La edad de las ilusiones. El cine de Fernando Pérez - Joel del Río - E-Book

La edad de las ilusiones. El cine de Fernando Pérez E-Book

Joel del Río

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Aporte de indudable valía, al concentrarse en uno de los más relevantes creadores cubanos, Fernando Pérez, es este libro. El texto propone un ordenamiento no solo cronológico de las cintas del cineasta, sino que también está agrupado teniendo en cuenta las similitudes estructurales que presentan los documentales y filmes de Fernando Pérez. Las funciones cinematográficas del cromatismo y la musicalización, aspectos de crucial importancia y escasa mención en algunas zonas de la crítica fílmica nacional, han sido captadas y explicadas por Joel del Río con perspicacia. El autor, además, logra hallar el ser humano sobrecogido y doloroso que hay en todo artista, y nos devuelve a Fernando Pérez bajo una luz más precisa; pero también nos obliga a autoexaminarnos en una serie de planos esenciales de la vida personal y cultural cubana.

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Seitenzahl: 355

Veröffentlichungsjahr: 2023

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Edición, corrección y diagramación: Royma Cañas

Diseño de cubierta: Manuel Arias Seijas

Fotografías: Archivo ICAIC

Revisión de la edición electrónica: Carla Muñoz

Realización electrónica: Alejandro Villar

Primera edición:

Ediciones ICAIC, 2016

Joel del Río, 2016

Sobre la presente edición:

© Joel del Río, 2021

© Ediciones ICAIC, 2021

ISBN 9789593043212

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público. Si precisa obtener licencia de reproducción para algún fragmento en formato digital diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) o entre la web www.conlicencia.com EDHASA C/ Diputació, 262, 2º 1ª, 08007 Barcelona. Tel. 93 494 97 20 España.

ICAIC

Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos

www.cubacine.cult.cu

EDICIONES ICAIC

Calle 23 no. 1155 e/ 10 y 12, El Vedado, La Habana, Cuba.

(53) 7838 2865

[email protected]

Índice de contenido
Prólogo
Primeras experiencias de un futuro cineasta
Memorias de un documentalista renuente
El sujeto carente del cine histórico
Familia escindida e identidad amenazada
Poética de autor. Onirismo y metáforas
El autor-demiurgo como referente
Anexo imprescindible
BIBLIOGRAFÍA
Fichas técnicas
Datos del autor

Prólogo

El nuevo libro de Joel del Río, esta vez concentrado en la obra del cineasta Fernando Pérez, constituye un aporte de indudable valía para el conocimiento de uno de los más relevantes creadores cubanos.

El autor ha trazado un boceto inteligente y bien calibrado de los años de formación del realizador, que es importante por muchos aspectos, entre ellos el de apuntar con certeza el radical antidogmatismo de Fernando Pérez y, sobre todo, su indoblegable vocación por el cine. Ese recorrido por los años juveniles está realizado con una selectividad de gran eficacia para acercar al lector al peculiar ser humano que es el realizador. Interesado en el cineasta, Joel del Río no deja de abordar la faceta de escritor de Fernando Pérez, lo cual contribuye a uno de los rasgos más notables del libro: su sentido de visión orgánica del artista, valorado también como periodista y crítico de cine. Todo ese conciso sector biográfico está pensado por el ensayista desde una perspectiva de construcción de una vida, incluso no estrictamente profesional, sino en su sentido pleno. Esto le permite descubrirnos el temprano interés de Fernando Pérez por un tema intemporal y desgarrador, el de la condición humana, que habrá de ser componente de buena parte de su producción como cineasta. Al mismo tiempo, el libro todo es una indagación en la artisticidad, en el fenómeno terrible del ser artista.

La evaluación del período formativo de Fernando Pérez es de un valor extraordinario también porque revela que el conocimiento del cineasta sobre el séptimo arte abarca desde los oficios más modestos hasta las problemáticas más complejas, desde los misterios del vestuario hasta la aventura de la edición. Por razones similares, toda la revisión minuciosa de los años juveniles del aprendiz de director involucra también una serie de facetas de la vida del ICAIC como institución. Se trata, pues, del hombre y su entorno, y esto se logra con una narración de una sencilla eficacia, que hace la lectura tanto más atractiva.

El estudio de la documentalística se caracteriza por su seriedad y por un notable acopio de información sobre los procesos de creación seguidos por el entonces flamante director de documentales. El examen general de esa zona de su obra vale sobre todo como aportación de elementos y experiencias para su futuro cine de ficción. Ahora bien, el lector debe detenerse en particular en el análisis que hace Del Río sobre Omara, sin la menor duda el documental más destacado de esa etapa formativa del cineasta y que, por lo mismo, permite al ensayista un análisis más concentrado y orgánico.

En lo que respecta al cuerpo mayor del libro, el autor ha apelado a una estructura de gran interés: se interesa no tanto por la cronología, como por las similitudes estructurales entre grupos de filmes de la obra de Fernando Pérez.

En el capítulo «El sujeto carente del cine histórico», el estudio de Clandestinos y Hello Hemingway resulta ensimismado y concienzudo. Sobre el primer filme de ficción de Pérez, Joel del Río señala con entera razón como uno de sus aciertos más fuertes «la muestra de un heroísmo desencartonado y cubanísimo». En esa esfera del delineamiento de los personajes de Clandestinos, el autor enfrenta con acierto la obtusa percepción de Jorge Rufinelli, quien echaba en falta en la opera prima la expresión directa y dogmática de unos ideologemas que evidentemente consideraba imprescindibles. Del Río tiene la inteligencia de desestimar ese repunte de estalinismo crítico —del que no faltaron muestras en algún que otro crítico cubano de los años 70— y de destacar con inteligencia y buen gusto que:

poner a discursar a los personajes sobre política y a calibrar los objetivos y metas de su acción inclinaría a Clandestinos hacia el cine cubano de historicismo declamatorio y obvio; además de que tales verbalismos interrumpirían características de toda producción bien concebida respecto al predominio de la acción física, las persecuciones, los falsos culpables, la tensión del suspense y, sobre todo, la identificación con héroes devenidos víctimas, por solo mencionar algunas de las características dominantes del thriller.

Es de agradecer la percepción que formula Del Río en cuanto al carácter de thriller que él advierte en Clandestinos, con la peculiaridad de que en esta ópera prima los protagonistas resultan inmolados por una monstruosa maquinaria de matar y, como subraya el investigador, la estructura canónica del thriller es transformada por el cineasta de una manera que este libro esclarece con nitidez, en un ejercicio crítico muy bien medido. No es casual que el ensayista cite unas palabras del cineasta sobre su filme, en que subraya la eternidad de ciertos temas. Y, en efecto, el tema del crimen colectivo tiene ese sentido de perdurabilidad en la película. Hay que agradecerle a este libro que lo subraye de una manera tan sensata y, por demás, tan bien sustentada en una muy seria revisión de entrevistas, fuentes, intertextos y todo cuanto pudiera aportar para su análisis de la obra de un cineasta cuya filmografía es, sin la menor duda, la más rica y difícil de investigar en toda la historia del cine cubano hasta el presente. Esa cuidadosa y extrema revisión indagadora es uno de los méritos evidentes en el libro de Del Río.

Necesito particularmente destacar una afirmación que resulta fundamental para comprender el cine de autor que ha defendido este director con denuedo: «esta película tiene que ver con la humanización del sujeto histórico, tal y como procediera Fernando Pérez en la anterior Camilo y en la posterior José Martí, el ojo del canario». Del Río pone con ello de manifiesto el carácter innovador que se observa en el cineasta en cuanto a una humanización que había faltado en una serie de películas históricas cubanas, por razones que tal vez queden iluminadas por el rechazo que en su momento experimentó el filme de otro director, Un día de noviembre.

Con semejante receptividad transcurre el análisis de Hello Hemingway, un filme mal apreciado por cierta crítica cubana, tan frecuentemente miope y tan señoreadora de juicios absolutos. Hay en el análisis emprendido un elemento de particular interés: la vinculación que establece entre la protagonista de Hello Hemingway, enfrentada al terrible mundo de sus mayores, y el de las Lauras de Madagascar. Es muy hermoso que Del Río identifique un cierto estremecimiento épico en la lucha de la adolescente por realizarse como ser humano. Es solo de esta manera, en efecto, con una perspectiva humanista, que puede entenderse bien el hondísimo mundo cinematográfico de este realizador. Esta perspectiva crítica, que recorre todo el libro, merece el reconocimiento de todos los que admiramos y, sí, amamos el cine de Fernando Pérez.

Otro aspecto notable es la perspicacia de Del Río para captar y explicarnos las funciones cinematográficas del cromatismo y la musicalización; aspectos de crucial importancia y de tan escasa mención en algunas zonas de nuestra crítica de cine. Debo señalar que he disfrutado mucho una cuestión que solo en apariencia es colateral: el modo en que el ensayista también valora el estado —a menudo desolador— de la crítica cubana: «También se refiere a las virtudes formales de Hello Hemingway Elder Santiesteban, aunque al final adopte la actitud sentenciosa y condescendiente típica de la crítica cinematográfica cubana en aquella época».

Lamento mucho que este prólogo tenga que ser muy estricto en su extensión. En verdad, Del Río ha realizado aquí análisis de gran calado. Detenerse en cada momento peculiar del libro, exigiría revisar, con placer, su estudio de cada filme, lo cual es imposible. Pero no puedo evitar hablar sobre el análisis de Madagascar desde la perspectiva de la disolución de la familia y la crisis de identidad. Con ello, el ensayista no solo aporta una valoración entrañable acerca de uno de los más resonantes filmes del cineasta, sino también es inevitable comprender ese estudio como una aportación, desde la crítica de cine, a la difícil evaluación de un período trágico de la historia cultural cubana, en el cual, por cierto, la confluencia de deterioro familiar y conflicto identitario tuvieron consecuencias de una gravedad todavía no bien aquilatada. Este punto de vista crítico hace que el libro de Del Río cruce los límites específicos del estudio de un cineasta para asomarse al panorama más amplio de la sociedad cubana en los años 90. Por ello, ese ángulo crítico está presente también en la valoración de La vida es silbar, en que asimismo Del Río proyecta su juicio más allá de la imagen fílmica.

Del igual modo, la percepción crítica del filme inmediatamente posterior, Suite Habana, está marcada por el interés de ponderar desde una percepción de la dinámica social en que se encuadran esas películas. No estoy muy seguro de que pueda suscribir la idea de que «las películas posteriores a Suite Habana parecen distanciarse del obligatorio balance sobre el contexto social y material, o sobre lo que es o no es “lo cubano”, y se apropian de poéticas y narrativas más personales».

Recomiendo en particular al lector una lectura especial del estudio sobre La pared de las palabras, ese complejísimo discurso del cineasta sobre el difícil, desgarrador sentido del ser humano y, también, del ser cubano.

Joel del Río cumple en este libro la aspiración más alta que todo crítico encierra en sí mismo: la de dialogar intensa y francamente con otro autor. Su libro es eso: la búsqueda del ser humano sobrecogido y doloroso que hay en todo artista. Con ello, nos devuelve a Fernando Pérez bajo una luz más precisa, pero, también, nos obliga a autoexaminarnos en una serie de planos esenciales de la vida personal y la cultura de la patria.

Luis Álvarez

Primeras experiencias de un futuro cineasta

Puede adivinarse un caudal premonitorio en las circunstancias cinematográficas del año 1944. El 20 de enero se estrena triunfalmente en las salas de México María Candelaria; primer filme latinoamericano premiado y reconocido en Europa. El 2 de marzo se celebra la ceremonia de entrega de los Premios Óscar, que reconoció Casablanca en los renglones de mejor película, guion y dirección; la velada es trasmitida por radio para Europa y Asia, con el objetivo de que la escucharan los soldados norteamericanos que estaban en guerra contra Japón y Alemania. Entre septiembre y octubre llegan a las salas, sucesivamente, tres clásicos del cine negro norteamericano: Double Indemnity, cuyos protagonistas componen una pareja adúltera y criminal; Laura, que consagró la belleza enigmática de Gene Tierney; y To Have and Have Not, en la cual actúan juntos, por primera vez, Lauren Bacall y Humphrey Bogart, en un argumento inspirado en un relato de Ernest Hemingway.

En Cuba, pocos días después de que un huracán destruyera dieciocho cines en La Habana y Pinar del Río, Jorge Negrete hace escala en la capital para ofrecer una función en el teatro Nacional y se constituye, exactamente el 18 de noviembre, el Comité Conjunto de Organizaciones Obreras del Giro Cinematográfico, con el fin de impulsar la aprobación de las leyes del retiro y la sindicalización obligatoria. Un día después, el 19 de noviembre de 1944, nació Fernando Pérez Valdés, que se transformaría en uno de los principales cineastas cubanos de todos los tiempos; cuyas primeras influencias serían, por supuesto, el cine mexicano y norteamericano, que ocupaban principalmente las pantallas cubanas en la primera mitad del siglo xx.

Hijo de Alfonso Pérez y Trinidad Valdés, nacido en Guanabacoa —cuna también de Ernesto Lecuona, Jesús Orta Ruiz, Rita Montaner, Bola de Nieve y Carlos Puebla—, Fernando asegura que el cuatro es su número de suerte porque nació en el año 44, realizó el primer largometraje de ficción a los 44 años y ha conseguido hacer una película cada cuatro años. Pero antes de referirme a todo eso, debo dar cuenta de los primeros encuentros con el cine, aquellos que ocurrieron en las pequeñas salas de barrio en Guanabacoa:

Recuerdo las matinées del cine Carral y las sesiones de películas mexicanas en el Ensueño. Mi padre (que era el cartero del pueblo) me llevaba a ambos cines dos o tres veces por semana, porque ambos éramos cinéfilos. En 1958, vimos juntos El puente sobre el río Kwai, de David Lean y ambos salimos mudos por la emoción. Fue la primera vez que supe que existían directores de cine, porque mi papá solamente comentó: «Esta película está muy bien dirigida». Creo que desde ese momento surgió en mí el deseo de ser cineasta. Tuve que esperar hasta la creación del ICAIC (Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos) para que ese sueño fuera posible.1

1 María de la Soledad: «Entrevista exclusiva conFernando Pérez, director deSuite Habana», enhttp://www.cubarte.cult.cu/periodico/entrevistas/entrevista-exclusiva-con-fernando-perez-director-de-suite-habana/11173.html.

[…] uno, desde que nace, está viendo películas norteamericanas. Eso es inevitable, porque tienen el dominio del medio y saben hacerlo: el cine de espectáculo es Hollywood y, para la mayoría, el cine se identifica con Hollywood. Uno no nace viendo películas de Ingmar Bergman, ni cuando niño quiere ver películas de Fellini o Tarkovski —a no ser que uno sea el hijo de Bergman. Pero yo era el hijo de un cartero de Guanabacoa, común y corriente, y veía las películas en el cine Carral y Ensueño […] Aunque a mi papá realmente le interesaba también un cine que no lo dejara sin emociones y sin reflexiones; por eso nos gustó El puente sobre el río Kwai que, a pesar de ser una película de espectáculo, también te dejaba con una emoción muy intensa sobre el sin sentido de la guerra, la dignidad, el militarismo, el errático orgullo nacionalista.2

2Daniel Díaz Torres: «El cine es la diversidad», en Cine Cubano, La Habana, no. 179, 2009, p. 3.

De acuerdo con otras entrevistas,3la preferencia del futuro cineasta por la narración a través de imágenes se remonta a la época en que estudiaba en los Escolapios de Guanabacoa y se escapaba en el recreo para ir al cine Carral, que tenía un vestíbulo con vitrinas de cristal a cada lado, con unas barandas doradas y lleno con las imágenes de las películas que ponían en la semana. En la contemplación de esas fotos y anuncios, el niño podía imaginar los filmes, soñarlos antes de verlos. Además, el padre lo llevaba al cine por lo menos dos o tres veces a la semana, a ver películas de los más diversos géneros; una pluralidad que seguramente impresionó su inteligencia y lo inclinó a favor de muy diversas estéticas y tonos narrativos.4

3 Ídem.

4 «A pesar de ser un cineasta, el cine me produce una emoción en la que me dejo llevar, me olvido del lenguaje desde niño, he vivido emociones a través del cine que ya forman parte de mi vida» (Vivian Martínez Tabares: «Intuiciones de Fernando Pérez», en Norberto Codina (ed.): Para verte mejor. Pasajes del cine cubano en La Gaceta de Cuba, Ediciones ICAIC, La Habana, 2012).

En varias ocasiones, el cineasta se ha referido a ciertas reminiscencias de su formación católica en películas consagradas, muchas veces, a exaltar el sufrimiento y el sacrificio. En entrevista con Armando Chávez, relata que estudió, desde niño y hasta los 13 años, en una Escuela Anexa, para niños pobres, a los Escolapios de Guanabacoa:

El edificio de la Escuela Anexa, una construcción centenaria, tiene una disposición muy curiosa: está situado en una hondonada. La estructura principal está arriba, pero cuando la calle baja, la parte del edificio de la Escuela Anexa queda como soterrado. En esa escuela, donde se suponía que todos los cristianos fuéramos iguales, los que pagaban eran los de arriba y los que no pagábamos, éramos los de abajo. La iglesia donde se oficiaba la misa tenía una nave central y una parte lateral, que no daba al altar mayor. Durante la misa «los de abajo» estábamos en el lateral y los de arriba, en la nave central. Para seguir los movimientos de la misa, nosotros teníamos que guiarnos por «los de arriba», que estaban en la nave central. Eso siempre quedó en mí. Recuerdo que en esa escuela se vivieron muchas contradicciones entre la dirección eclesiástica, muchos problemas humanos entre los curas, de los cuales yo no tenía mucha conciencia. Pero ya al final yo me decía: «no son tan divinos, son terrenales como nosotros». Había decisiones (eso es lo que pienso hoy) que eran dogmáticas, fanáticas, estrictas, que no tenían que ver con una educación libre y abierta. Todo eso me marcó, pero también me marcó la espiritualidad. He conservado esa espiritualidad, a pesar de que, cuando accedí a otras lecturas y leí y creí en el marxismo, milité en las filas de la Juventud Comunista y llegué a tener una visión marxista de la vida, pero nunca dejé de creer en la idea de Dios. Algo que tiene que ver mucho conmigo son los versos de Machado: «converso con el hombre que va conmigo, // quien habla solo espera hablar a Dios un día». Y yo converso mucho conmigo mismo. En cada ser humano, en la naturaleza misma y en la vida hay fuerzas espirituales desconocidas. Existen muchos misterios aún a los que no trato de buscar respuesta. Están ahí, me atraen y vivo esa espiritualidad con mucha fuerza. No comparto una idea de Dios dogmática, represiva y fanática. Tanto en la religión, como en la política, como en la vida, estoy en contra de todos los fundamentalismos. La idea de Dios a través de la práctica de las religiones se ha convertido en un fanatismo que rechazo totalmente. Busco en el diálogo con la idea de Dios la espiritualidad, la libertad de todos los arcanos insondables del universo y el hombre; la ausencia de todo dogmatismo y fanatismo. Busco una experiencia enriquecedora, no reductora.5

5 Armando Chávez: «Nunca miro hacia atrás con ira», en http:// librinsula.bnjm.cu/1-205/2004/mayo/18/entrevistas/entrevistas44.htm.

Por los azares recurrentes de la historia cultural cubana, en la misma Guanabacoa donde descubrió las maravillas del cine, pero más de un siglo antes, fue publicado uno de los primeros poemas deJosé Martí en las páginas del periódico localEl Álbum. Se titulaba «A Micaela» y estaba dedicado a la esposa deRafael María de Mendive, el director del Colegio San Pablo, intelectual y maestro de juventudes, quien mucho apoyó —entre otros— al joven José Martí para que pudiera continuar sus estudios interrumpidos por las dificultades económicas hogareñas.6 Y en esa misma Guanabacoa, tan vinculada a las historias personales de José Martí y de Fernando Pérez, se eligieron varias localizaciones para rodar José Martí, el ojo del canario (2010), que muestra a un ser humano particularmente sensible e inteligente en la travesía iniciática de entender su familia, su país y el mundo, con todos los miedos, incertidumbres y pequeñeces propias de esas edades.

6 Además, el 27 de abril de 1879, en el Liceo de Guanabacoa, Martí pronunció un discurso en el homenaje tributado al violinista Rafael Díaz Albertini, donde proclamaba que «los hijos trabajan para la madre […] Para su patria deben trabajar todos los hombres».

A la antigua Villa de Pepe Antonio, con su calle Martí, las edificaciones vetustas, y la fuerte identidad verificada a través de numerosas tradiciones culturales —a menudo asociadas con los cultos afrocubanos de santería, palo monte y abakuá—, se vinculan los años juveniles de Fernando Pérez.

Con 14 o 15 añosFernandoPérez había estudiado solo Comercio. En su casa había necesidad de que empezara a trabajar y, como era el varón de la familia, se vio compulsado por una circunstancia doméstica bastante similar a la de los protagonistas deHello Hemingway(1990) yJosé Martí, el ojo del canario; aunque sus padres nunca lo obligaron a nada y jamás le impusieron una labor que no tuviera que ver con su vocación. En marzo de 1959 comenzó a trabajar llevando libros de contabilidad.

En la adolescencia empiezo a entender que, para llegar a ser cineasta, o escribir críticas de cine, uno tiene que tener una cultura, una formación, una visión del mundo y del cine, que no es una expresión aislada porque está vinculada a otras manifestaciones. Para llegar a ser cineasta tenía que estudiar una carrera de letras y de arte en la Universidad, y yo solo había estudiado comercio.7

7Daniel Díaz Torres: ob. cit., pp. 3-4.

En el tránsito de la adolescencia a la juventud, se matricula en la escuela de idiomas Jan Amos Comenius, sita en el antiguo Capitolio, para estudiar el idioma ruso. Impulsado por sus lecturas de Dostoievski y Pushkin —el realismo psicológico del primero y el maximalismo romántico del segundo tal vez ejercerían cierta influencia en la obra del futuro cineasta—, lo aprendió durante seis meses porque hacían falta traductores. Con 17 años empezó entonces a traducir al español obras técnicas sobre construcción e ingeniería en el Ministerio de Obras Públicas.

La nación estaba cambiando sus derroteros y Fernando había aprovechado las oportunidades para sustituir el comercio por la traducción. Justo en ese momento, 1961, ocurre la fracasada invasión por Playa Girón, se proclama el carácter socialista de la Revolución y se intensifica, paulatinamente, la colaboración económica, cultural, política, técnica y militar con la Unión Soviética ante el bloqueo y la hostilidad norteamericana. Como parte de uno de estos convenios de colaboración cultural, en octubre de 1961 llega a La Habana el cineasta soviético Mijaíl Kalatózov para preparar el guion de lo que sería la coproducción épica Soy Cuba. Fernando Pérez había traducido al español, mientras pudo, libros técnicos; pero su máximo anhelo era trabajar en el cine.

Un día se presentó en la sede del Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC), donde lo recibieron en el octavo piso Mirita Lores y Camilo Vives —luego productor de algunas de sus principales películas. Llenó una planilla en la que le preguntaban sobre los libros que había leído, los filósofos que conocía, música, sus pintores preferidos y muchos otros temas indicadores de su formación artístico-cultural. Lo encerraron en un cuarto y allí perdió la noción del tiempo escribiendo las respuestas. Pensó que había permanecido una hora o dos, pero resultó que había entrado a las once de la mañana y salido a las seis de la tarde. Después de un tiempo, lo llamaron para trabajar en el mismo ICAIC donde Tomás Gutiérrez Alea y los camarógrafos Julio Simoneau y Pablo Martínez habían rodado, en aquellos días, el Noticiero ICAIC Latinoamericano, llamado luego Muerte al invasor (1961).

En la misma época se estrena el primer clásico de «la escuela documental cubana»: Historia de una batalla (1962), de Manuel Octavio Gómez, que registraba la emoción y la mística de la Campaña de Alfabetización. Luego, la Comisión de Estudios y Clasificación de Películas prohíbe el documental PM (1961), de Sabá Cabrera Infante y Orlando Jiménez Leal, por considerarlo «nocivo a los intereses del pueblo cubano y su Revolución». Fidel da su mítico discurso a los intelectuales, en que se proclama: «Dentro de la Revolución, todo; contra la Revolución, nada». Por otra parte, el ICAIC comienza la intervención y nacionalización de las empresas distribuidoras de películas, y estrena los dos primeros números de la Enciclopedia Popular, que sirvió de escuela al pueblo de Cuba y permitió el entrenamiento de los nuevos cineastas, en trance de aprender el oficio. Entre estos nuevos cineastas todavía no estaba Fernando Pérez: su camino hasta los rodajes sería un poco más largo y accidentado.

Finalmente lo llamó Camilo Vives, entonces jefe de personal del ICAIC, y le asignaron la plaza de asistente de producción C porque se suponía que luego pasaría a ser asistente B, A y que, en unos pocos años, accedería a la dirección. Uno de sus primeros trabajos fue en la coproducción cubano-checoslovaca Para quién baila La Habana, estrenada en 1963; el mismo año en que la francesa Agnès Varda realiza en Cuba Saludos, cubanos y Santiago Álvarez filma el paso del huracán Flora, imágenes que trascendieron como el documental Ciclón. En la película cubano-checa, dirigida por Vladimir Cech, con guion del escritor Onelio Jorge Cardoso, como asistente C realizó básicamente trabajos de mensajería y de ayuda en la coordinación para los rodajes en exteriores. Tuvo que renunciar al salario de $250 que le pagaban en Obras Públicas como traductor y empezar a cobrar $85 como asistente de producción, de modo que la situación económica de la familia volvió a complicarse. No obstante, le apoyaron diciéndole que, si en el cine estaba su vocación, tenía que olvidarse del dinero y tratar de hacer películas. Luego, le propusieron una beca en Europa oriental para que se capacitara con vistas a llegar a dirigir alguna vez; concedidas también a Octavio Cortázar y Luis Felipe Bernaza, quienes desarrollaron carreras paralelas a la de Fernando Pérez. Sin embargo, le fue imposible aceptar debido a la frágil salud de su madre.

Fernando simultaneaba su trabajo en el ICAIC con las clases de ruso que impartía en la Escuela de Idiomas dos horas todas las tardes a las jóvenes maestras Makarenko. En 1968, trabajaba además en la biblioteca del ICAIC como traductor de ruso, mientras seguía soñando con hacer cine. Allí le fue posible ir conociendo, poco a poco, a la mayor parte de los realizadores del cine cubano e irse contagiando con el espíritu creativo que predominaba en el Instituto. En 2006 —cuarenta años después de que Fernando trabajara en la biblioteca— en el acto de entrega del Premio Nacional de Cine a Enrique Pineda Barnet, Fernando relató una anécdota muy «sesentera» que remite a su época en la biblioteca del ICAIC y que explica, con hermosas y precisas palabras, cuánto de relevante tiene para él la obra de Pineda Barnet:

Un día vi a Enrique buscando febrilmente entre libros, revistas y folletos. «Necesito encontrar consignas, ideas, grafitis movilizadores» me dijo. Recordé que había leído en una revista L`Express un reportaje sobre la Sorbona pintada con reclamos revolucionarios y subversivos, pero no recordaba el número. Juntos buscamos y al fin aparecieron. […] No recuerdo si Enrique utilizó algunos de estos grafitis en un documental, o en una obra de teatro experimental que comenzó en los pasillos del ICAIC y terminó por toda la calle 23, trastocando el tráfico. Lo que sí recuerdo es su ardiente emoción creadora, que se expresaba en tratar de cambiar el lenguaje, de subvertir el orden establecido, y quemar lo viejo con las armas de la imaginación.8

8 Dice más adelante: «[…] cuando veo a Enrique me viene a la mente (como a casi todo el mundo) La bella del Alhambra. Solo que en mi caso La bella… resulta doblemente mágica, porque contiene la versión de la canción Quiéreme mucho interpretada por Omara Portuondo (versión que he utilizado más de una vez en mis películas). Para mí, esa interpretación ha quedado como una de las más hermosas expresiones del buen amor por todo, pero más profundamente por Cuba. Son esos sentimientos de imaginación, audacia, subversión y amor por Cuba en la obra de Enrique Pineda Barnet los que me regocijan hoy porque mi amigo Enrique recibe el Premio Nacional de Cine 2006».

Cuarenta años antes de que esas palabras llenaran la sala Chaplin, Fernando Pérez ya trabajaba en relación más o menos indirecta con el cine cubano. Sin embargo, sabía que a finales de los años 60 le faltaba todavía la madurez intelectual para entrar de lleno en la actividad cinematográfica. Entonces le llegó la noticia de que posiblemente lo admitieran en la Escuela de Letras. La primera prueba era de literatura española. Empezó a estudiar enormes volúmenes, sin dormir, y recuerda que lo rindió el cansancio justo después de pasar por Calderón de la Barca y La vida es sueño. Tuvo la suerte de que fue ese y no otro el tema del examen, que fue considerado muy bueno y le valió ser admitido. Hizo el primer año y luego pasó a la licenciatura en ruso, con la perspectiva de terminar la carrera de Filología en esa especialidad. Tuvo la suerte de poder cambiarse a la especialidad de Lengua y Literatura Hispánicas, y contar con un excelente claustro de profesores: Camila Henríquez Ureña, Vicentina Antuña, Beatriz Maggi, José Antonio Portuondo y Mirta Aguirre, entre otros.

Cuando recuerdo a Mirta Aguirre que nos hablaba del pensamiento por imágenes, pienso que así soy yo. De ahí mi pasión por el cine. Veo películas desde mi niñez, y lo hacía con el sueño de realizar una […] Todo lo pienso por imágenes. Voy por las calles y estoy mirando ángulos de cine, aunque el cine no solo es la imagen. La sensación de entrar a una sala oscura y vivir otra realidad me gusta, como también crearla para los demás. Yo soy un cinéfilo.

Y tal cinefilia se complementó durante cinco años no solo con los estudios en la carrera de Letras —casi todas sus películas posteriores parten de narraciones preexistentes—, sino con el trabajo como crítico y ensayista en el Centro de Información del ICAIC.

Fernando llegaría a colaborar no solo con la revista Cine Cubano. En 1970, Pensamiento crítico edita un número especial dedicado al cine cubano, donde publica un acercamiento a Memorias del subdesarrollo. En ese trabajo subraya lo que sería su obsesión como realizador: la colocación de la forma, los códigos del cine y sus estructuras narrativas, en función del tema, del concepto que inspira la película:

El filme tiene a su disposición todas las posibilidades para expresar el contenido: su estructura es sólida y compacta, pero también es libre, abierta, despejada —como las novelas de Pío Baroja: «un saco donde todo cabe». La intención llega a plasmarse como un collage, pero un collage hábilmente organizado desde el punto de vista cinematográfico. […] Es un filme sobre el compromiso y un filme comprometido, y esto en definitiva sigue siendo su mayor mérito a los dos años de su estreno. Su realización —hay que mencionar la música, la fotografía, la correcta actuación— logra una objetividad que, sin dejar de ser dialéctica, es partidaria: la objetividad del artista revolucionario. En este sentido, es un claro ejemplo de análisis, una lección de oficio cinematográfico.9

9Fernando Pérez: «Memorias del subdesarrollo», en Pensamiento Crítico, no. 42, julio de 1970, La Habana.

El futuro cineasta compartirá a lo largo de toda su filmografía conceptos sobre la honestidad intelectual similares a los defendidos por Gutiérrez Alea; honestidad intelectual que él denomina, en el comentario de Pensamiento crítico «objetividad del artista revolucionario».10

10 Más o menos en la misma época en que aparece este comentario, algunos intelectuales cubanos proclaman la necesidad de un arte comprometido con la reflexión y la crítica responsable. Los conceptos de Gutiérrez Alea sirvieron de plataforma ideológica para la acción del ICAIC y para las películas más críticas de Fernando Pérez (Madagascar, 1993), Humberto Solás (Barrio Cuba, 2005), Daniel Díaz Torres (Alicia en el pueblo de Maravillas, 1990) u Orlando Rojas (Papeles secundarios, 1989). Al respecto, escribe Gutiérrez Alea: «La lucha ideológica debe ser desarrollada en profundidad, y es una responsabilidad de los intelectuales tanto como de la dirigencia política. Es el único camino que puede conducirnos a rescatar la confianza, a sentir que participamos realmente. Es el único antídoto contra la abstinencia, la despolitización, el retiro, el enclaustramiento, los más o menos justificados silencios, y por otra parte, también contra el oportunismo servil, es decir, contra todo aquello que significaría la esterilización de nuestra cultura» (Tomás Gutiérrez Alea: «Memorias del subdesarrollo. Notas de trabajo», en Cine Cubano, La Habana, nos. 45-46, 1973, p. 21).

Los polémicos años 60 transcurrieron, para Fernando Pérez, en el fragor de un ICAIC que se las arregló para mantenerse en la proa de las vanguardias y para legitimar el cine desde los valores artísticos y la expresión de la nacionalidad. El Instituto no solo generó una producción cinematográfica amplia y diversa en cuanto a la ficción, el documental y el dibujo animado; sino que también impulsó la exhibición y conocimiento de lo mejor del cine mundial, dio aliento a la Cinemateca de Cuba y a sus ricos archivos fílmicos, emprendió iniciativas como los cinemóviles, creó un espacio para el desarrollo del cartel cubano por parte de destacados artistas plásticos, dio vida al Grupo de Experimentación Sonora, generó el Noticiero ICAIC Latinoamericano con frecuencia semanal y la revista Cine Cubano. En estos dos últimos proyectos Fernando participaría con entusiasmo. Sobre esos años fecundos habló en un texto titulado «La década prodigiosa», donde aseguró que la retrospectiva a proyectar en la VII Muestra de Nuevos Realizadores incluía «cortos, documentales y noticieros verdaderamente polémicos, es decir: audaces, irreverentes, diversos», y esta breve caracterización alcanza a definir las principales peculiaridades del cine cubano en esta época.11

11Fernando Pérez: «La década prodigiosa», en Catálogo de la Séptima Muestra de Nuevos Realizadores, La Habana, 2008, p. 63. Entre los seleccionados para la retrospectiva se encontraban: En un barrio viejo (1963) y Coffea Arabiga (1968), de Nicolás Guillén Landrián; Guanabacoa, crónica de mi familia (1966) y En la otra isla (1968), de Sara Gómez; La canción del turista (1967), de Pastor Vega; Vacaciones (1969), de Santiago Villafuerte; Hombres de Mal Tiempo (1968) de Alejandro Saderman; Con los pobres de la tierra (1962), de Alberto Roldán; Suspiro 20 (1968), de Miguel Fleitas; Saludos, cubanos, de Agnès Varda; PM, de Sabá Cabrera Infante y Orlando Jiménez Leal; Hombres de Renté (1965), de Rogelio París; Salón de Mayo (1968), de Bernabé Hernández; …Y me hice maestro (1961), de Jorge Fraga; Asamblea General (1960), de Tomás Gutiérrez Alea; y los números 245, 247, 308, 320, 421, 427, 442 y 445 del Noticiero ICAIC Latinoamericano, concebidos entre 1965 y 1968 por Santiago Álvarez.

Fernando Pérez se había integrado plenamente a una de las muchas prácticas creativas y singulares del ICAIC: en el Centro de Información se reunieron varios intelectuales que se vieron obligados a conocer la praxis, y la teoría cinematográfica, a través de la escritura de ensayos, críticas o artículos en la revista Cine Cubano. Al igual que otros, que también fungieron en algún momento como asistentes de dirección (Gerardo Chijona, Rebeca Chávez, Marisol Trujillo, Daniel Díaz Torres y Fernando Pérez), tuvo que asumir la privilegiada versatilidad de hacedor y juez del cine cubano. Fernando se especializó en cine soviético, dada su marcada preferencia y conocimientos de la cultura e idioma de aquel país; aunque su trabajo periodístico y crítico abarcaba otros temas. En 1972, entrevistó, en compañía de otros redactores de la revista Cine Cubano (Daniel Díaz Torres, Enrique Colina y José Antonio González), al boliviano Jorge Sanjinés cuando visitó Cuba. Durante esa década conversó además con los realizadores soviéticos Serguei Soloviov y Daniil Jrabovitski; este último realizador de El dominio del fuego, en la cual Fernando reconoce que «trasmite, a través del itinerario individual de un científico, toda la compleja trayectoria de formación y construcción del socialismo en la Unión Soviética». Puesto a seleccionar los artículos o ensayos que más lo satisfacen de aquel período, o los que mejor recuerda, menciona Una pedagogía reaccionaria, sobre los dibujos animados de Walt Disney, muy influido por el fundacional ensayo Para leer el Pato Donald, de Armand y Michèle Mattelart; y una crítica nunca publicada sobre Ocho y medio, el filme de Federico Fellini sobre las angustias del autor cinematográfico, sus crisis creativas y las interioridades sicológicas del creador.

Entre los varios escritos de Fernando Pérez destaca también un reportaje sobre la filmación de Los días del agua (1971, Manuel Octavio Gómez), aparecido en la revista Cine Cubano. El texto manifiesta una mirada integradora y atenta que se asoma a los muy diversos momentos creativos por los que atraviesa la realización de una película:

Cuando Bernabé Hernández —documentalista, colaborador del guion— estuvo en Pinar del Río, tropezó con la historia de Antoñica Izquierdo, una campesina que en 1936 alcanzó uno de los primeros planos de la atención nacional. La vida de esta pobre mujer, una mística iluminada, que llegó a ser, por el fanatismo que despertó en el pueblo, un catalizador de los rejuegos políticos de la época, era un tema perfecto para un largometraje. Una vez desarrolladas las líneas generales de la anécdota, se le presentó la idea a Manuel Octavio Gómez, que encontró en ella un campo ideal para continuar los temas y propósitos de su filme anterior: La primera carga al machete. Inmediatamente se trabajó la historia: se hicieron entrevistas a los protagonistas del hecho, se recopilaron opiniones y se hizo una profunda investigación en los documentos, revistas y periódicos de la fecha. Quizás uno de los puntos más interesantes del trabajo alrededor de la película haya sido el tratamiento estilístico del tema. […] En cierta medida, Los días del agua es una ampliación de los recursos utilizados en La primera carga al machete: está el cine encuesta, la cámara en mano, y sobre todo, el aprovechamiento de la técnica del documental. Esto no indica que se haya seguido un criterio naturalista; el lenguaje simbólico, la alegoría, la intención expresionista, están presentes a lo largo del filme. […] predomina la improvisación como puente para alcanzar una mayor espontaneidad en la puesta en escena. Prácticamente no existió un ensayo exhaustivo con los actores. […] Día tras día, el director y el fotógrafo llegaban al set, montaban la escena junto con los asistentes, planteaban los movimientos a seguir y explicaban el sentido de la acción. Una vez organizado el conjunto, se hacía la primera toma, de manera que la cámara pudiera sumergirse en una realidad recreada, captando las imágenes más espontáneas, directas, documentales.12

12Fernando Pérez: «Los días del agua», en Cine Cubano, La Habana, nos. 69-70, 1971, p. 158.

Luego de graduarse como licenciado en Lengua y Literatura Hispánicas —título que le aportó, entre muchas otras cosas, la posibilidad de hacer periodismo y crítica cinematográfica en las páginas de Cine Cubano—, Fernando atiende con preferencia sus funciones de asistente de dirección. En pleno inicio del llamado Quinquenio Gris, tuvo la suerte de que su primera encomienda fuera Una pelea cubana contra los demonios (1971), dirigida por el mayor de los cineastas cubanos: Tomás Gutiérrez Alea, más conocido en el medio como Titón. Al joven asistente lo responsabilizaron con el vestuario, sobre todo de la gente de pueblo. Su tarea consistió, primero, en visitar almacenes, escoger distintos géneros de ropa y transformarla en los diseños que estipulaba el departamento de vestuario para la película. Cuando hubo terminado las muestras, el director rechazó todo el trabajo y aseguró que esa era precisamente el tipo de ropa que no se quería. El joven asistente se sintió desmoralizado e intentó abandonar el proyecto; pero Titón le explicó que el error era de todos, pues se trataba de un período de exploración y, en medio de la búsqueda, el error era seguro. Había que seguir probando. Finalmente, Fernando le entregó a los actores y extras la ropa sin lavar, con lo cual logró el efecto de envejecimiento y la apariencia propia del pretérito colonial. El director aprobó el vestuario solo después de que el uso y manipulación erosionaran y ensuciaran suficientemente los tejidos. Este episodio fue un aprendizaje forzoso para el joven asistente de dirección.

De Titón, Fernando confiesa haber aprendido el rigor de la búsqueda intensa, la inconformidad, la necesidad de profundizar en cada aspecto, el cuidado con la preparación, el modo en que ensayaba con los actores, cómo concebía cada personaje y lo discutía con cada intérprete. Y, tal vez, haya heredado también la habilidad para la expresión metafórica del pasado que se refiere, tangencialmente, a problemas del presente. Una pelea cubana contra los demonios adapta la obra homónima de Fernando Ortiz, a partir de un guion coescrito por Miguel Barnet y Vicente Revuelta; dos imprescindibles de las letras y el teatro en Cuba. Es un intento, según su director:

de hurgar en nuestro pasado más oscuro, de ver con nueva luz nuestros primeros pasos, todavía al margen de la historia, de tomar conciencia de nuestras raíces. A partir de ahí, naturalmente, se pondrán de manifiesto nuestras inquietudes sobre la condición humana, sobre el hombre de todos los tiempos. Porque no hay que reírse cuando nos hablan de demonios, como si se tratara de una cosa del pasado. Hoy podemos llamar de distintas maneras esas manifestaciones aberrantes que se producen entre los hombres en determinadas circunstancias.13

13 Tomás Gutiérrez Alea: Alea: una retrospectiva crítica, Letras Cubanas, La Habana, 1998, p. 125.

La persecución de temas contemporáneos o eternos, en personajes o acontecimientos del pasado, también caracteriza Clandestinos (1987), Hello Hemingway y José Martí, el ojo del canario; alegorías al presente tal vez derivadas de la influencia de Gutiérrez Alea. Pero Fernando heredó también un cierto sentido de la honestidad, del rigor y de la franqueza capaz de convertir al creador en un ser libre y responsable, conciencia crítica de la nación. Cuarenta años después de que se rodara Una pelea cubana contra los demonios, en entrevista concedida a Mayli Estévez, el director aseguró:

Me place afirmar que soy un director que hace el cine que quiere, que sigue su brújula interior. Mi referencia de rigor: Titón. Una tribuna donde la crítica es para construir, y no se incita por provocar. Con Suite Habana nadie me supervisó el trabajo y no se quitó un pie de la película. Pero sé que hubo sus prejuicios, y luego del estreno tuvo lecturas extremas. Entiendo que el creador, el artista, tiene viento en la cabeza; no conoce límites, no está sujeto a géneros o edades, es absolutamente libre.14

14 Mayli Estévez: «El cine que yo quiero», en http://alocubano.wordpress.com/2011/05/12/.

El primer lustro de los años 70 estuvo marcado por tres experiencias cinematográficas que tributaban al documental, en combinación con momentos de puesta en escena. Fernando Pérez, aún un cineasta en ciernes, tuvo el privilegio de participar en estas tres experiencias: Girón (1972), Ustedes tienen la palabra (1973) y El otro Francisco (1974), las cuales recurrían al llamado docudrama, o ficción distanciada para hacerla más objetiva, inmediata.

El documental dramatizado Girón, dirigido por Manuel Herrera, fue la primera asistencia de dirección que debió asumir en solitario. Se ocupó del vestuario, de los figurantes (una tropa de 300 reclutas) y de la complicada pirotecnia para conseguir reconstruir la batalla en imágenes. Además, en su papel de asistente, colaboró con el guion de Ustedes tienen la palabra, largometraje de ficción dirigido por Manuel Octavio Gómez; y en la prefilmación de El otro Francisco, la primera entrega de la trilogía sobre la esclavitud y el coloniaje que convirtió a Sergio Giral en uno de los principales cineastas de esa década.