general Emilio Mola.

Si mi libro de cabecera era Genio de España, el suyo se titulaba Defensa de la Hispanidad, y su autor, Ramiro de Maeztu, un escritor de izquierdas convertido al tradicionalismo más reaccionario. Como si fuéramos fieles a la fusión forzosa que el astuto Caudillo operó con falangistas serviles y carlistas sin ideas modernas (el llamado Movimiento Nacional), Alfonso Comín y yo buscábamos la unidad a partir de nuestras diferencias políticas. El diálogo era para nosotros el más profundo ejercicio de convivencia. Yo solía decir ante cada discrepancia que «estamos de acuerdo en lo fundamental». Acabó con el latiguillo un magnífico polemista de mi curso de derecho, Jaume Lorés, de los jesuitas de Caspe, a quien corté una vez nuestro debate habitual con la dichosa frasecita. Me espetó, inconmovible: «¡No, no estamos de acuerdo en lo fundamental!».

Pero con Alfonso llegamos fácilmente a un pensamiento acorde en varios temas. Del carlismo y del falangismo nos quedábamos tan solo con sus pretendidos ideales de justicia social cristiana. De las lecturas referidas extraímos que si lo cristiano era lo más auténtico del hispanismo, no podíamos ser españoles patrioteros, sino quijotes justicieros. De ahí nuestro lamento compartido por la guerra fratricida (ambos teníamos «caídos por Dios y por España») y aunque comprendíamos a las derechas por su defensa de la religión, nos parecía que la causa de las izquierdas, su lucha contra la injusticia que sufría la clase obrera y campesina, estaba moral y cristianamente más justificada todavía. No tardaríamos en ver claro que el lema falangista «Por la Patria, el pan y la justicia» no se había cumplido con el transcurrir de los años y que las diferencias sociales eran abismales y clamaban al cielo. Los obispos, que habían bendecido a las derechas en armas y calificado la Guerra Civil como una «Santa Cruzada», acabaron pareciéndonos unos blasfemos, y el hecho de que el general Franco entrara en las iglesias bajo palio, un sacrilegio. Total, nuestro cristianismo dejó de ser nacionalcatólico, y nuestro derechismo extremo fue evolucionando hacia una extrema izquierda. Todo resultaba paradójico, pero lógico a más no poder. Nuestra evolución conjunta fue la de mucha gente de nuestra generación, la que llegó a la mayoría de edad con la crisis del régimen franquista en 1957. Son ya muchos los libros que han analizado dicha evolución y el contexto nacional e internacional que coadyuvó a la misma. En mi caso, tardé un poco en despegarme de mi fe infantil en Franco, como tardé algo más en olvidarme de aquella frase de mis tres años «Mamá, yo no levanto el puño». En un escrito de 1953 para nuestra revistilla íntima de El Grano de Mostaza escribí esto:

El Estado español está manteniendo una sorda y terrible batalla con la sociedad española. Está intentando borrar de ella todas las lacras, todas las miserias de varios siglos. Está luchando contra el capitalismo y el aburguesamiento egoísta aun a costa de tremendas concesiones y claudicaciones.

En esas pocas líneas leo yo cuál era mi contradicción de entonces. Por una parte, enfrento el Estado (ojo, no el Régimen ni el Gobierno) a la sociedad española. Esta se equipara a la hegemonía de los capitalistas, cuya condición burguesa se califica de «egoísta». El Estado, por tanto, cumple su fondón justiciero patriota y cristiano de intentar acabar con los males de una sociedad que, por lo que yo veía y creía, no había mejorado básicamente a pesar de haber engendrado un Estado nuevo para una España renovada. Pero, por otra parte, el Estado hacía concesiones y claudicaciones tremendas en esa lucha. ¿Cuáles podrían ser? No las recuerdo, pero ahí se apunta que los gobiernos de Franco, su régimen político, con la retórica de quien cumple su prometido grito de «¡Arriba España!», renunciaba en la práctica a hacer pasar por el aro de «la Patria, el pan y la justicia» a la burguesía capitalista, y claudicaba de su proclamado ideal joseantoniano, como ya se temía el redactor de los 27 puntos de la revolución nacionalsindicalista, la famosa «revolución pendiente».

He dejado escrito en el libro Comín, mi amigo (2010) toda la trayectoria de maduración ideológica socialista y marxista que nos llevaría cinco años más tarde a fundar, junto con otros cristianos de diversos lugares de España, el Frente de Liberación Popular (FLP). A él me remito para quien desee saber cómo se pasaba en aquella etapa de transición de la sociedad española (1953-1962) de un nacionalcatolicismo de derechas, revestido de tradición carlista y de innovación falangista, a un socialismo revolucionario de base marxista, que es tanto como decir, cómo pasamos de una ribera a otra del Ebro (como hiciera mi padre, prófugo del bando republicano), pero en dirección opuesta: hijos de vencedores, nos pasamos al lado de los vencidos y, por tanto, nos pusimos al costado de sus hijos, compañeros nuestros en la universidad o, después, en los campos de trabajo del Servicio Universitario del Trabajo (SUT), obreros y campesinos. No corramos tanto. Mientras llegábamos al final de nuestra metamorfosis más o menos definitiva dentro de la amplia gama de posibilidades de la izquierda democrática y antifranquista, no dejamos de actuar en un sentido coherente con nuestras ideas y dentro de las exiguas posibilidades que teníamos de influir algo en la vida española. Más allá del ámbito universitario, que era nuestro campo de acción más inmediato y fácil, yo hacía pedagogía social allí donde había la más mínima previsión de éxito. Para entonces tenía acuñada una frase de la que he procurado no olvidarme a lo largo de toda mi vida: «Los ideales han sido creados no para ser alcanzados, sino para servirnos de referencia». Frase que se podría completar con otra, utilizada en ciertas ocasiones importantes: «Lo que se debe hacer debe hacerse porque hay que hacerlo, no pensando en su éxito o en su fracaso». Es como si dijera, en plena lucha por una sociedad sin clases (es un ejemplo), que yo dejo de luchar porque en este momento no se dan las «condiciones objetivas», que diría un marxista vulgar. Pues si ahora no se dan dichas condiciones, ¡se crean! o, al menos, se intenta crearlas. Un grupo de antiguos alumnos de mi colegio editaban, para entretenerse y apretar lazos (incluido el nupcial), una revistilla en ciclostil muy agradable y simpática, familiar, sencilla y que reflejaba muy bien el estilo de vida y la mentalidad de la burguesía acomodada de Barcelona. Mi pequeña fama de escritor era motivo para que me solicitaran sus redactores alguna colaboración. Debí enviar un total de media docena de escritos, muy didácticos, en un tono medio risueño y burlón, medio crítico y denunciador. Transcribo un párrafo de una de las cartas al director en que consistía mi colaboración, porque resume muy bien mi acción «apostólica socialista» a los diecinueve años:

Hace tiempo que me preocupa ver cómo vamos acabando nuestras carreras, cómo vamos ocupando un sitio en esta clase nuestra de industriales, profesiones liberales, etcétera, e incluso cómo vamos pensando ya en formar nuevos hogares del brazo de una chica encantadora. Me preocupa porque todo eso indica que hemos llegado a un punto en el que la responsabilidad se nos supone como a los soldados el valor. ¿Quién se atrevería a confiar un puesto de trabajo y una familia a un irresponsable? Y, sin embargo, ya que el responsable lo es a todas horas y frente a todo el mundo, deberíamos tener una conciencia muy clara de lo que nos exige el resto de la gente que vive en el país. ¿Y sabes, querido Director, qué es lo que nos exige? Sin duda, lo has pensado alguna vez. Ante todo nos exige que no monopolicemos la dicha de vivir sin estrecheces económicas. Después, que aportemos seriamente nuestro trabajo bien hecho para que beneficie a todos, no tan solo a nosotros mismos. Y, por último, que demos un ejemplo moral. Estas tres cosas que los demás nos exigen a cambio de permitirnos ocupar un puesto bien remunerado y crear una familia más que digna ¿las encuentran? ¿Se las entregamos?

Al cabo de varias colaboraciones críticas y socialmente exigentes, llegó un comentario procedente del capellán del grupo sobre mi persona:

... el mismo autor publica artículos que aunque tengan algo de verdad puede parecer que la quiera imponer con embestidas y diatribas contra unos y otros, incluso metiendo en el lío a padres y educadores. Dicho joven escritor parece que se ponga avinagrado al escribir sus ideas y polémicas, pegando mordiscos y dejando veneno como víbora desengañada...

Ciertamente, a los dieciocho ya había empezado a desengañarme de que nuestra burguesía, joven y católica, pudiera acompañarme en mi toma de conciencia de la transformación social. Lo de «víbora» mordiente y avinagrada indicaba tan solo los sentimientos de culpa que provocaban en el buen clérigo ese «algo de verdad» que me reconocía.

Al poco tiempo otro clérigo topó conmigo. En 1957 yo daba clases de Preuniversitario (curso final del Bachillerato) en un colegio religioso, al haber sido expulsado de la universidad a raíz de la famosa reunión estudiantil en el paraninfo de la de Barcelona y tener más tiempo para dedicaciones siempre vinculadas a la pedagogía. Mis clases estaban dedicadas a introducir en la sociología a media docena de alumnos, hijos de altos ejecutivos, médicos y abogados. Entre otras fórmulas de didáctica viva íbamos a ver películas sobre problemas sociales, como el de la vivienda (Il tetto, de Vittorio de Sica, 1956). Un día les pedí que redactaran el programa de un partido político de derechas y otro de izquierdas. Previamente les había explicado todo lo necesario para ello, pues su ignorancia era total por el hecho de haber nacido bajo el franquismo. Con toda libertad y sinceridad, optaron por reconocerse ingenuamente en la democracia cristiana los más conservadores y pacatos, mientras que los más progresistas y librepensadores se declaraban partidarios de la socialdemocracia. El éxito literario de la propuesta nos animó a redactar el primer número de una revistilla ciclostilada de uso colegial interno. En ella se incluyeron los dos programas políticos. El conservador o democratacristiano, basado en mis explicaciones, resultaba de un izquierdismo que para sí lo hubiera querido más de un demócrata europeo. Pero el que superaba a todo laborismo y «socialismo nórdico» era el de los tres alumnos más inteligentes. Como muestra, este párrafo:

Somos totalmente contrarios al capitalismo por considerarlo completamente antinatural y antilógico, ya que sin él la humanidad habría progresado mucho más rápidamente y no existiría en la actualidad una diferencia de clases tan pronunciada.

El programa tenía el detalle de estar firmado por los tres «socialdemócratas» en Barcelona, el 29 de noviembre de 1957, «109 años después de la aparición de El Capital de Carlos Marx». Uno de los redactores, además de este homenaje marxista, escribió una defensa del ateísmo, la cual, al encontrarla argumentada y correcta, cometí el error típico de la imprudencia juvenil de no censurarla y, por tanto, apareció en la revistilla con el natural escándalo de la dirección del colegio. Me llamó a capítulo el padre rector para expulsarme como profesor, alegando que yo era miembro de... ¡una célula! No dijo de cuál (si comunista, masónica...), pero la declaración anticapitalista, el homenaje al «rojo» barbudo y el ateísmo convencido de un alumno, que si lo era de aquella escuela debía de ser cristiano, todo eso era demasiado para un cura burgués de aquellos tiempos. Celebré la expulsión con todos mis alumnos en una cena triunfal. Todavía conservo el libro que me regalaron con sus firmas autógrafas: No solo de pan vive el hombre (1956), obra del ruso Vladímir Dudíntsev.

Otra buena ocasión de ejercer mi apostolado anticapitalista fue la mili. Expulsado también de las clasistas Milicias Universitarias como correlato de mi pérdida del quinto y último curso de derecho, fui destinado como soldado raso del cuerpo de Transmisiones (me vino bien el simbolismo) al cuartel de Lepanto. Tuve la suerte de que, unos días antes de que mi compañía fuese destinada al Sáhara con motivo de la Guerra de Ifni, llegase una orden de Capitanía Militar reconociendo el error cometido conmigo al no contarme como válido el primer campamento de Milicias, anterior a mi expulsión de las mismas. Ese campamento me valía para reintegrarme como cabo primera (equivalente a sargento) al arma de Infantería y, en concreto, al cuartel del Regimiento Jaén 25. De nuevo el simbolismo me regocijó, porque durante la Guerra Civil el cuartel se había llamado Carlos Marx. Mientras mis compañeros de Transmisiones se jugaban la vida en el desierto norteafricano, yo tuve que mandar tropa, veterana o novata, durante dos años, con la graduación militar menos agradecida, pues no eras, por decirlo así, ni obrero ni jefe de taller, sino una especie de capataz, despreciado por los oficiales y odiado por los soldados. De todas formas, poco a poco me di cuenta de que algo peculiar pasaba conmigo en el Regimiento Jaén 25. Desde ser saludado por un teniente coronel con un «No me llenará el cuartel de pasquines, ¿verdad, Casanova?», hasta ser despachado sin sanción por un comandante que me pescó haciendo manitas con mi novia un día que estaba en el servicio de vigilancia. ¿Qué ocurría en aquel regimiento a donde había ido a parar, tras una justa y amable rectificación de un error no recurrido? No lo he sabido nunca y tan solo mantengo la hipótesis de que aquellos jefes militares míos compartían la conspiración monárquica y antifranquista de su superior, el capitán general de Cataluña, Juan Bautista Sánchez González, quien murió en extrañas y nunca aclaradas circunstancias. Debieron de pensar que aquel cabo primera, futuro licenciado en derecho, sancionado por su oposición al Régimen, era un patriota valeroso como ellos pretendían ser, o, en su imaginación ingenua y pedestre, igual que creían en la conspiración monárquica, debieron de creer que yo podría ser algún día ministro o algo parecido. El caso es que no tuve más conflictos en mi vida cuartelera que los habituales entre soldados, cabos primera, sargentos y brigadas, esos pequeños burócratas del Ejército, especializados en beber barreges (mezcla de aguardiente y vino rancio) en la cantina.

Pero, a lo que iba. El campo para el proselitismo ético-social era enorme en un cuartel. Ahora no se trataba de «convertir» a burguesitos niños de papá, sino a hijos del pueblo, a obreros y campesinos, más algún artesano u oficinista. La extraña buena acogida de los altos mandos le dio alas a mi pertinaz imprudencia de misionero entusiasta. La ocasión oportuna me la dio la pereza intelectual de tenientes y alféreces. Tenían la obligación por turnos de impartir las clases teóricas a la tropa, pero una de las materias consistía en fomentar el espíritu patriótico nacional mediante rollos elocuentes sobre las glorias españolas del pasado, sus victorias militares, sus guerras coloniales, sus cruzadas contra moros, comunistas y ateos, etcétera. No hay que decir que casi ninguno de los oficiales estaba preparado intelectualmente para tales enseñanzas y les vino como agua de mayo que hubiera un cabo primera con la carrera de derecho casi concluida, que además tenía fama de simpático, cosa poco usual entre la tropa. Y ahí me tienen dando clase (como tantas veces en mi vida: con alumnos particulares, en academias, colegios y universidades) a unos mílites forzosos que, no es por decirlo, se lo pasaban bastante bien con mis relatos, comentarios, bromas y sutiles insinuaciones a la subversión social. Recuerdo la impresión que produjo en mi auditorio la lectura de unos versos del poeta comunista cubano Nicolás Guillén:

No sé porque piensas tú,

Soldado, que te odio yo,

Si somos la misma cosa

                yo,

                tú.

Tú eres pobre, lo soy yo;

soy de abajo, lo eres tú;

¿de dónde has sacado tú,

soldado, que te odio yo?

No concibo que aquellos actos pedagógicos no tuviesen consecuencias desfavorables para mí. Asistía siempre un viejo brigada, el cual o no entendía nada o, si entendía, estaba de acuerdo, o, si no lo estaba, lo más lógico es que fuera con el chivatazo al mando. En todo caso, el transcurso del tiempo sin amonestación alguna fortaleció en mí la sospecha de que el mando de aquel cuartel protegía más de la cuenta mi temeridad. Al fin y al cabo, el valor se le supone siempre al militar... y al militante.

Tal vez he dejado de explicar las causas últimas de mi pérdida de curso cuando estaba a punto de licenciarme en Derecho. Fue el glorioso final de cinco años intensos, en los cuales transité de mi ingenuo falangismo «de izquierdas» al socialismo revolucionario de inspiración marxista; de una visión unilateral de la historia española contemporánea, propia de la derecha más reaccionaria, a una aceptación racional, moral y más tarde hasta sentimental de las razones del bando perdedor. Mi conversión se debió al ya citado diálogo reflexivo con mi íntimo amigo Alfonso Comín, pero dicho diálogo se nutría de otro más amplio, sostenido con otros amigos suyos republicanos y catalanistas y, por mi parte, con mis compañeros de curso en la Facultad de Derecho; algunos, católicos, como Jaume Lorés. Los demás, educados en institutos o en el Liceo Francés, eran más bien agnósticos. Pero lo interesante es que, por tradición familiar o por ideas propias, todos eran republicanos y de izquierdas (comunistas, socialistas, anarquistas). Yo discutía con Lorés sobre nuestros respectivos ideales: él defendía una democracia cristiana catalanista con una profunda vocación social. Yo veía en él una reencarnación de Léon Bloy. Yo me consideraba de izquierdas por joseantoniano, pero mantenía un monarquismo tradicional y una vocación de cultura cristiana en la que predominaban ideas del pensamiento tradicionalista de Acción Española, puesto al día por ideólogos e historiadores vinculados al Opus Dei, leídos al socaire de un breve y conflictivo contacto con la Obra, empeñada en verme como un prometedor propagandista futuro de su calvinismo. «Por el Dinero hacia Dios».

Con los verdaderos izquierdistas escuchaba más que discutía, pues me interesaba comprobar hasta qué punto coincidíamos en temas sociales, pese a verlos yo todavía como el «otro bando» de la pasada Guerra Civil. Un punto de encuentro fue la coincidencia en criticar la asignatura de economía política, que habíamos estudiado en el primer curso de carrera. En ella se nos presentaba el comportamiento económico como algo lógico, regido por leyes eternas e inmutables, porque respondían a la propia naturaleza humana. Esta se definía como necesariamente codiciosa y competitiva, ya que el objeto de la ciencia económica era precisamente saber el mejor modo de obtener «bienes escasos». De ahí que lo natural de la conducta económica fuera ser egoísta y pragmática.

Esta concepción antropológica me parecía radicalmente equivocada. Mi cristianismo se negaba a aceptar una naturaleza egoísta, porque, aun en el caso de que se tratara de una consecuencia del «pecado original» (en él creía entonces), para superarla estaba la razón humana y el instinto de solidaridad, superior al de conservación. Para conservar su vida, amenazada por la naturaleza salvaje, la humanidad se había servido de su instinto solidario. Si no ¿cómo se explicaba que el hombre fuera el «animal político» del que hablaba Aristóteles? Además, el gran filósofo griego distinguía entre la economía y la pragmática: la primera es literalmente «la administración de la casa familiar» (oikos-nomos), y la segunda, los «asuntos prácticos» o «negocios» (pragmatos). Se debe ser práctico en la administración familiar, pero esta no es un negocio. Ahora bien, si se utiliza el concepto de «práctico» en su corriente acepción amoral, se entiende bien que «hacer negocios» es ser «práctico», dejándose de idealismos éticos. Hay que ser codicioso, competitivo, egoísta. Hay que ser práctico.