La escritura de la memoria - Jaume Aurell Cardona - E-Book

La escritura de la memoria E-Book

Jaume Aurell Cardona

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Beschreibung

Esta segunda edición realiza un vibrante recorrido por la historiografía del siglo XX, combinando admirablemente el desarrollo de la teoría con la exposición de los autores y las obras concretas. Repasa las corrientes que han dominado la disciplina histórica durante el siglo pasado: los positivismos de entresiglos, los historicismos de entreguerras, la eclosión y desarrollo de la escuela de los Annales, los marxismos y los estructuralismos de la larga posguerra asociados a una historia de carácter socioeconómico, la eclosión del postmodernismo y de los giros lingüísticos y antropológicos en los años setenta, la crisis de los años ochenta, la recuperación de viejos temas y metodologías a través de las nuevas historias, el giro cultural de los años noventa y, por fin, lo que el autor denomina el recurso a las terceras vías, que parece dominar el panorama historiográfico actual. El resultado es un libro apasionante, escrito con una lucidez y claridad ciertamente llamativas, que se convertirá en una herramienta indispensable para los profesionales de la historia en general, para los estudiosos de otras ciencias sociales (filosofía, literatura, sociología, antropología, lingüística), que han de utilizar tantas veces las herramientas de la disciplina histórica, y, por fin, para los alumnos de segundo ciclo de la carrera de historia, que se enfrentan por primera vez a la dimensión más teórica de la disciplina.

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Seitenzahl: 621

Veröffentlichungsjahr: 2017

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LA ESCRITURA DE LA MEMORIA

DE LOS POSITIVISMOSA LOS POSTMODERNISMOS

Jaume Aurell

Segunda ediciónrevisada y ampliada

UNIVERSITAT DE VALÈNCIA

Esta publicación no puede ser reproducida, ni total ni parcialmente, ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, ya sea fotomecánico, fotoquímico, electrónico, por fotocopia o por cualquier otro, sin el permiso previo de la editorial.

1.ª edición: enero, 2005

2.ª edición: revisada y ampliada, enero, 2017

© Jaume Aurell Cardona, 2017

© Universitat de València, 2017

www.uv.es/publicacions

[email protected]

© De la imagen de la cubierta:

Damià Díaz, Xarxa i ombres [peça modulable],

piezas de hierro soldado, 50 × 45 × 30 cm

Diseño y maquetación: Inmaculada Mesa

Diseño de la cubierta: Celso Hernández de la Figuera

ISBN: 978-84-9134-089-8

El sentido que se atribuye a las cosas al mirarlas

es lo que incita oscuramente a la memoria

a seleccionarlas para luego

CARMEN MARTÍN GAITE

No recordamos las cosas

porque ellas nos hayan interesado,

sino que nos interesan

por el recuerdo que ya tenemos de ellas

EUGENI D’ORS

ÍNDICE

AGRADECIMIENTOS

PRÓLOGO A LA SEGUNDA EDICIÓN

INTRODUCCIÓN: LA FUNCIÓN DE LA HISTORIOGRAFÍA

I. DE ENTRESIGLOS A ENTREGUERRAS: EL AGOTAMIENTO DE POSITIVISMOS E HISTORICISMOS

Las estrategias disciplinares: la historia y las ciencias sociales

La eclosión de la sociología

La efímera revitalización de los historicismos

II. LA HORA DE LA DISCIPLINA HISTÓRICA: LOS ANNALES

Revista histórica, corriente generacional y escuela nacional

Los fundamentos sociológicos de los Annales

Los fundadores: Lucien Febvre y Marc Bloch

III. LA DICTADURA DEL PARADIGMA DE POSGUERRA

El estructuralismo histórico francés

La escuela marxista británica

Las grandes monografías: la tierra, los hombres y las estadísticas

IV. LA TRANSICIÓN DE LOS SETENTA: DE LAS ECONOMÍAS A LAS MENTALIDADES

La agonía de los modelos de posguerra

La tercera generación de los Annales: los imaginarios y las mentalidades La ciencia social histórica en Alemania: la escuela de Bielefeld

V. EL POSTMODERNISMO Y LA PRIORIDAD DEL LENGUAJE

El desencadenamiento del postmodernismo

La reapertura del diálogo disciplinar: el giro antropológico

El influjo del linguistic turn en la historiografía

VI. EL GIRO NARRATIVO

El redescubrimiento del relato

El viraje metodológico: del análisis a la narración

Itinerarios de los narrativistas

VII. LA CONMOCIÓN DE LOS OCHENTA

La crisis de la disciplina histórica

El legado de los Annales

El declive de las escuelas nacionales

VIII. LAS NUEVAS NUEVAS HISTORIAS

El sentido de lo nuevo en la historiografía

La dinámica del poder: la nueva historia política

El opio vencido: la centralidad de lo religioso

IX. EL GIRO CULTURAL

La nueva historia cultural

Relatos microhistóricos

Símbolos, lenguajes y sociedades

X. MÁS ALLÁ DEL POSTMODERNISMO

La vía radical: la corta duración

La vía posibilista: la larga duración

Más allá de los giros

XI. LA RENOVACIÓN DESDE LOS MÁRGENES

La vida cotidiana: de la cultura material a las emociones

La historia de género

Historias subalternas y estudios postcoloniales

XII. LA RENOVACIÓN DESDE FUERA

De Wikipedia a los cómics: los nuevos géneros históricos

De la fragmentación a la síntesis

Historia, memoria y autobiografía

ANEXOS

1. HISTORIADORES Y TENDENCIAS

2. SELECCIÓN DE OBRAS HISTÓRICAS

BIBLIOGRAFÍA

ÍNDICES

AGRADECIMIENTOS

Este libro tiene su origen en una estancia de investigación que desarrollé en la Universidad de California en Berkeley, invitado cortésmente por el Prof. Milton Azevedo. Allí me familiaricé con la bibliografía relacionada con la historiografía contemporánea. Quiero agradecer especialmente la buena acogida y las atenciones que tuvieron conmigo algunos colegas norteamericanos durante mi estancia en ese país, que me facilitaron también la comprensión de algunos de los fenómenos historiográficos más recientes: Anthony Adamthwaite (Berkeley), Thomas N. Bisson (Harvard), Paul Freedman (Yale), Philippe Buc (Stanford), Anthony Grafton (Princeton), Stephen Jaeger (Illinois-Urbana), Adam J. Kosto (Columbia), Kathryn A. Miller (Stanford), Teófilo F. Ruiz (UCLA) y Gabrielle M. Spiegel (Johns Hopkins).

Ya en Europa, tuve la oportunidad de visitar la Universidad de Cambridge, gracias a la acogida de los Profs. David Abulafia y Joan Pau Rubiés, actualmente profesor de la London School of Economics. Allí pude conocer de primera mano la tradición historiográfica británica y completar algunas de las ideas acerca de su influjo.

El conocimiento de la historiografía francesa me llegó a través de Martin Aurell, de la Universidad de Poitiers. A él vaya uno de los principales agradecimientos de este libro, por su continuo aliento y por las asiduas conversaciones historiográficas que hemos mantenido durante estos últimos años. En una larga estancia en París pude también conversar con Xavier Guerra, que con su habitual perspicacia, espíritu crítico, sentido del humor y buenas dosis de método socrático, consiguió enderezar alguna de las ideas superficiales con las que en ocasiones me había contentado.

Ignacio Olábarri y José Enrique Ruiz-Domènec han seguido con atención la elaboración de este texto y sus sugerencias me han acompañado a lo largo de todo el proceso de su construcción. Un especial agradecimiento va dirigido a mis colegas de la Universidad de Navarra que, en la fase final de la redacción, se avinieron generosamente a repasar las diferentes versiones de la obra, que nunca acababan de ser definitivas: María Ángeles Artázcoz, Vicente Balaguer, Mónica Codina y José Luis Illanes.

No quiero dejar de reseñar algunos de los colegas con los que he mantenido vivas conversaciones sobre la situación de la historiografía actual, que de un modo u otro han quedado reflejadas en el texto final: James Amelang, Franco Cardini, Jordi Casassas, Francisco Javier Caspistegui, Agustí Colomines, Rocío Davis, Onésimo Díaz, Álvaro Ferrary, Agustín González Enciso, Elena Hernández Sandoica, María Morrás, Julia Pavón, Pablo Pérez López, Alfons Puigarnau, Enric Pujol, Gonzalo Redondo, Federico Requena, Antoni Riera, Flocel Sabaté, Fernando Sánchez Marcos, Jaume Sobrequés, Jesús M. Usunáriz y Pablo Vázquez.

Quienes nos beneficiamos de los servicios de la Biblioteca de Humanidades de la Universidad de Navarra somos conscientes de que difícilmente se puede encontrar un ámbito mejor para desarrollar nuestras investigaciones en el ámbito de las ciencias sociales, tanto por la calidad de su fondo documental como por la racionalidad de su funcionamiento y la profesionalidad de quienes la sacan adelante día a día.

Por fin, guardo una especial deuda de gratitud con Antoni Furió y Pedro Ruiz Torres, quienes han posibilitado, con su confianza, la publicación de este trabajo.

PRÓLOGO A LA SEGUNDA EDICIÓN

Cuando preparo el prólogo de esta segunda edición de La escritura de la memoria me vienen a la memoria los intensos, serenos y largos veranos en los que redacté la primera edición, en la pacífica y bien nutrida biblioteca de la Universidad de Navarra. Siempre es un misterio por qué algunos libros «funcionan bien» y otros no. El caso es que aquellos años no podía imaginar la buena acogida que ha tenido el libro, que sin duda se ha visto beneficiado por el creciente interés de las cuestiones teóricas entre los propios historiadores, la introducción de la asignatura de «tendencias historiográficas» en los planes de estudio del grado de Historia y, por supuesto, el buen trabajo de la editorial que lo cobijó, Publicacions de la Universitat de València.

Pero una década es mucho tiempo en cuestiones de historia intelectual que son las que, finalmente, gobiernan la evolución de la disciplina histórica, sus debates teóricos, la emergencia de nuevos temas y las transformaciones en sus metodologías y en sus epistemologías. Desde aquel lejano 2005, el panorama historiográfico ha entrado en una época que podríamos etiquetar de «post-postmoderna», se han consolidado algunas historias alternativas que empezaron considerándose marginales pero que ya han pasado a formar parte del núcleo central de la disciplina, y, finalmente, se han abierto muchos nuevos frentes teóricos y ámbitos temáticos, la mayor parte de ellos relacionados con el uso de las plataformas digitales, que no eran previsibles hace poco tiempo y que han promovido una efectiva democratización de la disciplina.

Estas eran cuestiones que era preciso tener presente en la nueva edición. Sin embargo, contando con la buena recepción de la primera, y para no romper la unidad del libro, he decidido dejar prácticamente intactos los capítulos I-IX, transformar el «Epílogo» en un nuevo capítulo X (que funciona como «bisagra» de las dos ediciones, puesto que trata específicamente de las transformaciones del propio postmodernismo) y, finalmente, incorporar dos temas completamente nuevos (los capítulos XI y XII), que relatan la evolución de la disciplina durante los dos primeras décadas del siglo XXI. Así, el capítulo XI versa sobre el desarrollo de las nuevas formas de la historia de la vida cotidiana (el análisis de la cultura material y la historia de las emociones entre ellas), la consolidación de la historia de género, y la eclosión de las historias alternativas como las historias subalternas y postcoloniales. El capítulo XII examina la emergencia de los nuevos géneros históricos asociados a las plataformas digitales, la expansión de las historias globales y de amplio alcance comparativo y, por fin, los estudios entorno a las relaciones entre la historia y la memoria, así como las «literaturas del yo» y su dimensión historiográfica.

Este modo de operar sobre la estructura anterior tiene la ventaja de que se preserva al máximo la coherencia cronológica que ya tenía la primera edición. La escritura de la historia es especialmente sensible a los cambios que se operan en el contexto. Por tanto, la historia de la historiografía, como cualquier otra subdisciplina de la historia intelectual, debe reflejar lo más exactamente posible la correlación cronológica que se produce entre la emergencia de las ideas y su contexto histórico específico. Así, el capítulo I está dedicado al primer tercio del siglo XX (con la crisis de positivismos e historicismos); el capítulo II a la época de entreguerras (con la fundación de los Annales); el capítulo III a las tres décadas posteriores a la posguerra (con la expansión de estructuralismo, marxismo e historia cuantitativa); el capítulo IV a la decisiva década de los 1970s (con la transición de los paradigmas de posguerra a la historia de las mentalidades); el capítulo V a esos mismos años 1970s (pero desde la perspectiva del estallido del postmodernismo y sus giros lingüísticos y antropológicos); el capítulo VI a los años 1980s (desde la perspectiva del giro narrativo); el capítulo VII a también a los 1980s (pero desde la perspectiva de la «crisis» de la historia); el capítulo VIII a las dos décadas finales de siglo (con el desarrollo de las nuevas nuevas historias); y el capítulo IX a la época de entresiglos (con la hegemonía del giro cultural). Como el lector comprobará, he procurado mantener esta precisión cronológica en los tres capítulos incorporados ahora, dedicados a las dos primeras décadas del siglo XXI: el capítulo X está dedicado a la crisis del postmodernismo, verificada en los primeros años del año dos mil; y los capítulos XI y XII a las nuevas formas de hacer historia que han surgido durante las últimas dos décadas.

Tal como me plantee en la primera edición, me ha parecido que lo más coherente era preservar un estilo más bien sobrio en el examen de los autores, las obras, las ideas y los conceptos historiográficos que se han desarrollado en los siglos XX y XXI, más que tratar de profundizar en cada uno de ellos. Con tantos datos disponibles hoy día, cualquiera que tenga un interés especial por alguno de los autores, obras o ideas analizadas en el libro puede seguir fácilmente su rastro o profundizar en los efectos que han tenido en la historiografía. Por tanto, el libro tiene por objetivo sobre todo realizar una narración sobria pero coherente de todas esas corrientes y tendencias en el marco de la evolución general de la historiografía en su último siglo, tratando de ponerlas en su específico contexto histórico e historiográfico para hacerlas más comprensibles.

Debo terminar esta presentación con tres agradecimientos, que se unen a los que apunté al inicio de la primera edición. En primer lugar, le estoy muy reconocido a Peter Burke porque el contenido de los nuevos capítulos introducidos en esta edición son fruto en buena medida del trabajo conjunto que realizamos para las páginas referentes a la historiografía contemporánea del libro Comprender el pasado. Una historia de la escritura y el pensamiento histórico (Akal), del que también fueron autores Catalina Balmaceda y Felipe Soza. En segundo lugar, estos últimos años me he beneficiado notablemente de los debates y las ideas generadas en torno al proyecto de investigación interdisciplinar «Religión y Sociedad Civil», del ICS de la Universidad de Navarra, dirigido por la profesora Montserrat Herrero. Finalmente, mi agradecimiento al editor Vicent Olmos, por su infatigable impulso de una historiografía de calidad, que, sin perder rigor, al mismo tiempo conecte con las demandas y aspiraciones de una audiencia cada vez más exigente.

Pamplona, 29 de julio de 2016

INTRODUCCIÓNLA FUNCIÓN DE LA HISTORIOGRAFÍA

Este libro pretende analizar el discurso histórico de los dos últimos siglos, siguiendo el hilo conductor de la escritura de la memoria. Los hombres no sólo viven, sino que se acuerdan de lo vivido y, con no poca frecuencia, tienen el atrevimiento de pasar de la memoria a la escritura. La sociedad entrega a los historiadores esa tarea y ellos se convierten en los fiadores de la memoria. La profesión histórica se convierte así en algo más que una profesión, porque encierra un compromiso personal y una proyección social nada despreciable. De este modo, los historiadores se constituyen en los «guardianes de la memoria», en una expresión que puede tener una connotación negativa pero que en la mayoría de los casos simplemente expresa una realidad.1

El autor de este trabajo parte de la convicción de que se puede hacer una verdadera historia intelectual a través de los textos históricos. Ellos reflejan con extraordinaria claridad los contextos intelectuales e ideológicos de la época en que fueron articulados, con independencia de los datos que proporcionan del objeto que analizan. El Federico II de Ernst Kantorowicz, publicado en los años veinte, respondía al ambiente de una Alemania resentida y sedienta de caudillajes firmes.2 La elección de la figura del soberbio emperador medieval era un reflejo de las inquietudes de la Alemania de los años veinte y treinta. Cuando la obra se reeditó en Alemania durante los años sesenta, el mismo autor se apresuró a mostrar su incomodidad, declarando que la obra debía ser revisada en su totalidad: los dramáticos acontecimientos desencadenados en Alemania durante los años cuarenta y su estancia en Estados Unidos durante los cincuenta habían transformado radicalmente sus convicciones intelectuales, ideológicas y políticas y, por tanto, su visión de la historia.

Los ojos del historiador se mueven siempre a dos niveles. Por un lado, son testigos directos de su mundo, están insertos en un contexto determinado, sufren las consecuencias de unos acontecimientos. Por otro lado, son capaces de trascender ese ámbito inmediato que les envuelve y tomar distancia, actuando como testigos activos más que como sujetos pacientes. Eso es lo que se trasluce de las dramáticas páginas autobiográficas de Marc Bloch sobre la Segunda Guerra Mundial, poco antes de ser fusilado en 1944 por los nazis, a causa de su actividad clandestina en la resistencia francesa.3 De la misma intensidad son las experiencias de Pierre Vilar durante la guerra civil española, narradas muchos años después en su autobiografía intelectual. Ante aquel torbellino de violencia, que le sorprendió en Barcelona, lo único que pretendía el historiador francés era «observar todo con ojos de historiador».4 Ambos actuaron, simultáneamente, como actores y como testigos de esas trágicas escenas. Por su compromiso cívico, no se mantuvieron inactivos ante el desarrollo de los acontecimientos. Por su formación histórica, fueron testigos excepcionalmente cualificados de unos hechos que vivieron con dramatismo e intensidad.5

La mirada del historiador puede, sin embargo, moverse a un tercer nivel, quizás más complejo, cuando dirige su atención a la producción histórica de los que le han precedido. Esta lectura desde el tercer piso ha ido adquiriendo cada vez mayor peso en el panorama académico e intelectual, al concretarse en una verdadera subdisciplina como es la historiografía. A través de ella, son los mismos historiadores los que interpretan y enjuician a sus predecesores. Probablemente, el creciente interés de los historiadores por la historiografía nazca de su recelo por la invasión de la filosofía en su campo, lo que es un reflejo de la máxima de Marc Bloch: «Filosofar, en la boca del historiador, significa... el crimen capital». La historiografía se encuentra de este modo más cerca de la historia intelectual que de la filosofía de la historia. Pero, al mismo tiempo, es indudable que todo historiógrafo precisa de unos conocimientos filosóficos profundos, sin los que es imposible adentrarse en el mundo de las epistemologías históricas. A lo largo del tiempo, la disciplina histórica se ha encargado de poner por escrito la memoria colectiva. Ella avanza a través de los escritos con que los historiadores intentan textualizar el pasado, reactualizándolo a través de un relato riguroso y coherente. Esos textos son su legado principal. No en vano Georges Duby escribía, desde la atalaya de una vida dedicada a la historia: «Je suis tout prêt à dire que ce que j’écris, c’est mon histoire».6 Lo que había escrito era su historia y formaba también parte de la historia: la historia difícilmente puede transmitirse y fijarse de otro modo que no sea a través de la escritura, del texto histórico.

Las circunstancias de la vida de los historiadores son un testimonio elocuente del rastro histórico que ellos mismos han dejado, al tiempo que condicionan su modo de percibir el pasado. De ahí el interés que han suscitado las biografías publicadas en estos últimos años sobre Marc Bloch o Fernand Braudel.7 El estudio de sus escritos es el que permite, a su vez, hacer avanzar la historia. Es tarea del historiógrafo releer esos escritos desde el tercer piso de la reflexión historiográfica, trascendiendo así el primer piso, el de la misma historia –la vivencia de los acontecimientos– y el segundo piso, el de la reflexión histórica –el estudio de una época determinada.

La reflexión historiográfica debe atender, en primer lugar, a la relación del texto histórico con el contexto en el que fue articulado. Los sugerentes estudios sobre historiografía medieval, llevados a cabo por la historiadora norteamericana Gabrielle M. Spiegel, demuestran la eficacia de ese método.8 Llevar a cabo esa contextualización del texto histórico es quizás una tarea más compleja si se trata de tiempos recientes, pero no por ello menos apasionante. Los concienzudos y profundos estudios de Georg G. Iggers sobre el historicismo alemán han actuado como catalizadores de este nuevo ámbito de la disciplina histórica que es la historiografía.9

El objetivo principal de la historiografía es el análisis de las tendencias intelectuales que generan un modo concreto de concebir la historia, de leer el libro de la memoria, de concebir el presente y de proyectar el futuro en función de la lectura que se realiza del pasado. Para ello, una labor capital del historiógrafo es captar el contexto cultural e intelectual en el que los historiadores se hallan inmersos, sus condicionantes geográficos, su ámbito familiar, su formación escolar y académica, sus amistades, sus relaciones profesionales, sus preferencias temáticas.

El historiógrafo debe tener siempre presente que todo texto histórico remite, en mayor o menor medida, al presentismo: cada lectura del pasado lleva inserta en sí misma una lectura del presente desde el que es construido ese discurso histórico. Peter Burke se preguntaba si fue una simple casualidad que los Annales vieran la luz el mismo año de la crisis bursátil de 1929.10 Edward Thompson confesaba que aprendió más de los jóvenes historiadores socialistas –que conoció a raíz de sus actividades relacionadas con el Partido Comunista Británico– que de los académicos de Cambridge. Éste fue su aprendizaje fundamental para la construcción de una de las obras más influyentes del siglo pasado: The Making of the English Working-Class (1963).11 El concepto clave de la historiografía de los años setenta fue la crisis. Se llevaron a cabo concienzudos estudios sobre la crisis de la antigüedad y su transición a un sistema feudal, la crisis del Antiguo Régimen, las crisis de subsistencias, las crisis económicas.12 Al cabo de los años, cuando esos debates han caído en desuso, queda en el ambiente la impresión del fuerte impacto que recibieron aquellos historiadores de la crisis energética y cultural por la que transitaba el mundo occidental durante aquellos años setenta tan grises –y, sin embargo, tan fructíferos desde el punto de vista intelectual y especialmente historiográfico.

El contexto condicionó indudablemente al texto histórico de modo tangible durante esa triste década y le obligó a ceñirse a una lectura economizada y marxistizada del pasado. Y, paradójicamente, durante esos mismos años, un puñado de historiadores (Hayden V. White, Carlo Ginzburg, Natalie Z. Davis, Simon Schama) estaban publicando, desde la arista cortante de la innovación, unos textos basados en el retorno a la narración tradicional, que tanto han influido en el panorama historiográfico del fin de siglo. Ellos supieron desentenderse de un contexto que había empobrecido el debate a causa del hermetismo del paradigma estructural y marxista, que ejercía una hegemonía tan absoluta como anacrónica durante aquellos años.

El influjo del presentismo –el peso del contexto en el texto histórico– es mayor o menor según el grado de conciencia histórica de cada período, pero siempre existe de un modo u otro. Las tesis historicistas de Benedetto Croce, Robin Collingwood o José Ortega y Gasset, desarrolladas en la intensa época de entreguerras, eran quizás excesivamente radicales, pero pusieron de manifiesto el peso real del presente en la labor de quienes leen el pasado. Pocos años después, las ambiciosas construcciones organicistas de Arnold Toynbee y Oswald Spengler representaron el intento de generar unas respuestas globalizantes que atenuaran la conmoción en que se hallaba inmersa la modernidad, seriamente trastocada en sus valores más íntimos por el dramatismo de las guerras mundiales.

La historiografía es una expresión y un reflejo de las tendencias intelectuales y filosóficas predominantes en cada momento. Esto se ha puesto especialmente de manifiesto a lo largo de los dos últimos siglos, en los que sociólogos, historicistas, organicistas, annalistas, estructuralistas, marxistas, cuantitativistas, narrativistas y postmodernos han ido sucediéndose, generación tras generación, en el seno de la disciplina histórica. Cada una de estas tendencias historiográficas ha reflejado o se ha visto reflejada –activa o pasivamente– en los contextos culturales, ideológicos e intelectuales hegemónicos. La experiencia demuestra, sin embargo, que el historiador no está ni mucho menos completamente determinado por el contexto en el que se ve inserto desde los años de su formación intelectual. En primer lugar, porque él mismo forma parte de ese contexto y, por tanto, contribuye a consolidarlo, enriquecerlo o debilitarlo. Pero, sobre todo, porque él mismo es el que crea la «arista cortante de la innovación» –expresión acuñada por el historiador británico Lawrence Stone en 1979– que es la que contribuye a su vez a generar un nuevo contexto intelectual. La innovación está representada en un principio por un pequeño grupo de historiadores quienes, a través de sus textos, representan una ruptura con la tradición y devienen con los años modelos de las corrientes que se van convirtiendo en hegemónicas.

Así ha sucedido a lo largo del siglo pasado con esos libros que todos los historiadores tienen como punto de referencia, independientemente de sus tendencias intelectuales o ideológicas, pero que en su momento fueron una arriesgada apuesta basada en renovadas metodologías: El otoño de la edad media de Johan Huizinga (1919), Los reyes taumaturgos de Marc Bloch (1924), El problema de la incredulidad de Lucien Febvre (1942), El Mediterráneo de Fernand Braudel (1949), La formación de la clase obrera de Edward P. Thompson (1963), El Domingo de Bouvines de Georges Duby (1973), la Metahistoria de Hayden V. White (1973), El queso y los gusanos de Carlo Ginzburg (1976), El regreso de Martin Guerre de Natalie Z. Davis (1982) o Los ojos de Rembrandt, de Simon Schama (1999).13

Todas estas obras, y tantas otras, supieron captar un momento irrepetible de la historiografía, actuando como precursores de nuevas tendencias y configurándose como jalones fundamentales del devenir del discurso histórico. Todo historiador debería conocerlas, independientemente de la parcela concreta que esté cultivando o de la corriente a la que esté adscrito, porque le permiten ahondar en el núcleo fundante de la creación histórica. Quizás por este motivo algunos tienden a considerar que no hay historia sino historiadores. Este enunciado encierra en sí un patente reduccionismo, porque se tiende a identificar la historia con la disciplina histórica, lo que genera incómodos equívocos, como sucedió con el intenso pero efímero debate generado por las tesis de Francis Fukuyama, tras la publicación de su El fin de la historia y el último hombre (1992). Sin embargo, es cierto que la disciplina histórica avanza a base de los textos que dejan por herencia los historiadores. Esos textos son las fuentes históricas secundarias de los historiadores, pero no por ello menos importantes. Al mismo tiempo, se convierten automáticamente en fuentes primarias para los estudios historiográficos y, por tanto, para la historia intelectual.

* * *

La historiografía ha ido evolucionando como subdisciplina de la historia, al socaire de una lectura cada vez más sutil de los textos históricos contemporáneos. Al historiador alemán Georg G. Iggers, junto al historiador francés Charles O. Carbonell, les corresponde el honor de ser considerados unos de sus fundadores.14 Uno de los puntos culminantes de la evolución de la historiografía durante el siglo pasado fue la publicación, en 1973, del libro de Hayden V. White, Metahistoria. La imaginación histórica en la Europa del sigloXIX.15 El ensayo de White, con sus grandezas y miserias, se ve enriquecido por su trifuncionalidad epistemológica: se trata de un estudio de historia –en el ámbito de la historia intelectual–, de un estudio de historiografía –cuya fuente principal son los textos históricos del siglo XIX– y de un objeto historiográfico en sí mismo –porque se ha tomado en buena medida como punto de arranque del postmodernismo historiográfico.

La historia de la historiografía se inició con el estudio de los historiadores, sus libros, sus ideas, al socaire del impulso original de la historia de la ciencia, tal como se manifestó en las pioneras obras de Eduard Fueter o Herbert Butterfield.16 Durante la segunda mitad del siglo XX, la historiografía dio un paso adelante en la reflexión teórica y se fue imponiendo el estudio de las epistemologías y de las corrientes intelectuales que condicionan un modo determinado de hacer historia.17 Sin embargo, la historiografía no debe limitarse al estudio de la evolución interna de la disciplina histórica, sino que debe reflejar el contexto social, institucional y político en el que se desarrolla. Todos los historiadores conocen bien, por propia experiencia, el enorme influjo de su formación familiar, intelectual y académica en el modo de concebir la historia y en el modo de narrarla.

Todo ello remite al mundo del relativismo histórico, que es uno de los debates más presentes en el panorama historiográfico actual. Claude Lévi-Strauss y Karl Popper consideraron que la historia no puede ser del todo objetiva porque cada historiador posee un punto de vista y su obra tiene solamente validez para el tiempo y la cultura desde donde ha sido articulada. Lo único objetivo sería el consenso, establecido entre los académicos, de ciertas reglas y convenciones que hay que respetar en el momento de la escritura de la historia. Pero las cosas no parecen ser tan sencillas.

Es evidente que cada escuela histórica refleja la tradición y las condiciones culturales que la envuelven. Las transformaciones de los paradigmas que sustentan metodológicamente la disciplina histórica son inseparables de las mutaciones de los valores de la sociedad de la que forman parte. El desarrollo del historicismo clásico alemán estuvo intrínsecamente relacionado con la consolidación del estado prusiano decimonónico. El positivismo finisecular francés se impuso en un ámbito intelectual donde predominaba la deducción, en contraste con la tendencia a la inducción de la ciencia anglosajona. La consolidación del marxismo en el panorama intelectual de la posguerra estuvo en connivencia con la polarización del mundo en los dos bloques, por lo que se erigió en la principal arma ideológica del ámbito soviético.

Sin embargo, esto no debe llevar a pensar que el entorno determina completamente la narración histórica, porque entre el texto y el contexto hay una relación de complementariedad, no de predominio o de oposición. Esto lo demuestra el hecho de que ha prevalecido entre los historiadores un acuerdo en considerar que el adecuado tratamiento de la documentación es la base de una historia objetiva. Los resultados de esa rigurosa encuesta pueden ser presentados de muy diversos modos, según el paradigma con el que sean organizados, pero cuentan ya con una garantía de objetividad. Este acuerdo de mínimos en la objetividad histórica se debe a los historiadores decimonónicos. Aunque, también es cierto, éstos cometieron en ocasiones el error de dejar hablar a los documentos por sí solos, lo que parece insuficiente.

Sentada la premisa del lógico influjo, condicionante pero no determinante, del contexto sobre el texto histórico, cabe afirmar también, siguiendo el sentido común y la experiencia cotidiana, que el historiador es capaz de acceder a un conocimiento objetivo del pasado, siempre que cuente con las fuentes adecuadas. Esto es compatible con que existan tantas formas de reescribir ese pasado como historiadores en activo. El verdadero debate respecto a la objetividad histórica tendría que centrarse, en mi opinión, en la elección de los datos, en el modo de organizar la información y en la exposición del relato (en definitiva, en el momentum de la escritura), más que en una discusión excesivamente teórica en torno a la accesibilidad del conocimiento del pasado. Probablemente por este motivo hoy día hayan influido tanto en la historia planteamientos meta-narrativistas como el de los filósofos franceses Michel de Certeau o Paul Ricoeur.18 Todo ello está expresivamente reflejado en el itinerario que marca el sentido de los títulos de dos tratados historiográficos de François Dosse: de la aparente desorientación de la disciplina histórica en los años ochenta (su «historia en migajas», publicado en 1987) a la función nuclear que hoy día tienen en su seno el relato y la narración (su «historia, entre la ciencia y el relato», de 2001).19

En todo caso, el desacuerdo en tantos puntos de vista entre los historiadores y las escuelas históricas ha generado unos debates teóricos que han contribuido a su vez a aumentar considerablemente el rigor, la amplitud y la perspectiva histórica, tanto desde un punto temático como metodológico. En este contexto es donde se revela la verdadera utilidad del debate historiográfico, que puede parecer en ocasiones excesivamente teórico pero que, en realidad, contribuye enormemente a enriquecer el utillaje del historiador y, por tanto, beneficia a la entera disciplina histórica. Es algo que expresó a finales del siglo XIX, quizás inconscientemente, Lord Acton: «el pensamiento histórico es más que el conocimiento histórico» («Historical thinking is more than historical knowledge»). Los textos históricos, al fin y al cabo, pueden constituirse en sí mismos como testimonios y manifestaciones de una cultura determinada: una sociedad no se descubre jamás tan bien como cuando proyecta tras de sí su propia imagen.

1 Una expresión similar es utilizada, en su acepción menos positiva, por Ignacio Peiró Martín, Los guardianes de la historia. La historiografía académica de la Restauración, Zaragoza, 1994.

2 Ernst Kantorowicz, Kaiser Friedrich der Zweite, Berlin, 1927. Ver David Abulafia, «Kantorowicz, Frederick II and England», en Robert L. Benson y Johannes Fried (eds.), Ernst Kantorowicz: Erträge der Doppeltagung Institute for Advanced Study, Stuttgart, 1997, pp. 124-143.

3 Marc Bloch, L’étrange défaite; témoignage écrit en 1940 suivi de écrits clandestins, 1942-1944, París, 1957.

4 Pierre Vilar, Pensar históricamente. Reflexiones y recuerdos, en Rosa Congost (ed.), Barcelona, 1997.

5 Pierre Nora (ed.), Essais d’ego-histoire, París, 1987; Jeremy D. Popkin, «Historians on the Autobiographical Frontier», American Historical Review, 104 (1999), pp. 725-748; James E. Cronin, «Memoir, Social History and Commitment: Eric Hobsbawm’s Interesting Times», Journal of Social History, 37 (2003), pp. 219-231.

6 Citado en Patrick Boucheron, «Georges Duby», en Véronique Sales (ed.), Les historiens, París, 2003, p. 227.

7 Por ejemplo, Giuliana Gemelli, Fernand Braudel, París, 1995 y Olivier Dumoulin, Marc Bloch, París, 2000.

8 Gabrielle M. Spiegel, The Past as Text. Theory and Practice of Medieval Historiography, Baltimore & Londres, 1997.

9 Georg G. Iggers, The German Conception of History. The National Tradition of Historical Thought from Herder to the Present, Middletown, 1968.

10 Ver su excelente síntesis de la evolución de la escuela de los Annales, Peter Burke, The French Historical Revolution. The Annales School, 1929-89, Cambridge, 1990 (edición castellana: Peter Burke, La revolución historiográfica francesa: «la escuela» de los Annales 1929-1989, Barcelona, 1994).

11 Edward P. Thompson, The Making of the English Working Class, Londres, 1963.

12 Un ejemplo clásico de esta tendencia es el volumen de Perry Anderson, Passages from Antiquity to Feudalism, Londres, 1974.

13 Todas estas obras están recogidas en el ANEXO 2, donde se recoge una selección de las que son, a mi juicio, algunas de las obras históricas más representativas del siglo XX.

14 Sus obras más representativas en esta dirección son Georg G. Iggers, New Directions in European Historiography, Middletown, 1984 (1975) y Charles-Olivier Carbonell, Histoire et historiens. Une mutation idéologique des historiens français 1865-1885, Toulouse, 1976.

15 Hayden V. White, Metahistory. The Historical Imagination in Nineteenth-Century Europe, Baltimore & Londres, 1973.

16 Herbert Butterfield, The Origins of Modern Science, 1300-1800, Londres, 1949 y Man on his Past. The Study of the History of Historical Scholarship, Cambridge, 1955; Eduard Fueter, Histoire de l’historiographie moderne, París, 1914.

17 La historiografía española puede congratularse, hoy en día, de ser uno de los ámbitos donde el debate propia y específicamente historiográfico tiene una mayor vitalidad. Este libro debe mucho a la riqueza de este debate y a las conversaciones mantenidas con sus principales protagonistas. Sus obras más representativas van siendo citadas en el momento oportuno.

18 Michel de Certeau, L’écriture de l’histoire, París, 1975; Paul Ricoeur, Temps et récit, París, 1983-1985, 3 vols.

19 François Dosse, L’histoire en miettes. Des «annales» a la nouvelle histoire, París, 1987 y François Dosse, Història. Entre la ciència i el relat, Valencia, 2001.

I. DE ENTRESIGLOS A ENTREGUERRAS:EL AGOTAMIENTO DE POSITIVISMOS E HISTORICISMOS

En el cambio de siglo, la disciplina histórica dio síntomas de agotamiento, tras una larga época de predominio de los esquemas histórico-filosóficos del idealismo y el positivismo y los referentes ideológico-vivenciales del romanticismo. Los historiadores experimentaron una crisis respecto a las cosmovisiones que esos paradigmas representaban. Sentían que se tambaleaban sus fundamentos metodológicos. El agotamiento de los modelos teóricos surgidos en el siglo anterior produjo una sensación de crisis en la disciplina histórica. La edad de oro de los grandes teóricos y filósofos de la historia, como Hegel, Comte o Marx, había terminado. Los viejos paradigmas científicos decimonónicos fueron cayendo progresivamente en desuso, poniendo de manifiesto la radical oposición entre los métodos de las ciencias sociales y los de las ciencias experimentales. En los ambientes académicos, todavía se oían frases programáticas como la que en 1902 profirió John B. Bury: «La historia es una ciencia, ni más ni menos».1 Sin embargo, pocos dudaban ya de que la historia estaba necesitada de una profunda revisión epistemológica.

Los nuevos historiadores, representados por Karl Lamprecht en Alemania y Frederick J. Turner en los Estados Unidos, reaccionaban contra los postulados del positivismo, que había reducido la historia a la búsqueda de leyes generales que explicaran científicamente el devenir histórico. Frente al positivismo generalizante de raíces comtianas, la nueva «escuela metódica» imponía un nuevo tipo de «positivismo», basado en la necesidad de la erudición y la crítica documental como base de la investigación histórica.2 Propugnaban un retorno al hombre como objeto central del conocimiento histórico, que nunca puede ser reducido a fórmulas abstractas, sino que debe ser entendido en todo su contexto.3 Se avanzaba de este modo en la profesionalización de la historia. Los historiadores decimonónicos que no se integraron en esta dirección, como Alexis de Tocqueville y Jakob Burckhardt, quedaron desconectados de las tendencias historiográficas imperantes y fueron marginados del mundo académico, aunque publicaran obras de notable calidad.

Las clásicas polarizaciones de la historiografía decimonónica perdieron toda su eficacia. Los historiadores intentaron crear, con el cambio de siglo, una metodología más flexible. Con ello pretendían superar el maniqueísmo decimonónico, que distinguía entre historiadores profesionales y amateurs; entre románticos y empiristas; entre idealistas y positivistas; entre generalistas y especialistas. Las nuevas corrientes primaban un tipo de historiador que fuera capaz de aglutinar todas estas categorías, aunque ello fuera a costa de entablar un decidido diálogo con las restantes ciencias sociales, como sucedió en Francia con la sociología.

Al mismo tiempo, el patriotismo de los historiadores decimonónicos había puesto seriamente en duda la objetividad de la disciplina histórica. Las escuelas nacionales tenían un peso enorme en el devenir de la ciencia histórica. La escuela rankiana contribuyó decisivamente a la implantación de la historia como disciplina científica, pero no pudo detener su progresiva tendencia a la instrumentalización política y nacionalista de la historia. Como consecuencia, la generación de los historiadores prusianos anterior y posterior a 1870 –Droysen, Mommsen, Treitschke, Sybel– se hizo agente activo de la unidad alemana y, posteriormente, del pangermanismo. Análogamente, la escuela política francesa –Guizot, Mignet, Thiers– se decantaba por el estudio de las instituciones y de lo específicamente francés.

Jules Michelet (1798-1874), por su parte, arrancaba su Histoire de la République romaine. Introduction à l’histoire universelle (1831), declarando que Francia es «la que explicará el Verbo del mundo social». Su Historia de la Revolución Francesa, publicada entre 1847 y 1853, es un audaz intento de compaginar motivaciones políticas con epistemologías filosóficas. Éste sería el modelo que utilizaría la historiografía romántica finisecular para defender las tradiciones nacionales sin estado, como sucede en la Cataluña posterior a la Renaixença.4 La guerra franco-prusiana creaba una polémica sobre los derechos históricos de Alsacia y Lorena, exclusivamente motivada por criterios políticos, en la que intervienen historiadores de la talla de Numa Deny Fustel de Coulanges (1830-1889) y Theodore Mommsen (1817-1903).

La derrota francesa de 1870 había supuesto una enorme conmoción para el entero panorama intelectual francés, al tiempo que confirmaba la superioridad científica alemana.5 Desde el punto de vista estrictamente historiográfico, este acontecimiento representó la progresiva sustitución del modelo historicista clásico a favor de los sistemas histórico-filosóficos del idealismo hegeliano y el positivismo comtiano. La implantación de una nueva historia, que intentaba compatibilizar teoría y práctica, era un reflejo del triunfo del modelo de administración prusiano, más racional y eficaz, frente a un constitucionalismo francés más rígido y anacrónico.6

Fustel de Coulanges y Mommsen representan este momento historiográfico finisecular, que conjuga la tradición racionalista de la duda cartesiana con la aproximación «positivista» a los hechos singulares. Esto les permite elevar la disciplina histórica a la categoría de una ciencia, contribuyendo decisivamente a su modernización y a la fijación del método crítico histórico. Fustel declara explícitamente que la historia está compuesta por una multitud de pequeños acontecimientos; pero un pequeño acontecimiento, en sí, no es historia. La historia no puede quedarse en el estudio de los hechos materiales y de las instituciones. Su verdadero objeto de análisis es el entendimiento humano. Las leyes externas y las instituciones son las que nos llevan a las creencias interiores, que son el objeto propio de la historia.7

Ranke, Burckhardt y Coulanges son los gigantes decimonónicos en lo que se refiere a la fijación científica de la historia. Los tres basan su grandeza en la convergencia entre la filosofía y la historia porque tratan de buscar leyes generales sin las cuales sería difícil hablar de una verdadera ciencia histórica, como ellos mismos postulaban explícitamente.8 Fustel de Coulanges había escrito: «la historia es una ciencia, que utiliza un método riguroso y debe analizar los hechos tal como han sido vistos por los contemporáneos, no como el espíritu moderno los imagina».9 Tanto Ranke como Burckhardt y Coulanges desconfiaban de todo lo que no fuera estrictamente histórico. Este recelo se concretaba en su rechazo de la filosofía. Sin embargo, la utilizaban para hacer más coherente y consistente su acercamiento empírico a la realidad histórica.10

Todo este panorama cambiaría radicalmente, sin embargo, ya a principios del siglo XX, cuando empezó a dejarse sentir en el terreno de la historia un agotamiento de los viejos métodos de la erudición académica profesionalizada del siglo XIX, con sus rígidas pretensiones de objetividad científica. Como punto de partida, la historiografía se enfrentó críticamente con las tres grandes tradiciones intelectuales decimonónicas que tanto habían influido en la historia: el historismus germánico, el positivismo y el marxismo. Cada una de esas tres tradiciones, personificadas por Ranke (1795-1886), Comte (1798-1857) y Marx (1818-1883), se irían proyectando, a lo largo del siglo siguiente, en la hermenéutica, la sociología durkheimiana y weberiana y el materialismo histórico. La historia se convertía desde entonces en una ciencia con objeto propio de conocimiento y quedaba planteado el tema de sus relaciones con las demás ciencias sociales, algunas de las cuales habían quedado seducidas por el historicismo clásico. Superada además la fase en la que la disciplina histórica buscó infructuosamente un lugar entre las ciencias experimentales, es en este período cuando empieza a plantearse su verdadero lugar entre las ciencias humanas y sociales.

LAS ESTRATEGIAS DISCIPLINARES:LA HISTORIA Y LAS CIENCIAS SOCIALES

Durante la segunda mitad del siglo XIX, la convicción del historismus germánico en la posibilidad del acceso al conocimiento objetivo del pasado, lleva a la historia a consolidarse como una disciplina con unos métodos específicos y bien diferenciados de las restantes ciencias sociales. Al mismo tiempo, se agudiza su tendencia a limitar sus presupuestos epistemológicos al ámbito del pensamiento occidental y a considerar la Europa moderna como centro de la historia del mundo. El historicismo germánico, el positivismo y el marxismo comparten la concepción de la coherencia y la linealidad de la historia. Como consecuencia, la disciplina histórica resta excesivamente condicionada por el peso del contexto histórico en los presupuestos historiográficos –el presentismo–, como se pone de manifiesto en la historiografía de la época de la Alemania de Bismarck o de la Francia de Michelet. Se plantea así, de un modo práctico, el problema de la instrumentalización de la historia y se avanza en su profesionalización, con el efecto perverso de la excesiva ritualización de la disciplina, lo que en ocasiones genera una escasa innovación o la generalización de un lenguaje excesivamente específico o especializado.

El positivismo es la primera de estas tres corrientes en quedar descolgada del influjo directo de la historia. En primer lugar, porque los postulados del positivismo clásico de Auguste Comte son progresivamente sustituidos por los del nuevo positivismo de la escuela metódica francesa que, tal como ha puesto de manifiesto Charles-Olivier Carbonell, aboga por una renovación de la ciencia histórica a través de la preeminencia del empirismo sobre las generalizaciones especulativas. Por tanto, a partir de la época de entresiglos, es más propio hablar de «positivismos», en plural, porque allí converge el positivismo clásico de Comte con el nuevo positivismo postulado por los componentes de la escuela metódica, entre los que destacan Charles-Victor Langlois (1863-1929) y Charles Seignobos (1854-1942), quienes declaran solemnemente que sin un estudio empírico de los documentos no hay historia, con lo que marcan las diferencias entre historiadores y filósofos de la historia.11 El contraste entre los diferentes «positivismos», es decir, entre el generalizante empirismo comtiano y el dogmatismo detallista de la escuela metódica, fue el responsable del colapso del positivismo decimonónico como metodología para un estudio riguroso de la historia y de la sociedad.

Hay otro motivo por el que el positivismo fue sustituido, a principios del siglo XX, como fundamento epistemológico de la historiografía. El término «positivismo» había estado asociado desde sus orígenes a una metodología estrictamente científica que remitía a las ideas de la Ilustración, la cual había considerado el progreso de la ciencia y la liberación de la religión y de la metafísica como un instrumento para la emancipación y el progreso de la humanidad. Ciertamente, los intentos de Henry Thomas Buckle y de Hippolyte Taine habían sido fructíferos. Incluso se les había unido el impacto del darwinismo social, representado por Herbert Spencer, que introdujo determinantes biológicos, como la lucha por la supervivencia, para la explicación de la historia. Pero todos ellos fueron experimentos efímeros porque, en la práctica, los seguidores del positivismo nunca tuvieron éxito en la aplicación del modelo de las ciencias naturales en la metodología de las ciencias sociales o la historia.

Caídos en desuso los positivismos, fueron las diversas derivaciones del historicismo y las diversas aplicaciones del marxismo las que empezaron a influir de un modo más directo en la disciplina histórica. La idea de la linealidad y el progreso de la historia se transmitió a través de estas corrientes. En el entero ámbito de las ciencias sociales, se dejó sentir de un modo muy acusado la idea de que no era posible un análisis de la sociedad sin la ayuda de la historia. Esto posibilitó unas mayores conexiones entre las humanidades y las ciencias sociales, donde, de hecho, la disciplina histórica desempeñaba una función neurálgica.

Ciertamente, hay diversas acepciones del concepto historicismo, como las había del positivismo. Sin embargo, la idea central que subyace en todas ellas es la noción de que el mundo de los hombres está lleno de significados y de valores que pueden ser únicamente aprehendidos en un contexto histórico. Como consecuencia, el estudio del carácter histórico de los actos humanos requiere unos métodos específicos, diferentes de los de las ciencias humanas. Se comprende así la importancia que tiene este postulado en las estrategias disciplinares que dominan el panorama intelectual de Occidente: la divulgación del historismus germano en Europa y Norteamérica durante el siglo XX no sólo representan una extensión «geográfica» sino también «disciplinar», porque las tesis historicistas prevalecen en el análisis de las ciencias sociales y en el estudio de las leyes, de la economía y del estado.

El desarrollo de la sociología histórica durkheimiana en Francia y de la sociología comprensiva weberiana en Alemania en los años diez y veinte y la eclosión de los primeros Annales durante los años treinta, son las respuestas proporcionadas a la búsqueda de una mayor unidad e integración de la historia con las restantes ciencias sociales. Un proyecto que se renovará periódicamente a lo largo del siglo XX, como lo demuestra la reedición del artículo de François Simiand de 1903 por Fernand Braudel en 1960 en la revista Annales o el revival, quizás algo efímero, de los postulados de Max Weber en Francia en aquellos años, junto a la consolidación de la Escuela de Bielefeld en Alemania, en la que se logró un verdadero diálogo interdisciplinar.

Como consecuencia de las diferentes aplicaciones historiográficas de los positivismos, los historicismos y los marxismos, a principios del siglo XX, la historia tuvo que intensificar sus conexiones con las ciencias sociales, especialmente con la sociología. Poco a poco, los historiadores tomaron una mayor conciencia de la conveniencia de abrir su objeto de estudio a todas las manifestaciones de la vida de una sociedad en continuo dinamismo. El contexto principal en el que se dio esta apertura fue la Francia de comienzos del siglo XX, donde los modelos de la tradición positivista fueron radicalmente sustituidos por los de la sociología histórica de Émile Durkheim y los planteamientos teóricos de François Simiand. Ellos se propusieron el objetivo de implantar la sociología como una ciencia independiente y de demostrar las enormes posibilidades que ofrecía en el entero campo de lo que se estaba empezando a llamar entonces en Francia las «ciencias sociales».

Un instrumento muy eficaz para conseguir esta integración fue la revista Année Sociologique, iniciada en 1898, en torno a la cual se formó un grupo de investigadores con el afán de consolidar el trabajo de la joven disciplina de la sociología, tratando de incorporar algunos de los métodos históricos más tradicionales. A distancia de un siglo, todavía se pueden admirar la energía, el rigor intelectual y la capacidad de coordinar el trabajo en equipo por parte de todos los que colaboraron en aquel ambicioso proyecto común, aglutinados en torno a Émile Durkheim.

Un debate similar se produjo por aquellos años en Alemania, donde la tradición historicista clásica sufrió una análoga «sociologización» a través de la obra de Max Weber y Georg Simmel. Este último postuló una sociología a medio camino entre las ciencias sociales y la filosofía social. Esta equidistancia reflejaba con claridad la tendencia de los sociólogos alemanes hacia una interpretación racional hermenéutica y filosófica, en contraste con la investigación sociológica empírica típica de la tradición positivista francesa, sostenida por Comte o Durkheim. Max Weber es quizás el resultado más acabado de este equilibrio, al conseguir situar su obra en un eficaz ámbito «neutro», equidistante entre la sociología, la economía, la filosofía y la historia. En suma, la sociología empirística de Durkheim y la sociología comprensiva de Weber son el legado principal del positivismo, el historicismo y el marxismo del siglo XIX, en lo que hace referencia a los diálogos interdisciplinares en el ámbito continental.

Sin embargo, las relaciones entre la historia y las ciencias humanas y sociales no sólo afectaron al plano epistemológico sino también al institucional. Este dualismo tendrá unas repercusiones concretas, tanto en el debate metodológico de la historia con las ciencias sociales como en las estrategias seguidas por los historiadores. El debate entre historia y ciencias sociales precisa de un escenario, lo que provoca la extensión de esas discusiones al ámbito institucional. Las estrategias intelectuales van necesariamente acompañadas de las estrategias institucionales. El año 1903 se considera un importante punto de inflexión, con la publicación del artículo de Simiand «Méthode historique et science sociale».12 Simiand reaccionaba frente a la rigidez de los planteamientos de Paul Lacombe (De l’histoire considérée comme science, 1894) y frente a la excesiva polarización histórica de Charles Seignobos (La méthode historique appliquée aux sciences sociales, 1901), quien excluía a la disciplina histórica de cualquier diálogo con las restantes ciencias humanas. La historia receló entonces de la filosofía de la historia, porque ésta había fracasado al no haber entendido el carácter anticientífico de los acontecimientos históricos y por haber querido explicar de modo similar las instituciones.

La progresiva profesionalización de las diferentes disciplinas, acelerada durante el último tercio del siglo XIX en Francia y Alemania, afectó de modo muy diverso a cada una de ellas. La reforma universitaria llevada a cabo durante la Tercera República en Francia, no se detuvo en la reorganización de las disciplinas enseñadas tradicionalmente en las facultades. También se preocupó por introducir nuevas disciplinas, especialmente las «ciencias sociales» que, en la época de entresiglos, estaban teniendo tanta aceptación. La geografía había encontrado rápidamente unas formas eficaces de institucionalización académica. La economía política empezaba a ser una disciplina independiente en las facultades de derecho. La psicología permanecía dividida entre las facultades de filosofía y medicina. La etnología estaba relegada como un aspecto de la historia de las religiones. Más o menos consolidadas, todas estas disciplinas sociales no nucleares, tenían su espacio en el mundo académico.

Sin embargo, la sociología, a pesar de su progresivo prestigio como el campo privilegiado de la unificación de las ciencias sociales, no tuvo este reconocimiento: su enseñanza se repartirá entre las facultades de literatura –anexa a la de filosofía hasta los años sesenta del siglo XX– y las de derecho. De ahí su definición de un organismo con una cabeza de gigante con cuerpo de enano, que hace referencia a su enorme influjo en las restantes ciencias sociales pero su escasa implantación institucional.13 Esa falta de anclaje institucional explica probablemente la enorme influencia que tendrán durante esos años algunas revistas como la Revue historique de Gabriel Monod (1876), L’Année sociologique de Émile Durkheim (1898), la Revue de synthèse historique de Henri Berr (1900) o los Annales d’histoire économique et sociale de Marc Bloch y Lucien Febvre (1929): ellas suplirán la función que correspondería, en circunstancias normales, a instituciones como las universidades o los centros de investigación. La débil institucionalización de la sociología contrasta notablemente con el éxito intelectual y la proyección científica de la escuela durkheimiana.

LA ECLOSIÓN DE LA SOCIOLOGÍA

La sociología fue, en efecto, la ciencia social que se desarrolló más intensamente durante aquellos años. Las nuevas propuestas teóricas de Émile Durkheim y Max Weber surgían de la necesidad de analizar globalmente la sociedad, considerada como un sistema dentro del que habría que examinar la función que ejercía cada uno de los objetos estudiados. De este modo, se podría llegar a una imagen de la sociedad como un sistema en equilibrio estático, del que se analizarían las reglas para conocer cómo había que actuar para restablecer la normalidad cada vez que ésta fuera quebrada.

Émile Durkheim (1858-1917) es considerado como el fundador de la escuela francesa de sociología, donde cabría incluir también a Bouglé, Davy, Halbwachs, Hubert, Mauss y Simiand. Toda esta generación de intelectuales pretendió crear una especie de imperialismo sociológico, que legitimaba a su disciplina a ocupar todos los ámbitos fronterizos de las diferentes ciencias sociales. El órgano principal del grupo fue la revista L’Année Sociologique, fundada en el año 1898. Su influjo en la disciplina histórica se basaba en la sencilla pero programática idea de que la historia sólo es científica cuando es capaz de trascender lo individual y se adentra en la dimensión sociológica de la realidad.

Durkheim señalaba que la primera regla del método sociológico era la de considerar los hechos sociales como objetos que tenían que estudiarse al margen de sus manifestaciones individuales, examinando la función que cada uno de ellos desarrolla en su contexto.14 La sociología busca una analogía entre organismo biológico y estructura social: se acuñan conceptos como función, organización, ambiente o jerarquía, de resonancia netamente organicista, sobre la base del principio positivista de la continuidad entre naturaleza y cultura. El sociólogo francés partía de la tesis de la diferenciación social del trabajo. El hombre es comprendido a través de lo social, y no a la inversa, por lo que hay una dependencia de la psicología respecto a la sociología, y por esto es tan importante el desarrollo de la disciplina sociológica. Lo individual sólo puede ser entendido en el contexto de una sociedad, lo cual se manifiesta en unas formas concretas, que pueden ser observadas a su vez desde fuera a través de sus manifestaciones concretas.15 El corazón de la sociedad es la conciencia colectiva. Es lógico, por tanto, que Durkheim conceda una gran preponderancia a las normas y a los códigos sociales, que son los mejores indicadores de esa conciencia.16

En la última fase de su obra, Durkheim entra de lleno en la inserción de lo espiritual en el contexto social, a través de un ensayo sobre la religión, publicado originariamente en 1912.17 A partir de entonces ese será uno de los temas que, paradójicamente, tendrá un mayor interés para los sociólogos. La religión es un fenómeno social, que se manifiesta a través de costumbres, celebraciones y rituales. Durkheim se refiere también a la interrelación entre la sociedad y los valores religiosos: así como los sentimientos colectivos deben objetivarse en los símbolos religiosos para ser eficaces, el simbolismo religioso asegura la permanencia de los comportamientos sociales. Hay una función social de la religión y, por tanto, una sinergia entre la religión y la sociedad. La religión legitima los comportamientos sociales y, al mismo tiempo, la sociedad sostiene y asegura la existencia de la religión, porque es todo uno con la sociedad de que forma parte.

El pensamiento de Durkheim se ha estudiado desde diferentes prismas, como el político, el religioso o el económico. Sin embargo, todavía se ha analizado escasamente la función fundamental que juega la historia en su pensamiento y su obra.18 De hecho, Durkheim inspiró su obra particularmente a través de tres ciencias auxiliares de la sociología: la estadística moral, la etnografía y la historia.19 La tercera de ellas, la historia, es un complemento necesario para la sociología. Así lo declaró en uno de sus artículos más programáticos, donde postulaba que las teorías generales de los sociólogos debían ser confirmadas por los estudios inductivos de la historia.20 La sociología necesita de los historiadores: de hecho, no se puede hablar de sociología si ésta no tiene un carácter histórico. La divulgación de la obra durkheniana desató un intenso debate en el seno de la misma historiografía, que se empezó a deslizar hacia las teorías de amplio alcance preconizadas por los nuevos sociólogos, abandonando progresivamente los postulados radicales de los últimos positivistas como Seignobos, cuya tendencia al detallismo poco tenía ya que ver con las aspiraciones sintéticas del primer positivismo.21 Era algo así como volver a los postulados originales del Comte más sociológico. En esta contienda, los historiadores que iban alcanzando mayor prestigio, como Henri Berr, Lucien Febvre o Marc Bloch, se decantaron decididamente por el diálogo de la historia con las ciencias sociales, lo que aisló definitivamente a los apologistas del método histórico-documental.22

La sociología de Durkheim se imponía finalmente entre las nuevas corrientes historiográficas francesas. Ella representaba el final del dominio de la historia narrativa –que no recuperará su preeminencia hasta los años setenta–, la caducidad de la filosofía de la historia –que había sido una de las disciplinas estrella en el siglo XIX23 y que resurgirá, revitalizada, durante los años treinta y cuarenta– y, sobre todo, la sensación de que se abría una nueva era: la implantación de una historia donde se priorizaban los fenómenos sociales por encima de los políticos y que era capaz de articular eficazmente el discurso teórico junto al empírico.

El debate historiográfico en Alemania estaba, por su parte, todavía algo alejado de estos postulados, porque allí el historicismo seguía teniendo un peso enorme. Durante los primeros veinte años del siglo, destaca la labor de Max Weber (1864-1920), uno de esos intelectuales poliédricos que consiguen un notable influjo en los más diversos ámbitos de las ciencias sociales al no adscribirse explícitamente a ninguna de ellas. El sociólogo alemán era el clásico pensador de tercera vía, en su interés por encontrar una alternativa intermedia entre el conservadurismo prusiano y el materialismo progresista de corte marxista.

Desde un punto de vista intelectual, Weber pretendía también reaccionar contra la crítica neokantiana, que proponía una nueva lectura de las ciencias sociales, centradas ahora en lo individual y lo concreto. Junto a Wilhelm Dilthey y Heinrich Rickert, sentó las bases epistemológicas para una nueva historia, al reconocer que todas las ciencias, incluida la historia, eran sistemas de conceptos más que una descripción de la realidad.24 La implantación de esta hipótesis posibilitó el desarrollo posterior de una historiografía basada en una complejidad epistemológica mayor que la que la escuela rankiana había desarrollado durante las décadas precedentes.

Su libro La ética protestante y el espíritu del capitalismo tuvo un gran influjo en la disciplina histórica.25 Publicado entre 1904 y 1905, planteaba el papel de la religión en el desarrollo económico de los pueblos. Su obra ha generado un debate muy intenso y duradero, y ha sido utilizada, a lo largo del siglo XX, para defender ideologías y tendencias completamente opuestas, lo que habla por sí solo de su vidriosidad y complejidad.26 Con su trabajo sobre el espíritu del capitalismo, Weber pone en evidencia la contribución que el cristianismo ha dado a la génesis del mundo moderno, demostrando que el protestantismo en su versión ascética –puritanismo y calvinismo– ha favorecido la consolidación del capitalismo. Sólo una poderosa fuerza espiritual podía liberar al mundo del yugo del tradicionalismo, anclado en una concepción naturalista y mágica del mundo, y avivar el proceso de racionalización intelectual, de innovación científica, de progreso económico y de revitalización social.

Hay una simbiosis estrecha entre el protestantismo ascético y el espíritu del capitalismo inicial. El resultado histórico es la formación de un tipo de emprendedor y hombre de negocios, entre cuyos valores se reafirman la racionalización del tiempo y del dinero. Weber admite, por tanto, que un determinado comportamiento religioso o unas convicciones espirituales pueden generar una mutación social, situándose en las antípodas del determinismo marxista. En su planteamiento, son los intereses y las motivaciones –materiales o espirituales– los que tienden a dominar la actividad del hombre y por lo tanto la historia, no tanto el desarrollo de unas ideas predeterminadas o la aceleración del progreso económico.

Weber pretende analizar la compleja formación de los valores preponderantes de la civilización occidental moderna, muy poco antes de que sufrieran la tremenda sacudida causada por el desencadenamiento de las dos guerras mundiales. Para llevar a cabo con eficacia el estudio de esos valores occidentales, es preciso, según el sociólogo alemán, adentrarse en la combinación de las circunstancias y los fenómenos culturales que aparecen en su formación y que llegan a tener con el tiempo una significación universal.